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Arriba Ansermet y el sentido de una obra cultural

Enrique Bullrich


Diaghileff, ese espíritu prodigiosamente alerta, siempre abierto a los verdaderos valores artísticos de los últimos veinticinco años y que, en un momento dado, tuvo en sus manos el contralor de los títulos sanos existentes, no podía pasar al lado de Ansermet sin verlo, sin fijarse en este hombre para quien la música es el sentido de la variedad musical en sus elementos vitales. Por ello, al pasar a su lado, le arrastró en el torbellino de sus feéricas tournées y fue en una de ellas, en una de las más nobles y vitales expresiones del arte de nuestro tiempo, en 1918, cuando Ansermet vino por vez primera a la Argentina.

Por consiguiente, si de aquel primer contacto arranca la simpatía inicial -hoy cariño- que Ansermet manifiesta por Buenos Aires, si a eso debemos sus consecutivas visitas afanosas, ello también nos obliga a inolvidable gratitud hacia Diaghileff, cuya muerte, hace un año, no promovió, a mi juicio, los justos   —196→   homenajes, el coro de lamentaciones que aún no debieran haberse apagado.

Ernest Ansermet volvió a Buenos Aires llamado por la Asociación del Profesorado Orquestal. Imaginó de inmediato un posible ensanchamiento del campo auditivo de nuestros conciertos, una ampliación al infinito de nuestro horizonte musical. No se trataba solamente de una simple tarea de imaginación; había que realizar, según la expresión predilecta de Cézanne: réaliser sur nature. Y apoyado por núcleos auditivos que le esperaban desde hace años, al calor de este pequeño medio de cultivo, del mismo modo como se infecta un ambiente pudo llevar adelante la obra de cultura que los argentinos debemos valorizar con gratitud.

Nadie negará que los fondos más importantes de la vida musical de un país o de una ciudad, sus elementos de vida orgánica, están constituidos por sus conciertos sinfónicos, a menos de contar, por ejemplo, con un teatro como la Ópera de Viena. No creo factible, por mucho tiempo todavía, que la situación pueda cambiar si no es mediante la fonografía, elemento poderoso de cultura musical, que se hace presente, y no de un modo esporádico, con arrolladoras invasiones. En Buenos Aires -debemos reconocerlo y subrayarlo- el núcleo de la vida musical ha estado constituido esencialmente por los conciertos que dirigiera Ansermet, y por los admirables esfuerzos de una Jane Bathori.

Cuando Ernest Ansermet volvió a Buenos Aires, pudo haberse contentado con la obra de tantos otros, limitándose a dirigir una temporada brillante y repitiendo la experiencia inicial más o menos acusadamente. Hubiera logrado así un éxito habitual, tratando con ciertos cuidados el repertorio a que estaba acostumbrado nuestro público.

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Pero el asceta, lo musicalmente aséptico que hay en Ansermet y que le aproxima tanto a Strawinsky14 (también él de una higiene musical perfecta), advirtió sin titubear la obra de cultura que le estaba reservada. Previendo la resistencia que le ofrecería nuestro medio, conociendo la aspereza de las hostilidades pasivas, pero convencido como el Prometeo de Gide de que es preciso tener un águila, Ansermet, entrepreneur d'illuminations, emprendió la heroica tarea que ya había acometido en Suiza, al frente de la Orquesta de la Suiza Francesa, y la que más tarde había de encarar arremetiendo, en unión de la Orquesta Sinfónica de París, contra el concierto sinfónico dominical; aquella clase de concierto sobre la cual decía Debussy: «¿Habéis visto la hostilidad de un público en una sala de conciertos? ¿Habéis contemplado esas caras grises de aburrimiento, de indiferencia y hasta de estupidez? ¿Por qué no forman parte nunca de los puros dramas que se desarrollan a través del conflicto sinfónico, donde se entrevé la posibilidad de alcanzar la cima del edificio sonoro y desde allí respirar la belleza completa? Esas gentes, señor, parecen siempre invitados más o menos bien educados: toleran pacientemente el aburrimiento de su empleo, y, si no se marchan, es porque precisan que se les vea a la salida; de no ser así, ¿a qué habrían venido? Confiese usted que en ello hay motivo para tomar horror a la música para siempre».

Contra esa tendencia se inspiran los programas de los conciertos que año tras año dirigió Ansermet. De ahí deriva su esfuerzo   —198→   para sacudir al auditorio de su modorra sinfónica, y también su afán por mostrarle, dentro de los elementos orgánicos más representativos de las tendencias que nuestro tiempo persigue o desentraña de épocas pasadas, la diversidad de la materia musical y la disposición del material sonoro, tratando de que el oyente comprenda que si Wagner o Beethoven son la Música -y Dios sabe cómo lo son-, no la agotan por completo, sino que compositores como Vivaldi, Corelli, Haendel, Haydn o Mozart, el sublime Bach y los viejos franceses, ingleses e italianos, y luego ya más cerca de nosotros, Moussorgski, Debussy o Strawinsky, Falla, Ravel, Honegger o Hindemith, también personifican de modo único y diferente la música. Pero adviértase que no son los únicos: sin ir más lejos ahí está Milhaud, a quien personalmente considero como uno de los músicos más auténticos del presente.

En cuanto a la forma en que Ansermet realizó su programa, todo nuestro ambiente musical la conoce y admira su valor. Esa inteligencia, esa diversidad en el manejo de las más variadas materias sonoras que trata, su asombrosa técnica orquestal, le hacen uno de los más grandes directores del mundo. Esto último -me refiero a su técnica orquestal- hizo decir a un crítico alemán, tras la primera audición en Alemania de Le Sacre du Printemps, que «Ansermet era desde la desaparición de Nikisch un técnico incomparable de la orquesta». Lealmente debo puntualizar que, al afirmarlo así, olvidaba a un Toscanini, a un Mangellberg. Teniendo en cuenta los medios de que disponía Ansermet, recordaremos especialmente de su última temporada las maravillosas ejecuciones de las III y IV Sinfonías de Beethoven, del Concierto en la de Schumann, de la segunda suite de Daphnis   —199→   y Chloe, de la ouverture para Las noticias del Día, de El Mar, de Apollon Musagète y del Beso del Hada. Estas dos obras parecen escritas para él. Y gracias a él, su ritmo se hizo carne, carne viva y habitó entre nosotros.



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