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Una poética para una crisis: José Asunción Silva

Selena Millares





Cuando la distancia de un siglo convulso y vertiginoso nos acerca la poesía de José Asunción Silva, ya diluida la leyenda que la oscurecía con su telaraña de controversias vanas, que se alimentaban de sus perfiles vitales con una curiosidad distorsionadora y tal vez desmedida, entonces, el tiempo transcurrido ilumina de pronto, aproxima unos versos que no se pueden sentir como lejanos, que nos hablan en un lenguaje ya conocido y nuestro. La marejada del siglo ha dejado un balance de naufragios numerosos, un incesante morir y renacer de la máquina poética, y hay grandes culpables -culpables imprescindibles- que han tenido el coraje de incendiar el territorio agostado para fertilizar las cosechas venideras. Tal vez sea Silva uno de esos insignes ángeles caídos -a la manera de Milton-, que con la insolencia debida -la iconoclastia urgente y necesaria-, renuncia al don de la palabra, ese don que lo nombraba como a uno de sus elegidos, y abandona la casa cómoda y grata de las convenciones y las ortodoxias, desdeña el camino fácil para iniciar su personal singladura por el infierno poético, y como Rimbaud mira a la Belleza a los ojos para injuriarla, para conjurar su cáliz, amargo como sus propios versos. Y del acto ritual nacen criaturas ingratas que insultan con su mueca, con sus contorsiones, la pose refinada y exquisita de sus coetáneos, pero Silva, altivo, ostenta sin complejos una individualidad orgullosa, instalado en su certeza, en su verdad, ajeno a la gloria mundana del aplauso fácil y el reconocimiento unánime, en batalla encarnizada consigo mismo, con su mente cavilosa que le augura vacíos insalvables, mas allá de un entorno de poesía epidérmica que vio como hojarasca estéril1. Y de nuevo en un fin de siglo que arrastra consigo el inevitable desencanto, el anhelo imperioso de quemar las naves para convocar un necesario renacer, llega la voz de Silva, de todos ultrajado, contrincantes o amigos, y nos habla del silencio, del rumor invisible que desde el alma de las cosas invita a un nuevo canto, y convida al lenguaje al difícil despojo, a la renuncia, al autoanálisis, a un alto en el camino para la reflexión. De nuevo, renovarse o morir, tal y como clamaba desde la otra orilla la voz de Unamuno, que resumía la agonía de un fin de siglo; la misma voz que, por primera vez, logra tocar la esencia de los versos que esa personalidad atormentada ofrendaba al abismo, para entender su «tortura metafísica» y vislumbrar tras ella el alma adánica de un niño arrojado del paraíso, doblemente despojado: de su reino y de la inocencia2.

Porque fueron tan sólo los creadores quienes arroparon esa inocencia robada para comprender su tragedia, frente a la hostilidad de un provincianismo inquisidor y despiadado que diseccionaba o mutilaba las criaturas del poeta, que se entrometía en sus mundos secretos para anegarlos de falsía. Tironeada por todos los bandos, su personalidad se ve disputada -en palabras de Hernando Téllez- entre «la beatería sentimental de quienes lo juzgan como un dechado de perfecciones humanas y literarias, y la cursilería intelectual de quienes aluden con admiración y pasmo a sus manías y tics de snob suramericano»3. Pero ni sentimentalismo ni dandismo pasan de ser máscaras que encubren su hondura humana, siempre soslayada por un mundo de superficialidad y convenciones inquebrantables. Es la Colombia finisecular, donde, tal y como la retrata Germán Arciniegas, «se excomulgaban periódicos y escuelas y un excomulgado olía a azufre», donde la iglesia tiene poder para controlar los textos escolares, y donde «leer a Leopardi o a Schopenhauer, Bourget, Nietzsche o a Max Nordeau, era irse colocando en la banda opuesta al mandamás de la república conservadora, don Miguel Antonio Caro, y a la Iglesia. No podía ocurrir menos a un muchacho de extraordinaria inteligencia que había pasado antes de los veinte por la experiencia de París, cuando la capital de Francia hervía de nacionalismo, socialismo, modernismo»4. Y de ahí las consecuencias que tanto han dañado el legado de Silva, ya en las mentiras circulares sobre su itinerario vital, ya en la distorsión de sus textos. En relación con lo primero, muy recientemente confirma Gabriel García Márquez que «todavía hoy -a cien años de su muerte y por encima de la agudeza y la paciencia de sus biógrafos- el hombre que Silva fue en realidad continúa enrarecido por el óxido de las leyendas malignas», urdidas «por un medio social que nunca le perdonó su originalidad»5, en tanto que Álvaro Mutis habla del «esmero realmente diabólico»6 con que sus contemporáneos y sucesores lo escarnecieron. Los ejemplos rondan la caricatura y el grotesco: Arturo Torres Rioseco hace a su suicidio deudor del «pesimismo ingenuo de moda entre los románticos más impenitentes»7; Warren Carrier habla del poeta colombiano como «fruto y víctima de un determinismo infortunado, ya que sus reacciones fueron resultado de disposiciones sicopáticas hereditarias»8; Luis Alberto Sánchez llega al extremo inverosímil de querer liberarlo de las acusaciones de incesto o sospechosa misoginia intentando demostrar, a partir de la insistencia en ciertos temas, que padecía una enfermedad venérea producida por su innegable «virilidad»9, en tanto que Tomás Carrasquilla proclama la santidad del amor a la hermana muerta que protagoniza el célebre «Nocturno», o, más recientemente, Camacho Guizado observa en su poema a Bolívar «la naciente preocupación histórica y política que parecía empezar a dominarle, pero también su probable (y deplorable) dirección poética y estética»10, con lo que se inscribe en esa trayectoria crítica que sí parece deplorable en su tono dogmático -más allá del arte o de la libertad creadora-, poco distante de esas célebres declaraciones de Rafael Maya, que condenaba a quienes dieron a la imprenta las Gotas amargas -diana de tantos dardos envenenados de una sociedad pacata- porque «no hicieron obra laudable desde el punto de vista de la moralidad»11.

Todo este entramado de disquisiciones estériles sobre asuntos extraliterarios no pasaría de lo anecdótico si no fuera por su peligrosa proyección en la propia textualidad; al espíritu autocrítico y severo de Silva -reticente a la publicación precipitada de su obra, que maduraba y pulía con talante de orfebre- y al drama terrible de la pérdida, en un naufragio, de la mayor parte de su obra -los poemarios Las almas muertas y Poemas de la carne, las colecciones de relatos Cuentos negros y Cuentos de razas, y las novelas Un ensayo de perfumería y De sobremesa, esta última reconstruida con premura en sus últimos meses12-, así como la inestabilidad de unos textos que a menudo proceden de la buena memoria y voluntad de amigos y conocidos, se suma un factor añadido: la censura, que en una cruzada fanática y funesta se permite libertades que hoy pueden verse como el escándalo que quisieron evitar. En nombre de unos principios injustificables, la poda y contaminación de versos se sucede para liberarlos de un erotismo abierto que parecía gravemente peligroso para la salud pública. Ya desde la primera edición -póstuma- de una selección del corpus poético de Silva, en 1898, en el Repertorio Colombiano, el desatino del seleccionador altera las secciones más comprometidas e inaugura todo un historial de traiciones consentidas, como la sustitución de «desnuda tú en mis brazos» por «rendida tú a mis súplicas»13. Esa tradición de traiciones explica que el «Nocturno» integrado en Poesías varias, donde la presencia de Eros fluye libre e insolente en un final que rompe con todas las convenciones románticas -«¡oh dulce niña pálida!, di, ¿te resistirías? [110]»- se vea sometido a la transfiguración -el ultraje- que permite una nueva versión: «¡oh dulce niña pálida!, di, ¿te despertarías. Asimismo, Rufino Blanco Fombona deploraba en 192914 la lamentable actuación de la familia en las primeras ediciones, con la bienintencionada sustitución de «nupcial alcoba» por «severo retrete», sin percatarse del desplazamiento que el término ya sufría desde su sentido original -"habitación de retiro y descanso"- hacia el que hoy se le da comúnmente, con lo que el verso queda literalmente descuartizado.

Traiciones y despojos interminables signan la figura de este poeta colombiano cuya obra, sin embargo, es defendida y aclamada desde sus inicios por sus compañeros de viaje, por escritores que desde cualquier orilla preservan su frágil fortaleza de tantos asedios. Y esto ocurre ya desde Darío, que se niega a escuchar a los que ven un insulto a su persona en la conocida «Sinfonía color de fresas con leche», y que al tiempo de considerar igualmente a sus falsos imitadores como «cretinos mascametáforas» proclama a Silva como «grande y admirable colombiano»15. Del mismo modo, Unamuno lo califica como «dulce poeta», de «poesía pura, en que las palabras se adelgazan y ahílan y esfuman», donde destella «su música íntima, su música silenciosa, música de alas», y Juan Ramón Jiménez, sin abandonar su sempiterna excentricidad beligerante y la insolencia estridente, considera a Silva como autor del «Nocturno segundo», «esta música hablada, suma de amor, sueño, espíritu, magia, sensualidad, melancolía humana y divina»16. Y desde las posiciones estéticas más distantes, el chileno Pablo Neruda honra su memoria en su cincuentenario al elogiar su entrega a la poesía -«en forma despeñada y total»- en ese oscuro siglo XIX americano -«aislado y acerbo y lluvioso»-, para hablar del «Nocturno» como gran poema que «abre las puertas de terciopelo de un español magnífico y tenebroso, de un idioma nunca antes usado [...] Por esas anchas puertas del gran "Nocturno" entra nuestra voz de América a tomar parte en el coro orquestal de la tierra»17. Por su parte, Eduardo Cote Lamus lo imaginaba, en una plegaria poética («Silva»), «con la rabia como un hacha entre los dientes», en una guerra solitaria contra aquellos que «sólo sabían de las sílabas a golpes de dedo / e ignoraban la armonía y el mundo de las palabras», y Luis Cardoza y Aragón le ofrenda un «Nocturno» solidario para insistir en la defensa del poeta desterrado de su siglo18.

Las disquisiciones, bien o malintencionadas pero siempre tan estériles, continúan cubriendo con su cortina de humo una escritura velada e ignorada -tal vez con la aprensión de tocar una obra que quema en su proximidad-, y se extiende desde las apreciaciones biografistas o los juicios de valor -en nombre del sacro canon literario- hacia los innumerables padres poéticos que se le reconocen o inventan, y el lugar común se reitera incansable para anotar vinculaciones fáciles -como las del «Día de difuntos» con «The bells» de Poe-, vinculaciones que Silva ya antes proclamó con orgullo; y por supuesto que su parnaso privado de poeta intelectual y exquisito está colmado de maestros venerados, como se constata en su «Carta abierta» de 1892, donde llama «grandes sacerdotes de la palabra» a Musset, Vigny, Shelley o Longfellow, para concluir con Baudelaire y Poe, cuyo «opio enervante [...] puebla el cerebro de sombras alucinadoras»19.

De todas esas especulaciones se deriva hacia el terreno consecuente de las etiquetas clasificadoras, y hay ríos de tinta para deslindes obsesivos -romántico o postromántico, simbolista o decadente, modernista o premodernista- y las polémicas se suceden de nuevo. Pero tal vez lo que no se le perdona a Silva es su originalidad inclasificable, esa heterodoxia irreverente ante la cual no es posible la indiferencia, y cuya insolencia provocadora se ha visto como estrategia afín a la gran libertad que define al modernismo, lo que lleva a declaraciones como las de Arciniegas, para quien Silva es un adelantado que «no sólo hace modernismo antes que Darío, sino antimodernismo» por disolver «la revolución con la ironía»20; de este modo, la corriente revalorizadora del poeta colombiano insiste en señalarlo como artífice de la gran subversión que inaugura la identidad poética hispanoamericana, que se anticipa a Darío en su revolución métrica, ya en la vivificación del eneasílabo, ya en su osada recurrencia a la polimetría.

Por otra parte, la identidad modernista se define precisamente como crisol que acoge la diferencia hasta hacer de su hibridez y mestizaje un emblema; el afán clasificador no atiende a esa pluralidad que abraza todos los modos, que, en el caso de Silva, se suceden a ritmo de vértigo, desde la aspiración idealizante del romanticismo inicial o los asedios al esteticismo de los paraísos artificiales -que quieren volver la espalda a un entorno que se desdeña-, hasta la derrota, la caída en un infierno personal que anuncia significativamente las claves de la vanguardia que ya en él se preludian. Como Lugones o González Martínez, Silva hace de la parodia y la carnavalización la hoguera final y catártica que saluda un universo nuevo, y de esto fue muy consciente otro poeta, Tablada, al afirmar que «su principal carácter fue la originalidad vidente. Se adelantó pasmosamente a su época [...] Fue el precursor de la idea nueva, el profeta del modernismo y el iniciador de los actuales Evangelios»21. Esa trascendencia, que vislumbraran algunos pocos durante un siglo de controversias, comienza a imponerse para alumbrar -de un modo, si no del todo inocente, sí al menos distinto- una poética que invita a la travesía ya desprejuiciada, y proyecta una personalidad fascinante en su peregrinaje de despojo penitencial hacia el silencio.

Ese peregrinaje comienza en el Libro de versos, que el poeta preparó con los restos de su doble naufragio -biográfico y también espiritual-, donde el sesgo romántico huye de la elocuencia para sedimentarse sobre una grave melancolía, que susurra la añoranza de los paraísos perdidos -de la infancia, de la imaginación-, y donde la palabra se adelgaza para ceder paso a una música que se hace centro del verso, con su vocación idealizante y su avance vertical, en un ascenso liberador de las ataduras formales y sociales. Las variaciones sobre temas comunes del romanticismo desdibujan sus perfiles con el gesto que Poe adelanta a los simbolistas, en su privilegio de la sugerencia y la sonoridad. Porque el habitual empeño en cotejar -verso contra verso- las escrituras de Silva y de Poe parece perder de vista lo central de los planteamientos estéticos que el bostoniano desarrolla en ensayos fundamentales -«Filosofía de la composición», «El principio poético»-, de vital proyección en la estética simbolista y modernista, a donde llega de la mano de su traductor privilegiado, Baudelaire. Es Poe quien libera de la moral y los afectos el estancamiento del romanticismo, para evolucionar hacia la asepsia sentimental y la imprecisión que tiene su emblema en la música, con asertos que se anticipan a Verlaine: «Quizá sea en la Música donde el alma alcanza de más cerca el alto fin por el cual lucha cuando el Sentimiento Poético la inspira: la creación de Belleza celestial»22. Y en su proceso a la tradición afirma que la expresión «poema extenso» es una contradicción, al tiempo que condena a muerte el pacto mimético para sustituirlo por la impresión, la indefinición. Esos principios arraigan en la poética de Silva, en cuya singladura inicial la música quiere cubrir con su bálsamo los páramos del alma, pero en combate desigual con ese silencio que acosa a la palabra insuficiente y lo precipita a la mudez definitiva del verbo fracasado. Y es que ya desde el principio de su producción23 ofrece ese amargor, adánico o satánico, por la expulsión del paraíso, un paraíso revisitado con la imaginación, que se complace en la fantasía virginal de la infancia, en los juegos ajenos al dolor de un alma agostada, en los territorios privados donde el candor o la transparencia no se ven ofendidos por la mirada contaminada del mundo adulto. Y a pesar de las poses de un dandismo que es siempre máscara o coraza, permanece escondida la memoria viva del niño, con su pequeño universo de príncipes y héroes, o esa magia secreta que permite el diálogo con el alma de las cosas; en su balbuceo se puede encontrar, replegada y humilde, la esencia poética desplazada por el verbalismo de las retóricas al uso. Es ese rumor misterioso el que invita al poeta, en su canto a Bolívar -«Al pie de la estatua»-, a que se libere del ropaje altisonante para enaltecer la grandeza de sus miserias humanas, del desengaño y el escepticismo sereno y sin estridencias. El verso terso y austero, con su sonoridad trepidante, también toca la altura épica, pero van a ser las horas del desaliento, el calvario personal de un hombre generoso, su honda humanidad, lo que le dé la mayor altura heroica:


Di en tus versos, con frases peregrinas
La corona de espinas
Que colocó la ingratitud humana
En su frente, ceñida de laureles.


(22)                


El proceso de síntesis y despojo se constata ya en el nocturno segundo -«Poeta di paso»-, donde la palabra desata amarras frente a la soberbia agresiva de la elocuencia y se refugia en una sagrada selva plena de sugerencias. El tercer nocturno, por su parte, ha tenido la fortuna merecida de convertirse en un clásico de presencia inexcusable en las antologías. Sobrecogedor en su solemnidad, en la grave cadencia de su ritmo, es trasunto de la belleza amarga; el impulso escéptico y desencantado que prefigura el nihilismo final está aquí con toda su fuerza. Las voces de las campanas se hacen eco del lamento del poeta y su rebelión inútil contra la traición de la muerte; la página poética es celadora del intenso dolor que la habita, y en ella lo plutónico reverbera con la presencia robada -la mujer amada- que hilvana los versos y los desgarra.

Pero el culto a la muerte, que delata a sus antecedentes poéticos, va a adquirir nuevos tintes, tanto por un panteísmo que posibilita resurrecciones mágicas -con las voces secretas de la eternidad en su trasfondo- como por esa ironía corrosiva que planta cara a la guadaña. El poeta se hace medium de la vida escondida, el sortilegio de los objetos, la sabiduría de los testigos humildes que en «Vejeces» vivifican las sombras y se hacen guardianes del pasado que se añora, de los territorios de la fantasía, lejos de la praxis que cauteriza la efervescencia de la imaginación, lejos de ruidos e intereses, lejos, en fin, de esa vorágine mundana que rinde culto a la materia en un nuevo pacto fáustico. Y así el poeta se aparta de la religiosidad ortodoxa para instalarse en la veneración del mundo natural -«Resurrecciones», «Mariposas»- mientras, en las fronteras de la vida y la muerte, entabla un cálido diálogo con el alma de las cosas.

Y en el ámbito de la vivificación de los objetos ocupa un lugar privilegiado un poema esencial para comprender la poética de crisis abierta que esgrime Silva: «Día de difuntos». En él, la sonoridad arrolladora que se hace eco de las campanas animizadas, roncas y balbucientes en su vaivén de monótona melancolía, se va a ver interceptada por el contrapunteo -siempre con las técnicas musicales definitorias de esta escritura- de la campana rebelde, que en el concierto de esas voces es el instrumento solo que con ellas dialoga. Es el ángel proscrito que se opone a la complacencia en el dolor o el llanto, a la poesía lacrimógena o dramática, e invita al festín de los sentidos, de espaldas a la sombra de Caronte, al memento mori, con el carpe diem de su disonancia retadora: «Y con sus notas se ríe, / Escéptica y burladora, / De la campana que ruega / De la campana que implora» (66). El esquilón pide a la grey que no escuche a la rebelde -«¿Contra lo imposible qué puede el deseo?»- pero la campana maldita rechaza el purgatorio, saluda el ensalmo del júbilo gozoso y recuerda que tras las muertes llegan otras vidas. Así el poema se hace punto de encuentro de dos poéticas que conversan; Silva se desplaza del callejón sin salida de brumas lánguidas, de lamentos estériles, para ejecutar un peligroso acto de exorcismo a partir de la risa insolente, que conjura las sombras con una ironía demoledora:


Ella no comprende nada del misterio
De aquellas quejumbres que pueblan el aire,
Y lo ve en la vida todo jocoserio
Y sigue marcando con el mismo modo
El mismo entusiasmo y el mismo desgaire
La huida del tiempo que lo borra todo!


(68)                


La dialéctica de la realidad, que se sintetiza en ese espíritu jocoserio, da una respuesta a la crisis interior al hacer del poema su espejo, en un movimiento que sitúa a Prometeo y Narciso en la encrucijada: el héroe romántico se desplaza para dejar paso al nuevo sentir del poeta, que se debate en una vana autorreflexividad, consciente de que cada intento de colmar su anhelo está condenado al fracaso: la belleza siempre esquiva burla a la palabra insuficiente para convocar el reino del desaliento, del silencio final. Y ya el «vino oscuro» de un «vaso santo» que en «Ars» componía la imagen soñada, la aspiración ascensional de la primera etapa, da con sus huesos en la tierra y busca refugio en un nuevo espacio: el de la risotada o la mueca grotesca de las controvertidas Gotas amargas. El germen de esa insolencia nueva, que ha de inundar el verso, se encuentra ya en «Un poema», que ofrece el haz y el envés de la realidad romántica, lo trágico que delata lo grotesco en el espejo cóncavo. En él se escarnece la distancia entre el artificio obtenido de la receta -«la historia triste, desprestigiada y cierta / De una mujer hermosa, idolatrada y muerta»- y la respuesta de sus contemporáneos: «Le mostré mi poema a un crítico estupendo... / Y lo leyó seis veces y me dijo... No entiendo!» (49). El alma se despeña en el abismo de la conciencia, y adviene la conjetura, la encrucijada de razón y fe poéticas, en un poemario que García Márquez ha considerado el más cercano a la novela De sobremesa por su «deleite corrosivo» en la «burla mortal contra el racionalismo de moda» (24).

Tal vez no sea fácil hallar una obra tan vilipendiada en la literatura finisecular, y cabría preguntarse el porqué de ese acoso aún vigente: supuestamente la mala calidad de una obra la condena al olvido y no justifica un siglo de controversia. Pero las Gotas amargas, con su imaginación desatada, ajena al latido de las sílabas o a la sintaxis de la voz, no fue perdonada por sus coetáneos, ni tampoco su dimensión irrealizante y distorsionadora que adelantaba la vanguardia, y cuya bofetada al orgullo poético nacional aún se califica como divertimento intrascendente con un rencor no superado. A todo un historial de agravios -no nombrarlo es empezar a olvidarlo- se le superpone, ya en los últimos tiempos, la dignificación de un libro que comienza a contemplarse como piedra de toque de una corriente viva que eclosiona de modo definitivo con Nicanor Parra: la antipoesía.

Los dos mayores altares poéticos de la tradición, el Amor y el Arte, quedan dinamitados en Gotas amargas, con un acto ritual que acerca a Silva a los grandes malditos, esos visionarios sublimes -Lautréamont o Rimbaud- que también retornan de su travesía infernal con una nueva esperanza, que proscribe el pasado para siempre. El primero, en sus Cantos de Maldoror, navega en las aguas del mal y el satanismo hasta arribar a una nueva convicción: «El Poeta es el que consuela a la humanidad»; «Sufrir es una debilidad cuando uno puede impedirlo y hacer algo mejor»; «La poesía personal ya concluyó su ciclo de piruetas relativas y de contorsiones contingentes. Retomemos el hilo indestructible de la poesía impersonal»; «El amor por la humanidad comienza»24. El mismo viaje de conocimiento experimenta Rimbaud, que evoluciona en una escala análoga hasta desembocar en su célebre canto a la esperanza:


   ¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos,
no maldigamos la vida.
   [...] Y con la aurora, armados de una ardiente paciencia,
entraremos en las espléndidas ciudades»25


Esas actitudes, hermanadas con la ruptura de fronteras entre el bien y el mal que preludian Milton o Blake, se refuerzan con otras voces menos conocidas, como la de Jean Richepin -al igual que Rimbaud, irreverente y errante-, al que Silva rindió tributo explícito, y cuyo libro Las blasfemias se publica el mismo año en que el poeta colombiano va a París. De especial interés son las anotaciones de Mark Smith al respecto: «Este libro de versos casi nihilistas concuerda con las Gotas amargas en tono y actitud: ninguna fe tradicional sobrevive intacta a su acometida irónica [...] Ambos, Richepin y Silva, parecen sufrir de lo que podría llamarse una indigestión cientificista. Los descubrimientos de las ciencias naturales del siglo XIX son utilizados por ambos poetas con una petulancia casi adolescente para atacar toda ilusión romántica o sentimental»26. A ello cabe añadir la analogía explícita -desde el título mismo- de sus Sonetos amargos, donde la carcajada antipoética hace una cabriola inverosímil y se compagina con el vitalismo de una sed de infinito; en «Diagnóstico», la alarma médica frente a la gravedad de ciertos síntomas -temblores, lágrimas, convulsión del vientre, calambres y espasmos- culmina divertida en una conclusión aplastante: ese mal es la Risa, «consuelo de los hombres», «nuestro amigo más caro»27.

Y es esa risa antipoética la que activa la condena casi unánime de Silva, porque, tal y como lo matiza Jaime Jaramillo Escobar -que lo proclama adelantado del nadaísmo y la poesía concreta- «ser revolucionario en Colombia es hacer aquí lo que en el resto del mundo se hizo hace cincuenta años»28. Desde el «Avant-propos» que inaugura el poemario, se propone Silva desasirse del embrujo de la poesía anterior y su hipnosis inmovilista, en un crimen perfecto contra la amargura postiza y vacua que la anega, y al igual que hará después González Martínez en su conjura contra la belleza císnica, o Parra con la invitación al viaje peligroso de «La montaña rusa», se propone cauterizar a fuego una escritura ya enfermiza; el código utilizado es el del cientificismo médico, que ofrece estas gotas amargas como antídoto para recuperar el vigor frente al cansancio del «estómago literario», indigestado de «sensiblerías semi-románticas». Una galería de personajes deambula por estas páginas carnavalescas, donde la presencia del referente cervantino es explícita en más de una ocasión, con una análoga condena de los efectos nefastos que provoca la confusión entre el arte y la vida. Es el caso de «Lentes ajenos», donde el ingenuo Juan de Dios vive sumergido en las fantasías grotescas de su imaginación, o el célebre poema «Cápsulas», donde ya ese personaje quijotesco, enfermo de lecturas y amores, acaba con su vida de un modo tragicómico; pero también reaparece Cervantes en figuras sanchopancescas que contrastan con las anteriores por su socarrona vitalidad -como en el caso del Juan Lanas de «Egalité». La subversión es aún mayor en el plano de lo erótico: a la pureza pacata preconizada por los antecedentes -así como su negativo, la liturgia de sensualidad que rigen códigos también estrictos-, le opone un sentido gozoso sin ambages, y el espacio poético se transmuta en esa Cueva de Montesinos que Cervantes (Don Quijote, II, 22) eligiera como espacio visionario de comunión de los dos mundos que colisionan en su obra maestra. La técnica generalizada de Silva en sus gotas es reiterar el canon en un primer momento, para luego subvertirlo con una vuelta de tuerca que intensifica la transgresión final, como en el caso de «Madrigal», donde la pureza espiritual de la amada incita al goce carnal en un cierre demoledor -«Tu voz, tus ademanes, tu... no te asombre: / Todo eso está, y a gritos, pidiendo un hombre»29- o el más agresivo de «Enfermedades de la niñez», donde un joven que sueña con amores puros se inicia en el juego erótico con una prostituta -«Del amor no sintió la intensa magia / y consiguió... una intensa blenorragia» (80)-, en un golpe de efecto que en su tiempo debió ser verdadera dinamita.

Un tercer ámbito temático de las gotas amargas viene dado por actitudes que anuncian cantos de júbilo y de esperanza -como en los homólogos franceses anotados- con absoluto desdén de lo anterior, como en «Psicoterapéutica»:


Desechando las convenciones
de nuestra vida artificial,
lleva por regla en tus acciones
esta norma: lo natural!


(81)                


La reescritura del carpe diem va ganando terreno en el verso, pero no va a ser ajena a un proceso de hondo desencanto -donde el arte es «la labor que te asesina», «terrible empresa vana» (91)- y de esa lucha interna es documento central el texto en prosa «La protesta de la Musa», fechado en diciembre de 1890, y donde se representa a un «poeta satírico» que conversa con la Musa y le explica cómo ha intentado, sin su inspiración, llevado por el genio del Odio y el del Ridículo, mostrar «las vilezas y los errores, las miserias y las debilidades, las faltas y los vicios de los hombres» (271), e invita a la Musa a la risa alegre, pero ella lo desdeña y lo abandona. El poeta, finalmente solo, «paseó una mirada de desencanto por [...] las páginas de su libro satírico, y con la frente apoyada en las manos sollozó desesperadamente» (274). Ante esta significativa parábola, cómo no entender la tragedia latente en este libro que tantos consideran divertimento vano sin atender a la intensa crisis que enmascara, con un sesgo que continúa en el gesto afín de Parra, quien también «se ríe como condenado» pero alguna vez va a llorar «olvidando que es antipoeta»30, que recoge el legado de estos grandes malditos para reescribir su iconoclastia -«La poesía morirá si no se la ofende, hay que ofenderla y humillarla en público, después se verá lo que se hace»31-, y que igualmente rechaza el consuelo cristiano e incita a Lázaro a la rebeldía, a que no abandone la tumba para retornar al dolor, en actitudes ya visitadas por Silva, que presenta al personaje bíblico como alma despeñada en el abismo de la conciencia tras su resurrección:


Cuatro lunas más tarde, entre las sombras
Del crepúsculo oscuro en el silencio
Del lugar y la hora, entre las tumbas
De antiguo cementerio
Lázaro estaba, sollozando a solas
Y envidiando a los muertos.


(52)                


Y en este terreno de las afinidades antipoéticas cabe destacar la asombrosa cercanía de «El anti-lázaro» de Parra -«Muerto no te levantes de la tumba / qué ganarías con resucitar [...] tu corazón era un montón de escombros [...] eres feliz cadáver eres feliz / en tu sepulcro no te falta nada / ríete de los peces de colores»32- y la última de las gotas amargas, «Resurrexit»:


Para qué arrepentirnos, si es bastante
a purgar nuestro mísero pecado
el doliente recuerdo de un pasado
cada vez más cercano y más distante;
[...] Ríe y no te arrepientas, que mañana
nuestras dos almas solas irán juntas
a explorar los misterios del Nirvana...
Mientras que Magdalena, la divina,
entre el coro de vírgenes difuntas
hace un triste papel de celestina.


(94)                


En ambos casos, la protesta irreverente del hombre que ve robada su felicidad por la muerte y renuncia a una penitencia cruel y humillante; su contrarréplica -la risa catártica, la caricatura grotesca, visionaria y corrosiva- será en el caso de Silva de una insolencia imperdonable para la pacatería circundante, en su descenso en picado del cielo al suelo, a la ciénaga que expone la verdad en frío y al alcance de la mano.

De notable interés para comprender esta evolución final es la sección que póstumamente se ha reunido bajo el título de Poesías varias, donde se vislumbra la convivencia de esas actitudes -«Sus dos mesas», «Nocturno IV»- con nuevas propuestas de futuro que enarbolan un enérgico carpe diem -no despojado de un sano escepticismo-, porque los placeres de la carne o del intelecto son efímeros, y todo está condenado a la mutilación y a la ceniza, incluso el arte y su mentira de eternidad. De este modo, en la arena de la página se entabla un duelo a muerte entre la acidez corrosiva del escéptico y el vitalismo que anuncia un futuro jubiloso.

Silva es en definitiva un marginal, que en su autodestierro no admite etiquetas y se hace voz de la conciencia de un fin de siglo agónico. En su certeza de orfandad, dejado de la mano de Dios, de la vida, del arte mismo, ha de caer en un cataclismo interior del que por momentos le salva la alteridad de esa voz que le incita a la esperanza, y de la que es paradigmático el poema «Voz de marcha». Tras la derrota icárica y la estancia en el infierno, el poeta halla un bálsamo -y una respuesta- en la vida sencilla, en la colectividad, y con una glosa de Dante, también viajero del infierno, se lamenta por los espejismos tantálicos que le niegan sus anhelos, pero acepta esa voz que lo incita a seguir adelante, y como hará después el singular Lázaro vallejiano de «Masa», su héroe derrotado se levanta con una energía nueva:


Alzó el joven los miembros agitados,
cual los del muerto ante el poder divino,
y se limpió los ojos enturbiados
y prosiguió el camino.


(102)                


Tras el acto de exorcismo ejercido por las gotas amargas, advienen cantos nuevos que reiteran la andadura análoga de Lautréamont -«Hay demasiada sombra en tus visiones, / algo tiene de plácido la vida, / no todo en la existencia es una herida / donde brote la sangre a borbotones» (113)- o de Rimbaud, y esa ternura solidaria que acerca el soldado muerto del poema de Silva «El recluta» con su homólogo -célebre- en el segundo, que sonríe sereno, como un niño enfermo que sueña («El durmiente del valle»). En sus textos finales, Silva invierte los términos de la «Protesta de la musa», y en «Convenio» se ejecuta una cabriola pícara y divertida que se distancia de lastres pasatistas:


¿Vas a cantar tristezas? dijo la Musa,
Entonces yo me vuelvo para allá arriba,
Descansar quiero ahora de tantas lágrimas;
Hoy he llorado tanto que estoy rendida.


(122)                


Cabe por último recordar un poema sin título que entre esos pequeños tesoros olvidados se hace conjuro que ahuyenta el dolor, para asumir una muerte serena en su plegaria por la vida gozosa:


Haced que se conviertan los gritos en un canto
y que una luz remota su largo viaje alumbre.


(123)                


Tal vez haya llegado el momento de pedir paz para Silva, y para sus versos, y -olvidados los bisturíes de la crítica ola altanería moralizante que sobre él han ejercido su tiranía-, respetar al fin su derecho a la heterodoxia, para poder conversar con él en voz baja, sin ruidos.





 
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