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ArribaAbajo La aventura del mueble

V. O.


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En su último libro, Précisions, asegura Le Corbusier que para resolver eficazmente la renovación del plano de la casa moderna es indispensable, en primer término, abordar la cuestión del moblaje.

Examinemos, nos dice, en una casa moderna, en nuestra casa, aquello que nos rodea, y preguntémonos cómo y por qué, exijamos conocer lo que ello significa. En realidad nos encontraremos, generalmente, ante el más asombroso contrasentido.

Tan es así que, sin entrar en averiguaciones, si somos un poco sensibles a la atmósfera de un interior, el bric à brac, del que tanto se ha abusado en nuestros días y que, según Le Corbusier, haría estallar el manómetro de la razón, nos produce malestar.

Recuerdo a este respecto una reflexión de Tagore. Fue al salir de una casa en extremo lujosa, cuyos muebles y bibelots provenían de los más célebres anticuarios. «Did you like the house?», le pregunté. «I didn't», me contestó en seguida; y agregó: «It is full of unmeaning things»11. El término daba tan bien en la tecla que me puse a reír. Me puse a reír pensando en el vientre ya para siempre inútil, vacío y apolillado de las cómodas Luis XIV; en la fragilidad encantadora de las bergère Luis XVI,   —167→   esas que es menester cuidar como a cardíacos; en las vírgenes del siglo XIV perdidas en salones donde nadie reza.

Unmeaning especialmente en los interiores nuestros, de los norte y sudamericanos.

Confieso que resulta difícil, cuando se siente la belleza, no dejarse seducir por la que encontramos en algunos muebles, en algunos estilos antiguos. Es casi imposible sustraerse a ella. Por lo demás, el esfuerzo sería inútil puesto que no es de eso de lo que se trata.

Yo admiro muy de veras la belleza del Moisés de Miguel Ángel, por ejemplo; pero si estuviese en venta no se me ocurriría comprarlo y colocarlo en mi casa.

Aunque la comparación parezca exagerada, la mayoría de los muebles antiguos queda tan absurda, en nuestros interiores, como quedaría el famoso Moisés. Pero como no se trata ya de dimensiones -puñetazo en el ojo- sino de matices sutiles que yo denominaría, por falta de otro término, el espíritu del mueble, pocos advierten el desacuerdo.

En uno de sus mejores libros, La suite dans les idées, Drieu la Rochelle nos cuenta una visita a un anticuario, hecha en compañía de unos millonarios norteamericanos. Transcribo algunos de sus párrafos más significativos pues es, para nosotros, curioso e interesante observar la actitud de un europeo, hombre de talento y sensible al encanto de un interior, colocado frente al problema del moblaje.



«Con todo, los antiguos deben haberse equivocado algunas veces. Todos no tenían genio. Todos los artesanos, súbditos de   —168→   Luis XV, no poseían la gracia. En fin, si de siglo en siglo el mueble ha sido salvado, no es muy seguro que la belleza lo haya sido también.

»De pronto siento rabia.

»¿Entonces no he nacido? ¿Entonces no hay nada que hacer?

»Desgraciadamente no tengo el coraje de hacerme ladrón y saquear lo que no ha sido hecho para mí, pues estos muebles no han sido hechos para mí. Fueron hechos para quienes los mandaron hacer, para los que ya han muerto y que entonces eran jóvenes. Ellos los gozaron de modo auténtico, eficaz. Esta madera nueva, como sus trajes, se adaptaba a sus cuerpos vivientes. En esta madera la savia recién se secaba, como en sus cuerpos hervía la sangre a borbotones.

»No quiero jugar con las palabras. Soy un amante, no un amateur. No quiero para mí la viuda de los que han muerto.

»¡La hoguera, la hoguera! ¡Que con los muertos sean quemadas sus mujeres, sus joyas, sus armas!

»La belleza es eterna; por eso nosotros, hombres, no queremos bellezas viejas. Queremos la belleza del día, igual a la de los otros días y sin embargo nueva, del mismo modo como una mujer no se parece a ninguna otra mujer.

»¿Y entonces? ¿No somos hombres? ¿No somos capaces de construirnos nuestras casas, de adornar nuestras habitaciones? ¿Para posar nuestros traseros, no hay, entonces, ninguna silla que pueda ser sacada del guardamuebles eterno, de esas matrices que están siempre ahí, sin embargo, esperando ser provocadas a mostrar lo nuevo?

»Pero es imposible que no haya otra cosa. Si no hubiera, en este momento, en el mundo, una belleza fresca, naciente, yo caería   —169→   muerto, porque los hombres no viven si el espíritu no los sostiene.

»Sin embargo, a cualquier lado que vuelva los ojos, no veo nada, sea al Este sea al Oeste.

»¿Si hubiese muerto el último arquitecto?...

»Una vergüenza pesa sobre los hombres de todos los países. Viven en la fealdad, en la vejez. Desde hace muchos años no han construido una sola casa linda en toda la superficie del planeta. Y todo el mundo vive tranquilo; nadie sufre, nadie grita de dolor.

»Están ahí, en medio de los restos de una belleza robada a sus antepasados. Y, cuando las barracas viejas caen sobre sus cabezas, las remiendan de nuevo, o bien, condenados al fin a emplear sus propios medios, construyen otras nuevas. Pero son una irrisión; no aguantan una mirada, se caen, se hunden, se desmoronan. O, si no, todo es grande, enorme; grande, enorme como en América. Pero no está terminado. No pueden terminar. ¡Fatalidad!

»¡Ah, no, no! Más bien nada antes que esto. Entonces foutons tout par terre».



Antes de foutre tout par terre habría que saber si es verdad que no se ha construido una sola casa linda en toda la superficie del planeta...

Creo que Drieu exagera en su alegría de dar con un motivo para chapalear en el pesimismo. Si se rehusase un poco menos a la geografía quizás cambiase de punto de vista.

Pero a Drieu le atrae demasiado el pesimismo. Le gusta instalarse en él cómodamente como en un buen sillón. Incapaz de contentarse con el pasado, incapaz de tener fe en el porvenir,   —170→   Drieu se queja de las casas viejas de la Ile Saint Louis porque están podridas, y de las casas modernas porque son de pacotilla. Tan sólo se siente seguro en su desesperación.

El pesimismo de Drieu es su fe. No sé si éste será un estado de ánimo representativo del joven europeo frente a todos los problemas, incluso el de la arquitectura.

Volvamos a Le Corbusier.

¿De qué está compuesto un moblaje, en resumen? La lista es breve: mesas, sillas, sillones, camas. ¿El resto? Estantes para guardar ropa, vajilla, libros, que desaparecen en las paredes.

«Cuando un objeto de uso no realiza una función, si no tiene más razón de ser que la estética, se ha convertido en un parásito».

Ejemplos: ¿El armario, la cómoda, no son ya parásitos?

Yo diría que cuando un objeto de uso deja de realizar una función, su estética, en cierto sentido, deja de conmovernos, como nos deja de conmover la belleza de un rostro si transluce de pronto en ella la tontería.

Iré más lejos aún. Cuando el objeto de uso -el sillón donde uno se sienta a leer, el espejo donde uno se mira, la mesa donde uno escribe- no está colocado en el lugar impuesto por la ventana (es decir por la luz), por la forma del cuarto, no sentimos únicamente la falta de confort sino que tenemos también la impresión de una desarmonía.

Parece que enuncio verdades de Perogrullo, pero no es así. La experiencia muestra que la gente se preocupa bastante poco de la fisonomía de los cuartos que habita. La mayoría de las   —171→   veces los arregla como un decorado. Sin embargo, en lo que concierne a los objetos de uso, nada logra un efecto estético si no está en su lugar lógico.

Acostumbramos quejarnos de nuestra época; encontramos que hemos venido al mundo demasiado tarde o demasiado temprano. Por mi parte, estoy encantada de haber llegado a tiempo para asistir a la «Aventura del Mueble». Me gustan las casas vacías de muebles e inundadas de luz. Me gustan las casas de paredes lacónicas que se abren, amplias, dejando hablar al cielo y a los árboles.

Cuando Jean Cocteau visitó por primera vez el departamento de Frank -joven decorador francés-, departamento en cuyo vestíbulo no había nada, ni una silla, ni una mesa, dijo al salir estas palabras: «L'apartement est charmant! Quel dommage qu'il ait été cambriolé!».

Pues bien, yo no lo lamento y estoy contenta de haber nacido en la época del cambriolage de las casas.

Le Corbusier habla de los objetos para pensar. Siempre sentí y comprendí esto. Una escultura, un cuadro, son objetos para pensar, pero existen otros menos costosos, más humildes y de igual belleza: una piña, una mariposa, una piedra pulida por el mar, una buena fotografía.

En Nueva York, uno se siente defraudado al constatar que los interiores de esa ciudad no responden generalmente a ningún sentido de lo moderno. Los hoteles y algunas casas privadas que visité están amuebladas según el molde europeo (Chippendale, Queen Ana, los Luises, etc.). Si los americanos del Norte hubiesen tenido el valor de arreglar sus interiores con la misma sinceridad que han desplegado al construir sus rascacielos   —172→   (hay algunos feos, pero los hay también admirables y el conjunto es de una violencia magnífica), seguramente encontraríamos hoy, allí, algo menos banalmente europeo.

La belleza del rascacielos nació de una necesidad. Necesidad que llevó derecho a la sinceridad.

En América (del Sur o del Norte) no se es sincero, sincero de esa sinceridad difícil, creadora, sangrienta, de esa que se saca de la propia entraña, sino cuando no hay modo de hacer otra cosa. Mientras se puede, se vive perezosamente de la sinceridad que otros tuvieron. Antes de recurrir a la nuestra tenemos que agotar la sinceridad ajena.

Los yanquis han sido ya sinceros con sus rascacielos. Sería de mala fe que les reprocháramos el haberse quedado cortos, nosotros que no podemos jactarnos de ninguna sinceridad en ese sentido.

En mayo pasado, fui a lo de Alfred Stieglitz. Me sorprendió leer estas palabras escritas sobre su puerta: An american place. Al cruzar esa puerta me sentí bruscamente en mi casa: paredes de un blanco-gris, ningún mueble, espacio, luz. Stieglitz, de quien Frank ha dicho: «Es hoy, quizás, nuestro único gran artista», me mostró sus milagrosas fotografías: una usina, un cielo, un muelle, una mano, una rama... Esas cosas fijadas a través de la implacable exactitud de la máquina no eran, sin embargo, lo que la máquina había captado de la realidad, pero sí lo que Stieglitz había captado de su sueño, en la realidad, con ayuda de la máquina. Stieglitz empleó la máquina como empleamos una pinza para sacarnos una astilla de la carne. Se afanó en arrancar, con ayuda de esa herramienta, su sueño de la realidad más chata. Y sus manos ennoblecieron la herramienta.

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An American place... Constaté que en esta fastuosa isla de Manhattan era el único lugar al que se le podía conceder plenamente tal título.

An American Artist ese Stieglitz que había impuesto a la máquina la curva de su espíritu. El primero, sin duda alguna.

Nunca olvidaré esas extraordinarias obras de arte (las fotografías que vi en París y Berlín no pueden serles comparadas). Nunca olvidaré las cosas que Stieglitz decía respecto a su minucioso trabajo.

Cuando hubimos visto todo, me llevó junto a la ventana. Nueva York subía, por todos lados, en un gran germinar de rascacielos. Stieglitz me señaló la ciudad: «I have seen it growing. Is that beauty? I don't know. I don't care. I don't use the word beauty. It is life»12.

Y yo, que acababa de constatar hasta qué punto ese hombre llevaba la belleza en el fondo de sus pupilas, hasta qué punto tenía el don de extraerla de las cosas opacas donde a veces se oculta, sentía ganas de reír y llorar de alegría.

An American place...! Al hablar de este modesto departamento que recibió los primeros Cézanne, los primeros Matisse, los primeros Picasso llegados a Nueva York, Frank nos dice que fue siempre un refugio para aquellos que habiendo perdido los viejos dioses sentían dolorosamente la necesidad de encontrar otros nuevos.

Sí, un refugio para esos pocos hombres y mujeres que sufren del desierto de América porque llevan aún en ellos   —174→   a Europa, y sufren del ahogo de Europa porque llevan ya en ellos a América. Desterrados de Europa en América, desterrados de América en Europa.

Comprendí que también I belonged there, como dicen los yanquis. Esa nostalgia es la nostalgia de un grupo, idéntica en todo el continente.

Sentí que las palabras que Stieglitz me dijo junto a la ventana podían ser aplicadas a algunos de mis actos. Porque, cuando Le Corbusier, al hablar de mi casa, dice gustarle mi manera de resolver «la aventura del mueble», me aprueba, en suma, por haber puesto en práctica, aquí, en el Sur, lo que piensa Stieglitz allá en el Norte: Is this beauty? I don't know. I don't care. I don't use the word beauty. This is life.