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ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoJornada I

Desde el fuerte de Ballenar hasta el sitio de la Cueva


(Abril 7 de 1806)

A las dos de la mañana estuve en pie, y al poco rato toda la comitiva: se acomodó toda la parte del equipaje y rancho que estaba fuera, se avisó al potrerillo, y cuando resplandeció el día, ya aparejada la tropa se puso en disposición de caminar, a las seis y media que estuvimos a caballo. Tomamos el rumbo del este, cuarta al sudeste, poniendo nuevamente la aguja, y mirando el abra que hacen los montes del Volcán y sierra Velluda. El primer punto de la mensura fue en la puerta del foso, que está en el plan del castillo: caminamos catorce cuadras de senda carretera, y allí pasamos una montaña, o arboleda de caygues, robles y arrayanes, situados en sitio parejo, y regados de un estero, que, corriendo de sur a norte, se introduce a la Laja, que a nuestra izquierda, o al norte de la senda, tratamos.

A las dos cuadras, pasamos un estero de bastante agua, que se titula Malarcura, cuyo nombre trae de la cordillera que lo produce. Al sur del paso, o vado que es pedregoso, hay una poza de bastante profundidad, cuya vista es agradable por la claridad del agua; que es tan cristalina, que manifiesta hasta la más mínima piedrecilla del fondo. Corre sobre peñascos grandes y medianos, cuyos inconvenientes tiene el piso de su caja, la que orillando ha tomado la costa para arriba. Por espacio de cuatro cuadras, nos pusimos al frente de otro gancho de agua, que baja por una abra de la cordillera de Malarcura, y un risco que depende de la sierra Velluda, a confluir en este mismo punto, al que con el nombre de esta cordillera pasamos. Este arroyo hermosea el sitio, pues precipitándose por entre grandes roscas, fulmina nieblas, que penetradas de los rayos del sol, se hacen visibles los colores de un arco iris.

Continuamos la marcha, y andadas cuatro cuadras, nos hallamos   —22→   en un sitio que se conoce por alojamiento de los indios. Hay muchos coygues, que lo hacen abrigado: lo riega el estero antecedente, y todos los terrenos inmediatos abundan de preciosos pastos.

Ascendimos y descendimos un cerrillo de piedra y arena, fácil de componerlo para carros, con cuatro y media cuadras de atravieso, y siguiendo un camino llano carretero, con algunos arbustos de romerillos y rarales. Vencimos el estero de los coygues pedregoso, y una cuadra más de igual terreno, en donde se enteró legua.

Continuamos caminando por camino carretero: a las siete cuadras estuvimos en otro estero, llamado de los Lunes, porque en su ribera hay madera de lun. Tiene pasado un repechillo de media cuadra, fácil: y a las dos y media de buena senda, pasamos otro esterillo, que se nombra de los Colegues.

A poco trecho de terreno parejo, pasamos otro arroyo con el nombre del Pino; y con siete cuadras más de este sitio, llegamos al Fuerte Viejo, que se asoló el año del alzamiento último, que fue el de setenta del siglo pasado. En su inmediación se sigue otro estero, titulado Tubunleubú. Tiene caja pedregosa de una cuadra, pero plana: y a las cuatro, encontramos otra, llamado Coygueco; el que pasado, se presenta una cuestecilla pedregosa de una cuadra.

En esta altura es donde me aparté antes de ayer, para ir al reconocimiento de la escoria, hacia el sur. Todos los esteros referidos tienen su curso al norte, y confluyen a la Laja.

Proseguimos caminando por vereda pareja, y a las dos cuadras, vencimos una falda arenosa, que del seno del volcán se estrecha a la Laja, y mudamos rumbo al nordeste, cuarta al este.

Por él seguimos un repecho riscoso y bajada del mismo piso, imposible de poderlo vencer en carretón, sin compostura. Tiene de atravieso tres cuadras hasta su plan, que es el que hace el referido cerro del Volcán a la Laja, y por el que seguimos la ruta, pasando el esterillo del Pempeco.

Trascendimos otros dos esteros, y una mancha de escoria que se conoce por la Pichi. Tiene de atravieso cuadra y media; es menuda y de fácil compostura, y en este sitio se enteró legua.

Continuamos el camino, en parte de escoria menuda, y en parte   —23→   de piedra redonda, tres cuadras hasta llegar a un repechillo muy corto: seguimos por llano dos más, y pasamos otra cuestecilla de piedra y arena, de una cuadra. Llegamos al plan de Chacay, que es alojamiento de indios; ameno, fértil, con buenas leñas para fuegos, manzanos, y regado de seis arroyos que nacen de Pongales, al pie del monte del Volcán.

Pasado este lugar, continuamos por escoria doce cuadras de senda, siempre por plan; y de este punto comenzamos a subir un fácil repecho, casi insensible, de la misma escoria, en el que podrían rodar carros sino fuera por ella: y estando al borde de una profunda laguna o poza de piedra, que ha hecho un salto de la Laja, se completó otra legua.

Proseguimos por escoria, y subiendo hasta tres y media cuadras más, entramos a un prado de arena, frente a un árbol de coygue, que sólo está pendiente de un cerrillo de la cordillera del Toro, que está de la otra banda del río la Laja; desde cuyo sitio, con cinco y media cuadras, pasamos el terreno de arena, subiendo una corta cuestilla, y llegamos a la abra que hay entre el cerro del Volcán, y la cordillera dicha del Toro, que fue el objeto de nuestro rumbo.

En este sitio hay una hermosa laguna que no tiene distintivo, sino sólo por la de un nacimiento del río la Laja. De ella dimana, pues, este río caudaloso; es en su nacimiento un estero corto por sobre toscas, pero bien se conoce, que por debajo de las lajas filtra mucha agua, pues como cosa de seis caudras antes de llegar a su nacimiento del río, tiene mucha más aguas, y más abajo, mucha más, sin que tenga en todo este espacio otra confluencia.

Por la orilla de esta laguna, y extremos del monte ignívomo, tuvimos aquí noticia que debíamos caminar hasta el lugar de la Cueva, debiendo formar un medio círculo forzosamente. Por esta razón no moralizamos los rumbos, que de nada servían por la necesidad de la senda.

Y continuando, repetimos en otra mancha de escoria, sobre terreno de ocho y media cuadras de travesía.

Ya la senda se siguió de arena, sin más inconveniente que algunos peñones, que por espacio de diez cuadras separadas, y en distancia de una cuadra y más, impiden el paso de carretas.

Vencimos estas dificultades, y por camino siempre de arena apretada   —24→   a la ribera de la laguna, llegamos al sitio de la Cueva, con seis leguas, treinta y tres cuadras, a las cuatro y tres cuartos de la tarde. En este sitio alojamos por esperar el equipaje, que llegó a las ocho de la noche. Desde las dos y media de la tarde se levantó un viento que nos batía de cara; pero tan frío que no tiene lugar la ponderación: pues veníamos sin poder tomar las riendas de la caballería, y en igual conformidad llegaron los arrieros. Duró el viento hasta las tres de la mañana, que el tiempo empezó a descomponerse, y nos cayó una llovizna tupida en el resto de la noche, que sería de una hora.

Queriendo vencer el reconocimiento de la escoria y del volcán, paré en este lugar: pero fue en vano, pues duró la nieve de la noche del cinco de tal modo, que en las hoyadas impedía el paso.

El nombre de Cueva tiene este lugar de una aleta de piedra que pende de un cerro; suelen en ella abrigarse los viajeros; y confieso que no me guarecería en ella, por más incomodidades que me proporcionase el tiempo, pues es de tosca toda trizada, por cuyas canales destila agua de continuo, que su piso está empapado y amenazando venirse abajo. A la redondez de esta punta de cerro, que está al poniente del remate de la laguna, y pende de las cordilleras que nacen de la misma Velluda, hay una hermosa vega de mallines, bañada de cuatro arroyos: los tres del sur de la Cueva, y el otro al norte; todos corren para el oriente a introducirse a la misma laguna. A ella misma confluyen otras tantas, cuantas quebradas tiene la cordillera del Toro, que venimos, y estamos mirando su cordón de la otra parte.

Todas estas cordilleras son de peñascales amarillentos, y entre rosadas; a excepción del volcán, que todo es arena negra escoriosa. No tiene pasto, sino en sus planes algunas matas de coirón grueso. Leña tienen algunas de leyngas, de otros arbustos, y pudieran servir para fábricas medianas las primeras, porque hay algunas gruesas.

Hasta este lugar han llegado los guilliches a maloquear a los peguenches; y en cierta ocasión, que estos traían para sus tierras españoles de auxilio, la aprovecharon, y pillándolos dormidos, mataron a varios de ellos. De que daré mejor razón.

Las primeras nevadas que caen no llegan a los bajos ni vegas: la que he citado cubrió todas las cimas, y ni por el camino, ni aquí he encontrado la menor parte de nieve.



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ArribaAbajoJornada II

Desde la Cueva hasta pasada la cordillera de Pichachen


(Abril 9 de 1806)

Salimos de este lugar a las seis de la mañana, y tomando el rumbo con que partimos del fuerte, atravesamos la vega, y dos esteros formados de los cuatro ayer dichos; y subiendo una subida fácil de tierra arenisca, se completaron desde el punto, en que quedó la cuerda antes de ayer, tres cuadras, con las que contamos siete leguas.

En este cerrillo, que hace frente a la laguna, hay bellas proporciones para formar un castillo, pues tiene elevación. Casi en su altura una hermosa vertiente de agua, leña y maderas de leyngas inmediatas. También hay un crucero de dos caminos, el uno que pasa por la Villocura, y el otro para Trapatrapa, muy cerca: los que favorecerían.

En este sito se puso la aguja, y atendiendo a los objetos de la ruta y sus huellas, continuamos con el mismo; y siguiendo por piso parejo carretero, a las seis cuadras, que es donde cruzan los dichos caminos, estuvimos en una vega, que se nombra Pichonquin.

Con catorce cuadras más de igual piso, descendimos por una fácil bajada, de media cuadra, a otro esterillo, nacido de un famoso valle del lado del poniente, llamado Paylale-Chimallen, y completamos legua; llegando a otro, que nace de las mismas faldas, en unas montañas de leyngas, y corre al oriente. Es de advertir, que vinimos caminando por entre el cordón de la cordillera del Toro y de la sierra Velluda, y que de sur a norte viene en este cajón un río que se nombra de los Pinos, y confluye a la laguna; y a él todos los esteros que hemos pasado, desde que mudamos de rumbo, y también otros que se divisan descolgarse de las cordilleras de su otra parte.

Proseguimos caminando, y a las cinco cuadras, pasamos otro arroyo, que a distancia de una cuadra del camino, tiene un precioso salto, y sigue el curso de los antecedentes; y a las once más, mudamos rumbo al nordeste, cuarta al este. En este lugar hay un crucero de caminos, el uno para los Pinales, y el otro para Unorquin, y otro para Pichachen, que es el que continuamos.

Desde este sitio, con catorce cuadras, pasamos el río de los Pinos, y poniendo la aguja para demarcar su curso, lo notamos al nor-nordeste, y habiendo cortado el cajón de su carrera, y entrado   —26→   a otro de atravieso para el este, a las veinte y dos cuadras, llegamos al estero de Cayague, que corre de sur a norte, hasta el plan de esta abra, y de ahí toma al este, a incorporarse con el río Antinion. En este lugar contamos legua.

A las cuatro cuadras, estando al frente del sur de una cordillera de montes de leyngas, mudamos rumbo al nor-nordeste, poniendo por objeto de él una abra de la cordillera de Pichachen, por donde debíamos pasar. En este atravieso pasamos dos esterillos del propio curso del de Cayague, y subiendo un corto repeche de arena, y tendido, y estando en una mancha de arbustos de sierras, se enteró otra legua. En este punto nos abrigamos tras de los arbustos por un rato, pues corría un viento parecido al del 7, en los planes del Volcán. Prosiguiendo la marcha por dos cuadras de igual camino carretero, y pasado otro esterillo de igual curso, empezamos a subir el cerro de Pichachen, cuyo piso de arena gruesa, pero no suelta, es de muy fácil explanación para carreteros, así por lo tendido de sus lomas, como por lo blanco del piso. En lo que comprende la subida, se pasan dos arroyos que confluyen, del mismo modo que los anteriores, al de los Pinos; y estando en la abra a que nos dirigimos, contamos de repecho veinte y seis y media cuadras. Aquí se puso la aguja para demarcar lo que nos hemos separado de la línea del Volcán a Buenos Aires, y queda del este a oeste. Seguimos la derrota del nor-nordeste, y a mitad de la bajada, cerca de un mallen, da que nace un arroyo para el oriente, se completó legua.

Proseguimos bajando, y a las diez y media cuadras estuvimos en el plan del cerro, y pasamos un estero que corre de poniente a oriente, y a su inmediación, otro que viene de una famosa vega del norte; y juntándose con el antecedente, toman su curso por un cajón de cordillera al este. Tomamos alojamiento de esta parte del estero, en una punta de loma que en su misma cima tiene montes de leyngas, agua muy buena y mallines, sitio muy a propósito para un castillo. Todas las vertientes de esta cordillera corren de esta parte, y para el oriente: en todos estos bajos hay abundancia de mallines, arbustos, y en las faldas de los cerros, muchos montes de las expresadas leyngas, y mucho coroynon.

Los dos esteros, que juntos he dicho toman su curso al este, se titulan en un cuerpo, Reynguileubú.



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ArribaAbajoJornada III

Desde Pichachen hasta Mancol


(Abril 10 de 1806)

A las siete de la mañana se puso en marcha la caravana, y continuando la mensura desde la orilla del estera que baja del cerro de Pichachen, punto en que quedó ayer siguiendo el rumbo y curso del estero de Reynguileubu a su orilla del sur, caminando por buen camino, y mirando en las quebradas de una y otra parte de las cordilleras, montes de leyngas, se enteró legua en un pedregalillo por que pasamos.

Proseguimos caminando, y midiendo por igual calidad de terreno, fácil de compostura para carretas; pasamos varios esterillos que nacen de las cordilleras que traemos al sur, y corriendo al norte se introducen en el bajo al de Reynguileubu, y vencida una corta bajada para entrar a un plano hermoso que se titula Chapaleo, el que tiene extensión hacia el norte, y es bañado de dos esteras grandes, se completó otra legua.

Seguimos midiendo siempre a la orilla que veníamos de Reynguileubu, y a las ocho cuadras, que es el lugar donde se incorporan los dos esteros de Chapaleo a Reynguileubu, pusimos la aguja para notar el rumbo del camino que era el del nordeste, cuarta al este, y lo continuamos por igual terreno hasta el lugar del Mancol, en el que pasamos el río con treinta y siete varas de anchura, y tres cuartas de profundidad; habiendo medido siete y media cuadras por el último rumbo.

Tomamos nuestro alojamiento al pie de una punta de cerro riscoso, la que disfruta del nombre Mancol. Eran las nueve y 55 minutos de la mañana cuando llegamos; pero hacía un calor, que no pude sufrir el vestido. A distancia de una cuadra, de donde pusimos los toldos, salen dos arroyos abundantes, que brotan de la tierra por entre piedras; la agua es tibia, y de gusto azufrado. De ella se forma una lagunilla que desagua al río. Toda la ribera de esta laguna es salitrosa; y entre ella, punta de cerro y río, tenemos nuestra estancia. De este punto, para el nordeste y este, hay una famosa vega de mallinar, cada una con su arroyo, que corriendo de oriente a poniente, confluyen al mismo río.

Al poco rato que estábamos alojados, llegaron a este sitio dos peguenches de la reducción del cacique Manquel, con una tropilla de caballos muy gordos, que bajaron por una loma que demora al nordeste, entre esta punta de cerro, y otro que se llama Mauli-Maulla, que miramos al este. Salí al encuentro de los indios, y procurando comprarles caballos me   —28→   dijo el uno, que se llamaba Neculman: que no podía vender, porque los tenía en engorde para ir conmigo a Mamelmapú. Lo celebré, y le hice entender lo bien que hacía en tratar amistosamente aquellas tribus, pues tenían muchas haciendas, y entablando comercio con ellas, se harían presto ricos, porque sus mantas, lanas, y otras obras de las que aquí hacen sus mujeres, allí valen tres o cuatro tantos más. Hablamos un gran espacio sobre mi expedición, y se retiró muy gustoso con unos bizcochos que le di.

Poco después llegó a nuestra estancia el indio Payllacura que nos ha de acompañar en el viaje, hermano del cacique Calbuqueu. Este vino de Antuco, que todavía andaba por allá con muchos de los que salieron a la junta. Llegó con la cara moreteada, y herida cerca de un ojo, de resultas de una pelea que sobre embriagado tuvo con sus compañeros. Me le manifesté condolido de su trabajo, y le instó a que se alojase; y lo hizo de muy buena voluntad, como que venía con este deseo.

Cerca de las oraciones pasa el hijo de Laylo para sus toldos, ya de regreso del fuerte; y al poco rato estuvo Laylo conmigo a pedirme qué cenar, comunicándome que estaba alojado con su mujer cerca. Procuré que viniese con su familia que los obsequiaría, pero disculpándose con tener sus cargas que traía ya descargadas, le hice dar pan y charque, y se retiró.

A las oraciones llegó a mi tienda un español, Matías Acevedo, con mensaje del cacique Treca: el que se reducía, a que acaba de llegar de sus tierras y había sabido que el peguenche Curaleu había andado en tierras de guilliches y llamistas, en que se trataba de que Llanquitur saliese con gente a atajar, o acabar con mi expedición. Cuya noticia confirmaba una india, que fugitiva se vino de lo de Guerahueque a Cudileubu, la que era parienta del gobernador Manquel; asegurando que dicho Guerahueque había montado a caballo con toda su gente para asistir a la junta que debía celebrarse antes de la partida de Llanquitur. Laylo, que se volvió con Acevedo, presenció el recado, y hablando con él sobre el particular, se admiró de tales providencias, y virtió las expresiones de que me acompañara él, si supiera eran ciertas estas disposiciones, aunque sus caballos estaban malos. Le ofrecí de los míos, para que escogiese cómo se determinase a verificar su promesa, y contestó, que sin saber lo cierto no podía moverse.

Previne a mi gente que vigi[l]asen a Manquel, y a los demás caciques que quedaban en Antuco, con el objeto de parlar con ellos sobre este antecedente, y que me llamasen a Curaleu para indagar su origen.

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Retorné a Treca mis agradecimientos por su fidelidad, y se devolvió Acevedo y Laylo para su alojamiento.

A las ocho de la mañana se levantó un viento sur tan fuerte, que nos desclavaba las cargas, y el calor del día se convirtió en un frío, semejante al que pasamos antes de llegar a la Cueva.

El 11 bien temprano tomé la escopeta, y con un criado y el dragón Baeza monté a caballo; me siguieron don Justo Molina y el capitán Jara: estuve un rato en el alojamiento de Laylo, que con sus dos mujeres y una sobrina tenían entre sus piernas un fueguecillo. Les di tabaco para que mitigasen el frío, obsequio que les agrada, y es lo primero que piden. Luego seguí las corrientes del río en busca de patos: acerté un tiro, me pasé a la otra banda con los que me acompañaban por buen vado, con el objeto de ir a una laguna que me decían había allí inmediato; y caminamos al oriente hasta llegar a una vega de mallines que tiene dos lagunillas chicas con algunas totoras en la ribera, e insondables, según convienen los prácticos. Continuamos la marcha como cosa de una cuadra más adelante, y en la falda de un cerrillo, al oriente, encontramos una cueva parecida a los hornos que Molina describe en su historia de este reino; aunque mucho mayor, y en piedra maciza. Tenía la puerta cerrada, y descubriéndola, me tendí para ver lo que tenían dentro los indios, y sólo había unas estacas de maderas partidas, las que cargan para armar sus toldos.

Allí cerca de esta cueva está la laguna que buscaba. Tendría dos cuadras de longitud, y una de amplitud, formada en medio de varios cerrillos sin desagüe, y por eso muy profunda. No había en ella patos ni otras aves, y nos regresamos.

Cuando llegué a mi estancia, me avisó el dragón estaba un español en el alojamiento de Molina, hablando de las noticias anteriores de los guilliches, y le hice llamar. Vino al instante, y preguntándole quién era y de dónde venía, me contestó que se llamaba Vicente Sáez, viviente en el cerro de los Guanacos, y que venía de la Salinas Grandes de los peguenches.

Le repetí diciendo, que me hiciese una relación prolija de las noticias que sabía acerca de las determinaciones de los guilliches, para impedirme el paso, y el origen de ellas para poderme gobernar. Me contestó, que él había ido a dichas Salinas con el peguenche Llancanquir, y éste le había contado, que el cacique Manquelipi le aseguró que Molina tenía la culpa de que fuesen españoles a Buenos Aires, reconociendo sus   —30→   tierras; y que si habían salido de su casa, no volverían a ella. Y que Llanquitur, llamista, esperaba mi expedición en Mueco, lugar del otro lado de Chadileubú, escaso de agua, para asaltarla allí.

Que también le dijo, que el mismo Manquelipi mandaba correos a los guilliches, avisando de las providencias que se daban, y del tiempo en que debía caminar mi comitiva, y que cuando salió a la junta dejó prevenido el Cocavi para los mensajes.

Que él, para saber mejor las ideas de estos indios le dijo a Llancanquin, que con el caballero que marchaba a Buenos Aires iba un cuñado suyo, que ya estaba alquilado: y le contestó el indio, que si quería morir que fuese, y de no que se hiciese enfermo. Y me añadió, que varios peguenches decían, que el cacique Manquel estaba muy amigo de los españoles, y que al cabo le cortaron la cabeza.

Le hice varias reconvenciones para indagar mejor la verdad, especialmente sobre la fidelidad del cacique Manquelipi, quien estaba comprometido en acompañarme, y que antes siempre dio pruebas de su buena amistad. Que yo había de hacer llamar a Llancanquin, para mejor averiguar la verdad, y a todos los demás autores de esta novedad, y me contestó, que lo que él había referido era en los mismos términos que lo que había oído al citado indio. Le pregunté que para dónde iba y me dijo, que para los Ángeles, con cinco cargas de sal que había venido a sacar; y lo despedí que siguiese su camino.

Recomendé de nuevo a las vigías me avisasen de cuando pasase Manquel, pues juzgaba conveniente hablar yo con él, antes que los suyos, de quienes me recelaba pudiesen haber ideado estas novedades, a fin de que no me permitiese pasar, y se me negasen los auxilios de peguenches.

El viento no cesaba, pero por no perder la ocasión de la estada de Payllacura enfermo, que estaba recibiendo favor, y también que de una en otra hora llegaría su hermano Calbuqueu que se lo llevaría, lo hice llamar para tomar noticia de los pampas en donde se crió, y de los patagones por donde pudiera haber andado. Estuvo muy pronto en mi tienda, y recibiéndolo con todo el cariño necesario, le hice de nuevo presente cuánto sentía su enfermedad, pero mientras lograse el gusto de tenerlo, experimentaría siempre una caridad fraternal, pues le tenía, como a hermano, cierta lástima. Me contestó, dándome los agradecimientos, y ponderándome que, por conocerme la lástima que le aseguraba, y un cariño más grande que el que merecía a los suyos, me vino a buscar.

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Le aseguré que estaba deseoso de saber por los lugares que había andado, pues nada me había contado de su vida, que era lo primero que hacían los hombres cuando contraían nueva amistad. Me respondió, que era hermano del cacique Calbuqueu, y cuando era niño vivía Calbuqueu en tierras de los guilliches, y por ciertas quejas que estos tomaron de él, se vino su hermana con sus toldos a estas tierras, como que era descendiente de estos peguenches, y a él lo dejó con un indio llamado Rancubil, el que se fue para las Pampas, teniendo los matones de los dichos guilliches, y se lo llevó. Que éste fue a vivir un día distante de la Guardia de Luján, a un lugar llamado Cachacama, a orillas de un río que se titula Yobarranca, que nace de un cerro conocido por Leubumaquida. Que muerto el indio su protector, se acogió a lo del cacique Cachimilla.

Le supliqué me dijese todos los guilmenes, o cabezas de aquellas reducciones, para tener noticias de ellos antes de conocerlos, pues al cabo había de tratarlos para que hiciesen todos una paz general, y poder comunicarnos francamente, que era el deseo de mis superiores y nuestro Rey: que les tenía mucha compasión de verlos separados de nuestro trato, careciendo de comodidades que los españoles les proporcionarían.

Me contestó, que él conoció a los caciques Cachimilla, que ha dicho, Payllaquan, Qudulel, Carrichipay, Guitralas, Cayoan, e Ingayleubú, que entre todos ellos gobernarán doscientos mocetones. Que su jurisdicción, o el que goce de sus tierras, llega hasta el río Chadileubú; pero viene por las Salinas, quedando al norte, libre la del Cacique Carripilun, y de otros muchos de su reducción.

Le pregunté, que también habría estado en la costa patagónica, pues ya le conocía que era amigo de correr mundo, y adquirir conocimientos. Me contestó, que en tres ocasiones fue a aquella costa, y también en un establecimiento de los españoles. Que en la costa hay pocos indios, porque con los malones se han acabado.

Les pregunté por los gobernadores, cómo se llamaban, quiénes los maloqueaban, con quiénes tenían amistad, de que se mantenían, si tenían haciendas o siembras, qué trajes gastaban, qué armas, y qué clase de tierras poseían.

Me respondió que sólo conoció al gobernador Nappayanté, y que a éste le mató en un malón Linconau, pampista de la reducción de Quinchipí. Que también los maloquean los nomentuchus del sur, que son   —32→   los que los consumen, y que estos también habitan en la costa. Que estos tienen parcialidad con Canigcolo, a quien acompañan para maloquear a los guilliches y llamistas, que se mantienen todos los costinos de llarras, guanacos, choygues, y de otros animales selváticos, porque no tenían vacas, ni otros animales comestibles domésticos: que siembras de ninguna clase usan, y los trajes que gastan son lloycas, esto es, unos ponchos de pieles de guanacos, que los trabajan con costuras prolijas y muy limpios; teniendo la experiencia que desde que sacan el cuero, lo secan en las manos, sobándolo; de cuyo modo no sólo queda suave, sino también de consistencia y blanco. Que sus armas eran de machetes o cuchillos, laques y flechas, y en el uso de estas últimas eran tan famosos que no les iba animal que pillasen a tiro de laques, ni volátil al del arco. Que así como salen los guilliches y peguenches a caballo a guanaquear y choyguear, salen aquellos a pie en pandillas, sin otra cubierta que las lloycas; que ejercitados en esta caza corren mucho, y hacen encierros de estos animales, con mejor arte y más prontitud que estos de a caballo.

Que cuando andan en estas cazas botan las lloycas, y quedan en cueros; así como andan de continuo sus mujeres, sin más abrigo ni decencia que una tira de pellejo de guanaco a la cintura, a modo de braguero. Que cuando hacen caza de multitud de choygues y guanacos, charquean, salan y secan las carnes, para lograr su duración. Que son de mayor corpulencia que ellos, y que todos los demás indios que conoció. Que sus habitaciones son de toldos, de la misma clase o hechura que los de los guilliches; pero no de pieles de caballo como estos usan, sino de guanacos que son los únicos que logran. Que para guinantucarse, o mudarse de un lugar a otro, tienen algunos, uno u otro caballo de carga en que cargan sus casas, pero no para andar en ellos, porque ni lo acostumbran, ni tienen avíos. Que sus camas son de lloycas arriba y abajo, y nada más. Que sus tierras son buenas, en las que él anduvo, y tienen leñas bastantes para fuegos, y aguas; y que el río más grande que conoció fue el de Limaylembu, o Nusquen, según otros lo llaman, porque siendo formado de uno y otro río, unos no te quitan el nombre de Nusquen hasta su embocadura a la mar, y otros el de Limaylembu.

Que en sus malones son bravísimos, y no se dan hasta morir o vencer, y que Canigcolo tiene tanto ejército, por los muchos patagones que saca a la retaguardia, que vienen a pie con flechas.

Aunque le hice otras muchas preguntas, no me dio otra razón que la expresada. Obsequié a Payllacura muy bien, y se retiró contento a acostarse, pues había ya bien comido, y era más de la una.

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Al poco rato recibí un mensaje de Manquel con un mocetón, nombrado Labado; diciéndome, que ya venía, que sólo tardaría lo que él ocupase de tiempo en pasar a sacar unos caballos de un potrero inmediato a mi hacienda: que suspendiese marchar en caso de haberlo determinado. Le contesté que lo esperaría, supuesto se hallaba tan cerca, y que celebraba viniese sin novedad.

A las cuatro de la tarde, llegó a mi Toledo, con el teniente Felipe Mellado, y después de habernos abrazado y celebrado vernos, le hice dar unos bizcochos, tabaco y mate; y así como lo vi complacido, le hice relación de mis incomodidades por el viento que había experimentado en este alojamiento. También le di las gracias de que varios de sus peguenches me habían hecho sus ofertas de lo que necesitase. Que esta era acción de amigo, y prueba de humanidad y hospitalidad; pues no pudiendo cargar los viajeros todo lo preciso, necesitaban muchas veces de auxilios, que no era razón negárseles; y más, siendo los habitantes de los caminos, amigos. Que tenía muchos deseos de llegar a sus toldos y a los de sus vasallos, para conocer, tratar amistosamente y obsequiar a sus parientes y demás personas. Que ya había notado en sus tierras muchos campos sin habitantes, que los suponía viviesen juntos, para no carecer de las ventajas que son consiguientes a la sociedad y unión de las personas, así como nosotros lo usábamos, formando ciudades y otros pueblos menores, según las multitudes de gentes que podían avecindarse. Y contestándome a todo con bastante artificio, le pregunté: ¿Que si toda su parentela vivía en estas tierras con él? Y me contestó, que para inteligenciarme mejor de su casa me hacía saber, que por parte de padre era guilliche, pues sus antepasados por esta línea, todos nacieron en los pinales de Cunquitra, de cuyo lugar vino su padre a calarse a estas tierras, que las baña el presente río de Reynguileubu. Que ya casado, se quedó aquí, y nació él peguenche, cuando por el orden natural debía haber sido guilliche, pues las tierras llaman a los varones, y no a las mujeres. Que cada día se alegra más de aquella determinación, de haberse establecido aquí su padre, pues por ella ha disfrutado del trato y amistad con los españoles, a quienes ama. Que las propiedades de aquellas tierras no las ha enajenado, y serán suyas, y de sus descendientes siempre. Que sus parientes, por la madre, todos los tiene aquí los que le quedan.

Le repliqué, que he oído que Cayuquen, guilliche, está casado con una sobrina suya en Gueyeltue. Me respondió que es cierto, que el cacique Millanen y Cayuquen están casados con sobrinas de él; que la de Millanen fue viuda de su famoso capitanejo el Tricao, y la de Cayuquen, que a ambas las cautivaron en un malón; fue muy tierna: cuyo malón fue en esta forma. Que siendo su capitanejo Tricao, hombre guerrero y afortunado,   —34→   se comprometió con el cacique Calbuqueu para ir a maloquear a los guilliches, y lo verificaron con tanto ardid que los pillaron desprevenidos, los vencieron, y lograron traérseles muchas haciendas. Pero enconados los guilliches, tomaron el partido de seguirlos por los rastros de su regreso, y a los tres días que estaba Tricao en sus toldos, descuidado, dormido y sin gente, le entraron aquellos enemigos agraviados y revestidos de furor, que, no sólo saqueaban los toldos, sino que también mataron al Tricao, sin haberlo dejado ni aún tomar la lanza: rescataron la multitud de cautivas que habían traído, y se llevaron otras muchas, entre ellas la viuda, y la otra de que se trata. Que cerca de este sitio en que estoy, sucedió esta desgracia, de la que no puede abordarse sin renovar sus sentimientos.

Le pregunté, que si desde entonces no ha visto a sus sobrinas; y me contestó que este verano vio a la casada con Cayuquen, cuando fue con don Justo Molina a lo del cacique Guerahueque a tratar de esta expedición de parte del señor Gobernador Intendente, a fin de que por parte de los guilliches no se siguiese atajo: que allí cerca vivía Cayuquen, y desde que ella supo que allí estaba, vino a verla al alojamiento. Que el gusto que tuvieron fue imponderable, y no dejó de aconsejarla, (cuando estuvieron más solos) que así como viese a los guilliches alzados procurase huirse, y venirse para lo de él; de cuyo hecho lograría regresar a sus tierras, a vivir entre los suyos, y a prevenirles que no estuviesen descuidados. Que se acordase de la sangre peguencha que corría por sus venas y tendría espíritu para vencer esta ocasión que le recomendaba.

Le hice ver el riesgo en que la dejó comprometida; y le procuré descubrir si tendría gusto de verla: y me dijo que sí.

Hablándole de nuevo: Yo soy ahora, amigo, le dije, el que te doy la nueva y buena noticia que tu sobrina la verás presto, esto es, si no mienten tus vasallos; porque se halla en el toldo de Curaleu, según me mandó avisar ayer Treca, y otros que lo han confirmado. No te asustes por su venida, que aquí me tenéis: se asegura que el mismo Curaleu anduvo en los guilliches y ha traído varias novedades, y que ella se huyó por haber montado Guerahueque a caballo con toda su gente, y Llanquitur, haber salido para las Pampas, y como estos dejaron a sus mujeres solas, se valió tu sobrina de la oportunidad de veniros a cumplir el consejo que le dejaste. Es guapa peguencha, Manquel, y no puede negársele es de vuestra casa. Ahora yo te deseaba como necesario para tomar las providencias convenientes al cumplimiento de mi comisión, y no dudo de tu amistad y franqueza me la franquees: porque todas serán para tu mayor seguridad también.

  —35→  

Me es forzoso hablar con tu sobrina, y oír sus razones, no menos las de Curaleu, y algunas de Llancanquir que comunicó a Vicente Sáez, sobre las disposiciones de esos Guilliches tan temidos, y para esto necesito de tu autoridad, esto es, que los hagáis venir a mi presencia para tomarles sus declaraciones, y examinarlos de un modo que conozcamos la verdad descubierta. De ésta inferiremos si la salida de Llanquitur ha sido para las Pampas, y con el objeto de maloquearme, y las resultas que puedan sobrevenir a vosotros de la fuga de esta muchacha, que pueden culparte de ella, supuesto la viste y hablaste, como poco ha me has dicho, e irritándose su marido y parientes, veniros a robar. Tomadas sus razones, veremos los partidos de seguridad que nos convengan: pero, para que nunca me culpen de no haber oído bien, de poca inteligencia o de mala disposición, quiero y deseo que las razones de estas personas se tomen en junta de todos los caciques cabezas, con quienes me entenderé después de recibidas, para disponer con mejor acuerdo y madurez. Me respondió que pensaba muy bien, y que él tenía mucho consuelo de tenerme en sus tierras en un tiempo tan crítico, como el que se le prevenía: que Calbuqueu estaba para llegar, y en el momento me lo traería para que comunicase con él también mis proyectos; pero que sería de su mayor gusto dejase el sitio en que me veía, que era muy incómodo por el mucho viento. Que me fuese luego para el lugar de Rime Mallín, más cerca de su toldo, en donde me podría tratar con más frecuencia, y de consiguiente acordar sobre los demás puntos antecedentes. Le prometí hacerlo así, y se retiró a su alojamiento de noche.

A poco rato se me avisó que el indio Llancanquir estaba cerca, alhajado de viaje, con comercio para nuestra frontera; y en el instante hice que el capitán Leandro Jara fuese a decirle que lo deseaba conocer, y necesitaba hablarle algunas razones antes de que continuase su viaje; y que así le había de merecer el favor de que me viniese a visitar.

Al siguiente día, 12 del citado, estuvo Llancanquir en mi toldo, y después de las ceremonias de política le pregunté, que si había andado con Vicente Sáez en las Salinas. Me contestó que no, pero que uno de sus mocetones fue con él.

Le traté sobre que si sabía de mi viaje, y qué le había contado de las resultas que podría tener en él a Sáez. Dijo que nada ha sabido, ni ha oído de mi expedición otra cosa, que el estar ya en marcha, esperando a sus caciques que deben acompañarme, y que a Sáez, ni a otro español le ha conversado de la materia, porque no se ha ofrecido.

Le reconvine sobre que me dijese la verdad, refiriéndole todas las   —36→   expresiones de Sáez, las que me era de importancia averiguar, hasta saber su origen, para tomar mis providencias y dar cuenta de mis jefes; y no menos convenía a los peguenches saber la verdad, así para preparar la defensa, como para perseguir a los guilliches que faltaban a los tratados de paz que tenían entablados; y que esperaba, si era fiel a su nación, no me ocultase palabra, de las que había oído, ni concepto que hubiese formado acerca de la infidelidad de algunos, par prevenciones que hubiese visto. Éste contestó: Que Sáez era un embustero, que jamás, como ha dicho, le ha tratado sobre el particular, ni le ha nombrado al cacique Manquelipi, que es fiel amigo de los españoles, y de los mejores conas peguenches, para asunto tan criminoso como el que le ha fulminado. Que sólo en el verano, antes de haber ido el Gobernador Manquel a lo de Guerahueque, oyó que los guilliches no querían que pasasen españoles para Buenos Aires: pero, así como fue, no ha vuelto a oír expresión alguna, ni aun entonces parló con Sáez del asunto.

Le insté conque no podía negar lo que dijo a Sáez; contándole éste que un cuñado suyo iba conmigo, le aconsejó que no lo hiciese, pues perecería ciertamente en el viaje, y que se hiciese enfermo. Se rió, diciendo: Que mejor era callar, porque no sabía como pudiese un hombre mentir tanto, que Sáez merecía ser castigado, y que me suplicaba le creyese a él, que era hombre de conocimiento, y que ya podría él ver a Sáez. Adelantó que Caraleu había andado entre los guilliches en conchabo; que a éste podía creérsele; y si había oído alguna novedad, la contaría sin faltar un ápice de lo que fuese cierto. Le pregunté: que ¿si no había hablado con él, y con una sobrina de Manquel, que se vino de los guilliches y se halla en los toldos del mismo Caraleu? Me contestó: Que no ha hablado con ninguna de estas personas, pero sabe que la fugitiva no es la sobrina de Manquel, como aseguraban, sino otra chinilla.

Le manifesté que ya estaba muy satisfecho de su ingenuidad, y habiéndole dado un buen almuerzo, tabaco y un pañuelo, se retiró.




ArribaAbajoJornada IV

Desde Mancol a Rime Mallin


(Abril 12 de 1806)

Desde el momento que se retiró Llancanquir, hice alistar la caravana, y aprontando las caballerías, dejamos este sitio en que nos mortificó el viento sin cesar, sino por muy cortos ratos.

  —37→  

La cuerda siguió por una vega abajo, continuando el rumbo del cajón. Pasé yo al alejamiento de Manquel a comunicarle que ya me encaminaba al lugar de su prevención. Le hice conversación de la declaración de Llancanquir, y se alegró en extremo, persuadiéndolo también a que todas serían novedades, y a que esperaba tener franco pasaje.

Le dije, que siempre era preciso que hablásemos con Curaleu, y esto había de ser en junta, como se lo tenía suplicado, y así le dejaba al capitán para que esperase a Calbuqueu y a Manquelipi, y con ellos se fuese a mi toldo. Quedó en esto, y yo continué mi marcha: y pasando otra vez el río de Reyngnileubu, y con un corto repechillo, fácil de allanar, seguimos la mensura por entre lomas de pastos coirón tendidas. Lo más del camino carretero, el resto de fácil explanadura. Pasamos por cerca de la cueva de piedra, inmediata a la laguna ya citada; y al frente de una cordillera, con vetas de piedras coloradas, se enteró legua. Andando siempre por igual camino, llegamos con diez y seis cuadras, hasta un lugar donde la senda se estrecha al río. Desde este sitio enderezamos al alojamiento, que nos fue preciso repetir la pasada del río; y andando después como cosa de seis cuadras por una vega arriba, entre dos lomas a la orilla de un arroyo que baja de la altura que teníamos al norte, por sobre piedras e yerbas de apio, tomamos alojamiento. El lugar se titula Rime Mallin: la agua es muy buena, en el plan mucho pasto, y en los cerros copiosos coironales y arbustos para fuego; tierras muy buenas para haciendas, y todos los bajos de regadíos para chacras en la estación del verano.

A las doce y diez minutos, que estaba haciendo componer las cargas, tuve en mi nueva posada a los tres caciques, Manquel, Calbuqueu y Manquelipi; y habiendo tenido una larga conversación con ellos, por su demora y bebida que entre los españoles tuvieron, cada uno me contó lo que se beberían de vino, y que al último compraron tres cargas, y se las bebieron en los coygues, antes de llegar al Chacay. Nos reímos bien, y contentos sus ánimos, entró a decirles: Amigos, desde el tercer alojamiento que tuve en estos montes, me empezaron a correr tus compatriotas tantas novedades, amenazas y mentiras, que aunque no perturbaron mi ánimo, ni me hicieron variar de proyecto, ni conocer el temor a los guilliches, con quienes me asustaban, con todo, no dejé de haberme enardecido contra ellos; porque faltaban a los tratados del parlamento, celebrado en Negrete, sobre la libertad de comercio. Esta franqueza no puede haber, sin permitirse los tránsitos de una a otra parte; y a más de este comprometimiento,   —38→   en que entonces quedaron, el que por diciembre tuvo Guerahueque con Manquel en sus toldos. No sólo, pues, me injuriarían a mí en caso de sujetarme, sino al Rey mi Señor, en cuyo servicio voy empleado; y a vosotros mismos, por cuyas tierras paso, y quienes me auxilian. Contra vosotros era el golpe, su infidelidad, traición inmediatamente; mucho siento el decirlo, pero el caso requiere hable con claridad.

Confesaron todos que así era; pero que no fuera extraño que pensaran con ignominia, cuando estaban acostumbrados a semejantes acciones, sin respetar sus tratados, ni pactos.

Yo que deseaba imbuirlos en estos sentimientos, celebré el buen recibimiento que les hicieron, para facilitar por medio de ellos los obstáculos que podrían ofrecérsele a mi expedición, incontinente les dije: Y hasta ahora nada tenemos de nuevo, sino voces producidas del vulgo. Éstas regularmente son despreciables; pero la mentira, hija de algo es, y es preciso averiguar quien parió la que ha corrido; para desengañarnos si fue falsa desde sus principios, o si es verdad en su origen, para prevenirnos. No me parece empresa dificultosa, pues siendo cierta, en la parte de que Curaleu anduvo entre los guilliches, y que una muchacha que allá estaba cautiva se halla en estas tierras, es fácil hacerlos venir, y que nos orienten de cuanto sepan, hayan oído, y presuman. A esta moza y a Curaleu, salvo el parecer de vosotros, soy de sentir les demos audiencia en junta, esto es, que todos nos juntemos los que aquí estamos, y también Carrilon, Pichuntur, y demás caciques que nos auxilian, cuya causa una es: los recibamos en un lugar, les preguntemos y examinemos, cómo la importancia de la materia lo exige, y los antecedentes que ustedes tienen para recelar de ellos. Yo confieso estar recibiendo de vosotros favores, pues me tienen en sus tierras, y de todos modos no quisiera fueran tanto las pensiones que les causa. Todos viven más adelante de este sitio que la generosidad de Manquel me ha franqueado; si aquí se hace la junta, todos se pensionarán, y ¿yo sin moverme de mi estancia? No lo permitiré; y así quiero y les suplico me asignen un lugar, que venga a estar enmedio del círculo que forman sus habitaciones, (esto es, si la costumbre no exige el que tales funciones se celebren en lo del cabeza principal; que entonces mis ruegos no deberán tener lugar); que avisándome el día en que nos hemos de saludar allí, y tomar un asado de mano, de mi cocinero, procuraré estar más temprano para tenerles a todos prevenido el mejor acomodo que pueda proporcionarles a medio día. Para mis caballerías está muy bueno este valle, por sus aguas y pastos: espero el nuevo favor que me concedáis, no   —39→   mover mi caravana, que yo iré sólo con las personas que necesito, y concluido nuestro trahun, yo me regresaré, o a caminar para adelante, que es mi mayor deseo, o a poner en efecto lo que acordemos.

Dijeron a una, que jamás pensaron darme ni permitirme en sus tierras incomodidades que ellos pudiesen remediar: que el asado me lo admitían, pero sería en mis toldos, a los que vendrían con otro gusto, que a otro lugar raso, donde el sol y el viento me mortificasen. Les repliqué que no: que deseaba ver sus tierras más adelante, y que deseando complacerme como ponderaban, no podrían excusarse y darme gusto. Respondieron que muy bien, y que los dejase acordar del lugar. Trataron mucho rato, y al fin designaron el de la Capilla, a cuyo sitio era práctico el capitán que me servía de intérprete, y que si no tenía inconveniente, sería la junta dentro de cinco días, inclusive el en que estábamos. Les manifesté que todo estaba muy bueno, y muy a mi gusto.

Calbuqueu me preguntó, que si traía bocas de fuego; y les contesté muy pronto, que 28 para servir a mis peguenches, y defenderme de los que quisiesen declarárseme por enemigos, y que con 100 peguenches no tendría miedo a todos los guilliches ni a Llanquitur, con otros que pudieran incorporárseles. Me alabaron el que viniese prevenido, y que con atención a mi buena defensa me proporcionarían los mejores auxilios.

Ya les tenía prevenido un buen desayuno, y medio mazo de tabaco: todo lo tomaron con gusto, y al acabar de comer llegó Laylo, y sentándola a la redonda, le hice también servir. Así que empezó a comer, les comunicó a los compañeros que había novedad de cierto entre los guilliches y Llamistas; porque Curalen le acababa de mandar mensaje, diciéndole que él había llegado poco ha de aquellos lugares, que Guerahueque había salido para los llanos, y Llanquitur con bastante gente, para Mamilmapu. Me comunicaron las razones de Laylo, y atendidas, les dije que todo era enredos y mentiras, y que se hiciese la junta, que allá veríamos a Curaleu, y que por ahora nada más teníamos que hablar. Manquelipi prometió llamar a Curaleu, y a la mocetona para el día de la citación, pues de camino pasaba por las puertas de sus mismas habitaciones; que ya se había ofrecido para acompañarme, y no se desistía, siempre que yo me animase a caminar. Siguieron murmurando sobre los procedimientos de Guerahueque y Llanquitur, y acabaron su conversación diciendo, que no escarmentarían sino con acabarlos a todos. Que vendrían a parar en eso, si salían con mi expedición; porque no se habían de quedar con la injuria   —40→   hecha, y ellos impunes. Concluida su conferencia, se retiraron, y yo seguía acomodándome, y dando las órdenes de seguridad a los arrieros para que velasen en la tropa. Calbuqueu y Manquel, que oyeron estas disposiciones, volvieron a hacerme presente que en sus tierras ni me robarían, ni se me perderían animales; que no tuviese recelo de ellos, ni de sus mocetones, y así que no incomodase a mi gente, ni a mis caballerías. Les aseguré que ni de ellos, ni de sus vasallos tenía desconfianza, y que estas precauciones me eran precisas, porque muchos de mis animales tiraban a huirse, y después se maltrataban más las caballerías en buscarlos; que también mi gente debía irse acostumbrando a las vigilias, porque en los caminos por donde pueden andar enemigos no debe permitirse descuido, y que los españoles estábamos hechos y criados en el trabajo, y sin dormir más que lo preciso, cuyos desvelos no debían molestarnos, si estas tierras no tenían la virtud de influir sueño. Pero tampoco lo creía, porque yo me sentía lo mismo que siempre; y así les agradecía las promesas de seguridad que me daban, y por complacerlos dejaría a mi gente por sola aquella noche que se abandonase al ocio y sueño, y en lo de adelante seguiría con el mismo método que había traído desde la salida de Antuco. Se retiraron satisfechos.

El 13, a las siete de la mañana, monté a caballo para ir a reconocer las cordilleras que miraban al sur, acompañado de don Justo Molina, y el dragón Baeza, con el capitán de amigos; y pasando el río por otro vado de piedra grande, muy correntoso, y atravesando el camino que trajimos, fui por lomas de pastos de coirón de muchas vertientes y mallines, de arbustos, de nirres, chacayes, de michis, de yaques, de carrimamines, y de otros, cuyos nombres ignoraban los prácticos; de mucho apio en las vertientes de quequbo, de tapilaquen, de urrecacho, y otras desconocidas yerbas, que por las faldas abundaban. Y al llegar a su cima siempre por trumaguales, llenos de cuevas de ratones, que los caballos a cada instante se enterraban, había un pretil derrumbado, en el que están de manifiesto muchas vetas de piedras jaspes, de rosado y blanco, y otras con morado y amarillo, que formaban unos cordones preciosos. Nos elevamos más, hasta casi la misma cima, donde se veía un pedazo de cerro blanco, cuyo objeto fue el de mi atención desde mi alojamiento; y reconociéndolo, era una parte del cerro de piedra blanquizca, toda traspasada de otras piedras negras, férreas y de otros colores. Quise adelantarme más, pero se formó una borrasca de viento y nubes que nos pareció llovería, y nos bajamos, siendo ya más de la una de la tarde.

A las tres y más de media de la tarde, estuvimos en nuestra   —41→   posada, y acabando de comer, empezó a llover mucha agua, que cesó después de las nueve de la noche.

El 14, tuve en mi toldo toda la mañana a Manquel, hasta después de comer. Mucha parte del tiempo ocupó en peticiones, y el resto le trató sobre el régimen de nuestra vida, y las ventajas que conseguiría, en su anciana edad, con nuestro trato familiar, que lo serviría para conocer las comodidades que nos son de él consiguientes, tanto en este siglo como en el otro. De todo hizo admiración.

El 15, anduve la mayor parte de la mañana por las sierras del norte: nada de particular y primoroso vi, sino un potrero de mallines, regado de una famosa vertiente. Los arbustos, tierras o yerbas, de las comunes; y a poco más de las doce que regresé, llegó Manquel a visitarme, conduciéndome un ternero de regalo. Por las faldas del cerro inmediato lo enlazó a la cincha del caballo, con tanta destreza y agilidad como un campista de veinte y cinco años, y pasará de sesenta. Corría por las faldas y por entre peñascos con la misma franqueza que por un terreno limpio y llano. Le acompañaban dos sobrinos, ambos hijos de su hermano Laylo; el uno como de catorce a quince años, y el otro como de siete a ocho; todos con lazo, y sin diferenciarse en el manejo del caballo, y seguridad en el avío o silla.

El 16, vino Treca a ofrecerme sus haciendas, por si acaso necesitaba carnes para el mantenimiento de mi comitiva: común introducción entre ellos, siempre que necesitan alguna cosa, y que la quieren pedir. Recibiendo mis agradecimientos, se interesó por una mula de las que traía en mi tropa, ofreciéndome por ella una yegua de carga, buena y gorda. De consiguiente que aconsejase, y dejase bajo de su tutela a un muchacho español, llamado Juan Sáez, que tenía en su casa; quien con la libertad que disfrutaba de anclar de toldo en toldo, iba, dando en ladrón, como que al cacique Manquel le había hurtado un herraje de freno: que su fin sería el que lo atravesasen de una lanzada, si lo volvían a pillar; que él lo sujetaría, poniéndolo de ovejero, y le pagaría también su servicio. A su primera solicitud me le negué, y a la segunda le dije, que ellos no debían dar posada a ningún español vagabundo, según uno de los tratados en el último parlamento a que asistí, por las malas consecuencias que se seguían a su nación, y a la nuestra. Que debían dar parte al señor Gobernador Intendente de cualquier sujeto que, sin ocupación honesta, se internase a sus tierras, a fin de que lo hiciera prender y darle destino. Que en mi persona no resistían facultades para entregarle a este individuo; pero ya que se hallaba en sus tierras, y que había de invernar   —42→   entre ellos, constándome por noticia su buen gobierno y honroso proceder, que conservaba sin ejemplo entre los suyos, me trajese al muchacho, y lo aconsejaría, que si había proporción para nuestra frontera se saliese a vivir entre cristianos, cuya religión profesaba; y si no lo conseguía, invernase con él, dándole gusto, y cuidándole su ganado hasta la primavera que se franquease la cordillera, en cuyo tiempo podría yo regresar: y si lo hacía por estas tierras, me lo sacaría para afuera, y de no, lo llevase en la primera salida que hiciese, y lo entregase a uno de los comandantes de las plazas, dándole de él la misma noticia que a mí me ha comunicado.

Luego me presentó al muchacho, que lo había dejado entre mis criados, y hablándole en los términos referidos, prometió uno y otro cumplir mis consejos, y se retiraron.

Al poco rato llegó a verme un indio, llamado Callbutripan, que de viaje pasaba para las plazas. Su introducción fue que, deseando conocerme, abandonó el camino que llevaba: que en el día era peguenche de estas reducciones, y poco antes era de los ranquilinos de Mamilmapu; pues aunque aquí nació, fue a crecer y envejecerse en aquellas tierras, que ahora abandonó, por venir a morir en las que fueron de sus padres, y a disfrutar de los tiempos pacíficos que gozan estos peguenches. Lo recibí muy gustoso, y le pregunté el tiempo que estaba por acá, y que me diese razón de los ritos y costumbres de aquellas tribus, por cuyas tierras debía pasar, para darles un trato conforme a sus máximas, porque mi viaje no sólo se dirigía a conocer la ruta, y solicitar la más corta y cómoda, sino también a granjear las voluntades de los indios. Me aseguró que en esta primavera pasada se vino; que las costumbres de aquellos son las mismas de estos y sus ritos iguales, y que, en llegando a Chadileubú, adelantase un mensaje, a Carripilun, comunicándole mi ida, a fin de que no pensase que iba a malón. Que él le mandaría con el cacique Puelmaq muchos recados para que me recibiese bien, pues era su íntimo amigo, y en oyendo su nombre tendría gran placer; y que para poderme ponderar, le diese un pañuelo para su uso, y llancatus. Me fue preciso complacerle, y se retiró cerca de las ocho de la noche, dejándome gustoso del rato que traté con él, porque ha sido el indio de mejor persona que he visto, aunque de rostro grave y viejo, pero muy agradable de semblante, de buena conversación y expresiones.

El 17, a las cinco de la mañana, estuve a caballo con los dos tenientes de milicias, mis asociados, don Justo Molina, el capitán de amigos y un criado, para concurrir a la junta; y como cosa de legua   —43→   media, orillando por abajo el río de esta parte, por muy mal camino, y muy pedregoso que anduvimos, llegamos a los toldos del cacique gobernador Manquel. Fuimos muy bien recibidos de él, y de su mujer doña Carco, de sus mocetones y parientes, que del seno de cinco toldos salieron al marimari. Estaban almorzando al salir el sol. Nos hicieron apear, y que nos sentásemos en unos pellejos de carnero, y pasada media hora nos pasaron en el asador un asado de ternero, suplicándonos lo tomásemos, que estaba hecho con prolijidad. A este tiempo llegó el indio Curaleu, el convocado con la moza para la junta. Fue recibido con mucho agasajo de Manquel; y su mujer lo hizo me abrazase; y poniéndolo en igual asiento al nuestro, me recomendó las razones que me diese como invariables.

Luego que se sentó, dijo: Que tenía mucha satisfacción de conocerme, y por tener que salir precisado para Antuco, había emprendido su viaje antes de la junta, con el ánimo de pasar a saludarme a mis toldos, y ver lo que se me ofrecía, porque el cacique Manque-lipi lo había llamado; que la muchacha que tuvo en su casa la había entregado a su padre, luego que llegó; que era hija de Mariñan, y no sabría si la habían llamado también. Que había procurado con mucho empeño alcanzar el día antes a mi alojamiento, para evitarme la incomodidad de que hoy hubiese montado a caballo; pues habiendo tenido noticia que lo necesitaba, para la averiguación de ciertas novedades que habían corrido autorizadas de su nombre, no quería tardar más tiempo de sacarme del error en que quizás me pondrían los enredosos y embusteros. Y estando enterado y satisfecho que nada había dicho, porque nada de recelo había notado entre los guilliches, supondría no tendría precisión de ir al lugar de la junta. Le respondí: Que no podía asegurarle si los enredos y mentiras tuvieron en mí aceptación alguna, pero sí consideré preciso siempre oírlo, por contestar a mi gente y a los peguenches, en quienes conocía cierto temor y desconfianza, de que era preciso sacarlos; así porque no se acobardasen los que debían acompañarme, como porque conociesen que lo que les decía y aseguraba, lo debían recibir como de un amigo que los estimaba, y deseaba proceder con acierto en un asunto de tanta importancia como el que llevaba a su cargo. Que a todos nuestros conceptos debía preceder el uso de la reflexión; y que ¿cómo podría yo creer que los guilliches y llamistas me habían de querer sujetar, y acabar con toda mi comitiva, cuando iba auxiliado de peguenches, y como un embajador, llevando las razones del Señor Capitán General del reino, y Señor Gobernador Intendente de la Concepción, a consecuencia, de otros preceptos tan elevados, como son los de nuestro Rey y Señor a quien sirvo? Sé que los guilliches son   —44→   hombres racionales, y que habían de mirar su ruina en solicitar la mía, porque ¿qué no debían esperar de ustedes, por la parte que les cabía de sus embajadores que me han de acompañar? y ¿qué de la Concepción, Santiago, Mendoza y Buenos Aires, cuya razón es una en los agravios que me hiciesen? Persuadanme primero que los llamistas y guilliches están aburridos con su vida, las de sus hijas, y con sus tierras y haciendas, y entonces hallaré fundamento para creer en lo que han supuesto; pues de tal proyecto se les seguiría su total destrucción: porque una infamia, una infidelidad y una traición tan clásica como esta, no se justificaba sino con una entera desolación. Así, Curaleu, con estos principios salí de mi casa. Yo no solicito hacer mal a nadie, sino antes bien, como todos vuestros compatriotas lo tienen recibido de mi mano. Yo voy a transitar por tierras vuestras, que vosotros mismos me habéis franqueado, y por las de Mamilinapu y Pampas, en donde usaré de las atenciones que exige la razón política, hasta dar mi embajada a aquellos Gobernadores, y tratar sobre los demás puntos que convengan al real servicio. No tengo que andar por tierras Guilliches, y ¿por qué nos han de salir a hacer mal, por el corto interés de mi equipaje, de los cuatro caballos y mulas que me conducen? ¡Tan pobres y viles son! No lo creo. Ya sé que sois peguenche, hombre de bien, y te creo; pero también te suplico que, supuesto tienes con ellos cambios, conchabos o permutas, si vas allá diles la verdad de lo que me habéis oído. Anteponles primero mi caridad, mi trato y mi desinterés, y luego no excuses razón de las que me oíste, y te aseguro que convendrán conmigo en las reflexiones que hagan.

Repitió: Que ninguna novedad oyó sobre mi expedición, ni tampoco la trajo la mocetona; que mientras que él anduvo en aquellas tierras, salió Guerahueque con comercio para los llanos, y oyó decir que Millalen salía luego para Mendoza con el propio objeto. Que en esto mismo convenía la muchacha, y ninguna otra razón daba, porque él la había examinado, y le parecía que si ya seguía para la junta, no habría necesidad de llevarla, pues ya la había oído Manquel, Laylo y todos sus mocetones, quienes podrían declarar sus razones a los otros caciques, si querían hacerle el favor de permitirles seguir su viaje.

Quedaron satisfechos los caciques, y Laylo todo avergonzado, que antes había dicho, que este Caraleu la había noticiada por un mensaje de la certeza de las novedades. Me preguntó Manquel ¿que si continuaría Curaleu su marcha? Y le respondí: Que por mi parte no había embarazo. Lo hice dar un pañuelo llancatus, y medio maza de tabaco, y se despidió dándome los agradecimientos.

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Al poco tiempo, que eran las nueve y media, montó a caballo con mis acompañados, el cacique Manquel Laylo, su hijo Cheuquellan y otros varios mocetones, y caminando bastante a prisa por camino pedregoso de faldas, como a distancia de media legua de los toldos de que salimos, subimos un pretil que hace el cerro al lado del norte del mismo río, de cuya ribera no nos hemos separado; sumamente parado, que apenas lo vencieron los caballos. En su cima estuvimos en un hermoso plan de lamas bajas, cuya vista es deliciosa, porque está rodeado de cordilleras, hasta formar un medio círculo al norte, que al lado del sur lo corta el río de que nos separamos. Continuamos por dicho plan, de ando al lado del sur un cerrillo, de una piedra que está en la mitad de la llanura, y al poco trecho entramos a un cajoncillo de estero de invierno, en el que hay varios pozones y mallinares; y caminando por su caja, llegamos a una vega que parte el plan de oeste a este, por la que corre un arroyo con el mismo rumbo, y siguiendo su curso, como cosa de ocho o nueve cuadras, llegamos al lugar de la citación, a la una y media de la tarde. No habían llegado los otros caciques; y para defendernos del sol que quemaba, en un arbusto de maitenes tendimos mantas que nos hiciesen sombra.

Como cosa de seis cuadras más abajo, está el sitio que llaman la Capilla, originado de una capilla que estaba levantando el Reverendo Obispo, Fray Ángel de Espineira (que lo fue de la Concepción), en tiempo que era religioso de propaganda fide, y estando en paredes, temió cierta revolución que lo hizo abandonar la fábrica, y retirarse para nuestros establecimientos.

Árboles no hay en todos estos contornos, sino unas cortas manchas de arbustos de chacayes, yasques, michis y algunos débiles maitenes; pero sí bastante pasto. En el propio sitio de la capilla está la toldería de una india Raypí, hermana del difunto peguenche Rayguan, que es tutora de sus sobrinos. A este Rayguan mataron los de Malalque, 8 años ha. Era indio de mucho crédito por su valor. Era rico de bienes de fortuna, y he visto a un hijo suyo, de edad de 16 años, al parecer, llamado Himiguan, el herraje del finado canónigo Cañas, que cautivó Llanquitur, famoso salteador, a quien mataron en malón los peguenches Pulmanc y Cayucal, auxiliados de nuestros españoles, y de los de Malalque.

Al cuarto de hora que estábamos a la sombra de nuestros ponchos, llegaron Calbuqueu y Livinirri, con algunos mocetones. Después que nos saludamos, dijeron que sin embargo de haber sabido por Curaleu, que los guilliches y llamistas estaban quietos, cuya noticia les   —46→   había hecho quedarse en sus toldos a Pulmanc y Manquelipi; con todo, no quisieron ellos dejar de asistir, persuadiéndose el que podría ocurrir yo, aunque estuviese cerciorado de lo mismo. Les contesté: Que les estimaba su atención, y por no faltar a la que debía tenerles, quise más antes pensionarme en venir, que en dar nota de impolítico; y que ya que nos veíamos juntos, tomaríamos alguna cosa, y no le faltaría a Calbuqueu de que tratar. Soltó la risa, y dijo que materia había de sobra, con sólo hablar del acopio de mentiras que nos contaron. Y le contesté: ¿Y no podríamos cortar la conversación, si habláramos de los daños que originan, y perjuicios que en la sociedad acarrean los embustes y enredos, cuando encuentran con jefes crédulos, como vos habéis sido? Yo os suplico, amigos, no acreditéis en lo sucesivo novedad dicha de mocetón, ni de otros españoles con quienes tratéis. Ocho días estoy parado con mi comitiva, gastando los víveres que me eran precisos para el viaje, y otro tantos se ha adelantado el tiempo y atrasado mis caballerías, que cuando lleguen a las Pampas, donde las aguas escasean, ya irán sin fuerza, y si a sí os hiciera relación de cuantos atrasos he recibido, y recibiré por esos noveleros, quedaríais espantados. Sed, pues, vosotros ahora los que procuréis remediar mis perjuicios en partes. Ya no hay novedad, ya no hay que hacer sino caminar; yo estoy pronto y lo deseo: mandadme mañana a vuestros mocetones que deben acompañarme para continuar mi marcha, o citadme un plazo corto, y algún lugar más adelante para juntarme con ellos. No sea, amigos, que se formen otras especies, y se suspendan de nuevo vuestros ánimos con más perjuicios míos, y del Rey Nuestro Sr.

Dijo Calbuqueu: Nuestros mocetones hasta ahora están sin prepararse, nos es necesario algún tiempo para aviarlos, y dentro de diez días te alcanzarán en Trenquicó, si determináis ir a dar aquella vuelta que dio Molina, y andar por el camino malo que él anduvo. Puelmanc es muy práctico; ha andado por todos los caminos, y de aquel dice lo que yo te he dicho: sube muy al sur para descender otro tanto al norte, las aguas muy distantes y malas; y en fin, en tus tierras andas; por cualquiera parte que quieras, puedes enderezar. Tú te desengañarás, y si estimas algún día estas razones, y tomas este consejo de Cadileubu, de que es el mejor y más corto, te irán a encontrar nuestros mensajes al lugar de Tilquí, en donde harán quemazones tus mozos, que será el aviso que nos mandéis por el aire.

Tuvieron los indios su rato de conferencia sobre el punto de los caminos: todos convenían que el de Molina era más vuelta y peor; pero Manquel decía, que el que seguía por el cajón de Reynquileubu   —47→   a las juntas de Cobuleubu con Neuquen, aunque tenía algunos estrechos al río, era el más recto. Yo traté con Molina sobre estos datos, y me dijo que todos eran unos embusteros y que le creyesen a él.

Repitió, hablándome Calbuqueu: El hecho o disposición de venir prevenido de armas de fuego, es digno de nuestra mayor complacencia, y determinamos que los nuestros lleven también sus lanzas; pues no puedo menos de decirte, que los llamistas y guilliches no son de confiar, y los ciega la codicia y el rencor que conservan con los españoles. Tus yanas, esto es, tus criados han de ser por precisión cobardes, y a los primeros encuentros y escaramuzas de los indios te desampararán. No lo dificultéis, por más que los conozcáis. El indio Caullan acaba de llegar de lo de los guilliches, y asegura que él vio y encontró a varios que salían armados para las Pampas. Guerahueque, que había vuelto de su conchabo con los muluches o lelbunchees, en el momento presidió una junta que se hizo en sus tierras: no esperéis bonanza de ella, ni te persuadas a que fuese para prevenir malocas contra Canigcolo, porque actualmente están tratando de paces. Todos sentimos verte caminar desamparados a dejar tus huesos, como de caballo, botados por el campo, y también mandar a nuestros peguenches, a nuestros hermanos, que perezcan contigo, y dejen sus familias desamparadas. Medita, pues, amigo, sobre el particular, y me encontrarás razón.

Les dije: Amigos, yo salí de mi casa, dejando comodidades, mujer e hijos, conociendo que los llamistas y guilliches eran infieles, y aun en la actualidad estaban mal con nosotros, a causa de que se remitían 200 hombres de tropa para resguardo de Valdivia; la que no dejaban pasar, suponiendo iban a repoblar la Villa Rica. Entonces no tuvo temor: ¿y cómo pensáis acobardarme ahora? Yo no tengo en todo mi viaje que pasar sus tierras ¿y para qué necesito sus voluntades? ¿Tienen dominio en las vuestras? ¿A qué me han de salir en ellas? ¿Les voy a hacer algún mal? ¿Por qué razón, pues podrán ofenderme? ¿No son racionales? ¿Qué les han hecho los españoles, sino sumos bienes que cada día les proporcionan, como vos lo sabéis? ¿Caullan no es mocetón? ¿No es yana? ¿Podéis asegurar que no es novelero, que no es embustero, y no es ardioso como los otros anteriores? En mis yanas tengo confianza; son nacidos en mis tierras, y los conozco por experiencia. Vos, Calbuqueu, estáis muy engañado. Dime, ¿dirá más verdad Caullan que tu gobernador Manquel? ¿Pregúntale a éste, qué le dijo Guerahueque, cuando por diciembre le fue a tratar de mi expedición? ¿No lo sabéis bien qué le   —48→   contestó, que por su parte, no se nos seguiría perjuicio; fundándose en que él no tenía que hacer en lo que vosotros dispusieseis por vuestros mapus? ¿No es Guerahueque el que manda a los guilliches, y su jeta a los llamistas? Pero quiera condescender con todo lo que dijiste. ¿Ya sabes que podrán ganarme, yendo prevenidos? ¿No has visto el estrago que hace un bala? Y también te concedo que me maten, y a toda mi comitiva: pero esto sería sin razón, sin justicia, y quebrantando pactos muy solemnes. Y ahora dime, ¿qué se les esperaba? Su desolación, la pérdida de sus tierras, de sus haciendas, y de sus vidas; y así ¿no estimaré arrojar mi vida por el aumento del estado y de la corona? Calla, Calbuqueu; que yo te tenía por más hombre, y espérame, un poco. Haz cuenta que te estás disponiendo para dar un malón a los guilliches, y sabes por tus dioses, o, tigres, que con pérdida de cuatro vidas u ocho, te quedas victorioso, acabándolos; de dueño de sus tierras y de sus haciendas. ¿Y no fueras? Pues haz está reflexión, y no temas perder a Payllacura, que ya está en principios de su vejez.

Contestaron todos que los peguenches estaban prontos; pero que sería pidiendo auxilio a 10 ó 12 dragones, para que acompañasen la caravana, a lo menos hasta Chadileubu o Mamilmapu, y de allí que se volviesen a servirles a ellos de resguardo. Les prometí que lo solicitaría con el Señor Gobernador Intendente, quien sabría si era o no conveniente, y no dudaba los mandase, porque conociesen ellos que los españoles de todos modos quieren estén seguros. Pero que teniendo determinado medir a cuerda toda la cordillera, cuya operación era despaciosa, me darían permiso para moverme pasado mañana: que en Trinquicó o Tilqui me juntaría con los caciques compañeros, y mientras eso, podrían llegar los dragones, por si fuesen para entonces precisos.

Quedaron gustosos; les di tabaco y chaquiras, y a las cinco de la tarde me despedí de ellos; y a las ocho y tres cuartos de la noche estuve en mi tienda, después de haberme perdido por la obscuridad de la noche, y haberme casi precipitado con mis acompañados en un inmenso risco.

El 18, bien temprano tuve a Manquel en mi toldo, a presenciar la salida del propio que debía maridar el Señor Gobernador Intendente en solicitud de los dragones. Tras él su mujer Dª Carco, una hermana, una nuera, dos mocetonas más, ocho indios, su hermano Laylo con dos hijos grandes y tres medianos, y una caterva de chicos que los acompañaban a la visita. Me trajeron tres corderos de regalo, los que me salieron bien caros, porque era preciso obsequiar a   —49→   toda la compañía. La Dª Carco es india muy agradable en su trato, pero no de facciones; y aunque es común en ellas, con todo hay otras de mejor parecer. Será como de 50 años, y bastante expresiva para hablar. La visita me duró hasta las tres de la tarde, y para el lugar, les di de comer muy bien, y cosas para ellos enteramente desconocidas, que las celebraron. A las tres y media de la tarde se retiraron.

En el resto del día y parte de la noche, acabé de despachar el propio para el Señor Gobernador: su dirección fue hasta Antuco, para que de allí fuese el pliego al comandante de los Ángeles, y éste lo dirigiese al Señor Intendente.