Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Vallejo-Neruda: divergencias y convergencias

Giuseppe Bellini





El tema Vallejo-Neruda ha sido ya tratado varias veces1, pero no me parece inútil volver sobre él en esta ocasión. Y ante todo hablar de las relaciones entre los dos poetas, que muchas conjeturas han originado y que, por fin, pueden ser aclaradas definitivamente a través de una atenta lectura de lo que Neruda dejó escrito en torno a su «amigo» y compañero.

Conocida de sobra es la inquina entre Neruda y Larrea a propósito de Vallejo2. Se puede hablar, por Larrea, de un amor posesivo con relación a Vallejo, tanto que había llegado a considerar como propiedad exclusiva la figura y la obra del poeta peruano, determinando situaciones difíciles con varios intelectuales y especialmente con la nada fácil viuda del poeta, Georgette.

Contra Neruda, Larrea tenía varios motivos de enemistad: le reprochaba ante todo la suficiencia con que había tratado a su idolatrado poeta durante el período parisino y hasta le acusaba de plagio en varias ocasiones, por consiguiente de ser un deshonesto y poeta escasamente dotado.

El chileno se vengó de su detractor en la conocida oda «A Juan Tarrea», que incluyó en 1956 en las Nuevas Odas elementales. Es aquí donde Neruda acusa a Larrea-Tarrea de haberse aprovechado de Vallejo: «dio la mano, / pero la retiró con sus anillos. / Arrasó las turquesas. / A Bilbao se fue con las vasijas». Larrea fue, según Neruda, un explotador del poeta peruano: «... se colgó de Vallejo, / le ayudó a bien morir, / y luego puso un pequeño almacén / de prólogos y epílogos». Quiso además, según le acusa el chileno, enseñarle a los americanos qué es América, una América que no conocía y que se transformaba en una serie de discursos vacíos, en un «... berenjenal / de vaguedades», en un «... baratillo viejo /de saldos metafísicos, / de seudo magia / negra / y de mesiánica / quincallería». Mientras Neruda afirmaba su aceptación por los españoles que quisieran «roturar» la tierra americana o «presidir» sus ríos, invitaba a Larrea-Tarrea a que regresara a las puertas del Caudillo, del que lo definía, grave acusación política, «emanación», y orgullosamente afirmaba la permanencia de su canto por encima del odio y la calumnia: «Yo tengo canto / para tanto tiempo / que te aconsejo / ahorres / uña y lengua». Tonos duros, que le conocemos frecuentes a Neruda contra sus enemigos3.

Pero, en realidad, ¿qué opinión tenía Neruda de César Vallejo? En varias ocasiones la afirmó positiva, aunque, como lo comprobé directamente varias veces, no le gustaba el argumento, posiblemente hastiado por tanto habérselo propuesto. A pesar de todo, prevaleció, en el tiempo, por encima de la común experiencia parisina del destierro, o precisamente por ello -un destierro mucho más difícil para Vallejo que para Neruda, lo sabemos-, la diversidad de temperamento, sombrío el de Vallejo, más alegre el de Neruda, y con una disposición original a ver el aspecto humorístico de las cosas, a tomarle el pelo a la gente, incluso a sus compañeros más queridos. Un temperamento, el de Neruda, que muy bien se avenía, por ejemplo, al más bondadoso, pero también guasón, de Miguel Ángel Asturias, con el cual la amistad fue perfecta.

Las memorias nerudianas, reunidas y publicadas después de su muerte, Confieso que he vivido, son reveladoras de la situación, si las consideramos atentamente. La verdad, que Neruda nos envía allí a algunos poemas que dedicó a la figura y la poesía de Vallejo, pero es sólo una tentativa de despistar al lector. En efecto, dos son los poemas que Neruda dedica a su amigo poeta: en 1954 incluye en las Odas elementales la «Oda a César Vallejo» y en 1958 le dedica otro poema. En la oda mencionada, el poeta chileno evoca el período pasado en París, en tiempos de la guerra civil española, e intenta, con versos insólitamente rudos, no por ello en ocasiones menos eficaces, presentar una imagen de Vallejo que llamaré «comprensiva». Neruda considera la doble condición de desterrado del peruano, ve representado en él al símbolo de su raza, participa intensamente en su muerte, lo va buscando, y es aquí que la imagen de Vallejo imprevistamente se transforma, se vuelve luminosa, milagro que sabe realizar el poeta chileno siempre que se enfrenta con la tragedia del destino humano. Vallejo es, para Neruda, la esencia de su raza y de su mundo:


Te busco
gota a gota,
polvo a polvo,
en tu tierra,
amarillo
es tu rostro,
estás lleno
de viejas pedrerías,
de vasijas
quebradas,
subo
las antiguas
escalinatas,
tal vez
estés perdido,
enredado
entre los hilos de oro,
cubierto de turquesas,
silencioso,
o tal vez
en tu pueblo,
en tu raza,
grano
de maíz
extendido,
semilla
de bandera.



Imagen exaltante, posiblemente influida en Neruda por el deslumbramiento provocado en él por las Alturas de Macchu Picchu, visión luminosa en la que se expresa la sustancia misma de una América permanente, que en Vallejo tiene su poeta:


...un día
te verás en el centro
de tu patria,
insurrecto,
viviente,
cristal de tu cristal,
fuego en tu fuego,
rayo de piedra púrpura.



Es éste un Vallejo totalmente «reconquistado». Pocos años después, en Estravagario (1958) Neruda vuelve a Vallejo, sin mencionarlo más que con una «V.». La «V» floreal que constituye el título del poema es un homenaje transparente, pero en el poema escasa es la nota poética. Neruda vuelve al tema molesto de los ataques y las acusaciones de sus enemigos. Como en el caso del poema en muerte de Gabriela Mistral, el poeta chileno pone de relieve, con ironía amarga, la celebración del genio después de que ha muerto el hombre y le duele que ahora, en un ejercicio absurdo, se emplee al muerto contra él, para establecer grandezas4; defiende, por consiguiente, una intimidad que elimina comparaciones, una experiencia existencial que es la única que lo acerca a Vallejo:


él, en el territorio de su muerte,
con sus obras cumplidas,
y yo con mis trabajos
somos sólo dos pobres carpinteros
con derecho al honor entre nosotros,
con derecho a la muerte y a la vida.



En los poemas citados, al fin y al cabo, no encontramos la documentación de una verdadera amistad, pero sí comprensión. Menos favorables son, a pesar de todo, los pasajes que se refieren a Vallejo en las memorias nerudianas, Confieso que he vivido. Sería suficiente comparar la alusión, en estas prosas, a la cabeza del peruano -«su gran cabeza amarilla, parecida a las que se ven en las antiguas ventanas del Perú»5.-, con el verso de la oda que Neruda le dedica en 1954 -«amarillo/ es tu rostro»-, para comprobar la diferencia de clima. Tratando del poeta, no obstante las inevitables apreciaciones por una «poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas»6, se hace patente la diferencia entre dos caracteres opuestos y una escasa comprensión humana. Frente a la expresada admiración por el poeta que es Vallejo, destaca una incompatibilidad que se manifiesta desde el primer encuentro, allá por el año de 1927: cuando Vallejo expresa a Neruda que, en su opinión, él es el «más grande de todos nuestros poetas» y que sólo Darío se le podría comparar, la reacción del chileno es brusca, rechaza todo trato «literario» y provoca en el peruano inmediata molestia7. Recuerda Neruda:

Me pareció que mis palabras le molestaron. Mi educación antiliteraria me impulsaba a ser mal educado. Él, en cambio, pertenecía a una raza más vieja que la mía, con virreinato y cortesía. Al notar que se había resentido, me sentí como un rústico inaceptable8.



Declara luego que más tarde se hicieron muy amigos, que se veían diariamente en París en años sucesivos y que lo fue apreciando «más y más en su intimidad»9. Seguramente Neruda fue apreciando, de Vallejo, la intensa problemática que su poesía expresaba, porque en parte la sentía muy afín a la suya, pero a nadie se le escapa la ironía encerrada en las últimas frases del pasaje citado. Tampoco es realmente positiva la imagen que Neruda nos ofrece de su «amigo»:

Vallejo era sombrío tan sólo externamente, como un hombre que hubiera estado en la penumbra, arrinconado durante mucho tiempo. Era solemne por naturaleza y su cara parecía una máscara inflexible, cuasi hierática. Pero la verdad interior no era esa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concierge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión10.



Aparte el declarado rechazo por Georgette de Vallejo, que más adelante Neruda repite, definiéndola «insoportable»11, y que aquí despectivamente declara «hija de concierge», el poeta chileno presenta al peruano como hombre presumido y de carácter débil, sometido a su terrible mujer12. Conociendo a Neruda, es inevitable que su carácter no encontrara puntos de inmediata simpatía en Vallejo, como al contrario los había encontrado en Alberti, en García Lorca, en Hernández o el mismo Aleixandre, siempre tan sencillo y espontáneo. Si de amistad se pudiera hablar entre Neruda y Vallejo, se trataría más bien, como el chileno mismo la definió, de una «amistad descentrada»13, o mejor de una sincera apreciación por el significado de su poesía.

Una común problemática es la que une a los dos poetas americanos y común es el punto de partida: la adhesión, a través de intensas lecturas, a Quevedo. Una misma formación, también es punto interesante de identidad. Rubén Darío está en la base de la poesía de Vallejo y de Neruda, a partir de los «poemas juveniles»14 y Los heraldos negros del primero y de la obra primeriza de Neruda, recogida hasta ahora en El río invisible15, y Crepusculano. Cuánto Darío y cuánta melancolía en ambos, a veces afectada, cuánto dramatismo, al lado de un sentimentalismo que irá desapareciendo más tarde en su aspecto más falso, sustituido por un sentido realmente dramático de la vida. El común origen campesino les abre los ojos, a ambos poetas, sobre realidades, de su tierra que interpretan con inmediata participación. Véase, como ejemplo, «La mula» de Vallejo16 y de Neruda «Trópico arenoso»17.

Vallejo y Neruda perciben el drama del vivir, que luego el primero expondrá, programáticamente, se diría, en el primer poema de Los heraldos negros, del mismo título. Ambos observan el mundo que los rodea y captan con viva sensibilidad sus cromatismos, evidencian matices que desembocarán en la negrura de la poesía de Vallejo y en el panteístico verde-azul de Neruda, sucesivo a los Veinte poemas... y a Residencia en la tierra.

Entre los dos poetas no se puede hablar de influencias, a pesar de que llega un momento en que Neruda constituye punto de referencia para Vallejo, y es cuando Neruda escribe su poema España en el corazón y Vallejo España, aparta de mí este cáliz. Giovanni Meo Zilio ha subrayado la anterioridad del poema nerudiano con respecto al vallejiano y demostrado la fundamental equivalencia, «salvo variantes», de los principales materiales eidéticos y léxicos18. Esto, sin quererle quitar «ningún valor a la asombrosa obra del peruano»19, que Meo Zilio, precisamente, fue el primero, en Italia, en valorizar y difundir20, antes, mejorando ahora el juicio anteriormente expresado en torno al poema nerudiano, puesto que reconoce que ambos poetas «han vivido real y legítimamente, in carne propria, la tragedia agónica de España y ambos han sabido cantarla, cada uno a su manera, con acentos poéticos altísimos»21.

En este espíritu, no de dependencia, sino de plenamente alcanzada originalidad, partiendo de lecturas que reflejan problemas comunes a ambos poetas, yo también he ido investigando, en otra ocasión, la huella que en ellos dejó la lectura de Quevedo22.Creo que es éste el punto en que se realiza verdaderamente el contacto más profundo entre Vallejo y Neruda, que le permite mantener, instintivamente, cierta comunicación, si no una amistad verdadera. Por este motivo me parece legítimo destacar una vez más lo que la lectura del gran artista del siglo XVII sobreentiende en cuanto a problemática personal.

De las relaciones entre Vallejo y Quevedo ya trató Xavier Abril, insistiendo en torno a determinados temas que, a su parecer, demuestran la directa conexión con la raíz hispánica «universal»23. Sin embargo, declara que le resultan grandes las dificultades a la hora de encontrar una semejanza «formal, métrica y simétrica» entre Vallejo y Quevedo, pero que algo esencial existe entre los dos por lo que se refiere a los temas de la vida, el amor, el tiempo y la muerte24. Abril insiste sobre todo en el poema España, aparta de mí este cáliz, más que en los Poemas humanos, para comprobar su tesis, puesto que el poema mencionado le representa la identificación única del poeta con el destino, la acentuación de su categoría «terrible y reveladora», en una participación más directa que la de Neruda25.

Tema sobrado, éste de las comparaciones Vallejo-Neruda, ya rechazado por la mayoría de los críticos como inútil26, no solamente por el poeta chileno27.

Neruda nos ha indicado claramente su especial preferencia por Quevedo, cantor del tiempo y de la muerte28. Ya en 1935 el poeta chileno publicaba, como sabemos, en la revista Cruz y Raya una antología de los «Sonetos de la muerte» de Quevedo. 1935 es el año en que un encuentro ocasional, en Madrid, con la obra poética del satírico español logra destruir la anterior visión negativa, obra de «malos textos» y «malas antologías» sobre los que Neruda había formado su idea del gran literato barroco29. Saliendo de la estación de Atocha, el chileno había encontrado, según declara, su tesoro, «un viejo y atormentado libraco» encuadernado en pergamino, que contenía la obra poética de Quevedo30. En su lectura transcurrió toda la noche y fue una revelación, un alcanzar su propio origen, un espejo, una extraordinaria caja de resonancia en la que vivían sus propios problemas, sus propias sensaciones. Escribe significativamente Neruda: «llegué a Quevedo, desembarqué en Quevedo»31, y afirma:

Quevedo fue para mí la roca tumultuosamente cortada, la superficie sobresaliente y cortante sobre un fondo de color de arena, sobre un paisaje histórico que recién me comenzaba a nutrir. Los mismos oscuros dolores que quise vanamente formular, y que tal vez se hicieron en mí extensión y geografía, confusión de origen, palpitación vital para nacer, los encontré detrás de España, plateada por los siglos, en lo íntimo de la estructura de Quevedo. Fue entonces mi padre mayor y mi visitador de España. [...]32.



Desde entonces Quevedo constituye para Neruda una enseñanza fundamental, que se manifiesta en el desprecio por lo falso, en la lucha para desnudar a los vivos de sus falsos ropajes y «preparar al hombre a la muerte desnuda, donde las apariencias humanas serán más inútiles que la cáscara del fruto caído»33. Será el origen de una «enseñanza clara y biológica», que significa perder el temor a la muerte, porque «Si el paso más grande de la muerte es el nacer, el paso menor de la vida es el morir»34. Será un acrecentar la vida «con toda su rumorosa materia de la vida», un símbolo de comprensión: «¿La borrascosa vida de Quevedo, no es un ejemplo de comprensión de la vida y sus deberes de lucha?»35.

En Quevedo, Pablo Neruda encuentra una visión extraordinariamente positiva del hombre y de la vida; con su auxilio logra desvincularse de sus propios dolores, para hacerse intérprete de los del hombre y superarlos en una visión siempre exaltante, por duras que sean las desilusiones, las derrotas, siempre transitorias. Forjará Neruda sucesivas utopías, incansablemente36; utopías que se impondrán sobre el sentido del tiempo y la conciencia de la muerte, comunicando a su poesía una frescura imborrable que la rescata del osario, un mensaje primaveral que se impone sobre las más aterradoras presencias: la muerte vestida de Almirante37, el gusano que nos consume38, las horas que caen como campanadas o con duro disparo de pistola, el polvo que pasa su lengua destructora sobre todas las cosas39.

Por lo que concierne a Vallejo, el poeta no nos ha dejado indicios ciertos ni juicios en torno a sus lecturas de la obra de Quevedo, pero constatamos su presencia inspiradora en muchos pasajes de su obra poética. Sobre el tema de la muerte, la falta de una creencia en el más allá acentúa, más que en Neruda, el tono dramático. Diría que, más que el poeta chileno, Vallejo asume en todo su dramatismo el interrogativo-exhortación del escritor español formulado en el «Sueño del Infierno»: «¿A qué volvéis los ojos que no os acuerde de la muerte?»40.

Como Quevedo, Vallejo expresa presentimientos continuos de su propio fin. La referencia es al conocido soneto, cargado de sombrías onomatopeyas, que empieza con los versos: «Ya formidable y espantoso suena / dentro del corazón el postrer día;»41 de tanta resonancia en la poesía hispanoamericana del siglo XX42: llegado a viejo el poeta español contempla en sí su propia muerte, que impiadosa avanza, y estoicamente a ella se prepara; Vallejo no necesita llegar a la vejez, sino que se diría sobrecogido por una muerte que no le ha permitido conocer la vida.

El mencionado soneto es el mismo que resuena también en Neruda, pero hay que subrayar que el presentimiento de la muerte se hace más directo en Vallejo, más personal. Recordemos los versos de «Piedra negra sobre una piedra blanca», de Poemas humanos: sólo al final de su soneto Quevedo revela un «mi» que hace de él el sujeto de la muerte, «mi bien previene», mientras que Vallejo desde el primer verso revela su protagonismo, su personal implicación: «Me moriré en París, / un día del cual tengo ya el recuerdo». Si atendemos, además, al «Sermón de la Muerte», los interrogativos envuelven toda la vida del hombre y sus fines; de lo personal Vallejo ha llegado a una visión dramática universal formulando altas recriminaciones, consideraciones que implican, con la inutilidad del vivir, la injusticia que preside a la existencia humana:


¿Es para eso, que morimos tanto?
¿Para sólo morir,
tenemos que morir a cada instante?



El tema, el problema, es el mismo que se planteaban los antiguos poetas del área náhuatl. Vallejo responde con interrogativos angustiosos a la resignada, o plenamente aceptada, afirmación de Quevedo en torno al irremediable destino del hombre, natural para éste, como se expresa en carta al doctor Manuel Serrano del Castillo: «Ninguno puede vivir sin morir, porque todos vivimos muriendo»43.

Lo que en Quevedo es constatación, en Vallejo es dramático problema sin explicación; implica la inutilidad de la vida y la injusticia de nacer. Para el poeta peruano la vida es, por consiguiente, calvario inexplicable; su misma experiencia le fuerza a afirmarlo, le proporciona una visión amarga que se opone a la serenidad de Quevedo, para quien la muerte es liberación, conciencia de lo inevitable, ínsita en la propia naturaleza humana, en la misma fragilidad del ser, y por fin preparación del bien eterno. Escribe el poeta español en «El reloj de arena»:


Bien sé que soy aliento fugitivo;
ya sé, ya temo, ya también espero
que he de ser polvo, como tú, si muero,
y que soy vidrio, como tú, si vivo.



Nada de todo esto en Vallejo: ninguna resignación, ninguna filosofía de la consolación, sino sólo rebelión, lamento y drama.

El tema de la muerte que trata Quevedo influye también en Neruda, lo hemos ya visto. Pero en el poeta chileno mueve otros resortes que no en Vallejo, origina interrogativos hacia un no individualizable más allá, mueve a la interpretación del límite como abierto misterio. Nos socorre un significativo pasaje del Viaje al corazón de Quevedo:

Hay una sola enfermedad que mata, y ésta es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia la muerte. Hay una manera sola de gasto y de mortaja, es el paso arrastrador del tiempo que nos conduce. ¿Nos conduce adónde? Si al nacer empezamos a morir, si cada día nos acerca a un límite determinado, si la vida misma es una etapa patética de la muerte, si el minuto de brotar avanza hacia el desgaste del cual la hora final es sólo la culminación de ese transcurrir, ¿no integramos la muerte en nuestra cotidiana existencia, no somos parte perpetua de la muerte, no somos lo más audaz, lo que ya salió de la muerte? ¿No es lo más mortal, lo más viviente por su mismo misterio?44



La enseñanza más profunda de Quevedo, según lo entiende Neruda, a diferencia de Vallejo, no es el «transcurrimos en vano», sino una «llave adelantada de las vidas» y a la vida misma, en su obligado límite, da un significado misterioso: «¿No es lo más mortal, lo más viviente, por su mismo misterio?»45.

Partidos de una misma enseñanza quevedesca -es lícito suponer que por los mismos años ambos poetas hayan llegado al «verdadero» Quevedo, o sea al más profundo y menos falsamente llamativo- Vallejo y Neruda han asimilado su lección de manera fundamentalmente distinta, descontado el tremendo problema que la muerte pone al hombre. El sentido, diría «religioso», del límite que encontramos en Quevedo no sobrevive en Vallejo. En Neruda sí, aunque él mismo se acercará a tonos más parecidos a los del poeta peruano al contemplar el destino del hombre asediado por la muerte -véase «Sólo la muerte» de la segunda Residencia en la tierra-, destinado a morir no de una sola muerte, sino de mil muertes diarias, las miserias y humillaciones que poco a poco apagan la vida, transformándola en «una copa negra que bebían temblando»46.

La raíz de preocupación por el destino humano aparece idéntico en ambos poetas, Vallejo y Neruda. El tiempo es el vehículo con el cual se acerca la muerte, siempre asalto alevoso. Por Neruda, en efecto, la muerte es golpe repentino e inesperado -poco sirve en este caso la enseñanza de Quevedo-, que se descarga sobre el individuo abriendo repentinamente el sinfín de la eternidad, como si nunca hubiera existido47. Vallejo ve en el tiempo la acumulación del destino humano y en la muerte la única manera de expresar una vida no vivida. Escribe en «El momento más grave de la vida»: «En suma, no poseo, para expresar mi vida, sino mi muerte»48.

Neruda adopta una posición continuamente contrastante a propósito de la muerte, ya aceptándola, ya insultándola, como en el «Testamento de otoño», de Estravagario; la contempla en su aterrador potencial de destrucción en «Cataclismo», de Cantos ceremoniales, luego pondera sus estragos en añoradas ausencias, como en «Fin de fiesta», de los mismos Cantos, o vuelve a animar a su gente y al hombre en general, considerando la incansable función generadora de la tierra, sustento de «la maldita progenie que hace la luz del mundo»49.

Vallejo ahonda en su negrura. El tiempo acerca a la muerte y el dolor aumenta, «desgraciadamente», por minutos; vivir es dolerse de vivir y «el bien de ser, dolemos doblemente», como se expresa en «Los nueve monstruos»50.

La repugnancia de Vallejo por la muerte no la encontramos en Neruda. El poeta chileno parece jugar y luchar con ella; la zarandea violentamente y al mismo tiempo la acepta, hasta a veces es la que abre la puerta a los últimos dolores51; no elimina el impulso hacia la vida, hacia la esperanza; es un accidente inevitable que no ofusca el día luminoso en que la hermandad y la paz triunfarán para todo el género humano.

En opinión de Vallejo la muerte es únicamente un mal y el hombre la ve acercarse con angustia, puesto que todavía no le ha sido posible vivir. En «Imagen española de la muerte», de España, aparta de mí este cáliz, una serie de acentos angustiados ofrecen la medida del sentido de desesperación con que el poeta entiende la muerte. Su elegía a la vida en «La violencia de las horas», se abre con una imagen de muerte universal: «Todos han muerto»52. Tremendo pórtico quevedesco. En el poema en prosa número LXXV, de Trilce, transparente referencia al «Sueño de la muerte» de Quevedo, revive el «tremendismo» del poeta español. Recordemos, cómo, frente al estupor de Quevedo por faltar señales exteriores de la muerte en el infierno, la muerte misma lo desengaña duramente y concluye: «primero sois calaveras y güesos que creáis que lo podéis ser»53. En su poema Vallejo parece aceptar en su totalidad el concepto quevedesco de la muerte:

Estáis muertos.

Qué extraña manera de estarse muertos.

Quienquiera diría no lo estáis. Pero, en verdad, estáis muertos.

Flotáis nadamente detrás de aquesa membrana que, péndula del zenit al nadir, viene y va de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la sonora caja de una herida que a vosotros no os duele. Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte54.



La intención de Quevedo era dar una lección moral; Vallejo no tiene esta intención, ni acepta la muerte. Denuncia, al contrario, el fraude, la frustración en que se consume el individuo:

Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quienquiera diría que, no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis. Pero en verdad, vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino el no haber sido sino muertes siempre. El ser hoja seca sin haber sido verde jamás. Orfandad de orfandades.

Y sin embargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una vida que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida55.



Poesía de la desesperanza, la de Vallejo, poesía que encierra una desesperación profunda, un dramatismo visible también en la concepción de la muerte como golpe inesperado dominado por el azar. Es otro punto de encuentro con Quevedo, y con Neruda en la misma fuente, el citado «Reloj de campanilla», «metal animado» como lo define el poeta español, que da la «hora irrevocable».

La lección moral de Quevedo se vuelve nuevamente desesperada constatación en Vallejo. En su poema «Unidad», de Los heraldos negros, el reloj de Quevedo se transforma en un inquietante revólver, humanizado, jadeante, que lleva en su tambor un único plomo, sobre el cual de un momento a otro podrá caer el gatillo:


En esta noche mi reloj jadea
junto a la sien oscurecida, como
manzana de revólver que voltea
bajo el gatillo sin hallar el plomo.



En «Ya se fue la ciudad», de Estravagario, Neruda trata el mismo tema y su reloj es un artilugio devorador del tiempo, o sea de la vida del hombre, que va dejando sin savia ni color:


Cómo marcha el reloj sin darse prisa,
con tal seguridad que se come los años:
los días son pequeñas y pasajeras uvas,
los meses se destiñen descolgados del tiempo.



Este nerudiano reloj voraz es él también pariente, o hijo, del quevedesco «metal animado», un artero forjador del golpe mortal:


Se va, se va el minuto hacia atrás, disparado
por la más inmutable artillería
y de pronto nos queda sólo un año para irnos,
un mes, un día, y llega la muerte al calendario.



Para los tres poetas la muerte tiene el mismo aspecto de golpe improviso e irremediable, un disparo inesperado, por más que Quevedo ponga de relieve la locura del hombre que vive sin pensar en que la muerte puede llegar en cualquier momento, sin aviso56. En el poema de Vallejo, sin embargo, domina el drama: en el de Neruda la reflexión.

Como por Quevedo, por Vallejo y Neruda el problema vida-muerte domina su problemática, con un dramatismo que no había conocido el poeta español del siglo XVII, debido a su fe religiosa. En esta problemática reside el punto de encuentro de los dos poetas hispanoamericanos, probablemente el único. El problema de la muerte implica el del tiempo, entendido esencialmente como «tiempo de la muerte». Hay identidades y diferencias, pero sobre todo una preocupación profunda que acerca ambos poetas, como los acerca su fuente, Quevedo.





 
Indice