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Una novela de «Clarín»: «Su único hijo»

Mariano Baquero Goyanes



Las siguientes páginas quieren ser -desde la Universidad de Murcia- una aportación al homenaje que Leopoldo Alas, «Clarín», merece en el primer centenario de su nacimiento (1852-1952).

No voy a incurrir en el tan frecuente y optimista supuesto de creer que mi estudio servirá para multiplicar el número de lectores de una de las más olvidadas e inteligentes obras de «Clarín».

Quizás haya que buscar el impulso que me ha movido a realizar este trabajo, no tanto en el afán de conseguir difusión para una concreta novela, como en el sentimiento del que cree cumplir un deber.

Un deber de lealtad hacia un autor siempre querido y admirado, y un deber -también- de estricta fidelidad universitaria.



A Carlos Clavería.








ArribaAbajoLa crítica ante Su único hijo

No es demasiado infrecuente en la vida literaria el caso del escritor de una o dos novelas -recuérdese en la literatura francesa a Alain Fournier con su única y exquisita El gran Meaulnes-, en contraste con los creadores de gigantescos mundos novelescos, inacabables series narrativas. Suele ocurrir también que los creadores de escasas novelas son, a la vez, grandes estilistas, artistas del idioma, como Flaubert, de exigua -aunque espléndida- producción novelística, en comparación con otros narradores de su país y siglo: Balzac o Zola.

De los llamados naturalistas españoles es Leopoldo Alas, Clarín, el de más exigua producción novelística, al lado, no ya de Galdós con su gigantesco mundo narrativo, sino incluso al de la Pardo Bazán, Pereda, Palacio Valdés, etc.

Clarín consumió su principal actividad literaria en la crítica y en el cuento. A la poesía renunció muy pronto, llegando incluso a burlarse tiernamente de esas juveniles aficiones poéticas suyas, de las que, sin embargo, parece encontrarse cierta huella o prolongación en alguno de sus relatos1.

Su única tentativa teatral -Teresa- fue tardía y no alcanzó éxito2. Eran sus temidas críticas literarias las que le dieron reputación y prestigio, y las que, a la vez, le crearon conflictos y enemigos.

En la actualidad lo más leído y conocido de la producción de Alas son los cuentos, indudablemente los mejores que en España se escribieron en el pasado siglo.

Las dos únicas novelas extensas que Clarín publicó, La Regenta y Su único hijo, han quedado un poco en el olvido, especialmente la segunda. La Regenta comienza ya a suscitar la atención que merece, y es de esperar, que pronto comience a ser citada por todos como la más lograda creación novelística española en el siglo pasado.

Su único hijo es, sin duda alguna, muy inferior a La Regenta, pero, aun así, parece pedir una mayor atención de la que basta ahora se le ha dispensado. Es precisamente, su comparación con La Regenta la que ha oscurecido injustamente la calidad de esta segunda novela clariniana.

De las críticas con que en su tiempo y en el nuestro ha sido acogida esta novela, ofrezco algunas muestras.

La máxima incomprensión viene dada por las tan conocidas páginas del P. Blanco García en su historia de la literatura española decimonónica, en la que, tras un violento ataque contra La Regenta, se lee:

«Malhumorado Clarín por la acogida que tuvo su primera novela, se dio a elaborar otra, que ha aparecido al cabo de seis años, cayendo como losa de plomo sobre su reputación acabándole de desprestigiar entre la media docena de españoles optimistas que no esperaban de él tan monstruoso feto, verdadera pelota de escarabajo, amasada sin arte alguno con el cieno de inverosímiles concupiscencias, caricatura del naturalismo, en que la impotencia para luchar con Zola en otro terreno se suple con la exageración disparatada del vicio. Leopoldo Alas se propuso que nadie le echara el pie delante en lo que toca a amontonar atrocidades e hizo que los malvados de Su único hijo fuesen a la vez tontos de capirote»3.



Olvidando estas páginas -que Azorín ha calificado de «verdaderamente lamentables»4- aun podríamos recoger otras del mismo año 1891 -poco después de aparecida la novela-, semejantes en la exasperada incomprensión. Su autor es Ramón León Mainez, el cual, entre otras cosas, dice de Su único hijo:

«¡Qué esperpento! ¡Qué ridiculez! ¡Cuánta tontería! ¡Qué decaimiento! ¡Qué caída más estrepitosa! Ya sabíamos que Clarín, como crítico y como novelista, estaba el año 85 en plena época de decadencia; pero el nuevo documento que aporta al proceso de su insuficiencia poética, le condena a perpetua nulidad y eterno desprestigio»5.



En medio del violento ataque de León Mainez se encuentran unas líneas expresivas -contra la intención del autor, que se mueve únicamente en un plano satírico- sobre la dificultad de encuadrar Su único hijo dentro de los esquemas de novela conocidos en el siglo XIX:

«Y ¿a qué género de novelas pertenece Su único hijo? ¿Se puede saber? ¿Es novela histórica, de costumbres, picaresca, idealista, novelesca, naturalista, psicológica, esperimental (sic), o trascendental y docente? Tarea ardua sería averiguarlo, cuanto más el sostenerlo».



La fingida y sarcástica perplejidad de León Mainez, ante la dificultad de caracterizar o adjetivar la novela, sirve para revelar que, pese a todo, había en ella algo más y algo menos que el grosero naturalismo fisiológico al que aludía el P. Blanco García.

En el número de Madrid Cómico del 22 de agosto de 1891, apareció una crítica de la novela de Alas, firmada por A. Sánchez Pérez, el cual se confiesa chasqueado, ya que esperaba poco menos que un fracaso del último libro clariniano. Sánchez Pérez dice, a continuación, que Alas ha de ser contado entre los mejores novelistas de su época, en constante perfeccionamiento, del que es muestra Su único hijo, que para el crítico, «más que una obra de entretenimiento, es un libro de estudio; pero libro admirable, labor de maestro».

Todo esto, en cuanto a la crítica contemporánea. La posterior ha sido más equilibrada.

Andrés González Blanco en 1909 señalaba la mayor endeblez de composición y factura de Su único hijo, comparada con La Regenta, elogiando, de todas formas, en la segunda novela el humorismo «a veces zumbón y jovial, a veces agrio y percuciente» y la espléndida caracterización psicológica de personajes como Emma Valcárcel, Marta Koerner, Bonifacio Reyes y Minghetti6.

Los juicios posteriores han coincidido con el de González Blanco en señalar la inferioridad de Su único hijo, en relación con La Regenta.

En 1933 J. A. Balseiro se interesa por los cambios que en el espíritu y en la técnica de Clarín se han operado desde la publicación de su primera novela hasta la de la segunda:

«En los cinco años que van de una a otra novela se advierten importantes cambios. Uno, de orden personal. De índole estética, el otro. La mano que escribió Su único hijo es menos enérgica que la autora de La Regenta. Y si en Su único hijo hallamos aún elementos naturalistas, y hasta escenas morbosas, es indudable la tendencia a idealizar algunos estados del alma del protagonista, Bonifacio Reyes. Entre esos elementos naturalistas -a la manera de los Goncourt- hallamos el refinamiento con que presenta "Clarín" a Emma Valcárcel, esposa de Bonifacio: curioso caso de histeria sexual»7.



Elogia Balseiro la habilidad de Clarín en la pintura de los tipos presentados a lo largo de la novela, v concluye insistiendo en las diferencias que ofrece respecto a La Regenta:

«Esas y otras notas de sentimiento puro [se refiere al amor paternal del protagonista, Bonifacio Reyes] -indican el cambio personal experimentado por "Clarín" durante los cinco años que van de La Regenta a Su único hijo. Sin dejar de ser intelectual -como lo acreditan su ironía... su comicidad, su humorismo- afina su hiperestesia para matizar la voluptuosidad física. Sin dejar de ser intelectual, presta más atención a la voz interior y humana»8.



Cabría recoger otros juicios posteriores, como el de Emilio Clocchiatti, que coincide con Balseiro y González Blanco en considerar que Su único hijo es «muy inferior» a La Regenta9.

Clocchiatti ha visto bien cómo Su único hijo se caracteriza por la falta de ambientación local, tan lograda y densa en La Regenta:

«La acción se desenvuelve en un pueblo desconocido. Apenas se alude alguna vez a la iglesia mayor, a cierto café típico... y nada más. Acaso escarmentado por lo ocurrido con La Regenta, Alas quiso dejar al lector en la incertidumbre de la tierra que pisan sus personajes. Por atraía parte -añade Clocchiatti- tampoco el tiempo parece circular por esta novela, algo seca y abstracta. Y es que Clarín se muestra cada vez más atento al drama único que se desarrolla en su novela, a la vida íntima de los personajes»10.



Todo esto es cierto pero, en mi opinión, la abstracción espacio-temporal, en Su único hijo, no es tan grande como cree Clocchiatti. Detalles esparcidos a lo largo de la novela, alusiones, fragmentos del diálogo aportan escasos pero significativos elementos para, a su través, vislumbrar una imprecisa apoyatura espacial, que se concreta algo más en lo que al tiempo se refiere.

Clarín tal vez no quiso localizar en ninguna concreta ciudad su novela -aunque se descubre que la acción transcurre en tierra asturianana- no sólo escarmentado por lo sucedido con La Regenta, sino también -el mismo Clocchiatti lo reconoce- por el deseo de ceñirse a un drama psicológico -entre grotesco y tierno- que no necesita ya, como en La Regenta, de un decorado estrechamente local. El fondo sobre el que se desarrolla la trama de Su único hijo es una romántica, triste y miserable España, a la que se alude varias veces a lo largo del relato.

Clocchiatti, tras referirse a los personajes de la que llama «curiosa y malograda novela» concluye creyéndola escrita con más precipitación que La Regenta, y considerándola más que como una novela, como «una inmensa sátira de costumbres y tipos de la época, un alegato apasionado contra todas las formas del seudo espiritualismo. Vale mucho como documento de época, no como "experiencia naturalista"»11.

El tan decantado naturalismo de Su único hijo -como, en otro plano, el de La Regenta- es algo que, para los críticos actuales, no parece resultar tan evidente como para el P. Blanco, en el pasado siglo.

Los más encendidos elogios que de Su único hijo conozco, se deben a Azorín. Ocupándose de Nicolás Serrano en su libro España (Hombres y paisajes), escribe: «Nicolás Serrano ha sido sacado a luz por el maestro Clarín en su libro Superchería: cada vez amamos nosotros más las novelas de este queridísimo maestro y cada vez creemos más firmemente que esta novela citada (con las dos que la acompañan) y la que lleva por titulo Su único hijo, es lo más intenso, lo más refinado, lo más intelectual y sensual a la vez que se ha producido en nuestro siglo XIX»12.

Y en el comentario a una selección de páginas clarinianas ha escrito Azorín: «¡Qué maravilla Su único hijo! Se pueden gustar en La Regenta excelentes cosas (tipos, escenas, situaciones); pero en Su único hijo, estupendo libro, el ambiente es el de todo un período de la vida española expresado, pintado, por modo insuperable. Una vieja ciudad española, con tipos rezagados del romanticismo: eso es el libro. Para comprender nuestro romanticismo será necesario, indispensable, leer esa novela de Alas. Todavía dura en muchas partes de España ese ambiente; y el libro de "Clarín" nos hace ver el encanto profundo de esos casinos de ¡una antigua ciudad, de esos teatros, de esos paseos en que se mueven, y van y vienen tipos que creíamos desaparecidos: hombres que tienen un plan para regenerar España en cinco años y que os cuentan sus aventuras de la juventud; mujeres que viven de un recuerdo grato de antaño y que salen cada ocho días en un antiguo coche...» 13.

Y más recientemente Azorín ha dedicado especial atención a Su único hijo en un artículo titulado Una novela, publicado el 1.° de febrero de 1950 en el diario ABC. Por su especial interés he de referirme varias veces, en este ensayo, al agudo artículo azoriniano que, dentro de su brevedad, representa la visión más inteligente y comprensiva de la segunda novela de Clarín.




ArribaAbajoVocación novelística de «Clarín»

Frente a Su único hijo se plantean vanos problemas. Uno de ellos es el de pretender adivinar qué es lo que Alas se propuso al escribir esta novela. Como es bien sabido Su único hijo había de ser parte o comienzo; de una más amplia estructura novelística (de la cual ha sido publicado un fragmento de Una medianía, continuación de la obra que ahora comento). Aun así, considerando la novela como parte de un más extenso conjunto, Su único hijo posee unidad intencional y puede leerse prescindiendo de cualquier imaginaria prolongación.

Hay todo un mundo apresado en las no excesivas páginas de esta novela -sobre todo comparadas con las de La Regenta-; un mundo, perfectamente estudiable por sí solo, sin necesidad de suponerlo continuado en otras narraciones. Esto no significa negar que el alcance y sentido de Su único hijo serían tal vez diferentes de los que cabe buscar, de haber escrito Alas las otras novelas que complementarían ésta, integradas todas en un ambicioso conjunto narrativo. Su único hijo es el primer tiempo de una incompleta sinfonía novelística que hay, pues, que estudiar como iniciándose y cerrándose en ese solo primer movimiento narrativo.

No sé cómo Clarín llegó a ser novelista. Él, en una ocasión, escribió un artículo publicado en 1889, y titulado «Una carta y muchas disgresiones», donde se lee:

«Al Sr. D. Benito Pérez Galdós, en El Globo.

Mi querido amigo (ya sabe usted que nunca le llamo maestro, porque ni de ser su discípulo me creo digno, ni es cosa averiguada que yo vaya para novelista)»14.



Resulta curioso que Clarín recogiese en 1889 ese artículo que supongo posterior a 1887, por referirse a Fortunata y Jacinta, publicada en tal año.

Y resulta curioso, porque los tomos primero y segundo de La Regenta habían aparecido ya en 1884 y 1885. ¿Es que Clarín se fingía arrepentido de su desahogo novelístico? ¿Es sólo un retórico alarde de modestia ante Galdós, famoso y fecundo novelista? No importa demasiado. Lo que sí interesa subrayar es que Clarín, vencido tal vez por la opinión de la época, no se atreve a confesarse públicamente novelista, contentándose con su oficio de crítico y aun con el de cuentista.

Pero del cuento a la novela es fácil pasar, como fácil es también pasar del artículo costumbrista, con densa sustancia argumental, a ese otro género narrativo breve, tan espléndidamente cultivado por Alas. El hecho de que algunos de los que consideramos cuentos aparecieran publicados en sus libros de crítica, resulta ya significativo.

En Clarín -ante cuya obra la crítica ha recordado, a veces, a Larra- había un agudo observador, un espléndido costumbrista, aliado a un delicado y sensible poeta. Sus cuentos oscilan entre el módulo satírico-costumbrista -Cuervo, Doctor Sutilis, Doctor Pértinax, Avecilla, El poeta-búho, Don Ermeguncio o la vocación- y el relato pleno de ternura y emoción -¡Adiós, Cordera!, El Torso, El dúo de la tos, El Señor, etc. Su doble condición de costumbrista -satírico y crítico- y de narrador capaz de crear esos mundos de emoción y de ternura, facultaba a Clarín espléndidamente para la novela.

Por eso, si del artículo saltó fácilmente al cuento, podremos explicarnos cómo también llegó a la novela, ligada dimensionalmente al otro género breve por el intermedio eslabón de la novela corta: Pipá, Doña Berta, Superchería.

No sé hasta qué punto será cierto el dicho de que todo hombre lleva una novela dentro. La de Alas era indudablemente La Regenta. Fue ésta la novela que no tuvo más remedio que escribir.

En su segunda salida al género, es indudable que Clarín logró una obra que -sobre todo desde una perspectiva decimonónica- era menos novela que La Regenta.

En ciertas ocasiones, e incluso atendiendo a todo el conjunto, creo ver en Su único hijo una obra más próxima a la temática y a la técnica del Alas cuentista. No se trata del clásico perro hinchado, del cuento convertido en novela por un artificial procedimiento de dilatación narrativa y el empleo de peripecias y personajes accesorios, Lo que me hace pensar en Su único hijo como más próximo a los cuentos clarinianos es la presencia de ciertas significativas características.

Una de ellas es la ya comentada falta de un ambiente minuciosamente descrito, que contrasta con la técnica empleada en La Regenta. En otro lugar he tenido ocasión de estudiar cómo entre las diferencias fundamentales que separan cuento y novela está precisamente la presencia en esta última de una ambientación, de un paisaje, y su falta o la sola alusión -rápida pincelada- en el primero.

El cuento es un género apoyado esencialmente en el factor argumental. Ni el diálogo, ni el paisaje, ni los personajes secundarios -prácticamente inexistentes en tal género- pueden desbordar lo puramente argumental, sino que han de estar a ello sujetos y por ello limitados.

En cierto modo, la desnuda línea argumental, la casi total ausencia de paisaje y de color de Su único hijo, acercan la técnica narrativa en ella empleada a la que se utilizaría en un cuento.

Pero ésta puede ser una conclusión apresurada, ya que, pese a todo, hay más complejidad en la obra clariniana de la que pudiera creerse en una primera impresión. La complejidad necesaria para distanciar lo suficientemente Su único hijo de ese censurable género al que antes aludí: el cuento hinchado, la novela extraída con violencia de lo que sólo debió ser -por la calidad de su tema- simple relato breve.

Si atendemos a la temática, cabe comprobar que ésta es la típicamente clariniana. En el presente ensayo trataré de hacer ver cómo el tema básico del relato es, también, uno de los más fácil y limpiamente perceptibles en la obra toda de este autor. Lo tierno y lo humorístico -ácidamente humorístico- se disputan las páginas de una obra tan característica de Alas como esta segunda novela suya; alineable, en ciertos momentos, al lado de sus más sarcásticos e intelectualizados cuentos -v. gr.: Cuervo, de un humor tan inteligente que casi hace pensar en Aldous Huxley-; y en otros -por ciertos matices tiernos, más escasos en Su único hijo que en La Regenta- alineable junto a ¡Adiós, Cordera!, Un viejo verde, El Señor o cualquiera de esas otras narraciones clarinianas en las que ha podido más la tierna emoción que la fría sátira.




ArribaAbajoLa Regenta y Su único hijo15

Creo que, en definitiva, la diferencia esencial perceptible entre La Regenta y Su único hijo estriba en que Clarín sintió muchísimo más interés por el mundo, el tema y los personajes de la primera novela, que por los de la segunda. Y esto se advierte no sólo a través de esa expresiva valoración que vendría dada por el número de páginas de una y otra obra, sino también por algo que falta -o casi falta- en la segunda y que es fácil percibir en la primera.

Me refiero a lo que podría llamarse el aliento cordial del autor, capaz de ir caldeando páginas y páginas, transmisible a los personajes y al lector. En La Regenta, pese a todo el exterior aparato de objetividad naturalista, pese a la pretendida impasibilidad del autor frente a sus criaturas novelescas, antipáticas casi todas ellas, se percibe siempre esa presencia afectiva del narrador, interesado por el mundo que ha creado y por los seres y los problemas que en él se mueven. En un estudio que he dedicado a esta gran novela de Alas trato de hacer ver cómo el autor dio emocionada expresión novelesca a muchas inquietudes suyas y, sobre todo, cómo reflejó no sólo el mundo ovetense en el que vivió, sino también la pugna inteligencia-vida que afectó al autor a lo largo de toda su vida. La Regenta -según insinúo en ese estudio- más que la novela de clave de todo un pueblo y una sociedad es, en cierto modo, la novela de clave de un hombre: Leopoldo Alas16.

En Su único hijo ha desaparecido casi por completo ese cordial aliento, perceptible ahora sólo a ratos, en las más encendidas páginas de la novela, según el final va acercándose y, aumentando con él, la exaltación paternal del protagonista, Bonifacio Reyes.

Pero aun así, Su único hijo quizás resulta la novela más fríamente narrada de todo nuestro siglo XIX, con una frialdad que en ocasiones parece llegar al cinismo.

En compensación del calor afectivo que Alas apenas puso en esta novela, se advierte en ella un enorme predominio de la inteligencia. En cierto modo -como ha visto bien Azorín-, Su único hijo es una de las más inteligentes novelas del siglo XIX español, y el mismo despego del autor por su obra, su frío tono burlón, la impasibilidad con que describe un mundo repugnante, pero de gran riqueza psicológica: todo eso da a la obra un curioso aire de actualidad. La Regenta, pese a su depurada técnica, a sus matices pre-proustianos, es mucho más del siglo XIX que Su único hijo, novela extraña que parece desbordar su centuria. Novela intemporal, para Azorín, que en su citado artículo de ABC dice: «La novela no sólo en su acción... está fuera del tiempo, sino que el mismo libro, el mismo autor, están excedentes del tiempo, fuera de todo tiempo: son, por tanto, inactuales; lo mismo han podido leer Su único hijo como cosa suya, los lectores de 1890, que podrían leerlo también, como de sus días, quienes la lean dentro de cincuenta, de cien años».

Con Su único hijo ocurre, pues, algo parecido a lo que con Doña Berta he tenido ocasión de señalar en otra parte17. Clarín parece haber desbordado su siglo, parece haber podido escapar y escribir fuera de él, viéndolo en irónica evocación, desde una sorprendente y actualísima perspectiva. (Es, en otro plano, el mismo caso de Stendhal, según ha comentado certeramente Azorín.)

Por eso, entre otras razones, Su único hijo ha desconcertado siempre a los críticos, que no han podido encuadrarla en un casillero apropiado, ya que tan lejos está del romanticismo -que da ambiente a la novela-, como del naturalismo fisiológico, superado irónica e inteligentemente.

Su único hijo es la novela típica de un puro intelectual. Éste existía también al escribir La Regenta, pero allí junto al formidable dominio de la inteligencia, había también más pasión, más interés del escritor por lo descrito y problematizado en aquellas páginas.

En su segunda novela Clarín parece evitar todo exceso afectivo, desinteresándose casi por completo de sus criaturas en general estúpidas, crueles o repugnantes. Y esto no excluye que -como pronto hemos de ver- en las páginas de Su único hijo no se encuentren pasajes de una gran ternura y una honda emoción. Pero es precisamente este hondo latido emocional del autor, perceptible a veces a través de temas muy entrañadamente clarinianos, el que sirve para que resalte con más dureza aún, el frío tono objetivo, intelectualizado e irónico con que transcurre todo el relato.




ArribaAbajoUn mundo romántico

El asunto de Su único hijo, como antes quedó apuntado, es muy sencillo, casi insignificante. Muy esquematizado, podría resumirse así: En una triste y mísera ciudad española de provincia Bonifacio Reyes, marido de Emma Valcárcel, llega a convertirse en el amante de Serafina Gorgheggi, cantante de una compañía de ópera, en tanto que su mujer, en un ambiente de corrupción general -provocado sobre todo por la entrada en su casa de los cantantes italianos- llega también a ser la amante del barítono Minghetti. Cuando Bonifacio cree haberse redimido, al ser padre de un niño en quien pone todas sus esperanzas, Serafina le descubre cruelmente que no es él, sino el barítono, el padre de la criatura. Bonifacio lo niega apasionadamente, y con esa encendida negación, en la que el protagonista proclama que aquél es su hijo, su único hijo, se cierra la novela.

Hay otros incidentes y personajes en los que no conviene detenerse ahora. Antes de entrar en el estudio del ambiente, época y principales figuras de la obra, interesaba señalar la línea argumental, sencilla pero firme, que sirve al autor para dar expresión novelística a uno de los temas que más gratos le eran: el del amor paterno-filial.

Su único hijo está muy lejos de ser una novela de las llamadas de tesis, y sin embargo hay en ella algo más que el placer intelectual del autor de mover unos seres por los que no parece sentir afecto alguno. En la vena de puro idealismo e intenso amor que en Bonifacio Reyes despierta el anuncio de que va a ser padre, está todo el sencillo sentido de la obra.

Pero más que esto, interesa ahora examinar, con cierto cuidado, esas supuestas intemporalidad e inespacialidad de la novela. El contraste que, en tal aspecto, presenta Su único hijo comparado con La Regenta, es rotundo. Y es quizás la fuerza de ese contraste la que ha llevado a exagerar la comentada ausencia de localización en el tiempo y en el espacio de la acción novelesca.

Azorín, en su citado artículo de ABC, comenta así esa intemporalidad del relato: «Observamos, primeramente, en la novela que el autor no fija el tiempo de la acción: en un teatro se ensaya a la luz de un quinqué; no se usa todavía el alumbrado por gas. Nos encontramos en 1830, en 1835, acaso en 1840, cuando se ven en Madrid los primeros faroles de la nueva iluminación. En contradicción con tal arcaísmo está el ambiente que envuelve, en la novela, hombres y cosas: ambiente que nos da una viva impresión de modernidad».

Y Azorín observa que, pese a la inconcreción temporal, el ambiente descrito en la novela -sobre todo el ambiente espiritual, más que el de las cosas- es el propio de la época romántica: «El mundo ideológico, en la novela, es sensiblemente romántico: ese romanticismo se nos ofrece matizado por fina ironía, por elegante sarcasmo, por irrisión ática. El autor no es romántico pero finge serlo, o si lo es, no quiere que los lectores le tengamos por tal».

Hay, pues, en la novela algo más que inconcreción. La imprecisión cronológica no es tan grande, y Clarín gusta de ofrecernos un ambiente dado por alusión, a través de unas pocas observaciones y a través, sobre todo, del pensar y del decir -y esto es importante- de los personajes novelescos.

Clarín sitúa la acción de su novela en un pasado próximo pero, al fin, pasado. Todo está narrado en pretérito y desde el primer capítulo los verbos siempre aparecen empleados en ese tiempo.

Tal pasado corresponde a la época romántica o inmediatamente post-romántica, como el autor nos advierte en el capítulo IV, importantísimo desde el punto de vista de la ambientación. En esas páginas describe Alas la tertulia de un comercio al que acude Bonifacio:

«Por la tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo provinciano del año cuarenta al cincuenta. Es de notar que en el pueblo de Bonifacio, como en otros muchos de los de su orden, se entendía por romanticismo leer muchas novelas, fuesen de quien fuesen, recitar versos de Zorrilla y del Duque de Rivas, de Larrañaga y de don Heriberto García de Quevedo (salvo error) y representar El trovador y el paje, Zoraida y otros dramas donde solía aparecer el moro entregado a un lirismo llorón»18.


(págs. 568-569)                


Cabría a la vista de este pasaje, situar la acción de Su único hijo en una época inmediatamente post-romántica, tal vez hacia 1850 o poco después.

En el mismo capítulo analiza Clarín, con gran ingenio, otras características de ese romanticismo ambiental, pasando de las aficiones literarias -lectura de novelas, representación de comedias caseras- a las costumbres, y de éstas, a la práctica del amor: «y el ciego rapaz, que nunca fue romántico, hacía de las suyas como en los tiempos del Renacimiento y del mismo clasicismo, y como en todos los tiempos; y, en suma, según confesión de todos los tertulios de la tienda de Cascos, la moralidad pública jamás había dejado tanto que desear como en los benditos años románticos» (pág. 569). (Ese benditos está casi en la línea del bobos de Galdós.)

Se habla de esos años como pasados ya, pero muy próximos aún en el tiempo y en las consecuencias.

Y Clarín, al referirse a tal época, nos da una de las más expresivas claves de su novela: describir un ambiente, un tiempo, a través del lenguaje: «En cambio, si los antiguos partidarios del clair de lune de la tienda de paños tenían que declarar la inferioridad moral -relativamente al sexto mandamiento no más- de aquellos tiempos, recababan para ellos el mérito de las buenas formas, del eufemismo en el lenguaje; y así todo se decía con rodeos, con frases opacas: y al hablar de amores de ilegales consecuencias, se decía: "Fulano obsequia a Fulana", verbigracia» (págs. 569-570)19.

A lo largo de Su único hijo, Alas ofrecerá muchas frases y vocablos irónicamente subrayados, con letra cursiva, para así denunciar su color romántico, para a su través crear un ambiente y una época. Hay, pues, imprecisión deliberada, pero no excesiva inconcreción. Alas sitúa su relato en un tiempo inmediatamente post-romántico, como se deduce de ese cap. IV, en el que también se lee: «Bonifacio que había sido uno de los más distinguidos epígonos de aquel romanticismo al por menor, y moribundo» (pág. 570).

Ha pasado la fiebre romántica: «los tertulios ex-románticos, ya todos demasiado entrados en años y en cuidados, y muchos en grasa, para pensar en sensiblerías trascendentales...» (pág. 570).

En eso ha venido a parar el romanticismo -visto desde la irónica perspectiva clariniana-, en sensiblerías trascendentales. Parcial, humorística y apretada, es ésta, pese a su malignidad, una eficaz definición del romanticismo, o por lo menos de uno de sus más característicos aspectos. Sería interesante comentar, en todos sus detalles, este importante capítulo IV de Su único hijo, verdadera clave cronológica de la novela, certera estampa irónica de un pobre y desmedrado romanticismo español de provincias, que casi cabría condensar en lo que de él se dice en ese capítulo: «suicidios, tisis, quiebras, fugas» (pág. 570).

Por lo demás, las restantes alusiones temporales rastreables en la novela casi pueden reducirse a las que Azorín cita en su artículo.

La breve descripción del teatro en el que actúan los cantantes italianos da pie a Clarín para algunas de esas observaciones de época: «era el más bajo de los claros, que así se llamaba a los que después se denominó plateas, y tenía por ser de proscenio y estar medio escondido por una pared maestra, el apodo vulgar de faltriquera (años adelante bolsa)» (pág. 574). «No había entonces batería de gas y no podía llevarse la luz por delgados tubos, como años adelante se vio allí mismo, a una altura discrecional, y las humildes candilejas alumbraban lo poco que podían, desde el tablado, como estrellas de aceite caídas» (págs. 574-575). Referente también al alumbrado puede recordarse esta otra alusión, a propósito de una fiesta en el Casino: «ardían en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma» (pág. 640).

Se alude también, en más de una ocasión, al frecuente empleo de la guitarra como muy romántico instrumento de la época20. De signo romántico también, es la que se presenta como enfermedad de moda en aquel tiempo, el histerismo21. En una línea semejante, la homeopatía es presentada como sistema curativo en boga22. Y un médico -el homeópata, precisamente- dice: «Soy vitalista, y no sólo vitalista, sino espiritualista, aunque no es ésa la moda reinante»23.

Ayudan también a la evocación ambiental algunas otras escasas alusiones de tipo costumbrista, como la que encontramos a propósito del baile de unos lanceros y una polca, «género de desfachatez tolerada que empezaba entonces a hacer furor y no pocos estragos morales» (pág. 656).

Y asimismo, en una línea costumbrista cabría recoger la siguiente alusión, a propósito de cómo dos novios van «cogidos del brazo, según era permitido en aquella época a las señoritas y a los galanes» (pág. 669).

Hay, pues, más alusiones -aunque no muchas24- de las que Azorín reseña. Pero el sabor de la época viene dado no tanto por ellas, como por la psicología y el lenguaje de los personajes novelescos. El romanticismo o inmediato post-romanticismo ambiental puede pulsarse eficazmente a su través.




ArribaAbajoUn protagonista romántico, Bonifacio Reyes

Bonifacio Reyes, el protagonista, es una figura romántica, por lo menos en un plano teórico.

Ya en el cap. I, Alas describe a Reyes como al típico joven pobre de cierto sentimental sector de la novelística romántica. Procede el protagonista de «honrada familia, distinguida un siglo atrás» (pág. 557)25.

De éste ser se dice que es «muy sentimental, muy tierno de corazón, maniático de la música y de las historias maravillosas». Su físico corresponde también al más romántico cliché: «Era guapo a lo romántico, de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa cabellera castaña, fina y con bucles» (pág. 557).

Sucesivamente, a lo largo de la novela, Clarín va completando esta semblanza levemente caricaturesca de un romántico rezagado en sus acciones, sus lecturas, sus pensamientos y vocabulario. Alguna de esas observaciones, con las que Alas define y retrata a su personaje central, resultan interesantes para la valoración irónica y retrospectiva que el novelista hace del fenómeno romántico.

Así, la ortografía de Reyes, anárquica y caprichosa, tiene un claro aire romántico: «Escribía con mayúscula las palabras a que él daba mucha importancia, como eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave, música, novia, apetito y otras varias» (pág. 557). Espléndido, finísimo e inteligente humorismo el de Clarín en este rasgo de la semblanza de Reyes.

Como es bien sabido, el afectivo impulso de los románticos se traduce, gráficamente, en la abundancia de signos de admiración, interrogación e interjección, puntos suspensivos y también en esa tendencia a escribir con mayúsculas determinados conceptos. La lista de los así transcritos por Bonifacio resulta humorística e intensamente expresiva. Lo sentimental, lo histórico, lo artístico y lo sensual entremézclanse en esos conceptos, entre los que aparece uno que acentúa la nota humorística y que es como un anticipo de las debilidades antirrománticas de Bonifacio. Me refiero a ese apetito que, ya se interprete en sentido erótico, ya en gastronómico, denuncia una evidente -aunque espiritualizada y dignificada por la mayúscula- caída en lo fisiológico. Precisamente toda la novela va a caracterizarse por esa humorística -y a la vez, dramática- oscilación entre espíritu y materia, entre los sueños románticos y los hábitos burgueses.

Pero de esto corresponde tratar más adelante, al examinar los rasgos antirrománticos de Reyes, anticipados ya en ese apetito alineado románticamente junto a la delicadeza del otoño o la sorprendente admiración por lo erudito.

Bonifacio Reyes es -y ya en la primera página de la novela, Clarín nos lo dice a través de esa descripción de su ortografía- un romántico ingenuo y bonachón26. En realidad, su romanticismo ha ido disolviéndose al compás del paso de los años. Clarín debía considerar que el romanticismo era un morbo eminentemente juvenil. Por eso del padre de Emma nos dice: «El abogado del ilustre colegio, a sus solas era romántico también, aunque algo viejo» (pág. 559). Ese significativo aunque da la exacta medida de la oposición entre la vejez y el ardor romántico.

El romanticismo de Bonifacio -de Bonis como le llama su mujer- es, por tanto, un romanticismo un poco arqueológico, petrificado, topiquizado. Esta topiquización se observa sobre todo en los latiguillos expresivos que tal personaje emplea -y que Alas suele subrayar con el empleo de la cursiva-, bien de viva voz o hablando en su interior: «y hablándose a sí mismo usaba un estilo elevado y sentimental de que ni él se daba cuenta» (pág. 559).

Trascribir todos los pasajes en que Alas reproduce ese hablar interior o exterior de Reyes, típicamente romántico, resultaría prolijo. Véanse solamente algunos ejemplos: «y el mismo copiaba todos aquellos torrentes de armonía y melodía» (pág. 560); «ladrón por amor. Esta frase interior también le satisfizo» (pág. 596); «caía un ser querido en cama» (pág. 619); «había acariciado la esperanza de tener un chiquillo» (página 619); «su gran pasión disculpaba a los ojos de Bonis aquellas relaciones ilícitas con la cómica» (pág. 631); etc.

Y sobre todo el siguiente expresivo pasaje: «Por ejemplo, aquello que se dijo [Bonis] antes de ultratelúrico. ¿Qué sabía Bonis lo que significa ultratelúrico? Pero, con todo, siempre estaba pensando en ello, y lo mezclaba con todas sus cavilaciones y con todos los apuros de su miserable y atragantada existencia. En tiempos de Bonis, en esta época de su vida, no se hablaba como ahora, y menos en su pueblo, donde, para los afectos fuertes y enrevesados, dominaba el estilo de Larrañaga y de Heriberto García de Quevedo» (pág. 636).

No sólo el lenguaje, sino también el ideario y la imaginación artística de Bonifacio tienen color romántico. Cuando se enamora de la Gorgheggi piensa que en su «blancura pálida», incluso de día, «parecía haber reflejo de la luna» (pág. 573).

Y de los tenores y las tiples cree, románticamente, que «debían andar, como los ruiseñores o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas misteriosas, y soltar al aire los trinos y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de las ramas de la selva que mecía la brisa» (pág. 573). El romántico tema de la luna asociado a su amor y a la blanca faz de la tiple, reaparece en otro momento de su idilio, cuando «la luna y la tiple se le antojaban... una misma cosa» (pág. 585).

Su artificiosa óptica romántica lleva a Bonis a descubrir encantos en su mujer, que en un tiempo le pareció envejecida y repulsiva: «no había allí ni perfección de facciones ni lozanía; pero había mucha expresión; el mismo cansancio de la fisonomía, cierta especie de elegía que canta el rostro de una mujer nerviosa y apasionada que pierde la tersura de la piel y que parece llevar a solas el pasar de los años; la complicada historia sentimental que revelan los recientes surcos de las sienes y los que empiezan a dibujarse bajo los ojos; la intensidad de intención seria, profunda y dolorosa de la mirada, que contrasta con la tirantez de ciertas facciones, con la inercia de los labios y la sequedad de las mejillas; estos y otros le parecían a Bonis atractivos románticos de su esposa en aquel momento» (pág. 639).

Es un pasaje importante v significativo, pues en él, aunque Alas presenta a Bonis seducido por los atractivos románticos que comunican mucha expresión a su mujer, el lenguaje con que tales, atractivos son descritos no corresponde -en mi opinión- al romántico estilo del protagonista, sino al preciso y frío del narrador. Es éste, por tanto, un curioso caso de superposición, ya que si, por un lado, lo que el novelista pretende es analizar el porqué de sentirse atraído Bonis por la expresión de su mujer, por otro, los elementos destacados en ese análisis y el lenguaje en él empleado no parecen corresponder al protagonista, sino a su creador. Bonis hubiera empleado otros giros y otras palabras para explicarse la misteriosa atracción que Emma provoca en su romántica sensibilidad.

Es Clarín quien analiza el secreto de tan atractiva expresión, empleando casi un procedimiento naturalista, al traducir en fisiología -sentimentalizada, por así decirlo- lo que era encanto estrictamente espiritual. Pues de lo que aquí se había es de tersura de piel, de arrugas, de sequedad de labios y mejillas, provocado todo ello por un envejecimiento físico, pero dignificado por esa fina matización romántica que lleva a Alas a hablar de «cierta especie de elegía que canta el rostro de una mujer nerviosa y apasionada». De la expresión romántica se pasa a la simple fisiología sin incidir en el naturalismo, sino quedándose en ese oscilante término medio que, si unas veces fragua en cruel expresión humorística, otras, como la presente, se resuelve en lenguaje de sencilla y auténtica belleza.

Hay que buscar la clave de Su único hijo en ese oscilar del autor y de sus personajes entre lo espiritualizadamente romántico y su traducción fisiológica. Sobre esto he de volver más adelante. Ahora sólo trataba de precisar el perfil romántico de Bonifacio Reyes.

En su temperamento soñador -como en el de Emma Bovary -han influido las lecturas románticas. A ellas alude Clarín en diferentes ocasiones, aunque sin precisar títulos ni autores. Cierta vez habla del «romanticismo» de Bonis, provocado por «sus lecturas dislocadas, falsas» (pág. 679).

Cuando Bonis se convierte en amante de Serafina Gorgheggi -su gran pasión- comienza a creerse un héroe de novela romántica, recordando sus lecturas. Pensando en una mirada amorosa de la cantante «tuvo que confesarse que impresión más dulce ni tan fuerte no la había experimentado en toda su juventud, tan romántica por dentro» (pág. 576). Y entregado ya al amor «pensó por vez primera, en su vida, que una pasión fuerte todo lo avasalla, como había leído y oído mil veces sin entenderlo. Se creía a veces un miserable, el más miserable de todos los maridos ordinariamente dóciles, y a ratos se tenía por un héroe, por un hombre digno de figurar en una novela en calidad de protagonista».

Esta idea le sigue obsesionando: «Bonis también creía que aquella vida [la de amante y adúltero] no era para llegar a viejo, pero, a pesar de cierto vago temor a ponerse tísico, estaba muy satisfecho de sus hazañas. Se comparaba con los héroes de las novelas que leía al acostarse, y en el cuarto de su mujer, mientras velaba; y veía con orgullo que ya podía hombrearse con los autores que inventaban aquellas maravillas. Siempre había envidiado a los seres privilegiados que, amén de tener una ardiente imaginación, como él la tenía, saben expresar sus ideas, trasladar al papel todos aquellos sueños con palabras propias, pintorescas y en intrigas bien hilvanadas e interesantes. Pues ahora, ya que no sabía escribir novelas, sabía hacerlas, y su existencia era tan novelesca como la primera». «Aquella ausencia de facultades expresivas que según él era lo único que le faltaba para ser un artista, estaba compensada ahora por la realidad de los hechos; se sentía héroe de novela» (pág. 599). Y más adelante: «Y, además, en los libros románticos, a que era más aficionado cada día, había aprendido que a "bragas enjutas no se pescan truchas"; que un hombre de graneles pasiones, como él estaba siendo sin duda, y metido en aventuras extraordinarias, tenía que parar en el infierno» (pág. 601).

La literaturización vital y expresiva de Bonis, provocada por los libros románticos, permite a Clarín buscar efectos de comicidad y de parodia. Cuando Bonis cree descubierto su adulterio por su mujer, sobreviene la inevitable exclamación interior de signo romántico, dislocada enseguida en pirueta humorística:

«En las novelas románticas de aquel tiempo usaban los autores muy a menudo, en las circunstancias críticas, esta frase expresiva: "¡Un rayo que hubiera caído a sus pies no le hubiera causado mayor espanto!"».



Sin querer, Bonis se dijo a sí mismo muy para sus adentros el substancioso símil: «un rayo que hubiera caído a mis pies, etc.» y por una asociación de ideas, añadió por cuenta propia: «¡Mal rayo me parta! ¡Maldita sea mi suerte!» (pág. 607).

He aquí al Clarín agudo costumbrista, satirizador de un latiguillo romántico27. Pero, además, he aquí nuevamente cómo a lo petrificadamente romántico, a lo literaturizado y antivital se sobrepone -venciéndolo- lo vital, humano y espontáneo. La expresión literaria y topiquizada que a Bonis le sugiere su terror, al creerse descubierto, es sustituida inmediata -y asociativamente- por la expresión directa casi por el taco rotundo, por la violenta interjección. Lo literaturizado, lo teatralmente romántico desemboca siempre, en esta novela, en lo inmediatamente vital, en lo más cotidiana y vulgarmente expresivo.




ArribaAbajoRomanticismo literaturizado y realidad burguesa

Desde su posición romántica Bonis siente un profundo desprecio por todo lo que a materia y fisiología se refiere; desprecio advertible en el lenguaje denostador de «los aborrecibles intereses materiales» (pág. 602). Y así, se lee que «Bonis admiraba, en general, la ciencia, a pesar de la repugnancia instintiva que le inspiraban las exactas y las físicas, que sólo hablan a la materia» (pág. 618).

Pero cuando Bonis se convierte en amante de Serafina, comienza a valorar desde una nueva perspectiva lo que él llama la parte material, entregándose a curiosas reflexiones: «Nunca creí que el placer físico pudiera llegar tan allá». «Tenía que confesar que la parte animal, la bestia, el bruto estaba en él mucho más desarrollado de lo que había creído» (pág. 595).

Y es que, pese a todo su desprecio por lo fisiológico y pese a toda la atmósfera idealizadamente romántica en la que gusta creerse encerrado, Bonifacio es, en el fondo, un buen burgués, aficionado a la comodidad y a los placeres hogareños. En esta línea está su devoción -tan antirromántica- por las zapatillas. Enamorado de Serafina, «pensaba que si en aquel momento aquella mujer le proponía escaparse juntos al fin del mundo, echaba a correr sin equipaje ni nada, sin llevar siquiera las zapatillas; y eso que no concebía cómo hombre nacido podía echarse por la mañana de la cama y calzarse las botas de buenas a primeras. Siempre que leía aventuras de viajes lejanos, grandes penalidades de náufragos, misioneros, conquistadores, etc. lo que más compadecía era la ausencia probable de las babuchas» (pág. 577).

Al final de la evasión de signo romántico están las prosaicas zapatillas. Oscilación grotesca, que va a repetirse páginas adelante, cuando Alas contrasta nuevamente el carácter soñador de Reyes con sus gustos burgueses y hogareños: «El ideal de Bonis era soñar mucho y tener grandes pasiones; pero todo ello sin perjuicio de las buenas costumbres domésticas. Amaba el orden en el hogar; mirando las estampas de los libros, se quedaba embelesado ante una vieja pulcra y grave que hacía calceta al amor de la lumbre, mientras a sus pies, un gato, sobre mullida piel, jugaba sin ruido con el ovillo de la lana fuerte, tupida, símbolo de la defensa del burgués contra el invierno»; «Hasta para ser romántico de altos vuelos, con la imaginación completamente libre, le parecía indispensable, a lo menos para él, tener bien arreglada la satisfacción de las necesidades físicas que tantas y tan complicadas son. El símbolo de estos sentimientos eran, como va indicado más atrás, las zapatillas. Cuando en sus ensueños juveniles había ideado un castillo roquero, una hermosa nazarena asomada a la ojival ventana, una escala de seda, un laúd y un galán, que era él, que robaba a la virgen del castillo, siempre había tropezado con la inverosimilitud de huir a lejanos climas sin las babuchas. Y era claro que las babuchas eran incompatibles con el laúd» (págs. 636-637).

Bonis es un romántico con la imaginación y un buen y prosaico burgués en la realidad, con la que está chocando constantemente y en la que siempre parecen desembocar sus más bellos sueños. De ahí que su figura resulte humorística, casi grotesca, semejante, aunque menos caricaturizada, a esas otras que pueblan los más satíricos cuentos de Alas, como los citados páginas atrás. Hay algo de guiñolesco en Bonifacio, como lo hay en toda la novela, casi desrrealizada a fuerza de hacer chocar el autor esos dos mundos: el romántico de la ilusión con el de la cruda realidad, lindante casi con las groseras necesidades fisiológicas.

Como hemos de ver enseguida, es ley ésta que parece percibirse en toda la novela y a través de casi todos sus personajes, cubiertos con la máscara romántica -expresión, actitud-, pero muy atentos siempre a la más baja fisiología. El resultado de esta superposición alcanza casi categoría gniñolesca, aleja la novela de toda posible técnica realista o naturalista. En las novelas a ella sujetas no suelen darse estos efectos humorísticos. Lo fisiológico es tomado demasiado en serio, como para permitirse los naturalistas efectos cómicos a su costa.

Clarín, en cambio, gusta en Su único hijo de mover blandamente por las nubes a sus seudorrománticos personajes -o más bien, ex-románticos, que sólo conservan la corteza y no la sustancia de un espíritu y unos gustos, ya pasados-, para enseguida dejarlos caer violentamente, como por escotillón o tobogán, en la grotesca realidad.

En el caso de Bonis, el autor maneja este efecto varias veces, siendo la realidad más o menos antirromántica, en los diferentes momentos en que se produce el choque. Pero siempre el efecto del contraste parece deliberadamente buscado.

Ya en las primeras páginas se nos ofrece uno de esos contrastes, Bonis -dice Alas- «se dio a buscar un ser a quien amar, algo que le llenase la vida. Es de notar que, Bonifacio, hombre sencillo en el lenguaje y en el trato, frío en apariencia, oscuro y prosaico en gestos, acciones y palabras, a pesar de su belleza plástica, por dentro, como él se decía, era un soñador soñoliento, y hablándose a sí mismo usaba un estilo elevado y sentimental de que ni él se daba cuenta. Buscando, pues, algo que le llenara la vida, encontró una flauta» (pág. 559).

El efecto cómico es de cuño muy viejo, pero eficaz casi siempre, y consiste en la violenta oposición de un objeto insignificante y hasta ridículo -una flauta en este caso- frente a unos ambiciosos ideales.

Un efecto parecido (conseguido ahora no en la oposición de proyectos ambiciosos -realidad insignificante, sino más bien en la de elevados ideales- interés material) es empleado por Alas a propósito de otro personaje, la alemana Marta Koerner, romántica también de sólo corteza y groseramente apegada a lo fisiológico. De ella se enamora senilmente D. Juan Nepomuceno, el tío y administrador de Emma Valcárcel. Marta trata de conquistarlo, dándole a entender «con sonatas de música filosófica, reposada y trascendental, que ella, a pesar de las apariencias, daba poca importancia a lo físico, despreciando la acción del tiempo sobre los organismos, y atendía directamente al elemento eterno del amor, del amor, que nunca es machucho. En fin, que lo que faltaba era dinero» (pág. 645).




ArribaAbajoRomanticismo y fisiología

Pero más que Marta y su curioso seudorromanticismo -al que más adelante volveré a aludir- interesaba ahora la figura de Bonis en ese despeñarse desde lo ideal romántico a la mezquina realidad, la flauta o las zapatillas.

En el pasaje que acabo de transcribir relativo al hallazgo de la flauta, hay una expresión que considero reveladora, y en la que creo ver lo que casi pudiéramos considerar clave decisiva para alcanzar el sentido de novela. Esa expresión es la que Alas utiliza para definir a Reyes; «soñador soñoliento».

Es el efecto de contraste de siempre, apresado aquí en dos adjetivos. Es fácil observar que uno de ellos, soñador, alude a la actividad puramente espiritual de Bonis, impregnado de lecturas y muy dado a forjar bellas escapadas ideales. Soñador es el adjetivo romántico, el que liga a Bonis a ese mundo maravilloso de sus más nobles ambiciones. Pero el otro, soñoliento, es el adjetivo que alude a lo estrictamente físico, soñar en el dormir, a un acto despojado ya de todo color romántico, que atañe -así contrastado- a la sola fisiología.

Todo el contenido romántico del primer adjetivo es como un globo que se rompe cómicamente al contacto de ese segundo quemante adjetivo. En el balanceo entre sueño romántico y sueño fisiológico, o, mejor dicho, en la conjunción en un solo ser de uno y otro, está toda la clave de la personalidad de Bonis -encaramándose en el escalón falso del ideal literaturizado, para hundirse en lo fisiológico- y aun de toda la novela. El ambiente, los personajes, el sentido de Su único hijo podrían quedar determinados por ese soñador soñoliento, por esa pareja de vocablos que aluden a lo espiritual y a lo fisiológico, mezclados y confundidos. Lo que hace de Su único hijo una novela desconcertantemente humorística, es que tras una cáscara romántica subyace un contenido calificable provisionalmente de naturalista, sin que sea posible, en ciertos casos, separar una de otro, ya que motivos románticos -recuérdese la belleza expresiva de Emma- son resueltos casi naturalistamente, en tanto que episodios naturalistas pierden crudeza y contornos de realidad al ser narrados humorísticamente. Y es que, en su última raíz, el naturalismo no es sino un neorromanticismo que también merece la burla clariniana.

Alas se burla de los excesos románticos -más bien del falso romanticismo, del momificado- y gusta de enfrentarlos con la áspera realidad, con las miserias fisiológicas, no para condenar aquéllas y admitir la sola verdad de éstas, sino para envolver en su burla unos y otras, y compadecerse, en última instancia, de la pobre humanidad sujeta a ese vaivén -que no es específico de una sola época- entre grotesco y trágico.

Por eso Bonifacio el soñador es, a la vez, Bonifacio el soñoliento. Por eso este pobre hombre ha de alternar los deliquios románticos a que se entrega al tocar la flauta, con las más bajas y sucias tareas de enfermero de su mujer histérica y cruel, que se complace morbosamente en ello.

Parece como si fuera inevitable que Bonis encuentre siempre tras todo alarde de idealismo una fisiológica necesidad: Un despertar suyo, tras una noche que él considera degradante, es descrito así:

«Cuando Bonis abrió los ojos a la realidad, como se dijo a sí mismo a los pocos segundos de despierto, lo primero que hizo fue bostezar, pero lo segundo... fue sentir una sed abrasadora de idealidad, de infinito, de regeneración por el amor, y además, sed material no menos intensa, y grandísimos deseos de seguir durmiendo».


(pág. 609)                


Obsérvese el movimiento acusadísimo de vaivén, de lo fisiológico a lo espiritual para -a manera de péndulo- regresar a lo fisiológico. Del bostezo al sueño -¡soñoliento Bonis!- pasando por la sed de idealidad de infinito y de regeneración; y sirviendo de nexo la sed física, que parece dada -recordada- por asociación, de manera semejante a la del rayo romántico y el rayo-interjección, que ya comenté anteriormente.

Si Bonis representa el romanticismo ingenuo, falso inconscientemente pero no pervertido, Marta Koerner encarna una modalidad de romanticismo alemán, culto y complicado, en su sola apariencia, tras la que hay una gran malignidad y una espesa y pervertida sensualidad.

Marta, hija de un ingeniero que en colaboración con Nepomuceno explotan el dinero de Emma Valcárcel, es el mejor ejemplo de ese seudorromanticismo, tapadera de lo sórdidamente fisiológico, que Clarín parece combatir en su obra.

Ya el ingeniero alemán sirve al novelista para presentar un nuevo contraste fisiológico-espiritual:

«Parecía un gran cerdo muy bien criado, bueno, para la matanza, y era un hombre muy espiritual enamorado de Mozart y de los destinos de Prusia».


(pág. 641)                


Con su hija Marta ocurre lo mismo: «su principal mérito físico eran sus carnes; pero ella buscaba ante todo la gracia de la expresión y la profundidad y distinción de las ideas y sentimientos. Hablaba siempre del corazón, llevándose la mano, que era un prodigio, al palpitante seno, que era toda una obra de fábrica del nácar más puro» (pág. 641).

De ahí que Marta -en la que se repite el tema, tan característico en la novela, de la baja lascivia, grotesca en su desorbitación-, para seducir a Nepomuceno, cuyo dinero deseaba, se sirva de lo primariamente físico, envuelto en un lenguaje sensible de poesía y de conciertos de piano.

La voluptuosidad de Marta «era un contraste, una antítesis, decía ella, de su exquisita sensibilidad, del clair de lune que llevaba en el alma» (pág. 646).

Es el suyo un romanticismo decorativo, oropelescamente cristiano y pretenciosamente culto: «Marta, entusiasta de El genio del cristianismo, lo entendía a su modo, lo mezclaba con el romanticismo gótico de sus poetas y novelistas alemanes, y después, todo junto, lo barnizaba con los cien colorines de sus aficiones a las artes decorativas y del prurito pictórico» (pág. 646).

Continúa hablando Clarín de las aficiones artísticas de Marta para, enseguida, en brusco descenso, recaer en lo pervertidamente sensual, en lo grotescamente fisiológico.

«Aunque enamorada de la música, amaba el color por el color y daba suma importancia al azul de la Concepción y al castaño oscuro de Nuestra Señora del Carmen; hablaba ya de la Capilla Sixtina, conversación inaudita en la España de entonces, y de las maravillas que había visto en Florencia y otras ciudades de Italia, por donde había viajado con su padre. Lo que confesaba Marta era que su afición más sincera, más intensa, consistía en el placer de que le hicieran cosquillas en las plantas de los pies particularmente».


(pág. 646)                





ArribaAbajoEmma Valcárcel y Emma Bovary

Marta con su perversidad sensual, con su grotesca pedantería de mujer culta, de vuelta de todo y al margen de toda moral burguesa, es un personaje de cierta importancia en la novela, por cuanto con su amistad influye en la caída de Emma, en su adulterio con el barítono.

Emma no es ya ninguna romántica. Por el contrario, Clarín la opone a Bonis como una mujer apegada a lo material, incapaz de moverse en un plano que afecte al espíritu:

«Emma, como la mayor parte de las criaturas del siglo no tenía valor intelectual ni voluntario más que para los intereses inmediatos y mezquinos de la prosa ordinaria de la vida; llamaba poesía a todo lo demás, y sólo tenía por serio, en resumidas cuentas, lo bajo, el egoísmo diario, y sólo por esto sabía querer y pensar con alguna fuerza. Tal espíritu era más compatible con aquel romanticismo falso y aquellas extravagancias fantásticas de su juventud de lo que ella misma hubiera podido figurarse, a ser capaz de comparar el fondo de los ensueños de sus días de primavera»28.


(págs. 612-613)                


Véase cómo Clarín, a propósito de Emma, condena tanto el prosaísmo egoísta y bajo de este ser, como el romanticismo falso y extravagante que él sitúa casi en la misma línea, viendo puntos de contacto entre una y otra actitud.

Aun cuando Emma se cree al margen de todo exceso romántico y muy ligada a lo prosaico y fisiológico, algo puede en ella el ambiente, capaz de presionar sobre sus sentimientos y sobre su lenguaje. Cuando la Valcárcel se cree engañada por su marido, piensa:

«Si me la pegase, yo le engañaría también... si alguien me inspirase una gran pasión. Aunque los extravíos morales de Emma nada tenían que ver con el romanticismo literario, decadente, de su época y pueblo, porque ella era original por su temperamento y no leía apenas versos v novelas, algunas frases y preocupaciones de sus convecinos se le habían contagiado y esta idea vaga y pérfida de la gran pasión, que todo lo santifica, era una de esas pestes».


(pág. 630)                


La amistad de Marta Koerner y Emma -«cuya depravación natural -advierte Clarín- no había tenido hasta entonces ningún aspecto literario ni romántico-tudesco» (pág. 645)- trae como consecuencia que la burguesa esposa de Reyes se sienta contagiada de las ideas de la alemana, y, como ella, se crea un alma superior, al margen de lo que llama: moral corriente. El falso romanticismo -litera tu rizado y decorativo- de Marta va a servir a Emma como de prestigiosa apoyatura con la que justificar ante sí misma sus deseos de corrupción, de entregarse a un amor adúltero que hará de ella una mujer superior: «Si quería ser una mujer superior, y sí quería, porque era muy divertido, tenía que renunciar a las vulgaridades de las damas de su pueblo. En Madrid, en París, en Berlín, las grandes señoras sabían que sus mandos respectivos tenían queridas, y no les tiraban los platos a la cabeza por eso; lo que hacían era tener queridos también» (pág. 649).

No sé si todo será imaginación mía, pero en estas ansias de Emma; por convertirse en mujer superior me parece percibir un eco de bovarysmo deformado y pervertido. Puede que a esta impresión ayude, asociativamente, el nombre de Emma, común a la protagonista flaubertiana y a la de Clarín. Esta última es una neurótica, capaz de toda clase de perversiones sensuales, que se siente superior al opaco y triste ambiente provinciano, y que quiere cimentar su superioridad en la corrupción y en el desprecio de toda moral burguesa.

Emma Bovary posee una exquisita humanidad, es, en cierto modo, una pobre y bella mujer, digna de compasión, que se ve arrastrada al pecado y al suicidio casi sin darse cuenta, movida más por el error que por la malicia.

En Emma Valcárcel todo se ha pervertido y deformado, pero, aun así, me parece advertir en ella esa resonancia bovaryana, dada sobre todo por sus ansias de superioridad; por su deseo de desbordar el mezquino y triste ambiente provinciano que la rodea. La escena de la entrada de Emma Valcárcel en el teatro y su satisfacción al saberse más elegante que el resto de sus conciudadanas, es bien expresiva a este respecto.

El delicado y sencillo problema humano de Emma Bovary se ha convertido aquí en el complejo morboso de Emma Valcárcel, adúltera fríamente, por cálculo y no por pasión.

Es en su pobre marido, Bonis, en quien habría que buscar la caída en el adulterio, provocada por lo puramente afectivo, por el deseo de escapar de la tristeza que le circunda y de la soledad fría en que su mujer le ha encerrado. Bonis se convierte en el amante de Serafina porque cree amarla idealmente, porque -por grotescamente tierno que parezca- la voz de la cantante le trae resonancias maternales. Poco importa que ese amor desemboque luego en lo exasperadamente carnal, ya que el primer movimiento -esa identificación de luna-amante, ese sentir la voz de Serafina como maternal regazo- ha sido provocado por el solo espíritu. Hay además otra causa -fundamental- en la caída moral de Bonis, que luego analizaré para ponerla en relación con el que me parece un tema básico de toda la obra clariniana.

Ahora interesaba señalar lo que en la caída de Emma pudo la influencia de Marta con su romanticismo externo y su desprecio por lo burgués y casero.

Clarín fue siempre, en el fondo, un moralista, y a veces pienso que, tras toda la frialdad de que está revestido Su único hijo, tras todo su cinismo y sus seres y acciones repugnantes, hay, corno oscuro rumor que pugna por hacerse oír, un desesperado gesto de cansancio y de protesta, un ademán con el que se desearía apartar la náusea y ascender hacia más limpios horizontes.

Si de las novelas de Valera se dijo alguna vez que eran novelas sin cielo, casi cabría decirlo también de ésta de Alas; pero con una diferencia. Y es que mientras en las del escritor andaluz no parece haber cielo ni infierno, aquí sí parece percibirse, pese a toda la estructura grotesca de la novela, el encendido soplo de este último. Un infierno pobre, triste y sin dignidad, inserto ya en la vida de estos guiñolescos seres que, en Su único hijo, se creen o dicen románticos para disfrazar de espíritu sus pecados y sus miserias fisiológicas.

Aun así, cabría ver en Bonis y Emma dos figuras opuestas en su actitud frente al romanticismo. Bonis es el romántico que fue, el soñador apegado a lo fisiológico, el hombre que desprecia lo material para caer en ello y sólo salvarse, ennoblecerse en los últimos capítulos, al ser padre de un hijo en quien ve una continuación más pura y digna de su fracasada existencia. Bonis va, pues, de la falsa espiritualidad romántica a la auténtica, provocada por su exaltación paternal, pasando por las miserias fisiológicas de sus amores con Emma y Serafina.

Emma, por el contrario, nunca ha sido romántica -aun cuando algo se le haya pegado en el lenguaje-, ha vivido siempre atenta a lo material, a lo más exacerbadamente prosaico. Y sólo al lado de la sensual Marta aprende a servirse de otra especie de seudorromanticismo para, desde él, lanzarse a la anarquía moral, al desprecio interior de todos los que considera burgueses convencionalismos. Emma no sale nunca, realmente, del plano de lo material, de lo fisiológico, ya sea en su postura antirromántica, ya en la seudorromántica. El mundo del espíritu le es desconocido, y si Bonis se acerca a Serafina por creer ver en ella un algo ideal y casi extrahumano, en el adulterio de Emma con el barítono no hay ya nada ideal ni nada semejante a una gran pasión romántica. Emma toma fríamente su desquite, con lo que, además de vengarse de su marido, se convierte en la mujer superior que deseaba ser.




ArribaAbajoSeudoespiritualidad romántica

Bonis, Marta y Emma nos han servido para pulsar el romanticismo ambiental de la novela, y para ver cómo, a través de estas figuras, Clarín condena los excesos seudoespirituales, el falso idealismo, la vida literaturizada hipócritamente.

Hay otros personajes en la novela que refuerzan la creación de ese ambiente romántico o inmediatamente post-romántico. Alguno de ellos, como Sebastián, el primo de Emma Valcárcel, sirve a Clarín para definir el paso de la época romántica a la positivista. De este personaje, Sebastián, se dice que «de romántico se había convertido en cínico, por creer que en esto consistía el progreso. Sebastián, antes tan idealista y poético, ahora no podía ver una cocinera sin darle un pellizco, y esto lo atribuía a que estábamos en un siglo positivo» (pág. 664).

Se ve que Clarín no condena el romanticismo para inclinarse a favor de la reacción antirromántica. Su sátira va dirigida, esencialmente, contra el falso romanticismo. Y también contra el mundo cínico, positivista y mezquino que desplazó al auténticamente romántico.

Por eso Azorín, en su citado artículo, dice bien que: «El autor no es romántico, pero finge serlo; o si lo es, no quiere que los lectores le tengamos por tal».

Esta contradicción podría explicarse, quizás, pensando en que Clarín, a veces, adecúa su lenguaje -no el de sus personajes, sino el suyo de narrador- al ambiente romántico, como por él atraído o contagiado a su pesar, o tal vez con una vaga resonancia irónica.

Así, en el pasaje que a continuación transcribo, es difícil saber si el lenguaje -no ironizado por la cursiva- corresponde al pensar de Bonis, o sólo a su creador, adecuándose expresivamente al momento:

«A tener allí [Bonis] la flauta y no estar dormida Serafina, hubiera acompañado con el dulce instrumento aquellas melodías interiores, lánguidas, vaporosas, llenas de una tristeza suave, crepuscular, mitad resignación, mitad esperanzas ultratelúricas y que no puede conocer la juventud; tristeza peculiar de la edad madura, que aun siente en los labios el dejo de las ilusiones y como que saborea su recuerdo».


(pág. 634)                


Líneas adelante se lee el ya citado y comentado pasaje en que Bonis vuelve sobre la palabra ultratelúrico, transcrita ya en cursiva, lo que nace pensar que todas esas reflexiones corresponden al protagonista y no a su autor.

Sin embargo, sigo creyendo que éste ha cruzado ahora su lenguaje con el de Bonis, olvidándose de todo subrayado irónico en cursiva, porque tal vez nada había en el pasaje que mereciera burla. Quizás Clarín no se atrevió, en esas líneas, a burlarse del lenguaje de Bonis, porque hubiera sido tanto como burlarse del suyo mismo.

Casos como éste, de vacilación, parecen dar la razón a Azorín. El novelista no sabe si es o no romántico, aun cuando a veces juega a serlo. Es significativo que uno de los pocos paisajes que se describe en la obra -tal vez, el único- sea un paisaje románticamente rural y crepuscular (pág. 707).

Ese paisaje -que es el de la tierra natal de Reyes- tiene -como buen paisaje romántico- una inmediata resonancia sentimental en el protagonista, que, ante él, piensa en sus padres, en su hijo, y se siente dignificado espiritualmente.

Tal vez sea una simple casualidad, pero parece como si el lenguaje narrativo de Clarín se tiñese de cierto tono auténticamente romántico en las situaciones también más auténticamente emotivas de la obra, frente a las que la ironía hubiera resultado desacertada y excesivamente ácida.

Clarín se burla del romanticismo, pero no desde una perspectiva naturalista o desde un fácil costumbrismo antirromántico. Se burla desde dentro del mismo romanticismo, sirviéndose de su lenguaje como de un arma de dos filos con la que se pueden suscitar efectos cómicos, paródicos o irónicos, pero también efectos delicadamente emotivos.




ArribaAbajoSu único hijo y Doña Berta

No fue esta la única vez que Clarín se asomó a un ambiente o a un tema romántico. Hay en su producción narrativa, entre otros ejemplos, un relato que me parece enormemente expresivo, y cuya comparación con Su único hijo puede resultar interesante. Me refiero a Doña Berta, de la que ya he dicho algo en otra parte29, señalando lo romántico de su trama y personajes: la dama carlista, el capitán liberal del que se enamora y con quien tiene un hijo que le es arrebatado, etc. Doña Berta es una estampa romántica realizada entre humorística y tiernamente.

Para que pueda compararse con algún pasaje de los ya transcritos de Su único hijo, ofrezco ahora éste de Doña Berta:

«El hermano segundo, algo literato, traía a casa novelas de la época, traducidas del francés. Las leían todos. En los varones no dejaban huellas; en Berta hacían estragos interiores. El romanticismo que en tantos vecinos y vecinas de las ciudades y villas era pura conversación, a lo más, pretexto para viciucos, en Posadorio tenía una sacerdotisa verdadera, aunque llegaba hasta allí en ecos de ecos, en folletines apelmazados. Jamás podían sospechar los hermanos la hoguera de idealidad y puro sentimentalismo que tenían en Posadorio. Ni aun después de la desgracia, dieron en la causa de ella pensando en el romanticismo; lo atribuyeron al azar, a la ocasión, a la traición, que culpa tuvieron también; tal vez el peor pensado llegó hasta pensar en la concupiscencia, que, por parte de Berta, no hubo, sólo no se acordó nadie del amor inocente, de un corazón que se derrite al contacto del fuego que adora. Berta se dejó engañar con todas las veras de su alma. La historia fue bien sencilla, como la de sus libros: todo pasó lo mismo»30.



El romanticismo de doña Berta, alimentado por sentimentales lecturas, es puro, ardientemente ingenuo, en contraste con el romanticismo ambiental de villas y ciudades, «pura conversación» o «viciucos» como ocurre en Su único hijo. Doña Berta es víctima de una auténtica gran pasión, a la que se entrega sin las concupiscencias ni falsos idealismos de Bonis y mucho menos sin el frío cálculo de Emma Valcárcel. Doña Berta es un ser movido sólo por el amor y nunca por esos bajos intereses materiales o miserias fisiológicas que agitan a los personajes de Su único hijo. Doña Berta desconoce la realidad, vive siempre fuera de ella, refugiada en su sordera y en sus sueños. Su primera toma de contacto con la realidad -ese mundo inquietante de Madrid, de coches y de tranvías- es para morir aplastada por ella.

También en Doña Berta, como en Su único hijo, emplea Clarín la cursiva para subrayar irónicamente ciertas expresiones calificables de folletinescamente románticas: «cuando perdió el honor» (pág. 726); «volvían a visitar el teatro de su deshonra» (pág. 728); «el hijo maldito fue entregado a unos mercenarios» (pág. 728); «el fruto de sus amores» (pág. 736), etc.

En Doña Berta hay simpatía y ternura por el tema y los motivos románticos. En Su único hijo domina el frío y hasta cruel humorismo.

Clarín, como siempre, está al lado de Doña Berta, es decir, de los seres humildes, sencillos y débiles, y -como siempre también- combate todo lo que representa hipocresía, falso idealismo. De ahí su simpatía por el tierno y auténtico romanticismo de doña Berta, y su causticidad frente a la corrupción, vestida de romanticismo, de los personajes de Su único hijo.

Del romanticismo le interesaba a Alas conservar y depurar en las delicadas páginas de una novela corta, lo mejor, lo más puro e ingenuo, y eso fue lo que hizo en Doña Berta, narración impar en -su época. Tanto en ella como en Su único hijo, Clarín revela su situación de extranjero en su siglo, su formidable poder de anticipación. Doña Berta y Su único hijo, opuestas en tantos aspectos, coinciden en algo verdaderamente importante. Y es que Clarín en uno y otro relato parece estar fuera de su siglo, verlo desde la distancia, provocando en el lector actual el efecto de que esas páginas han sido escritas en nuestros días y no en el siglo que en ellas aparece desbordado y visto con ternura e ironía. Con la ternura y la ironía de quien es capaz de asomarse a un pasado ya lejano para ver sus defectos y sus encantos, con esa mezcla de fría objetividad y cálida emoción que da la distancia, el paso del tiempo.

Pues, como varias veces he dicho ya, si Su único hijo contiene una sátira del romanticismo, esto no significa que dicha sátira haya sido hecha desde una perspectiva naturalista, tal como Galdós lo intentó alguna vez. Clarín parece estar tan lejos del romanticismo como del naturalismo. Y a este respecto resulta curioso comprobar cómo algunos críticos, equivocados por la irónica complacencia del autor en escenas y motivos crudamente fisiológicos, vieron en Su único hijo una especie de desideratum supernaturalista, una novela con la que su autor pretendía exceder todas las crudezas zolescas.

En mi opinión, hay casi tanta burla y tanto humor en los motivos naturalistas de Su único hijo como en los románticos, si bien en aquellos el lenguaje, más actual, deja transparentar menos esa burla.




ArribaAbajoHumor y naturalismo fisiológico

Los que tratan de determinar el naturalismo de La Regenta apoyándose en la prolija ambientación y en el cultivo del detalle, no podrían hacer lo mismo con Su único hijo, tan secamente descriptiva, tan apretada narrativamente, tan escasa en detalles, que casi resulta inlocalizable en el tiempo y en el espacio.

Se ha buscado entonces el naturalismo en el gusto por lo fisiológico y aun en la abundancia de escenas eróticas. Que éstas existen y que Alas se complace en esos motivos fisiológicos, es innegable. Pero no creo que la técnica empleada por el autor tenga demasiado que ver con el estricto naturalismo, pues, como ya señalé antes, los naturalistas eran incapaces de tomar a broma esos motivos y escenas.

Clarín, por el contrario, se muestra agudo humorista en tales escenas, relativamente abundantes en Su único hijo. Y no me parece que esta abundancia tenga un signo tan morboso, como a veces se ha dicho. Considerando que lo que al autor le interesaba era acentuar en todo momento el contraste antirromántico, el descenso -en vaivén- desde las alturas del ideal -o seudoideal- a las miserias y debilidades fisiológicas, no puede extrañarnos que las escenas alusivas a estas últimas abunden en la obra, para así marcar incisivamente ese movimiento pendular.

Tal parece ser el sentido de las miserias fisiológicas de la histérica Emma, verdadero contrapunto de los sueños ideales de su marido Bonis, que alterna sus conciertos de flauta con las bajas y sucias tareas de enfermero de su mujer. Las escenas en que Clarín describe tales tareas son de un grotesco naturalismo, como lo son también las escenas de lascivia entre los esposos o entre Bonis y Serafina. (Véanse, por ejemplo, las de las páginas 597-598, 608, 611, 632 y 635.)

Salvadas todas las distancias e intenciones, la técnica que Alas emplea en la descripción de esas escenas de contenido sexual, me recuerda, en cierto modo, la que tan característica es del gran novelista inglés Aldous Huxley, típico y puro intelectual que es capaz de despojar a todas las escenas de ese tipo, que aparecen en sus relatos, de cualquier coloración voluptuosamente erótica, al someterlas al frío análisis de la inteligencia y al resolverlas humorísticamente.

Clarín en Su único hijo se asemeja a Huxley en ese despeñar una escena erótica por la vertiente intelectual de lo humorístico. Todo lo que de morboso, de crudamente naturalista podía haber en ella se disuelve en una pirueta sarcástica. Clarín ve esa escena más que, con los ojos de la pasión con los del más frío e inteligente humor. Lo repugnante de esas descripciones es, posiblemente, deliberado, como si el autor al desorbitar unas crudezas naturalistas tratara de hacernos ver lo que de caricaturesco y monstruoso hay en toda técnica exasperada y ciegamente naturalista; lo que de grotesco y casi inhumano hay en todos los fetichismos fisiológicos.

Por más que resulte poco grato citar o transcribir algunas de esas, escenas, cabe recoger aquí el grotesco desenlace del episodio -narrado en los capítulos VIII y IX- de la reconciliación erótica de Emma y Bonis. El despertar provoca en este último unas absurdas reflexiones acerca de su engaño respecto al que él creía consumido cuerpo femenino:

«Mucho discurrió Bonifacio, pero no logró dar en el quid de que su mujer, dándose por medio difunta, tuviese aquellas reconditeces nada despreciables, aunque pálidas y de una suavidad que, al acercar la piel a la condición del raso, la separaba de ciertas cualidades de la materia viva. Parecía así como si entre el algodón en rama, los ungüentos y el tibio ambiente de las sábanas perfumadas hubiesen producido una artificial robustez..., carne falsa... En fin, Bonis se perdía en conjeturas y disparates, y acababa por rechazar todas estas hipótesis, contra las cuales protestaban todas las letras de segunda enseñanza que él había leído, de algunos años a aquella parte, con el propósito (que le inspiró un periódico, hablando del progreso y de la sabiduría de la clase media) de hacerse digno hijo de su siglo y regenerarse por la ciencia. No, no podía ser; todas las leyes fisicomatemáticas se oponían a que el algodón en rama fuese asimilable y se convirtiera en fibrina y demás ingredientes de la pícara carne humana».


(pág. 611)                


Es éste un pasaje típicamente clariniano y que define esa técnica del autor de hacer desembocar un motivo erótico en una conclusión grotesca. Toda la voluptuosidad de Bonis da pie, al fin, a una alusión satírica al saber del siglo, a las leyes fisicomatemáticas, al progreso, a la ilustración de la clase media, etc. He aquí un viraje humorístico, desvirtuador de cuánto de morboso o de sensual pudiera haber en el episodio erótico. Y nada más antinaturalista que lo caricaturesco.

Pero, en ocasiones, lo caricaturesco lascivo adquiere, en manos de Clarín, un tono negro y casi trágico, o mejor dicho, tragicómico, esperpéntico. Tal es el tono de las siguientes reflexiones de Bonis ante su amante Serafina, dormida, a la que cree ser infiel con su propia mujer:

«Esa mujer adorada no sabe que yo le soy infiel. Que hay horas de la noche en que me dan un filtro hecho de terrores, de fuerza mayor, de recuerdos, de costumbres del cuerpo, de sabores de antiguos placeres, de olores de hojas de rosas marchitas, de lástima... y hasta de filosofías... negras... Esta mujer no sabe que yo me dejo besar... y beso..., como quien da limosna a la muerte, a la muerte enferma, loca; que doy besos que son como mordiscos con que quiero detener el tiempo, que corre que corre, pasándome por la boca... Sí, sí, Serafina; en esas horas tengo. lástima de mi mujer, de quien soy esclavo; sus caricias disparatadas, que son reflejo de otras mías que yo aprendí de tus primeros arranques de amor frenético y desvergonzado; sus caricias, que son en ella inocentes, para mí crímenes, se me contagian y me llevan consigo al aquelarre tenebroso, donde, entre sueños y ayes de amor, que acaban por suspiros de vejez, por chirridos del cuerpo que se desmorona, vivo de no sé qué locuras sabrosas y sofocantes, llenas de pavor y de atractivo»


(pág. 635)                


A través de la expresión casi romántica y encendida de Bonis, se ve cómo lo caricaturesco lascivo, en su desorbitación, puede convertirse en negra estampa, en vértigo de aquelarre. Tras la loca lujuria está no sólo la mueca desesperadamente humorística, sino la aún más fría y desesperada de la muerte.

Las escenas de lascivia en Su único hijo no se detienen en lo caricaturesco, sino que, en algún caso, adquieren un trágico aire de esperpento, de macabra carnavalada. Por eso Emma se horroriza en las primeras páginas de su «abultar de pómulos, que le hacía pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado» (pág. 566). Por eso Bonis, en los momentos de loco erotismo con su mujer, cree besar a la muerte, escondida tras toda lascivia.




ArribaAbajoUn país y una época: La España de Su único hijo

Lo hasta ahora visto del romanticismo ambiental de Su único hijo permite, aproximadamente, situar su acción en el tiempo. Corresponde ver ahora lo que al espacio, al lugar geográfico se refiere.

Clarín ha prescindido aquí de toda concreta localización espacial, situando la acción novelesca en una ciudad o pueblo cuyo nombre no nos es dado, pero que indudablemente hay que localizar en tierra asturiana.

Cuando Bonis, padre ya, va a buscar una nodriza para su hijo, lo hace entre las campesinas de Cabruñana, nombre que nada tiene de imaginario y que corresponde a un pueblo asturiano del ayuntamiento de Grado.

También a través del lenguaje -del dialecto del país que se presenta como «oscuro y corrompido» (pág. 642)- se percibe, alguna vez, el fondo asturiano de la novela, cuando se habla del ocle, es decir de las algas.

La ciudad o pueblo en el que transcurre la acción no se sabe cuál es: Lo único que puede averiguarse es que se trata de una ciudad interior, ya que cuando Emma se siente embarazada, viaja a la costa en busca de los baños de mar.

Podría, pues, tratarse nuevamente de Oviedo, de la Vetusta ya descrita en La Regenta, y presentada ahora aún más arcaica, primitiva y triste, como más lejana en el tiempo y, por tanto, más pobre y atrasada. Pero nada concreto hay, ni importa.

A la tristeza del pueblo y a la mezquindad de sus habitantes se alude en diferentes ocasiones. Y así, del pueblo sabemos que es «aburrido» (pág. 662), «sucio, frío, húmedo» (pág. 664), y de sus habitantes que son «espíritus limitados, estrechísimos, monótonos, inaguantables» (pág. 639). Todo esto podría convenir igualmente a la Vetusta de La Regenta.

Descripciones concretas de las calles y casas no se hacen o apenas ofrecen interés. Sólo en un caso se alude al sol empañado por la niebla o la neblina tan asturiana: «Los barrenderos levantaban nubes de polvo que un sol anaranjado teñía del mismo color de la niebla que se arrastraba sobre los tejados» (pág. 582). Es -fuera de la descripción del paisaje de Cabruñana -uno de los pocos toques de color, aquí apagado y frío, perceptibles en la obra, tan desnuda descriptivamente, tan lejana: de toda blanda acuarela y tan próxima en ocasiones al aguafuerte duro y sombrío, o al grabado sin color y casi negro.

Clarín no es un paisajista en el sentido de que gusta de las descripciones coloristas, como decorados de sus relatos. Sus paisajes suelen ser bellamente escuetos, llenos de emoción y siempre ligados a lo humano, como el rincón de Susacasa, clave del espíritu señoril y arcaico de doña Berta, o el prao Somonte, sobre el que juegan Pinín y Rosa con la vaca; Cordera; paisaje tan humano, primitivo e ingenuo como los mismos niños y el pacífico animal.

En Su único hijo no hay paisaje, pues del ciudadano casi nada se dice. Lo adivinamos, gris, triste, y tan impersonalizado que no necesitamos saber nada de él, ya que lo verdaderamente interesante está en los seres que sobre él se mueven. La única salida al paisaje campesino y romántico de Cabruñana, teñido de crepúsculo, tiene una ya comentada; resonancia sentimental. El paisaje en Clarín nunca es decorado accesorio. Pero en Su único hijo no interesa la concreta localización. El pueblo de la acción novelesca podrá ser Oviedo o cualquier otro asturiano. Poco importa. Lo interesante es el más amplio fondo, el nacional y no el local; la España de mediados del siglo XIX sobre la que transcurre la acción y a la que se alude en algunas ocasiones. Una España atrasada y miserable; que merece la dura sátira clariniana.

Una de las primeras alusiones aparece al referirse Alas al poco mundo de Bonis: «En Méjico había visto poco bueno; pero, al fin, Méjico había sido colonia española, y se le había pegado la pequeñez de por acá» (pág. 574).

Esta visión pesimista de la España decimonónica se prolonga a lo largo de la novela, en otras rápidas y satíricas alusiones. Aguado, el médico de Emma, habla así de la alimentación de los españoles: «Con este motivo de la carne, Aguado disertó sobre un tema que en el pueblo era por aquel tiempo casi inaudito, de gran novedad por lo menos: abominó del cocido; achacó la falta de vigor nacional a la carne cocida y a la poca carne frita que se come en esta pobre España, etc., etc.» (pág. 621).

Koerner, el ingeniero alemán, también se refiere alguna vez al atraso de España «a pesar de la riqueza del suelo y del subsuelo», estimando que de tal atraso «tenían la culpa la Inquisición y los Borbones, y después el mal ejercicio del régimen constitucional, que ya de por sí no era bueno. Con este motivo se lamentaba de la general decadencia española y hasta llegaba a hablarle a Nepomuceno del probable renacimiento del teatro nacional, si todos hacían lo que a él le aconsejaba: poner en movimiento los capitales, sacar partido de los tesoros de la tierra» (pág. 643). He aquí, uno de esos grotescos y fantásticos regeneradores a que Azorín se refería en su crítica de la novela.

Ya he citado, a propósito del romanticismo de Marta Koerner, el pasaje en que se alude a la Capilla Sixtina como tema de conversación inaudito en la España de entonces. Esta incultura nacional puede pulsarse en otros momentos de la novela, incluso en las lecturas de Emma Valcárcel, dama al fin de la más alta sociedad de su pueblo, aficionada a «Luis Candelas, según se lo presentaban librotes de imaginación muy populares» y a las «causas célebres» que «leía con avidez» (pág. 614).

No mucho más culto es, en el fondo, Bonis, pese a su afán de ponerse a tono con su siglo, y de adquirir los conocimientos suficientes que transmitir luego a su hijo. Aunque en una ocasión sabemos que junto a un libro de poesías románticas, Bonis leía «psicologías, lógicas y éticas» (pág. 665) -así, en plural y anónimamente-, en otra se nos dice que «aquellos libracos, que había leído con avidez para hacerse todo lo sabio; posible [cabe suponer que fuesen esas psicologías, lógicas y éticas] a fin de preparar la educación del hijo, le habían producido, en suma, una indigestión intelectual de negaciones»; «No era un simple como los de la Edad Media, sino un simple ilustrado, un simple de café, un simple moderno» (pág. 667).

En esto han venido a parar la mal orientada y grotesca europeización y el afán progresista de Bonis, satírica y duramente enjuiciado por Alas, que tanto sabía de los males de su siglo y de su nación.

Desechando algunas otras alusiones a la suciedad y el atraso del país, recordaré, finalmente, las que afectan al «triste comercio español» y a «aquel rincón de España, sin comunicaciones apenas, sin ferrocarril todavía» (pág. 684). El viaje de Emma en un carricoche a la costa, da pie a Bonis para comentar -en queja que recuerda la de ¡En este país!-; «¡Estos ingenieros de caminos! ¡Qué carreteras! ¡Qué país!» (pág. 686). Frente al tema de España adopta Clarín en esta novela una irónica actitud que, sin embargo, nace de un profundo amor a la patria. Cabría relacionar esta novela con otras obras de Clarín, para mejor comprender su actitud31, ante la cual hay siempre que recordar el nombre de Larra y el de los posteriores escritores de la generación del 98, tan presentida y anticipada en la obra clariniana.

Lo sorprendente de Su único hijo es que, pese a la vaguedad temporal y a la falta de descripciones ambientales, la sensación de ambiente es intensísima y todo lector la experimenta desde las primeras páginas. Y es que más que el ambiente físico -el que dan el paisaje, las cosas, los muebles- predomina el espiritual, el psicológico. Por eso Azorín ha dicho certeramente que «en Su único hijo el espíritu lo llena todo; todo es sutil análisis psicológico».

Por tanto, más que en las alusiones espacio-temporales, es en el hablar, en el vivir de los personajes en donde encontramos esa intensa sensación de ambiente.

Puede que uno de los más exquisitos matices del arte novelístico sea éste de conseguir un ambiente por alusión. Clarín, que en La Regenta trabajó según la técnica de los detalles para, acumulándolos precisa y artísticamente, conseguir toda una atmósfera local; empleó luego en Su único hijo una técnica de signo opuesto, más próxima a lo stendhaliano -o barojiano- que a lo zolesco.

Y es que en La Regenta el ambiente -Vetusta con su especial fisonomía ciudadana- era un personaje, un importante personaje. La presión del ambiente provinciano en la sensibilidad de Ana Ozores es una de las causas que -como a Madame Bovary- la empujan al adulterio, ciega escapada hacia lo extraordinario, huyendo de la opacidad y monotonía de que vive rodeada.

En Su único hijo parece como si no fuera tan necesaria la presencia de un ambiente muy concreto. Todo es un poco fantasmal y desdibujado. En la evasión de Ana Ozores de la realidad era necesario presentar ésta con todo detalle. En Su único hijo no hay tal auténtica evasión. Los personajes que creen escapar a la realidad -como Bonis- se precipitan en ella grotescamente.

En una caricatura importa más el gesto que el detallismo. Por eso en Su único hijo bastaba con esa débil pero importante apoyatura espacio-temporal, dada por una España triste y mezquinamente romántica atrasada e inculta. Sobre tan difuminado fondo -apenas unos rasgos, pero muy expresivos éstos- podía Clarín dar vida novelesca a un tema muy suyo, del que se encuentran resonancias en muchas de sus obras, pero quizás ninguna tan intensa y explícita como la que en Su único hijo puede percibirse.




ArribaAbajoEl tema de Su único hijo

El tema básico de Su único hijo es el del amor paternal. Tema muy característico de toda la obra clariniana y que también en La Regenta -en la variante de frustrado amor maternal- juega un papel decisivo. Ana Ozores, en el capítulo III de esta novela, naciendo examen de conciencia, piensa que no conoció nunca a la que le dio el ser: «Ni madre, ni hijos»32. En esas palabras está contenido todo el drama de La Regenta. A lo largo de la novela y en los momentos más críticos del vivir de Ana Ozores resuena el tema del amor maternal. Si Ana hubiera tenido un hijo nunca hubiese caído en el adulterio. El vacío afectivo que percibe a su alrededor la empuja hacia la que ella cree auténtica pasión amorosa de Álvaro Mesía.

Y, fuera ya de La Regenta, en otros cuentos de Clarín puede también percibirse ese tan entrañado tema del amor paterno-filial. Recuérdese, por ejemplo, El rey Baltasar, en el que un pobre y modélico funcionario no sabe resistir, por una vez, la tentación de un soborno, para poder regalar algo digno a su hijo, el día de Reyes, siendo descubierto y perdiendo su empleo.

Recuérdese, también, al profesor universitario de Metafísica, en Un grabado, que en sus explicaciones habla siempre de Dios Padre, en contra de las corrientes filosóficas de moda. Tan arraigada creencia en Dios Padre tiene su origen en un grabado que vio en una revista, titulado Huérfanos, con unos niños en soledad y desamparo completos. El profesor, viudo y padre de tres hijos, sintió entonces la idea de la Paternidad Divina como imperativo categórico del dolor.

En el relato Viaje redondo aparece también mezclado el tema del amor paterno-filial con el de la inquietud religiosa. En Doña Berta, es el amor maternal el que mueve a la anciana protagonista a ir a Madrid y a la muerte, en busca de un posible retrato del hijo que ella no ha conocido nunca y que ha muerto ya. En Las dos cajas y «Flirtation» legítima puede también advertirse el mismo tema, en un caso, amor paternal y en otro filial, que tanto daba para Clarín, ya que en ambos veía lo más puro, noble y digno de la existencia humana.

El caso de Bonifacio Reyes presenta -en un plano algo grotesco- ciertas semejanzas con el de Ana Ozores, la Regenta. Está casada con un hombre viejo y ridículo, no encuentra en el amor conyugal apoyo suficiente para dar cauce y sentido a su vida. Lo mismo le ocurre a Bonis, casado con la histérica y odiosa Emma Valcárcel, que le hace vivir una existencia miserable y humillante. Por eso Bonis, temperamento ingenuo, sentimental y rebosante de bonachonería «se dio a buscar un ser a quien amar, algo que le llenase la vida». Ya vimos que encontró -grotescamente- una flauta.

Interesaba ahora señalar ese vacío afectivo de Bonis, semejante al de Ana Ozores, y provocado también por la carencia de hijos. Emma malparió una vez y los médicos opinaron que nunca podría concebir de nuevo. De ahí la desolación de Bonis y sus intentos de llenar su vida con algo, con un ser al que amar. Aparece Serafina, la cantante, de la que Bonis se enamora, cayendo en el adulterio por no tener un hijo al que amar, como Ana Ozores, en La Regenta, se entrega al fin a Álvaro Mesía, por haberle fallado todas las otras tentativas de orientación vital, entre ellas la religiosa. La falta de una religiosidad auténtica y sólida, unida a la carencia de hijos, empujan a Ana al adulterio. Bonis se convierte también en amante adúltero, porque no sabe de otros afectos suficientes para llenar su vida y porque -en mayor proporción aún que y Ana- carece de la necesaria fe religiosa. Ya hemos visto cómo Alas presenta a Bonis convertido en un vulgar y estúpido individuo, en un simple ilustrado muy de su siglo.

La existencia de Bonis, como las de todos los personajes de Su único hijo transcurre de espaldas a Dios. Si los seres de esta novela son realmente unos miserables, es porque viven olvidados de todo lo que significa auténtica espiritualidad cristiana. Ya hemos visto cómo el oropelesco cristianismo de la alemana Marta era sólo eso: decoración fastuosa a Chateaubriand, encubridora de la más baja sensualidad y de la más intensa ambición.

En cuanto a Emma, su autor la presenta como una «perfecta atea», refiriéndose de paso a la religiosidad de la época: «En su tiempo no solían discutir asuntos religiosos en su tierra; los que no eran devotos gozaban de una tolerancia completa; como tampoco eran descreídos, ni faltaban a las costumbres piadosas y guardaban las principales apariencias por nadie eran molestados» (pág. 612). Así es Emma y así parecen ser -o comportarse- todos los restantes personajes, de Su único hijo.

Puede que, pese a toda su pretensión y pobre ilustración de incrédulo hijo de su siglo y a su caída en el adulterio, sea Bonis, sin embargo, él, menos irreligioso de estos personajes. Por lo menos, cuando piensa en su adulterio cree en el infierno, a donde ha de ir a parar irremisiblemente. En otras ocasiones le acometen extraños arrebatos místicos, cree oír llamadas y anuncios divinos. Y ya en las últimas escenas de la novela -que enseguida comentaré con más detalle- Bonis siente el respeto y emoción de la iglesia en donde bautizan a su hijo.

Pero aun así, Bonis -como Ana Ozores- nunca ha poseído la necesaria espiritualidad religiosa para evitar la caída moral. Su situación de amante de Serafina perdura hasta que se entera de que Emma le va a dar un hijo.

Entonces -inmediatamente- decide cortar las relaciones adúlteras, y así lo hace, pese a todos los esfuerzos de Serafina, deseosa de llevar una vida burguesa y apacible al lado de su amante. Es precisamente en el momento en que la cantante ve fallar todos sus esfuerzos, cuando, movida por la venganza, revela a Bonis cruelmente quién es el padre del niño.

Pero su cruel revelación parece llegar ya tarde. Bonis está salvado. Se ha salvado en su hijo, en el que él -espiritualmente- considera único hijo suyo, pese a todo lo que los demás puedan creer o decir.

El amor paternal actúa de fuego purificador. Para él estaba Bonis lo suficientemente preparado. Y resulta expresivo que, como antes vimos, cuando Bonis comienza a enamorarse de la Gorgheggi, la frente y sobre todo la voz de ésta le sugieran tiernas ideas de amor hacia su madre: «se le llenaba el espíritu de recuerdos de la niñez, de nostalgias del regazo materno» (pág. 598).

No obstante, Bonis -burgués con maneras románticas- no halla la tranquila felicidad en el amor de Serafina. Ya antes observamos sus apetencias hogareñas, nunca cumplidas, ya que lo que le rodea es la antítesis de cualquier sencillo hogar: «Su mujer era su tirano, y en sus veleidades de amor embrujado, carnal y enfermizo, corrompida por él mismo, sin saberlo, era una concubina, una odalisca loca; y lo que era peor que todo: faltaba el hijo» (pág. 637).

He aquí el tema de la novela: la ausencia del hijo como tragedia esencial y causa de corrupción en la vida de Bonis.

En ocasión de un concierto en el casino y escuchando una plegaria religiosa cantada por Serafina, el pobre Reyes tiene el presentimiento del hijo. Es una página entre grotesca, disparatada y emotiva. A partir de ese momento, mientras la corrupción ambiental crece y lo invade todo, Bonis comienza su proceso de purificación. Espera un milagro, el nacimiento de un hijo: «¡Un ser que sea yo mismo, pero empezando de nuevo, fuera de mí, con sangre de mi sangre!» (pág. 605).

Cuando averigua que su presentimiento va a hacerse realidad, cree embriagarse de emoción. Las páginas en que esta emoción es descrita son de las más bellas de la novela. Alas parece abandonar su frialdad narrativa, casi cínica, y, herido por un tema que tan grato le era, pone calor y sinceridad en la descripción de los sentimientos de Bonis:

«En aquel momento se le ocurrió esto: "El niño debiera llamarse Pedro como mi padre"».

-¡Padre del alma! ¡Madre mía! -sollozó, ocultando el rostro en las almohadas que empapó en llanto.

Aquella era la fuente; allí estaba el manantial de las verdaderas ternuras... ¡La cadena de los padres y los hijos!... Cadena que, remontándose por sus eslabones hacia el pasado, sería toda amor, abnegación, la unidad sincera, real, caritativa de la pobre raza humana».


(pág. 678)                


Es un pasaje espléndido en el que hasta la expresión alcanza la más alta calidad: «se sentía desfallecer, y, como disuelto en una especie de plano geológico de toda su existencia, tenía la contemplación simultánea de varias épocas de su primera vida; se veía en los brazos de su padre, en los de su madre; sentía en el paladar sabores que había gustado en la niñez; renovaba olores que le habían impresionado, como una poesía en la edad más remota...» (pág. 679).

Ésta es la parte más honda y sincera del libro, aquélla en que mejor se percibe la gran emoción del autor, al contacto de un tema que siempre le atrajo y siempre despertó en él un gesto de ternura.

No voy a describir el proceso de purificación por el que pasa Bonis desde que sabe que va a tener un hijo, porque para eso están las páginas de la novela. Reyes sigue empleando un romántico y altisonante lenguaje interior para expresar sus nuevas emociones. Y ante el llanto de su hijo recuerda el suyo propio, cuando murió su madre. Siempre el amor paternal y el filial unidos, como en esa cadena a que Clarín aludía.

Y finalmente la escena en la iglesia, cuando Bonis acude al bautizo de su hijo.

No deja de ser curioso y significativo que las dos novelas extensas de Clarín concluyan con una escena en el interior de un templo. La acción de La Regenta se cierra con un dramático encuentro de los dos personajes principales en el interior de la catedral vetustense. En Su único hijo también tiene lugar, en las páginas finales, un dramático encuentro de Bonis y Serafina en la nave de una iglesia.

No es ésta la ocasión de estudiar la religiosidad de Clarín, pero sí de señalar lo que, a través de Su único hijo, puede percibirse de ella.

Ya antes señalé cómo la calificación de novelas sin cielo que alguna vez se aplicó a las de Valera, casi correspondería mejor a ésta de Alas, en la cual ninguno de sus personajes parece ser un auténtico creyente ni vivir en cristiano.

Sin embargo, Bonis, cuando la corrupción entra en su casa, llevada por los cantantes, siente repugnancia y remordimientos que crecerán con las noticias de su próxima paternidad.

Bonis, como tantos otros personajes de Clarín y tal vez como el mismo autor, siente la emoción y la belleza de la liturgia cristiana. Esa escena final que transcurre en la iglesia resulta enormemente significativa. Alas, que ha narrado una serie de episodios cínicos y repugnantes, vividos de espaldas a Dios, cierra su relato dramáticamente con el diálogo de Serafina y de Bonis en la iglesia, mientras el órgano inunda de alegría casi mundana el sagrado recinto. Bonis, al entrar en la iglesia donde su hijo va a ser bautizado, siente ya una profunda emoción, esa emoción de los incrédulos protagonistas de algunos cuentos clarinianos -como El frío del Papa- frente al templo y a las ceremonias cristianas:

«Pero al atravesar [Bonis] el umbral de la casa de Dios, y detenerse entre la puerta y el cancel, y ver allí dentro, enfrente, las luces del baptisterio, una emoción religiosa, dulcísima, empapada de misterio no exento de cierto temor vago, esfumado ante la incertidumbre del porvenir, le había dominado hasta hacerle olvidarse de todos aquellos miserables que le rodeaban. Sólo veía a Dios y a su hijo. Otras veces, viendo bautizar hijos ajenos había pensado que era ridículo aquello de echar los demonios del cuerpo, o cosa por el estilo, a los inocentes angelillos que iban a recibir las aguas del bautismo. Ahora no veía en nada de aquello lado alguno ridículo. ¡Oh, la Iglesia era sabia! ¡Conocía el corazón humano y cuáles eran los momentos grandes de la vida! ¡Era tan solemne el nacer, el tomar un nombre en la comedia azarosa de la vida! ¡El bautizo hacía pensar en el porvenir, en una síntesis misteriosa, de punzante curiosidad, de anhelante y temerosa cerrazón de penetrar en el porvenir! Aunque él, Bonis, no creía en varios dogmas, ni menos en los prodigios de la Biblia, reconocía que la Iglesia en aquellos trances, parecía, efectivamente, una madre...».


(pág. 708)                


Bonis ve en la Iglesia un maternal regazo. Para este pobre ser todo; es -o debería ser- amor en la vida, y amor reductible a lo filial o lo paternal. En la iglesia esa ternura suya se desborda: «¡Ay! ¡Cómo se le metía por el alma, a borbotones, como hoguera de ternura que en vez de salir entraba, el amor de aquel hijo, de aquel ser débil, abandonado por los ángeles entre los hombres!; pero ya no amor abstracto, metafórico; amor sin frases, amor nada retórico...» (pág. 709).

Y luego, ya al salir, tiene lugar el encuentro de Bonis con Serafina.

Ésta, arrepentida de su desgraciada vida anterior, acude a la iglesia a rezar, a buscar en aquel ambiente esa sensación de hogar que ella desea; y que siempre -para Clarín- puede encontrarse en el templo. Recuérdese la actitud de doña Berta en las iglesias madrileñas, únicos lugares donde cree encontrar un recuerdo de su tierra, de su casa; donde el mundo le parece menos frío y donde aún cabe creer en la fraternidad de los hombres. Recuérdese al pobre vagabundo de La conversión de Chiripa, atraído por la iglesia como por un hogar que le habla de infancia y de caricias maternales. También Serafina Gorgheggi, deseosa de un vivir honrado y pacífico, acude al templo: «Me meto en la iglesia -dice a Bonis-. Esto es mío, como de todos. Tú me enseñastes a sentir así, a querer paz..., a soñar..., a desear imposibles... Aquí estoy tranquila..., y rezo a mi modo» (pág. 712).

Tras la grotesca zarabanda de lujuria y de ambición que ha movido; a los personajes de esta novela, dos de ellos, tal vez los que con sus pecados provocaron la posterior corrupción de otros seres, se encuentran en una iglesia, deseosos ambos de una vida pacífica y honrada que borre el recuerdo de su pasada existencia. No es de todas formas un final feliz, blando y consolador, ya que en Serafina alienta todavía un ser cruel y venenoso que, ante la negativa de Bonis de volver a quererla o, por lo menos, ayudarla, da salida a su venganza y a su dolor revelándole la auténtica paternidad del que cree su único hijo.

Es un final cruel y terrible que recuerda el de La Regenta. Uno y otro coinciden en presentar el sagrado recinto de una iglesia como marco de una explosión de bajas pasiones, de resentida venganza, de afrenta. El beso que Ana Ozores, desmayada, recibe del repugnante Celedonio no es más cruel y repulsivo que esa violenta declaración que Serafina hace a su ex-amante bajo las bóvedas del templo.

Clarín es implacable en el castigo de sus criaturas novelescas y sabe cerrar sus obras con acritud y brusquedad, evitando toda moraleja, pero dándola casi implícita, apretada en esos duros finales, frente a los que; se desearían, angustiadamente, unas páginas más, no para forzar un final feliz, sino para aliviar la sensación de violenta caída con que se cierran estas novelas.

Pocos novelistas españoles del XIX -excepto Galdós, en alguna ocasión- se hubieran atrevido a concluir así, tan acida y abruptamente -sin acorde final más o menos dilatado- sus relatos.

Desde un punto de vista de lo que pudiéramos llamar ritmo narrativo, es indudable que tanto en La Regenta -donde ofrece un interés extraordinario- como en Su único hijo, éste es acelerado en sus últimas páginas, contrastando en la primera de esas novelas con el lento tempo narrativo anterior.

Que Minghetti y no Bonis, debe ser el padre de la criatura, lo saben ya el lector y todos los personajes de la novela mucho antes de que Serafina se lo diga a Bonis en el capítulo final. No hay, pues, sorpresa en el desenlace.

A Clarín sólo le Interesaba contraponer, cruel y dramáticamente, la gran y emocionada ilusión paternal de Bonis en el acto del bautizo de su hijo, con la violenta y amarga realidad. Esto lo logra en unas pocas páginas, que si no contrastan con el anterior ritmo narrativo -rápido casi siempre-, sí vienen a servir como de último crescendo emocional que acaba en el puro grito, en esos gritos de Bonis frente a Serafina, proclamando que aquel es hijo suyo y sólo suyo.

Es -definitivamente- el triunfo de lo espontáneo y de lo desesperadamente vital frente a lo inauténtico y literaturizado. Bonis, tan aficionado a la íntima y afectada expresión romántica, acaba -en una iglesia- defendiendo a gritos, violentamente, su espiritual paternidad. Estamos ya frente a otro personaje, fraguado por la dura realidad vital, triunfadora siempre en la obra clariniana. Pero de ese personaje ya no podemos saber nada más. Queda ahí, en esas páginas finales, al borde del grito, proclamando nuevamente en la obra de Alas, que todo puede ser falso e inauténtico si no lo apoyamos en lo más sencillamente vital.




Arriba«Clarín» y Su único hijo

Y ahora, en viaje de retomo, cabría volver a plantearse la inicial pregunta: ¿Qué se propuso Clarín al escribir esta novela?

Varias veces fue acusado Alas por Bonafoux de haber plagiado a Flaubert, entre otros autores. Tal vez sea este hecho, junto con el del paralelo Emma Bovary-Emma Valcárcel, el que me hace ahora pensar en el gran novelista francés, ante Su único hijo.

Sabido es que Flaubert, tanto en Madame Bovary como, sobre todo, en La educación sentimental, quiso -escribiéndolas- librarse de todo el lastre romántico que sobre él pesaba. Así lo han reconocido siempre los críticos literarios, entre ellos Edouard Maynial, al decir: «L'Éducation sentimentale peut être considérée, après Madame Bovary, comme un effort victorieux de Flaubert pour se purger du romantisme de sa jeunesse»33.

Flaubert presenta -sobre el fondo romántico de la Francia de 1848- la evolución sentimental de Frédéric Moreau, personaje que tiene mucho de él mismo y que, como ya vio Faguet, parece un hijo espiritual de Emma Bovary. Todo el mundo de ilusiones, toda la sentimentalidad profunda de la burguesa provinciana parecen haber pasado a este no menos ilusionado y sentimental Moreau que vive, en una novela no demasiado romántica, una existencia que sí lo es mucho. Flaubert narra desde fuera del romanticismo, habiéndolo desbordado merced a un esfuerzo, pero, a la vez, sintiéndose de él hijo y sujeto aún a su poder. Por eso sus novelas vienen a ser como una huida, como un intento de liberarse de esa herencia.

Muchas veces se ha dicho -faz vulgar y conocida del psicoanálisis- que para curarse de un complejo, el mejor remedio está en darle expresión. ¿Fue éste el caso de Flaubert e, incluso, el de Leopoldo Alas? Lo que de romántico-burgués subyacía en ellos aparece expresado y depurado en Madame Bovary, La educación sentimental, La Regenta y Su único hijo. Flaubert no llegó en esas novelas suyas a lo que casi se convierte en manos de Clarín y en su segunda novela, en caricatura y humor, sin que esto quiera decir que falten motivos o personajes tratados humorísticamente -recuérdese al boticario Homais- en esas obras flaubertianas.

Lo que aquí interesaba señalar es cómo el punto de arranque de la segunda novela de Alas se asemeja, en cierto modo, al de Flaubert en sus dos más grandes obras. Clarín en Su único hijo se sirvió de un fondo deliberadamente impreciso, desperfilado pero a la vez muy enérgico, para sobre él mover unos personajes cuyo drama desembocaba, enseguida, en uno de los más característicos temas clarinianos.

Si a Clarín le interesaba, una vez más, dar expresión narrativa a su preocupación por el triunfo de todo lo que significara espontaneidad vital, autenticidad, sobre lo falso, intelectualizado y seudoespiritual, ningún fondo mejor que el de un aparencial romanticismo rezagado, viviendo sólo en la expresión y rara vez en el espíritu.

Bonis, dignificado por su paternidad, es -con doña Berta, el Torso, el Rana o tantos otros pobres héroes clarinianos- una viva demostración de cómo lo espontáneo se sobrepone siempre a lo artificioso y antivital. Bonis comienza a encontrarse a sí mismo, comienza a dar sentido a su vida, cuando sabe que va a ser padre. Clarín se complace en el tragicómico contraste de presentar a su protagonista tanto más erguido espiritualmente, cuanto más crecen el escarnio y la burla a su alrededor. La revelación de la falsa paternidad coincide con el momento de más intensa exaltación espiritual de Bonis. Y por eso, desde su exaltación, el antes ridículo personaje, engrandecido ahora, proclama su fe en el hijo, que es tanto como proclamarla en sí mismo. Es el triunfo -doloroso y amargo, esta vez- de lo más sencilla pero espiritualizadamente vital sobre lo inauténtico. Poco importa que el triunfo aparencial corresponda a ese oscuro mundo de la realidad, cruel y materializado -el tren y el telégrafo- que arranca a Pinín ya la vaca Cordera de la idílica paz del prao Somonte, o que aplasta a la pobre doña Berta en las calles de Madrid.

Clarín sabe que, efectivamente, siempre parece triunfar lo sórdido, lo material, pero él sigue amando a los débiles, a los movidos por el espíritu y el amor: pobres criados como el Torso, actrices grises como la Ronca, mendigos como Chiripa, niños ingenuos como Pipa. Y tantos otros pobres diablos tratados con humor y con ternura, como este Bonis de Su único hijo.

Clarín es tremendamente fiel a sí mismo. Una vez que poseemos alguna de las claves para penetrar en el sentido de sus obras, éstas parecen revelarlo con toda claridad. Y así, en mi opinión, el mundo ideológico de Su único hijo puede emparejarse perfectamente con el de La Regenta -en donde, de otra manera, alienta el mismo fondo de exaltación de lo sencillamente vital- y el de los más característicos cuentos clarinianos.

Parece como si Clarín en su segunda novela se hubiera acercado, al igual que Flaubert, a una época y a un mundo románticos para pasarlos a una novela no romántica. Tal vez Alas lo hiciera no tanto para liberarse de un lastre romántico -caso de Flaubert-, como para pinchar el globo del falso romanticismo, para percibir las arrugas y vaciedades de éste, va que todo lo que sea máscara espiritual se opone a auténtico contenido espiritual. En esa labor de deshinchamiento antirromántico Alas acertó indudablemente. Su novela casi es una pintura negra de cuanto de más sórdido había en el falso romanticismo español. Como a Emma Valcárcel tras los afeites y arrugas, se adivina tras la flácida corteza romántica, el bulto frío de la muerte.

En cierto modo si Clarín no siente simpatía por los personajes de Su único hijo, es porque todos están muertos aun cuando sólo sea espiritualmente. Cuando en esa ronda, entre carnavelesca y espectral, se hace una luz -la luz de una nueva vida, de un nuevo ser- Clarín pone una empañadura de emoción -todo lo leve v contenida que se quiera, pero perceptible- en el antes frío espejo de su novela. Un espejo que ya no es el limpio y sin arrugas de Stendhal, sino ese otro, engañador amante romántico, que deforma cuanto en él es reflejado y en el cual parece siempre percibirse el esqueleto, el cadáver que todo hombre lleva dentro.

Por eso frente a Su único hijo fallan todos los intentos clasificatorios. Azorín cree percibir en esta novela una cierta influencia de Luis Taboada, autor desde luego, admirado por Alas: «Su único hijo es la novela de un Taboada sin flaquezas, sin trivialidades, sin concesiones al vulgo. Lo esencial en Taboada es la visión cómica de una vida mediocre, anodina. Y esa comicidad es la de la novela de "Clarín". Con la cultura y la elevación de "Clarín»"Taboada sería lo que "Clarín" es en Su único hijo: un Taboada trascendental».

Pero a continuación Azorín declara rotundamente: «No sabemos cómo clasificar Su único hijo; no acertamos con la escuela». Y acaba refiriéndose a la literatura existencialista y a sus precedentes españoles.

Tal vez no pueda hallarse -ni sea preciso- el hueco en que clasificar Su único hijo, pero lo que de ella dice Azorín, relacionándola con el costumbrismo de Taboada, resulta, en cierto modo, orientador. Ateniéndonos a ello, estaríamos frente a una novela calificable de cómica o humorística, pero sin serlo del todo, debido a esa cultura y elevación a que Azorín alude, y que se resuelve en un tono trascendental.

La comicidad de Su único hijo es casi dolorosa. Y, como ya he señalado anteriormente, en algunas ocasiones se acerca a lo esperpéntico. Por eso acabo de usar la comparación del espejo deformador, que aleja lo más posible la novela de todo fotográfico naturalismo.

Pues de haber fotografía en Su único hijo hay que convenir que ésta, más que la obtenible con una cámara normal, casi sería la que podría conseguirse radiográficamente.

La falta de color, lo escueto de las descripciones, el delgado soporte espacio-temporal; todo eso parece estar ya diciendo que lo que Alas ofrece en su novela es casi un esqueleto. Del ambiente, de los personajes y de los hechos nos da lo esencial, como invitándonos a rellenar nosotros con sangre, carne y color lo que allí es poco menos que desnudo hueso.

Una radiografía -perdónese la digresión grotesca- oscila a veces, entre lo macabro y la caricatura. Es la misma oscilación perceptible en esta extraña novela clariniana; radiografía de una época y de un país.

Desde un punto de vista estrictamente novelístico -atendiendo a la estructura y al interés de la obra- Su único hijo nunca podrá compararse con el espléndido, magistral logro de La Regenta. Pero, desde otra menos limitada perspectiva, es innegable que la segunda novela de Alas puede resultar interesante para el lector de nuestros días.

Pues si, a través de Galdós, de Pereda, de la Pardo Bazán, conocemos el mundo físico, el ambiente y el concreto perfil del siglo XIX español; también merece la pena conocer, a través de Su único hijo, parte de lo que tras esa física corteza había.

Ya que un siglo no sólo se pulsa en los muebles, el atuendo o el decir de sus hombres, sino también en ese otro mundo un poco fantasmagórico e irreal que subyace tras todo eso. Uno de esos mundos que, en nuestros días, resultan gratos a Ramón Gómez de la Serna.

Del siglo XIX, como de todos los siglos, interesan sus dos caras, la verdadera y la falsa. Y si unas, novelas -las rigurosas, fotográficamente naturalistas- nos ofrecen la verdad -o la que lo parece- de uno de esos siglos, otras, como Su único hijo, nos ofrecen su mentira. Y a tanto sólo puede, de vez en cuando, atreverse un intelectual, un intelectual tan puro y auténtico como Clarín.





 
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