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ArribaAbajo El cinema en el atolladero

Benjamín Fondane


¿Ha adquirido una nueva dimensión el cinema mediante la sincronización de la palabra y de la imagen? Desconfiemos de formular un juicio precipitado. La fuente del mal que sufre el cinema no reside en el parto de un descubrimiento técnico sino únicamente en la utilización infantil que se ha hecho de ese descubrimiento. ¿Una nueva dimensión? Conformes; pero su beneficio es nulo puesto que para hacerle un lugar se han abandonado apresuradamente de buen grado todas las demás dimensiones del film mudo: el movimiento visual y sus infinitas posibilidades   —159→   de montage, el lenguaje mímico y sus infinitas posibilidades de expresión.

Cierto es que el film mudo padecía un doble vicio cuyo único remedio pareció que había de consistir en el sincronismo sonido-imagen. Uno de esos vicios era el letrero, y el otro la ausencia de una atmósfera sonora, la solución de continuidad entre la imagen áfona y el público que fomentaba, mediante su respiración, sus toses, sus movimientos de sillas, sus reacciones vocales, una especie de presencia sonora que era necesario anular de cualquier forma. La orquesta improvisada, absolutamente extraña a la concepción del film, no bastaba a tal faena; la sincronización iba a remolque del azar y éste no era su único defecto. El film sonoro hubiera podido operar esa salvación tan deseada, pero, desgraciadamente, fue el diálogo lo que triunfó. A cambio de cien letreros tuvimos tres mil y, en lugar de una mala orquesta, molesta pero nada calamitosa, se nos vino encima toda una avalancha de canciones, de viejos sonsonetes que, al crear un ambiente auditivo, usurparon el lugar debido al ojo para cedérselo a un oído poco exigente y mezquino. Naturalmente, la primacía del diálogo sólo podía llevarnos al teatro, y esto es lo que ha sucedido; pero si merced al diálogo el film dejó de ser él mismo, dejó de ser un arte, esto no aconteció solamente en tanto que era copia de otro arte, según se piensa corrientemente, sino, sobre todo, en tanto que era copia de un no-arte.

No es éste el lugar adecuado para efectuar el proceso del teatro, tal como se ve desde hace un siglo; con pocas excepciones (el drama de Ibsen, de Strindberg, de Claudel, la escenografía de Craig, de Reinhardt, de Meyerhold) lo que se llama «el teatro» no es otra cosa, en último análisis, que film parlante puro   —160→   y simple, es decir un suceso policial aumentado por el altoparlante. El mal teatro había llegado a una especie de perfección técnica que nadie, por otra parte, le envidiaba; había caído muy bajo, tan bajo que, primeramente, fue suplantado por los ballets rusos -los cuales han sido el mayor acontecimiento del espectáculo en el siglo XX-, después por el music-hall, por el circo, por la radio y, en fin de cuentas, por el film mudo, su adversario irreductible. En una palabra, lo que es necesario decir del teatro es que desde hace mucho tiempo estaba ya fuera del plano lírico y que, por el contrario, el cinema lo había abordado desde el primer momento. Esas exaltaciones que nos proporcionó el film, esas malas costumbres, esos deliquios fetichistas, el papel de máximo estupefaciente de los tiempos modernos que desempeñó tan bien, procedieron únicamente del hecho de que nos arrancaba del fastidio de la vida actual, del fastidio-teatro.

¡Ya hemos hablado bastante! Todo se había hecho palabras; la guerra, nacida y mecida entre palabras, había acabado por desinflar su vacuidad; como protesta contra las palabras nacía, en torno a nosotros, una especie de cinismo del lenguaje, último pudor del hombre ante los grandes acontecimientos pasionales. Las palabras habían terminado por hacer todo irrisorio: el amor, la esperanza, la aventura, lo sublime; el héroe perdió con ellas la aureola y hasta la camisa; en el teatro, como en la vida, Sancho Panza triunfaba de don Quijote. Pero vino el cinema; ¡cuán infantil y absurdo nos pareció!; después, sus héroes (cow-boys, bandidos o policías, ¡tanto monta!) nos dominaron. Esas historias eran estúpidas, estúpidas hasta morirse de risa; hacía ya mucho tiempo que no nos atrevíamos a recordar haber leído en el colegio   —161→   esos fascículos policiales, esos folletines, esas maravillas de cinco centavos. Y todo esto nos volvía a la edad pueril, pero por un milagro, por una razón que no llegábamos a captar, esos personajes, esos sucesos nos aparecían agrandados, participaban de una especie de resplandor que, dejando a un lado toda vergüenza, forzaba nuestra admiración y hasta nuestro asentimiento.

¡Tanto peor!... Al principio fue un vicio que practicamos a escondidas. Mas, luego, ese movimiento endiablado, la vida vista, al fin, bajo las especies del movimiento, la vida presentada en su acontecer y no en su pasado, nos hizo ver que allí no había ni teatro, ni un procedimiento puramente mecánico, sino un lenguaje nacido bajo nuestros ojos, un lenguaje que no expresaba el tiempo en términos de espacio, sino el espacio en términos de duración. Funciones de ese lenguaje: el ángulo de toma de vistas llegó a ser, por sí solo, una ciencia mágica que anduvo, después corrió, devoró las etapas, desde Meliés a Eisenstein. Por vez primera un arte empleaba el microscopio: el primer plano (close up); el travelling era el verbo regular de ese lenguaje y la panorámica el irregular; la abertura y el cierre del desvanecido (fade in, fade out) daban la sensación del blanco, del tiempo; el fondu enchaîné (dissolve into) enlazaba los planos dispersos, entrenzaba, uno en otro, grandes trozos de tiempo. Finalmente, era creado el tiempo; la sobre-impresión, con un solo golpe de batuta, le suprimía. El ralenti, el accéléré: ¡qué grandes ventanas abiertas al movimiento! El montage, en fin, era la sintaxis de ese nuevo lenguaje; por sí solo ponía todo en pie, daba la arquitectura dinámica, el ritmo.

El diálogo, dueño del film parlante, ha abolido todo esto o no ha hecho de ello más que un uso timorato. El ángulo de toma de   —162→   vistas ha llegado a ser de una monotonía desesperante; tiene un miedo terrible del micrófono; y, a causa de ello, no abandona ya el suelo para trepar, como un alpinista arriscado, hasta los más altos bastidores. Por otra parte, es absolutamente imposible hablar en un gros plan sin hacer reír; allí donde hay una palabra cesa todo arte mímico. También han muerto los grandes travellings; el micrófono no podría seguirlos mucho tiempo en un interior y, fuera, todavía menos. Terminado con la sobre-impresión: la palabra evoca el pasado y solicita el porvenir sin necesitar ninguna decoración; economiza tiempo y dinero. Pero lo más grave, después de todo, no está ahí; de todos esos materiales debilitados el montage hubiera podido antes extraer una forma, pero ahora no le es posible. En efecto, de ahora en adelante, es imposible abreviar o alargar una imagen, porque el diálogo está ahí inmóvil, invencible y mantiene la imagen suspensa. No hay que decir que, desde ese punto de vista, el film, para los intelectuales que detestan el cinema (el difunto M. Paul Souday, M. Duhamel), cesa de ser un arte mecánico y se convierte en un arte humano. Entonces, ¿en virtud de qué azar se ha hecho el cinema tan inferior a sí mismo? ¿O lo mecánico será superior a lo humano?

Insisto sobre el hecho de que el cinema era un lenguaje y de que actualmente atraviesa una crisis que le ha retrotraído a sus balbuceos primerizos. Quiero decir que era un arte que poseía para expresar la «sollozante idea» sus propios medios de expresión, medios que está suplantando actualmente por una sombra que habla y que no le reportarán ni gloria ni dinero. El cinema -no se insistirá bastante sobre ello- es un arte de movimiento; los planos de conjunto (long shot) han sido siempre   —163→   su parte débil; cuando el film no anda, se muere; su destino era fotografiar el movimiento con una cámara en movimiento. El diálogo, por el contrario, exige estabilidad, mantiene quieta la decoración, describe el espacio donde se mueve, sirve al comediante más que el comediante se sirve de él, no gusta de la velocidad porque le turba, detesta el nomadismo y obliga al mundo a estarse quieto. Cierto es que, de vez en cuando, algún gran artista, auxiliado por la casualidad, se ha esforzado en disimular con habilidad la parálisis de las palabras; el film mudo se ha visto reinstalado en primera fila, pero ni Aleluya ni The Big House pueden salvarle de la bancarrota. Es preciso ir a ver un film de la mayor perfección como The Devil's Holiday, por ejemplo, maravilloso melodrama de Goulding, para advertir que, aun dándose en él todos los elementos, siéntese empero una molestia, la cual no puede proceder sino de la falsa concepción propia del film parlante. La prueba está en el éxito con que Berlín ha acogido el film de René Clair Sous les toits de Paris, film infinitamente inferior, en punto a perfección técnica, dosificación, interpretación de actores, a un film como The Devil's Holiday, pero que tiene sobre este último la innegable superioridad de haber intentado -en un periodo de crisis, de tanteos, de flojedades- una ruta nueva, una expresión que, conservando las adquisiciones del film mudo, busca un medio para fijar un lugar a la palabra, un lugar desde donde pueda servir al film, ayudar a la imagen y reanimar su potencial.

¿Un atolladero? Sin duda, y ése no es el único. La técnica del film parlante ha parcelado el cinema en tantas producciones aisladas como países, en tantos mercados como producciones; le ha impuesto numerosos riesgos que deberá vencer a fin de cubrir   —164→   los gastos, y excesivos expedientes. Siendo exiguo cada mercado nacional para proveer a las necesidades de su clientela, los Estados Unidos se han apresurado a tomar la iniciativa de fabricar el film nacional; pero ni Francia, ni Alemania, ni, menos aún, Polonia o Hungría, representan un mercado bastante vasto para asegurar una venta continua y salvar los riesgos inherentes a toda producción. ¿Cómo evitar lo aleatorio? América, con la presencia de espíritu que le caracteriza en materia de business, decidió, antes que nadie, lo que debía hacer; desdobló su producción de lengua inglesa, producción lenta, perfecta, de alto lujo, en una producción en serie. Y nació la confección en tantas lenguas como países: copias con arreglo al original norteamericano; copias representadas a la diabla por comediantes escogidos al galope, fabricadas en diez días, entremezcladas aquí y allá con todos los negativos del film original americano que fuera posible emplear; todos esos expedientes tornaban su producción menos costosa y le permitían correr los riesgos de un mercado cerrado, restringido. De todo ello resultó una mercancía «perfectamente buena para el Oriente», una mala mercadería, una sensible depreciación del arte del film y un envilecimiento brutal, tanto de la mano de obra como del creador. Corolario: algunos países de Europa hacen, en pequeño, la misma cosa que América; la obra maestra, si nace en alguna parte, no será vista más que en el lugar de su nacimiento; no veremos a Nancy Carol en The Devil's Holiday; Aleluya, creada únicamente en inglés, no ha sido aún proyectada en París; de suerte que, en lo sucesivo, pesa una prohibición implacable sobre las obras maestras del cinema.

¿Callejón sin salida? Y yo pienso con Chaplin que es imposible que el film persevere en este camino; ya en los últimos films   —165→   la cámara parece haberse emancipado del micrófono y moverse con más libertad; todavía no se atreven a dejar suelta a la palabra, pero, poco a poco, eso no tardará en llegar. Un día, no muy lejano, veremos que el film intenta revalorizarse y se estabiliza, lo mismo que la moneda de la trasguerra, en un promedio aceptable: treinta por ciento de parlante. Ese treinta por ciento ganará, por ese simple hecho, en significación; las palabras ya no serán prodigadas de cualquier forma, se será avaro de ellas y el film podrá entonces, solamente entonces, juzgar aquello que el nuevo descubrimiento le haya hecho ganar. Yo espero que obtendrá un buen saldo.

Estas observaciones, según puede verse, no son pesimistas. Creo en el triunfo final del séptimo arte. Y, quizá también, que esta crisis le habrá sido útil, necesaria, y que la palabra, en resumidas cuentas, habrá resultado una adquisición, un progreso. Pero, por el momento, hay que ayudar al público en su hartazgo del film parlante; demasiada publicidad impide que se oiga la voz del público; demasiada prensa pagada impide que la verdad salga del pozo completamente desnuda; pero esa masa tiene peso y su presión acabará por hacerse sentir.

La estabilización de la moneda ha costado mucho dinero, ha ocasionado muchas víctimas; asimismo, la estabilización del film costará muchas ruinas, muchas bancarrotas; deseémoslas de todo corazón.

Es preciso que el film vuelva a ser lo que ha sido durante largo tiempo: el arte mimado de los tiempos modernos, la violeta accesible al peatón, el consuelo metafísico de las multitudes.

Y ya es hora de que vuelva a lo suyo.