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ArribaAbajo Los cuatro órdenes de la arquitectura picassiana

Eugenio d'Ors


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I

Esta primacía insobornable de las «figuras» -convencionalmente, designaremos de aquí en adelante con el nombre de «figuras», los elementos de representación a que antes hemos aludido con expresiones como «cuerpos», «objetos», «cosas», etc.-, sobre el ámbito o paisaje -que ahora llamaremos uniformemente: «el fondo»-, esta jerarquización constructiva por la cual la pintura de Pablo Picasso se opone radical y completamente al impresionismo, admite, una vez que se llega al problema técnico, concreto, distintos matices y grados, cada uno de los cuales marca un tema fundamental o motivo, dentro del conjunto que se desenvuelve a todo lo largo de la obra del artista. Nuestra sistemática -y en este momento damos   —88→   a la palabra el mismo sentido que le daría un zoólogo o botánico en trance de sinóptica clasificación- cree poder reducir a cuatro tipos fundamentales dichos temas o motivos, teniendo en cuenta aquella especificación de grados. Son los cuatro órdenes de la arquitectura picassiana.

En uno de los extremos de nuestra serie encuéntranse aquellas composiciones -y téngase presente al tratarse de Picasso que se emplea con propiedad el término «composición», hasta al tratarse de un dibujo suelto o simple croquis: en su autor, creador desprovisto de temperamento, la intervención de la espontaneidad es siempre nula, hasta el punto que se puede asegurar que Picasso no ha producido en toda su vida ni una sola página sincera, lo que la gente llama «sincera»7- encuéntranse aquellas composiciones, decimos, donde la figuración es todavía plural, aunque, de todos modos, como siempre ocurre en aquél, esta figuración se presente racionalmente ordenada y se destaque aristocráticamente del fondo.

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Sigue a este grupo otro de tendencia más unitaria, donde, como en los productos de la escultura, una figura sola o un racimo figurativo reinan sobre el desnudo y vacío espacio del fondo.

Inmediato al anterior, encontramos un nuevo tipo tectónico, en que la figura o racimo figurativo se agigantan, invadiendo lo que en derecho se pudiera llamar dominio del fondo y constituyen, para mayor humillación del mismo, una mancha de monumentalidad.

Por fin, en el otro extremo de la serie, ocurre que la monumentalidad se rompe, la figuración se segmenta en porciones, invade el fondo y lo puebla con una cierta dispersión, aunque conservando siempre la superior abstracta unidad de un ritmo, de un juego de relaciones conjugadas con su centro y ley interiores a la composición; pues ya sabemos que, no sólo en éste, sino en todos los tipos tectónicos de la obra picassiana, la composición tiene un principio interior a su contorno, es decir, una disposición en contrapunto, y no exterior al mismo, es decir, una disposición de fuga.

Una comparación tomada de un dominio intelectual bastante lejano -pero, nuestra morfología de la cultura, ¿no nos autoriza justamente a esta manera de reunir,   —90→   bajo un denominador formal común, realidades muy separadas?, ¿no llegó a aconsejarnos un día el relacionar la institución monárquica con la arquitectura de la cúpula?- ilustrará eficazmente, así lo esperamos, el sentido de cada uno de los miembros de nuestra clasificación.

Podríamos decir, a tenor de un parangón entre lo pictórico y lo político, que las composiciones de Picasso comprendidas en el primer grupo ofrecen a nuestros ojos una estructura en forma de República -aunque sea de república aristocrática y jerárquica como la de Venecia. Las composiciones del segundo grupo son ya decididamente estructuradas según una monarquía dual, como lo fue históricamente en España la de los consortes Fernando e Isabel, Reyes Católicos. En cuanto a las composiciones de figuras agigantadas monumentales, invasoras del espacio destinado al ambiente, ¿cómo rehusarles una similitud con la noción misma de Imperio, similitud de que la simple evocación de expresiones, como «Roma», «romanismo», acentúa la propiedad? Las otras, por fin, las composiciones relativamente dispersas, aquellas que, de todos modos, deben ser llamadas multipolares, suscitan inevitablemente, teniendo en cuenta el vínculo de superior armonía y enlace que domina a esta multipolaridad,   —91→   el recuerdo de las instituciones estables federativas, la imagen morfológica de una confederación.

«República», «Monarquía», «Imperio», «Confederación»: he aquí los cuatro símbolos políticos de los cuatro tipos estructurales que vemos repetirse y repartirse en la obra entera de Pablo Picasso.

Quizá unos ejemplos, escogidos en ella, servirían adecuadamente de ilustraciones a esta distribución en tipos. Tomemos entre algunas obras juveniles de Picasso, «La familia del Arlequín», que data de 1905. Al lado de ella, entre las recientes, las «Mujeres bailando ante una ventana», pintada exactamente veinte años después. El grado de análisis de los objetos representados, la timidez o la audacia de su transfiguración sobrerreal no nos interesan en este momento. Lo que nos importa es el hecho de la multiplicidad de objetos, de «figuras» entre las cuales no sólo los «protagonistas» han alcanzado presencia, contorno propio, entidad. En la primera de estas obras -aparte de que ya el alejamiento especial de los personajes protagónicos excluye la posibilidad de hablar de grupo o racimo-, una cortina, un escabel, una jofaina, unos lienzos subsisten independientemente, cada objeto con una forma, con un contorno propios. Ocurre, inclusive, en esa   —92→   obra, que el brazo izquierdo de la mujer, víctima de una especie de súbita debilidad representativa del pintor, se evade de su calidad protagónica, pierde autoridad plástica, se convierte, imprevistamente, en fondo. Algo parecido cabe observar en la gran tela de 1925: las ventanas, un marco, los balaustres del balcón, el papel de la pared son todavía realidades independientes y, además, por la gran violencia de color desplegada en esta obra, realidades autoritarias, brillantes. Dos casos, pues, de composición en república.

La estructura escultural, monárquica, la encontramos ya en una producción de niñez, «El Mendigo», pintada cuando Picasso tenía solamente quince años, con una rara maestría académica de pincel. Rige igualmente dicha estructura casi todas las obras de la llamada época azul, sus mujeres agobiadas, sus miserables esqueletos, apretados, sarmentosos, a propósito de cuya flacura se ha dado en hablar de un ascetismo a la española, a lo Greco -¡como si el Greco fuera ascético, como si fuera español!, ¡como si sus alargamientos de figura, que son los de la llama, pudieran compararse con los de las figuras de Picasso, que serán, si acaso, sarmientos!-. Repetida inevitablemente en toda la serie de retratos no cubistas, llega   —93→   aquella estructura a ser aplicada a sus recientes representaciones de misteriosos y fríos monstruos inorgánicos, de monolitos impasibles.

He aquí ahora el agigantamiento dominante, la monumentalidad. He aquí una «Cabeza de mujer» de 1921... Pero ya la «Holandesa» de 1906, ya «La joie pure» ¡de 1903!, son monumentos; ya presentan una estructura imperial absolutamente clara.

El tipo de la estructura en confederación es el de casi todas las obras llamadas cubistas; los más radicales ejemplos nos los dan aquéllas donde la representación es bautizada de retrato. El «Georges Braque», de 1909, o el «Ambroise Vollard», de 1910, esparcen los rasgos de su fisonomía en el fondo, convierten, por decirlo así, una fisonomía en paisaje; el mismo proceso transmutativo sufren tantas y tantas academias o naturalezas muertas del Picasso actual; éstas, sus creaciones, cuyo secreto, con la ayuda del snobismo por un lado, del pedantismo por el otro, han suscitado tantos comentarios ociosos y han hecho correr tanta tinta.

Como se ve, nuestra sistemática se desembaraza de cualquier impureza cronológica. De cada uno de los cuatro tipos, encontramos obras pertenecientes a todas las   —94→   épocas. Insistimos en la constancia de esta obra, a través del tiempo -que ella, por su significación íntima, reniega-. ¿Esta constancia puede, en el rigor del término, llamarse unidad?




II

Entre los bien enterados de las actualidades artísticas, en el París de hace un lustro, una versión corría como válida: «Picasso, decíase, juega con dos barajas en su juego. Alternativamente, ha dado, da, y seguirá dando un golpe con cada una. Si sus exposiciones del turno par le presentan como un neo-clásico, un renegado del cubismo, un virtuoso del pincel, deseoso de «dibujar como todo el mundo» (eran sus propias palabras), las exposiciones nones, al contrario, están destinadas a conservar acerca de su obra la casi diabólica leyenda de singularidad, que ha concluido por volverla fascinadora. Todas las extrañezas, todos los malabarismos, todos los desórdenes de las maneras estilísticas de los últimos años serán continuados en esta segunda tanda y se verán continuamente superados   —95→   dentro de ella. Si ahora, en los descoyuntamientos anatómicos, al día siguiente las medias guitarras, los cuartos de botella, los pegotes de etiquetas, de botones, de papel de lija, de objetos heteróclitos. Si hoy repiten esta obra las características del arte de las cavernas, mañana veremos en ella cosazas como la pintura no las ha inventado ni siquiera las ha sospechado jamás...».

Añadamos que la tal manera de utilizar un registro doble, apto para mantener, alternativamente, en las relaciones del artista con el público, las ventajas de la sorpresa y de la ansiedad continua, tan favorables al reclamo, mientras que el otro registro daba las notas de máxima corrección, destinadas a captar el aprecio de los entendidos, y tal vez a asegurarse una posteridad justiciera, resultaba, en aquel entonces, truco muy del momento, muy de los años en que se liquidaba, no ya la Guerra, sino la Trasguerra, con su cortejo de desequilibrios, confusionismos y enfermedades colectivas, por dar paso a una etapa de nueva reconstrucción. De aquellos años en que, al lado mismo de nuestro pintor, algunos de sus compañeros de la nueva jornada, un Cocteau, un Radiguet, cultivaban realmente semejante duplicidad, publicando un día un libro de estrofas regulares o una novela del más puro corte   —96→   clásico, para volver al día siguiente a las licencias que les habían ganado fama. Así, del mismo modo que la producción de un escritor oscilaba entre un extremo a lo Santo Tomás y otro extremo a lo Apuleyo, la del otro multiplicaba los viajes de ida y vuelta entre Rimbaud y Madame de La Fayette. Bien podía Picasso pintar un día a lo Ingres, para hacerlo el otro día como esculpe un negro de la isla de la Reunión.

La verdad es que la versión no estaba falta de todo fundamento. No debía, con todo, interpretarse a la letra, ni mucho menos considerarse como trampa maliciosa, inventada la víspera y comenzada en aquellos días a practicar, en vista de las facilidades que ya proporcionaba el éxito.

Desde sus principios y en virtud de una actitud intelectual lógica, parecida a la que los mejores tratados escolares recomiendan cuando aconsejan al amigo de la verdad practicar sucesiva e imparcialmente lo que dichos tratados llaman «análisis» y lo que llaman «síntesis», Pablo Picasso ha conducido siempre paralelamente en su carrera dos series de especulaciones gráficas; una en que los datos aparenciales de los singulares objetos son en conjunto respetados, aunque tal cual entre sus cadencias   —97→   morfológicas se ve violada o deformada; otras en que las apariencias habituales son audazmente eliminadas, desvanecidas, dejando sólo subsistente en cada producto pictórico un grupo de relaciones abstractas...

Que entre esos dos procedimientos alternativos haya una diferencia de comodidad en lo que se refiere a la comunicación entre el artista y el público, y hasta entre el artista y la crítica, no lo negaremos; como tampoco que en este punto se haya operado una gran modificación en los últimos años; gracias a la cual, así como antes la posición máxima de fuerza y de austeridad estaba en practicar la abstracción, hoy, al revés, las cosas han llegado al extremo de que se vean convertidas en rutinas las que ayer mismo eran audacias y de que se necesite un gran valor para no ser revolucionario... Tampoco negaremos que, de los dos métodos, el de la abstracción se preste más a las arbitrariedades, aunque resultaría difícil averiguar cuál de los dos se presta más a las simulaciones. Confesemos, en fin, que puede haberse dado en el juego alternativo de los dos métodos, por parte del Picasso del período correspondiente a la Trasguerra, cierta habilidad calculada en frío, cierta política, cierta estrategia... Siempre quedará, en fin de cuentas, el hecho de la doble   —98→   legitimidad. Siempre quedará salvada la posibilidad de que dualidad no signifique aquí necesariamente doblez, ni exija el atribuir al productor, en cualquiera de sus dos ejercicios, el pecado de farsa.

Antes hemos hablado de «análisis» y de «síntesis». Todavía sería más exacta la comparación que evocase aquí el recuerdo del doble juego de que también, por su parte, disponen los matemáticos, el juego del «álgebra» y el juego de la «geometría». Como un matemático, un pintor puede ser sucesiva y alternativamente «analista» o «geómetra». En el primer caso, procederá mediante relaciones abstractas, es decir, mediante símbolos. En el segundo caso, mediante representaciones aparienciales, es decir, figuras. No por ello se le dirá que es un farsante, tendrá que hacer necesariamente, en uno cualquiera de los dos casos, mala matemática o mala pintura8.



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III

Más bien puede acontecer que la libertad de espíritu ganada con la agilidad que supone el empleo, ora de un repertorio de símbolos, ora de un repertorio de figuras, constituya un elemento de gran valor, una garantía de superioridad. El químico Ostwald, en su biografía del químico Liebig, afirma que una de las razones del desarrollo del genio de éste, que le permitió ser tan fecundo en invenciones, se encuentra en el hecho de que Liebig, de joven, realizara sucesivamente sus estudios en centros académicos alemanes y franceses, cuando una época en que la simbología y vocabulario de la química eran distintos en los primeros, fieles a la tradición de Stahl, que en los segundos, renovados por la influencia de Lavoisier; con lo cual el estudiante aprendió de una vez para siempre que la verdad química del mundo no estaba ligada a ninguno de los dos sistemas que simultáneamente y con igual derecho la podían representar. Es posible que Picasso sea una especie de Liebig del arte: también él ha   —100→   aprendido -y con su ejemplo nos enseña- que la verdad plástica del mundo es independiente de los habituales repertorios de guarismos o de trazados, y que el artista puede escoger libremente entre ellos para expresarla.