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Una pequeña locura

Albert Roquer Grau





A veces me acerco y en otras no quiero saber nada. Soy dudoso si creo que lo tengo que ser e impulsivo si ésta es mi necesidad.

Hay días que los dedos se mueven solos, pero esto sólo es una sensación, no es real. Toco la realidad cuando divago en pensamientos y escucho un tecleado sutil entre melodías de música que eclipsan mis sentidos. Me recreo.

Busco, siento y abro la mente -las ideas vienen y van; debo cogerlas al vuelo.

Es blanco; siempre blanco. Es un fondo pálido y oscuro a la vez. Pecaminoso -me pide que lo manche. Asciendo; es imposible decirle que no. Su mirada es ambigua, excitante, extravagante, fulminante y transparente. Sus ojos están en muchos sitios, y el resto de su cara también. Su boca no tiene color, pero sus labios son carnosos -así me gustan a mí.

Me saca la lengua, me sonríe, me deja ver sus dientes impecables y perfectos y se cierra para dejar intuir unas orejas puntiagudas, redondas, pequeñas... pueden llegar a tener mil formas, igual que todo su rostro. Las cejas, la nariz, el mentón, su tacto aún inaudito, que nadie ha conseguido acariciar, su figura que se desvanece por completo y que se tiene que dejar a gusto de pensamiento; sería interminable describirlo todo.

Levanta una mano. Yo se la cojo -mentalmente. Me acerca la otra y nos abrazamos. Nos tocamos, aunque nadie nos consiga ver, y me transmite calor, pasión, deseo de ir más allá y sensaciones descaradas de confesar.

Comienza la orgía, el sexo, el acto sexual, el amor de forma pura y casta con timidez y devoción; cada vez es distinto. El silencio se vuelve ruidoso y la tempestad se alivia temerosa. El miedo le pide perdón al horror y el aire fluye de forma inconstante en nuestros pulmones. Hay contrastes.

Me sujeta y yo no lo dejo caer. En realidad es asexual o con varios genitales a la vez: todo es absurdo. No tiene sentido; no sé qué estoy tocando, pero me da igual. Me da placer, un pequeño cosquilleo, me calienta las hormonas jóvenes, me hace morder la lengua, tensar los músculos y pensar bobadas.

Tiene curvas femeninas que delimitan su aspecto masculino. Es un hombre, es una mujer, no tengo ni idea. El juego empieza cuando enciendo el ordenador.

Normalmente es el Word, pero los encuadres siempre son malos, incluso en esta índole.

Es pura, virginal; nadie lo ha pisado -es un privilegio. Me recreo, me oriento en un espacio buscado y el vacío de mi alrededor se desvincula -me transformo. Soy vicioso, pongo cara de torpe y vocalizo con la boca cerrada. Puedo aparentar estupidez profunda o ser un inoportuno inadaptado. Habría muchos calificativos para denominar mi aspecto aniñado cuando me siento con un teclado entre las manos. Habría debates, podría haber conversaciones, miradas de perfil y argumentos de chismorreo para el espía aprovechado. Me gusta exhibirme y que un señor mirón se fije en mí -todos lo somos en nuestra medida justa.

Me da igual. No me importa que le pase a mi alrededor -las hipótesis son elocuentes. El mundo no deja de girar porque otro descerebrado más escriba sus inquietudes. Nada para y tampoco lo pretendería. La silla es mi aliada. Ella percibe lo que sueño. Ella es negra, dura, rígida y fría, pero eso me es indiferente. Yo la moldeo como moldeo mi teclado y mi ratón. No hacen falta muchos artilugios para crear y sacar algo sin forma y darle un sentido.

La música sigue. Ella nunca decae. Mi vida es ritmo, sabor y frescura. Son adjetivos buscados con recelo de no encontrarlos jamás y perpetuados en el día a día. Soy impetuoso y mi literatura también. Soy vitalista, como el personaje de mi primera novela, y muchas cosas más. Tengo virtudes y defectos -obvio-, y páginas enteras de anécdotas que contar. Otros se desvanecen pintando, haciendo una figurita de un trozo de barro o puliendo obras de arte con sus manos gastadas. Mi vocación empezó como un hobby, como un deber, como una pasión, como un oficio sin futuro, como una diversión.

Sigo sentado. La música me contamina refrescándome momentos de oscuridad y mi habitación se despoja de sus cuatro paredes. El aire se convierte en mundos, si yo lo quiero, en cotidianidad -mi preferencia-, en momentos puntuales y en otras locuras pertinentes.

A veces es pop, rock, trance, dance, en otras no -me costaría hacerlo si no fuese así; es uno de mis accesorios. No utilizo pluma, me gusta tenerlo dentro de la mente. No planifico, no estructuro -eso se hace en su debido momento. Pienso que soy poco metódico, y anticipo no evitarlo nunca. Soy irrespetuoso, pero lo prefiero antes que ser malcarado. Quizá soy desvergonzado, de rima fácil y subido de tono. Mis palabras son picantes -y lo busco-, de doble sentido, ambivalentes, opuestas, indecisas.

Los argumentos se acercan a mí y me cuentan historias. Si me gustan, las utilizo, y si no, no -para qué darle más vueltas.

La hoja cambia de color poco a poco. Su matiz se transforma, como todo en esta vida, y cede el terreno a la variedad de la ortografía. Las frases dan sentido a su vida y la enorgullecen. Por dentro estaba vacía y sus lágrimas transparentes no la dejaban vibrar. Cada extensión es éxtasis, una elevación placentera que ella vive y yo con ella. Se gira, se da la vuelta, me ríe de reojo y yo no desisto. La dejaré tatuada con mi firma, con un sello personal, con mi dignidad. En ella hay parte de mí y se reproducirá y se convertirá en muchas más. Harán su vida, su camino artístico -no hay vuelta atrás. Son mis representantes, mi orgullo, aunque nadie lo valore. Yo soy así, pero las palabras se las lleva el viento, o eso dicen.

Todos queremos dejar un rastro: el mío son mis pensamientos.

Escribo porque me gusta escribir, sólo por eso. Me llena como persona, como individuo en mi sociedad exagerada y llevada a extremos insoportables. Me sana como lo puede hacer una plegaria antes de acostarse por la noche o una buena conversación después de un desahogo carnal.

Y mi técnica es poco profesional, pero me atrae que sea así. El conservadurismo es práctico, es enriquecedor; los tiempos no perdonan. Las miradas tienen que fijarse hacia adelante y nunca olvidar sus orígenes. Somos quienes somos gracias a nuestro pasado -nadie lo puede cambiar.

Me llamo Albert Roquer Grau1 y me gusta hablar, aunque a veces prefiero hacerlo en una hoja de papel en blanco. Soy uno de tantos, y no lo digo con sarcasmo. En nuestra rutina diaria hay mucho de todo, y por suerte también escritores.

De todas formas, no sé si me merezco este reconocimiento: "¿lo soy?"; solamente he hecho un pequeño paso. Me queda mucho camino por hacer y espero que me cueste: un sueño sin esfuerzo no merece la pena.

El mateix dilluns

Portada de El mateix dilluns, de Albert Roquer Grau.





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