Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Valle-Inclán

Antonio Buero Vallejo





Esto es nuevo para mí. He hablado muchas veces en mi vida en público y temo que tendré que hablar todavía muchas otras. Ahora, hablar delante de una escalera, ante un público de pie, yo sentado y, delante de este extraño aparato, confieso que nunca me había ocurrido y barrunto que no me va a volver a ocurrir, por lo menos en esta casa. Aparte de esto tengo que decirles a ustedes que estas palabras mías, aunque algunos hayan podido creer tal vez que sí, no son una conferencia, ni siquiera una charla. Cuando me propusieron que las dijese ya quedamos muy de acuerdo en que se trataba más bien de una intervención corta, más bien de una bienvenida. Y en ese sentido voy a darles a ustedes una bienvenida; una bienvenida a todos los ilustres, eminentes especialistas de Valle-Inclán que han querido congregarse en Madrid, para este Simposio Internacional sobre el gran maestro en el cincuentenario de su muerte. Una bienvenida; pero ¡claro!, estamos en la SGAE, en la Sociedad General de Autores de España y yo, da la casualidad de que soy un autor de teatro. Ustedes me van a permitir que la bienvenida se alargue un tanto porque no puedo por menos, claro está, que lanzarles a ustedes algunas breves divagaciones, reflexiones, acerca de lo que puede significar hoy este Simposio y de lo que significó y significa la figura predominantemente teatral de Valle Inclán.

Por supuesto, mis palabras tienen toda la humildad posible. Sobre el arte de Valle-Inclán y sobre el teatro de Valle-Inclán se ha dicho, no diré todo, porque afortunadamente no se ha dicho todo, pero casi. Y lo han dicho buena parte de los que están aquí presentes y lo han dicho admirablemente. Lo han analizado de un modo extraordinario. Yo no soy un especialista y mal podría tener la pretensión de añadir a todo ese acervo ingente de bibliografía extraordinariamente rigurosa e importante, algo que pudiera tener la mínima pretensión de novedad; seguramente no voy a decirles nada nuevo. No obstante ello, sí quisiera decir algo sobre Valle, aunque no sea más que para inaugurar, en alguna medida, este importante Simposio. Y quiero decirles algo, ¿cómo les diría?, como si me dirigiese a una asamblea de conspiradores. Hay alguna risa por ahí y lo comprendo. Me explicaré: como ustedes saben, Don Ramón María del Valle-Inclán en el terreno concreto del teatro, que es el que a mí ahora más me place rememorar, fue un hombre que empezó a estrenar en el teatro, que hizo su primer estreno el año 99, si no recuerdo mal, y hasta el año 34, que vino a ser aproximadamente el último suyo de vida, los estrenos que hizo en esos treinta y cinco años no pasaron de doce. Doce estrenos, rigurosamente estrenos, y si sumamos a ellos unas pocas reposiciones de algunas de las obras, no pasarían de unos dieciséis. Doce estrenos, dieciséis acontecimientos teatrales en treinta y cinco años, es poca cosa para un autor que quiera instalarse en nuestro teatro. Ahora bien, siendo poca cosa, no es exactamente la nulidad, no es exactamente la nada. No supone, como es relativamente frecuente oír, que Don Ramón no estreno casi nada o que estrenó muy poco; no es exactamente eso. Estrenó poco, pero como ustedes ven llegó a estrenar hasta doce comedias. Bien: por qué esa precariedad, sin embargo, de estrenos? Evidentemente, las características absolutamente audaces e innovadoras de su teatro, que se han reconocido, pero mucho después, no hacían nada factible que estas piezas suyas fuesen fácilmente recibidas por la sociedad española y por el público habitual de los teatros de aquí. Esto no era nada fácil, y no lo era ni siquiera con la generosa (porque en ese momento era una generosidad), con la generosa ayuda de algunos críticos que desde el primer momento pusieron muy de relieve las grandes cualidades del teatro de este hombre. A pesar de las críticas inolvidables de Enrique Díez Canedo en «El Sol» o del propio Floridor en «ABC», o de algunos otros, no faltaban sin embargo críticas incompetentes, críticas destructoras, críticas incomprensivas y sobre todo, lo que faltaba era un público suficientemente educado y una sociedad suficientemente receptiva. En consecuencia, este formidable adelantado del teatro y no sólo de nuestro teatro sino del teatro del mundo, se vio condenado a pisar muy de tarde en tarde, muy esporádicamente, la escena española.

¿Qué pasó al mismo tiempo; es decir, para ser más exacto, bastante después, en el extranjero, gracias a los esfuerzos meritísimos de no pocos hispanistas, algunos de los cuales están aquí y a los que llamaría con la mayor cordialidad asimismo «conspiradores» a favor de Valle-Inclán? Pues que estos conspiradores, ayudados por los conspiradores de dentro, fueron promoviendo ciertamente estrenos de Don Ramón en lenguas diferentes de la nuestra, se entiende. No hablo ahora para nada de los países de nuestra misma lengua. En idiomas y en países diferentes del nuestro, sólo aproximadamente desde el año 1950, no antes, y digamos que hasta el año 1978 más o menos, se produjeron unos cuantos estrenos de Valle-Inclán. Contados, aunque quizá mal contados, no pasaron de ser dieciocho de obras diversas. Posteriormente ha habido algún otro, naturalmente; alguno sonado, por embajada artística especial española; pero, hablando en general, la presencia, la penetración del teatro de Valle en el mundo ha sido también mínima. Una penetración consistente en dieciocho montajes de algunas de sus obras más notorias y, todo hay que decirlo, no siempre recibidos con entera apertura de criterio por parte de estos países.

No les faltaron a estas obras críticas no muy comprensivas que quizás hacían hincapié en algo para nosotros ya muy olvidado anteriormente: el supuesto defecto del teatro de Valle en el sentido de considerarlo más novedoso o cinematográfico que propiamente teatral. Todas esas cosas determinan que, pese a la buena voluntad y gran mérito de los «conspiradores» de dentro y de fuera, esto sigue siendo una conspiración, la conspiración para obtener dentro de España y en el mundo el reconocimiento, indiscutible ya, de la categoría teatral de Don Ramón del Valle-Inclán como una de las cumbres -de eso estoy seguro y por eso lo digo con tal desenfado, porque estoy seguro de que todos vosotros pensáis lo mismo- del teatro español del siglo XX, no ya en España sino en el mundo. Pues bien, esta es la razón de que ahora le llamemos a esto «conspiración» aunque quizá, como diría Wells, «conspiración franca». Una conspiración franca, pero que no deja de ser conspirativa, por que lo que ha pasado en el mundo con las grandes figuras del teatro mundial que han tenido al principio, como es natural, sus dificultades, pero que hoy ya no son discutibles ni incomprendidas en ningún país: un Beckett o un Brecht, pongo por caso, o un lonesco, sigue sucediendo con Valle-Inclán. ¿Por qué? ¿Es que es peor que ellos? Nosotros diríamos: ¡de ninguna manera! ¡Quién sabe si les lleva ventaja a alguno de los citados! ¡Quién sabe si les lleva ventaja a los tres! Entonces, ¿qué es lo que pasa aquí? Bueno, pasa lo que les viene pasando a las letras españolas desde hace muchísimo tiempo y no ya por el franquismo, no estoy haciendo aquí ni insinuando demagogia más o menos barata; el franquismo lo acentuó pero no lo inventó. Mucho antes, nuestras letras tenían una recepción fuera de España, salvo para algunos que emigrasen, muy precaria y muy incomprensiva. Las causas, sociales, políticas, históricas de todo esto, son demasiado largas para analizarlas ahora y por otra parte, se han estudiado mil veces.

Ahora bien, esto ha determinado una monstruosidad; la monstruosidad de que uno de los más grandes creadores de teatro del siglo, un innovador, un adelantado, cuyos adelantos se han podido comprender y apreciar muchos años después, no exista prácticamente en el mundo. Esta injusticia es la que los «conspiradores» tenaces, tercos, nos obstinamos siempre en seguir remediando. ¡Cuidado!, no estoy echándoles a los extranjeros ninguna culpa, por lo menos ninguna culpa grave. Los países que no se respetan a sí mismos, no pueden aspirar al respeto de los demás. Y España, triste es confesarlo, no se ha respetado y aunque ahora pueda haber indicios en ese sentido de modificación de talante, sigue sin respetar lo bastante a sus valores más eminentes.

A título puramente indicativo o de ejemplo, me permitiría recordarles a ustedes, entre otras muchas cosas que se podrían citar, una que me viene ahora a las mientes. Allá por el año 1919, cuando Don Ramón María del Valle-Inclán había ya dado a conocer una primera parte de su teatro, no la más importante, ciertamente; la más ingenua, la más cándida, la de las farsas infantiles, y no había dado todavía sus grandes «esperpentos», sus grandes farsas, su «Ruedo ibérico», su «Tirano Banderas», un escritorcito hoy olvidado, pero entonces estentóreo defensor del, por aquellos años, ultraísmo naciente, Isaac del Vando Villar -veo en vuestras caras que esto no os dice nada, es muy natural-, Isaac del Vando Villar, ultraísta furibundo, en una de las revistas ultraístas de aquellos años, en «Grecia», que así se llamaba la revista, habló de Don Ramón más de una vez (esto no lo he descubierto yo, esto viene en un libro de Paul Ilic sobre la vanguardia española); pues en esos artículos en la revista «Grecia», Isaac del Vando Villar, emparejando, no sé si por pura ingenuidad o por malicia, mejor dicho, emparejando no porque no eran pareja, reuniendo, no sé si por malicia o por ingenuidad, o quizás por una mezcla extraña pero posible de ambas cosas, los nombres de Valle-Inclán, Azorín y Ricardo León, decía de ellos que eran el pasado triste y que ninguno ni, naturalmente, sus congéneres de generación, habían aportado cosas nuevas ni las podrían aportar ya nunca y que había, naturalmente, que barrerlos.

Bueno, el señor del Vando Villar tenía vista, ¿eh? La historia y el tiempo, que son jueces a veces muy exactos, han hecho que a este escritor hoy no lo recuerde nadie y en cambio a Don Ramón del Valle-Inclán le estemos dedicando un Simposio Internacional que ciertamente no va a ser el último.

Ahora bien, este ejemplo de Isaac del Vando Villar que me he permitido traer a colación, se podría completar con otros, demostrativos de que, pese a algunas reacciones críticas muy inteligentes, incluso en la familia literaria española las reacciones frente a Valle-Inclán en aquellos años, aunque fueran favorables o muy favorables, no eran del todo comprensivas. Si yo no recuerdo mal -y si me equivoco seguro que alguno de ustedes me podrá corregir, pero después, claro- si yo no recuerdo mal, en el propio libro que le dedicó aquel otro hombre genial que se llamó como él, Ramón Gómez de la Serna, un libro laudatorio de Don Ramón del Valle Inclán, al hablar sin embargo de su teatro decía, por supuesto, que era un teatro lleno de bellezas y de consecuciones literarias de gran altura, pero su mayor fuerza -cito de memoria, claro, seguramente mi cita es incorrecta- venía más o menos a decir, «su mayor fuerza está en las acotaciones». Y como daba la casualidad de que las acotaciones no se podían representar, pues el teatro de Don Ramón se quedaba inevitablemente o nonato o indebidamente preterido o mal enjuiciado. Y esto lo decía un hombre de la vanguardia, otro innovador y un escritor extraordinario, de primerísimo orden, como era nada menos que Ramón Gómez de la Serna.

Este era el ambiente, estas eran las dificultades para entender el enorme mensaje de innovación y de tradición -que también la tiene, y él lo dijo- que nos aportó Valle-Inclán. Por eso, hay que decir muy claramente que como los países que no se respetan a sí mismos no pueden aspirar al respeto de los demás, esta aspereza o esta incomprensión o estas dificultades que los mayores valores españoles suelen tener y han solido tener, tuvo ejemplo excepcional en el propio Valle-Inclán. Eso que Guillermo de la Torre, en un libro ya clásico suyo, no ha vacilado en calificar de «la aspereza extraordinaria con que el español es crítico del español» y que yo en algún otro escrito mío que anda por ahí me permití corroborar citando una frase estremecedora de Baltasar Gracián en El Criticón, estamos en el siglo XVI o XVII, donde le hace decir a Critilo la siguiente frase verdaderamente insólita: «Los españoles abrazan todo lo extranjero pero desprecian lo propio.» Eso lo dijo en el Siglo de Oro Baltasar Gracián; las cosas no han cambiado mucho. Pues bien, esta actitud, que sin exageración ni melodrama podríamos calificar de suicida por parte de España, es una de las cosas que tenemos que echarnos en cara nosotros mismos, antes de echarles en cara a los extranjeros que no hayan llegado a desmenuzar y a entender el teatro de Don Ramón del Valle-Inclán.

Si Don Ramón hubiera nacido -hipótesis naturalmente improbable y absurda pero que se hace para mejor entender las cuestiones- en Francia o en Inglaterra o en la misma Alemania, ¿no estaría hoy proyectado en el mundo y por supuesto también en nuestro propio país? ¿No estaría hoy perfectamente estudiado? ¿Encontrada la terrible coherencia de las cosas que eran aparentemente incoherentes o defectuosas en su teatro? ¡Ya lo creo que sí! Autores algo menos coherentes que él, aunque muy importantes e interesantes, autores por ejemplo como Alfred Jarry en Francia lo han sido. Hoy estamos todos al cabo de la calle de Alfred Jarry, ¡y con justicia para él!, pero si esto ha ocurrido con Jarry, qué no debió ocurrir con Don Ramón. Pues no ha ocurrido y sigue sin ocurrir del todo y el Simposio tiene que contribuir a seguir llenando esa laguna, esa injusticia.

Los «conspiradores», por lo tanto, se reúnen aquí hoy, y a partir de ahora una serie de días, no para formular conmemoraciones vacías. Podría haber el peligro, se podría pensar que, dada la gran distancia de tiempo que ya nos separa del Valle-Inclán vivo que escribía, estas conmemoraciones muy justas por otra parte serían sin embargo tardías. Conmemoraciones muy justas y reconocimientos y recuperaciones. Porque, al fin y al cabo, era un autor nuestro. En España -hay que reconocerlo- se han venido haciendo ya desde hace bastantes años y hasta quizá décadas, de una manera por supuesto incompleta, esporádica, pero lo bastante intensa y tenaz como para saber que hoy, incluso para buena parte del gran público español, Valle-Inclán ya no es alguien por el que haya que conspirar a favor; pero en el extranjero todavía sí, porque inevitablemente reciben nuestras cosas con un cierto retraso, con un cierto filtro.

Pues bien, podríamos tener el temor, pensar que existe el peligro de que un hombre de cuyo nacimiento nos separan algo así como ciento veintitantos años -nació en los años 60 del siglo pasado-, de que un hombre cuyas obras cimeras están escritas en las décadas de los años veinte y treinta, por muy grande que fuera sería, sin embargo, la tardía y en cierto modo, por lo tanto, irremediable recuperación incompleta de algo que ya no nos podía decir lo que debió decir en su momento y que por incompetencia y torpeza de nuestra sociedad no pudo llegar a insuflar en sus compatriotas. Pero no es así. La altura creadora, literaria y teatral de Don Ramón es tan enorme que a pesar de todos esos años transcurridos, aquí está su teatro, tan vivo o más que nunca. Esto da una gran vitalidad al Simposio en el que estamos y, por supuesto, lo justifica plenamente.

La vitalidad de Don Ramón, la vigencia de Don Ramón es incuestionable. Una de las maneras, digamos irónica, por la cual vemos lo incuestionable que es, se refiere a cómo su estética o sus estéticas y los problemas estructurales de su teatro, siguen causando discusiones interminables y, en el terreno propiamente operativo, enormes discrepancias o insatisfacciones o, ¿por qué no?, errores en algunos de los que montan algunas de sus obras. Es decir, es un gran autor pero, justamente por su grandeza, un autor muy difícil. Sus últimos secretos no se han revelado y probablemente nunca se revelarán.

Toda la teoría de la teoría del «esperpento» está constantemente en revisión. En alguna ocasión yo me permití escribir, en algún lado, que el esperpento de Valle-Inclán era bueno porque no era absoluto. Esto, que a primera vista podría parecer como una especie de tentativa de echarle agua al vino del «esperpento», no era tal. Muy al contrario, de lo que se trataba era de filtrar con toda exactitud y de paladear con el mayor acierto posible ese vino extraordinario que es el «esperpento», en el cual la falta de absoluto desaforamiento hace que por él pueda filtrarse la verdadera estatura, trágica a veces, de alguno de los personajes, sin la cual el «esperpento» realmente no pasaría de ser una farsa y hasta una enorme farsa, pero no un «esperpento». Bien: esto es una opinión personal y queda sometida, como todas las demás, a la discusión interminable de qué es y qué no es y qué debiera ser o qué deberíamos entender por «esperpento». Pero esa discusión interminable ahí sigue, buena prueba de lo vivo que está este género que Valle Inclán promovió.

Esto, por lo que se refiere a uno de los aspectos clave de su estética; pero la palabra estética me lleva inevitablemente a otra y me lleva también a esta otra en razón de actualidad, porque todos sabemos que en nuestro tiempo y concretamente en nuestra circunstancia española de hoy, hay una cierta propensión, bastante extendida, a valorar, en el teatro se entiende, todo lo que sea experimentación, audacia y novedad formal y estética, considerando como obsoleta -según dicen ahora- toda implicación de carácter crítico o ético. Me parece que en esta Valle-Inclán sabía también bastante más que algunos apresurados enterradores de fórmulas de nuestro tiempo, porque Valle-Inclán fue un artista extraordinario, un innovador desde el punto de vista estética extraordinario, pero fue también un crítico implacable y si la palabra no les parece a ustedes demasiado atrevida -yo creo que no lo es en absoluto- y hasta puede que algún estudioso la haya dicho antes que yo, fue, a la manera como debe ser, claro está, en el ámbito del teatro, un formidable moralista. El teatro de Valle-Inclán, suprema consecución estética, es también una suprema consecución de un moralismo bien entendido dentro del instrumento que llamamos: «expresión teatral». Todas estas cosas, evidentemente, me parece a mí que acreditan la vigencia inagotable de Don Ramón y entonces, ante este Simposio que iniciamos, yo me limito a decirles a ustedes: ¡Adelante! A Valle-Inclán, porque está vivo, hay que seguir estudiándole inagotablemente, ya que él es inagotable.

A los queridos «conspiradores» de fuera, a los queridos «conspiradores» de dentro, vaya mi palabra de aliento en el sentido de seguir conspirando en conspiración franca, ya digo a favor de la causa -«cruzados de la causa»- de un Valle-Inclán que debe ser en el mundo una figura señera y todavía no lo es.

No sé si para quitar algo de solemnidad, el tema la hacía hasta cierto punto inevitable, quede, muy oportuna o no, una pequeñísima anécdota. Tiene poco que ver con lo que les acabo de decir; bueno, algo sí tiene que ver. Se la contaré a ustedes simplemente. Yo nunca hablé con Don Ramón. Lo vi pasar varias veces por la calle en Madrid; lo miraba pero nunca me atrevía a hablar con él. Entonces éramos mucho más tímidos para esas cosas. Pero una noche que yo iba hacia la Cibeles, en el paseo de Recoletos, allí, de pie, estaba Don Ramón, hablando, con su capa color tabaco inconfundible. Estaba hablando con dos obreros, dos obreros inconfundibles, incluso de blusa, de las blusas que antes algunos de ellos llevaban, que le escuchaban con gran atención. Yo pasé a su lado, de largo, naturalmente. No quise pararme por discreción pero pude llegar a oírle a Don Ramón -esto os juro que es auténtico- que peroraba ante los dos obreros: «Porque la revolución social...»; fue la única frase que llegué a captar. Bien, yo seguí y ya no oí más. No eran exactamente preocupaciones estéticas, sino también críticas y éticas las que sin duda alguna animaban los últimos años de Don Ramón del Valle-Inclán. ¡Adelante con el Simposio! Muchas gracias.





Indice