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Una reelaboración de Zola en Gabriel Miró

Francisco Márquez Villanueva





Sigüenza, el trasunto literario de Gabriel Miró, visita a una vieja dama pueblerina una fría tarde invernal. La conversación se orienta, espontánea, hacia la compasión del duro destino de los humildes. Llega de improviso una sobrina de la vieja señora, recién casada en compañía de su esposo, alegre y decidora ella, lerdo y provinciano, prematuramente aburguesado él. Entre los recuerdos banales del aún no concluido viaje de novios, sale a relucir la experiencia terrible de la muerte de un desconocido enfermo que viaja en el mismo departamento de los recién casados durante un trayecto nocturno del ferrocarril Barcelona-Valencia. Se da muy claramente a entender la reacción de fastidio egoísta por parte de los viajeros y la única solicitud tierna de la desposada, para quien el macabro episodio, disuelto en feliz plenitud vital, no logra dar ya pie para más de unas reflexiones de conversación forzada y tediosa. Nada más nos cuenta la sección «Un viaje de novios» del Libro de Sigüenza (1917)1.

El trazado de semejante cuadro por Miró tiene el interés de situarnos sobre la clara pista de un recuerdo de lecturas de Zola. Los conocedores del autor francés habrán recordado ya el relato idéntico de la muerte de otro enfermo desconocido entre los peregrinos del tren al santuario mariano en la novela Lourdes (1894)2, primera de la trilogía Les trois villes. Las semejanzas van más allá del parecido general y presentan evidencia de una reelaboración muy cercana.

Ambos relatos ofrecen la misma llegada del desconocido en «la hora de la partida», «trois minutes seulement avant le départ» en Zola (Première journée, I). Más lógicamente, el enfermo de Miró es conducido hasta el tren por un acompañante que desaparece tras suplicar a los viajeros que le den a ciertos intervalos las medicinas que aquél lleva en los bolsillos de «un recio abrigo velludo», correspondiente a «une vieille redingote noire» en el peregrino de Lourdes. Este desdichado «s'etait jeté dans ce coin où il se mourait, d'un air d'intense fatigue. Puis il n'avait pas soufflé». Miró intensifica hábilmente la pesadez y torpor de su moribundo: «Sentóse el advenedizo, cayendo, entrando como una cuña en el asiento frontero de los novios». Los viajeros se dan cuenta desde el principio de la extrema gravedad del enfermo: «El "intruso" tenía los ojos cerrados, la boca anhelante, las manos cruzadas crispadamente; y el bazuqueo de la marcha le obligaba a tambalearse como un costal, y su cráneo se caía sobre los hombros». El peregrino francés ha pasado desapercibido al principio, hasta que otro enfermo llama la atención de Soeur Hyacinthe, la monja a cargo del coche, al verle desvanecerse, en contraste con su rígida postura anterior, «immobile, rentré dans son coin, ne parlant à personne, regardant fixement devant lui de ses yeux grands ouverts». Los viajeros callan preocupados: «Todos le miraban y se miraban con angustia, esperando su muerte»; mientras que entre los peregrinos se eleva una voz espantada: «Je crois bien qu'il va passer».

Zola alarga la agonía casi hasta el momento de la llegada a Lourdes, la tierra de promisión. Borda un espléndido fragmento con la confusión de la parada en Poitiers, mientras la buena Soeur Hyacinthe se desvive para ofrecer al enfermo los cuidados del médico de la expedición y el auxilio espiritual de la extremaunción, administrada con angustia e indecible prisa, con el tren ya casi en marcha. Totalmente desinteresado aquí, por una vez, en la presentación del rito religioso, Miró retiene, sin embargo, el aspecto médico. El doctor Ferrand (Première journée, III) «tira une petite fiole de sa poche, essaya d'introduire quelques gouttes, à travers les dents serrées du malade. Celui-ci poussaun soupir, souleva les paupières, les laissa retomber; et ce fut tout, il ne donna pas d'autre signe de vie». En Miró «los que estaban a sus costados y los novios le aplicaron la droga a los labios, y el brebaje se derramó por la barba sudada, por el pecho, por las rodillas. Parpadeó el enfermo y quedó más postrado que antes». Cuando intentan darle la medicina por segunda vez «el pobre hombre abrió sus grandes ojos y mirándoles quería decirles su gratitud y padecimiento». Y hasta en esta última frase se trasluce el texto de Zola, que hace murmurar a su moribundo las únicas palabras de «Oh! je souffre... Oh! je souffre!».

Ambos enfermos mueren al amanecer. El de Zola, muy poco antes de llegar a Lourdes, para mayor desaliento de su enfermera Soeur Hyacinthe. El de Miró, en uno de esos contrastes crueles que son su predilección, poco antes de romper el día: «Entraba el sol regocijando el coche. Era una mañana gloriosa; olían delirantemente los naranjos de la huerta valenciana». Los viajeros se disponen a darle el medicamento por tercera vez: «Pero, estaba muerto. ¡Qué cara tan hinchada, y de color de ceniza!». Y de nuevo tenemos ocasión de comprobar el proceso de concentración intensificadora respecto al nivel estilístico del texto francés: «Ses yeux étaient toujours fermés, sa bouche, entrouverte; mais sa pâleur n'avait pu croîre, il était froid, couleur de cendre». Tal propósito funciona con certera sutileza por parte de Miró. Zola, por ejemplo, insiste continuamente, a modo de leitmotiv, en el desmayo de la cabeza del moribundo. Miró utiliza el detalle patético en una sola ocasión, en el fragmento ya citado de la descripción introductoria, pero escogiendo el más impresionante de los textos de Zola, cuando las cabezadas del muerto se acompasan con «el bazuqueo de la marcha»: «Et il fallut le rasseoir dans son coin, le dos contre la cloison. Il restait droit, le torse raidi, il n'avait qu'un petit balancement de la tête à chaque secousse» (Première journée, V).

Desinteresado en la intención decisiva para Zola (un ataque contra todo el sistema Lourdes, sinónimo de una religiosidad medieval y fanática)3, Miró, que va detrás de su gran tema de la crueldad humana, no deja al mismo tiempo de variar la perspectiva fundamental del episodio que desgaja de la novela francesa. Y así, el interés caritativo de los peregrinos queda sustituido por la obligación desganada de los viajeros españoles, que lamentan para sus adentros la mala fortuna de tan desventurado encuentro. «¿Qué habíamos de hacer?», exclama el marido. «Mon Dieu! qu'allait-on faire?», dice Soeur Hyacinthe. Pero los contextos emotivos son totalmente opuestos, pues el joven egoísta lamenta que no hubiera escapatoria al desempeño del penoso deber, mientras que la monjita se atormenta en la lucha contra su impotencia para aliviar el dolor de su prójimo. Claro que existe un paralelo estrecho entre la conducta de la recién casada y la de Soeur Hyacinthe, pero también se da un contraste entre la fortaleza caritativa de ésta y cierta blandura burguesa por parte de aquélla: «La novia se aterraba notando la quietud y el respirar sosegado de los demás. ¡Ella sola velaba! Y escondió su graciosa cabeza en el pecho del marido». Sobre todo, el penoso recuerdo pierde muy pronto para ella todo acento solemne. En su personalidad superficial y en el torrente egoísta de su juventud satisfecha, la prolongada agonía del desdichado queda arrastrada a un tema de conversación tan banal como las calles de Madrid o las proporciones de la estatua de Colón en un paseo de Barcelona.

El alejamiento más significativo atañe, sin embargo, a la figura misma del enfermo, pintada por Zola en trazos acordes con el cuadro de un indigente convencional: «[...] très pauvrement vêtu d'une vieille redingote noire, jeune encoré, avec une barbe rare, grisonnante déjà; et il semblait souffrir beaucoup, petit et amaigri, le visage décharné, couvert de sueur». Miró refina, en cambio, el patetismo de su enfermo al rechazar una caracterización lógica a beneficio de un tratamiento semihumorístico, artificio que refuerza la crueldad de la situación al trenzarla con una hilaza de absurdo: «[...] un viajero bajito y ancho, y todavía más rebultado por un recio abrigo velludo y por bufandas grandísimas y una gorra hirsuta y enorme como la cabeza de un oso». Miró puede arrancar entonces al personaje irisaciones de una complejidad y eficacia vedadas al tratamiento naturalista, punto de partida que ha quedado totalmente superado: «Y si alguna vez abría sus pobres ojos, entonces los viajeros se estremecían de espanto como si el desgraciado fuese la misma muerte que se complacía en mirarles; una muerte gorda, hinchada, tocada con un pellejo de fiera».

Todo este ejemplo de reelaboración de Zola por Miró resulta de elevado interés en más de un sentido. Viene, de un lado, a comprobar la existencia en el autor levantino de un subsuelo naturalista que ha sido ya postulado, con no poca general sorpresa, por M. Baquero Goyanes4. Por otra parte, la certeza virtual del conocimiento por Miró de Lourdes en 1908, fecha de la sección Un viaje de novios (y aún quizás de toda la trilogía Lourdes-Roma-París, determinada toda ella por la historia del sacerdote Pierre Froment), constituye un dato de importancia tanto para comprender ciertas facetas de su arte de narrar como otros alcances ideológicos de un autor tan obseso con lo bueno y lo malo de la religión católica.





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