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ArribaAbajo Carta a unos desconocidos

Drieu la Rochelle


Vais a fundar una revista. Traspongamos a términos humanos esos términos literarios. Conservemos el verbo fundar. Fundar es actuar, es ser humano. Pero suprimamos la palabra revista y busquemos otra para expresar todo lo que hay de humano en vuestro intento.

¿Qué es lo que vais a fundar? Una acción.

Llevar una acción, actuar, es ser varios. He ahí lo magníficamente humano de lo que vais a emprender: sois un grupo de hombres que piensan, que quieren juntos.

Habéis comenzado por pronunciar un nombre: Sur. Pero existen muchos hombres en el Sur, muchos hombres en el Sur de América. En medio de todos esos hombres, seréis ante todo el grupo que se llama Sur. Sur se torna un nombre propio particular. He ahí cuál va a ser vuestro clima verdadero, cuál va a ser vuestra verdadera patria: ese grupo, ese grupo de ideas y de voluntades.



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Una revista es un grupo de hombres que se juntan en su juventud y que dicen juntos lo que piensan juntos.

No es bueno que se reúnan demasiado pronto; si son demasiado jóvenes no tienen todavía nada que decir. Tampoco es bueno que se reúnan demasiado tarde. Una vez que han dicho lo que tenían en común deben separarse. Sin lo cual el grupo humano se transforma en una «revista» en el sentido literario de la palabra, donde no se hace más que repetir lo que ya se dijo otras veces, donde la gente no se vuelve a encontrar por amarse y amar juntos alguna cosa, sino simplemente para escribir, único parecido superficial que entre ellos persiste.

Al cabo de diez años, romped vuestras máquinas de escribir, quemad vuestros archivos, y cumplid cada uno por vuestro lado el trabajo comenzado en común. A la edad madura, los artistas no pueden ya vivir en común: cada fruto se separa, al caer del árbol, de los otros frutos. Un nuevo equipo se formará bajo un nuevo nombre y os reemplazará. Y si, por casualidad, algunos de vosotros son otra cosa que pensadores o artistas, si son hombres   —55→   de acción exterior, hombres de mano, hombres de negocios o políticos, entonces éstos irán a unirse a otros grupos para los cuales existen también estaciones, pero más prolongadas.



Yo no conozco América. Yo no he viajado nunca. No he tocado nunca en América, ni en Asia. Apenas en África. No conozco el trópico. No conozco sino el desierto que está entre la zona templada y la zona tropical. ¿Tenéis desiertos así en vuestro Sur?

Me represento el largo y la variedad de vuestro Sur, como si se extendiera desde la costa Azul hasta el Congo. Pero está vuelto hacia otras estrellas.

No he viajado nunca, pero he soñado con todas las partes del mundo. Hoy un hombre digno de este nombre lleva sensibles en su corazón todas las partes del planeta.

He mirado también de soslayo a todos los hombres venidos de las cuatro esquinas del mundo que se pasean en Francia, que caminan en París.

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Hubo un momento particularmente vivo en mi juventud, cuando los hombres de todos los países se dieron cita en Francia para pelear.

He pasado seis meses en un ejército americano, en Francia. Yo estaba en una caja metida dentro de otra caja. Yo no veía sino apenas cuarenta millones de franceses a través de ese millón de yanquis que me rodeaba.

¿Qué eran esos hombres? Yo respiraba su olor extranjero en el corazón mismo de mi tierra donde nos habíamos enterrado juntos. Regresaron. En el momento de embarcarse me dijeron: «Ahora somos amigos, ven con nosotros; no tienes más que veinticinco años. Realizarás tu vida entre nosotros, tomarás una de nuestras mujeres. Aquí todo es viejo, aquí te marchitarás».

Contesté: «No». Escritor, yo me creía atado a los que tienen ojos para leerme directamente. Pero hoy no creo ya en esa necesidad. Un inmenso trabajo de traducción, que apenas se inicia, muele todos los idiomas unos con otros. Un idioma planetario se forma joven, inhábil y feo. Adiós a los bellos idiomas viejos, de fuertes raíces locales. Siento deseos de inglés, de alemán, de ruso, de español.



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¿Por qué no viajo? No es porque no tenga plata. Esto no es más que un pretexto y bastante malo. Pero dejadme soñar todavía algunos años desde los bordes del Sena con todas las partes del mundo.

Todo el mundo viene a verme y yo no voy a ver a nadie. En mi pequeña Ile Saint Louis, enganchada como una barca podrida detrás de Notre Dame, he visto llegar rusos que acababan de hacer una revolución, italianos que habían hecho otra menor, alemanes que preparan tal vez una, españoles de ojos que despiertan, mejicanos que sufren y que matan, argentinos que piafan de impaciencia.

¡Oh, mi planeta, eres un fruto todo delicado y vivo en mi mano sensible!



¿Qué es la Argentina? Es un país que está a la altura del África del Sur y de Australia.

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Los blancos del mundo austral.

He peleado en Oriente, al lado de rudos caballeros venidos de Australia y de Zeelandia. Aquella noche de Alejandría, cuando los caballeros anzacs, que acababan de pasar seis meses en el desierto que bordea el canal de Suez, dilapidaban su paga y quemaban el barrio de las putas. Hombres rudos.

He visto en Montmartre argentinos que tiraban su dinero, que tomaban mujeres. Pero yo trataba de adivinar su alma detrás de sus gestos.

Pero no se trata para mí de definir a la Argentina. Y no espero de vosotros que me la defináis.

Se trata para vosotros de vivir. Mi vida tiene necesidad de la vuestra. La vuestra tiene necesidad de la mía. Estamos en el mismo planeta estrecho. ¿Estrecho o vasto? Estrecho y vasto alternativamente.

Esta cuestión de la estrechez o de la vastedad del planeta es importante, ella supone la cuestión de las patrias. Si el planeta es vasto, existen todavía patrias; si es estrecho, ya no quedan. Si el planeta es a la vez estrecho y vasto pueden haber en él todavía patrias, más vastas que las de ayer, patrias continentales.

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Sur. ¿Habéis querido colocaros bajo el signo de una patria agrandada?

Yo creo que es lo menos que se puede hacer.

En cuanto a mí, al día siguiente de la guerra, me he sentido aún durante algún tiempo bastante francés. Como un hombre que padece un mal y cuyo cuerpo está encogido por el mal. Pero después, he entrado en convalecencia, he encontrado una salud más grande, no me siento más que europeo.

No me pueden suceder sino desgracias o dichas europeas.

Es lo menos que puedo decir, es lo menos que siento. Pero en mis días de amplitud a los que, gracias a Dios, vuelvo3con bastante frecuencia, siento más que eso, siento en los límites del planeta.

Tengo mis humores tropicales y mis humores polares. Soy de ahora en adelante el teatro de un drama que se representa entre todas las latitudes y todas las longitudes.

Siento así en todos los problemas, tanto en los del sexo como en los de la economía, de la filosofía o del arte.



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Seguramente sois como yo. Escribís porque no podéis hacer otra cosa, porque hay en vosotros alguna fuerza que grita, que rabia o que suspira. Pero escribís también porque si no ponéis orden en vuestros deseos y vuestras pasiones, ellas se trabarán y volcarán y no avanzarán sino disminuidas, cubiertas de heridas, como los animales a quienes el solo instinto no salva de las trampas. Si los leones hubieran tenido uso de razón, se habrían quedado siendo los dueños del mundo y no verían morir a su raza en los circos, lejos de las presas tibias.

Para vivir mejor es menester pensar, es menester escribir (pero escribir poco y solamente sobre los asuntos capitales). Si vosotros no escribís, la Argentina vivirá menos, sufrirá menos, gozará menos.



No hay más que una cosa en el hombre, sus pasiones. Cuando digo sus pasiones, quiero decir todo: Todas sus   —61→   pasiones en su encadenamiento magnífico desde el celo hasta el odio amoroso de los dioses, desde la guerra hasta el renunciamiento.

He ahí lo que hay que cantar sin cuidarse del timbre que toma ese canto.

No es necesario decir: cantaré el amor argentino; es necesario decir: cantaré el amor. Y sólo más tarde se advertirá que vuestro canto de amor sonaba con un sonido que no se oye más que en la Argentina.

Nada más misterioso que los casamientos de sangre y de lugar. ¿Por qué Conrad, que había nacido en Polonia, cantó en inglés los amores de los blancos tropicales; por qué Barrés, que era francés, respiraba mejor una vez pasada la frontera de España; por qué Montherlant no es feliz más que en Marruecos; por qué Malraux sueña en París con las selvas de Asia? ¿En qué país tal joven argentino que da hoy vagidos irá a buscar ese alimento del que saldrá más tarde su poema argentino?

Misterio, misterio: dejemos que el misterio opere. Más tarde los historiadores lo explicarán cuando sea demasiado tarde.

Pero que la Argentina se ignore a sí misma como una   —62→   joven que todavía no ha oído su nombre expresado por su amante en el transporte del amor. No llevéis demasiado pronto la mano a vuestro tesoro. No digáis demasiado pronto: esto es argentino, esto no lo es.

Dejad que todos los vientos del mundo atraviesen vuestra pampa; los granos que ella admita darán plantas argentinas, pero no les pongáis una etiqueta. Somos los extranjeros los que diremos: esto es argentino, esto viene de ese Sur.

Vosotros pensáis en argentinos porque no podéis hacer de otro modo, pero ante todo habéis sido hombres que se encontraron en alguna parte del mundo y que fundaron una casa para cantar allí su canto; y a esta casa, la llamáis Sur.



¿Habéis visitado África del Sur? ¿Australia? ¿Conocéis a vuestros hermanos del mundo austral? ¿Por qué decís que sois del Sur, si sois los nórdicos de una América? Vosotros tenéis la cabeza en la escarcha, los pies en   —63→   el trópico, argentinos, como los europeos que se pasean de Suecia al lago Tchad. Porque para nosotros el África es una necesidad. Todos los años4 jóvenes franceses, jóvenes ingleses, jóvenes italianos parten hacia los desiertos de África y jóvenes belgas construyen un imperio en el Congo. El planeta es estrecho, el planeta es vasto.

Hoy un hombre tiene tres5 patrias: la suya, aquella en que nació, aquella que tiene la medida de sus pasos de niño y de anciano; después su continente, después el planeta.

El soñador de los bordes del Sena.