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Valor sémico del tiempo en «La Regenta»

María del Carmen Bobes Naves

(Universidad de Oviedo)

El hombre como autor de novelas puede manipular el tiempo mediante «maniobras con el lenguaje», que diría P. Valéry. Frente a una radical impotencia ante el tiempo de la realidad, el novelista es dueño del tiempo en el mundo de ficción que crea. Y si Platón justificaba el arte como una actividad destinada a satisfacer la naturaleza mimética del hombre, el placer de manipular el tiempo podría justificar la actividad narrativa. Algunos críticos han afirmado que el auténtico novelista se manifiesta por la capacidad para crear historias; otros han afirmado que el diseño de los caracteres constituye la piedra de toque del arte de narrar; otros, al fin, dicen que el novelista lo es desde el momento en que tiene conciencia de sus posibilidades sobre el tiempo.

Pero dejando aparte al autor y sus placeres, pasaremos a la obra para verificar las posibilidades de análisis, de explicación y de interpretación que ofrece el discurso narrativo respecto a la categoría «tiempo».

Kant ha dicho que «el Tiempo no subsiste por sí mismo, ni pertenece a las cosas como determinación objetiva que permanezca en la cosa misma»; a la vez sabemos que el tiempo es una condición formal de todos los fenómenos, tanto en la vida real como en los mundos de ficción creados por la novela o por el teatro.

En el discurso literario él tiempo puede adoptar formas diferentes a las del tiempo real, pero en ningún caso existe nada específico que podamos tomar como referencia de las unidades temporales, si exceptuamos el llamado por Benveniste «tiempo del calendario», con sus fechas.

El discurso narrativo ofrece la posibilidad de identificar sus unidades sintácticas: el personaje, y su abstracción el actante, por medio de nombres propios o de otras formas lingüísticas que se hacen denotativas en el texto, como la profesión, la edad, las relaciones de parentesco, etc.; las acciones, o su abstracción las funciones, mediante los verbos o los nombres verbales; los espacios (lugares o extensiones textuales relativas) mediante los términos que indican lugar; pero no hay signos directos que remitan al tiempo y que permitan objetivarlo en su orden o en su duración, o en algún otro aspecto; es necesario acudir a signos indirectos, como la secuencia de las acciones de un personaje situadas en el tiempo de «calendario» de su trayectoria vital, o los movimientos, o las relaciones de anterioridad y posterioridad de lo contado respecto al acto de contarlo...

Las acciones se suceden en un orden, resultan simultáneas o sucesivas entre sí, e implican todas una duración. Estos conceptos de orden, sucesividad, simultaneidad, duración, anterioridad y posterioridad, realizados en las acciones nos servirán para identificar unidades temporales, para señalar las relaciones que se dan entre ellas y para acceder a su significado, si es que lo tienen.

Si admitimos que los elementos que se manifiestan mediante unidades y son capaces de establecer relaciones tienen un valor sintáctico, pues permiten realizar una distribución determinada de la materia del relato, consideraremos al tiempo como un elemento sintáctico de la narración.

Sabemos que no es posible objetivar el tiempo en una forma directa, pues no subsiste por sí mismo, ni permanece en las cosas (como puede permanecer el espacio en la dimensión, por ejemplo) y, por tanto, al hablar del tiempo del relato, tendremos que hablar necesariamente de otros tipos de unidades que nos sirvan de indicio para medir el tiempo o para fijar las relaciones temporales. Siguiendo las acciones de los personajes sobre el canon del tiempo de la realidad, hemos podido establecer dos tipos de relaciones temporales:

  1. las de los hechos en cuanto duran y son simultáneos o sucesivos. Este tipo de relaciones temporales nos permiten establecer el orden de la historia; y,
  2. las de la enunciación respecto al enunciado que señalan en el discurso una situación relativa de presente o pasado (el futuro, aunque se suele incluir en esta relación, no se puede narrar, sólo anunciar).

La duración, simultaneidad y sucesividad de las acciones, al fijar un orden para la historia, proporcionan un canon para determinar las variantes en la sintaxis concreta de un discurso. Su análisis permite establecer un código temporal de unidades y relaciones que cobran sentido en el conjunto cerrado de cada relato.

La novela utiliza el tiempo como uno de los elementos de distribución de la materia, es decir, de construcción sintáctica, y lo maneja con una libertad muy amplia, más quizá que ningún otro género literario, pero no total, pues, como dice Larthomas, «los géneros se pueden definir... por las diferentes temporalidades que permiten utilizar... y hay un tiempo dramático como hay un tiempo novelesco».

Frente al drama que escenifica necesariamente en presente (que puede ser un presente anterior al de otra escena previa), la novela puede narrar en pasado o escenificar en presente, según utilice la visión panorámica o la escénica y con variantes y matices muy diversos, que pueden llegar incluso a anular el tiempo, si describe o si se limita al mundo interior. En la historia de la novela hay etapas de aproximación al género dramático en la forma de tratar el tiempo, por ejemplo, es sabido que a partir de H. James la novela ha experimentado con varias de las categorías del relato y particularmente con el tiempo y se tiende a escenificar (showing), y por tanto, a seguir el presente, frente a la novela anterior que atendía sobre todo a narrar (telling) y utilizaba con más frecuencia el tiempo pasado.

Ahora bien, la novela como género, independientemente de los experimentos y de la preferencia ocasional de algunos modelos, no impone límite al uso del tiempo en el discurso, en este sentido, pues tan novela es la que muestra los hechos como la que los narra.

Las limitaciones existen y se deben a razones intrínsecas a la convención narrativa que siga cada discurso. Por ejemplo, si el narrador se identifica con un personaje y sigue la que Pouillon llama visión «con», no puede contar acciones simultáneas de espacios alejados, por lo menos no puede hacerlo si quiere mantener la verosimilitud narrativa de la visión elegida. El tiempo se muestra, por tanto, como un elemento capaz de crear coherencia y de destruirla. Cervantes lo utiliza para señalar el momento en que se inicia el proceso hacia la cordura de su héroe: el contraste entre el tiempo fantástico que don Quijote cree haber vivido dentro de la Cueva de Montesinos, y el tiempo real que ha vivido fuera Sancho, es demasiado violento, y empiezan a separarse los dos mundos que antes se superponían en la mente del Caballero de la Triste Figura. Ionesco utiliza hasta el tiempo crónico para crear absurdo: la señora Smith resume que son las nueve cuando un reloj inglés termina de dar diecisiete campanadas inglesas.

Los límites de coherencia y de realismo en las expresiones de tiempo se refieren a las posibilidades del discurso novelesco para repetir acciones y, por tanto, duraciones, para alterar el orden, cambiar la dirección, contar seguido o con tiempos en blanco, introducir prolepsis o analepsis, etc. El novelista dispone de una amplia gama de posibles manipulaciones sobre el tiempo, aun contando con las limitaciones que le impone la visión o la forma de discurso que elige.

De esa libertad de elección de las unidades y relaciones temporales se deriva un hecho importante para el significado de la novela que constituye el tema de esta conferencia: la semiotización del tiempo en el relato. Es decir, el tiempo se constituye en un sistema de unidades literarias con unas formas, aunque no propias, y un significado, capaces de crear oposiciones y sentido y, por tanto, ha adquirido el estatus propio de un sistema sémico.

Los signos que el discurso incluye por necesidad no suelen cambiar su valor semántico, pero los signos que pueden ser elegidos entre varios suman a la significación convencional que les es propia un sentido no convencional que resulta válido sólo para el texto concreto.

El tiempo como signo tiene una dimensión sintáctica que puede organizar la historia en un discurso con un orden determinado y una distribución de las acciones en un antes y un después; el tiempo crea sentido y por consiguiente también sinsentido en sus correlaciones y oposiciones, pues posee una capacidad semántica, y, por último, el tiempo, como ha sido utilizado en formas diferentes por los novelistas a lo largo de la historia, puede dar testimonio de la época y del autor, es decir, tiene un valor pragmático, como todos los signos.

El estudio del tiempo como elemento sintáctico de la novela se ha acentuado a partir de Proust, sobre todo en la oposición «tiempo cronológico/tiempo psicológico». El tiempo cronológico de las acciones novelescas no difiere del tiempo de las acciones reales, pero se presenta en el discurso en formas arbitrarias que crean y son parte de una compleja red de relaciones con los modos de presentación del relato, con las diversas formas de presentación del discurso, con el uso de las personas gramaticales por el narrador, etc., por ejemplo, una acción que transcurre en presente y está contada en primera persona, impone un espacio limitado y un enfoque próximo, pero además implica una falta de perspectiva y una imposibilidad de selección y de valoración de los hechos. Los llamados «novelistas del mundo interior» quitan pertinencia al tiempo y ponen de manifiesto más directamente la diferencia entre la realidad y la ficción; la «novela realista» narra sobre una reproducción homológica del tiempo de la realidad, a pesar de lo cual también manipula el tiempo.

La teoría literaria se interesa primordialmente por el tiempo manipulado, en su dimensión literaria, como se ha ocupado de hechos lingüísticos que se manipulan en la expresión lírica, por ejemplo, la presencia de fonemas idénticos en posición final de verso, o la distribución de los acentos en el verso, o las recurrencias semánticas en el poema, etc. Los hechos en sí son extra-literarios pero son manipulados para conseguir una expresión literaria: son hechos del lenguaje natural o conceptos culturales que se constituyen en materia de transformaciones literarias.

Los formalistas rusos han afirmado que las manipulaciones sobre el tiempo tienen un valor fundamentalmente pragmático y remiten de forma directa al autor de la obra. Pero, por lo que vamos exponiendo hasta ahora, podemos afirmar que los signos, sean de espacio, de tiempo, de personajes o de funciones en sus respectivas formas y conceptos, tienen los tres aspectos que hemos señalado: sintáctico, semántico y pragmático. No existe ninguna razón ni teórica ni práctica que permita mantener la tesis de que el tiempo, como sistema sémico, se comporte de manera diferente a los demás sistemas del relato: todos remiten al autor, todos significan, todos tienen forma.

Partiendo de estas premisas generales, vamos a analizar el tiempo en La Regenta primero como elemento sintáctico para identificar sus formas y relaciones y pasaremos luego a explicarlas e interpretar el sentido que crean en el relato. Pero como no disponemos de más tiempo que el prudente en una conferencia, nos vamos a centrar a la oposición «pasado/presente» y haremos alusiones solamente al orden, a la simultaneidad y a la sucesividad de los diferentes tiempos de los personajes.

El esquema general del discurso de La Regenta, por lo que se refiere a la oposición «pasado/presente» tiene un sentido paralelo al que tienen otras oposiciones espaciales o funcionales en la novela.

La oposición «tiempo presente/tiempo pasado» se mantiene en la misma relación en los treinta capítulos de la obra, si bien la extensión de sus términos varía de la primera a la segunda parte. Los quince capítulos de la primera parte oponen un presente de tres días a un pasado de veintisiete años aproximadamente. En la segunda parte la oposición no se establece globalmente, sino por períodos que se cortan al comienzo de cada capítulo, por lo general.

La primera parte presenta varias acciones (una confesión, paseos, un banquete) que nos sirven para señalar las unidades temporales con precisión; hay un tiempo implicado de tres días: una tarde (dos de octubre), la tarde siguiente y todo el día cuatro, fiesta de San Francisco, desde el crepúsculo matutino en que don Fermín empieza a trabajar en sus sermones, hasta las doce de la noche en que él mismo cierra la ventana de su dormitorio y cierra el capítulo decimoquinto.

Estos tiempos son vividos en la historia por todos los personajes, pero son narrados en el discurso, y con pequeñas excepciones, focalizados desde dos personajes, Ana Ozores y don Fermín de Pas, alternativamente. El discurso sigue en el tiempo el discurrir externo e interno de estos dos personajes, pero nunca en simultaneidad: si estamos con Ana, no sabemos lo que hace don Fermín, y si estamos con él queda en blanco el tiempo de la Regenta, a no ser que uno piense en el otro. Es decir, se sigue un presente progresivo y no se atiende a simultaneidades. El narrador no renuncia a la omnisciencia psíquica y se permite entrar en el interior del personaje que elige como foco, pero renuncia a la omniscencia espacial en el presente, de modo que si está con uno no puede verosímilmente contar lo que hace el otro.

Los tres días están vividos en presente, con las limitaciones señaladas (tiempos en blanco total, como la mañana del día tres, o tiempos en blanco de uno de los personajes mientras el otro ocupa el primer plano). Los veintisiete años del pasado se traen al presente mediante dos recursos principales: a) la memoria selectiva del personaje focalizador; y, b) el relato de un narrador con omnisciencia total (psicológica, espacial y temporal) ya que cuenta lo ocurrido en el pasado sucesiva o simultáneamente en varios espacios: Madrid, Vetusta, Loreto, y desde el interior y el exterior de los personajes.

Los capítulos de la segunda parte (excepto los finales que son un continuum temporal) se abren con un corte en el tiempo que los sitúa en presente progresivo que recoge por medio del recuerdo, o del relato de un coordinador, o por medio de un diario, las acciones ocurridas en los días que el discurso ha dejado en blanco, es decir, el pasado inmediato entre el comienzo del capítulo y el final del anterior.

La técnica de distribución del tiempo en esta segunda parte no consiste propiamente en dar dos pasos adelante y uno atrás, como ha señalado algún crítico, porque no se narra de la misma manera el presente y el pasado, sino que se sigue siempre en presente progresivo una secuencia de acciones cuya explicación se busca en el pasado. Los días en blanco se ofrecen al revivirlos en presente un personaje que los recuerda, o al escribirlos en un diario, o al contarlos aquí y ahora. Desde el focalizador, que sigue siendo Ana o don Fermín y sólo al final don Víctor, se revive el pasado para comprender la situación actual. El pasado cobra sentido como generador de las posibilidades del presente. Y si un motivo es importante se cuenta dos veces, en presente vivido o en presente que recuerda: así la escena de la despedida de don Álvaro el primer verano, que será decisiva para comprender la actitud de Ana, se cuenta en el capítulo XX como un hecho vivido presentado en forma objetiva en sus términos reales y escuetos (582), aunque destacado por el lugar que ocupa: el final de un capítulo; la misma escena aparece veinticinco páginas más adelante, en el capítulo XXI, focalizada desde Anita, es decir, desde una visión subjetiva que nos informa de la permanencia de la escena en el ánimo de la Regenta veinticuatro horas más tarde (608).

La funcionalidad del pasado radica en su capacidad para explicar el presente y puede comprobarse en forma casi plástica en dos importantes pasajes del discurso; uno de ellos en el capítulo IX se interrumpe el paseo de Ana y don Álvaro para resumir un pasado que da las razones del desasosiego presente de Ana y las razones, no menos importantes, de la seguridad de Álvaro, y una vez que conocemos tales razones, la foto que había quedado fija recobra el movimiento y seguimos a la pareja en una especie de travelling hasta que se despiden en el portal del Caserón de los Ozores; la segunda oportunidad para comprobar este recurso la tenemos en el capítulo XXX en que se detiene el tiempo y don Fermín permanece ocho páginas bebiendo un vaso de agua sucia, mientras el narrador repasa el pasado inmediato, las horas de aquel largo día en que el Magistral debe beber el amargo cáliz de la traición de su amiga.

Podemos, pues, afirmar que La Regenta avanza en un presente que incorpora el pasado a medida que le hace falta. Y esto lo hemos verificado en el conjunto de la primera parte y repetidamente en los capítulos de la segunda. Es posible que se crea que el autor no pensó directamente en esta forma de distribución temporal y que son detalles que la crítica textual descubre ociosamente puesta a analizar el discurso con lupa. No puede rebatirse esta opinión, como no puede rebatirse ninguna otra, pues sólo se rebaten las argumentaciones. Lo que sí afirmamos es que la oposición «pasado/presente» se mantiene con el mismo sentido en toda la novela y que ha sido dispuesta por el discurso o por la intuición del autor para contribuir al sentido total de la obra, junto con los demás signos que están en ella, intencionados o no.

La Estética de la Recepción considera a la obra literaria como un conjunto de normas para interpretarla, y como tales pueden tomarse los indicios sobre el tiempo que hemos encontrado en el discurso de La Regenta. Pero vamos a analizar otros antes de proponer una lectura que puede parecer aún demasiado aventurada.

El personaje vive los hechos en un presente que acumula selectivamente el pasado, como hemos visto, y puede vivirlos en simultaneidad, anterioridad o posterioridad con relación a otros personajes. El narrador de La Regenta no sigue en forma continuada el tiempo de ningún personaje, ni las simultaneidades que se van produciendo, sino que, como suele suceder en todas las novelas, incluidas las realistas que hacen copia homológica del tiempo real, los tiempos en blanco, aun de los personajes principales, son más amplios que los tiempos vividos, y no digamos nada cuando se trata de personajes secundarios, de cuyos tiempos sólo se dan simultaneidades cortas cuando entran en imagen con los protagonistas.

Podemos comprobarlo la tarde de la confesión sobre el tiempo de Ana: el tiempo de la Confesión queda en blanco, a pesar del relieve que tiene este motivo en la organización sintáctica de la primera parte; se explica por una técnica de escamoteo de la que sí era muy consciente el autor, según nos consta por sus declaraciones, y que aplica a los principales motivos de su novela. Mientras Ana confiesa, Mesía y el Marquesito ocupa el primer plano del discurso y los acompañamos en un paseo desde el Casino hasta el palacio de los Vegallana; allí continúa el presente compartido con otros personajes secundarios: Visita y Obdulia, hasta que desde una ventana ven venir a Anita que vuelve de la Catedral. En el momento que la cámara enfoca a la Regenta, abandona al grupo y sigue con ella hasta la fuente de Mary Pepa. Cambian los planos aprovechando el cruce espacial de Mesía y Ana, y él desaparece hasta que a la vuelta del paseo su espacio y su tiempo coinciden de nuevo con los de ella. Cuando se despiden en el portal del Caserón seguiremos con el tiempo de Ana y no sabemos nada de Mesía hasta que de nuevo se produce una interferencia de simultaneidades en un plano en la escena nocturna del Parque que introduce en imagen de nuevo al Tenorio. La secuencia temporal de esa tarde se inicia con Álvaro Mesía para dejar latente el tiempo de la Confesión, luego se traslada a Ana, más tarde vuelve a un tiempo en común, de nuevo al tiempo exclusivo de Ana, por tercera vez a los dos y termina con Anita. La trayectoria de los personajes puede considerarse como la que siguen líneas paralelas, con trazos discontinuos, para unos más extensos, y coincidentes en parte.

La narración en «presente» o en «pasado» no tiene mucho que ver con la sucesividad o simultaneidad de los tiempos de los personajes situados en el tiempo interno de ese mundo de ficción, es decir, cualquier tiempo transcurrido puede contarse como presente o como pasado, aunque haya un orden con un antes y un después.

Los conceptos de «presente» y «pasado» son relativos por contraste entre dos sucesividades, la de la enunciación y la del enunciado. El narrador se sitúa convencionalmente en simultaneidad con los hechos que narra, o bien proyecta éstos hacia el pasado. El momento inicial puede progresar con la historia o permanecer fijo. Si el narrador sigue en simultaneidad las acciones del discurso, las va mostrando y utiliza el presente. Si cuenta sucesos como pasados, es que se ha situado por delante de los hechos y adopta convencionalmente la posición del que conoce todo lo sucedido.

Cada una de estas alternativas utiliza una deixis específica y unas formas verbales determinadas que el análisis textual puede identificar como signos temporales a los que corresponde un significado propio y un sentido adquirido y creado en el texto.

La narración en presente exige un pasado, al menos cuando el esquema básico de las relaciones es el causal. La Regenta cuenta un presente de tres años sobre el presupuesto de que el presente es el conjunto de posibilidades de Ana Ozores para actuar y para ser, condicionadas por el pasado. El presente es lo que puede hacer o no hacer el personaje, y esas posibilidades positivas o negativas, están en relación de causalidad con el pasado, aunque no en un sentido determinista: nada más alejado de los presupuestos de la novela de «Clarín», a la que, no obstante, algunos críticos han considerado «naturalista».

La Regenta reconoce -sería absurdo no hacerlo- la dimensión histórica de los personajes y hace de este rasgo uno de los más intensos para dar sentido a las conductas. Ana elige -con todas las limitaciones que señala el texto- pero elige en cada momento de su vida, según las posibilidades que tiene. En un momento de su pasado elige a don Víctor como marido, y el narrador, mediante un discurso interno, expone la boda no como un hecho que se describa más o menos minuciosamente, es más, ni siquiera se describe, pues siguiendo la técnica del escamoteo, no cuenta la boda, sino como una vivencia de Ana que ve su matrimonio con la plena conciencia de que cierra sus posibilidades de elección y de amor: a partir de ahora es un crimen pensar en otro hombre que no sea su marido. Es un motivo que ocupa en el discurso de la novela el final de un capítulo, para subrayarlo fuertemente y que interpretamos no sólo como expresión de una actitud moral, sino también como una forma de considerar el tiempo: el futuro (que en el discurso es ya presente y lo confirma) se verá limitado en sus posibilidades de acción por la elección realizada en el presente (pasado en el discurso): el presente condiciona siempre el futuro, el pasado ha condicionado el presente. La historia, es decir, la secuencia de los hechos en el tiempo, es para el autor de La Regenta, como lo será para Zubiri, no sólo esa secuencia de hechos sino «hacer un poder»: el pasado está vivo en el presente. Los personajes de «Clarín», y particularmente se muestra en Ana, viven así su tiempo y su historia; van poniendo límite? a su libertad y a la vez que cierran perspectivas se les abren otras nuevas, y actúan en cada momento con lo que tienen en la nueva situación creada. Elegir es abandonar acciones en el tiempo presente y condicionar el futuro.

Pouillon ha verificado que en la mayor parte de los relatos, y por causas que pueden ser diversas, «mi presente exige mi pasado, y las razones de esta exigencia son más sutiles de lo que se cree ordinariamente». Los hechos (acciones, conductas, relaciones, fenómenos en general) se suponen situados en el tiempo y en un orden. El narrador elige un punto fijo para señalar pasados y presentes y aplica unos presupuestos que en la novela decimonónica son invariablemente esquemas causales. «Clarín» elige un dos de octubre como punto límite del pasado e inicio del presente y nos mostrará las posibilidades de la vida de sus personajes a medida que transcurre el tiempo y buscará las causas selectivamente en el pasado. El narrador señala libremente pasados y presentes, pero dará contenido a lo que ahora se vive por relación a lo que antes se ha vivido.

El tiempo de la realidad es inexorable en su progresión y en su linealidad; el tiempo de la novela puede ser manipulado por el narrador si se sitúa por delante, es decir, si cuenta la historia como pasado, porque si quiere «mostrar», no «narrar» y sigue el presente, está sometido al orden de la realidad convencional que es su materia. Desde el presente resulta manipulable la presentación del pasado, como un bloque en visión panorámica, o como algo que pervive y puede tomarse selectivamente por tramos, etc.

Cualquiera de las formas de expresión del tiempo pasado se apoya en el presupuesto ideológico de que la historia da forma y posibilidades al presente en la actuación de los personajes en un aquí y un ahora.

En la historia los hechos se suceden, al menos aparentemente, de modo contingente, sin que haya entre ellos una evidencia de relación causal; la relación causal es, en todo caso, una suposición, un esquema lógico del que interpreta la serie de hechos y los relaciona. Las acciones, una vez realizadas, abren y cierran posibilidades al personaje, pero en sí mismas no son significantes, porque no son signos, son hechos. Para el novelista los hechos cobran sentido cuando los hace expresión de una idea y cuando los limita por el desenlace que les da. Por ejemplo, la idea de «duda» se manifiesta en los actos que realiza o deja de realizar Hamlet (sus reflexiones, su actitud de no matar a su padrastro porque lo encuentra rezando, el contrato de los cómicos para que representen ante la corte la historia del envenenamiento de un rey, etc.) y cobra sentido (acción y reflexión son incompatibles, complejo de Edipo, incapacidad para la acción, etc.) en el desastre final que sirve de desenlace a la anécdota. Todo en la obra está situado en el lugar relativo que le corresponde y todo se explica mediante un esquema causal.

El tiempo es el marco limitado en el que se sitúan los hechos de la anécdota y su desenlace: es el ámbito cerrado en el que el autor pretende explicar lo que en la vida resulta abierto, ilimitado, inexplicable. Forster ha destacado que la novela cumple una finalidad respecto a los lectores: les convierte al mundo en algo explicable y de este modo les da tranquilidad. Mientras el historiador muestra los hechos, sobre los que no tiene competencia, ni de acción, ni de cambio, el novelista elige las acciones, señala límites a su anécdota y si ésta copia la realidad, la ofrece a sus lectores con una explicación tranquilizadora, pues impone un principio y un final que dan sentido a un mundo que en sí mismo es caótico y abierto. Dentro del marco elegido todo se hace coherente y lógico, con una lógica narrativa, que el autor traslada a la vida.

El esquema básico de toda novela es una hipótesis: si se hacen tales o cuales cosas, resulta tal o cual situación: Ana ha hecho esto y esto en su pasado y sigue una conducta así en su presente y termina de una forma; si hubiera actuado de otra manera tendría otro final. Este es el esquema que nos tranquiliza, es un modelo narrativo, lógico, causal, que bajo ideologías y visiones diferentes nos muestra la novela, y que la realidad, siempre abierta, no puede ofrecer.

Si el presente exige el pasado en forma necesaria, aunque la expresión sea tan libre como se quiera o se pueda lograr, parece que sería más lógico seguir el tiempo progresivamente: empezar en un punto y seguir en la misma dirección y en forma lineal. Y, sin embargo, no es lo frecuente: muchos novelistas eligen un discurso en presente, o parte en pasado y parte en presente. La razón es generalmente de tipo semántico: las formas de significación de los tiempos son diferentes en sí y por relación de oposición entre otros tiempos. Ya hemos anunciado que el tiempo se semiotiza en el relato y añade sentido al significado referencial y anecdótico del lenguaje.

La crítica ha señalado algunos aspectos de la significación del presente: permite un enfoque más próximo de los hechos y de los objetos y, por tanto la expresión se hace más viva e inmediata, consigue un mayor dramatismo al presentar escénicamente, permite un mayor detalle de las relaciones, etc.

Sin excluir todas estas posibilidades de procedimiento y de técnica, creemos que el uso del presente en La Regenta tiene además otro sentido, que procede de la oposición «presente/pasado» a través de las acciones situadas en uno y otro tiempo. La Regenta expone las acciones de los personajes principales, que sirven de foco además, desde una perspectiva previa de posibilidad, de elección. Los hechos realizados son en la novela, como en la historia, irreversibles; antes de realizados, y si dependen del hombre, ofrecen varias alternativas, una de las cuales, la elegida, pasará a la realidad, mientras que todas las demás serán desechadas. La acción realizada, efecto de una elección libre, elimina las opciones simultáneas y abre unas posibilidades diferentes, pues da paso a una situación nueva.

La novela en presente puede considerar las acciones antes de realizarlas; puede contrastar las posibilidades que abren y ofrece a los personajes ocasión para reflexionar sobre el presente y el futuro. La novela es siempre pedagógica en este sentido. Y no entendemos que La Regenta sea una Bildroman, es decir, una novela de aprendizaje para el héroe, como pueden serlo Belarmino y Apolonio o Crimen y Castigo. Ana no aprende nada: es tan incauta al principio del relato como al final y la experiencia no le sirve ni para evitar esa terrible escena que cierra el capítulo treinta. Sin embargo, La Regenta es una novela ejemplar para el lector al que ofrece un modelo de conducta que no debe seguir, ni desde una moral ascética que rechaza el adulterio, ni desde una moral epicureísta pues no merece la pena cometer un pecado que apenas dura un mes y conduce a ese desastroso final. Y a esta conclusión contribuye la anécdota, pero contada en tiempo presente: el discurso avanza dramáticamente mientras el lector se impacienta con una protagonista que elige siempre lo que se está viendo que no debe elegir: ese marido, ese confesor, ese amante.

SÍ el narrador de La Regenta se hubiera situado en un tiempo posterior al desenlace, es decir, si hubiera proyectado el tiempo literario hacia el pasado, hubiera hecho una crónica de sucesos y circunstancias que hubiesen conducido a ese desenlace, a pesar de que la verosimilitud de la acción humana exige que ésta sea presentada en cada caso entre otras posibles, y nunca en forma unívoca. Sería como la retransmisión de un partido de fútbol en diferido: el efecto psicológico es muy diferente al que produce una retransmisión en directo. Conociendo el final, se ven las jugadas desde la perspectiva del resultado: ni los partidarios del vencedor se inquietan por los fallos de su equipo, ni los seguidores del perdedor se ilusionan con los aciertos. El locutor no cambia los comentarios, la imagen permanece, pero la recepción por parte de los espectadores es muy distinta.

De la misma manera, el autor del relato elige acciones, señala límites y propone un desenlace, tanto si cuenta en pasado como si muestra en presente, pero la disposición sintáctica del tiempo altera las posibilidades de recepción, aumentando el interés, el dramatismo, la tensión, si usa el presente. Y esto sin negar el principio de causalidad que da sentido y coherencia al esquema de la oposición «pasado/presente».

El orden, la dirección, la distribución de los elementos sintácticos de la novela, además de ser hechos determinables formalmente a través de las acciones y relaciones, tienen un valor semántico que remite a ideas y a valores intratextuales y contextuales.

El dramatismo que atrae el interés y crea tensión exige un presente in fieri, y un desenlace desconocido: los últimos días de la vida de don Víctor, desde que descubre el adulterio de su mujer, resultan particularmente dramáticos, no por el desenlace de muerte que se da, sino por la posibilidad de que no ocurra. La tensión procede de la existencia de varias alternativas: si prevalece el consejo de Frígilis y no hay duelo, es posible un final de perdón y de comprensión para la adúltera, con la huida del seductor; si don Víctor se deja llevar de la ira del Magistral y actúa como marido calderoniano, el desenlace será de tragedia; entre las varias posibilidades que se presentan, condicionadas por el pasado (el matrimonio como medio de vida, el adulterio de Ana, el amor paternal del Regente, su visión literaturizada de la vida, la falta total de responsabilidad del Tenorio, etc.), una solamente se realizará y dará desenlace a una historia de treinta capítulos: cuando se realice, se acabará la tensión, porque será irreversible y ya no se podrán considerar las otras. La tragedia no lo es por lo sucedido, sino porque pudo no suceder.

Si el narrador se sitúa en un tiempo simultáneo al de la historia y progresa con él, el adulterio se presenta como una conducta alternativa a la fidelidad. Y efectivamente durante mucho tiempo (dos años) y muchos capítulos (veintiocho), las dos conductas son posibles como desenlace de la historia, y sólo al final, al producirse el adulterio, se inclina la balanza definitivamente.

Toda la novela está concebida como una explicación para esa escena final en contraste con la escena que abre el discurso: una tarde de octubre, con viento sur, repite las circunstancias de otra tarde igual tres años anterior, una señora va a confesar y no puede hacerlo: la señora y el hecho causan admiración y expectación en la ciudad de Vetusta en la primera tarde, y es infamada y pasa desapercibido en la otra ocasión. El tiempo intermedio entre esas escenas explica lo que parece absurdo y demasiado contraste. La sucesión de hechos presentada no en forma determinista, sino como una sucesión de posibilidades, de alternativas, lleva en el plazo de tres años, de una escena a otra.

La vida de Ana no se presenta -y este es uno de los rasgos más relevantes de la modernidad de este relato- como un «destino» que se tiene que vivir, como lo viven los personajes de Balzac, o algunos de Galdós (por ejemplo, Fortunata), sino como una vida que avanza entre tensiones, problemas, sufrimientos que se van superando, y como posibilidades que se realizan o se eliminan. El adulterio adquiere un carácter contingente, no llega a ser inevitable o necesario.

El esquema funcional de la novela tiene el mismo sentido: a la situación inicial de Carencia afectiva de Ana sigue la presentación detallada de Medios para superarla, y entre ellos, como uno más, el Adulterio. Los demás caminos de superación del aburrimiento real y afectivo de la protagonista: la literatura, la religión, los hijos, las ocupaciones caseras, etc., se van descartando sucesivamente por imposibles o ineficaces, y va quedando sólo el adulterio, dentro de la lógica que rige el relato.

Ana Ozores controla su inclinación por don Álvaro a lo largo de veintiocho capítulos; pudo haber cedido a la tentación mucho antes, pero pudo haber seguido fiel a su marido mucho después. Puede argumentarse que la novela es así, y efectivamente es porque así se ha dispuesto y dentro de esa extensión, esos límites y ese desenlace hay que interpretarla. Sólo desde el texto consideramos el desenlace como contingente, puesto que las funciones han presentado varias posibilidades, no una sola, y se ha llegado al desenlace por elecciones sucesivas y condicionadas, pero no determinadas. El narrador llega a ese final con la misma libertad de elección de que ha dispuesto en el primer capítulo. Y esto ocurre con una novela en pleno dominio del determinismo en narración, en crítica, y en gnoseología.

El seguimiento en tiempo presente (bajo formas diferentes en la primera y en la segunda parte) de las acciones fundamentales, permite y obliga al lector seguir en forma dramática las posibilidades de elección que en cada momento tiene Ana Ozores. La Regenta incluye, en este sentido, un lector que sepa descodificar el tiempo en su valor sémico.

La lectura de la novela desde la consideración semiótica del tiempo, propone como presupuesto más amplio del discurso, el reconocimiento de la libertad humana, aún de la libertad de la mujer, en esa sociedad decimonónica y en esa clase provinciana que tantas limitaciones y tanto formalismo impone. A pesar de todos los atenuantes que aduce el mismo texto, Ana es un personaje libre, por tanto responsable de sus acciones, es decir, es un personaje en el sentido genuino que se da a ese término, y no un simple actante sujeto de una función de Adulterio u objeto de una función de Seducción, y tampoco fue nunca una marioneta movida caprichosamente por un narrador omnisciente y omnipresente.

M. Baquero Goyanes, desde una perspectiva crítica muy alejada de la que sigo, llega en este punto a la misma conclusión, y afirma que «el ambiente de Vetusta condiciona, efectivamente, el mundo moral de los protagonistas que, sin embargo, siempre tienen un aire de seres dotados de libre albedrío, a despecho de todos los determinismos imaginables».

Esta impresión que producen los personajes de ser seres libres proviene de la narración en presente, de la presentación de las acciones como posibles, antes de realizarlas. Baquero excluye los determinismos en la conducta de Ana, y efectivamente, «Clarín» como narrador tiene en cuenta las inclinaciones somáticas de Ana que llega a presentar incluso con cierta crudeza («los gritos de la carne», «las exigencias de la carne»), tiene en cuenta la situación afectiva familiar y conyugal, el ambiente hipócrita y relajado de la sociedad, la pasión, la fuerza y la personalidad del confesor, los posibles antecedentes genéticos, tan verificados por el naturalismo en la ley de herencia, etc.; todas estas circunstancias constituyen con su YO propio el personaje «Ana Ozores» y explican su conducta, pero nunca llegan a determinarla. La impresión de libertad que emana de los personajes de La Regenta es un mensaje añadido al referencial y anecdótico de las acciones por medio de signos literarios y concretamente de la oposición temporal «pasado/presente» en la forma en que se realiza en el discurso.

El tiempo, considerado como un signo, tiene además de su dimensión formal que permite una estructuración arquitectónica del relato, un sentido que entra en relaciones de contraste o recurrencia con las significaciones procedentes de otros signos.

El tema de la libertad podría haberse tratado históricamente con datos tomados de la sociedad ovetense y llegar en forma inductiva a enunciar las pautas de conducta y las valoraciones relativas como conclusiones de la investigación; en todo caso, esas conclusiones deben ser independientes de la ideología o «visión del mundo» del historiador, puesto que como tal no competencia sobre los hechos. Los historiadores que en sus interpretaciones distorsionan los hechos para justificar una determinada ideología, tienen en realidad vocación de novelistas.

Puede tratarse el mismo tema de la libertad desde una actitud filosófica, transcendiendo el tiempo, y analizando las posibilidades del ejercicio de la libertad para el ser humano en circunstancias que tengan relación con la naturaleza del hombre, con su cultura, con su conocimiento, etc. Podría establecerse un esquema que podría servir de canon para señalar variantes en cualquier tiempo o en cualquier espacio, o un sistema lógico que sirviese de modelo teórico para dar coherencia a la descripción de las conductas libres.

Pero si se quiere tratar el tema de la libertad mediante el sistema expresivo que se conoce por «relato», es necesario revestirlo de acciones, crear personajes que realicen esas acciones y situarlos en un tiempo y en un espacio. El tiempo literario, es decir, el tiempo en el que se sitúa la anécdota del relato, puede copiar homológicamente la realidad en su linealidad, en su progresión, en su dirección, o puede ser alterado en el discurso en todas o en algunas de sus manifestaciones. Por de pronto, la necesidad de señalar unos límites al tiempo que en la realidad es abierto es ya «novela». La forma precisa en que el tiempo se manifiesta dentro de esa limitación necesaria tiene ya un sentido y depende de los presupuestos ideológicos o gnoseológicos, expresos o tácticos, personales o sociales, que tenga el autor, sobre la contingencia o necesidad de los actos humanos, o del significado que para él tenga la palabra «libertad».

La anécdota de La Regenta se presenta como un ejercicio de libertad, y, por esta razón se cuenta en presente que avanza a medida que la protagonista elige su vida dentro de las circunstancias en que la vive y que le imponen unos condicionamientos personales, familiares, sociales.

En la novela, como en la vida, las elecciones significan necesariamente limitación; antes de casarse, Ana dispone de varias alternativas: casarse con don Víctor, casarse con don Frutos Redondo, esperar la vuelta de don Álvaro, pues le parecía el menos tonto de los pollos de Vetusta, o quedarse soltera a ver qué pasaba con el tiempo, y todas estas posibilidades están en el texto, no es necesario imaginarlas como la infancia de Hamlet; es cierto que las tías empujan al matrimonio inmediato, que el carácter de Ana es demasiado orgulloso para esperar por nadie, que las ilusiones, si alguna vez las tuvo (que no se dice) se han disipado con las explicaciones que sobre esa moral del «ten con ten» le dan a Anita doña Anuncia y doña Águeda. Pero, a pesar de todo, Ana tuvo varias opciones y una vez que se decide por la boda con don Víctor quedan rechazadas las demás.

Conviene aclarar, para lectores timoratos, que no pertenece a la novela el plantear si esto es justo o injusto, humano o inhumano, moral o inmoral, si la vinculación del matrimonio ha de ser para toda la vida o no; éstas son cuestiones que se plantean en otros ámbitos y no son específicas del discurso literario; lo que se plantea respecto a la novela y concretamente a la presentación temporal de los hechos, es la posibilidad de que la presentación en presente dé un sentido dramático al ejercicio de libertad de los personajes. Todos los de La Regenta disponen de opciones que van realizando en el tiempo. El tiempo acoge las acciones y las fija ya en forma definitiva. Las acciones posibles se oponen radicalmente a las acciones realizadas de la misma manera que se oponen «presente/pasado».

El tema de la libertad, ilustrado por una conducta, se desenvuelve en la novela de «Clarín» en un tiempo progresivo, y éste constituye el marco en el que se realizan diacrónicamente las posibilidades teóricas de elección en unas variantes que darán forma a los personajes como víctimas o como seductores hasta llevarlos a un desenlace no determinista, pero sí irreversible.

Las posibilidades teóricas de seguir alternativas diferentes a la que ha seguido Ana se ejemplifican en La Regenta con el retablo de mujeres que la rodean. El narrador incluye una especie de muestrario, un abanico de opciones realizadas por otras tantas mujeres. La única opción que se explica y se sigue con detalle es la de Ana, porque es la protagonista: ella es la única que dispone de «tiempo» propio en el que desarrolla su vida, y es la única también que sufre transformación a lo largo de la novela; las demás mujeres están, es decir, se presentan en una situación determinada y fija: se supone que han elegido (nada se dice, queda latente, porque sus tiempos permanecen en blanco en el discurso) y están inmovilizadas en esa situación toda la novela. Las tías de Ana son solteras: Visitación está casada y vive en una miseria bullangera; Obdulia parece que hubiese nacido viuda, ya que de su marido no se dice absolutamente nada y ella disfruta de su viudez como si fuese su estado natural; la marquesa, que desde su privilegiada posición social y económica tuvo quizás ocasión de elegir, tiene un marido que es un mentecato, que no parece que sea mejor que don Víctor. Ni una sola de las mujeres del mundo de la novela se puede considerar feliz, pero nada dice el discurso sobre ellas y su interior y sólo aparecen en función de sus relaciones con la Regenta viviendo participadamente en su tiempo. Por eso permanecen siempre iguales a sí mismas, sin transformaciones en el tiempo, ni para bien ni para mal. Obdulia es igual de frívola y casquivana al principio y al final del relato; las tías, situadas ya en la intemporalidad de la muerte, situadas en el pasado narrativo, no dan la impresión de haber sido jóvenes y solteras alguna vez, como ellas aseguran, parece que hayan nacido solteronas. El tiempo no cuenta más que para Anita, que va cambiando ante nuestros ojos de lectores, en un presente que discurre hacia el pasado y lleva a nuevos presentes todos desesperanzados.

La funcionalidad de las demás mujeres en la novela no se desarrolla en un tiempo propio en el que puedan ejercer su libertad, se desarrolla espacialmente en un cuadro en el que sirven de contrapunto para Ana; quizá de este cuadro se podría excluir a doña Paula, al menos parcialmente, cuya historia, en pasado total, se nos detalla no para presentarla a ella, sino como explicación del presente de su hijo el Magistral.

Sólo situadas en el tiempo pueden las circunstancias cambiar el carácter o el ser de un personaje. Don Álvaro hace notar en un momento determinado que Ana «de amable, sencilla y condescendiente, se ha convertido en arisca, timorata y mística»; para el protagonista, sin embargo, un cambio en el tiempo no implica su permanencia en él: la novela ofrece caminos que se recorren totalmente, otros que se desechan y otros que se andan en parte.

Desde una perspectiva temporal de presente, el personaje no es algo terminado, perfecto en el sentido etimológico del término; los principales personajes de La Regenta (exceptuando a don Álvaro que tiene estatus de personaje secundario y función de protagonista) viven ante nuestros ojos, sin que se den por terminados hasta el final, hasta que agotan su tiempo, y son capaces de sorprendernos hasta el último momento, como ocurre con don Víctor y, desde luego, con Ana. ¿Quién iba a pensar que Ana fuese a la Catedral a buscar consuelo en don Fermín? Parece inverosímil, y, sin embargo, mientras el personaje disponga de tiempo en el discurso, se puede esperar cualquier cosa de la libertad de que dispone.

Y para interpretar estos hechos coherentemente creo que hay que relacionarlos con la forma de presentación del tiempo: el presente hace avanzar a los personajes, de cuyas reacciones en el futuro nada se puede asegurar, aunque es posible aventurar probables conductas, teniendo en cuenta el pasado, que para algo se nos cuenta, o las ideas, o el carácter, o todo junto, pero siempre serán enunciadas como probables.

El tiempo no es, ni mucho menos, una categoría estable en La Regenta, y no se limita a ser el marco necesario para acoger unos hechos sucesivos; el tiempo es la posibilidad de acción y de elección de los personajes.

No puede dudarse que el narrador conoce el final y, por tanto, el sentido que tienen las anécdotas que se viven, y, sin embargo, al situarse convencionalmente a la par del tiempo interior de la novela, adopta la actitud del que asiste a un proceso, no la del que cuenta un pasado ya cerrado. El lector suele captar más adecuadamente el sentido del discurso y sus motivos en una segunda lectura, porque la primera polariza la atención hacia la historia en su fluir. Y quizá conviene aclarar que esta afirmación no contradice la teoría que hemos expuesto acerca del dramatismo del presente: una cosa es que se narre con la convención de que no se conoce el final, o que el desenlace se imponga en forma inevitable, determinista.

Muchos personajes descubren, como lo descubre el lector, lo que son por lo que hacen: son aquellos que no siguen un modelo estereotipado de conducta, como puede seguirlo don Álvaro, el Tenorio. Quintanar afirma que había llegado a viejo sin saber «cuál era su destino en la tierra», y ha llegado al penúltimo capítulo de la historia sin que nosotros lo sepamos tampoco, porque cuando llegamos a la escena de su duelo y muerte, paradójicamente quedamos sorprendidos, a pesar de que él mismo había anunciado muchas veces su papel: el modelo calderoniano de marido era su modelo, y se lo había dicho a Frígilis y a don Álvaro. Don Víctor es un personaje que no se manifiesta hasta que se acaba en el tiempo de ficción que le da el narrador, como Ana o como don Fermín.

Aún nos queda para terminar, señalar algunos matices de la oposición «pasado/presente» que se han explotado sistemáticamente en la novela de «Clarín» para conseguir el sentido vivo y dramático del ejercicio de libertad de la protagonista. El situarse en tiempo presente implica estar a resultas de lo que vaya ocurriendo; el relato en pasado permite una selección de los hechos por su interés relativo para el desenlace; el enfoque en presente exige mantener la misma distancia respecto a todas las acciones, puesto que se desconoce, mientras ocurren, su importancia para la secuencia que seguirá. El relato en pasado permite distanciar afectivamente la acción, y aún más, distanciarla por partes; la narración del pasado desde el presente por medio de la memoria afectiva del personaje, permite un desdoblamiento muy interesante como recurso narrativo: el sujeto que focaliza su pasado lo hace desde una distancia no sólo física (espacial y temporal), sino también psicológica, y puede superponer críticamente dos estados de ánimo o dos visiones diferentes del mismo hecho. Ana, al recordar a sus veintisiete años su pasado de niña huérfana cuando no comprendía las reacciones de los mayores y se rebelaba contra ellas, está dispuesta a sentir «una dulcísima pena de sí misma», a sentir indulgencia, a disculparse y a compadecerse, porque ya ha sufrido inútilmente en su infancia. Una vivencia del pasado condicionará su propia estima en el presente y sentimos que ese contraste entre la rebelión de la infancia y la disposición actual suscita en el inconsciente de Ana un deseo de buscar compensaciones, de sentirse mejor que los demás, de tomar revancha de las tonterías de sus semejantes despreciándolos a todos, y en cualquier caso, se advierte una tendencia muy justificada hacia el egoísmo: el tema preferido de Ana es Ana, tanto en el presente como en el pasado.

El uso del presente en el discurso de La Regenta está de acuerdo y da unidad vertical al personaje, a la acción y al tiempo. Ana es su tema preferido; se enfoca la historia desde su interior: es tema y es foco; y si hay superposiciones psíquicas no se da el caso de que el pensamiento de Anita, o su sentimiento, se superponga al pensamiento o al sentimiento de otro personaje, por el contrario, se suman los estados de ánimos de Ana en dos momentos diferentes de su tiempo.

Como resumen final, creemos que el uso que se hace del tiempo en La Regenta responde al sentido de las acciones y de los personajes, es decir, al sentido anecdótico y referencial de la obra. Y, por tanto, creo que podemos mantener la tesis que anunciamos en el título de esta conferencia: el tiempo actúa en la novela como un sistema de signos, con un significado que se hace recurrente del que tienen otros sistemas de signos ya reconocidos por la crítica.

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