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Una tertulia de antaño1

Ramón del Valle-Inclán



El Cuento Semanal



Oficinas: Fuencarral, 90.-Madrid

Año III. 23 Abril 1909. Núm. 121



Una tertulia de antaño.

[1]






I

He visto a Xavier Bradomín y me prometió venir esta noche.

-¿De dónde ha salido ese viejo Don Juan? ¿Qué hace ahora?

-Creo que conspira.

Sentadas en un gran sofá de caoba, vasto como un lecho, sostenían esta conversación dos antiguas damas de la reina destronada, aquella reina de los tristes destinos. Hablaban en un tono que era a la vez ligero y confidencial.

-¿Dónde te hallaste a Xavier Bradomín?

-Al salir de misa en las Góngoras. Me anunció, con gran misterio, su visita.

-¡Intentará convertirte al partido del Pretendiente!

La otra dama tosió burlona:

-Ya estoy muy vieja y muy fea para ponerme la boina.

La Duquesa de Ordax no mentía. Era una vieja menuda, inquieta y muy morena, con los ojos hundidos y llenos de fuego. Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba un peinado de rizos aplastados sobre la frente, lo que acababa de darle cierto parecido con los retratos de la reina María Luisa. Hablaba con un desgarro vivo y popular:

-En otro tiempo, no digo que no me hubiera calado mi boina roja. ¡Y poco guapa que estaría!

La Marquesa de Galián, la escuchaba sonriendo bajo el velo de su sombrero, que le dejaba el rostro en un misterio albo y estelar:

-Bradomín te convencerá. Tiene don apostólico. ¡Así al menos me explico yo sus conquistas!

La Duquesa interrumpió:

-Si vieras cómo está ahora de viejo y de triste. Ha tenido bien mala suerte. ¡Perder un brazo el mismo día que llegó a la guerra!

Y seguía riéndose, casi inconsciente de sus palabras. La Marquesa de Galián murmuró lentamente:

-Mala suerte, sí... Pero aún habrá sentido más hacerse viejo...

[2]




II

En el claro del balcón destacábase y sobresalía por oscuro una sombra de mujer, que, con el rostro pegado a los cristales, procuraba leer una carta. Solo podía verse que tenía el pelo de oro. Exhaló un suspiro, y desde el estrado interrogó la Marquesa de Galián:

-¿Lloras, hija?

Respondió una voz juvenil que quiso parecer risueña:

-¡Yo llorar!

Ocultó la carta en el guante, y fue a sentarse cerca del sofá. En la luz caliente de la tarde parecía toda de oro, con encanto de fruta y de flor. Sentía fijos los ojos de su madre, pero no podía verlos bajo el misterio del velo. La Marquesa de Galián, famosa belleza de otro tiempo, ahora llevaba el rostro siempre escondido en un flotante tul de princesa mora. Tenía espanto de la muerte, y ocultaba las arrugas porque nadie viese el camino que hacía la gran segadora, un camino de todos los días y de todos los momentos. Era casi religioso aquel miedo a convertirse en polvo. Entró una doncella flaca y fea, vestida de negro, con delantal de encajes, y sirvió el chocolate acompañado de una confitura monjil. Las señoras, inclinadas sobre el velador, lo saborearon lentamente con movimientos unánimes:

-¿Manda alguna otra cosa la señora Duquesa?

-Nada.

La doncella se retiró con un aire compungido y lleno de recato.

La Marquesa de Galián, apenas la vió salir, murmuró con disgusto:

-¡No sé cómo puedes tolerar a esa mujer tan fea!

La Duquesa movió la cabeza tosiendo levemente:

-¡Tengo hijos jóvenes y me dan miedo las caras bonitas!

-¿Los tienes a todos aquí?

-¡Desgraciadamente!

-Alonso me saludó al entrar. No le conocía con el uniforme de cadete.

La Duquesa sonrió llena de maternal orgullo:

-¡Ya lo lleva como un veterano!

-¿Y los otros?

-Hechos unos perdidos. Se han propuesto arruinarme y lo consiguen.

Aquella señora estaba encantada de las calaveradas de sus hijos, y aun cuando quería ocultarlo, no podía. Siguió interrogando la Marquesa:

-¿Jorge, definitivamente divorciado?

La Duquesa, repuso con desgarro:

-¡Su mujer era como él! ¿Y tu hijo, al fin va a la guerra?

-Su padre quiere que vaya, y él también quiere ir... Nosotros hubiéramos deseado verle en el campo de Don Carlos... Porque necesitamos un rey... Fernando, dice que todos los generales que están en la guerra, conspiran por el hijo de Doña Isabel. No sé... Dicen que el rey nos lo dará el Ejército... No sé... Lo mejor sería que volviese la Señora.

La duquesa suspiró:

-¡Después de la abdicación, imposible!

La Marquesa también suspiró:

-¡Fue siempre tan débil!

-Yo vi en París a la Señora, y me dijoque *dijo que* [3] se la habían arrancado a la fuerza. ¡Un acto brutal!

-Fernando, como no puede olvidar su abolengo legitimista, al príncipe le llama el chulín.

-Chulín, o como sea, necesitamos un rey. Un pueblo sin rey, es como una mujer sin marido. ¡Una cosa tonta!




III

Empezaba a decaer la luz, y un criado con librea azul y medias de seda entró a encender los candelabros de las consolas, aquellos grandes y pesados candelabros de plata, que hacían recordar el buen tiempo en que los galeones llegaban cargados de las Indias. La Marquesa de Galián apretóse el velo contra la cara, y rompió brusca la conversación, levantándose para irse. Su hija, al verla en pie, desplegó los labios con un gesto de tedio:

-Yo me quedo.

-Quédate.

La Marquesa estaba impaciente, sentía crecer su inquietud en la sala grande é iluminada. Eulalia y la otra señora, al salir acompañándola, cambiaron una mirada burlona. Aquella profunda tristeza de la vejez, aquel terror del más allá, sólo les ponía una sonrisa en los labios. Volvieron a la sala cogidas del brazo. La voz de la Duquesa resonaba un poco almibarada y ponderativa.

-¡Esta noche conocerás al famoso Marqués de Bradomín!

-Le vi una vez de niña, y aún le recuerdo. Me admiraba que siendo tan feo pudiera haber muerto por él, aquella pobre Concha Bendaña.

[4]




IV

Fue anunciado el Marqués de Bradomín. Entró andando lentamente, apoyado en un bastón con larga contera de oro. La Duquesa, su prima, le saludó con risa burlona:

-¡Pareces un abuelo!

El viejo dandy, irguió su aventajado talle y se detuvo en medio de la sala:

-¡Acaso lo sea, hija! ¡Acaso lo sea!

Eulalia, le miraba curiosa y conmovida, entreabiertos los labios de un rosa juvenil. El Marqués se inclinó profundamente. Eulalia sonrió:

-¿No me recuerda usted?

Y advirtió con su gran desgarro la Duquesa.

-Eulalia, la hija mayor de Isabel Roa.

Bradomín cerró los ojos un leve momento.

-Conocí a su madre y conocí a su abuela. ¡Raza de mujeres hermosas!

Hasta entonces había permanecido en pie, y tomó asiento en un sillón cercano al sofá ocupado por las damas. Ellas, cediendo a un mismo impulso, fijaron los ojos en la manga que delataba la invalidez del caballero. Colgaba fúnebre y vacía sobre el brazo del sillón. El Marqués la arrolló en torno del bastón como una sierpe, y advertido de aquella mirada, tuvo como respuesta una sonrisa.

La duquesa comentó por disimular:

-Primo, traes un bastón episcopal...

-Cierto. Ha pertenecido al Obispo de Corinto. Un hermano de nuestro bisabuelo.

La Duquesa, que aún guardaba entre otras reliquias el manuscrito de una oración compuesta por aquel santo para curar el dolor de muelas, movió la cabeza aprobando:

-El fundador del palacio donde vivía la pobre Concha.

El Marqués, suspiró recordando aquel tiempo que, evocado por el nombre de la muerta, parecía tener el aroma de una rosa marchita. La Duquesa, volvió a reír con su risa de maja:

-Cualquier día te cuelgas un pectoral.

-Ya no podrá ser.

Eulalia Galián interrogó.

-¿Por qué, Marqués?

-Por mi manquedad, hija. ¡Oh, de otra suerte no dudéis que acabaría cantando misa!

La Duquesa intervino rotunda:

-No seas farsante, primo.

-Querida Isabel, tú no sabes que cualquier mutilación excluye del orden sacerdotal.

Eulalia murmuró siempre con la misma voz emocionada:

-¡Cuánto ha debido sufrir!

El viejo dandy, hizo un gesto desdeñoso.

-No...

-¿Habrá tenido una gran pena?

-Solamente tuve una gran duda. No sabía qué actitud adoptar en presencia de las mujeres. Al fin hallé que nada podía estarme mejor que la actitud de un viejo prelado, confesor de princesas y teólogo de amor.

Eulalia Galián le contempló con tristeza. El donaire amargo del viejo caballero le daba frío, y volviéndose a la [5] otra señora murmuró estremeciéndose:

-¡Debió haber sufrido mucho!

La Duquesa repuso bruscamente:

-Ha tenido suerte salvando la vida. En fin, para un brazo ya basta de elegía.

El Marqués de Bradomín, esbozaba una sonrisa, acariciándose la barba senatorial y augusta. La Duquesa, su prima, se le encaró:

-Al fin hallaste la actitud, que es lo importante. Con una actitud, todo se arregla en la vida. Y ahora ya me explico el bastón de obispo.




V

Alonso hizo su entrada luciendo su uniforme de caballero cadete, con el chacó bajo el brazo y las espuelas sonantes. Su madre le increpó:

-¡Muchacho, nos has dado un susto! ¡Habíamos creído que entraba Atila!

El cadete se puso rojo, y tomó asiento en el taburete del piano, un antiguo piano de cola que llenaba el rincón más obscuro de la sala. La Duquesa le interrogó:

-¿Al fin, te vas esta noche?

-Sí.

-¿Te has enterado de la hora?

-A las diez.

Hubo un momento de silencio. Después continuó la conversación entre las damas y el Marqués de Bradomín. Alonso, reclinado sobre el piano, miraba fijamente a la hermosa Eulalia Galián. Los ojos del caballero cadete parecían arrobados. Allá, en el estrado, el viejo dandy hacía el elogio de la Reina doña Margarita. Hablaba lentamente, con una voz velada llena de pausas misteriosas y de inflexiones galantes. Recordaba a Julián Romea, cuando en sus últimos tiempos, decrépito y enfermo, aún conseguía aplausos haciendo el galán en aquellas comedias francesas que traducía don Ventura de la Vega. Las dos damas le oían interesadas. El cadete habíase acercado y escuchaba en pie. Sus ojos ya no permanecían arrobados ante la bella e indiferente Eulalia. Había en ellos una llama de locura y de aventura. El caballero legitimista se emocionaba.

-Doña Margarita es una princesa de leyenda. Alguna vez, viéndola acercarse a los heridos de la guerra, creí que bajo [6] sus dedos iban a brotar lirios de las úlceras.

La Duquesa le interrumpió:

-¡Tú estás enamorado de la Reina!

-Yo sería su caballero andante, como Iñigo de Loyola lo fue de la Virgen María... Pero esto no es amor, es devoción, es culto y sólo lo puede inspirar una reina.

El cadete exclamó poniéndose rojo:

-¡Yo comprendo eso!

Y se volvió al rincón del piano, molesto por la sonrisa burlona de Eulalia Galián.




VI

Ya no pudo continuar su relato el Marqués de Bradomín. Llegaron algunas damas que, temerosas de estar a punto en la ópera italiana, hacían un alto en el palacio de la Duquesa de Ordax. Eran señoras jóvenes y un poco tontas, con los talles altos, el pelo en bucles, y el escote adornado con camelias. Hablaban de París, se abanicaban, y reían sin motivo. Entendíase la voz de todas, como en una selva tropical el grito de las monas. En rigor, ninguna hablaba. Sus labios pintados de carmín lanzaban exclamaciones y desgranaban esas frases triviales consagradas en todas las conversaciones, animándolas con gestos, con golpes de abanico, con zalemas.

-¡Pero, qué elegante!

-Ay, qué gracia!

-¡Encantadora! ¡Encantadora! ¡Encantadora!

-¡Ni pensarlo!

Y en medio de cada frase el gorgorito de una risa que presta a las palabras una gracia que no tienen. Aquella risa muestra la blancura de los dientes, y el divino granate de la lengua, al mismo tiempo que esparce la fragancia del seno alzándole en una armoniosa palpitación.

Todas aquellas señoras conspiraban en pro del hijo de Isabel II. Ellas no entendían de política; pero suspiraban por aquellos besamanos del otro reinado, famosos y vistosos. Echaban de menos las intrigas palaciegas, la curiosidad novelesca con que procuraban descubrir entre los caballerizos y gentiles-hombres, el último favorito de aquella reina tan española, tan caritativa, tan sensible, tan devota de la Virgen de la Paloma. Sobre todo echaban de menos el [7] botín de las bandas, de las grandes cruces, de los títulos de Castilla. Más por instinto que por virtud, habían permanecido fieles a la Señora desterrada, y cubrían de denuestos à los pocos nobles que habían sido cortesanos de Don Amadeo de Saboya. Pero hacia quien mostraban mayor desdén era hacia el Duque de Alvar Fánez. Como de costumbre, le recordaron para execrarle:

-¡Es un italiano!

-¡Un aventurero!

-¡Un ambicioso!

La Duquesa de Ordax, dijo:

-Volverán los desterrados, y entonces ni él, ni su mujer, ni sus hijos, podrán presentarse en Palacio.

[8]




VII

Murmuró una señora al oído de Eulalia:

-¿Quién es aquel viejo que no te quita los ojos?

Eulalia se puso encendida:

-El Marqués de Bradomín.

-Parece un ermitaño con esas barbas blancas y ese color de muerto.

Eulalia miró al viejo dandy, que le sonrió con una gran tristeza. La otra señora susurró burlonamente:

-¡Aún quiere enamorar el pobre señor!

Eulalia, sin responder, tocó la carta escondida en el guante, y se levantó llamando con los ojos al cadete, que se juntó con ella en un extremo del salón:

-¿Has leído mi carta, Eulalia?

-Sí...

-¿Puedo esperar?

Eulalia lo miró con malicia.

-No sé...

-¿No sabes si podrás quererme alguna vez en la vida?

Ella le miraba en los ojos, mordiéndose los labios para no reírse.

-No sé aún qué cosa sea la vida... Y tú tampoco.

Comenzó a reírse con tal alegría, que llamó la atención de dos señoras que hablaban cerca de ellos. El cadete la miraba profundamente:

-Yo sé que mi vida eres tú.

Estaba pálido, y había en su voz una emoción grave y dulce. Eulalia se sintió conmovida.

-No, no debes esperar... Perdóname, pero es lo mejor... Podría decirte otra cosa, y luego... Comprendo que yo no soy como tú.

Le miró con lástima y se alejó hacia el corro donde hablaba la Duquesa. Sentada a su lado, le acarició una mano. El cadete, que estaba pronto a desesperarse como otro Orlando, sintió que el ave azul de la esperanza le cantaba en el alma. Con ese iluso razonar de los enamorados, pensó que la caricia de aquella mano divina, era para él.




VIII

Asomaron dos caballeros dando escolta a una señora vieja y un poco coja. Los caballeros altos, huesudos y bermejos, llevaban en el pecho la cruz de Santiago. Eran [9] don Carlos y don Diego Sandoval, sobrinos de la señora coja, a la cual servían como rodrigones esperando el momento de heredarla. La señora no dejaba de advertirlo, y se vengaba tratándolos despóticamente y llevándolos a todas partes como dos mastines atraillados. Doña María de los Dolores Portocarrero y Sandoval, era una mujer inteligente y brava. Su cojera provenía de la caída de un caballo que intentara domar en un cortijo de Estepa. Luego ella misma lo mató de un escopetazo. La Duquesa se adelantó a recibirla, extrañándose y congratulándose de verla en su tertulia. La vieja le respondió acariciándole la mano:

-Soy muy franca, Isabel. No vengo por ti, hija de mi alma. Vengo por mi galán. ¿Dónde se esconde?

El Marqués hizo un paso hacia la señora coja:

-¿Seré yo tu galán, María Dolores?

La vieja abrió los brazos y le estrechó maternal:

-¡Qué ingrato eres, Bradomín! Si quiero verte, tengo que dejar mi casa y mi brasero y mi gato. En todo el invierno, es la primera noche que salgo.

Tomó asiento en el sofá, donde le cedió su sitio Eulalia Galián. El Marqués aproximó un sillón para seguir hablando.

-Mañana pensaba ir a verte y convidarme a cenar contigo.

-Cenar, has dicho bien. En mi casa no han entrado esas ridículas modas francesas. Cenar, eso es, clásicamente a la antigua española, a las once de la noche.

Luego añadió bajando la voz:

-¿Has visto a los reyes? Tenemos que hablar muy largamente.

El Marqués de Bradomín, hizo un gesto de asentimiento. María Dolores, paseó los ojos por la sala, y los detuvo en Eulalia.

-¡Me has dejado tu sitio! Gracias, hija; son los privilegios de la edad. Te hallo muy guapa... ¿Pero qué hace tu madre que no te casa? Las mujeres, o casadas o al convento. Y te lo digo yo que soy solterona.

Eulalia sonrió, con las mejillas como rosas.

-¡Qué terrible es usted, María Dolores!

-No es bueno ser tan guapa.

Eulalia, seguía sonriendo, y ruborizándose; pero quien tenía un incendio de sangre en las mejillas, era el caballero cadete. Sentíalas quemantes, y ante la idea de que pudieran reparar en ello, temblaba aquel héroe futuro, que soñaba con el amor y con la gloria, sin haber dejado de ser niño.




IX

Un general viejo y repintado habla de la guerra en el corro de señoras presidido por la Duquesa. Cavernoso y profético anunciaba la próxima desaparición de las partidas carlistas en la provincia de Vizcaya.

Interrogó la Duquesa:

-¿Le mandan a usted allá?

-Sí, señora, y me comprometí con el ministro y me comprometo con usted, querida Duquesa:

La Duquesa le interrumpió con esa audacia burlona que tienen algunas damas muy linajudas.

[10]

-Yo creo que bastaría con publicar en los periódicos la noticia del nombramiento de usted. Al solo anuncio de que usted iba a tomar el mando de aquellas tropas, se acabarían las partidas.

Eulalia se mordía los labios, pero su ojos tenían una alegría desvergonzada.

-¿En cuántas guerras estuvo usted, general?

-En todas.

-¿Desde el principio del mundo?

El general la miró bondadoso y magnánimo:

-En todas las de mi tiempo, hija.

-¿Y hay muchos carlistas en la provincia de Vizcaya?

-Allí es el núcleo.

Afirmó la Duquesa:

-Por eso mandan al general.

Una señora rubia, de ojos azules y [11] manos regordetas, interrogó con aire inocente:

-¿De quién son las partidas?

Respondió María Dolores aparentando mal humor:

-De Alfonso el Sabio.

Las señoras desgranaron sus risas, felices de no tener que recatarse tras los abanicos.




X

Después de atusarse el bigote, el general se miraba con disimulo los dedos, levemente tiznados:

-Los carlistas no tienen hoy otro Zumalacárregui.

El cadete se inclinó sobre el hombro de María Dolores:

-Me parece que tampoco lo tiene el Ejército.

Aun cuando había hablado a media voz, el general, por algunas palabras sueltas, dedujo lo que decía, y le miró severamente:

-Eso equivale a juzgar de todos nosotros, y usted, desde el momento en que viste ese honroso uniforme, no tiene derecho a opinar así de sus generales.

La señora coja se apoyó en su muleta:

-Dígale usted cómo debe opinar.

El general aparentó no oirla *oírla*, y bajó la voz hablando con la Duquesa:

-Usted me perdonará... La disciplina existe en todas partes, lo mismo en los salones que en los cuarteles... Era necesario corregir una falta que entraña un insulto para todos los generales españoles.

La Duquesa repuso un poco desabrida:

-Sobre todo, cuando es verdad.

-¡La verdad no puede decirse siempre, Duquesa!

María Dolores le interrumpió con una risa seca:

-La verdad no sabe oirse *oírse* siempre. En el Congreso, cuando algún loco quiere decirla, los cuerdos desgarran sus vestiduras. A todas las vergüenzas nacionales le han puesto la hoja de parra. Yo me figuro a los sacristanes de casa y boca, con una palmatoria en la mano y un puchero de engrudo, pegando por la noche las hojas caídas durante el día.

El general murmuró un poco intimidado por el genio adusto de la dama coja:

-Creo que exagera usted, María Dolores.

-¿Que exagero? ¡Si hasta en las tabernas se vende hoy la hoja de parra del patriotismo!

La Duquesa hizo un gran aspaviento:

-¡Hija, será para guisotes!

La dama coja rió, encorvada sobre su muleta, con una mueca de amargura.




XI

Oía en silencio el viejo dandy. Se le acercó el caballero cadete, y le tocó en el hombro:

-Xavier, yo tengo necesidad de hablar contigo.

El Marqués se levantó, y apoyado en el brazo del cadete, fué a sentarse en un canapé lejano. Alonso permaneció un momento caviloso, y luego exclamó:

[12]

-¿Puedes darme alguna carta de recomendación para el Cuartel Real?

El Marqués de Bradomín le miró en los ojos que tenían una llama de ensueño:

-¿Quieres servir a la Causa?

-¡Hasta morir por ella!

-A veces no se muere...

Y con una sonrisa cruel, el caballero legitimista, le mostró su manga vacía. Alonso replicó con la voz apagada y caldeada:

-¡Me estremece de júbilo la idea de dar mis dos brazos por doña Margarita.

El viejo dandy murmuró lentamente, sin que la sonrisa se desvaneciera de su boca desdeñosa:

-¡Hijo mío, no siempre nos depara la suerte la más alta ocasión que vieron los siglos.

Replicó el cadete con los ojos brillantes:

-¡Tu brazo manco a ti te da una aureola!

El Marqués suspiró:

-¿Y no crees que me la hubiera dado mucho más bella, haber acabado allí mi vida?

Alonso le interrumpió:

-Yo voy a la guerra para dar la vida, pero luego la guerra que tome lo que quiera... El Marqués de Bradomín, no puede llorar su brazo manco.

-Lloro haberlo perdido en un encuentro oscuro. Magnífico, hubiera sido ver caer la mano al sacar la espada para defender a los niños príncipes y a su madre la reina.

El cadete tembló con un escalofrío:

-¡Eso hubiera tenido un romance!

Callaron y se miraron con los ojos fuertes y encendidos, contraídas las bocas por una sonrisa tirante para ocultar su emoción leal y sentimental. Alonso, murmuró:

-¡Yo sueño una gloria así! Pero ese estímulo triste y egoísta de batirse por un galón o por una cruz, no lo siento.

-Eso llega cuando falta el ideal.

-Y es hoy el sentimiento de todo el Ejército.

El caballero legitimista, tuvo un gesto imperioso de desdén y de orgullo:

-El Ejército lo somos nosotros. De nosotros es de quienes puede seguir diciéndose que somos una religión de hombres honrados. Los que reciben una soldada son mercenarios.

-Yo recibiría una soldada de un gran capitán, pero de esa República...

El Marqués de Bradomín se irguió golpeando el suelo con la contera de su caña de Indias:

-Oligarquía de curiales. ¡Verse manco por ella, sí que sería cosa triste!

El cadete exclamó con un horror vibrante y fiero:

-¡Para morir de rabia! Por eso, y para que tal cosa no me suceda, quiero que me facilites una carta para el Cuartel Real.

El caballero legitimista meditó un momento:

-¿Tu madre conoce esa resolución?

Alonso se apresuró a interrumpirle:

-Mi madre no sabe nada, y es preciso que siga ignorándolo. Mi madre está muy metida en la conspiración alfonsina.

El Marqués murmuró con tristeza:

-Siempre había tenido simpatías por la Causa... Era dama de la reina destronada, y las tenía.

[13]

-Y sigue teniéndolas... Pero mis hermanos la han arrastrado a la conspiración alfonsina.

El Marqués de Bradomín volvió a quedar silencioso. El cadete le miraba con ojos interrogadores. Al fin el viejo caballero, poniéndole la mano en el hombro, le dijo con una gran dulzura:

-Sin el consentimiento de tu madre, no puedo darte la carta que deseas, hijo mío.

Alonso bajó la cabeza:

-Me iré sin tu carta, Xavier.

El Marqués volvió a sonreir:

-Si lo haces así, ya es otra cosa... Puedes presentarte a una dama de la Reina, que me tiene amistad, y decirle que eres mi pariente.

-¿Quién es esa dama?

-La Condesa de Valfani.

-¿Tiene favor?

-Puede hacer que entres de ayudante del Rey.

-¿El Rey se bate, verdad?

-El Rey es el mejor soldado.

-Porque yo quiero estar en donde se batan.

-Cerca del Señor estarás bien.

-¿Me has dicho la Condesa de Valfani?

-Sí.

-¿Y dices que tiene favor?

-Muy grande. Es una dama llena de inteligencia y de hermosura. Procura no enamorarte de ella.

El caballero cadete, enrojeció sonriendo, y muy conmovido estrechó en la sombra la mano del Marqués de Bradomín.

-Gracias Xavier.

-Que no te falten los ánimos en llegando.

Y el viejo caballero pronunció estas palabras con una voz tan noble, tan severa, y al mismo tiempo tan llena de ternura, que el cadete sintió llenos de lágrimas los ojos.

-¡Xavier, no me asustes!

El Marqués, le abrazó.

-Serás un héroe.




XII

Reclinado en una consola, el caballero legitimista, permanecía un poco apartado. El Vizconde de Chateaubriand solía adoptar una actitud parecida, ante una gran consola dorada, en el salón de Madama de Recamier. Rodeaban al viejo dandy la señora coja, el cadete y Eulalia Galián. El viejo dandy interrogó:

-¿Quién dirige la conspiración alfonsina?

Le respondió Eulalia:

[14]

-¡Un hombre de muchísimo talento!

-¿Molins?

El Marqués dejó caer la pregunta con un candor que era malicia. María Dolores, saltó sin poder contenerse:

-¡Te ha dicho que tenía talento!

Todos sonrieron. Eulalia, clavó sus grandes ojos en el Marqués:

-El alma de la conspiración alfonsina, es Cánovas del Castillo.

-¿Tú estás en ella?

La muchacha contestó con un guiño que le hacía gracia, pero que no decía nada. María Dolores, frunció las cejas un poco impaciente:

-Ahora a la comparsa alfonsina le ha dado por decir que ese bizco tiene mucho talento. Talento de dómine que lleva la palmeta colgada de la pretina.

Eulalia afirmó:

-Todos le reconocen genio político.

-Estamos en la era de los genios. El Congreso es una jaula de grandes hombres. Servir, ninguno sirve de nada. Necesitan un general para vencer nuestras pobres partidas de aldeanos, y no lo tienen. Necesitan un diplomático, y no lo tienen. Necesitan un almirante, y no lo tienen. Necesitan un hombre de bien que no robe, y no lo tienen. ¡Pero en tanto, todos son genios! Desde las Cortes de Cádiz, parece que todos las mujeres han parido genios en España.

Se acercó un caballero que saludó a las damas con familiar galantería, y con una inclinación muy ceremoniosa al Marqués de Bradomín:

-He oído tu pregón y acudo desde el otro extremo, admirable y admirada Dolorcitas. ¿A quién tienes en la picota, hija?

-A la pollada de charlatanes que ahora nos ha salido... En cuanto hace falta un hombre, no aparece por ninguna parte... Y en tanto todos son genios, oradores admirables, hijos de Cicerón... Ya les diría yo de quién son hijos.

Todos rieron, y el recién llegado afirmó muy seriamente:

-Ya suponemos lo que tú les dirías.

Hablaba con noble y académico reposo, que contrastaba con su acento andaluz, lleno de reticencias maliciosas. La vieja señora siguió desbocada:

-¿Dónde hay nada más ridículo que esa pajarera nacional que llaman Congreso? Tú sabes mucho más que toda esa chusma, y sin embargo, no pronuncias discursos...

El caballero se quitó los lentes de oro: Tenía una sonrisa de amable agrado, pero socarrona:

-Yo, apenas sé que no sé, Dolorcitas.

-Tú escribes mejor que Emilio Castelar.

-No basta que tú lo afirmes...

El Marqués de Bradomín, intervino con acre desdén:

-Castelar escribe al oído, como tocan en su tierra las castañuelas.

El caballero interrogó:

-¿Tampoco usted le admira?

El Marqués tuvo un gesto de suprema impertinencia:

-Le admiro como a un hijo del Aretino. Su ingenio para abrir las bolsas de sus amigos, es admirable.

-¿Y su genio de orador o de recitador?

La voz sonora y grave del caballero andaluz era incrédula y burlona. La vieja señora, casi rosmando como los gatos, le interrumpió:

[15]

-A Manterola, en vez de contestarle, se ha echado por esos trigos declamando párrafos de sus novelas, que son hórridas. ¡Y ese es el discurso famoso!

El Marqués de Bradomín tuvo una sonrisa altiva y digna:

-¿Famoso para quién? No negaré yo que el orador pueda ser hombre algo discreto... Pero sí niego que puedan serlo quienes se embelesan oyéndoles. Los oradores, los cómicos y los barberos sólo pueden ser admirados por los tontos.

La dama coja se volvió bruscamente al caballero andaluz:

-¿Pero por qué tú no te lanzas a decir de coro cuatro páginas de tus libros? Serías entonces el primer orador de España.

El Marqués de Bradomín, se acarició la barba senatorial y augusta:

-Eso solamente puede hacerse cuando nadie ha leído nuestros libros.

[16]

María Dolores, interrumpió:

-Yo había leído esa novela donde están los párrafos más aplaudidos de la contestación a Manterola. ¡Ay, cómo cazo al jilguero si llego a estar ese día en el Congreso!

Eulalia Galián murmuró riéndose:

-¿Qué hubiera usted hecho, María Dolores?

-Gritarle desde la tribuna. ¡Eh!... Señor mío, que todo eso ya lo hemos leído en una novela muy mala.

Eulalia replicó:

-Es posible que aun habiéndolo leído, no lo recordase usted entonces.

El caballero andaluz dijo con malicia de abate:

-Sí; lo recordaría por haberlo también leído en Lacordaire... ¡Bien que allí tenga un sentido más elocuente y más profundo!...

El Marqués de Bradomín murmuró con su gesto de acre desdén:

-En el discurso famoso, es una heregía *herejía* inocente y una tontería retórica, ese paralelismo entre el Dios del Sinaí y el Dios del Calvario. Una de tantas cosas que se aplauden por el tono con que se declaman. Los oídos españoles se sugestionan por el sonoro rodar de las palabras. Lo mismo se aplaude el brindis del torero, que el parlamento del cómico, que la hueca declamación del tribuno.

El caballero andaluz asentía sonriendo, y luego, con su tono zumbón y académico, explicó:

-Lacordaire, hablando de Dios, muestra cómo puede tener distintos atributos siendo inmutable su esencia, y hace esa elocuente relación que ustedes conocen entre el Sinaí y el Calvario.

Se detuvo. Le llamaban desde el otro extremo de la sala. Saludó con su amable empaque, que recordaba el tiempo de las pelucas empolvadas, y se alejó. Le esperaban unas damas con quienes iba al último acto de la ópera italiana. El Marqués de Bradomín, interrogó con afectada indiferencia:

-¿Quién es?

Le respondió la señora coja, un poco asombrada:

-¿No le conoces? Juanito Valera.

El Marqués de Bradomín, hizo un gesto de vago recuerdo:

-En Nápoles, hace muchos años, creo haberle visto en el Palacio del Duque de Rivas. Don Ángel entonces era embajador. A tu amigo le vi allí durante muchas noches, y sospecho que enamoraba a la incomparable Malvina.




XIII

Silencioso, lleno de mesura, entró un criado viejo, con trazas de mayordomo de monjas, y se acercó andando sin ruido, al sillón de la Duquesa.

-¡Señora, tenemos la casa rodeada de policía!

La linajuda dama experimentó una viva sorpresa.

-¿Cómo? ¿No estarás soñando?

El mayordomo ungió su voz de misterio:

-¡He visto unas sombras sospechosas.

-¿Unas sombras?... Pueden ser... Pueden ser ladrones...

-Es policía, señora Duquesa. Los ladrones tienen otro disimulo. Desde el principio de la noche se pasea en la [17] acera un hombre con gabán y bastón de nudos.

La Duquesa movía la cabeza muy grave y muy entonada.

-¡Gabán y bastón de nudos!

El mayordomo repetía consternado:

-¡Gabán y bastón de nudos!

-¿Usted sabe lo que es eso?

El mayordomo juntaba las manos:

-¡Sí, señora, sí!

La Duquesa cambió de tono, como una vieja de teatro, y le miró con lástima burlona:

-Explíquemelo usted, porque yo no lo sé.

El mayordomo bajó la voz muy respetuoso:

-Suponía yo, señora Duquesa... ¿Pues no quiere indicar que estamos sobre un volcán?

La Duquesa se encogió de hombros:

-¡Bueno! Ya veremos por dónde resuellan... En mi casa no se atreverán a dar un golpe.

-¡Son gente sin educación, señora Duquesa!

La dama se impacientó mostrando ese orgullo que, como un vino de cien años, aún calienta la sangre de los antiguos linajes, y la hace generosa.

-Mi casa no es la redacción de un periódico.

Aquella Duquesa de Ordax, maja desgarrada, fue por un momento la rica hembra *ricahembra* con diez y seis cuarteles de nobleza. El mayordomo se inclinó con reverencia de sacristán, y andando sin ruido atravesó la sala. La Duquesa le llamó.

-Espere usted.

El mayordomo quedó inmóvil en la puerta. Volaba por la sala, como un vuelo sonoro de abejas, el murmullo de la conversaciones sostenidas en voz baja y en los instantes de mayor silencio se oía el rasguño de una guitarra. Era una música lejana que llegaba acompañada de lamento largo y ondulante, como de canto andaluz. La Duquesa dirigió una mirada al mayordomo, para clavarle en su sitio, y luego tocó el brazo de Eulalia:

-¿Oyes?

-¿Qué es?

-Jorge, que fraterniza con el Niño de Triana.

-¿No estaba enfermo Jorge?

-Para distraerse arma esa juerga. ¿Tú has oído al Niño de Triana?

-Yo no... Dicen que tiene mucho estilo.

La Duquesa bajó la voz, dándole un misterio jovial:

-¡Vamos a oirlo *oírlo*!

Hizo una seña al mayordomo para que se acercase, y le habló en voz baja. Después alzó la voz dominando todas las conversaciones, con aquel empaque de maja que en su juventud había parecido gracioso, y ahora sólo era una lejana evocación goyesca, algo que hacía recordar esos viejos dibujos manchados de tinta y medio borrados por una maraña de rayas.

-¡Sabéis que tengo la casa rodeada de policía!

Se alzaron muchas voces indignadas:

-¡Eso es escandaloso!

-¡Creen que tu casa es la redacción de un periódico!

-¡Qué osadía la de esa gente!

-¿Pero qué se proponen?

-¡Esa República de curiales, imaginará que puede registrar tu casa!

[18]

Muchas voces repetían la misma exclamación:

-¿Pero qué se propone esa gente? ¿Pero qué se propone esa canalla?

La Duquesa se levantó con las manos en las caderas:

-¡Molestar!

Protestaron muchas voces. Algunas tenían acentos trágicos. Y los gritos de aquellas damas, y los trenos de aquellos caballeros, se correspondían de dos en dos, con un paralelismo que recordaba la bella manera literaria de los antiguos semitas.

-¡Es indignante!

-¡Crispa los nervios!

-¡Una nación heroica gobernada por gentuza!

-¡Los leones españoles regidos por gozquejos!

-¡Sufrimos la tiranía de las moscas borriqueras!

-¡Se comprende el despotismo de un emperador.




XIV

La señora coja murmuró con un dejo de burla, sentándose al lado del Marqués de Bradomín:

-La tertulia de tu prima es una cueva de conspiradores... ¡Pues ya los oyes. Todos se juzgan inviolables y todos trabajan por el hijo de doña Isabel.

El viejo dandy comentó con gesto desdeñoso:

-Es sin duda el juego con que han sustituído sus antiguos juegos de prendas.

María Dolores se agitó en el canapé dando un suspiro:

-Hablemos nosotros, Xavier.

El Marqués se inclinó con esa cortesía un poco rancia, que a un mismo tiempo es familiar y ceremoniosa:

-Hablemos.

Miró a la dama coja, esperando que ella comenzase. Pero María Dolores se [19] mordía los labios suspirando, y cerraba los ojos.

-¡Esta pierna no me deja vivir!

El caballero legitimista le mostró su manga vacía.

-Lo mejor cuando una rama estorba, es el hacha.

-¡Qué bien estaría yo con una pata de palo! ¡La podría quemar el día que tuviese frío!

Se rió con esa risa seca de las viejas que tiene algo de agorería. De pronto dijo bruscamente:

-¿Cuándo has llegado?

-Hace poco...

-¿Y no tuviste un momento para verme? ¡Cómo se conoce que soy vieja! ¡Bueno que tú también lo eres! En vez de venir a la tertulia de tu prima, que es una cueva de alfonsinos, debieras acordarte de mí para rezar juntos el rosario; pero no quieres enterarte de que ya no estás para hacer conquistas!

-¡Sí me entero, María Dolores! Y no hay mayor tristeza que sentirse viejo, cuando aún no ha caído de los hombros la capa de Almaviva.

Y el viejo dandy volvió sus ojos calados, de monje penitente, hacia Eulalia Galián. Pero la bella, con los suyos fijos en la puerta, levantaba la cabeza luminosa y dorada, sonreía y aplaudía.




XV

El Niño de Triana estaba en la puerta acompañado del primogénito de la Duquesa. El Niño empuñaba su guitarra por el mástil, y saludaba apoyado en ella. Era un viejo jorobado y enano con grandes tufos sobre las sienes. La Duquesa interrogó a su hijo:

-¿Está Nelo en voz?

El Duquesito repuso entornando los ojos:

-¡Siempre!

Sonrió el cantador, llevándose una mano a la garganta:

-Una migaja ronco, señora Duquesa.

-Estos señores desean oir *oír* tientos nuevos.

El Niño de Triana se inclinó con grave continente:

-Siempre a la satisfacción de la señora Duquesa. ¡Lástima que tengo la guitarra sin la hija de mi tío Pepe!

La Duquesa hizo un gran aspaviento pueril y gracioso:

-¿Qué es eso, Nelo?

-La prima, señora Duquesa.

La dama sonrió sacando el labio belfo con altivez y desdén, y el primogénito posó amistoso su mano sobre la joroba del guitarrista.

-Deja la tiorba, y toma asiento, Nelo.

La Duquesa llamó a su hijo con afectuosa brusquedad.

-Ven acá. ¿Y esa garganta?

-Mejor.

Hablaba un poco ronco, y tenía en la voz las mismas inflexiones que Nelo. Ambos recalcaban algunas vocales, rascando las palabras en el gaznate, como si fuese una piedra de amolar. Continuó la Duquesa:

-¿Ha venido al médico?

-Sí... Me recetó gárgaras con ron.

-¡No las habrás hecho!

El primogénito se atusó los tufos y miró a su madre con un guiño de truhán. La dama movió la cabeza.

[20]

-Procura no abusar de la medicina.

Nelo templaba la guitarra sentado cerca de la puerta. Llamó al Duquesito con un gesto de emperador, y le dijo en voz baja:

-¿Qué le gusta a tu mamá?

-Lo que tú quieras...

El niño de Triana empezó a preludiar:

-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!...




XIV *XVI*

Fue interrumpido el canto por la llegada del Marqués de Galián, en la tertulia. Venía por su hija. Era un caballero viejo, alto y flaco, con una hermosa cabeza de retrato antiguo, y cierta apostura caballeresca en toda su persona. Entró tan presuroso, que un criado le seguía sin poder tomarle de los hombros la capa española, donde abría sus lises sangrientas la cruz de Santiago. Se detuvo jadeante.

-¡Gran noticia! En Sagunto, las tropas han proclamado rey al Príncipe Alfonso.

Todos acudieron al centro de la sala, rodeando al Marqués de Galián. Hablaban a un tiempo, se miraban con los ojos luminosos, se sonreían, se estrechaban las manos. La Duquesa, muy conmovida, juntó en un abrazo a su primogénito y a Eulalia. Después llorosa, sofocada y maternal, ya siguió abrazando a todos sus amigos, siempre de dos en dos. Jorge, al advertirlo, murmuró al oído de Eulalia:

-¡Parece una boda de Maravillas!

Cambiando miradas y sonrisas se acercaron a Nelo. Eulalia apoyó su mano de hada sobre la joroba del guitarrista:

-¡Música, Nelo!

El otro levantó su cabeza aceitunada, y sus ojos negros, de una tristeza misteriosa y lejana, consultaron al Duquesito.

-¡Vamos allá!

Jorge aprisionó una mano de Eulalia, y la muchacha se la abandonó mirando a otro lado con una sonrisa inquieta, que procuraba aparentar distraída. Estaban tras de la silla de Nelo, como dos jóvenes príncipes al pie de un trono. Nelo volvió a rasguear acompañándose:

-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

Eulalia retiró vivamente la mano que le aprisionaba el Duquesito. Tenía los ojos brillantes y las mejillas rojas. Jorge la miró reconviniéndola:

-¡No seas tonta!

Ella le impuso silencio con un gesto: Se quitó el guante, y dejó resbalar la mano sobre la joroba de Nelo. El Duquesito volvió a solicitarla tras el respaldo de la silla. Sonreían los dos con una sonrisa tirante, proseguían las rondas de abrazos y se desgañitaba el Niño de Triana:

-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

La dama coja arrastró fuera al Marqués de Bradomín.

-¡Y estos serán los cortesanos del nuevo reinado!

El viejo dandy tuvo una sonrisa dolorosa y desdeñosa.

-¡Reciben a su príncipe con una guitarra! ¡Triste señal de los tiempos, en que puede ser una guitarra el símbolo de un pueblo y de un reinado!



Ramón del Valle-Inclán





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