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Valera

Leopoldo Alas (1852-1901)


Enrique Cremades (ed.)



Siempre es ocasión de pensar en tan ilustre literato, pues sus obras son ya de una actualidad constante, si no para los esclavos del efectismo periodístico, para los que siguen oyendo al ingenio hasta cuando calla; pero hoy el mismo autor de Pepita Jiménez nos ofrece motivo singular para hablar de él, porque acaba de dar a la estampa la segunda edición de sus poesías en la primorosa y elegante biblioteca que el Sr. Catalina publica con el título general de Colección de Escritores Castellanos, en la cual también figuran algunos griegos.

No es mi propósito ahora examinar los versos de Valera, ni estudiar despacio lo que pueden representar en nuestra lírica contemporánea; de esta materia trataré más adelante, porque van muchos artículos seguidos con sagrados a la poesía y me están esperando varios libros en prosa. Hoy hablo de Valera en el mismo concepto en que hablaba hace poco de Alarcón; y si algo llego a decir de esta nueva colección de versos, será incidentalmente; y a lo sumo, por lo que nos revela el prólogo del pensamiento actual del autor, y los versos del carácter del literato.

Hace años que Valera no publica libros nuevos, sino que se contenta con reimprimir los ya celebrados por el público y por la crítica, y otros que no alcanzaron tanta fama. Valera, como Campoamor y algunos otros, ha sido un literato que, además de florecer en la juventud, floreció al acercarse a la vejez; tuvo dos cosechas como los higos, la de San Juan y la de San Miguel, la del verano y la del otoño. El público ha estudiado mucho más el otoño de Valera que su primavera y su estío. Valera, sin dejar de estar agradecido, no se conforma con la opinión del público, que encuentra, por lo menos, inexacta. Él cree que los higos de San Juan (y siento que la fruta simbólica no sea más poética) valen tanto como los de San Miguel. Para probarlo se vale del crédito literario que su segunda cosecha le dio, y expende las frutas de la primera con la misma marca de fábrica, en igual forma, en cajones que tienen idénticas tapas.

La mayor parte de los escritores suelen preferir a todos su último libro; Valera parece que no; y aunque no llega a mirar con desdén su Pepita Jiménez, como llegó a mirar Flaubert su Madame Bovary (ce bouquin), piensa que muchos de sus versos y algunas de sus prosas menos conocidas valen tanto como los quebraderos de cabeza de Bargas y de su amada viudita.

Yo, si tuviera por fuerza que escoger entre las dos épocas de Valera, me quedaría sin vacilar con los frutos de la Otoñada; pero si me dejan, con todo ello me quedo. Opino que Valera siempre fue Valera, que su juventud brillante anuncia su madurez gloriosa y es digna de ella, y parte de una vida de progreso bella por lo armónica.

Esa música de la vida, esa composición armónica de la propia existencia, ese cuidado constante y firme del propio adelanto ideal, de que tanto se habló con motivo de Goethe, también puede estudiarse en Valera. El cual es uno de los españoles mejor educados, en el más alto sentido de la palabra.

Se observa en los libros de este autor, y aun en su conversación y en sus discursos, ese egoísmo saludable y legítimo que consiste en consagrar una gran atención al propio destino y al buen vivir de las facultades del alma; egoísmo que no tiene nada de repulsivo, pues en él dedicamos a nuestro propio individuo atenciones y esmeros que no es posible que dediquemos a los demás.

Hay género de caridad que no podemos ejercitar sino en nosotros mismos; por ejemplo, el de ser buenos, tener siempre recta intención, guiar hacia la luz constantemente nuestra inteligencia. A los demás podemos ayudarlos en esta esfera hasta cierto punto, pero poco; más han de hacerlo ellos por sí, y nosotros por nosotros. Goethe, aspirando a cierto género de perfección espiritual, no tenía a su disposición más que un ejemplar de hombre a quien pudiera aplicar todos los exquisitos cuidados de su gusto y de su cultura: este hombre era Wolfgang Goethe. Este egoísmo legítimo, que engendró grandes cosas, fue el mismo con que atendió Roma a su grandeza. Según Jhering, la supremacía romana nace de esta inspiración: del egoísmo nacional.

Valera, atendiendo mucho a sí mismo en este concepto, ha llegado a ser nuestro primer literato. Estudiando sus facultades y aptitudes, guiándolas por donde quería su naturaleza que fueran guiadas, tomando de la civilización todo el alimento que una gran cultura le permitía asimilarse, ha sabido hacer de un solo hombre un crítico excelente, un erudito notable, un novelista singular, un poeta culto, un diplomático experto, un hombre de mundo muy agradable, un conversacionista sin igual en España, y otras muchas cosas buenas que sin duda a mí se me olvidan en este momento.

El ser un hombre de grande y armoniosa cultura, es en todas partes una ventaja; pero en España es un mérito supremo para un literato, pues, con pocas excepciones, los más claros ingenios españoles de ahora son ignorantes en grado inverosímil; y aun los que se salvan de esta bochornosa nota, adolecen del defecto, poco menos reprensible, de ser limitadísimos y exclusivistas en sus conocimientos; y por un Echegaray que sabe física y entiende de métrica, se encuentran doce académicos que definan el rayo y el pararrayos como Ruiz Gómez.

Estas cosas tristes no se saben a priori; la metafísica no nos da luces para ver que los escritores españoles de ahora saben poco; esto se aprende tratándoles con alguna intimidad y con frecuencia.

Pues Valera es una de las pocas excepciones, y de las más notables. Y eso que él se queja en el prólogo de sus poesías de lo poco que sabe y de no haber inventado nada. En estas quejas hay un poco de coquetería, su algo de sinceridad y su mucho de trazas para llegar a la conclusión de que él es poeta, y nada más que poeta.

A pesar de lo mucho que se le ha alabado, este escritor insigne todavía tiene créditos contra la fama. La cual es de muy singular naturaleza en sus juicios. Hay escritores que valen mucho y tienen toda la nombradía que merecen; Tamayo, por ejemplo. A pesar de que hace tantos años que no escribe, sus laureles no se marchitan. Sus amigos, y sobre todo los enemigos de otros literatos, se encargan de sacar al sol las verdes coronas de Tamayo para que las dé el aire y no se apolillen. Ayala, que valía tanto, tenía, antes de escribir Consuelo, más renombre que merecía en cuanto dramático; después de Consuelo tiene todo el que merece... pero le falta un poco del que se ha ganado como lírico con pocas, pero excelentes obras. Valera, que en cuanto crítico y en cuanto estilista no se puede quejar de la admiración del público, puede decir con razón que como novelista, a pesar del gran éxito de Pepita Jiménez, vale más de lo que piensan muchos. En Las ilusiones del Doctor Faustino hay un género de gracia que no se había visto después del Quijote, y el público no la ha notado; hay allí también cierta profundidad psicológica que iguala al autor con los grandes observadores artistas extranjeros y le coloca sobre todos los de España. ¿Sí? Pues como si no hubiera nada de eso. Una crítica superficial y un vulgo distraído y sin iniciativa en el juicio, han decretado y sancionado que «Las Ilusiones» era una caída. Ni más ni menos que la Educación sentimental de Flaubert fue una caída para la crítica francesa de entonces, y hoy es una novela de las más importantes de las contemporáneas.

Valera, además, ha escrito opúsculos artísticos que no por su poca materia dejan de ser admirables joyas. Asclepigenia es un diálogo humorístico digno de Luciano y de Renán, con más cierta especialísima sal que Renán no tiene.

Y, por último, en las poesías de nuestro D. Juan hay mucho que saborear, mucho que sentir, mucho que aprender.

Eso de que Valera no es poeta, se dice muy pronto.

Ante todo, es poeta en el sentido de ser primoroso mago de la palabra, que sabe decir por modo perfecto lo que ve con clara imaginación, lo que siente con fuerza y lo que piensa con originalidad y grandeza. Poeta es el escritor de Paralipómenos y de la excursión a la Nava (Nava inmortal de que ya muchos ni se acuerdan). Pero además Valera es poeta en el sentido de versificador pulcro, hábil, fino de oído y ligero de mano. Y como tal tiene una nota singular que le da mérito único en España: la del cosmopolitismo poético. Hablando hace tiempo en artículo que, si mal no recuerdo, consta en algún libro, de las poesías de Menéndez Pelayo, tuve ocasión de explicar por qué y en qué concepto yo apreciaba mucho los versos de este ilustre escritor castellano.

Aunque mi opinión de entonces me valió excomuniones de muchos acólitos y hostiarios de la crítica, insisto en ella y le aplico ahora a D. Juan Valera. Si los versos de M. Pelayo merecen aprecio porque nos conservan nuestra hermosa flor poética del Renacimiento y recuerdan a Garcilaso, a Rioja, a Herrera, a Arquijo, a los Argensolas y al magnífico Góngora y a tantos otros, los versos de Valera son un eco de la poesía extranjera, de la literatura universal, y nos ofrecen flores de Rusia, de la India, de América, de Alemania, de Italia, de Inglaterra...: son un ramillete que representa en nuestro Parnaso contemporáneo lo que en las poesías de Goethe las comprendidas en el título Aus fremden sprachen y otras. Pero, como Goethe también, Valera no sólo traduce, sino que se impregna de ese cosmopolitismo poético; y merced a su ciencia, a su gran cultura, se traslada con la imaginación a países lejanos, siente como los poetas de civilización muy diferente de la suya, y comprende a un Valmiki, a un Ferdusi, a un Hafiz, como a Byron, o Shelley o Leopardi, tal vez mejor; porque, verbi gracia, más que al poeta de Recanati, se parece Valera, en espíritu, al escéptico persa, a Mohammed Hafiz, al cantor del vino y del amor, de cuya ortodoxia mahometana no estaban satisfechos sus compatriotas.

Hasta cuando tiene nostalgias místicas se acerca más Valera a los orientales que a los serios y tristes poetas del Norte, o a nuestros místicos a lo Eurípides, enemigos de la mujer. Valera sería más bien místico, si a ello se decidiese, a la manera de Abu-Said el asceta, que decía: «El amor es un lazo que nos tiende el Señor. Dios nos caza con las redes del amor. Si me encuentro junto a ti, amada mía, desprecio la suerte de los ángeles; que no me lleven sin ti al Paraíso, que será para mí estrecho...»

Valera repite, siempre que tiene ocasión, que él no es literato de oficio, que vive de otra cosa, que tiene otra carrera. Se parece en esto a Stendhal, diplomático algún día, como nuestro autor, aunque en jerarquía inferior, y como él cosmopolita, y hombre de mundo ante todo.

Y yendo más lejos, Valera se parece a nuestros Quevedos y Hurtados de Mendoza y Garcilasos, que corrían el mundo, estudiaban la vida en las cortes extranjeras, amaban en varios idiomas, y manejaban las armas o la política de altas esferas, llegando después al trato de la musa con este ambiente fresco del ancho mundo pegado al cuerpo, ricos de experiencia y de emociones, poéticos además de poetas.

Es, en fin, Valera, literato como lo eran aquellos astros mayores de la rica poesía inglesa del Renacimiento, caballerescos, arrogantes, activos, emprendedores, ávidos de sentir la vida en todas sus formas pintorescas, y valientes, como el conde de Sievrey, como Philip Sidney, como el inmortal autor de La Reina de las Hadas, Spencer.

Este espíritu, este aroma del Renacimiento, que ciertos retoños bárbaros quieren disipar, va muriendo poco a poco en España, casi puede darse por muerto, y los pocos, rarísimos escritores que lo conservan como pueden, merecen ser alentados en tan noble propósito. Pero si con sus versos cosmopolitas, de un cosmopolitismo expansivo, amable y casi risueño, no triste como el romántico de ayer y el pesimista de hoy, si con sus versos, digo, puede hacer mucho Valera para refrescar nuestra vida literaria, para abrir ventanas a todos los vientos de la idea, a todos los sanos influjos... más puede hacer con su prosa, que es su mejor poesía, escribiendo de crítica ahora otra vez, aquí en casa, y publicando nuevas novelas también; todo lo idealistas que quiera, todo lo personales que se le antoje, todo lo humorísticas que le convenga. Píntenos en buena hora cien mujeres, cien frailes, cien toreros, que en el fondo no sean más que otros tantos Valeras. ¿Qué importa? Mejor. Novelistas que nos muestren a los ciudadanos que andan por ahí, ya los tenemos; novelistas que nos pinten el alma de D. Juan Fresno, sólo hay uno: D. Juan Valera.

-Sí, D. Juan, usted es poeta, ¡es claro!...

Pero también es novelista. Yo creo firmemente en el poema simbólico del Corregidor perpetuo de Villabermeja, aunque no llegó a concluirlo, ni siquiera a mediarlo...; pero también creo y espero en la musa que cantó en prosa la natural idolatría antropomórfica de Pepita Jiménez y la tarde de La Nava.

[La opinión, Madrid, 26 de junio de 1886.]





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