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Una palabra llamada compromiso1

Jordi Sierra i Fabra





Cuando uno es alcohólico, se sube a un estrado de Alcohólicos Anónimos y dice aquello de: «Me llamo Fulano de Tal y soy alcohólico». Yo suelo subirme a estrados y decir: «Me llamo Jordi Sierra i Fabra y soy escritor». Desde luego no es lo mismo, pero en mi caso sirve para centrar todo un mundo, lo que se es, lo que se espera, lo que se persigue. Ahí está todo. No hay más. Luego, el alcohólico ha de regenerarse. Mi suerte es todo lo contrario. He de escribir más y más y más, como decía Ray Bradbury, hasta saciarme.

Así que... bienvenidos, gracias, me llamo Jordi Sierra i Fabra y soy escritor. Nací en el Planeta Tierra y hoy me siento honrado de estar aquí.

Antes de leer este texto, quisiera contarles mi historia. Sin ella no se entiende el por qué de gran parte de mi narrativa, el por qué de mis dos Fundaciones, las motivaciones que me llevan y empujan.

Cuando a Günter Grass le dieron el Premio Príncipe de Asturias por su labor literaria, pronunció una frase con la que me sentí profunda y absolutamente identificado. Dijo el gran autor alemán: «Yo sólo quería ser escritor, pero en mi vida se me atravesó Alemania». Como él, yo de niño quería ser escritor, vivir, sentir, viajar, hacer feliz a la gente, contarle historias hermosas y ser querido por ellas. Pero si a Günter Grass se le atravesó aquella Alemania nazi, con Hitler y la Segunda Guerra Mundial, que hizo de su literatura un algo desde luego nada complaciente, a mí se me ha atravesado el mundo entero. Y ese mundo es hoy la parte esencial y fundamental de mi narrativa.

Siempre he sido un viajero impenitente, un devorador de imágenes y palabras, un visionario perplejo, asustado, alegre, enamorado y ante todo solidario con cuanto he visto. También soy un iluso, un niño asombrado que no renuncia a los sueños, la utopía y la pasión de imaginar que en un libro está todo, absolutamente todo. Sigo creyendo que la esperanza es la gran arma de nuestra fe. Pero a la esperanza debemos alimentarla con actos, gestos, ayuda, fuerza, más palabras. Por eso cada libro que escribimos es un acto de fe y de esperanza. Y cada lector la recompensa final.

Amo la literatura más que a nada en el mundo. Nunca se me ocurriría hacer algo que la denostara, o que sirviera para que alguien la repudiase. Por eso soy consciente de que cuando cuento una historia dura, tal vez hiera alguna sensibilidad. Pero no puedo traicionar lo que soy o aquello en lo que creo. Cada vez que un niño me dice: «odio leer», se me pone un peso enorme en el alma, porque es como si ese niño me dijera que odia respirar, sentir, vivir. Pero por muchos niños que no lean, lean poco, o que incluso «odien leer», siempre habrá otros que se asomarán a las páginas de un libro con ilusión, con sed de conocimiento, y con un vacío en su mente que cuanto les contemos en nuestro libro ayudará a llenar. Pero, ¿de qué forma llenar ese vacío? ¿Qué historias hemos de darles a los niños?

Hace veinte años un cambio de concienciación comenzó a modificar y radicalizar mi literatura, cuando dejé de viajar con las estrellas del rock y me fui a rincones del mundo mucho más duros y difíciles. Pensé que acabaría convirtiéndome en un autor marginal debido a ello, pero no me importó: quería contar la realidad. Un artista ha de hacer siempre aquello que cree, sin pensar en nada más, escribir lo que siente, cuándo lo siente y cómo lo siente. La sorpresa fue que, desde entonces, mis libros realistas comenzaron a ser más y más leídos.

En España, ha habido en los últimos años cierta polémica en torno al tema de si hay que darle al niño y al joven libros para que se evada o bien libros comprometidos para que piense. Y no sólo en España, pues la diatriba también la he detectado en otros lugares visitados por mí. Hay quien opina que al niño hay que darle felicidad y nada más que felicidad, porque luego ya se encontrará con los problemas del mundo. No puedo estar de acuerdo con ello. Yo también hago libros felices, y de humor, por supuesto, pero la prueba de que hay miles de niños y jóvenes que esperan y desean algo más, la tengo en los números: mis obras de compromiso no sólo son las más vendidas, sino lectura recomendada en muchas escuelas españolas.

He escrito sobre niños esclavos, niños refugiados, trasplante de órganos, violencia juvenil, drogas, intolerancia, racismo, emigración, el poder de las nuevas tecnologías, animales en peligro de extinción, y fundamentalmente, pues es otra constante en mi literatura, de algunos de los grandes temas que han asolado Latinoamérica en las últimas décadas: las dictaduras chilena y argentina, la extinción de las tribus indígenas en Brasil, la lucha en Chiapas y las matanzas de campesinos en Guatemala.

Mi compromiso ha estado pues basado en contar aquello que he visto y en luchar por aquello en lo que creo. Y en el caso del lector, frente a la violencia televisiva, que pasa y no cuenta más que en su función de noticia, sin ir más allá, una novela les impacta cien, mil veces más, porque en ella tienen toda la historia, y leerla les ayuda a razonar, a tomar su propia posición, a enfrentarse a los hechos que le rodean y a la vida. En mi criterio, la literatura debe ser un espejo en el que podamos reflejarnos y reflejar a su vez nuestra realidad. Debe hacernos felices, pero también ayudarnos.

La segunda mitad del siglo XX nos dio la posibilidad de la comunicación a gran escala. Lo que sucede ahora puede verse en cinco minutos en las televisiones del mundo entero. Hay incluso exceso de información, saturación, pero cada día las noticias son como pequeñas cuñas que nos marcan a picotazos dejando una mayor o menor huella, de forma que al final perdemos la perspectiva histórica de lo que sucede, y lo que es más grave, de las raíces, de por qué sucede esto y aquello. Muchas guerras comienzan en un momento y terminan años después. ¿Quién recuerda el origen? Los jóvenes, aunque vean los informativos televisivos o lean la prensa, no tienen perspectiva histórica más allá de su nacimiento. Todo lo sucedido antes es prehistoria pura. Estoy pues habituado a que tras leer algunas de mis obras, muchos me digan: «Ahora entiendo el problema, su raíz. Nadie me había contado qué paso antes, y menos de forma que lo entendiera».

No estoy diciendo que tengamos que hacer todos una literatura de compromiso, dura y directa, porque además cada escritor es su propio universo y existe una palabra, respeto, fundamental en el arte, pero sí que hay autores que deben asumir el riesgo de ser menos agradables y más reales, porque simplemente tengamos atravesado un mundo que sólo haciendo que se conozca podrá ser mejorado por futuras generaciones. Ese es nuestro compromiso. Creo que aquellos que escribimos para niños y jóvenes no podemos pensar en qué les va a gustar a ellos, complaciendo su inocencia sólo con libros fáciles, ni pensar tampoco en cómo ganar únicamente el dinero para pagar las facturas. Los que escribimos para niños y jóvenes lo hacemos para un público al que hemos de darle sinceridad y honestidad, valor y verdad, decirles: «Esto es lo que hay. Ahora depende de ti». Y no es una carga pesada que verter sobre sus hombros, al contrario. En el fondo, la inmensa mayoría quiere estar en este mundo para hacer algo. Hay que motivarlos, nada más. ¿O acaso queremos protegerlos del lobo silenciando su existencia? Más aún: ¿no será que algunos se dan cuenta de que con sus preguntas y su interés, cuando conocen una verdad, a veces les están diciendo que el mundo que les legan es muy duro y eso les hace sentir mal?

Yo abogo por la verdad y la honestidad, por la lucha de los ideales y la perseverancia de la esperanza, por la fuerza de la palabra escrita y la luz que despierta en el lector. Abogo porque entre mundos fantásticos o galácticos, e historias felices y risueñas que pongan ilusión en los ojos de un niño, aceptemos también el compromiso de contar la verdad allá donde esté, y que se la ofrezcamos a nuestros lectores con pasión y sinceridad, olvidando modas o intereses económicos. Sólo desde una niñez responsable haremos personas justas. Sólo desde la cultura, pero también desde el conocimiento, haremos realidad ese sueño nada utópico de conseguir un mundo mejor. Los retos del siglo XXI son muy fuertes, tanto que ni siquiera ahora podemos imaginarlos, porque aún no estamos preparados para ellos. Lo que les espera a los niños y los jóvenes de hoy y del futuro inmediato es intenso, alucinante, tal vez espectacular, quizás demoledor, pero siempre fascinante, porque es la vida, la evolución y el progreso. Podemos empezar a gestionarlo ahora siendo honestos con nuestra realidad. Y nuestra realidad tiene muchos puntos amargos e historias que han de conocerse, aunque sólo sea para intentar no repetirlas.

Aquí es donde entra la segunda parte de mi ponencia: la censura editorial y escolar y, en consecuencia, la autocensura de algunos escritores dependiendo de ella.

En los últimos años, he observado una regresión absoluta en los criterios de muchas editoriales a la hora de publicar libros. Había mucho más valor hace una década, y riesgo, y también confianza en el público y en su capacidad. No hay autor comprometido que en la actualidad no haya visto rechazado un libro suyo por motivos que nada tienen que ver con la calidad literaria y que atienden a un discurso moral preocupante y regresivo, e insisto en esta palabra porque es la clave de todo.

En Chile, hace tres años, me dijeron que mi novela Campos de fresas no era leída en escuelas religiosas porque «incitaba a las drogas». Me quedé perplejo. En primer lugar, es todo lo contrario. Y en segundo lugar, su editorial en España está vinculada a una orden religiosa, así que es impensable que una novela editada por ellos pueda «incitar a las drogas». Curiosamente, aquellos días se publicó en un periódico chileno un extenso artículo sobre el éxtasis (la droga de Campos de fresas), y por lo dicho en él, el éxtasis empezaba a hacer estragos en la juventud de aquel país. Mi novela, que en España ha superado los 500.000 ejemplares vendidos y ha hecho abrir los ojos a miles de chicos y chicas según testimonios directos, se censuraba allí justo cuando era más necesaria. Pregunté las causas y me dijeron muchos responsables de centros escolares que «era mejor no hablar del tema, no difundirlo, porque eso le daba publicidad». La vieja táctica del avestruz. Una generación abocándose a las drogas y los responsables culturales dándole la espalda, como si así los jóvenes no supieran nada e ignoraran el tema. Les dije que no era así como protegerían a la juventud de la droga, sino enfrentándola a ella, pero esa es ya otra historia. Queda la anécdota como un ejemplo de censura.

Lo que sucedió en Chile hace tres años es una punta de iceberg. La censura velada o directa que está sobrevolando en la actualidad los libros juveniles en España es igualmente preocupante. Temas tabú, miedo... La crítica ataca duro diciendo que sólo aparecen libros vacíos de contenido, con temas sobadísimos, sin nada que aporte aires de renovación, y en el otro lado del ring autores y editores coartados y buscando lo fácil, sin riesgo. No puede haber compromiso sin libertad.

Es habitual hoy escuchar a una editorial decir: «los vendedores dicen que tal o cual colegio se ha quejado de este libro», o «los vendedores no pueden llevar este libro a tal colegio y no lo venderán». Es habitual hoy que en un colegio se rechace leer una obra porque en ella hay «una expresión malsonante» (vulgo taco). Y lo más terrible: es habitual hoy que una editorial diga que no a un libro porque el tema a tratar es «difícil» o porque «el maestro no lo pondrá en clase».

Cierto, editoriales y autores estamos en manos de los profesores que recomiendan nuestras obras en sus centros. Sin ellos, no venderíamos tanto y la mayoría se moriría de hambre. Pero hacer una literatura cómoda, para determinados centros con más poder adquisitivo, es renunciar a la libertad creativa, y eso no puede permitírselo ningún autor que se considere a sí mismo escritor independiente. Tampoco pueden ser los vendedores, aunque para mí sean la piedra angular de todo con su entrega y dedicación, los que dicten una política editorial. Y por supuesto, si una obra resulta difícil en un centro, que no se lea y punto, porque la oferta es variada. Siempre habrá obras mayoritarias y obras minoritarias, pero que se necesitan y complementan. Ningún autor puede pasarse la vida haciendo best-sellers ni tampoco obras políticamente correctas que gusten a todo el mundo por igual. Ninguna editorial, y menos de literatura infantil y juvenil, puede limitarse a lo fácil, editar libros absolutamente blancos. Aquí el compromiso nos alcanza a todos. ¿O queremos formar una próxima generación de chicos y chicas descerebrados, sin criterios, respaldando lo que ya hacen descaradamente las televisiones públicas y privadas en este país?

Llevo años escribiendo algunas de esas obras «comprometidas» y problemáticas. En una, «Al otro lado del espejo», hablo de una adolescente que descubre su homosexualidad. Sabiendo que era un tema tabú que nadie querría publicar, me presenté a un premio literario que, afortunadamente, gané. El jurado valoró precisamente la valentía del tema. Y yo valoro a ese jurado, pues de no haber sido valientes ellos tal vez esa novela jamás habría visto la luz, como si la homosexualidad no existiese, como si los gays y lesbianas descubrieran que lo son a los treinta años y no en la adolescencia, como suele suceder. Un tema que debería debatirse en escuelas, y de forma más fácil leyendo una novela que lo trata, de manera respetuosa y nada escabrosa, se censura con la táctica del avestruz. No ha sido mi única obra complicada en este sentido, tenemos por ejemplo Los fuegos de la memoria, pero es un ejemplo de la realidad. Y la escribí sabiendo que tendría problemas, pero no renuncié a ello. El día que otros (modas, colegios, editoriales) dicten a un escritor lo que ha de hacer, ese autor se convertirá en un mero mercenario.

Otro de los grandes «problemas» es el de la jerga juvenil, el argot de tribus urbanas o lo que conocemos vulgarmente como tacos, es decir: literatura políticamente correcta o incorrecta. Mi novela Noche de viernes, en la que cinco chicos salen de juerga un viernes, emborrachándose, peleándose y convirtiendo su presunta diversión en un inmenso vacío, se publicó ya muchos años y llegó a los 200.000 ejemplares vendidos muy rápidamente. Hoy esa misma novela es posible que no se editara, porque libros con menos jerga, menos «tacos», me han sido devueltos o se me ha pedido que los suavice. Y no se trata de escribir como un académico, sino de constatar la realidad. No puede hacerse a hablar a cinco callejeros elitistamente porque no es así como hablan. Tampoco puede hacerse un libro entero en el que cinco chicos sólo hablen con expresiones malsonantes (por mucho que sea así en la vida real), pero ha de haber un término medio.

El lector ha de verse reflejado y mirarse en un espejo. El éxito de Noche de viernes se debió al boca a boca de muchos maestros que se lo pusieron a sus alumnos precisamente para que se vieran a sí mismos y aprendieran desde fuera como eran ellos y cómo podían terminar. Noche de viernes no es un libro «de tacos», sino una novela real sobre nuestros hijos. Sin embargo, ahora mismo, poner un «joder» de más o un «mierda» de menos en una página puede provocar que una editorial devuelva un libro o se le pida al autor que lo cambie, con lo cual un personaje que en la novela queda retratado como lo que es, con los cambios puede acabar convertido en un angelito. El efecto se pierde, el espejo se diluye.

Querer que nuestros chicos hablen bien es importante, pero en todo hay un equilibrio, y no puede, una vez más, ignorarse la realidad en función de la estética, de las ventas de un libro o del rechazo de un determinado núcleo de escuelas. Y esto es algo que preocupa a no pocos escritores, demasiados. Algunos optamos por no cambiar una palabra y publicar el libro en otra editorial más valiente. Otros ceden y con ello renuncian a su independencia creativa, que es lo peor que puede hacer un autor. Hay autores que me han dicho: «Tú escribes muchos libros al año, si uno se te queda en un cajón no pasa nada. Pero si yo hago uno, y no me lo publican, me quedo sin una novela ese año y sin los derechos que me dé, así que ese libro he de hacerlo políticamente correcto para publicarlo, sin arriesgarme».

En los últimos meses puedo constatar que ya hay un par de editoras importantes que están reaccionando ante esto, que se han dado cuenta, y que han hecho un claro ejercicio de autocrítica comprendiendo su papel, lo que representan, y asumiendo con valentía que hay libros para todos y para todo, y que si un libro «ofende» a un determinado grupo de centros escolares, lo que ha de hacer el vendedor es no ofrecérselo y punto. Y una de esas editoras no es laica, sino religiosa. Puede que algo esté, por fin, cambiando, justo a tiempo porque nos abocábamos a un abismo cultural. Pero el fantasma de la censura que ha vuelto a este país, y que se ha instalado en él, es alarmante. Demasiado. Implica a muchas personas, estamentos, incluso a la política cultural. Y un país que no tiene una libertad cultural, especialmente dedicada a los jóvenes, está condenado a seguir siendo lo que somos en la actualidad: el último de la fila en matemáticas, investigación, lectura y un largo etc.

Los escritores hemos de ser libres, ante todo con nosotros y para nosotros mismos. También las editoriales y los colegios necesitan su libertad. Pero los que escribimos lo que unas publican y otros leen somos nosotros. Si para comer hay que renunciar a esa libertad, si para publicar hay que renunciar a la verdad, ¿podemos llamarnos realmente creadores?

Para mí, ese es actualmente el gran freno el compromiso y la libertad a la hora de escribir. Quería compartir con ustedes esa inquietud, eso es todo. Gracias.

Jerez de la Frontera, 19-2-2009





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