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ArribaAbajo Poder, raza y lengua: la construcción étnica del Otro en los villancicos de sor Juana

A pesar de que la cuestión de la raza es considerada, hoy por hoy, uno de los núcleos principales para la construcción de la otredad y la definición de sujetos en contextos coloniales, la representación discursiva (poética, ideológica, religiosa) del tema racial es uno de los aspectos de la obra de sor Juana que permanecen aún abiertos a la interpretación cultural.

A lo largo de siglos de recepción y crítica, y a través de lecturas que oscilaron entre el panegírico y la condescendencia, se adelgazó con frecuencia la conflictiva complejidad de un discurso que en torno a los temas claves de poder, raza y género revela justamente en sus contradicciones y deslices, la condición paradójica del sujeto colonial y particularmente del letrado criollo, «intelectual orgánico» de un régimen que administra y regula las fronteras entre identidad y alteridad, palabra y silencio89.

Canonizada como una de las más altas muestras de las letras barrocas en lengua castellana, la obra de la musa criolla fue en general relevada como caso paradigmático de la reproducción de modelos hegemónicos dentro de formaciones socioculturales subalternas. Por esa razón su obra lírica, religiosa o cortesana, recibió por mucho tiempo la atención preponderante de la crítica, ya que en ella se actualizan las poéticas clásicas con mérito innegable. Los aspectos «subversivos» o «contraculturales» de sus otros escritos permanecieron   —88→   mientras tanto en un discreto segundo plano, siendo reenfocados de manera productiva principalmente a partir de nuevas perspectivas abiertas por los estudios sobre colonialismo y escritura feminista, o los análisis de la subalternidad en la literatura canónica virreinal.


Recepción y canonización del villancico

Es interesante anotar, para comenzar, que el tema de la raza aflora en la obra de sor Juana principalmente asociado a uno de los «géneros menores» que la monja desarrolló con ímpetu creciente a lo largo de su vida-siguiendo en esto los pasos de su confesor, el padre Antonio Núñez de Miranda, con quien tanto polemizara en otros rubros- quizá para canalizar, como indicara Márie-Cécile Benassy-Berling, su celo catequizador y pedagógico90.

Se trata de los villancicos, composiciones de carácter popular y folclórico -originalmente «villanescas», cantar de aldeanos o habitantes de la villa- integradas luego a las celebraciones religiosas, y que dentro de la tradición peninsular contaran entre algunos de sus cultivadores más notorios al Marqués de Santillana, Juan del Encina, Lope de Vega y al mismo Luis de Góngora, voz principal del barroco hispánico91. Las loas que anteceden a los autos sacramentales   —89→   El Divino Narciso y El cetro de José, compuestas por sor Juana principalmente a instancias de la marquesa de La Laguna también exponen el tema de la diferencia étnica y cultural en elaboraciones de gran interés ideológico. Sin embargo la articulación raza/lengua/poder es privilegio de la forma coral del villancico, constructo «populista» inscrito -en más de un sentido- en los márgenes de la canonicidad barroca92.

En el Nuevo Mundo, en la segunda mitad del siglo XVI, la poesía de Hernán González de Eslava «poeta de monjas» al decir de Margit Frenk93- da nuevo impulso al villancico el cual, a pesar de su formalización genérica, fue incorporado creativamente a las circunstancias americanas, llegando hasta nuestros días con el sentido hoy más restringido de canto navideños94. Se cree, no obstante, que la presencia de esta forma de lírica coral en la Nueva España es aun anterior a la obra de este autor, según referencias provistas por Motolinía   —90→   acerca de fiestas religiosas realizadas en Tlaxcala, en 1538, en las que ya se cantaban villancicos95.

Asumiendo una forma dialogada, que favorece escenificaciones cómico-burlescas en las que varias voces realizan comentarios o referencias de ocasión, el villancico se incorpora a los misterios, autos sacramentales o moralidades religiosas como dramatización paralitúrgica que acompaña la presentación de temas doctrinales al tiempo que retiene el carácter lúdico, carnavalizado, de sus orígenes profanos.

Como composición simple y rústica para ser cantada, sin pretensiones de lirismo, adoctrinamiento expreso o interpelación de ningún tipo, el villancico integra en América, y por cierto en la obra de sor Juana, la música, la teatralización, los tocotines o danzas de indios, tematizando en tono y nivel populares contenidos religiosos o elementos de la liturgia, presentados generalmente en un lenguaje coloquial y burlón. Muchas veces estas composiciones integran juegos de palabras, jácaras y «ensaladas», en los que se canalizan estereotipificaciones de las distintas razas, lenguaje «profano», imitación del habla popular, onomatopeyas, etcétera. Prestándose así los textos a lecturas múltiples que refuerzan a través de la comicidad y la parodia aspectos vinculados al ritual y la doctrina religiosa ante un público mayoritariamente analfabeto y multicultural.

El carácter marginal, burlesco y «populista» de estas composiciones sorjuanianas ha sido ya anotado por la crítica96. Los juegos sincréticos que en estos textos presentan jocosamente la heterogeneidad social, lingüística y racial americana así como el exposé de elementos conflictivos de la sociedad virreinal en un contexto lúdico atrevido y cuestionador han sido en general entendidos como una especie de licencia poética a través de la cual pudo inscribirse, en el margen de los grandes discursos, la cotidianidad heteróclita y desafiante   —91→   de la Colonia. En resumen, el villancico ha sido interpretado como uno de los aspectos de la «fiesta barroca» que en el Nuevo Mundo articula la propaganda de la fe y la razón de estado a los reclamos y especificidades de la sociedad criolla.

Según Dario Puccini, la fortuna del género habría radicado justamente en su condición de conectivo entre las distintas razas y clases sociales97, haciendo de esta forma particular de la cultura de la época un área de confluencia y manifestación «democrática» de los sectores que componían la sociedad novohispana98. El villancico sería así -según esta interpretación- expresión transculturadora de la política de fraternidad cristiana y la ideología del mestizaje sustentadas por la emergente «clase media» criolla99 situación que, como indica Méndez Plancarte, comienza a cambiar en el siglo XVIII con los aires de la Ilustración y la redefinición de lo popular como «vulgar» e irreverente, y obviamente también con la formalización del racismo «científico» del periodo ilustrado100. Los villancicos de sor Juana corresponden entonces al momento de auge del género y, según las opiniones citadas, a la instancia de relativo equilibrio entre las distintas etnias y sectores de inmigrantes y criollos residentes en el virreinato101.

Siguiendo la tradición europea y peninsular, pero incorporando el sabor novohispano, los juegos de villancicos compuestos por sor Juana como acompañamiento de los Maitines y otras festividades religiosas incluían, en efecto, voces populares generalmente excluidas de la «alta literatura». Indios y negros alternaban sus intervenciones individuales o corales canalizando, en un tono ligero e informal   —92→   que contrapesaba la seriedad de los temas tratados, críticas y cuestionamientos acerca de diversos aspectos de la vida colonial, vinculando así, como Sabat-Rivers indicara, la producción barroca a la vertiente reivindicadora del humani(tari)smo cristiano102.

En cuanto a la mujer -otra de las «minorías» que integran la sociedad de la época- los villancicos pueden ser considerados un género excluyente, ya que las voces que aparecen representadas e identificadas en los textos son primordialmente masculinas, en concordancia con la dinámica social de la Colonia. Lo femenino tiene, sin embargo, una representación sublimada en la figura de la Virgen en torno a la cual se crea un campo semántico y simbólico alternativo al protagonismo masculino. El principio de lo femenino tiene así en el villancico una función vicaria, como se ve en la exaltación de san Pedro Nolasco, celebrado esencialmente por las cualidades de bizarría, justicia, etcétera que presenta por ser hijo de María, como se repite en las coplas del villancico I dedicado a este santo103. La mujer no se representa entonces como sujeto social sino como función articulada a la matriz religiosa (la Virgen como Madre, «Maestra divina», Protectora, Reina, o como cúspide de hermosura y sabiduría, como en los cantos a santa Catarina), promoviendo las series de referencias cultas que rescatan de la historia profana o religiosa los casos paradigmáticos de mujeres ilustres.

La perspectiva femenina se canaliza en estas composiciones sorjuanianas principalmente a través de la voz autoral que, sin marca de identificación, denuncia la marginación femenina, de acuerdo a las posiciones que la monja expusiera con mayor desarrollo conceptual en sus escritos epistolares. Así se dice, por ejemplo, en los famosos villancicos a santa Catarina (1691):


Porque es bella la envidian,
porque es docta la emulan:
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¡oh qué antiguo en el mundo
es regular los méritos por culpas!104




De una mujer se convencen
todos los Sabios de Egipto,
para prueba de que el sexo
no es esencia en lo entendido.
¡Víctor, víctor!105



De todos modos, la mujer, no es una voz marcada e independiente, en los villancicos de sor Juana, de la misma manera que las minorías raciales que componían la sociedad colonial no hablan entre sí, sino que se expresan en parlamentos independientes aunque sea en el cuerpo de un mismo villancico y participando de la misma práctica festiva, como en el villancico VIII a san José, 1690, donde el indio y el negro responden, cada cual en sus propios términos, a la adivinanza propuesta por el Doctor106. O sea, dichos sectores sociales coexisten en el territorio textual pero sin comunicación directa, cada uno dentro de sus propios códigos culturales.

La distribución textual metaforiza, de esta manera, la situación social del virreinato, que regulaba estrictamente tanto la participación de la mujer en las prácticas sociales de la colonia, como la vinculación entre indios y negros, penando la relación sexual entre las razas, por ejemplo, con castigos que llegaban hasta la mutilación107. La escritura entra así en diálogo directo con las prácticas cotidianas de la colonia, las cuales actúan como un subtexto abierto que nutre tanto el proceso de producción como de recepción de estas composiciones.

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Como se sabe, los villancicos de sor Juana incluyen mayoritariamente representación del negro, cuya cultura -exótica, a los ojos del dominador- favorecía aproximaciones costumbristas y pintoresquistas que ya contaban con larga tradición en la literatura española108. En cuanto al indio, aparece con menos frecuencia en los villancicos de la monja mexicana, y nunca por sí solo sino acompañando la figura del negro, como en la «ensaladilla» del villancico VIII a la Asunción, 1676, en el que se integra el habla de los «negrillos» con la letra de un tocotín donde los «mejicanos alegres» cantan en náhuatl, «mejicano lenguaje»109.

El indígena americano es, sin embargo, la principal figura de las loas que preceden a los autos sacramentales El Divino Narciso y El cetro de José en las que se canalizan temas controversiales relacionados con el Nuevo Mundo, como la violencia de la Conquista, la antropofagia de algunos grupos de indios americanos vis á vis la eucaristía cristiana y la interpretación de aspectos del paganismo como preparación para la evangelización110.

Esta opción genérica destina primordialmente al esclavo africano -ser aculturado y periférico a pesar de su incorporación a tareas de servicio en el interior de la ciudad barroca- al área más carnavalizada y pública de la «lírica coral» que acompañaba la celebración religiosa. Por su parte, la cuestión indígena, que implicaba   —95→   aspectos inherentes a la ideología imperial y a la doctrina, y había sido objeto, desde la Conquista, de los más acervos debates, se reservaba al campo más didáctico y reflexivo de la alegorización religiosa. Apelando a la estructura de loas y autos la cuestión indígena asumía así modalidades discursivas muy formalizadas y adaptadas al propósito de la teatralización, aunque se piensa que de hecho estas composiciones tuvieron escasa presencia a nivel colectivo, ya que probablemente nunca fueron representadas ante público ni en Madrid ni en América, quedando así los textos destinados a una recepción «pasiva», acotada y selectiva111. Asimismo, la penetración filosófica que permiten las loas al distribuir y personificar diversas perspectivas ideológicas, es ajena a la inmediatez y circunstancialidad del villancico, arte de ingenio, mímica y contrapunto.

Ya a partir de esta distribución genérica, la construcción de la etnicidad se vinculará directamente a la existencia de diversos circuitos de circulación textual, o sea a la definición de públicos específicos para cada temática, y a la selección de estrategias de interpelación adecuadas a cada discurso. En otras palabras, cada constructo étnico se corresponde con una determinada pragmática textual y apela a formulaciones y estrategias retóricas bien diferenciadas derivadas tanto de la articulación de estas composiciones a la tradición cultural como de su proyección comunitaria.

Como género de origen y proyección popular, el villancico vehiculiza ejemplarmente la diversidad (la diferencia, la alteridad) en todos sus niveles, tanto en lo que tiene que ver con el relevamiento del referente americano (sujetos sociales, caracterizaciones culturales,   —96→   conflictos) como en lo relacionado con perspectivas ideológicas que exhiben ciertos grados de cuestionamiento y heterodoxia en la interpretación y representación de la sociedad colonial.

A nivel del lenguaje, el villancico incluía aleaciones de alto valor simbólico, representando a través de voces ficticias lo que Bajtin llamara «dialectos sociales» que, al entrecruzarse textualmente, configuran la heteroglosia americana, instancia simbólica de los diversos niveles de conciencia y subjetividad que este género popular organiza y expone de manera coral112.

La jerga o «media lengua» que sor Juana utiliza para la representación de las voces americanas imita jocosamente rasgos del habla de inmigrados portugueses residentes de la Nueva España, incluye latinazgos o ejemplos de castellano macarrónico, o mezcla el castellano con el náhuatl, en juegos verbales pintoresquistas propios de la poesía popular. En opinión de Benassy-Berling, a través del villancico «el pueblo encuentra en la iglesia su propia imagen deformada con una intención a veces paródica, pero sin crueldad»113.

La misma autora ha señalado los signos de marginalidad que acompañaban a estas composiciones también en cuanto a su distribución y conservación. Según Benassy-Berling los villancicos circulaban por algún tiempo, luego de su composición, en hojas sueltas, anónimas. «Todo permite pensar -indica Benassy- que, en el plano socioliterario,   —97→   el género no era tomado en cuenta para nada. Si los villancicos eran editados, apenas si eran conservados»114.

José Joaquín Blanco, a su vez, ha resaltado la funcionalidad festiva del género, derivado de la apropiación y reelaboración renacentista de romances populares registrada en Europa y particularmente en la Península desde fines del siglo XV. La época de los Austrias (siglos XVI y XVII) marcaría el auge del villancico, mientras que el posterior periodo borbónico habría favorecido principalmente el retorno al romance y, en la Nueva España, el relevo del villancico por el corrido, derivado de la misma raíz cultural115. Según el mismo crítico, «los dos siglos de villancicos novohispanos fueron la más alta realización poética colectiva de la Colonia», antes de que el excesivo catequismo antiliberal del siglo XVIII destruyera la gracia frívola y mundana de esas composiciones116.

Habida cuenta de los conceptos y valoraciones sobre este género ya establecidos por la crítica, este trabajo intenta presentar cierta problematización del villancico en la obra de sor Juana que permita determinar la perspectiva ideológica implícita en la construcción de la etnicidad americana y el papel del productor cultural como promotor de una subalternidad popular que al insertarse -aunque marginalmente- dentro de los parámetros de los discursos centrales, expone las contradicciones y polivalencia del constructo barroco.

Pueden formularse, en este marco, una serie de preguntas que guíen esta problematización: ¿Qué significa, dentro del mapa conflictivo de la sociedad colonial la carnavalización discursiva del villancico,   —98→   basada en el entramado de discursos, voces, lenguas, castas, géneros y razas? ¿A partir de qué posicionalidad político-ideológica construye el productor cultural de la Colonia la etnicidad en tanto dato relevante de la condición americana? ¿Qué sentido cultural conferir a este gesto paródico a partir del cual el letrado criollo adjudica al subalterno una voz ficcional, configurada a partir del estereotipo, la mímica y el contrapunto burlesco? ¿Qué lugar se reservan los «dueños de la letra» dentro de este entrecruzamiento de hegemonía y subalternidad integrado a los misterios de la creencia y del poder? ¿Cómo escuchar la lengua -la «media lengua»- del Otro, sometida por la magia de la literatura a la «violencia del alfabeto»117, a partir de la cual se transforma la oralidad en escritura, el silencio en palabra, la marginalidad en praxis cultural y en espectáculo?

Para intentar responder a estas preguntas, es necesario desmontar la red semiótico-ideológica a partir de la cual se componen los textos como construcción de una «etnicidad ficticia» donde el sujeto/súbdito/subalterno es objeto (del discurso, del deseo) de un Yo que va modelando su identidad y diseñando sus proyectos de clase en la medida en que define la posición del Otro.




Hipótesis sobre la marginalidad/popularidad del villancico

Los juicios críticos mencionados anteriormente, en los que se resumen las notas de marginalidad y popularidad como características del villancico, condensan lo principal de la cuestión en torno a la producción/recepción de las imágenes del Otro dentro de la discursividad barroca, planteando el problema de cómo evaluar la mediación letrada en la sociedad virreinal. Este tema se liga, asimismo, al de la construcción de identidades en la Colonia, y más específicamente a la configuración del imaginario criollo como instancia en   —99→   la que, figurativamente, se ensayan propuestas de articulación, dentro de la formación social novohispana, de sectores, lenguas, culturas, en relación a un territorio -tanto espiritual como físico- que las elites americanas reconocen como asiento de la «patria» o la «nación criolla».

En mi opinión, el carácter festivo, circunstancial, colectivo (y supuestamente conciliatorio) del villancico ha eclipsado, en algunos enfoques críticos, la problemática hegemonía/subalternidad que es inherente a la construcción de la etnicidad en contextos coloniales118. Coincido con la afirmación de Octavio Paz de que el aspecto institucional de los villancicos no ha sido aún estudiado suficientemente, relegándose asimismo la cuestión racial a un nivel secundario dentro de la discursividad barroca119.

El tema de la lengua como instrumento ideológico y signo cultural dentro de los discursos coloniales -tema que los villancicos de sor Juana exponen ampliamente- no ha sido visto, por tanto, como elemento clave en el proceso de (des?)territorialización vinculado a la construcción de la identidad criolla (es decir, como marca de pertenencia o ajenidad de un individuo o sector social con respecto a un determinado espacio social) sino como una estrategia pluralista que reivindica la hibridez americana (sin problematizar el lugar del Otro ni la propia posicionalidad) a través de una discursividad multívoca.

Creo que la dialéctica de mayorías y minorías coloniales en la sociedad barroca esconde, sin embargo, un conflicto mayor, que tiene que ver con la condición misma del productor criollo y los procesos de institucionalización cultural en contextos coloniales. Si la literatura es un espacio discursivo, interpretativo, representacional,   —100→   en constante negociación con el poder y sus instituciones político-culturales, el caso de estos «géneros menores» que ponen a prueba los límites de la cultura oficial y los compromisos del letrado con los poderes existentes tendrá una importancia fundamental para el estudio de la subalternidad en contextos coloniales y para el análisis de las limitaciones y conflictos inherentes al imaginario barroco y al proyecto criollo que comienza a gestarse en su interior120. De la misma manera, la polisemia inherente al concepto de popularidad que se maneja en este contexto nos conduce, por diversos caminos, a explorar los grados de permeabilidad de la sociedad criolla, y los diversos niveles de censura, denuncia y conciencia social que se desarrollan dentro de sus fronteras121.

Es evidente, de acuerdo a las opiniones que se han citado más arriba, que el género del villancico ha sido canonizado, sobre todo por la crítica reciente, como un dispositivo poético que si bien introduce la problemática americana en el seno mismo de la fiesta devota logra armonizar (para decirlo bajtianamente, «orquestar») la otredad a través del recurso paródico122.

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La marginalidad del villancico, señalada por todos los estudiosos de esta forma poética como un rasgo distintivo de estas composiciones resulta, en este contexto, por lo menos paradójica, habida cuenta de este carácter plural e incorporante del género que, inserto en las ceremonias oficiales del virreinato, involucra a la comunidad en una especie de ritual cultural, tanto durante las instancias de producción como de recepción de los textos123.

Ese carácter colectivo y coral del villancico (que llamaba a la colaboración entre autores, cantantes, músicos, público, administradores y escenógrafos de la fiesta devota) permite suponer que el contenido ideológico de los textos, así como sus grados de penetración e impacto en la comunidad, dependía de la capacidad de construcción de un autor implícito o voz autoral (instancia de localización de la perspectiva básica presentada en el texto) que organizara y sintetizara los distintos niveles y grados de conciencia colectiva dentro de los modelos provistos por la tradición, efectuando a través de hablantes o actantes circunstanciales una interacción semiótica de innegable proyección ideológica. De modo que el mensaje crítico, burlón e irónico de este género aparece como captación y representación de conceptualizaciones y valorizaciones «recibidas» (reconocidas y aceptadas) en la comunidad, las cuales no eran objeto, sin embargo, de conservación, canonización ni reconocimiento autoral luego de celebrada la fiesta religiosa.

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Esta situación permitiría ciertas hipótesis con respecto a la aparente contradictoriedad entre marginación, popularidad, re-presentatividad y anti-canonicidad de este género que, como se ha indicado, llegaba a amplios sectores de la población a través de festividades populares, re-presentaba modelos y actores sociales que integraban el imaginario colectivo, pero por otro lado permanecía en una subalternidad o marginalidad literaria similar a la de los sujetos cuya voz proyectaba sin alcanzar nunca la perpetuación canónica, estando limitado al tiempo efímero y tolerante de la ludicidad paralitúrgica124.

Podría especularse entonces, con respecto a esta presencia a la vez permanente y provisional del villancico en la cultura del siglo XVII:

a) Que el género era considerado una especie de recurso cultural renovable en la sociedad barroca, condición que hacía innecesaria cualquier forma de canonización o conservación textual, ya que existiendo sus contenidos infusos en la comunidad (al menos en el imaginario criollo de la época), éstos podían aflorar en cualquier momento, a través de una escritura de circunstancias.

b) Que dado el carácter crítico y transgresivo de estas composiciones, su oficialización dentro de los circuitos de transmisión/conservación/canonización literaria no era admisible ni quizá deseable dentro de los límites ideológicos de la ciudad letrada, razón por la cual los textos mantenían un estatus red intermedio y «flotante» entre oralidad y escritura, dogma y transgresión.

c) Que los textos cumplían una función de «válvula de escape» dentro de la compleja sociedad virreinal, función que era admitida por los poderes dominantes en un ejercicio de su hegemonía, como una forma de «oposición controlada» que no se percibía como amenaza real al statu quo sino como liberación de tensiones y legitimación del conflicto a través de la parodia.

d) Que en un nivel más oculto los villancicos operaban como una zona virtual de encuentro de etnias, lenguas, culturas, así como de imágenes del Otro gestadas durante la conquista y colonización del   —103→   Nuevo Mundo reelaboradas ahora en el imaginario barroco, constituyendo así imágenes provisionales de una identidad en proceso, con la funcionalidad coyuntural y transitoria de reacomodar el presente con el pasado americano y con el futuro hacia el cual se proyectaba la «nación criolla». El villancico habría efectuado así lo que, desde nuestra visión actual, puede ser visto como un ensayo de continuidad entre las etapas de conquista, «estabilización virreinal» y pre-nacionalismo desde la perspectiva criolla al tematizar la alteridad y fijarla discursivamente a partir de modelos y estereotipos existentes.

e) Finalmente, la temporariedad o carácter perecedero del género parece asimismo estar ligado a la estructura de superficie, lúdica y carnavalizada, a partir de la cual el villancico se ofrece a la comunidad como parte de la fiesta barroca. Esa estructura paródico-burlesca se actualiza en el espacio ficticio -no monumentalizable- de una literatura de circunstancias, cuyas áreas de superposición con la historia, la sociedad y la política colonial son siempre negociables desde la perspectiva del poder.




Re-presentación autoral/voces ficticias

Evidentemente, el problema epistemológico -y no sólo representacional- que conlleva la construcción del Otro supone no solamente la puesta en perspectiva (la mis en abisme) de los universales que constituyen el basamento filosófico de los discursos dominantes, sino su articulación ideológica a los principios sobre los que se afirman las identidades individuales y sectoriales en una formación social determinada.

El escritor colonial actúa en estos casos, quizá mucho más que en el caso de composiciones más «personales», como punta de un iceberg ideológico que sustentado en el inconsciente colectivo -y en el caso del letrado criollo, también sectorial- afloraba en el margen de lo paralitúrgico, paraliterario, paracanónico, en el proceso de constitución del imaginario criollo125.

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Puede argüirse, en efecto, que la voz autoral y las voces ficticias presentes en los textos transmiten un conocimiento ideologizado del Otro, una «falsa conciencia» colectiva que desde las imágenes colombinas sobre el Nuevo Mundo acompaña la construcción de la alteridad en los discursos centrales. De modo que el letrado barroco no presenta la otredad como creación original sino que la re-presenta reformulada (modernizada, racionalizada, ideologizada) manipulando redes significantes que insertan el presente en la tradición, el conflicto criollo en el discurso peninsularista, la desigualdad en el humani(tari)smo, la subalternidad en la hegemonía, en un juego de ensambles, paradojas y contrastes barrocos que promueven la heterogeneidad como ideologema central del imaginario criollo.

Asimismo, el discurso criollo puede ser leído, en una exploración retrospectiva, como proyecto protonacional en el que se ensaya, desde la perspectiva del poder, la articulación de componentes vernáculos dentro de la totalidad social de dominante hispánica. El multiculturalismo representado a través de las voces ficticias del villancico expone así, con una ambigüedad que es intrínseca al proyecto criollo, la pertenencia «negociada» y transgresiva del Otro en la totalidad, mostrando las «paradojas de la universalidad» de que habla Balibar, es decir la tensión entre globalización y particularismo que es inherente a la construcción de la etnicidad en contextos coloniales o de nacionalismo emergente126. Podría decirse que, en este sentido, el villancico -por ejemplo ese canto «a lo Criollito» ofrecido a Jesús127- indica una «mexicanización» de la doctrina y, en este sentido, la puesta en práctica de una hermenéutica criolla que afirma la identidad americana como alternativa a la globalización imperial.

Como Balibar indica, entendida la etnicidad como fabricación o artefacto ideológico-cultural, cumple un papel fundamental tanto para   —105→   la construcción de identidades como para la interpelación de sujetos sociales. En la medida en que la base étnica no es una condición natural en una determinada formación social sino una cualidad conferida discursivamente, la configuración de «identidades étnicas» es esencial para otorgar concreción y materialidad a un determinado proyecto social: define comunidades culturales, tradiciones, orígenes, sistemas de afiliación o pertenencia así como grados y niveles de articulación a la totalidad128.

En tanto constructo barroco, la etnicidad propone al subalterno como un sujeto-Otro (producto transculturado, objeto del deseo del dominador, alter ego parcial del letrado criollo atrapado en la encrucijada de la subalternidad colonial), de la misma manera que la perspectiva autoral es también un yo/nosotros-Otro a la vez representativo y distanciado del eje ideológico «central» desde el cual -y para el cual- se componen los textos. La voz autoral se proyecta así a través de un ejercicio dual de impugnación y confirmación de discursos centrales, de reivindicación del margen y práctica del poder letrado, a través de la operación de transferencia discursiva del Otro (su oralidad, su «media lengua», su folclorismo, su disidencia) al plano consagrado de la letra barroca.

De esta manera, el villancico es en sor Juana una exploración de los márgenes y de la alteridad en el interior de la «nación criolla»: el negro y el indio como márgenes del criollo, la oralidad como margen de la escritura, el náhuatl, el habla de los esclavos, el portugués del navegante129 e incluso el latín como márgenes del castellano, lo vernáculo y lo popular como márgenes de las formas canónicas, el paganismo supérstite como margen de la cristianización, lo pre o para-hispánico como margen del proyecto imperial unificador y homogeneizante, la fiesta como margen de la doctrina, el Otro como margen del Yo. Sin embargo este margen (social, cultural, ideológico) aunque conserva su carácter periférico y subalterno dentro de la estratificación virreinal aparece enclavado, por la magia de la literatura   —106→   y de la fiesta barroca, en el espacio mismo de la «territorialidad» criolla, mostrando lo exógeno (exótico, exterior, foráneo) como inherente a lo americano. Con este juego de interiorización de la exterioridad se cancela toda posibilidad de un proyecto criollo basado en la ilusión de una centralidad homogeneizante, exclusiva y excluyente, como si los sectores que habitaban la periferia de la ciudad barroca hubieran traspasado sus muros en un ritual carnavalesco y subversivo, hasta lograr instalarse en el cuadrángulo acotado de la discursividad colonial.

No obstante, los villancicos no exponen una combinatoria sino una yuxtaposición de voces particularizadas a través de la lengua dentro del englobante ceremonial de la cristiandad, en una especie de collage que representa en sus «coplas de retazos» -como se indica en la Introducción a la ensalada del villancico VIII de la Asunción, 1679- tanto los múltiples rostros y voces de la formación social americana como las fisuras que los separan y los incomunican130.

En esta economía discursiva la perspectiva autoral (voz implícita, infusa, o representada en dedicatorias y coplas introductorias «exteriores» a las diversas voces presentadas en el texto) actúa como el principio de orden: marca la posicionalidad enunciativa -el lugar del poder que administra los discursos y praxis culturales a nivel ficcional- y organiza el proceso de interpretación, representación e institucionalización de la otredad. Por su lado, las voces ficticias canalizan la enunciación como acto de habla y como práctica de la diferencia en el espacio controlado de la escritura y la celebración virreinal.

Es justamente la voz autoral la que guía la interpretación de esta pluralidad social activada por la celebración religiosa, evento que superpone, en la discursividad barroca, poder religioso y poder político, proponiendo la ceremonia eclesiástica como interpelación popular   —107→   y democratizante. Así explica, por ejemplo, la Introducción al villancico VIII (Asunción, 1676) el contexto enunciativo:



A la aclamación festiva
de la jura de su Reina
se juntó la Plebe humana
con la Angélica Nobleza.

Y como Reina es de todos,
su coronación celebran,
y con majestad de voces
dicen en canciones Regias131.



Las voces de negros e indios que aparecen a continuación de estas estrofas como representación de la «Plebe humana» está ya prefigurada, desde la Introducción, con las notas de subalternidad, rusticidad y coralidad que exaltan, por contraposición, la imagen elevada y singular de la Virgen. Las diversas voces americanas componen un conjunto heterogéneo pero no integrado, un espacio babélico presidido (interpretado, ordenado) por los grandes poderes (religioso, político, letrado/escriturario) que controlan la institucionalidad virreinal.

Convocados por la fiesta religiosa, los diversos sectores de la sociedad virreinal se aglutinan y expresan su devoción, sus quejas y reclamos, configurando un friso social compuesto desde una perspectiva exterior y englobante que los expone como muestra de la diversificada y multifacética sociedad virreinal132. Pero aunque los diversos sectores coexisten en el espacio textual, el trabajo de lenguaje que se efectúa a este nivel metaforiza la permanencia del conflicto. La reivindicación social que expresan muchos de los textos se vehiculiza siempre a través del recurso de fetichización lingüística, superponiendo diversos sociolectos y «pliegues» barrocos a nivel morfológico y fonético, como en el villancico VIII a la Concepción, 1676, donde un negro se expresa en «música castellana»133:

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-Acá tamo tolo
Zambio, lela, lela
que tambié sabemo
cantaye las Lema.
-¿Quién es? -Un Negliyo.
-¡Vaya, vaya fuera,
que en Fiesta de luces,
toda de purezas,
no es bien se permita
haya cosa negra!
-Aunque Neglo, blanco
somo, lela, lela,
que il alma rivota,
blanca sá, no prieta.
-¡Diga, diga, diga!
-¡Zambio, lela, lela!134



La copla intermedia («Vaya, vaya fuera!...») introduce en un castellano no contaminado una voz excluyente que hace referencia a la pureza de la celebración religiosa, aludiendo a la simbología del color negro (ya usado en expresiones como «negro borrón», «negro horror» y «sombra» en el villancico anterior) en tanto mancha que corrompe lo inmaculado (justamente en las fiestas de la Concepción). La voz del negro no contradice esa identificación (blanco = puro), aunque afirma su superación a partir de la fe, que blanquea la otredad al subsumirla en el cuerpo universal de la cristiandad. La corporalidad se desmaterializa para legitimarse.

Esta corrección relativa a la voz castellana coloca la devoción por encima de la doctrina, legitimando el lugar del Otro en el imaginario criollo, aunque acotándolo al plano de la espiritualidad (sólo la fe tiene el poder de purificar lo negro) reforzando la idea del blanco como símbolo de lo impoluto. Finalmente, la idea de la transformación e interpretación de lo aparente elabora también el tópico barroco del ver y creer que es objeto de otras composiciones (por ejemplo, el villancico IX «A la epístola» de la serie dedicada a san José, 1690)135.

  —109→  

En el nivel de los significantes, y como otra versión del claroscuro barroco, el castellano «puro» del interlocutor, en contraste con la «media lengua» del negro, afirma la equivalencia entre pureza doctrinal y lingüística: el castellano es aún la lengua del poder, aunque debe admitir la diferencia como ingrediente definitivo de la identidad criolla. Las coplas que siguen a las ya citadas, en un crescendo de folclorización y sincretismo, tematizan la práctica de matar a la serpiente que amenaza a la Virgen, uniendo las referencias bíblicas al ritualismo africano, y dando al negro un papel activo en la defensa de María136.


-Cuche usé, cómo la rá
Rimoño la cantaleta:
¡Huye, husico ri tonina,
con su nalís ri trumpeta!
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
-¡Válgati Riabro, Rimoño,
con su ojo ri culebra!
¿Quiriaba picá la Virgi?
¡Anda, tomá para heya!
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
Viní acá, perra cabaya:
¿su cabeza ri bayeta
y su cola ri machí,
pinsiaba la trivimenta?
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
-¡Vaya al infierno, Cambinga,
ayá con su compañela
que le mira calabralo,
cómo yeva la cabeza.
—110→
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
¡que tambié sabemo
cantaye las Leina!137



Por contraste con parlamentos más elevados, conceptuales y eruditos que se presentan sin marca de otredad lingüística o cultural y que pueden identificarse como voces criollas, el lenguaje del negro y el indio incluye coloquialismos, insultos y onomatopeyas así como anécdotas que exponen una pragmática textual bien diferenciada marcada por referencias a la acción, a la condición social del hablante, a sus reclamos o denuncias y a sus cualidades personales (valentía, sumisión, etcétera) que le aseguran reconocimiento -no exento de condescendencia- a nivel comunitario. Estas estrategias revelan la lucha de los sectores marginados por la penetración del espacio criollo y la virtud transgresiva de los textos dentro de la cultura de la época.

En cuanto al trabajo del color, muchos textos intentan superar la simbología negativa del color negro adjudicándolo como marca de etnicidad posible atribuida a la Virgen («Morenica la esposa está/ porque el Sol en el rostro le da»138 o a san José («¡que por poca es Negro Señol San José!»139. Principalmente el citado villancico a la Concepción, 1689, elabora una continuidad paradójica entre luz/oscuridad (de la piel), así como la equivalencia Sol (centro de la veneración pagana) y Dios, y la presentación de la Virgen como Esclava de su Dueño, trabajando de manera indirecta el color de la piel y la condición social del negro como cualidades que se beatifican al transmutarse al cuerpo místico de María. El vínculo empático que se promueve entre el público africano y la Virgen no sólo facilita el adoctrinamiento sino que, culturalmente, integra la diferencia en la identidad criolla, al subsumirla en el discurso cristiano, en un juego barroco de espiritualismo/materialidad. Sin embargo, el blanco es un color que el Otro «gana» sólo a través de la sumisión al Poder   —111→   (político, religioso) y a partir de la consagración otorgada por la letra barroca.

En un sentido similar al indicado para los villancicos dedicados a la Concepción, 1676, en la serie dedicada a san Pedro Nolasco, 1677, los mensajes emitidos por las voces del indio y el negro, el portugués y el erudito que se expresa en latín, son más que convergentes y armónicos entre sí, divergentes o paralelos. El villancico tematiza así a través de la parodia y la comicidad la irreductibilidad última de la diferencia, y el conflicto entre minorías, siempre presente en la sociedad colonial.

En estos villancicos se articulan también, en distintos niveles, letra y música (temas doctrinales e imitación de ritmos africanos), mostrando el contrapunto entre los latines de un «estudiantón» o «Bachiller afectado» con las erróneas y cómicas interpretaciones de «un bárbaro», y el castellano trabucado del negro y el del indio, este último colonizado por términos en náhuatl.

Esta coexistencia entre diversos niveles lingüísticos y sociales, así como la representación del conflictivo encuentro entre los códigos de la «alta» cultura y la de los sectores populares cobra sentido sólo a partir de las «introducciones» que se intercalan a lo largo del texto, preparando las distintas escenas e introduciendo las voces de los distintos personajes que componen el cuadro. Las coplas que corresponden a «[...] un Negro que entró en la Iglesia,/ de su grandeza admirado» incluyen alusiones al trabajo físico (los «obrajes»140 y quejas respecto de las prácticas discriminatorias de los padres mercedarios que relegan a los esclavos por su color en las prácticas de la caridad141.

El negro alude a los insultos que se dedicaban a los esclavos, reivindicando su humanidad «[...] que aunque neglo, gente somo/ aunque nos dici cavaya»142, y jugando con la idea de redención como salvación religiosa y como liberación personal143. Los dos «aunque»   —112→   producen un efecto de acumulación adversativa: la práctica discriminatoria se suma a la cualidad racial, articulando en una segunda instancia la esencia (el ser) con la condición étnica (la negritud como apariencia o circunstancia). A través del insulto deshumanizante («cavaya», habitualmente aplicado a los negros por otros sectores de la Colonia y que la voz de un negro aplica a la serpiente que amenaza a la Virgen en el villancico VIII a la Concepción, 1676)144 se introduce, entre esencia y apariencia, la gestión corruptora y alienante del lenguaje, llamando la atención sobre el constructo cultural como interposición ideológica.

Por su parte, el «estudiantón» es ridiculizado en su pretencioso afán de lucir sus latines, como se nos explica en la introducción a sus coplas145:


Siguióse un estudiantón,
de Bachiller afectado,
que escogiera antes ser mudo
que parlar en Castellano.
Y así, brotando Latín
y de docto reventando,
a un bárbaro que encontró,
disparó estos latinajos146.



La tradicional consideración del latín como lengua culta y «espiritual» cede paso a su representación como código arcaico e inoperante en relación a la materialidad colonial.


Hodie Nolascus divinus
in Caellis est collocatus.
-Yo no tengo asco del vino
que antes muero por tragarlo147.



  —113→  

La erudición, presentada como afectación inadecuada y garantía de incomunicación con la masa, llama la atención sobre la existencia de diversos públicos y niveles de acceso a la Letra, y sobre la cualidad del Castellano como zona franca y potencial para la resolución, al menos transitoria, de la heteroglosia americana. Pero nos recuerda también la posición expresada por sor Juana en la carta Respuesta con respecto a la falsa erudición de que muchos hacen alarde por «haber estudiado su poco de filosofía y teología y [el] tener alguna noticia de lenguas, que con eso es necio en muchas ciencias y lenguas: porque un necio grande no cabe en sólo la lengua materna»148.

El villancico VIII a san Pedro Apóstol, 1677, presenta luego de las coplas y estribillo en portugués, otra posible variación lingüística en boca de un «sacristán cobarde» ridiculizado justamente por el collage lingüístico (el uso de «latines sacristanescos» según expresión de Herrera149, acentuado por las onomatopeyas que introducen la polisemia del Gallo:



Temblando, después, del Gallo,
cantó un Sacristán cobarde,
que un gallina no fue mucho
que con el Gallo cantase.
Mezcló romance y latín
por campar, a lo estudiante,
en el mal latín lo gallo,
lo gallina en buen romance.


Coplas

Válgame el Sancta Sanctorum,
porque mi temor corrija;
válgame todo Nebrija,
con el Thesausum Verborum:
éste sí es gallo gallorum,
que ahora cantar oí:
-Qui-gui-riquí!150



  —114→  

Implícitamente, estos recursos destacan la función del letrado criollo como mediador e intérprete privilegiado en esa sociedad multicultural y babélica, siempre y cuando sepa acertar con las formas adecuadas para la interpretación/interpelación del Otro, a partir de la comprensión de su especificidad y el conocimiento de sus códigos propios. Para enfatizar que la actualización de la lengua debe realizarse de acuerdo a los diversos públicos y ocasiones, puede considerarse por ejemplo el villancico II, «Latino y Castellano» dedicado a la Asunción, 1679, donde se explora sin comicidad la aleación del latín con la lengua romance, en otra prueba de «múltiple latinidad» de sor Juana151.


Divina María,
rubicunda Aurora,
matutina Lux,
purissima Rosa.
[...]
Tristes te invocamus:
concede, gloriosa,
gratias quae te illustrant,
dotes quae te adornant152.



En la parte final del villancico a san Pedro Apóstol, antes citado, la voz autoral indica que el indio entra con una función conciliadora a resolver el contrapunto entre el estudiantón y el bárbaro. Sin embargo el indio tiene su secuencia separada de coplas, y su propia semiótica cultural diferenciada de la de los demás «personajes» de la composición. En sus parlamentos propone la articulación del castellano con el náhuatl haciendo uso de un lenguaje combinado que apunta, como nos indica la voz autoral, hacia la ideología del mestizaje:


Púsolos en paz un Indio
que, cayendo y lenvantando,
tomaba con la cabeza
—115→
la medida de los pasos;
el cual en una guitarra,
con ecos desentonados,
cantó un Tocotín mestizo
de Español y Mejicano153.



De esta manera, mientras que en el villancico el negro está aislado en su propia problemática de explotación y discriminación y los diversos niveles culturales (cultura erudita, cultura popular) no se comunican entre sí, el indio expone, en un plano paralelo, los efectos aculturadores de una catequización más o menos superficial que no alivia su problemática condición de ser explotado y extranjero en su propio territorio. Refiere en sus coplas su enfrentamiento con un alguacil del gobernador que viene a cobrarle los tributos:


También un Topil
del Gobernador,
caipampa tributo
prenderme mandó.
Mas yo con un cuáhuitl
un palo lo dio
ipam i sonteco:
no sé si morió154.



El texto del villancico es así a la vez estable y abierto: promueve la otredad desde el espacio acotado de la letra criolla, representa y naturaliza la posición excéntrica del dominado, elabora su alteridad como artefacto de la identidad criolla y como legitimación de la función letrada. La fijación de los grados y límites de aceptabilidad de la interpenetración y transgresión del Otro parece corresponder más bien al receptor que, activado por la teatralidad colonial, era desafiado a revisar su propia posicionalidad ya no meramente contemplativa, ante el espectáculo de la fiesta barroca.

Con base a los factores complementarios de raza y lengua, ejes del constructo ideológico colonial, va configurándose en los textos   —116→   una «etnicidad lingüística» en la que cada comunidad es portadora de su propia memoria cultural, articulable a la totalidad sólo a través de la mediación letrada.




«La letra con sangre entra»: lengua, voz y poder en la ciudad letrada

La construcción discursiva del concepto de raza implica una dialéctica entre relativismo y universalidad que permita situar el dato étnico como variable cultural relevante para la definición de sujetos sociales. Como cultura integradora, celebratoria y propagandística, entrenada en los lujos de la parodia, la antítesis y la paradoja, el barroco provee las estrategias retóricas y representacionales para esa producción discursiva desde una perspectiva de poder que promueve al Otro como contracara de las identidades colectivas que se asoman ya a los desafíos de la modernidad. Pero la variante americana incorpora el conflicto, interrumpe la síntesis final, pone en abismo los recursos y resultados del constructo barroco155.

Los textos de sor Juana se sitúan en la frontera misma de esta problemática, ya que si por un lado el juego y la parodia naturalizan la diferencia social y cultural de la Colonia sugiriendo una armonización u orquestación de voces, por otro lado promueven el conflicto (la cualidad heteróclita de América, la marginación del Otro, la injusticia social) -lo representan- en el nivel explícito del discurso carnavalizado.

En efecto, el villancico es proyectado hacia la comunidad religiosa que supone la participación igualitaria de los diversos sectores en el cuerpo ritualizado de la cristiandad. La ceremonia religiosa es un alegato universalizante y el villancico que se integra a la fiesta corrobora,   —117→   por su misma funcionalidad paralitúrgica, esos principios. Se afirman, en este aspecto, las similitudes o constantes que, más allá del dato étnico, abarcan a los fieles convocados por la celebración eclesiástica.

Por otro lado, sin embargo, el texto remite a las discontinuidades y particularismos que identifican, distinguen y separan a los diversos sectores sobre la base del dato lingüístico, racial, de condición social, etcétera. En este sentido, es la diferencia lo que se tematiza. Aunque esta articulación de opuestos no sea ajena a los géneros populares o «menores» a través de los cuales se accede «libremente», a través de la comicidad y del contraste, a los temas generalmente ajenos a la «alta» literatura, cabe aún preguntarse desde qué posición ideológico-discursiva se construye la que Balibar llamara «etnicidad ficticia» y qué papel cumple este constructo dentro de la economía general de la Colonia156.

Creo que es evidente que en la composición de sus villancicos sor Juana asume una posición relativista, explotando, por así decirlo, primordialmente esa diferencia, utilizando la elaboración lingüística como signo del enclave social tanto del hablante ficticio como del productor cultural que lo construye discursivamente.

En esta relación de lengua/poder/raza que los villancicos exponen en el entramado de la materia poética, pueden distinguirse al menos tres niveles. El primero tiene que ver con la lengua corrupta del dominado y nos remite a la famosa pregunta de Spivak sobre las posibilidades y alcance real de la voz del subalterno en contextos coloniales157. El segundo se vincula con el gesto letrado de otorgar   —118→   la voz al Otro que no ha alcanzado acceso a discursos centrales, efectuando una mediación que confirma y reafirma la jerarquización social, cultural y política inherente al sistema colonial. El tercer nivel se relaciona con la centralidad de las prácticas escriturales e institucionalizantes en la ciudad letrada virreinal.

Con respecto al primer punto, es evidente que el villancico transpone al texto -y a través de él, a la celebración religiosa- la heterogeneidad cultural americana, exponiéndola a través de un discurso gestionado (compuesto, administrado, controlado) por la «letra criolla». Cuando sor Juana imita el castellano «aportuguesado» del esclavo, los latines erróneos del indígena, las variantes fonéticas y las mezclas lingüísticas en una especie de moderno collage cultural, relativiza la hegemonía de la norma culta, privilegio de las elites, configurando una especie de ficticia koiné novohispana pero desde una posición aún dominante: la del letrado criollo que reivindica el mestizaje cultural como un área específica de su dominio intelectual que en este sentido lo eleva por encima de los sectores marginales pero también del peninsular eurocéntrico y monolingüe. Es la función de la nueva diglosia, que Elías Rivers indicara como rasgo caracterizador de la colonia novohispana, donde lenguas vernáculas y cultas (castellano y latín) coexisten conflictivamente. Pero también demarca las fronteras comunicacionales del Otro que en su lenguaje expone su condición vicaria, adyacente a los códigos culturales dominantes y subyugada al Poder. Sin olvidar que la propia sor Juana reconoce la matriz híbrida de su propia condición colonial, al recordar la lengua paterna en su imitación del dialecto vascuence (don Pedro Manuel de Asbaje, padre de Juana, era, en efecto, vizcaíno) insertando en los villancicos a la Asunción, 1685, la «lengua cortada» de sus antepasados:


Pues que todos han cantado,
yo de campiña me cierro:
que es decir, que de Vizcaya
me revisto. ¡Dicho y hecho!
Nadie el Vascuence murmure
que juras, a Dios eterno
—119→
que aquésta es la misma lengua
cortada de mis abuelos158.



Da a continuación voz a la lengua de su padre ausente, haciendo del villancico invocación de vertientes peninsulares asimiladas ahora en el castellano híbrido que tematiza la diferencia:


Señora Andre María,
¿por qué a los Cielos te vas
y en tu casa Aranzazú
no quires estar?
¡Ay, que se va Galdunái,
nere Bizi, guzico Galdunái!
[...]
Guatzen, Galanta, contigo;
guatzen, nere Lastaná:
que al Cielo toda Vizcaya
has de entrar.
Gualdunái159.



Contrariamente a lo que sucede con las formas expresivas del indio y el negro, el vizcaíno es una «lengua en ausencia», de valor eminentemente evocativo y nostálgico, una especie de viaje hacia el origen y encuentro con el Otro en el ámbito conciliatorio de la devoción160.

  —120→  

La «media-lengua» del subalterno al igual que la «lengua cortada» del dialecto español simbolizan, en su actualización parcial de los códigos dominantes del castellano, una estratificación que abarca pero también supera a la condición colonial, y que tiene que ver con el tema más amplio de la hegemonía cultural y política dentro de las amplias fronteras del imperio. La heterogeneidad no es así característica exclusiva de la Colonia americana, sino, de manera más amplia, marca de alteridad, ajenidad, distancia, haciendo de la lengua el principal -si no el único- instrumento de construcción y apropiación del Otro.

Podría decirse que a través del villancico (y, por extensión, de los géneros en los que se representa al dominado en contextos coloniales) el subalterno puede «hablar» por la boca del Otro pero no «decir», utilizar la lengua impura que simboliza su enajenación, en función eminentemente expresiva, exponer su «estar-ahí» sin develar su ser.

En este sentido, la disparidad de niveles lingüísticos que exponen los villancicos es bien ilustrativa de la estratificación cultural de la Colonia y de la función que el letrado se adjudica en ese contexto. La lengua del subalterno, indio o negro, tanto como la de otros representantes de la «plebe humana», como el navegante portugués o el «sacristán cobarde» que habla «en romance y latín» son expuestas a través de la parodia y la contaminación de unos códigos por otros. En contraste, la exhibición de una erudición de buen gusto expuesta a través de la voz autoral en las secuencias donde el castellano se presenta puro o enriquecido con vocablos técnicos tomados de disciplinas como la botánica, la retórica, la versificación, la lógica, la contabilidad y aún el esgrima como en los villancicos a san Pedro Apóstol, 1677, representa una apropiación -lingüística y   —121→   disciplinaria- «legítima» y adecuada a una aproximación más elevada a temas religiosos, materializando en el cuerpo textual la idea expuesta por sor Juana en su carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz de que todas las disciplinas, incluso las científicas y profanas, conducen y confirman a la teología. Veamos algunos ejemplos:

En el villancico VII dedicado a la Asunción, 1676, se presenta a María como maestra del «arte de bien decir», utilizando términos de la retórica:


Su exordio fue Concepción,
libre de la infausta suerte;
su Vida la narración,
la confirmación su Muerte,
su epílogo la Asunción161.



El villancico IV a la Concepción, 1676, usa el nombre de hierbas curativas para simbolizar las bondades de María: «[...] Sánalo-todo, [...] Hierba buena, [...] Celidonia, [...] Salvia, [...] Siempre-Viva»162.

Con el lenguaje de la lógica se defiende a la mujer en el Villancico VI a san Pedro Apóstol, 1677, indicando las inconsistencias en el juicio que se ejerce para con ellas:


Si de una mujer la ciencia
tiene razones precisas,
mirad, Pedro, que es violencia
concedidas las premisas,
negarle la consecuencia163.



En la jácara del villancico XII de la misma serie se presenta a Pedro como el mayor maestro de Esgrima, haciendo del villancico un anuncio del lance (como indica el estribillo de introducción): «¡Oigan el cartel, oigan, que a todos reto!»164.

  —122→  

Allá va, cuerpo de Cristo,
de Esgrima el mayor maestro,
que amilanó a los Carranzas,
que arrinconó a los Pachecos:
el que por alcanzar más,
tuvo lugar más supremo,
pues por la gracia de Dios
estuvo en ángulo recto.
[...]
el que riñendo y negando,
ya con valor, ya con miedo,
usó del tajo con Malco
y el revés con su maestro.
[...]
Y aunque de la garatusa
tuvo noticia, y del quiebro,
le dio con la irremediable,
al gallinazo venciendo165.



Abierto a múltiples frentes temáticos, exponiendo tan variados léxicos y metros, y presentando a la voz autoral a través de tantas máscaras, el villancico es en sí mismo, como género, una evidencia y una defensa de la diversidad, pero dentro de ésta quedan bien establecidos los distintos niveles socioculturales.

Si la hibridez cultural así como las formas expresivas rudimentarias y el adoctrinamiento primario del subalterno confirman, a nivel lingüístico, las «razones» de la «pigmentocracia» colonial166, la ductilidad letrada rescata la plasticidad del lenguaje como evidencia de superioridad espiritual. Un ejemplo está en las letras de dedicación a san Bernardo, 1690, donde el juego de rimas esdrújulas agregan variedad al canto, sugiriendo, según Herrera, un «cuasi-italiano»:


Aunque es el metal de azófare
de mi voz, en esta márgene,
—123→
la echaré como un almíbare
siguiendo un músico cánone167.



Estos juegos, así como los tecnicismos antes citados que matizan el castellano reafirman la jerarquía y elevación de la escritura y la identificación de la Letra criolla como lengua del Poder. El villancico II a san Pedro Apóstol, 1677 tematiza bien esa centralidad de la letra (Palabra Sagrada, Escritura) ejercida como instrumento de autoría/autoridad para la fijación de la doctrina. Así dicen la primera y las dos últimas estrofas de ese villancico:


Escribid, Pedro, en las aguas
todas las hazañas vuestras,
que aunque las letras se borren,
a bien que les quedan lenguas.
[...]
Eternos vuestros escritos
conservarán su pureza,
sin que ni aun contra una coma
el hereje prevalezca.
Y no menos que la vida
os costará su defensa:
más ánimo y escribid,
que la letra con sangre entra168.



La letra se proyecta como discurso, más allá de su materialización como escritura. Las lenguas de la letra hablan con una pureza eterna que se impone al habla contaminada del subalterno, que sólo se salva a través de la celebración de la Palabra del Poder. De ahí las alusiones a Nebrija (villancico VIII a san Pedro Apóstol, 1677, y Villancico VIII a san Pedro Apóstol, 1683169, cuya obra constituye la consagración del castellano como lengua ordenada e instrumento clave de la ideología imperial, homogeneizante y unificadora. A partir   —124→   de esa centralidad del castellano, la otredad se organiza en una periferia articulada, en grados variables, a los discursos hegemónicos. En resumen, con su trabajo sobre géneros populares, lenguas marginadas y contenidos culturales exógenos a la matriz peninsular, sor Juana fortalece la idea de la «nación criolla» como formación social multicultural en crecimiento dentro de los límites del proyecto imperial. Efectúa textualmente esa función de puente entre las etnias (Puccini) o «comunicación a través de fronteras culturales» (para emplear la expresión de Mignolo). Sin embargo, el procedimiento (al igual que la condición misma del productor cultural en la Colonia) es polisémico e ideológicamente multidireccional, por la manipulación que implica de contenidos potencialmente contraculturales desde una posición de poder.

El recurso de la mímica presente en la elaboración de los villancicos (y que he estudiado en otras partes siguiendo a Homi Bhabha, en tanto estrategia esencial del productor criollo que caricaturiza la presencia y distancia del Otro) transforma en espectáculo al referente, lo presenta deformado (aunque sea, como Benassy nos recuerda, «sin crueldad»), ofrece la ilusión de su presencia al tiempo que lo sustrae como totalidad170. Es la presencia parcial del sujeto, y, en este sentido, su fetichización discursiva. En otras palabras, la voz autoral (autorizada, y en este sentido, autoritaria) recrea al Otro deformado, lo inventa para incorporarlo desde la hegemonía (una «hegemonía» relativa, atormentada y beligerante en el caso de sor Juana), lo convierte en ficción, disfrazando de palabra su silencio.

Pero es también evidente que la misma poliglosia colonial dramatizada por sor Juana es, a su vez, prueba de la corrupción de un proyecto imperial basado en los ideales de la homogeneidad y la unificación («un rey, un dios, una lengua»). América escapa a todo reduccionismo y la lengua-madre -al menos en el espacio controlado de las culturas subalternas- sobrevive conquistada, colonizada por   —125→   el Otro. Lo diferente es connatural a América y la lengua corrupta del subalterno se convierte así en signo no sólo de su alteridad sino de su capacidad transgresora con respecto a la norma culta, relativizada así como una de las muchas variantes que inevitablemente coexisten en el seno del imperio.

En un sentido similar, el otorgar la voz es un recurso dual, como la mayoría de los que implementa el Barroco de Indias. Por un lado, es evidente que el silencio del negro o del indio amenazaba más al discurso dominante que su integración mímico-burlesca, donde la jocosidad naturalizaba la diferencia. Por otro lado, la voz del indio o el negro es en los villancicos de sor Juana expresión del conflicto, la desigualdad y el descontento, o sea una forma más, innovadora e imprevista, de corrosión de un establishment que la monja desafía en tantos otros niveles en sus obras. Y en este sentido, esta adjudicación parcial de la voz, esta denuncia regulada de la injusticia colonial nos recuerda las propias reflexiones de sor Juana en torno al equilibrio entre palabra y silencio que sirvieran tan bien como arma en sus propias batallas:

[...] es necesario ponerle algún breve rótulo [al silencio] para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio, decir nada.

[...] el callar no es no haber que decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir171.



El indio y el negro expresan fugazmente -lúdicamente, mediatizadamente- su descontento, a través de composiciones que, aún dentro de la letra consagrada del dominador, constituyen cuadros semióticos de controlada reticencia. Aunque breves, estas expresiones marginales penetran el silencio y lo cargan de sentido, como se sugiere en la Introducción al villancico II a san Pedro Nolasco, 1677:



Ah de las mazmorras
tened atención;
—126→
atended, Cautivos,
las nuevas que os doy!

Escuchad mi llanto
a falta de voz,
que también por señas
se expresa el dolor172.



La copla es marca de un referente que se retrae hacia el vacío del significante y el silencio discursivo. Sor Juana efectúa la operación de sugerir en el villancico significados posibles a través de un lenguaje que, aunque no es voz verdadera, es indicio del Otro, y encuentra en ese proceso de otorgamiento de la voz recursos compensatorios para quien, extranjero en su propio territorio y alienado de toda posible identidad, llora su condición de dominado estableciendo un vínculo empático con san Pedro Nolasco, caracterizado, especularmente, como:


[...] el valiente
el de la vida penosa
quebrantador de prisiones,
despoblador de mazmorras173.



La compensación textual de indio se efectúa, por ejemplo, a través de la manipulación de la heteroglosia como recurso no sólo de marginalización sino también de potenciación del subalterno. En un juego entre lengua y voz, los villancicos en náhuatl, incomprensibles para la audiencia criolla o española asistente a las festividades religiosas instauran, en una especie de complicidad solidaria con el indio, otra norma culta, signo críptico del misterio y ajenidad irreductible del Otro, simbolizado en la palabra dicha pero no descifrada por el Poder.

En esta economía, sólo el letrado criollo, encabalgado entre Poder y subalternidad, entre Imperio y Colonia, puede controlar la totalidad   —127→   y dar sentido al collage colonial, en la medida en que está imbuido en la materialidad del dominado. Como lengua culta alternativa o contracultural, el náhuatl contiene también su propia capacidad de marginar, relegar, dominar al Otro, desde la subalternidad. O sea es una norma potencialmente subversiva, que requiere la mediación criolla para su posible inserción dentro de los sistemas del poder.

El Otro es así, en su alteridad, a los ojos y oídos del Poder, enigma y misterio; la lengua es un espacio ambiguo de comunicación pero es también signo cifrado que sólo puede ser decodificado a través del saber que esta mujer letrada exhibe como un arma debajo de la máscara de la fiesta barroca.

Finalmente, es indudable que la práctica letrada transfiere a los modelos escriturarios e ideológicos del dominador, no sólo a través del lenguaje, la subalternidad instintiva, analfabeta, corporalizada, del Otro. Las alusiones al color de la piel, los trabajos manuales, la imitación de ritmos africanos, igual que la inserción del latín «bárbaro» en boca de sectores populares, confieren al Otro una materialidad estrechamente ligada a su condición social dentro de la estratificación colonial. La «media lengua» del subalterno, su cuerpo irreducto, su pre-alfabetización, su sincretismo religioso, son parte de una empiria que aún se resiste a la misión civilizadora conservando reductos de otredad y diferencia que relativizan el proceso de aculturación colonial.

A través del juego de transferencias culturales del villancico sor Juana transforma el habla en lengua, la lengua popular en norma culta controlada por el letrado, la alteridad en espacio inconquistable porque se sitúa al margen de los universales, en el área de lo heteróclito, sólo alcanzable por el conocimiento y la experiencia. De esta manera, interpela y confirma los discursos dominantes en un mismo movimiento que define los parámetros en que se mueve la conciencia criolla en esta etapa de su desarrollo.

La práctica letrado-escrituraria traduce por esa «tiranía del alfabeto» de que hablara Mignolo las formas culturales del dominado a los códigos del dominador, sugiriendo un proceso ascendente de la oralidad a la letra, de las formas populares a la «alta literatura», de la empiria a la razón barroca.

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Esta «colonización del imaginario» de que hablara Gruzinskya174 integra el «barbarismo» del Otro a los términos de la ciudad letrada haciendo de las «interacciones discursivas y semióticas» teatralizadas en los villancicos un procedimiento fundamental para la afirmación de un mestizaje cultural que será una de las cartas de triunfo del criollo en su búsqueda de la hegemonía175. Pero al mismo tiempo, el letrado también es mediador de las distintas comunidades lingüísticas entre sí constituyéndose en centro de un «sistema de traducciones» sin el cual la formación social se atomiza e incomunica, anulándose como totalidad. Esta consolidación de la propia posicionalidad de la voz autoral y del poder letrado como núcleo de una red de significaciones -lingüísticas, étnicas, ideológicas, discursivas- efectuada a través de la utilización de las voces ficticias es un recurso propio del proceso de construcción de la identidad criolla en América y de la definición del escritor en contextos coloniales.

En este sentido, como representante del sector letrado, sor Juana es una pieza clave en el proceso que institucionaliza el multiculturalismo americano como base para una identidad criolla diferenciada que se desarrollará bajo el control ascendente de las nuevas elites americanas. Sienta las bases, así, para una «identidad de la otredad» y para la inscripción de la subalternidad multirracial dentro de los discursos centrales.

Como mujer, es la única representante de un malinchismo barroco que efectúa la mediación ambigua entre el conquistador y el conquistado, entre el centro y el margen. Es, vicariamente, la lengua del Otro, a través de la cual se pone breve rótulo al silencio, para que pueda entenderse lo que el silencio dice.





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