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ArribaAbajoActo III

 

Decoración: La galería de cuadros en Hunstanton. Puerta al fondo, que se abre sobre la terraza. LORD ILLINGWORTH y GERARDO, en el rincón de la derecha. LORD ILLINGWORTH, recostado en un sofá. GERARDO, sentado en una silla.

 

LORD ILLINGWORTH.-  Es una mujer completamente sensata su madre, Gerardo. Ya sabía yo que acabaría por consentir.

GERARDO.-  Mi madre es terriblemente escrupulosa, lord Illingworth, y sé que no me cree capaz de ser su secretario. Realmente tiene razón. En el colegio he sido un consumado holgazán, y aun ahora mismo, aunque me fuese en ello la vida, no podría sufrir un examen.

LORD ILLINGWORTH.-  Mi querido Gerardo, los exámenes no significan nada. Cuando un hombre es un gentleman ya sabe lo suficiente, y cuando no lo es, todo lo que sepa sólo puede perjudicarle.

GERARDO.-  ¡Pero estoy tan ignorante del mundo, lord Illingworth!

LORD ILLINGWORTH.-  No tenía usted nada, Gerardo. No olvide usted que posee la cosa más maravillosa que hay en el mundo, ¡la juventud! No hay nada como la juventud. La gente de mediana edad está hipotecada a la vida. Los viejos están relegados en el desván de la vida. Pero la juventud es la dominadora de la vida. La juventud tiene un reino esperándola. Todo hombre nace rey y la mayoría mueren en destierro, como la mayor parte de los reyes. No hay nada de que no sea yo capaz, Gerardo, para reconquistar mi juventud, nada, excepto hacer ejercicio, levantarme temprano o ser un miembro útil a la sociedad.

GERARDO.-  ¿Pero usted no se considera como un hombre viejo, lord Illingworth?

LORD ILLINGWORTH.-  Soy lo bastante viejo para poder ser su padre, Gerardo.

GERARDO.-  No me acuerdo de mi padre; murió hace ya años.

LORD ILLINGWORTH.-  Eso me ha dicho lady Hunstanton.

GERARDO.-  Es muy raro que mi madre no me hable nunca de mi padre. A veces me digo que debió hacer un matrimonio desigual.

LORD ILLINGWORTH.-   (Con una ligera mueca.) ¿Sí?  (Se adelanta y pone la mano en el hombro de GERARDO.)  ¿Supongo que habrá usted sentido la falta de su padre, Gerardo?

GERARDO.-  ¡Oh, no! ¡Mi madre ha sido tan buena para mí! Nadie ha tenido nunca una madre como la mía.

LORD ILLINGWORTH.-  Estoy completamente seguro de ello. Sin embargo, yo creo que la mayoría de las madres no comprenden del todo bien a sus hijos. No se dan cuenta, quiero decir, de que un hijo tiene ambiciones, y desea conocer la vida, y hacerse un nombre por sí solo. Después de todo, Gerardo, no era de esperar que se pasase usted la vida en un agujero como Wrockley, ¿verdad?

GERARDO.-  ¡Oh, no! Hubiera sido terrible.

LORD ILLINGWORTH.-  El amor materno es cosa muy conmovedora ciertamente, pero a menudo extrañamente egoísta. Quiero decir que entra en él una buena parte de egoísmo.

GERARDO.-   (Lentamente.) Es posible.

LORD ILLINGWORTH.-  Su madre es una mujer perfectamente buena. Pero las mujeres buenas ¡tienen una manera tan limitada de ver la vida!... ¡Su horizonte es tan estrecho! Se interesan por cosas tan menudas, ¿verdad?

GERARDO.-  La verdad es que se interesan grandemente por muchísimas cosas, a las cuales no hacemos nosotros apenas caso.

LORD ILLINGWORTH.-  ¿Supongo que su madre será muy religiosa, que se dedicará a esas cosas?

GERARDO.-  ¡Oh, sí! Va constantemente a la iglesia.

LORD ILLINGWORTH.-  ¡Ah! No es de su tiempo. Y ser de su tiempo es lo único que vale hoy día. ¿Usted quiere ser de su tiempo, verdad, Gerardo? ¿Usted quiere conocer la vida tal como es en realidad? Pues bien, todo lo que tiene usted que hacer, por el momento, se reduce simplemente a prepararse para frecuentar la mejor sociedad. Un hombre que puede dominar la mesa en una comida de Londres, puede dominar el mundo. El porvenir pertenece al dandy. Son los elegantes los que gobernarán el mundo.

GERARDO.-  Me gustaría enormemente ir bien vestido, pero me han dicho siempre que un hombre no debe ocuparse demasiado de sus trajes.

LORD ILLINGWORTH.-  En nuestros días, la gente es tan absolutamente superficial, que no comprende la filosofía de lo superficial. Y a propósito, Gerardo, debiera usted aprender a hacerse mejor el nudo de la corbata. El sentimentalismo está muy bien para el ojal. Pero lo esencial en el nudo de la corbata es el estilo. Un nudo de corbata bien hecho es el primer paso serio en la vida.

GERARDO.-   (Riendo.)  Podría aprender a hacerme el nudo de la corbata, lord Illingworth, pero no conseguiré nunca hablar como usted. Yo no sé hablar.

LORD ILLINGWORTH.-  ¡Oh! Hable usted a toda mujer como si estuviera enamorado de ella y a todo hombre como si le fastidiase a usted, y al final de su primera temporada tendrá usted fama de poseer el más perfecto tacto mundano.

GERARDO.-  Pero es muy difícil entrar en sociedad, ¿verdad?

LORD ILLINGWORTH.-  En nuestros días, para entrar en la alta sociedad, hay que dar de comer a la gente, divertirla o escandalizarla, ¡eso es todo!

GERARDO.-  ¿Supongo que se divertirá uno extraordinariamente en sociedad?

LORD ILLINGWORTH.-  Formar simplemente parte de ella, es insoportable. Estar excluido de ella es, sencillamente, una tragedia. La buena sociedad es una cosa necesaria. Ningún hombre logra un verdadero éxito en este mundo si no cuenta con el apoyo de las mujeres, y las mujeres gobiernan en sociedad. Si no cuenta usted con las mujeres, está usted irremediablemente perdido. Tanto le valdría hacerse en seguida abogado, agente de Bolsa o periodista.

GERARDO.-  ¿Es muy difícil comprender a las mujeres, verdad?

LORD ILLINGWORTH.-  No hay que intentar nunca comprenderlas. Las mujeres son cuadros. Los hombres, problemas. Si se empeña usted en saber lo que piensa realmente una mujer, cosa siempre peligrosa, mírela y no la escuche.

GERARDO.-  Pero las mujeres son muy inteligentes, ¿verdad?

LORD ILLINGWORTH.-  Siempre es bueno decírselo. Pero para el filósofo, mi querido Gerardo, la mujer representa el triunfo de la materia sobre el espíritu, de igual modo que el hombre representa el triunfo del espíritu sobre la moral.

GERARDO.-  ¿Y cómo pueden las mujeres tener tanto poder como usted les atribuye?

LORD ILLINGWORTH.-  La historia de las mujeres es la historia de la peor forma de tiranía que ha conocido el mundo. La tiranía ejercida por el débil sobre el fuerte. Es la única tiranía duradera.

GERARDO.-  ¿Pero no han adquirido ellas una influencia que afina?

LORD ILLINGWORTH.-  La única cosa que afina es la inteligencia.

GERARDO.-  Después de todo, ¿hay muchas clases diferentes de mujeres, verdad?

LORD ILLINGWORTH.-  En sociedad, no hay más que dos clases: las feas y las que se pintan.

GERARDO.-  ¿Pero hay mujeres honradas en sociedad, no es cierto?

LORD ILLINGWORTH.-  Demasiadas.

GERARDO.-  ¿Pero usted opina que las mujeres no debieran ser honradas?

LORD ILLINGWORTH.-  No se les debe nunca aconsejar eso; se volverían todas instantáneamente honradas. La mujer es un sexo encantadoramente voluntarioso. Toda mujer es una rebelde, y casi siempre en furiosa rebelión contra sí misma.

GERARDO.-  ¿Usted no se ha casado nunca, verdad, lord Illingworth?

LORD ILLINGWORTH.-  Los hombres se casan por cansancio; las mujeres, por curiosidad. Unos y otras quedan defraudados.

GERARDO.-  ¿Pero no cree usted que puede uno ser feliz estando casado?

LORD ILLINGWORTH.-  Perfectamente feliz. Pero, mi querido Gerardo, la felicidad de un hombre casado depende de las mujeres con quienes no se ha casado.

GERARDO.-  Pero, ¿y cuando está uno enamorado?

LORD ILLINGWORTH.-  Debería uno siempre estar enamorado. Precisamente por esa razón no debería uno nunca casarse.

GERARDO.-  ¿El amor es una cosa maravillosa, verdad?

LORD ILLINGWORTH.-  Cuando se está enamorado empieza uno por engañarse a sí mismo. Y acaba uno por engañar a los demás. Esto es lo que el mundo llama una novela. Pero una verdadera grande passion7 es relativamente rara en nuestros días. Representa el privilegio de las personas que no tienen nada que hacer. Es para lo único que sirven las clases ociosas de un país y la única explicación posible de seres como nosotros, los Harford.

GERARDO.-  ¿Los Harford, lord Illingworth?

LORD ILLINGWORTH.-  Es mi apellido de familia. Tendrá usted que estudiar la Guía de la Nobleza, Gerardo. Es el único libro que debe conocer a fondo todo muchacho que vive en Londres y lo mejor que ha producido Inglaterra. Y ahora, Gerardo, va usted a entrar conmigo en una vida completamente nueva y quiero que sepa usted vivir.  (MISTRESS ARBUTHNOT aparece en la puerta de la terraza que hay a espaldas de ellos.)  Porque el mundo ha sido hecho por los tontos para que los listos vivan en él. (Entran por la izquierda LADY HUNSTANTON y el DOCTOR DAUBENY.) 

LADY HUNSTANTON.-  ¡Ah! ¿Está usted aquí, mi querido lord Illingworth? ¿Y qué? Supongo que habrá usted puesto a nuestro joven amigo Gerardo al tanto de sus nuevos deberes y que le habrá usted dado muchos buenos consejos mientras fumaban un agradable cigarrillo.

LORD ILLINGWORTH.-  Le he dado los mejores consejos y los mejores cigarrillos que tenía, lady Hunstanton.

LADY HUNSTANTON.-  ¡Cuánto siento no haber estado aquí para escucharle! Pero supongo que soy demasiado vieja para instruirme, como no sea con usted, mi querido Archidiácono, cuando se halla en su primoroso púlpito. Pero entonces sé por adelantado lo que va usted a decir y no puedo asustarme.  (Viendo a MISTRESS ARBUTHNOT.)  ¡Ah, mi querida mistress Arbuthnot, venga usted con nosotras! Venga, querida.  (Entra MISTRESS ARBUTHNOT.)  Gerardo ha tenido una larga conversación con lord Illingworth; estoy segura de que se sentirá muy halagada con el giro satisfactorio que han tomado las cosas para él. Sentémonos.  (Se sientan.)  ¿Y cómo va su bonito bordado?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Sigo trabajando en él, lady Hunstanton.

LADY HUNSTANTON.-  ¿Mistress Daubeny borda también un poco, verdad?

EL ARCHIDIÁCONO.-  Antes manejaba la aguja enteramente como una Dorcas8. Era una verdadera artista en labores. Pero la gota le ha entorpecido mucho los dedos. Hace lo menos diez años que no ha tocado el bastidor. Pero tiene otras muchas distracciones. Se preocupa asiduamente de su salud.

LADY HUNSTANTON.-  ¡Ah! Eso siempre es una encantadora distracción, ¿verdad? Y ahora, lord Illingworth, ¿de qué está usted hablando? Díganoslo.

LORD ILLINGWORTH.-  Iba a explicarle a Gerardo que el mundo se ríe siempre de las tragedias que le suceden; sólo así pueden soportarse. Y, por consiguiente, todo lo que el mundo ha tratado con seriedad pertenece al lado cómico de las cosas.

LADY HUNSTANTON.-  Eso escapa ahora por completo a mi sagacidad. Lo cual me sucede generalmente cuando lord Illingworth habla de algo. Y la Sociedad Humana es muy indiferente. Nunca me socorre nadie. Todos me dejan hundirme. Tengo una vaga idea, mi querido lord Illingworth, de que está usted siempre del lado de los réprobos y yo procuro siempre estar del lado de los santos, al menos hasta donde puedo. Después de todo, puede que esto sea solamente el desvarío de una persona que se ahoga.

LORD ILLINGWORTH.-  La única diferencia entre el santo y el pecador es que todo santo tiene un pasado y todo pecador un porvenir.

LADY HUNSTANTON.-  ¡Oh, eso me convence! No tengo nada que decir. Usted y yo, mi querida mistress Arbuthnot, estamos anticuadas. No nos es posible seguir a lord Illingworth. Temo que se hayan cuidado excesivamente de nuestra educación. Haber sido bien educada es hoy día un gran retroceso. ¡Nos cierra tantas puertas!

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Sentiría seguir a lord Illingworth en cualquiera de sus opiniones.

LADY HUNSTANTON.-  Tiene usted razón por completo, querida. (GERARDO se encoge de hombros y lanza una mirada irritada a su madre. Entra LADY CAROLINA.) 

LADY CAROLINA.-  Juana, ¿has visto a Juan por algún sitio?

LADY HUNSTANTON.-  No te preocupes tanto por él, querida. Está con lady Stutfield; les he visto hace un rato en el salón amarillo. Parecían muy contentos de estar juntos. Pero no te vayas. Carolina. Siéntate, te lo ruego.

LADY CAROLINA.-  Creo que haré mejor en buscar a Juan.  (Sale LADY CAROLINA.) 

LADY HUNSTANTON.-  No debía prestarse tanta atención a los hombres. Y Carolina no tiene realmente por qué estar inquieta. Lady Stutfield es muy simpática. Es igualmente simpática con unos que con otros. Tiene un carácter admirable.  (Entran SIR JUAN y MISTRESS ALLONBY.)  ¡Ah, aquí está sir Juan! ¡Y con mistress Allonby todavía! Creo que fue con mistress Allonby con quien le vi. Sir Juan, Carolina le andaba buscando por todas partes.

MISTRESS ALLONBY.-  La hemos estado esperando en la sala de música, mi querida lady Hunstanton.

LADY HUNSTANTON.-  ¡Ah, en la sala de música, claro es! Creí que era en el salón amarillo. ¡Mi memoria va siendo muy deficiente!  (Al ARCHIDIÁCONO.)  Mistress Daubeny tiene una memoria admirable, ¿verdad?

EL ARCHIDIÁCONO.-  Sí, en otro tiempo poseía una memoria notabilísima; pero desde su último ataque se acuerda sobre todo de los sucesos ocurridos en su primera infancia. Pero encuentra un gran placer en esas ojeadas retrospectivas, un gran placer. (Entran LADY STUTFIELD y MÍSTER KELVIL.) 

LADY HUNSTANTON.-  ¡Ah, mi querida lady Stutfield! ¿De qué hablaba usted con míster Kelvil?

LADY STUTFIELD.-  Del Bimetalismo, si no recuerdo mal.

LADY HUNSTANTON.-  ¿Del Bimetalismo? ¿Es un tema agradable? Aunque ya sé que en nuestros días la gente discute de todo con entera libertad. ¿Y de qué le hablaba a usted sir Juan, mi querida mistress Allonby?

MISTRESS ALLONBY.-  De la Patagonia.

LADY HUNSTANTON.-  ¿De verdad? ¡Qué tema tan distante! Pero de gran aprovechamiento, indudablemente.

MISTRESS ALLONBY.-  Ha estado muy interesante hablando de la Patagonia. Los salvajes parece ser que tienen absolutamente las mismas ideas que las personas civilizadas sobre casi todas las cosas. Están excesivamente adelantados.

LADY HUNSTANTON.-  ¿Qué hacen?

MISTRESS ALLONBY.-  Aparentemente, todo.

LADY HUNSTANTON.-  ¡Vaya! ¿Es muy grato, no es verdad, mi querido Archidiácono, que la Naturaleza Humana siga siendo la misma? En el fondo, el mundo es el mismo, ¿no?

LORD ILLINGWORTH.-  El mundo se divide simplemente en dos clases: los que creen lo increíble, como el público, y los que hacen lo inverosímil...

MISTRESS ALLONBY.-  ¿Como usted?

LORD ILLINGWORTH.-  Sí, yo estoy siempre asombrado de mí mismo. Es la única cosa que hace la vida digna de vivirse.

LADY STUTFIELD.-  ¿Y qué ha hecho usted en estos últimos tiempos que le asombre?

LORD ILLINGWORTH.-  He descubierto toda clase de bellas cualidades en mi carácter.

MISTRESS ALLONBY.-  ¡Ah! ¡No quiera usted llegar de golpe a la perfección! ¡Vaya usted por grados!

LORD ILLINGWORTH.-  No intento ser del todo perfecto. Al menos, eso espero. Sería muy incómodo. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tuviésemos los suficientes, nos lo perdonarían todo, hasta nuestras gigantescas inteligencias.

MISTRESS ALLONBY.-  Es prematuro pedirnos que perdonemos el análisis. Perdonamos la adoración; poco más o menos es lo que debe esperarse de nosotras. (Entra LORD ALFREDO. Va hacia LADY STUTFIELD.) 

LADY HUNSTANTON.-  ¡Ah! Nosotras, las mujeres, debíamos perdonarlo todo, ¿verdad, mi querida mistress Arbuthnot? Estoy segura de que está usted de acuerdo conmigo en esto.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  No lo estoy, lady Hunstanton. A mi juicio, hay muchas cosas que las mujeres no debían perdonar jamás.

LADY HUNSTANTON.-  ¿Qué clase de cosas?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  La ruina de la vida de otra mujer. (Se dirige lentamente hacia el fondo de la escena.) 

LADY HUNSTANTON.-  ¡Ah! Esas son cosas muy tristes, indudablemente; pero yo creo que existen instituciones admirables donde se ocupan de cuidar y de reformar después a esa clase de personas, y yo creo que en el fondo el secreto de la vida consiste en tomar las cosas muy tranquilamente.

MISTRESS ALLONBY.-  El secreto de la vida está en no tener jamás una emoción que siente mal.

LADY STUTFIELD.-  El secreto de la vida está en apreciar el placer de sentirse terriblemente, terriblemente desilusionada.

KELVIL.-  El secreto de la vida está en resistir a la tentación, lady Stutfield.

LORD ILLINGWORTH.-  No existe el secreto de la vida. El fin de la vida, si es que posee alguno, consiste sencillamente en estar siempre acechando tentaciones. No hay casi ninguna. A veces me paso todo un día sin encontrar una. Es absolutamente espantoso. Esto inquieta para el porvenir.

LADY HUNSTANTON.-   (Amenazándole con el abanico.) No sé por qué será, mi querido lord Illingworth, pero todo lo que ha dicho usted hoy me parece excesivamente inmoral. Ha estado usted muy interesante de oír.

LORD ILLINGWORTH.-  Todo pensamiento es inmoral. Su propia esencia es la destrucción. Si piensa usted en algo, lo mata usted. Nada sobrevive después de reflexionar en ello.

LADY HUNSTANTON.-  No comprendo una palabra, lord Illingworth. Pero no dudo que todo eso es verdad. Particularmente, tengo muy poco que reprocharme en materia de pensamiento. No creo que las mujeres piensen demasiado. Las mujeres debían pensar con moderación, como debían hacerlo todo, con moderación.

LORD ILLINGWORTH.-  La moderación es una cosa fatal, lady Hunstanton. Nada logra un éxito semejante al exceso.

LADY HUNSTANTON.-  Espero acordarme de ello. Parece una máxima admirable. Pero empiezo a olvidarlo todo. Es una gran desdicha.

LORD ILLINGWORTH.-  Esa es una de sus cualidades más fascinadoras, lady Hunstanton. Ninguna mujer debiera tener memoria. La memoria en una mujer es el comienzo del desaliño. Puede conjeturarse siempre por el sombrero de una mujer si tiene memoria o no.

LADY HUNSTANTON.-  ¡Qué encantador es usted, querido lord Illingworth! Siempre descubre usted que el defecto más notorio de una es su virtud más importante. Tiene usted las ideas más consoladoras sobre la vida. (Entra FARQUHAR.) 

FARQUHAR.-  ¡El coche del Daubeny!

LADY HUNSTANTON.-  ¡Mi querido Archidiácono! No son más que las diez y media.

EL ARCHIDIÁCONO.-   (Levantándose.)  Siento tener que marcharme, lady Hunstanton. Las noches del martes son siempre malas para mi esposa.

LADY HUNSTANTON.-   (Levantándose.)  Bien; entonces no le retengo lejos de ella.  (Le acompaña hasta la puerta.)  Le he dicho a Farquhar que pusiera en el coche un par de perdices. Quizá le gusten a mistress Daubeny.

EL ARCHIDIÁCONO.-  Es usted muy amable, pero mistress Daubeny no toma ahora ningún alimento sólido. Se alimenta exclusivamente de jaleas. Pero está siempre asombrosamente alegre, asombrosamente alegre. No tiene nada de qué quejarse. (Sale con LADY HUNSTANTON.) 

MISTRESS ALLONBY.-   (Acercándose a LORD ILLINGWORTH.)  Hay una bella luna esta noche.

LORD ILLINGWORTH.-  Vamos a contemplarla. En nuestros días contemplar algo variable resulta encantador.

MISTRESS ALLONBY.-  Tiene usted su espejo.

LORD ILLINGWORTH.-  Es cruel. Únicamente me muestra mis arrugas.

MISTRESS ALLONBY.-  El mío se porta mejor. Nunca me dice la verdad.

LORD ILLINGWORTH.-  En ese caso está enamorado de usted. (Salen SIR JUAN, LADY STUTFIELD, MÍSTER KELVIL y LORD ALFREDO.) 

GERARDO.-   (A LORD ILLINGWORTH.)  ¿Puedo ir yo también?

LORD ILLINGWORTH.-  Venga usted, querido. (Se dirige hacia la puerta con MISTRESS ALLONBY y GERARDO. Entra LADY CAROLINA, mira rápidamente a su alrededor y sale en dirección contraria a la que han tomado SIR JUAN y LADY STUTFIELD.) 

MISTRESS ARBUTHNOT.-  ¡Gerardo!

GERARDO.-  ¿Qué, mamá?  (Sale LORD ILLINGWORTH con MISTRESS ALLONBY.) 

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Se hace tarde. Vamos a casa.

GERARDO.-  Mi querida mamá, esperemos un poco más. Lord Illingworth es tan encantador, y además, mamá, tengo una gran sorpresa que darte. Partimos para la India a fines de este mes.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Vamos a casa.

GERARDO.-  Si tú quieres, realmente, desde luego, pero es preciso que diga adiós a lord Illingworth primero. Vuelvo dentro de cinco minutos. (Sale.) 

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Que se vaya; ése es su gusto, ¡pero no con él..., no con él! No podría soportarlo. (Pasea de un lado para otro. Entra ESTER.) 

ESTER.-  ¡Qué agradable está la noche, mistress Arbuthnot!

MISTRESS ARBUTHNOT.-  ¿Sí?

ESTER.-  Mistress Arbuthnot, yo deseo que seamos amigas íntimas. ¡Es usted tan diferente de las otras mujeres de aquí! Cuando entró usted en el salón esta noche trajo usted consigo algo así como la sensación de cuanto bueno y puro hay en la vida. Fui una atolondrada. Hay cosas que es bueno decir, pero no deben decirse fuera de tiempo ni a personas indignas de ellas.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Oí lo que usted dijo. Estoy conforme con ello, mistress Worsley.

ESTER.-  Ignoraba que lo hubiese usted oído. Pero sabía que estaría usted conforme conmigo. Una mujer que ha pecado debe ser castigada, ¿no es verdad?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Sí.

ESTER.-  ¿No debía permitírsela entrar en la sociedad de los hombres y de las mujeres honradas.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  No debiera permitírsela.

ESTER.-  ¿Y el hombre debía ser castigado de la misma manera?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  De la misma manera. ¿Y los hijos, si tienen hijos, de la misma manera también?

ESTER.-  Sí, es justo que los pecados de los padres caigan sobre los hijos. Es una ley justa. Es la ley de Dios.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Es una de las terribles leyes de Dios. (Va hacia la chimenea.) 

ESTER.-  ¿Está usted afligida por la partida de su hijo, mistress Arbuthnot?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Sí.

ESTER.-  ¿Le agrada a usted que se vaya con lord Illingworth? Claro es que eso representa una posición, sin duda, y dinero; pero la posición y el dinero no lo son todo, ¿verdad?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  No son nada: traen sufrimientos.

ESTER.-  ¿Entonces, por qué le deja usted partir con él?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Porque así lo desea.

ESTER.-  ¿Pero si usted le rogase que se quedara, no se quedaría?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Tiene mucho interés en partir.

ESTER.-  Él no le ha de negar nada. La ama a usted demasiado. Pídale que se quede. Permítame usted que le envíe aquí. Se halla en este momento en la terraza con lord Illingworth. Les he oído reír juntos al cruzar la sala de música.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  No se moleste, miss Worsley; puedo esperar. No tiene importancia.

ESTER.-  No voy a decirle que usted le necesita. Hágalo, ruéguele usted que se quede. (Sale ESTER.) 

MISTRESS ARBUTHNOT.-  No querrá venir... Sé que no querrá venir. (Entra LADY CAROLINA. Mira a su alrededor con ansiedad. Entra GERARDO.) 

LADY CAROLINA.-  Mistress Arbuthnot, ¿puede usted decirme si sir Juan está en la terraza?

GERARDO.-  No, lady Carolina; no está en la terraza.

LADY CAROLINA.-  Es muy extraño. Es hora para él de retirarse.  (Sale LADY CAROLINA.) 

GERARDO.-  Querida mamá, temo haberte hecho esperar. Me olvidé por completo. ¡Soy tan feliz esta noche, mamá! No he sido nunca tan feliz.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  ¿Ante la perspectiva de ausentarte?

GERARDO.-  No te pongas así, mamá. Claro que siento pena al separarme de ti, que eres la mejor madre del mundo entero. Pero, después de todo, como dice lord Illingworth, es imposible vivir en un sitio como Wrockley. A ti no te importa, pero yo soy ambicioso; necesito algo más que eso. Necesito tener una posición. Necesito hacer algo para que te sientas orgullosa de mí, y lord Illingworth va a ayudarme a ello. Está dispuesto a hacer todo por mí.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Gerardo no te marches con lord Illingworth. Te lo pido. ¡Te lo suplico, Gerardo!

GERARDO.-  ¡Mamá, qué inconstante eres! Cualquiera diría que no sabes nunca lo que quieres. Hace hora y media, en el salón lo aprobabas todo; ahora te vuelves atrás, haces objeciones e intentas forzarme a que renuncie a mi única posibilidad de éxito en la vida. Sí, a mi única posibilidad. ¿No te figurarás que se encuentran todos los días hombres como lord Illingworth, verdad, mamá? Resulta muy extraño que cuando encuentro una ocasión tan admirable de hacer fortuna, la única persona que ponga dificultades en mi camino sea mi propia madre. Además, ya sabes mamá que amo a Ester Worsley. ¿Quién podría dejar de amarla? La amo más aún de lo que te he dicho siempre, mucho más. Y si tuviese yo una posición, si tuviera yo un porvenir, podría... podría preguntarla si... ¿Comprendes ahora, mamá, lo que quiere decir para mí ser secretario de lord Illingworth? Un comienzo semejante es como encontrar ante sí una carrera ya hecha esperándole a uno. Si fuese yo secretario de lord Illingworth, podría rogar a Ester que fuese mi mujer. Mientras que de parte de un infeliz escribiente de Banco, con cien libras al año, sería una impertinencia.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Temo que tus esperanzas en miss Worsley sean infundadas. Conozco sus ideas sobre la vida. Acaba, precisamente, de decírmelas.

 

(Una pausa.)

 

GERARDO.-  Entonces me queda mi ambición, en último caso. Ya es algo..., ¡y me alegro de tenerla! Tú has procurado siempre destruir mi ambición, mamá... ¿No es cierto? Me dijiste que el mundo era un lugar de perversión, que el éxito no era digno de ser perseguido, que la sociedad era frívola y toda clase de cosas... Pues bien, yo no lo creo, mamá. Me imagino que el mundo debe ser delicioso. Me imagino que la sociedad debe ser exquisita. Me imagino que el éxito es digno de ser perseguido. Te has equivocado en todo lo que me enseñaste, mamá; te equivocaste completamente. Lord Illingworth es un hombre que ha triunfado. Es un hombre elegante. Es un hombre que vive en el mundo y para el mundo. Pues bien, yo daría cualquier cosa por parecerme a lord Illingworth.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Y yo preferiría verte muerto.

GERARDO.-  Mamá, ¿qué tienes que reprochar a lord Illingworth? Dímelo... Dímelo francamente. ¿Qué es ello?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Es un hombre perverso.

GERARDO.-  ¿Por qué es perverso? No comprendo lo que quieres decir.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Ya te lo explicaré.

GERARDO.-  Supongo que le consideras perverso porque no cree las mismas cosas que tú. Pues bien, los hombres son diferentes de las mujeres, mamá. Es natural que tengan ideas diferentes.

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Lo que hace que lord Illingworth sea perverso, no es lo que cree o lo que deja de creer, sino lo que es.

GERARDO.-  Mamá, ¿sabes algo de él? ¿Sabes algo realmente?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Sé algo.

GERARDO.-  ¿Una cosa de la que estás completamente segura?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Completamente.

GERARDO.-  ¿Desde hace cuánto tiempo lo sabes?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Desde hace veinte años.

GERARDO.-  ¿No es ir muy lejos retroceder veinte años en la vida de cualquier hombre? ¿Y qué tenemos que ver tú y yo con los primeros tiempos de la vida de lord Illingworth? ¿Qué nos importan?

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Lo que fue ese hombre, lo es ahora y lo será siempre.

GERARDO.-  Mamá, ¿quieres decirme lo que hizo lord Illingworth? Si cometió alguna cosa deshonrosa, no me iré con él. Seguramente me conoces lo suficiente para saberlo

MISTRESS ARBUTHNOT.-  Gerardo, acércate a mí. Ponte muy junto a mí, como solías hacerlo con frecuencia cuando eras un niñito, cuando eras el hijito de tu madre.  (GERARDO se sienta al lado de su madre. Ella le pasa los dedos por los cabellos y le acaricia las manos.)  Gerardo, hubo en otro tiempo una muchacha muy joven, que tenía todo lo más veinte años de edad. Jorge Harford, éste era entonces el nombre de lord Illingworth-, Jorge Harford la conoció. Ella no sabía nada de la vida. Él... lo sabía todo. Hizo que la muchacha le amase. Tanto le amó, que una mañana abandonó con él la casa de sus padres. ¡Le amaba tanto, y además la había prometido casarse con ella! Habíala prometido solemnemente casarse con ella y le creyó. Era ella muy joven... e ignoraba lo que es realmente la vida. Pero él demoraba el matrimonio de semana en semana, de mes en mes... Ella seguía siempre confiando en él. Le amaba... Antes de que el niño naciese -porque ella tuvo un hijo- le suplicó, en consideración al niño, que se casase con ella, para que su hijo pudiese tener un nombre, para que el pecado de ella no recayera sobre el niño, que era inocente. Él se negó. Después que nació el niño, ella se separó de él, llevándose a su hijo, destrozada ya su vida, destrozada su alma, y toda la dulzura, la bondad y la pureza que en ella había estaban igualmente destruidas. Sufrió ella terriblemente... y aun hoy sigue sufriendo. Sufrirá siempre. Para ella no existe alegría, ni paz, ni expiación. Es una mujer que arrastra una cadena como un criminal. Es una mujer que lleva máscara como un leproso. El fuego no puede purificarla. Las aguas no pueden sofocar su angustia. ¡Nada puede curarla! ¡No hay narcótico que pueda proporcionarla el sueño! ¡Ni adormideras que la traigan el olvido! ¡Está perdida! ¡Es un alma perdida!... Por eso llamo hombre perverso a lord Illingworth. Por eso no quiero yo que mi hijo esté con él.

GERARDO.-  Mi querida mamá, eso es muy trágico, ciertamente. Pero me atrevo a decir que la muchacha era tan vituperable como lord Illingworth... Después de todo, ¿es que una muchacha verdaderamente honrada, una muchacha de buenos sentimientos, querría marcharse de su hogar con el hombre con quien no está casada y vivir con él como si fuese su mujer? Ninguna muchacha buena querría hacerlo.

MISTRESS ARBUTHNOT.-   (Después de una pausa.) Gerardo, retiro todas mis objeciones. Estás en libertad de marcharte con lord Illingworth, cuando y adonde te parezca.

GERARDO.-  Mi querida mamá, ya sabía yo que no entorpecerías mi camino. Eres la mujer mejor que ha creado Dios. Y en cuanto a lord Illingworth, no le creo capaz de nada infame o vil. No puedo creer eso de él, no puedo...

ESTER.-   (Desde afuera.) ¡Suélteme usted! ¡Suélteme usted!  (Entra ESTER aterrada, corre hacia GERARDO y se arroja en sus brazos.) 

ESTER.-  ¡Oh! ¡Sálveme usted..., sálveme de él!

GERARDO.-  ¿De quién?

ESTER.-  ¡Me ha ofendido! ¡Me ha ofendido horriblemente! ¡Sálveme!

GERARDO.-  ¿Quién?... ¿Quién ha osado?...  (Entra LORD ILLINGWORTH por el fondo de la escena. ESTER se separa de los brazos de GERARDO y le señala.) 

GERARDO.-   (Completamente fuera de sí de rabia e indignación.) ¡Lord Illingworth, ha ofendido usted al ser más puro que hay en la tierra del Señor, a un ser tan puro como mi misma madre! Ha ofendido usted a la mujer, que es, corn mi madre, a la que amo más en el mundo! ¡Como hay un Dios en el cielo, voy a matarle!

MISTRESS ARBUTHNOT.-   (Lanzándose entre los dos y deteniéndole.) ¡No! ¡No!

GERARDO.-   (Empujándola hacia atrás.) ¡No me detengas, mamá! ¡No me detengas.... quiero matarle!

MISTRESS ARBUTHNOT.-  ¡Gerardo!

GERARDO.-  ¡Suéltame, te digo!

MISTRESS ARBUTHNOT.-  ¡Detente, Gerardo; detente! ¡Es tu padre!  (GERARDO coge las manos de su madre y la mira fijamente a la cara. Ella se deja caer paulatinamente al suelo, llena de vergüenza. Ester se escapa furtivamente hacia la puerta. LORD ILLINGWORTH frunce el ceño y se muerde los labios. Pasado un momento, GERARDO alza a su madre, y pasándola un brazo por la cintura se la lleva de la habitación.) 


 
 
BAJA EL TELÓN
 
 

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