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Una semblanza de José María Nunes, director de cine, poeta

Joan M. Minguet Batllori





En 1957 José María Nunes estrenó su primer film como autor tras haber colaborado en una gran cantidad de películas en las que desempeñó las más variadas funciones. El título de aquel film era Mañana... Tras su presentación en Barcelona, la primera crítica que recibió Nunes por este trabajo se publicó en la revista Destino con un título exuberante, «Mañana... o cuando se abren las puertas de la poesía», y lo firmaba Sebastián Gasch, un escritor del que precisamente este año se conmemora el centenario de su nacimiento. Gasch era un hombre que disponía de un sólido prestigio en la cultura barcelonesa del momento, un prestigio labrado en su larga trayectoria como crítico de arte de vanguardia y crítico de las artes del espectáculo, amigo de personajes tan carismáticos como Joan Miró, Salvador Dalí, Vicente Escudero, Charlie Rivel, Carmen Amaya, Ángel Ferrant o, por citar sólo dos más, Ángel Zúñiga e Ignacio Ferrés Iquino. Desde esta posición de reputación cultural, las elogiosas palabras que Gasch le dedicaba -subrayémoslo: se trata de la primera crítica que Nunes recibía como cineasta- debían convertirse forzosamente en un estímulo para que aquel joven debutante en la dirección no cejase en la consolidación de una obra propia e inimitable.

Permítanme que les haga partícipes de la emoción que, según él mismo confiesa, José María Nunes sintió al leer este texto, del que quiero evocar su extraordinario inicio. Decía Gasch:

«Se dice en todas las historias del cine que las imágenes móviles se paseaban en un reportaje bastante sórdido hasta que llegó el mago Méliès y abrió las puertas de la poesía, enarboló la imaginación y multiplicó por mil los medios de expresión de un descubrimiento que, anteayer, no era sino técnica.

Después han llegado otros magos. José María Nunes es uno de ellos. Mañana..., película que Nunes ha escrito y dirigido, es una obra distinta de cuantas han sido rodadas en España hasta la fecha. Susceptible, por tanto, de despertar el interés de los aficionados al cine que desean internarse en caminos jamás trillados. Mañana..., en efecto, es la obra de un realizador que sigue su camino, sin importarle un bledo los que siguen los demás. El suyo es el que conduce directamente a la poesía»1.



El tono profético de las palabras de Gasch es sorprendente: en efecto, las películas posteriores de Nunes, su propio talante como creador e intelectual, nos revelan una trayectoria filmográfica que gira en la órbita del cine experimental, del cine poético, de aquello que globalmente podríamos denominar el «otro cine». Su cine anhela envolverse de poesía y suscitar poesía. Ahora mismo vuelvo sobre ello.

José María Nunes nació en el sur de Portugal, en la ciudad de Faro, en 1930. A los doce años llega con su familia a Sevilla, donde pasa cinco años, hasta que en enero de 1947 se traslada a Barcelona, su ciudad adoptiva desde entonces. En la primera mitad de los 50 trabaja casi frenéticamente en la industria cinematográfica barcelonesa. Y en estos años interpreta todos los papeles en las aleluyas del cine: realiza doblaje en los estudios de la Metro y en la Parlo Films; actúa como extra en películas como La fuente enterrada (1950), de Antonio Román, o Brigada criminal (1950), de Iquino; se convierte en secretario de rodaje en Rostro al mar (1951), de Carlos Serrano de Osma, o Mi hija Verónica (1951), de Enrique Gómez, y, más aún, deviene el ayudante de dirección en películas como Mi hija Verónica (1950), Dulce nombre (1951) y Persecución en Madrid (1952), todas ellas de Enrique Gómez (al que Nunes considera su único posible maestro); El sistema Pelegrín (1951), de Iquino; Sor Angélica (1954), de Joaquín Romero Marchent; El ojo de cristal (1955), de Antonio Santillán; El difunto es un vivo (1955), de Juan Lladó, o, entre muchas otras, La herida luminosa (1956), de Tulio Demicheli. La vinculación con IFI, la empresa de Ignacio F. Iquino, no se limita a su participación en esos y otros tantos títulos; Nunes desempeñará además la jefatura del departamento de guiones de aquella casa entre 1954 y 1955, y colaborará en otras de las aventuras emprendidas por aquel cineasta y empresario todavía tan mal conocido.

La relación de su actividad en esa época es demasiado prolija e inabordable en estos momentos, pero me he querido detener un poco en ella porque nos muestra a Nunes como un hombre de oficio, un cineasta surgido de las entrañas de la industria, por más que ésta pudiera ser algo raquítica en la Barcelona de aquellos años. Lo cierto es que, en consecuencia, las transgresiones fílmicas que Nunes realiza en su primera película y que se suceden en sus posteriores films no parten de la nada, sino de una sólida formación a través de un largo proceso de aprendizaje.

He hablado de transgresiones. En efecto, las películas de José María lo son todo menos convencionales: huyen en lo temático y en lo formal de las concesiones comerciales, de los tributos al gran público. Nunes hace un cine para minorías, no hay por qué encubrir lo que a mi entender resulta una evidencia. Y es que, lejos de convertirse en algo pecaminoso, eso debe ser subrayado: el suyo es un camino original que pretende, por encima de todo, enaltecer la inteligencia. Aquí no se concibe el cine como un local o receptáculo susceptible de llenarse de público ante la atracción de una historia bien contada; antes bien, se construyen unos relatos que no se dirigen a la masa anónima, a eso tan incorpóreo que llaman audiencia, sino que pretenden interpelar al espectador sensible, a un sujeto que se deje llevar por los ritmos sincopados, por las armónicas composiciones visuales y los casi gestuales movimientos de cámara, por esos gritos desesperados de algunos de sus personajes, por ese constante amor por la noche, por el secreto de la poesía... Nunes sustituye la narración por el relato poético, arriesgado, y llama la atención, quiere cautivar el sentido profundo del cine como arma cultural.

En un momento de su carrera, su trayectoria alternativa coincide con la de otros hombres que los historiadores hemos agrupado bajo la denominación de Escuela de Barcelona. (Me refiero a los Jacinto Esteva, Pedro Portabella, Joaquín Jordá...) En este contexto, que no bajo su estela (tengo la impresión de que Nunes nunca ha sucumbido a la imantación de ninguna tendencia que no hubiese sido generada por su propia creatividad), en el mismo contexto que la Escuela de Barcelona, pues, Nunes rueda Noche de vino tinto (1966), tal vez su película más conocida; Biotaxia (1967), y esa Sexperiencias (1968) que hoy tendremos ocasión de recobrar en la pantalla, una película tan convulsa en su gestación como sorprendente y airada en su resultado final. Además colabora activamente -quizás determinantemente- en el montaje de algunas películas de Jacinto Esteva, como Metamorfosis (1971), El hijo de María (1971) y ese fascinante retablo sobre la España oculta que es Lejos de los árboles (1971-1972). Más tarde, en 1975, realiza su primera película en color, Iconockaut, en la que experimenta y da sentido al registro visual del film en una cuidada composición, a la que seguirán Autopista A-2-7 (1977) y los que hoy por hoy son sus últimos largometrajes, En secreto, amor y Gritos... a ritmo fuerte, ambas de 1983.

Con una sólida formación técnica y cultural, con su carácter sumamente amable, Nunes hubiese podido dedicarse sin más a un cine convencional, aquel que prefiere la industria. Pero su vida y su obra iban por otros derroteros, aquellos que abren las puertas de la poesía, en palabras de Gasch. Y ello ha sido así a pesar de los problemas con los que se ha tenido que enfrentar a lo largo de su carrera. Porque si es cierto, como señalaba André Gide, que el arte nace de la restricción y muere con la libertad, Nunes podría contar con numerosas anécdotas que vendrían a confirmar los singulares obstáculos fílmicos y políticos contra los que ha ido construyendo su filmografía: trabajar con negativo caducado, tener que montar una película sin sincronía, disponer sus rodajes según las necesidades de sus actores -muchas veces, también amigos-, episodios vitriólicos con la censura... El proceso de gestación y la distribución de la mayoría de sus films añade ciertos grados de complejidad significante a su cine.

No hace mucho, Pedro Portabella recordaba en un acto público realizado en Barcelona una anécdota de Nunes que se me antoja enormemente reveladora. Decía Portabella que había acudido al rodaje en la Gran Vía barcelonesa de algunas de las secuencias de Noche de vino tinto. En el momento de acallar el tumulto del equipo de rodaje para iniciar su filmación, Nunes prorrumpió con voz airada: «Silencio, se rueda, el cine es una misa». Para Nunes, en efecto, el cine no consiste en un acto mecánico de rodar; para él, la creación cinematográfica -como, me atrevo a augurar, todo tipo de creación artística- es una misa, repleta de liturgia, de concentración. Y no de una liturgia constreñida, encorsetadora, sino dinámica y propensa a la fertilidad de las ideas. Para Nunes el cine no debe reproducir fielmente la vida, sino representarla, en consonancia con una larga historia de la cultura occidental: el cine se convierte -como el teatro- en templo de la palabra y -como la pintura- en reino de la visión.

En definitiva, su cine, para bien o para mal, es de aquellos que no deja indiferente. En aquella crítica que se publicó a raíz del estreno de su primera película, Gasch catalogaba a José María Nunes de «rara avis en estas latitudes». También en ese diagnóstico el texto es profético: cuarenta años después de aquel Mañana... Nunes sigue orillando los caminos trillados y acomodaticios de la vida y de la creación. Más joven que nunca, mientras la Asociación Española de Historiadores del Cine le rinde este homenaje, él se excita ante la posibilidad de empezar a rodar de forma inminente un ya viejo proyecto: Res pública. Nunes sigue empeñado en constituirse como objeto de estudio para la comunidad de analistas e historiadores. José María Nunes sigue haciendo historia en el cine y en sus amigos. Y que sea por mucho tiempo.





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