Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Abajo

Viaje alrededor de un escenario1

Víctor Ruiz Iriarte



Alguna vez se ha dicho, y con razón, que los autores dramáticos escriben teatro, pero no «sobre» teatro. Esto es desconcertante y certísimo. Una misteriosa pereza, un raro pudor recluyen al escritor teatral en un continuo silencio acerca de todos los problemas que en el aspecto estético, técnico, histórico, e incluso sociológico, emanan de este gran milagro del espíritu que es el teatro.

Entre nosotros, si se exceptúan los magníficos prólogos que Jardiel Poncela ponía al frente de los volúmenes de sus obras y estos epílogos, tan intensos, que Buero Vallejo da como colofón teórico en el ejemplar de cada uno de sus dramas, la verdad es que casi ningún autor contemporáneo ha tomado la pluma para comunicarle al lector -a nuestro buen lector entusiasta del teatro, a ese pequeño público idóneo para esta clase de confesiones a media voz- el hondo secreto de su vocación, la breve anécdota de su aventura, la íntima angustia de un fracaso o de un éxito, o, en fin, sus personales y modestas ideas sobre el teatro. Y no olvidemos que el teatro es tema de un debate público permanente. De teatro habla y escribe todo el mundo: críticos -muchísimos críticos- conferenciantes, ensayistas -los filósofos, por cierto, cuando hablan de teatro dicen cosas muy saladas- historiadores... Todos los literatos en general, si no tienen a mano un tema más sugestivo, escriben un artículo sobre la crisis de teatro, aunque no vayan nunca al teatro y aunque no haya crisis y, cuando terminan, respiran con la profunda satisfacción del deber cumplido. Solo los autores, por lo común, permanecen callados. ¿Por qué?

En el extranjero no es tan frecuente, desde luego, este curioso fenómeno de abstención. Sin necesidad de hurgar en la memoria o en la biblioteca, pueden citarse textos de dramaturgos que constituyen soberbios documentos para la historia del teatro contemporáneo. Recuérdense los admirables prólogos de Bernard Shaw. Noel Coward ha escrito su autobiografía en un estilo de delicioso cinismo. Armand Salacrou es autor de una bellísima página que constituye uno de los más sagaces ensayos que se han escrito sobre el público. A Jean Anouilh se debe una de las más poéticas y encantadoras definiciones del arte escénico. Y lo mismo podrían argüirse textos de Jean Jacques Bernard, de Montherland y de tantos otros. Pero, en cambio, digámoslo con pena, en la bibliografía teatral española faltan esos preciosos libros, llenos de gracia y de experiencia, que pudieron haber escrito, y no escribieron, Arniches, los Quintero, Marquina o Martínez Sierra. Adrede, no cito a Benavente, porque sé que trabaja despacio en esas memorias donde tanto y tanto se hablará de teatro.

Quizá quien con más hondura ha escrito «sobre» teatro ha sido [John B.] Priestley. Para definir al autor como individuo moviéndose en el complejo y en ocasiones increíble mundo sentimental de la farándula ha escrito una novela: Jenny Villiers. Martín Cheveril, su protagonista, no es, en realidad, un autor, sino El Autor, con sus entusiasmos y sus desalientos; con su entrega y su desmayo; con su fe y su escepticismo...

Porque El Autor -este o aquel y todos-, ama con pasión el teatro. Pero, en secreto, también lo teme un poco. Por eso, no puede vivir fuera de su fascinante sugestión.

Los buenos amigos que dirigen esta Editorial me piden que yo cuente en unas páginas mis personales experiencias en el teatro. La vida de un autor consta de muchas vueltas en torno a esa verdad invisible e impalpable, a veces propicia y a veces esquiva, que flota en el aire polvoriento de los escenarios. Nunca se acaba el gran viaje. Anotemos, pues, alegremente, nuestras primeras sensaciones de este recorrido tan largo y apenas comenzado...

Reconozco que el encargo de mis amigos es muy de mi gusto: desde hace tiempo, me bulle la idea de escribir algo de este estilo. Me divierte y eso, en principio, es una excedente razón literaria para que después puedan divertirse los demás. Si no lo hice antes fue, quizá, solo por timidez. Porque estoy seguro de que este libro, que me propongo escribir con muchísimo desenfado, ha de resultar, a ratos, un poquito insolente...






ArribaAbajoLos niños de ahora y los de antes

Ya llevábamos unos minutos de vuelo. El avión había despegado suavemente de Barajas y el piloto ganaba altura con su limpia destreza. Buen tiempo, cielo azul, mañanita alegre. Los semblantes de los pasajeros, aun los de apariencia más audaz, se habían puesto palidísimos: todos tenían en los ojos un brillo sombrío, pesimista, dramático. Unos, mirando en torno a hurtadillas, se santiguaban con afán. Otros, más tímidos, movían los labios, a prisa, musitando angustiosísimos padrenuestros. Alguno cerraba los ojos y adoptando la zumbona actitud de echar una siestecita, lo que en verdad hacía el desventurado era repasar in mente su testamento. Para que no faltara nada, ese buen señor que siempre hace su primer viaje en avión ya se ha puesto en pie, y, a gritos, nerviosísimo, preguntaba, frenético, la hora de llegada a Barcelona. Era -ya se ve- un viaje aéreo normal con todos sus naturales encantos...

Yo me disponía a enfrascarme en la lectura de una de esas revistas que solo lee uno en el tren o en el avión, cuando, de pronto, algo captó vivamente mi curiosidad. Era, sin duda, el individuo más singular de todos los miembros del pasaje... Un niño. Sí, un niño gracioso y regordete, de unos seis o siete años de edad que, a dos mil metros de altura, mientras cuarenta pasajeros adultos y amantes del progreso desfallecían de miedo, se paseaba por el pasillo del avión con un desparpajo francamente provocador. El chiquitín hacía cosas muy extrañas. Nos examinaba a todos, de uno en uno, y a renglón seguido, nos sacaba la lengua (sorprendente fórmula social que a los viajeros, muy preocupados en aquellos momentos por su seguridad personal, les hacía malísimo efecto). Llamaba con estridentes voces a un imaginario camarada de juegos que -palabra- no existía. Y, de vez en cuando, intentaba, con mucha gracia, introducir un dedito en la nariz de una señora que, mareadísima, hacía unos esfuerzos tremendos por no vomitar. Por último, el chocante niño, cansado, al parecer, de seguir los muy extraños impulsos de su vida interior, adoptó una actitud más conservadora. Se plantó frente a mí y me miró largo rato... Yo temblé. No sé por qué, pero la mirada penetrante de algunos niños me azara muchísimo. Nunca sabe uno qué salada barbaridad van a preguntar. Presumo, sin embargo, que le agradé, porque el retoño sonrió con benevolencia y se sentó amablemente en mis rodillas. Y hablamos. Me contó su vida. Yo también le hice confidencias... Se llamaba Patito.

Con alguna presunción -lo reconozco- informé a Patito de que me dirigía a Barcelona para asistir al estreno de una obra mía. El hecho de cabalgar sobre las rodillas de un autor dramático, que a cualquiera le hubiera impresionado seriamente, a Patito no le hizo el menor efecto. Más bien creo que el objeto de mi viaje le pareció una tontería. Yo me quedé muy chasqueado, la verdad. Pero Patito, con mucha habilidad, desvió la conversación hacia otros temas de más interés que mi modesta persona. Habló de sí mismo. Estaba muy contento porque marchaba a Mallorca a tomarse unas vacaciones. Ya se imaginaba bañándose en una cala del Cas-Catalá al pie del Castillo de Bellver. Ya se veía correteando por el paseo del Borne. Los ojos de Patito brillaban de gozo. Yo, casi colérico, le pregunté si no se sentía algo impresionado por los riesgos de un viaje aéreo... Patito me miró sorprendidísimo y soltó una estruendosa carcajada. ¡Jamás he visto reír a un nene con tanta gana! Yo me puse colorado. Cuando el niño se repuso del convulsivo efecto cómico que le había producido mi pregunta, me habló con frenesí de la aviación del futuro. Para la tierna criatura no tenía secreto el milagro de la velocidad supersónica y hablaba del radar como del teléfono. De pronto, el avión dio un salto atroz y a mí, involuntariamente, se me escapó de la garganta un alarido de angustia. Pero Patito, muy sereno, como un padre, me dio unos estimulantes cachetitos en la mejilla...

-Ea, ea... No es nada. Un bache.

Me miró con lástima y suspiró.



No... Nosotros, los niños de entonces, no éramos así.

Nosotros, los que nacimos en 1912; los que en el aula de párvulos de un colegio de monjitas -niños de la clase media con uniforme negro ribeteado de trencilla roja, cuello blanco planchado y chalina- aprendíamos a leer y escribir mientras en Versalles, en un vagón de ferrocarril, se firmaba el armisticio de la Gran Guerra; los primeros fanáticos de Charlot, de Tom Mix, de Max Linder y de Pola Negri en los jueves elegantes del Royalti y del Real Cinema, o en los domingos populares de aquel viejo Proyecciones del órgano en la portada; los que vimos, estupefactos, cómo «Edmond de Bríes» imitaba -sin la menor justificación- a Raquel Meller2; los que, de mañanita, en los Altos del Hipódromo, hacíamos increíbles velocidades montados en un peligrosísimo artefacto que se llamaba triciclo; los que asistimos, con los ojos muy abiertos, a la gloria de María Guerrero, de Galdós, de Belmonte y de Joselito; los que recitábamos de memoria romances de ciego a la muerte de Ballesteros; los que sabíamos -porque esto se sabía en todas las casas de la clase media- que en el Congreso había un señor muy de orden y de principios que se llamaba don Antonio Maura y, en Barcelona, un fogoso y demoledor revolucionario que se llamaba Lerroux; nosotros -repito una vez más-, los niños de entonces, éramos unos niños muy distintos a estos desconcertantes niños de hoy...

Precisamente el viaje, para nosotros, significaba la gran aventura. En mi niñez, cada vez que un caballero se disponía a marcharse a Zaragoza, sus amigos le despedían con los mayores extremos de emoción. Los más adictos incluso le acompañaban a la estación para prodigarle, en el último momento, alentadores consejos. ¡Qué escenas tan desgarradoras! Los pequeños contemplábamos al turista con esa irreprimible admiración que produce la presencia del héroe. Todo ello, naturalmente, por el modesto riesgo de un viaje a Zaragoza. Cuando el final del trayecto era París... No, no quiero recordar ahora cuántas lágrimas se han derramado en los andenes de las estaciones despidiendo a muchos insensatos audaces que -sordos a todas las advertencias- se iban al pícaro París.

Nosotros solo viajábamos una vez al año y en verano. Entonces, el veraneo no se estimaba, como ahora, una necesidad física, sino un ringorrango social. La vida, que arrastraba todavía los melancólicos prejuicios del fin de siècle, carecía de este estupendo sentido deportivo de nuestro tiempo -que, como otros muchos matices sociológicos gratos de esta hora, es obra de la gente de mi generación- y tenía, en cambio, un rito grave de protocolo, de «qué dirán». Las compañías de ferrocarriles, para servir las apetencias suntuarias de la clase media, que, como siempre, tenía muy poco dinero y unos enloquecidos deseos de presumir, organizaban todos los veranos unos «trenes especiales» que, a precios reducidísimos, llevaban a las familias de no muy holgada posición económica a las playas de todos los litorales. San Sebastián, claro, era el lugar predilecto de una clase media que en todo imitaba a la aristocracia...

Era emocionante. Horas antes de salir el «tren especial» una nutrida legión de familias completas, con sus dos criados y sus seis niños -entonces todas las señoras tenían más niños-, irrumpía presurosamente en la estación del Norte con sus maletas, sus baúles y unas colosales cestas de mimbre repletas de tortillas de patatas y de filetes empanados. Los niños -aquellos niños- audaces, briosos, gritando como dementes, nos lanzábamos al asalto del tren y las madres y las sirvientas, todas sudorosas, todas despeinadas, llorando a lágrima viva, eran incapaces de poner orden en aquella turba revolucionaria, excitada por la emoción de la aventura...

En el interior de los vagones los niños cantábamos, reíamos, gritábamos, nos pegábamos. Éramos unos niños muy bravos. Las domésticas y las madres intentaban acomodarnos decorosamente para pasar aquella noche que no se acababa nunca. Recuérdese que los más chiquitines no tenían sitio propio porque no pagaban billete, y, naturalmente, había que acomodarlos en los lugares más insospechados: en el regazo de mamá, en la bandeja de las maletas o en las rodillas de un señor desconocido que iba a Vitoria. Cuando, por fin, arrancaba el «tren especial», el chillido triunfal, frenético y al unísono, de las criaturas, era ensordecedor. Y en seguida, también al unísono, no sé por qué extraña reacción, todos pedíamos tortilla y pan, a grito pelado. De pronto -esto sucedía todos los años- un lamento trágico, angustiado, nos helaba la sangre y nos hacía enmudecer a todos. Era el sollozo de una desgraciada madre que, al hacer el recuento de sus siete pequeñuelos, había notado la falta de dos. Todos los caballeros, al mando competente del revisor, se movilizaban en busca de los dos querubines desaparecidos. La alarma estaba más que justificada: recuérdese que, entonces, se hablaba mucho de los ladrones de niños: extraña industria cuyos fines lucrativos nunca he logrado comprender. Pero, por fortuna, al llegar a Las Rozas, los dos bigardos perdidos eran hallados en el último vagón de tercera, donde tan felices, charlaban de sus cosas con otros dos ciudadanos de las clases inferiores. Nosotros, los niños de entonces, éramos muy demócratas. Los que no lo eran, aunque ellos creían que sí, eran nuestros padres.

De madrugada, ya por Valladolid o Burgos, la vida en el tren era una delicia. Las señoras habían hecho amistad y se obsequiaban unas a otras con provisiones de sus respectivas cestas; también se cambiaban recetas para hacer bollitos rociados con mucho azúcar. Las señoritas solteras -esto ocurre ahora mismo- se contaban entre sí muchísimas mentiras. Las domésticas dormían como leños en las posturas más inverosímiles. Pero los niños, todos los niños, conscientes de que vivíamos la más heroica de las epopeyas, permanecíamos en pie, bien despiertos, atentos a todos los peligros, cantado a coro, para mantener vivo el espíritu, los más ardientes himnos patrióticos. El señor desconocido que iba a Vitoria, desesperado, se había apeado muchísimo antes de llegar a Vitoria...

Así fuimos los niños que nacimos en 1912. Terribles, pero ingenuos. También éramos muy tiernos porque en casa siempre había una tía soltera que tenía amigas, también solteras, que leían en corro el Blanco y Negro; que bailaban, formando parejas entre ellas solitas, «El vals de las olas», y que, cuando se animaban un poquito, tomaban una copita de moscatel. Eran muy frívolas. A los chicos, para formarnos espiritualmente, nos ayudaba mucho la lectura del Juanito y de la Flora; eran los breviarios sentimentales de ambos sexos. Luego, Salgari y Julio Verne nos mantenían en ese candoroso estado de ánimo que es la propensión al heroísmo.

A pesar de todas esas letanías nostálgicas que uno lee y oye a diario, lo cierto es que la vida de familia es ahora más entrañable que lo era hace treinta años. Una curiosa estadística por hacer nos demostraría que antaño había más maridos adúlteros. De aquel marido burgués y liberal al viejo estilo que hacía de las suyas, a ese virtuoso casado, típico de la sociedad contemporánea, hay una enorme diferencia. Antiguamente, el buen marido, en sus tardes de domingo, con su puro y su bastón, marchaba calle de Alcalá adelante orondo y feliz; solo, eso sí, porque ya se sabe -se sabía entonces- que los toros son cosa de hombres. A la vuelta de la corrida, el caballero se engolfaba en su tertulia de café donde lucía con generosidad su parla chistosa, y, ya entrada la noche, el muy pillastre se dirigía pasito a pasito hacia un rincón de mala fama: unos de esos locales protervos, escondidos entre callejuelas detrás de la Puerta del Sol, que las señoras de orden llamaban con indignación cafés de camareras...

La esposa, con frecuencia, se quedaba en casa con los niños, y su tarde de fiesta se esfumaba, entre nostalgias, en la melancólica calma de un hogar muy triste y muy severo. En el recibimiento había un perchero de caoba con espejo, una gran palmera en un rincón y una litografía que representaba la Concha de San Sebastián -era una obsesión. A veces, el grabado reproducía un paisaje a lo Wateau con estatuas, cisnes en el lago y un bosquecillo al fondo. En el comedor la gran lámpara con sus colgantes de cristalitos verdes, el filtro de agua sobre un pañito bordeado de encaje y en el aparador un florero con mustias flores artificiales de trapo. Y en la sala una sillería dorada, con raros ecos retóricos de un Luis francés indefinido...

Para los niños, el hogar no era demasiado cómodo. No sucedía como ahora que baila un niño un zapateado encima del sofá recién tapizado y los papás se mueren de risa. Todo lo contrario. Vivíamos pendientes del lustre y esplendor de los muebles. Como en el sillón más confortable de la casa se sentaba, naturalmente, el papá, las sillas del comedor eran tan altísimas que no había modo de escalarlas sin ayuda del prójimo, y la sillería dorada no podía ser hollada por nuestras infantiles posaderas sin detrimento de la costosísima tapicería, nosotros, los niños -pobrecitos-, nos sentábamos en el suelo... Todo por conservar intacta la sillería dorada. Pero nos parecía muy natural. Éramos de la clase media.

Creo que no fui un niño feliz. En realidad, no hay niños felices, ni siquiera lo es mi amigo Patito, que presume tanto y se cree que entiende de todo. Pero no sabemos nada de ellos. La infancia es una vagarosa etapa de nuestra vida que guarda codiciosamente sus secretos. Al llegar la puericia se cierra la tapa de esa misteriosa cajita de sensaciones que es la vida interior de un niño. Perviven los recuerdos íntimos de la adolescencia y subsisten para siempre en la memoria los días de la juventud. Pero nadie sabe nada, nadie recuerda nada de su perdido mundo infantil. ¿Por qué llora un niño cuando papá se afeita su hermosísimo bigote? ¿Por qué languidece de pena cuando papá y mamá discuten con acritud en la habitación contigua? ¿Por qué la vida es tan bella la tarde en que viene de visita la amiga más guapa de mamá?

Me parece -lo que deduzco a la vista de algunas viejas fotografías que guardan mi madre y mis hermanas- que fui un niño un poco cargante. Me mortifica muchísimo, pero no tengo más remedio que confesarlo. Debí ser uno de esos niños formalitos y algo sabihondos que a todas horas tienen dispuesta una frase sentenciosa para lucirse ante sus semejantes... Una alhaja. Esta es, precisamente, la clase de niños a quienes daría uno, de muy buena gana, un par de cachetes. Cierto que en este poco favorable autojuicio influye bastante el increíble atuendo con que uno aparece en esas fotografías. Angelitos, ¡cómo nos vestían! Primero, de chiquitines, vestiditos blancos, con faldas y encajes por todas partes. Después, a los seis o siete años, el funesto traje de marinero con los pantaloncitos muy largos porque los niños se enfrían con nada. Yo -lamento no poder hacer esta declaración con orgullo sino con desesperación- he sido marinero teórico de todos los buques de la Armada Española. Marinerito azul en invierno, marinerito blanco en verano. Para la primera Comunión, traje de marinero. Y las niñas, no digamos. Una tarde de invierno, a mi hermana Pilar -que era una criatura preciosa- y a mí nos llevaron de paseo bajo los soportales de aquella provinciana plaza Mayor, cuyo carácter ha desaparecido hoy en absoluto. Yo, claro, de marinero. A Pilar le habían colocado uno de aquellos monstruosos sombreritos, muy propios para niñas, que terminaba en un colosal manojito de cerezas. Como Pilar no había decidido aún hacerse Hermana de la Caridad y yo no pensaba todavía en ser autor dramático, supongo que nuestra conversación, muy cogiditos de la mano, no alcanzaría temas trascendentales. Bruscamente, una gran ráfaga de viento se llevó por los aires el fabuloso sombrero de mi hermana. Yo iba a gritar para llamar la atención de mis mayores y recuperar el bien perdido, cuando noté que Pilar me apretaba la mano fuertemente y me miraba con angustia. Comprendí. La pérdida del sombrerito a la pobre le parecía una liberación... Fui su cómplice. Nos callamos.

Pero resultó inútil. Al día siguiente le compraron otro sombrero. Con más cerezas.



Debo hacer constar que mis primeros contactos con el teatro, por raro que parezca, fueron en calidad de actor. Me explicaré.

Mi padre era un gran aficionado, de los buenos aficionados de entonces que no perdían función en el Real, en Apolo, en la Princesa o en la Comedia. Creo que, en su juventud, el paraíso del Real debió de ser para él algo así como su segundo hogar. Y hablaba de doña María -a la que jamás conoció- como si fuera de la familia. Pero no era un aficionado de tipo platónico, sino un verdadero y activo mantenedor de la llama sagrada. Con otros amigos de sus mismos gustos, había formado un Grupo Artístico que actuaba donde podía y que organizaba funciones a beneficio de la persona o entidad que se dejaba. Ya se comprenderá que lo del «beneficio» no pasaba de ser, en todos los casos, una optimista hipótesis. Siempre perdían dinero.

Tuve ocasión de presenciar, siendo muy niño, algunas actuaciones de mi progenitor en aquellas noches inolvidables. Jamás olvidaré cierta velada a beneficio de los pobres, que tuvo lugar en un local de la calle de Pizarro3. Asistimos las familias de los «actores», los amigos de la casa y una nutrida representación de los pobres beneficiados. Creo que estos fueron los que más protestaron. Al acabar la representación de una obra en tres actos -en verso y de época, claro-, cuyo título no recuerdo, mi padre recitó un larguísimo monólogo baturro. Mi padre, que era de Zaragoza, se sentía a sus anchas vestido a la vieja usanza aragonesa y con el rostro maquillado como un cómico profesional. He de reconocer, con rubor, que durante su recitado usó de los más indignantes trucos: lágrimas, suspiros, carcajadas, latiguillos... Lo hizo todo. Cuando le faltaba letra -le faltaba muchísima- intercalaba entre verso y verso unas «morcillas» espantosas, que, según nos explicó luego, tan tranquilo, le daban mucho carácter al monólogo. Yo, pese a mi tierna edad, sentadito en las rodillas de la niñera, asistía a los desafueros de mi padre con verdadero estupor. Pero tengo que reconocer que tuvo un éxito de público estentóreo. Le aplaudieron con frenesí...

Del público nunca sabemos nada.

Algún tiempo después llegó «mi oportunidad». Los amigos de mi padre, infatigables, organizaron un nuevo beneficio. Ellos -reconozcámoslo-, al menos en teoría, tenían un sano programa: acabar con todos los pobres del país. No fueron secundados por la sociedad de su tiempo, y, por ello, la mendicidad sigue siendo un problema municipal, pero quede aquí constancia de sus nobilísimos propósitos.

La función, tan alegremente preparada como todas las anteriores, había de celebrarse en el antiguo Salón Luminoso, un local próximo a la glorieta de los Cuatro Caminos, convertido hoy en uno de esos confortables cines de barrio del nuevo Madrid. Se decidió poner en escena La sobrina del cura de Arniches. Y al hacer el reparto de papeles surgió el primer inconveniente. Hacían falta niños, bastantes niños. Mi padre, sin dudarlo un instante, con generoso ardor, como un padre medieval, ofreció sus propios hijos. Fue, en verdad, un gesto heroico muy apreciado por sus camaradas. Otros secundaron su ejemplo, y lo cierto es que jamás ha tenido tantos niños una representación de La sobrina del cura. Pilar y yo, después de unos someros ensayos de «conjunto», fuimos solemnemente conducidos al Salón Luminoso, la noche señalada para la función. A mí, con franqueza, el debut me tenía un poco soliviantado.

Pero cómo fuimos... Vestiditos nuevos, zapatos nuevos; todo recién comprado y elegantísimo. Mi madre se había esmerado en nuestro atavío de un modo conmovedor. Cuando el «director» de escena nos divisó se estremeció y empezó a sudar copiosamente. Frenético de indignación, propuso a mi madre que nos desnudara en el acto y nos vistiera de niños pobres, tal como lo exigían nuestros respectivos papeles. Pero mi madre se negó en redondo; declaró terminantemente que sus hijos o salían a escena bien vestidos o no salían; extraña teoría dramática que ella sustentaba con la más vigorosa firmeza. Aquel pobre señor suplicó, rogó, casi lloró... Todo inútil. Elia Kazan, Gastón Baty y Luis Escobar, juntos, tampoco hubieran convencido a mi madre. Pilar y yo aparecimos en escena al levantarse el telón, haciendo un horrible contraste con aquel grupo de críos desarrapados, que estaban tan propios. Pero, como alguien explicó entre bastidores, es que nosotros éramos los niños ricos del pueblo... En el teatro -ya pude darme cuenta entonces, aunque mi frivolidad infantil no me permitió tomar buena nota- todo tiene arreglo.

No, no tuve un debut brillante. Cuando pronuncié las escasas frases de que constaba mi papel lo hice con una voz que a mí mismo me pareció nueva, gris, apagada, agónica. La sensación que sufrí al verme frente al público -cientos de cabezas vueltas hacia mí, con los ojos fijos en mi diminuta persona, en la tenebrosa semiluz de la sala- me causó una infinita angustia. Es doloroso confesarlo, pero estuve a punto de echarme a llorar. Pilar, en cambio, actuó tan tranquila. Cuando hicimos mutis, ella, tan calladita de ordinario, se puso muy parlanchina; estaba radiante. Incluso concedió amablemente que yo no había estado tan mal...

Yo -¿necesito decirlo?- me sentía humilladísimo.




ArribaAbajoCómo surge un autor novel4

Antes de seguir adelante con mis notas deseo hacer constar, para ayuda de ese lector malicioso que, por suerte, nunca falta, que este trabajo de ninguna manera es un libro de Memorias. Por muchísimas razones: por humildad, porque alguna humildad tiene uno, aunque escriba comedidas, que es una tarea de las menos humildes que se conocen, si se exceptúa la del crítico teatral; por rubor, a pesar de que el ejercicio de la Literatura es la permanente y autorizada confesión de nuestras más recónditas emociones. Quizá porque el hecho de sentirse uno héroe de algo, aunque solo sea de su modesta vida, tiene cierto cariz cómico. Pero, sobre todos los argumentos elementales o profundos que haya a mano, este no es un libro de Memorias porque yo tengo escasísima fe en tal modo literario. Las Memorias son un género de imaginación -de muchísima imaginación- en donde el autor, con muy risueña sencillez, se hace a sí mismo protagonista de su narración. Este curiosísimo arrebato no suele producirse entre los escritos jóvenes porque los editores, paternalmente, no se lo permiten; es impulso propio de grandes hombres en todas las ramas del saber humano y en edad avanzada. Y, verdaderamente, es conmovedor. El anciano gran hombre se encierra en su despacho, se envuelve en una manta, se acomoda entre almohadones y empieza a escribir sus Memorias. Como es tan viejecito, el pobre, y está tan fastidiado, no se acuerda de nada. Pero, lleno de entusiasmo, se lo inventa todo... Y ahí queda, para la posteridad, como siempre fue: simpático, inteligente, generoso y, si es posible, apuesto. Sus deudos y amigos también se ganan la inmortalidad, aureolados con todas las gracias. Solo aparece un personaje siniestro en la verídica novela del hombre insigne cuando este es literato: es ese crítico malvado que durante medio siglo le agrió la vida con una casi homicida obstinación... Pero se lo tiene muy merecido.

Esta suele ser la síntesis de un buen libro de Memorias. A veces una excelente nemotecnia ejerce la secretaría de un gran talento, y todo es distinto; distinto, sí, pero no más cierto. Porque la inteligencia es terriblemente púdica y sabe mentir con encanto...

No; uno es todavía demasiado joven para inventarse su fascinante novela personal. Si escribo estas páginas sobre temas teatrales, a la vista de mi propia experiencia y no a través de la de don José Echegaray, por ejemplo, es porque desconozco casi en absoluto la vida privada de tan extraño dramaturgo.

Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo un niño -un niño cualquiera de mi generación, que, por azar, fui yo- toma contacto con un escenario, sin que su liviana intuición advierta que en ese lóbrego lugar está la meta de su vida. Vemos, pues, ahora cómo, pasados unos años, aquel niño se convierte en uno de esos ciudadanos tan peligrosos que llamamos autores noveles. Yo, al menos, fui peligrosísimo. Ya se verá.



Cuando, hacia 1920, a un niño de ocho o diez años se le preguntaba amablemente qué rumbo pensaba dar a su vida en el futuro, el pequeñín, muy gracioso, respondía, sin vacilar:

-¡Torero!

Sí; todos los niños en aquel tiempo deseábamos ser toreros. Y era muy natural. Ahora los chiquitines tienen ideas más avanzadas. La mayoría de los individuos de nuestra actual población infantil, seductoramente influidos por las mejores producciones del cine americano, desean ser «gángsters». Sí; son muy simpáticos esos «gángsters» meditabundos pero de corazón noble y generoso, que delinquen sin culpa, porque son víctimas de un complejo. Nosotros, los niños de entonces, éramos muy incultos: no sabíamos nada de complejos, y los malhechores no nos inspiraban ninguna simpatía. Aunque nos mortifique, hemos de reconocer que Europa le debe mucho a Hollywood...

No hay que olvidar que las personas mayores siempre hacen lo que está de su parte para que los pequeñuelos encuentren su auténtica vocación. Hoy regalamos a los chicos unas monísimas pistolitas ametralladoras, amén de otras armas mortíferas, con cuyo manejo se prepara inteligentemente para la delincuencia el ánimo de las criaturas. A nosotros, en cambio -¡infelices!-, nos obsequiaban con diminutos estoques de madera pintados de purpurina de plata y muletas y banderillas de juguete. Tocados de monterilla y envueltos en nuestro minúsculo capote, hacíamos el paseíllo, en torno a la mesa camilla. Se brindaba a mamá, o a la tía Pepita, o a la antigua doméstica, y realizábamos ante un toro invisible unas faenas plenas de dominio, de arte y de valor...

Lo daba el ambiente. Nosotros hemos visto con nuestros infantiles ojos el esplendoroso espectáculo de la calle de Alcalá en una tarde de toros. Coches de caballos, los mismos aristocráticos carruajes que veíamos en las tardes de primavera Castellana adelante, hacia el antiguo Hipódromo de Chamartín. Alegría desbordante, piropos, chistes, gracia, mucha gracia. La gente, cuando iba a los toros, se ponía tan graciosa, que hasta se olvidaba de la guerra de Marruecos. Hace algún tiempo publiqué en un diario madrileño un artículo en el que evocaba aquella calle de Alcalá como fondo de la sociedad de su tiempo, cuando los húsares lucían como símbolo de lo heroico, y tal escrito me valió una severa reprimenda de algunos venerables y muy queridos amigos. Al parecer, mi trabajo no fue lo suficientemente respetuoso. Yo lo sentí muchísimo...

¡Oh, aquellas corridas que uno presenciaba de niño! Las señoras, gorditas ellas, guapetonas todas, se adornaban con mantillas y claveles. Allí he visto los últimos mantones de Manila, que, después de todo, no eran tan hermosos como se nos dice. Los caballeros se fumaban unos puros pavorosos y decían a gritos cosas muy donosas. Los más respetuosos con la tradición se encasquetaban unos sombreros anchos, que les daban un aire muy jaque. Hoy todo ha cambiado. Aquel aficionado exaltado que se ponía en pie para decir con arrojo algo inequívoco sobre la ascendencia del matador, ahora lo único que hace el pobrecito es suplicar delicadamente:

-Asseyez-vous, monsieur, s'il vous plait...

La plaza entera comprende y obedece como un solo hombre. Todos están muy bien educados.

Y, al contrario, en aquellos años el fútbol era todavía una locura, practicada por unos cuantos mocetones velludos, a los que socialmente se concedía poquísima importancia, que saltaban al campo en ropas menores, y, once contra once, sin excesivas tácticas, muy dados al juego duro, se disputaban los balones con un furia que, la verdad, no había para qué. El gran deporte de nuestro tiempo ya iba tomando fuerza popular, pero muy lentamente. Recuerdo el viejo campo del Racing Club chamberilero, en la calle de Martínez Campos, campo y club desaparecidos hace bastantes años, con sus escasas gradas, su reducidísimo aforo y sus localidades a peseta. Nosotros, los intrépidos estudiantes de primero de Bachillerato en el colegio de los Maristas del Paseo del Cisne, conveníamos, por unanimidad, en que el hecho de depositar en la taquilla nuestra amada peseta, en nada favorecía nuestra dignidad personal y, además, le restaba pureza al deporte -mi generación siempre ha hecho estos alardes de pureza-, y en vista de todo ello, nos introducíamos en el campo por cierta grieta que las inclemencias atmosféricas habían provocado en la frágil valla de madera que rodeaba al recinto. Naturalmente, los perspicaces acomodadores descubrían al punto nuestra treta. Pero, lejos de perseguirnos, comprendiendo con ternura las íntimas y nobles razones que nos llevaban a hurtar el pago de la maldita peseta, conducían nuestros infantiles pasos hasta la localidad que preferíamos. Y algunas tardes incluso nos obsequiaban con caramelos...

Yo, como un buen niño de entonces, he toreado muchísimas corridas en el vestíbulo de casa. Pero, cuando, sin saber por qué, ya me iba yo cansando de exponer mucho sin que el público me lo agradeciera en absoluto -el público eran mis hermanas, que contemplaban boquiabiertas tanta verónica y tanto molinete en el vacío-, alguien me regaló, un 6 de enero, un estupendo balón de cuero y un equipo completo de jugador del Real Madrid. Aquel día me retiré del toreo -no como otros diestros, sino de un modo definitivo- y me lancé fogosamente a la práctica del deporte. Creo que en nuestro tranquilo hogar fue una época terrible. No hubo espejo, lámpara o persona fuera del alcance de mis potentes disparos...

Nadie podía sospechar en aquel demoledor niño, vestido de futbolista, la más ligera afición a las cosas teatrales. Cierto que ya pasaba yo buenos ratos, afanadísimo y gozoso, con mi teatrito de juguete instalado en la mesa del comedor, desarrollando varias imaginarias funciones ante un público -mis hermanas y sus amigas- muy cortés, eso sí, pero bastante indiferente. Parecían público de minorías. Pero, en verdad, para lo que yo mostraba evidente inclinación era para la sagrada misión de empresario. Hasta llegué a intentar, y con verdadera tozudez, por cierto, que los componentes de mi público abonaran unos pocos céntimos para presenciar mis funciones. Mas fue inútil: fracasé en el intento. Mis hermanas tenían el decidido propósito de asistir gratis al teatro. Y así siguen.

Mientras, el tiempo apagaba, poco a poco, los entusiasmos teatrales de mi padre. Su inquieto grupo de amigos juveniles se disolvía con los años. Unos, se dedicaban a sus carreras, otros a sus negocios, otros descansaban en sus empleos. En casa apenas se hablaba de teatro. Yo, en medio del beneplácito de toda la familia, había decidido ser un gran pintor... Ni más ni menos. Dibujaba a lápiz, al carbón, con acuarelas o con tinta china a todas horas del día y a algunas de la noche. Jamás, por mucho empeño que en ello pusieron, lograron convencerme los Maristas del discutible atractivo de la Química. Yo, ajeno al encanto de las Ciencias, vivía mi vida de artista autodidacto. Retrataba a todos los individuos de casa y a los amigos que me lo permitían. Como en aquel tiempo las señoras, cuando hacían visitas, se ponían muy pelmas -ahora la gente se visita más, pero por teléfono, que es más cómodo- y estaban tan tranquilas en casa ajena tres o cuatro horas, a mí no me faltaban modelos. En otros hogares ya se sabe lo que pasaba: aparecía el visitante, y lo primero que se le mostraba con todo afán era el niño:

-Anda, rico... Di algo.

El niño, muy molesto, gruñía por lo bajo:

-Berr... Narices.

Todos, conmovidísimos por el ingenio del arrapiezo, proclamaban jubilosos que era muy inteligente y que tendría un gran porvenir...

Mi caso era distinto. A mí me decían, sencillamente:

-¿Por qué no le haces un retrato a esta señora?

Yo, ni corto ni perezoso, montaba mis trebejos, colocaba a la infeliz en la postura que me parecía más sugestiva y empezaba a dibujar ardorosamente. Como yo era un artista muy exigente, es decir, como imponía a mis modelos la más absoluta inmovilidad, la desventurada señora se veía obligada a permanecer quieta durante dos o tres horas. Algunas se ponían palidísimas; otras, sudaban copiosamente. Al final, todas lloraban. Creo que por entonces se entibiaron algo las relaciones de mis padres con varios de sus más íntimos amigos. Nunca supimos explicarnos por qué...

Tenía yo, además, muy peregrinos caprichos. Para mi propio regocijo, me gustaba hacer las más pintorescas imitaciones. Me plantaba ante un espejo, rompía a cantar -monstruosamente, lo reconozco: para mi vergüenza fui expulsado del Orfeón del colegio- y, agitando los brazos al compás de mis cantos, parodiaba los gestos y actitudes de un director de orquesta en estado de frenesí. Quizá un psicólogo viera en esto los primeros indicios de una vocación teatral. Todo autor lleva en sí, como parte constitutiva de su personalidad, una buena porción de cómico. «El niño -ha dicho Gerard Hauptman- comienza por imitar a la madre y al padre. Este instinto de imitación se ejerce en una esfera cada vez más amplia, y así es como el niño funda y edifica su universo dramático. El origen del teatro es el yo dividiéndose en dos, en tres o en cuatro». Sin embargo, si yo ahora sorprendiera a un niño haciendo tales pamemas delante de un armario de luna, por insensato y por demente, le daría un buen sopapo.



El Descubrimiento vino un poco después.

Un día, rebuscando en todos los rincones de la casa algo nuevo para mi precoz e insaciable ansia de lector, encontré, amarillentos y olvidados, unos ejemplares de La novela teatral. Eran El místico, de Rusinol; Las cacatúas, de García Álvarez y Casero; Charito, la samaritana, de Torres del Álamo y Asenjo; El rey Galaor, de Villaespesa; La casa de Quirós, de Arniches; El río de oro, de Paso y Abati; Todos somos uno, de Jacinto Benavente.

Leí esas comedias absorto, en una plena y dulce fascinación, una y otra vez, muchas veces. Creo que llegué a aprenderme varios trozos de memoria. En mi imaginación perdieron todo su prestigio los viejos y queridos héroes: Jack y Francinet, Dick Turpin, Peter Moscarda, Raffles, Búffalo Bill, Artagnan, Athos, Porthos, Aramis, se convirtieron en absurdos fantoches, indignos de ser amados5. Todos se oscurecieron detrás del seductor encanto de los recién aparecidos personajes de ficción. Estos, sí, eran unos seres prodigiosos, que hacían reír y llorar. Era el Gran Milagro. Era el Teatro.

Desde tal día, un pequeño ciudadano dejó de soñar con hadas tontas y héroes bobos y se dio a imaginar los más audaces argumentos y las más bravas situaciones teatrales. Gastaba los poquísimos céntimos de que disponía en comprar nuevas comedias en los puestos de libros viejos; leía con fruición -funesta manía- las críticas de los estrenos. Se entusiasmaba con las fotografías de cómicos y autores que publicaban las revistas. Este estado de ánimo se concretó pronto. Tendría yo unos quince años cuando, en un cuadernito escolar con tapas de hule negro, escribí, a escondidas, mi primera comedia. Me asusté muchísimo. Tentado estuve de guardar en secreto y para siempre mi producción: no me seducía nada la idea de que la gente empezara a llamarme bohemio (téngase en cuenta que con este cariño se distinguía a los escritores entre la culta clase media de hace un cuarto de siglo). Pero nadie sujeta los ímpetus de un ser humano que escribe una comedia. En una sobremesa anuncié a la familia mi hazaña...

Se miraron los unos a los otros. Hubo un silencio de muy mal augurio. Yo, aprovechando la confusión, como un autor novel, ya experto en estas lides, propuse una lectura inmediata. Y así lo hice. Mi obra, como ya se comprenderá, era fruto de múltiples lecturas de Arniches, de Casero y de García Álvarez: un sainete madrileño. Cuando terminé de leer, ocurrió lo contrario de lo que yo esperaba. Mi padre rió de buena gana y hasta le conmovió un poquito que en mí reverdecieran sus antiguos devaneos. Mi madre, lejos de llamarme bohemio y vagabundo, que era lo que yo temía, declaró, sin la menor objetividad, que mi comedia era muchísimo mejor que las que ella veía de vez en cuando en los teatros (todavía mi madre no se ha corregido de esta asombrosa falta de imparcialidad cuando enjuicia mis estrenos y los de otros autores contemporáneos). Pero, en cambio, mis hermanas adoptaron una actitud francamente desconcertante. Las tres -la menor era todavía tan diminuta, que casi resultaba invisible- cambiaron entre sí miradas de susto. Muy cogiditas de la mano se retiraron a deliberar a la habitación contigua. Cuando volvieron tenían en los ojos huellas de lágrimas. Comprendí que, a solas, habían hecho los más sombríos presagios sobre mi provenir...

Yo creo que la vocación teatral es, entre todas las vocaciones, la que con más dulce tiranía esclaviza a sus elegidos. Esto es maravilloso y cruel. Significa a la vez gozo y dolor. De ahí que las gentes de teatro formen en el gran conglomerado social un mundo aparte, con sus leyes privadas, con sus conceptos peculiares. Es un mundo que los otros no pueden entender: un mundo que permanece cerrado para los extraños que, sin vocación, penetran en su ámbito, en busca de lo pintoresco o lo divertido. Un mundo que no entrega sus secretos más que a sus iguales... Políticamente, por ejemplo, un abogado de derechas y un actor de derechas no coincidirán en nada respecto a la gobernación del país. Un autor dramático es, naturalmente, un escritor. Pero es un escritor de psicología muy distinta a la de los demás escritores. Quizá solo en el teatro se hace envidiable el fanatismo, porque significa la depuración de la vocación. Recuerdo un día, no muy lejano, en que daba yo un agradable paseo con un joven y magnífico actor, gran amigo mío. Paró su coche y conversamos. Mi amigo sufría una crisis de desaliento. Varios sucesos desdichados en su vida privada le sumían en un estado de suave y desesperada melancolía. La noche anterior, solo en la soledad de su alcoba, se había echado a llorar... De pronto, cuando sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas, se levantó corrió a mirarse en un espejo. Había sentido la urgente necesidad de ver cómo se llora «de verdad», para fingirlo adecuadamente en un próximo papel. Un poco avergonzado me miró con ansiedad:

-¿Crees que estoy loco?

Yo sonreí:

-No... Creo que eres un actor. Un gran actor. Para un verdadero actor lo primero es el teatro. Después, vive. Pero vive, sin saberlo, en función de actor. Vive de la vida lo que le sirve para el teatro.

Le referí una vieja anécdota de Daudet. Cuenta este en sus Memorias que asistiendo con sus familiares a los últimos momentos de su padre moribundo, allí, junto a un lecho de muerte rodeado de seres entrañables que lloraban, él no podía apartar de su mente la idea de que aquella escena vivida significaba un magnífico final de acto...

A un gran autor francés contemporáneo, le preguntó un periodista:

-¿Cuánto tarda usted en escribir una comedia?

-Un mes -respondió.

-¿Y entre comedia y comedia, que hace usted?

-El idiota, como todo el mundo.

O lo que es igual, para la mentalidad típica de un autor dramático todas las horas que se inviertan en algo distinto a componer una comedia son tiempo ridículamente perdido. Así es, en efecto, de golosa y egoísta la vocación teatral...

Ya se comprenderá, por todo esto, que cuando un chico de quince años, auténticamente seducido por el teatro, comienza a escribir comedias, no hay quien le detenga.

Todavía sigue.



Hace veinte años, en algunos teatros madrileños un muchacho que acudía con su comedia bajo el brazo era recibido, sobre poco más o menos, de este modo estimulante.

Junto a la puerta del escenario había un sucio cuchitril. Por la ventanilla surgía una cara malhumorada y sin afeitar:

-¿A dónde va usted?

Uno se quedaba muy impresionado. Y casi temblaba:

-Voy al... Al cuarto de la primera actriz.

-¿Es usted amigo suyo?

-No. Es que le traigo una comedia...

-¡Ah, ya! Con que una comedia... Váyase.

-Pero...

-¡Largo!

Uno se quedaba mirando el feo rostro de aquel ser omnipotente con el pensamiento lleno de las más contradictorias intenciones, todas siniestras. Pero la resistencia era inútil. Todavía, al marchar, podía oírse la voz del portero que comentaba con algún visitante del cuchitril:

-¡Otro!

Nuestra altivez de jóvenes e impetuosos autores noveles se rendía a los pies de los porteros. Porque nosotros éramos unos jóvenes muy rebeldes. Nos burlamos agresivamente de todo aquello que en lo sentimental caracterizó la juventud de nuestros padres. Los bullangueros estudiantes de Pérez Lugín -Barcala, Panduriño y el mismo Gerardo Roquer, tan seriote- nos resultaban un poco tontos. La pobre Carmiña Castro-Retén, tan buena, tan sufrida y tan tierna, nos parecía ya algo cursi. Y la Casta, la Susana y la Mari-Pepa, no digamos. Muy buenas chicas, pero muy pelmas con tanto chiste y bastante ordinarias. Nos gustaba la poesía pura, y ya no íbamos a las verbenas si no era en trance de greguería. De los poetas, nuestros predilectos solían ser Juan Ramón, Salinas y Guillén. A Machado y a García Lorca se les daba menos importancia porque se les entendía muy bien... Decíamos pestes de las novelas de Palacio Valdés y de las comedidas andaluzas (en alguno de estos conceptos, no diré en cuál, uno sigue siendo fiel a sus intrépidos veinte años). Yo, personalmente, me acuso de nefandas faltas de respeto para mis próximos antepasados en el arte de la literatura escénica. Una de mis diversiones favoritas era reunir a mis amigos para leerles en voz alta El nudo gordiano, de Eugenio Sellés. La perversa intención que yo ponía en mi lectura conseguía arrancar de mis oyentes verdaderos torrentes de carcajadas. Algo incalificable. Porque El nudo gordiano, ya se sabe, es un drama muy sentido...

El primer deber de todo flamante e inédito escritor era buscar su café. El café no es un fenómeno sociológico español, ni siquiera madrileño, como tanto se comenta y se lamenta: el café es una institución europea. Roma, París, Viena, Madrid y Berlín, durante largos años han cuidado con mimo sus cafés. Casi todos los intelectuales, y desde luego todos los artistas, han acudido puntuales a la cita en el diván rojo. Desde Verlaine, borrachín y golfo, hasta Stefan Zweig, gran señor de gustos exquisitos, que durante muchos años pasó las veladas en el pequeño café de su pequeña ciudad austríaca. Mi buen amigo Janos Vaszary me contaba recientemente, muy satisfecho, cómo en otros tiempos, mientras escribía sus sentimentales y alegres comedias en un café de Budapest, descubría, a menudo, que, en otros ángulos recoletos del mismo local, montaban su mesa de trabajo colegas tan ilustres como el viejo Ferenc Molnar y Ladislao Fodor. Nosotros, los muchachos que iniciamos, trémulos, nuestra vida literaria bastante antes del 36, hemos conocido algunos cafés madrileños todavía en su buen esplendor. Hemos perdido muchas horas alegres en las salas del Colonial, de Pombo, de las Salesas, del Europeo. Y hasta hemos aplaudido con frenesí a la señorita del violín por su magistral interpretación de La alegría de la huerta...

Todavía se escribía en los cafés. En el café han escrito muchos buenos escritores, pero, desde luego, todos los malos. Los últimos contumaces del café no habían descubierto aún el encanto de la soledad en un cuartito rebosante de libros, con una maquinita de escribir portátil. Por esto, los muchachos, miméticos como buenos y dóciles aprendices, comenzamos a escribir en los cafés. Yo iba algunas mañanas al Europeo. Pero mi lugar predilecto, al atardecer, era la cueva de la antigua «Elipa», aquel viejo túnel, con su bóveda revestida de azulejos blancos que parecía un monstruoso cuarto de baño o una estación del Metro.

¿Cómo escribe un autor novel? Entre nieblas, en la incertidumbre más amarga, en la soledad más desoladora. El autor novel alza su arquitectura en el vacío. Ignora casi todo lo que se refiere a un arte difícil y tremendo que nunca se acaba de aprender. Solo posee un elemento para levantar su obra: su intuición, su presentimiento. Además, es imposible que nadie pueda enseñarle nada, porque nadie sabe nada de una obra por escribir. No creo que Arthur Miller aprendiera demasiado con las lecciones del profesor Rowe en la Facultad dramática de Michigan. Un perfecto técnico en literatura escénica podría indicar con certeza los defectos de Hamlet pero sería impotente para señalarnos la ruta del acierto del guión de una obra por escribir. La chispa que hace brotar una obra de arte es un puro temblor de la imaginación. El teatro no puede tener universidad: es furiosamente autodidacto, la más autodidacta de las artes. La tragedia del autor novel consiste en que ha de aprenderlo todo en sí mismo, en sus reflexiones, en sus hallazgos, en sus sueños. La obra ajena y la experiencia de espectador le ilustran, pero, prácticamente, le ayudan muchísimo menos de lo que parece. Él es su alumno y su maestro. De pronto, un día, por propia deducción, comprenderá que la misma frase que ayer escribió en ocho palabras, hoy es más ágil, más limpia y, por tanto, más teatral, porque ha logrado transmitir idéntico contenido, igual intención en cinco palabras. ¿Cuánto tiempo le ha costado este pequeño descubrimiento? A veces, un instante; a veces, años. Por esto es casi imposible que un autor tenga éxito con la primera obra que escribe: si así ocurre, puede ser un milagro o una casualidad. Yo creo más en la artesanía lenta, difícil y dura del autor que ha roto varias comedias antes de alcanzar su primer estreno. Willian Saroyan tiene razón: los escritores somos, casi, casi obreros...

Un gravísimo peligro acecha permanentemente el angustioso proceso formativo del autor novel. Su encuentro, inesperado y deslumbrador, con la Literatura. Sin saber cómo, el autor novel se da cuenta de que el teatro es literatura, pero aún no sabe que es otra literatura. Es entonces, en trance de sensibilidad literaria, cuando adquiere un dañino pudor que debilita su obra, que puede hacerla estéril. El escritor de otros géneros -novelistas, poetas, ensayistas-, rara vez se impregna de la auténtica sustancia teatral. Yo guardo una amarga y casi dolorosa experiencia. A muchos grandes escritores contemporáneos les he oído decir enormes barbaridades en materia teatral. Lo peor es que algunos las escriben. De aquí resulta un cómico complejo: el escritor en general, desdeña al teatro. Algunos -los más graciosos- dicen que es un género menor... Cuando el autor novel, el futuro autor, cambia su natural desenfado por un ruboroso comedimiento literario se halla en peligro de naufragio. Empieza a transformar el «efecto» escénico de frase o situación por el brillo -brillo teatralmente humilde, plano, inútil- de la metáfora poética. Pero, si el aprendiz de autor es auténtico, pronto descubrirá que el término «efecto» en una comedia equivale al término «metáfora» en un soneto.

En aquellos años, los que empezábamos a escribir corríamos el riesgo de hundirnos en todas las confusiones. En torno nuestro, una vida intelectual muy rica nos trastornaba más que nos ayudaba. Esto es paradójico, pero muy cierto. Se hablaba mucho más que ahora de lo mayoritario y lo minoritario. Hoy parece que mayorías y minorías han llegado a ciertos tácitos pactos. Resulta que Salvador Dalí es mucho más popular que Santa María [sic], lo cual a mí me parece encantador. Esto en 1930 jamás se hubiera creído posible. Por entonces, todo lo que estaba privado de gracia, aunque bien provisto de fatuidad y de pedantería, quedaba lindamente clasificado como teatro de minorías. Y al contrario, las comedias carentes de gracia íntima, vacías de sentido literario, destinadas a los públicos de bravas tragaderas sentimentales, se declaraban inexorablemente teatro de mayorías. Siempre con nobles excepciones. Pero los síntomas eran desoladores. La noche del estreno de Yerma en el teatro Español, yo en mi localidad del último anfiteatro, aplaudí como un enloquecido. Al terminar la representación, un acomodador que me había estado observando se me acercó con aire sibilino:

-¿Qué? Buena obra, ¿eh?

-¡Mucho! ¡Muy buena!

-Ya, ya... Pues mañana, ¡nadie!

En los periódicos, en las revistas, en las conferencias, se pedía con inusitado furor un teatro de masas. Ya, claro, nadie habla de esas cosas. De pronto, todos hemos caído en la cuenta de que el teatro no ha sido nunca de masas: ni cuando se representaban autos sacramentales en las catedrales; ni cuando Lope de Rueda recorría los caminos de España con su carro de cómicos; ni cuando se llenaban los teatros en el siglo XIX para presenciar los impresionantes, atroces y malísimos dramas románticos. El teatro no se ha dirigido jamás a las masas sino a los públicos, que son una selección de la masa. Los individuos de un público se concentran en una sala por autoselección. Por razón del espíritu, de clase social, o, simplemente, y de un modo más ingenuo, por la coincidencia en el deseo de divertirse. Ya sé que el hombre que como átomo forma la masa es el mismo que como individuo hace público. Pero precisamente al considerarse como individuo es cuando adquiere la conciencia. El gran teatro de todos los tiempos se dirige a los hombres. Un leve examen de la dramática que hoy impera en el mundo demostraría que jamás el teatro estuvo más lejos de lo que con tanto ardor se llamaba hace unos años teatro de masas. Ya entonces, cuando se anunciaba una obra de masas, que solía ser un drama politicoide o de pretendido sentido proletario, no iba nadie. Al público le fastidia muchísimo la masa...

Los autores en ciernes de mi generación, como los de todos los tiempos, escribíamos, con preferencia, dramas. Entre otras razones, porque es más fácil... Claro que escribir un gran drama es tan difícil como escribir una gran comedia. Pero escribir un drama discreto solamente, que es lo que más abunda en el género a lo largo de los siglos, ya es otro cantar. Yo he escrito dramas angustiosísimos, que a mí mismo me hacían llorar. He sufrido mucho. He creado alguna madre, tan desventurada como la que más, que durante tres actos -y a veces cuatro: mi crueldad no tenía límites- pasaba verdaderas amarguras para comunicarle al galán joven que era su única y legítima madre, ya que solo a ella le podía constar con certeza tal incidente. Cuando, como punto final del drama, yo escribía esta impresionante palabra: «¡Madre!», me estremecía de placer. Después, sencillamente, sin darme ninguna importancia ponía «Telón» con letra no desprovista de elegancia y me daba a los sueños más venturosos. Ya me veía aclamado por un público ferviente y excitado. Me sacaban en hombros del teatro. Me ovacionaban en las calles. Igual, igual que le pasó a don Benito Pérez Galdós una noche que estrenó un drama feísimo... Ya imaginaba mi obra brillando en la posteridad. No había aprendido todavía la más amarga lección que le espera a un autor dramático. El teatro tiene poca posteridad, quizá, en rigor, ninguna. El teatro lo produce y lo ahoga su propio tiempo. Y de nada sirve el intento de un teatro intemporal. En el teatro es casi imposible la conquista del futuro sin pasar por la aduana del presente. En la historia del teatro quedan los autores, pero desaparecen las obras.

El gran problema de un autor novel, entonces, más que en el trágico proceso de su formación íntima -esto siempre es casi inconsciente- estaba en sus imposibles relaciones con el mundo impenetrable del teatro. Ahora es muy distinto. Aquella generación de porteros ha sido felizmente sustituida. Los muchachos de hoy tienen un cómodo ascenso [sic] a casi todos los camerinos. Nosotros, cuando recurriendo, incluso, a tretas indignas, tales como la adulación personal, conseguíamos atravesar la fatídica zona del cuchitril, y nos plantábamos asustadísimos ante un ilustre primer actor o una famosa primera actriz, habíamos de vencer todavía un nuevo obstáculo. Nadie quería leer nuestras comedias. La resistencia era de una solidaridad estremecedora. También había excepciones. Pero los resultados [sic] poco remedio eran para nuestras impaciencias. Todavía me parece que veo a Manolo Collado ante el espejo de su tocador vestido de frac y sombrero de copa, dando los últimos toques a su tocado para salir a escena diciéndome simpático, jovial y alegre...

-Está muy bien esa comedia, sí, señor. ¡Muy bien! Siga usted escribiendo. No se canse.

Y se marchaba a escena para hacer una obra de los Quintero, lo cual a mí, la verdad, me sentaba muy mal. Me veo a mí mismo algunas tardes charlando con Pilar Millán Astray en su cuartito del Muñoz Seca, cuando dirigía su propia compañía, y con cariñosísima y maternal obstinación se negaba a estrenar mis comedias. Veo a Felipe Lluch en el antiguo saloncillo del María Guerrero, al frente del T.E.A., sosteniendo entre sus manos un manuscrito mío:

-¿Usted ha escrito esta comedia? Siéntese. Tenemos que hablar...

Pero hablábamos de teatro, no de mi próximo estreno, cosa que a mí me parecía que no tenía ningún sentido. Me veo, asimismo, frente a la noble figura de Eduardo Marquina, en el Infanta Beatriz, en una de sus etapas de director. Había yo llegado al teatro a la hora del ensayo. Se montaba una comedia francesa: Dominó, de Marcel Achard. Me escondí detrás de un bastidor en la semisombra del escenario y gocé de los incidentes y las pequeñas vicisitudes de un ensayo con los ojos abiertos de par en par. Cuando terminó el ensayo me acerqué tímidamente a Marquina y con muy escasas y balbucientes palabras -entonces los noveles éramos muy tímidos- le supliqué que leyera la comedia que le tendía. Don Eduardo me miró con cariño y tomó mi ejemplar.

-Claro que sí, hijo... La leeré. ¡No faltaría más!

No la leyó nunca, claro.

Una tarde llegué al modestísimo teatro Chueca, de la plaza de Chamberí, donde por aquellos días actuaba al frente de su compañía de alta comedia una actriz rubia, blanca, femenina, delicada. Yo soñaba con que esta hermosa criatura estrenara una comedia que le había enviado unos días antes (como se verá, mi producción era aterradora). Entré por la puerta del escenario y me dirigí a los camerinos. Me salió al paso el traspunte.

-¿Qué desea?

Le expliqué el objeto de mi visita. Me miró de arriba a abajo con evidente pena y me ordenó:

-Espere.

Desapareció detrás de una cortinilla de cretona estampada y le oí cuchichear. Una voz femenina -la voz soñada- respondía de malísimo humor:

-No. Dile que no he leído su comedia... Pero si después de todo es igual. ¡Si aunque me guste no la voy a estrenar!

Hubo un silencio. Surgió algo a mi lado, de nuevo, el segundo apunte. Me miró ruborizadísimo. Yo también enrojecí. Nos miramos otra vez.

-¡Je!

-¡Je!

Me marché poseído de todas las cóleras. Allí, en los jardinillos de la plaza de Chamberí, parado frente al Chueca, sentí que, por primera vez en mi vida, me acometían unos furiosos deseos de venganza. Presentí que el único medio posible de calmar mis iras era pegarle fuego al teatro, con la pérfida beldad dentro. Calculé todas las posibilidades que estaban a mi alcance para provocar la catástrofe y comprendí que eran escasas. Me prometí a mí mismo, seriamente, volver al día siguiente provisto del combustible adecuado...

Pero no volví. Se me olvidó.




ArribaAbajoLa primera juventud6

Mi primer artículo, publicado en un semanario de poquísimos lectores, versaba sobre las mujeres oradoras. Era, como supe después, muy periodístico, muy de actualidad. No voy a negar que los puntos de vista que yo mantenía en letra impresa eran algo audaces. Como se recordará, con la República habían subido al tabladillo de los mítines varias figuras femeninas, la mayoría abogadas de renombre. Pues bien: en líricos párrafos, floreados con los tópicos más selectos, yo sostenía que ninguna de estas damas ilustres encarnaba el ideal de la perfecta propagandista. No, en modo alguno. A mí me gustaban algo más bonitas. Y estaba muy seguro de que cualquier muchacha guapa que no supiera una palabra del Código Penal resultaría muchísimo más eficaz que tan célebres señoras para los grandes auditorios...

Este insensato artículo me lo había inspirado un inesperado lance del que fui testigo. Una mañana de domingo, poco después de abril de 1931, paseaba yo tranquilamente por las bulliciosas calles de mi muy querido Chamberí. De pronto, a la puerta de un teatrillo popular percibí cierta agitación. Me acerqué. Un grupo de muchachos repartía octavillas y con estentóreas voces invitaba a los transeúntes a penetrar en el interior del teatro, donde se celebraba un mitin de propaganda izquierdista. Uno de aquellos entusiastas se acercó a mí y con gestos que denunciaban malísimo humor, aunque yo no le había dado el menor motivo para tal actitud, me encareció lo muy importante que para mi formación política sería atender a la sabia doctrina que se regalaba en el interior del local. Me pareció un poco peligroso entablar polémica con el enfurecido ciudadano y entré. Procurando no hacer ruido me senté en una butaca vacía. En el escenario, una señora, entusiasmadísima con su propia oración, hablaba incansablemente. De pronto, enhebró un larguísimo párrafo, al término del cual citó, ya afónica de fervor, a los Reyes Católicos... Una voz potentísima rugió en el anfiteatro:

-¡Abajo los Reyes Magos!

Me quedé frío. La tremenda confusión histórica del interruptor de las alturas era escalofriante. Por lo oído, trastocaba todas las Monarquías. Ya estaba yo dispuesto a abandonar mi butaca y subir al anfiteatro para sacar de su error al sujeto, cuando en toda la sala se produjo un escándalo espantoso... Unos por doña Isabel y don Fernando, otros por los monarcas de Oriente y muchísimos, decididamente republicanos, promovieron una gresca morrocotuda. La oradora -pobre señora- se retiró de su tribuna casi llorando. La miré con detenimiento. Y comprendí con dolor que su escasísima belleza era la causa de que el gran público hiciera tan poco aprecio de sus muy doctas palabras...

Recuerdo que a mi padre le dejó algo sorprendido la lectura de mi artículo. Pero como era un viejo liberal estaba hecho a respetar los más increíbles puntos de vista a cambio de que los demás aceptaran los suyos, que a veces también eran sumamente peregrinos. Yo noté, eso sí, que, a partir de entonces, siempre que en las sobremesas familiares yo exponía mis personales doctrinas sobre la gobernación del Estado, mi padre me miraba asustadísimo...

A continuación escribí un nuevo artículo en el que advertía a don Alejandro Lerroux de los muy graves peligros que le acechaban en el futuro. Y pocos días después publiqué otro trabajo en el cual, con la mayor severidad, amonestaba a Adolfo Hitler por ciertas tropelías de los nazis en su desaforada propaganda. Ambos, Lerroux y Hitler, hicieron caso omiso de mis advertencias...

-Bien... -pensé muy herido, pero con toda dignidad-. Allá ellos.

Los inocentes muchachos que hacia 1932, con nuestros veinte años tímidos soñábamos infinitas glorias literarias, no nos parecíamos en nada a estos intrépidos alumnos de la Escuela Oficial de Periodismo. Uno, entonces, en trance de bravo reportero, se presentaba en casa del famosísimo personaje de turno, armado de lápiz y cuartillas, lleno de un tembloroso y casi supersticioso respeto. El flamante periodista se sentaba en un extremo del sofá, en el rincón de un severo despacho Renacimiento -hasta entonces todos los prohombres tuvieron un despacho Renacimiento. Detrás de su mesa, el grande hombre en cuestión nos miraba con toda la infinita lástima que se merecía nuestra modesta persona.

-Pregunte, pollo, pregunte.

Y uno preguntaba. Muy mal, desde luego, pero preguntaba. El grande hombre pensaba profundamente sus palabras con los ojos clavados en el techo y a renglón seguido, por lo general, nos endilgaba unos discursos feroces, que no terminaban nunca.

Yo me aturdía y, en mi aturdimiento, cometía deslices imperdonables. Una tarde, en casa de Benjamín Jarnés, queriendo mostrarme amable y mundano, le dije muy sonriente:

-¿Cuántos libros ha escrito usted? Lo menos cuarenta...

Jarnés, algo picado, respondió vivamente:

-Hombre, no. ¡Ni que fuera uno Baroja!

Le ofendí. Porque, claro, no era Baroja. Ni mucho menos.

Siempre recuerdo con alegría varios rostros que conocí en esos años. La Redacción de Ciudad, que fundó y dirigió Víctor de la Serna, estaba instalada en un piso del Palacio de la Prensa. Arteche, un extraordinario dibujante que ilustraba las páginas de la revista, había convertido la Redacción en su estudio particular, y en un caballete, sobre grandes pliegos de papel, confeccionaba sus dibujos a unos tamaños descomunales. Eduardo Blanco Amor, un buen escritor suramericano, era el redactor-jefe. Todavía le guardo gratitud por la simpatía con que me acogió.

-Mire usted -me decía afectuosamente-, tenemos muy poco dinero para los colaboradores. A doña Concha Espina, que, además de ser quien es, es la madre del director, se le pagan cincuenta pesetas por artículo...

-(Malo -pensaba yo muy triste-. Me van a dar dos duros).

-Y a Manuel Abril... -seguía Blanco Amor-. Bueno. ¿Se da usted cuenta de quién es Manuel Abril?

-Sí, señor -respondía yo muy humillado ante el auténtico prestigio que se invocaba.

Blanco Amor remachaba con aire de triunfo:

-Pues bien... ¡A Manuel Abril le damos ocho duros!

-(Un duro -me decía yo a punto de saltárseme las lágrimas-. Me dan un duro).

Pero me dieron cuatro. Veinte rotundas pesetas en plata, que agitadas con jolgorio en mi bolsillo significaban un diminuto e irremediable certificado de escritor...

Un buen amigo me presentó a don Pedro Mourlane Michelena. A don Pedro solo se le podía encontrar en la Redacción o en un café de la glorieta de Bilbao. Y lo hallamos, sentado ante su desordenadísima mesa, en la Redacción de El Sol. Amable, gentil, con su risueña y señorial bondad, Mourlane no ha cambiado en el transcurso de estos veinte años. Es el mismo de entonces, un poco más viejo, pero siempre el buen caballero de las letras. Me permito afirmar que literariamente no se le ha hecho toda la justicia que merece. Bastantes escritores contemporáneos, y bien brillantes algunos, han recibido en su estilo la influencia literaria de Mourlane. Yo guardo todavía los recortes de una serie de artículos que hace unos años publicó sobre la Canción de Rolando. Son un prodigio de gracia barroca, de noble retórica, de buena cultura y de hondo concepto. Se podrían formar varios volúmenes con los miles de crónicas que ha publicado aquí y allá. Pero Mourlane, que jamás deja de ser un gran señor, es, al mismo tiempo, un fantástico bohemio. De ahí, quizá, el fervoroso cultivo de su otra vertiente literaria que no todos conocen: la conversación. Habla minuciosamente, primorosamente, artísticamente. Cuando cuenta una anécdota, construye -inventándolas, claro está- las más sutiles filigranas de matiz. Hace unos años, yo asistía casi a diario a una tertulia nocturna que presidía Mourlane Michelena en el café Comercial. De madrugada, los más jóvenes del grupo, acompañábamos a don Pedro, como en una reverente y entrañable escolta, hasta la puerta del periódico. Los domingos, Mourlane no tenía que acudir a la Redacción; entonces, la juvenil guardia le seguía en sus lentas caminatas desde Quevedo a Cuatro Caminos, esperando el amanecer... Yo debo a Mourlane la alegría de muchas horas gozosamente perdidas.

Don Pedro me observaba con su aire paternal y condescendiente. Después de oír mis sencillas pretensiones -uno, muy modesto, solo quería ser colaborador de El Sol-, al fin habló:

-Bien... Tráigame usted notas de libros. Se las publicaré en mi sección. Pero dinero, no. ¡No tenemos dinero!

La sección de Mourlane en El Sol se nutría toda de nombres jóvenes. Allí colaboraron Enrique Azcoaga, José María Alfaro, Salazar y Chapela, Lope Mateo... Algo sucedía, no obstante, que a mí me irritaba profundamente. Los artículos de crítica literaria, por no sé qué misterioso designio, solo se firmaban con iniciales. Como el principal motivo que a mí me había llevado a lanzarme al periodismo era hacerme célebre lo antes posible para que los porteros de los teatros no obstaculizaran mis intentos de penetración, yo decidí alterar esta costumbre, y firmar mis trabajos con mi nombre y apellidos. Mas tal decisión resultó inútil. Al otro día, al pie de mi columna solo aparecían estas tres letras que a nadie podían sugerirle nada: V. R. I. Pese a esto, yo, en cada original que entregaba, seguía firmando con mi nombre íntegro, en espera de que don Pedro sufriera alguna distracción y, por error, saliera mi nombre entero. Pero tan soñado accidente no ocurrió ni una sola vez.

Por entonces formé parte de la Redacción de un semanario que subvencionaba una entidad económica para su propia propaganda. Esta propaganda jamás se logró porque el periódico no se vendía nada. Yo hacía reportajes, artículos literarios y unos repugnantes extractos de la Gaceta, que, en letra minúscula, ocupaban varias páginas. Eso de extractar la Gaceta a mí me ponía frenético, porque bien comprendía yo que este no era camino para hacerme famoso. Añádase a esto que el semanario llevaba una vida financiera lamentable. Los redactores entablábamos una reñida y, a veces, bastante ruin competencia para ver quién se llevaba antes las escasísimas pesetas que, de cuando en cuando, caían en la caja. El cajero era mi aliado. De pronto surgía ante mí con el mayor secreto:

-¡Chis!

-¿Qué ocurre?

-¡Tengo cinco duros!

-¡No! -exclamaba yo, incrédulo, con los ojos abiertos de par en par.

-Que sí, que sí... -insistía el cajero contentísimo-. Venga usted a mi despacho. A prisa. Si no se adelanta usted, llegará Martínez y se lo llevará todo. Ya sabe que Martínez es un avaricioso.

Y claro, Martínez, el avaro, ponía el grito en el cielo.

Era nuestro redactor jefe Enrique Mullor de Quesada7. Yo le tomé un sincerísimo afecto. También disfrutaba un puesto distinguido en la Redacción de El Sol, y en su juventud había formado parte de España nueva. Ya viejo, un poco sordo, con sus ojos maliciosos y un suave acento socarrón, siempre hablaba en voz baja. Tenía el rostro redondo y bien coloreado y un gracioso bigote casi blanco. Me contaba anécdotas colosales de sus años juveniles. Sus camaradas de la época le llamaban cariñosamente «El Capitán», porque, siendo un muchacho, marchó a Sierra Morena a interviuvar a cierto bandido, que por entonces hacía de las suyas y, con el seudónimo de El Capitán Tormenta, Mullor había firmado todos los reportajes del viaje. Me refería intimidades sabrosísimas de varios ilustres personajes de la política que habían brotado a la vida pública desde el periodismo. Los conocía a todos... Y no creía en ninguno. No creía en nada. A mí me daba su buena cordialidad.

-¿Por qué quiere usted ser periodista? No merece la pena.

-Porque necesito hacerme famoso.

-¡Hombre!

-Sí, señor. Para estrenar una comedia hay que tener un nombre conocido. Eso me dicen en todos los teatros...

-¡Ah ya! -y me miraba con cariñosa ironía. Luego se echó a reír-. Mire, no pierda el tiempo escribiendo comedias. No estrenará jamás. Yo en mi juventud también escribía comedias. ¡Bah! Tonterías. Un día las quemé todas. ¡Y si supiera usted qué tranquilo me quedé!

Esa noche llegué a mi casa decidido a seguir tan devastador consejo. Pero cuando tuve preparado para el sacrificio el ingente montón de varios centenares de cuartillas que ya alcanzaba mi producción inédita, sentí algo así como un escalofrío, y volví a guardarlas amorosísimamente...

Un día Mullor me dijo:

-¡Adiós! Me voy unos días a Huesca. Me presentan candidato a diputado por el partido de Miguel Maura.

-¡No!

-Sí, sí. Como lo oye... -y se reía de la mejor gana.

-¡Usted!

-A mí me da todo igual. Ya lo sabe usted. Pero me divierte. Además, así estaré unos días de vacaciones, sin trabajar en el periódico.

Y marchó. Volvió derrotado, naturalmente. Pero tan apacible como se fue. El fracaso no había menguado en absoluto su tenue buen humor. Yo, curiosísimo, inquirí detalles de sus correrías electorales.

-Calle usted, hombre. Siempre que yo llegaba a un pueblo de la provincia para hacer mi discurso de propaganda, resultaba que acababan de marcharse los socialistas o los de la ceda, que se me adelantaban. Y, claro, ya no había nada que hacer.

¡Pobre Mullor! Muchos años después murió lejos de Madrid. Yo sentí hondamente su muerte...

El ejercicio del periodismo tuvo eficacísimas consecuencias para mí: puso la primera nota de orden en mi anárquica formación de autodidacto. Cuando aparecía impreso un artículo mío, luego de leerlo emocionadísimo siete u ocho veces, como es rito en todos los pimpollos de literato, y antes de guardarlo con las mayores garantías de seguridad, para que por ningún accidente imprevisible la posteridad se viera privada, en su día, de tan importante testimonio, yo me entretenía en un juego de mi invención, inocente y taimado a la vez. A la vista de mi artículo, con un lápiz en la mano, me dedicaba durante largo rato a suprimir del texto impreso todas las palabras que pudieran ser suprimidas sin que el contenido de los párrafos sufrieran mutilación o alteración alguna. Y así, sucumbía un adjetivo; luego, dos. Después un inciso, que en el fondo era una redundancia. Al fin tachaba frases enteras. Muchas veces, al terminar tan aséptico ejercicio, ya desprovisto mi pobre trabajo de la maldita y pegajosa retórica, el texto se quedaba reducido a la mitad o menos. Entonces adopté una medida que todavía no he abandonado: efectuaba tal sintetización de mis escritos antes de entregar los originales a la imprenta; nunca daba por válida una cuartilla sin escribirla otra vez. Quizá así comprendí por vez primera que escribir es algo apasionante, pero en modo alguno es fácil o divertido.

Mas si estos breves trabajos literarios, pese a su levedad, necesitaban tal expurgo, ¿qué ocurriría con aquel amenazador montón de comedias en tres actos? ¿Cuántas escenas sobrarían? ¿Cuántos diálogos podrían ser aligerados de peso? Porque yo no sabía aún que el teatro es un género encerrado en duros límites. Su primera e insoslayable limitación es el tiempo. Una comedia dura dos horas de representación -tres en otros países-, y de ninguna manera esta representación puede extenderse a cuatro horas ni reducirse a una. Viene luego otra inexorable cortapisa: el idioma. El teatro tiene un lenguaje propio, que se alcanza eliminando, no adquiriendo, como en la novela, por ejemplo. El teatro se escribe para todos los individuos; ha de estar, pues, escrito con palabras que sean familiares a todos los intelectos. Bien claro está que, por el lado del tiempo y del lenguaje, el teatro, la técnica de la construcción teatral, no es problema de extensión, sino de concisión. El teatro es pura síntesis, pura sugerencia.

A mí no me produce sensación de malestar, como les sucede a otros colegas, el uso de la palabra «técnica» en temas literarios. Creo decididamente que no hay arte sin técnica específica. El contenido emotivo, ideológico o sentimental de un genio es carga inútil si no existe el vehículo de una forma expresiva. La técnica -léase ahora oficio- a solas es, desde luego, truco o impostura, y no cuenta; o bien, si cuenta, no importa ni hace historia. Pero el espíritu, el virginal espíritu, sin la manipulación de la expresión, es un torpísimo y doloroso balbuceo. Todos los seres humanos, aun los más romos, pueden contener en sí una idea original propia; pero solo algunos saben expresarla: los artistas. El camino de la expresión es el arte. Cuando una hermosa sensibilidad se une a una técnica perfecta resulta, en consecuencia, la genialidad. Por algo se ha dicho, y con tanta certeza, que el genio es la paciencia. Dante, Cervantes, Miguel Ángel, Beethoven y Shakespeare tuvieron, además de cabezas privilegiadas, unas maravillosas manos de artesanos.

El escritor, generalmente, se revuelve contra esta dura esclavitud de su oficio. Pero es en vano. Muchos, y muy a menudo, han escrito, con un increíble desparpajo intelectual, que en literatura no hay géneros. Cuando, en verdad, lo que no es género es trampa, boba palabrería, retórica, falsa literatura: nada. Lo que ocurre es que así como no existe un ejercicio literario sincero que no responda a un género determinado, también hay muchísimos más géneros literarios de los que señalan las Preceptivas fuera de uso, que son, precisamente, las que se usan. Y en cada uno de estos géneros diversos hay una técnica propia: dura, difícil, esquinada, escondida a veces. Con la muy vulgar convicción de que, en fin de cuentas, nos hemos de morir, escribió Jorge Manrique unos versos inmortales. El prodigio está no en la idea, sino en las palabras, en el ritmo que provocan esas palabras, en la gracia del mar y el río, que jamás nos parecieron tan bellos. En su técnica, en suma. Porque en literatura, como en todas las artes, y sobre todo en poesía, hay una ciencia presentida más que sabida, que no por ello deja de ser ciencia. Es una técnica milagrosa que dicta sus órdenes en el lenguaje sin palabras de la sensibilidad.

No trato de disminuir el concepto grandioso que, como de algo sobrenatural, tienen del Arte las gentes sencillas. Toda realización artística es, en efecto, tan importante como puedan creer los más ingenuos. Pero también es bastante más difícil de lo que calculan muchos inteligentes. Escribir no es tan fácil como creían aquellas alucinadas cabezas de los románticos de 1830, que todo lo fiaban al accidente cómicamente sagrado de la inspiración. La inspiración es una lotería: le cae a cualquiera. Paul Valery dice que no es precisamente en trance de inspiración como se puede escribir un buen poema. Y García Lorca decía también: «El estado de inspiración es un estado de recogimiento, pero no de dinamismo creador. Hay que reposar la visión del concepto para que se clasifique. No creo que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes...»

Para mí el arquetipo del escritor no es esa estampa del tremendo poeta que compone en estado de inconsciencia, como un médium, vibrando por los efectos de una copa de licor. La historia literaria no le debe la menor gratitud a los fabricantes de aguardiente. Porque Verlaine, Poe y François Villon y otros hubieran escrito muchísimo mejor si no hubieran bebido tanto... Yo creo en ese otro escritor que, con la cabeza despejada durante horas y horas, bracea con su prosa y levanta con sudor el edificio de su obra. Pensemos en aquel enorme Balzac, zambullido en su blusón de trabajo, volcado sobre su mesa, corrigiendo una y mil veces, haciendo y rehaciendo las galeradas de sus novelas. Stefan Zweig, por su parte, confesaba que cuando enviaba a la imprenta un manuscrito de ochocientas cuartillas es porque previamente había escrito el doble.



No, no puede uno descuidarse. Bruscamente, por una de esas zumbonas gambetas del tiempo, resulta que ya somos menos jóvenes, o, lo que es lo mismo: otros jóvenes, más jóvenes, aparecen en torno nuestro proclamando a grito limpio su juventud. Claro que todavía es pronto para que uno se sumerja en nostalgias y demás mimosas zalamerías. Bien sabido es que los escritores tenemos algunos amables privilegios. Es muy probable que, hasta cumplidos los sesenta años, las revistas y los periódicos sigan llamándonos, con legítima propiedad, «el joven escritor». El envidiable ejemplo de algunos colegas sexagenarios nos permite esperar el provenir con la más risueña esperanza...

Pero lo indudable es que la pura juventud, el «divino tesoro» -tan maravilloso y tan inútil-, se nos va demasiado aprisa. La juventud, como la felicidad, se vive en trance de inconsciencia sentimental; casi no se vive. Porque cuando nos damos cuenta de que somos jóvenes o empezamos a decirnos a nosotros mismos, muy bajito, que somos dichosos, es porque ya ni somos muy jóvenes ni somos excesivamente dichosos. Lo más bello -la juventud, el heroísmo, el amor, la felicidad- apenas si tiene plenitud de presente. Todo es más auténtico y más noble antes o después: en el sueño o en el recuerdo. La imaginación, adorable y perversa amiga, es una atroz embustera...

Nosotros formamos una generación terriblemente compleja. De esta complejidad tenía primerísima culpa la política. Pero a todos nos unía un limpio síntoma psíquico: éramos enormemente ambiciosos... Los más humildes se proponían ser, por los menos, gobernadores civiles. Y la mayoría han logrado tan raro propósito. Jamás, jamás una generación ha proporcionado al país más gobernadores civiles. Es asombroso.

El pintoresco y gracioso chico de veinte años, que no cree en nada, ha surgido después. Uno, ahora, se queda asombradísimo ante los despliegues espectaculares que en las principales ciudades de Europa realizan hoy esas minorías juveniles -esos casi niños-, escépticas y pesimistas, cuya central ideológica reside en los cafés de Saint-Germain des Pres. No, nosotros no éramos así. Si un espíritu diabólico nos hubiera proporcionado la sutil sugerencia de volar la Academia Española, nosotros hubiéramos aceptado tan monstruoso sacrilegio como algo muy natural. En realidad, este criminal propósito estaba en el ánimo de casi todos -incluso en muchos de los que hoy, con muy mundana pero poco discreta elegancia, se dedican a la conquista de un sillón-, y si lo fuimos dejando de un día para otro, fue porque siempre andábamos muy ocupados leyendo grandes librotes en la Biblioteca Nacional o en el Ateneo. Pero nunca -que conste esto con la mayor rotundidad- se nos hubiera ocurrido dejarnos crecer la barba. A nosotros, las barbas y la Academia nos caían muy mal.

Yo, que fui un muchacho tímido y de difícil sociabilidad, recuerdo, como síntoma determinante de mi primera juventud, la melancolía. El fracaso cotidiano a que está sometida la vida de un aprendiz de escritor -el director de periódico que no recibe, el editor que no tiene tiempo, el empresario que no ha podido leer la comedia-, a mí me hundía en unos silencios largos y desmayados. Me recluía en mí mismo y buscaba mi torre de marfil a la intemperie. Enhebraba en larguísimos paseos mi diálogo interior, que, la verdad sea dicha, era terriblemente pesimista. Recuerdo mis caminatas al atardecer por las calles del viejo Madrid -la plaza de San Javier, la calle del Rollo, la plaza del Sacramento-, rumiando golosamente mis innúmeras desdichas. A la vuelta, en cualquier bar de la calle Mayor, una gramola lanzaba al aire las notas de un tango -el tango fue el fondo musical de nuestra juventud-. Eran unos tangos muy estimulantes:


Cuando estén rotas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás...
Y, claro, uno se echaba a llorar.

Invierno de 1951. Son las diez de la noche. En el hall del Palace, junto a la vitrina de la librería, charlamos desde hace un rato Pepita Díaz [Artigas], José López Rubio y yo. Pepita, luego de largas temporadas en América, pasa unos días entre nosotros. Ella y López Rubio devanan con alegre nostalgia, que a veces se hace suave tristeza en la voz de Pepita, toda una madeja de recuerdos. Pepita tiene en los ojos un delicado cansancio que la hace todavía más frágil, más femenina. Yo escucho casi en silencio. Una vez más en las palabras evocadoras de mis amigos veo cómo el tiempo juega ante mí su gran pirueta. Pepita fue, quizá, el ideal de mis primeros sueños de autor. López Rubio -hoy uno de mis más entrañables camaradas- formaba entonces, con Jardiel Poncela, Casona, Valentín Andrés, Claudio de la Torre y García Lorca, aquella admirable vanguardia de autores jóvenes, ya triunfantes, cuyos nombres eran el estímulo de un muchacho que, en silencio y con un furioso ardor, escribía, sin tregua ni descanso, las más audaces comedias. Para que el pasado y el presente luzcan mejor su magia muy cerca de nosotros tres, en otro rincón del Palace, María Jesús Valdés ríe con un grupo de amigos y me hace un alegre guiño a modo de saludo...

Porque el pretexto para la comida de esta noche no puede ser más significativo. Al volver a Madrid, Pepita, ordenando los papeles de su archivo, ha encontrado cierta comedia mía, que yo le entregué en el Reina Victoria hace cerca de veinte años. Pepita, divertida con el hallazgo, ha querido devolvérmela ella misma. Yo, con estas pálidas cuartillas entre las manos, mientras sonrío, me siento un poco turbado. Pero ¿de verdad ha pasado tanto tiempo?




ArribaEl estreno8

Un estreno teatral en Madrid es, desde el ángulo social, un suceso encantador. Cierto que esta solemnidad nunca alcanza el ringorrango y el empaque de una première de cine. Porque ahora, cuando ya nadie se viste de etiqueta, donde únicamente puede sorprenderse una considerable concentración de smokings es en el estreno de una película española en la Gran Vía. A veces, las audacias protocolarias de los cinematografistas llegan muy lejos. De pronto, en el vestíbulo de un cine elegante, en una de esas funciones de gran gala, se descubre a un caballero del antiguo régimen que, bien ajeno al estilo de la época, se ha vestido, tan campante, de frac. Lo que sucede entonces es escalofriante. Unas mil quinientas personas -todo el aforo del local- desfilan en fila india ante el audaz gentleman para examinarlo a conciencia. Los fotógrafos tiran numerosas placas, con súbita la obsesión de que este frac puede ser el último; los operadores de los noticiarios lanzan sobre el infeliz señor sus focos más potentes para que quede filmado, a efectos históricos, con la mayor minucia. Un locutor de radio, poseído de un gozo frenético, lo empuja hacia el micrófono para que haga declaraciones. El desventurado caballero del frac termina firmando autógrafos. Es muy doloroso...

En el teatro todo acaece con hábitos más apacibles. En cambio, las reacciones de los espectadores son muy distintas. El público en el cine, en el estreno se siente unido por una total y absoluta indiferencia hacia la película. La razón es sencillísima: cada uno de los espectadores -críticos, directores, actores, productores, técnicos, extras- ha visto el film dos o tres veces en sucesivas proyecciones privadas. Si algún invitado ingenuo asiste a una de esas premières -en cuyo caso yo me he visto más de una vez-, apenas pisa el vestíbulo del cine pierde su delicioso estado de inocencia, porque un buen amigo, deseando serle útil, le descubre el argumento de la película. Si es policíaca, le cuenta hasta el final, como suprema prueba de amistad. Pero en el teatro, minutos antes del estreno la comedia es un secreto para todos, excepto para esos pocos amigos del autor que han asistido a la lectura y a los ensayos generales.

José María Pemán, divagando sobre estas cosas, ha dicho, con muchísima gracia, que el público de diario va al teatro a matar el tiempo, y el público del estreno va a matar al autor. Un poco rotunda es la afirmación, pero contiene hondísimos caracteres de verosimilitud. Lo cierto es que en los minutos previos que anteceden al estreno, el autor siente sobre él como una losa la más increíble insolidaridad humana. Creo que este fenómeno sentimental se repite en todos los climas y en todas las latitudes. El autor de teatro solo puede tener la seguridad de que es bien querido cuando estrena su primera comedia; o mejor aún: cuando tiene menos de treinta años o más de noventa. Pongo esta cifra optimista de los noventa años como comienzo de la venturosa etapa en que un autor se gana la ternura universal, porque cuando escribo estas líneas el maestro Benavente tiene ochenta y seis años, es Premio Nobel, ha escrito más de cien obras y todavía no le respetan del todo. Claro que, si bien se mira, resulta que en la vida de un autor no hay más que sesenta años difíciles. Muy poco. Ya se sabe que el tiempo vuela...

Casi todos los estrenos tienen un comienzo parecido. El segundo apunte, palídisimo, tembloroso, tartamudeante, se acerca al autor y, sin la menor originalidad, repite siempre lo mismo:

-Son las once... ¿Empiezo?

El autor, casi sin voz, suplica:

-Espere un poco...

Pero es inútil. A los pocos minutos surge una recia voz, no se sabe de quién, que ordena:

-¡Fuera la luz de la sala! ¡Batería!

Toda la compañía está ya dispuesta. Los que «empiezan», en escena; los demás, entre bastidores. Las actrices se santiguan y, nerviosamente, dan el último toque a su vestido. Un viejo actor se acerca al autor, le pone la mano en un hombro y comienza:

-Yo, que he visto mucho teatro, le digo a usted...

El autor huye del actor experto -no queda otro recurso- y se refugia en un rincón del escenario. Allí se une a él la primera actriz:

-Estáte tranquilo. ¡Tendremos un éxito!

La pobrecita no está muy segura de tan audaz profecía; pero su emoción es auténtica. Abraza entrañablemente al autor y hasta le besa. Un tramoyista, que desde que comenzó la temporada hace las más románticas cábalas sobre la felicidad que debe de proporcionar un beso de la primera actriz, se queda mirando al autor con la más viril indignación...

Ya se alzó el telón. De la sala viene el sigiloso eco de un silencio agobiante. El autor, pegado a la primera caja, fuma, con los ojos clavados en el suelo, mientras escucha su propio diálogo. Le produce una rara sensación. Mentalmente comprueba cómo los mil matices anotados en los ensayos van reproduciéndose ahora palabra sobre palabra. La imaginación le juega unos esguinces sorprendentes. Esta frase, que acaba de arrancar una carcajada, le recuerda cierta tarde en que la vida le pareció milagrosamente bonita, porque trabajando en la soledad de su estudio se le ocurrían, uno tras otro, efectos encantadores e infalibles. Ese mutis que acaba de hacer la dama joven le hace revivir los días dramáticos: cuando esta comedia «no salía», con la inspiración amordazada por un leve pero insoluble problema técnico. Precisamente, ese mutis de la dama joven... Pasan despacio, muy despacio, los minutos. ¡Oh, este primer acto de todos los estrenos! «¿Por qué -piensa el autor- he dedicado mi vida a este ejercicio? ¿No sería más dichoso, libre de esta espantosa emoción del estreno, escribiendo artículos, o novelas, o biografías? Y, mejor todavía: ¿Es que no son profundamente felices esos bondadosos seres anónimos que se dedican al comercio?» La idea de abandonar para siempre su profesión cruza como un relámpago por la mente del autor en esos primeros minutos angustiosos... Pero no tiene tiempo de tomar una decisión concreta porque un nuevo rumor llega de la sala. Una frase difícil que ha sido recogida por el auditorio. El autor, en vilo, sigue espiando risas, sonrisas y silencios. Bruscamente, algo que resuena como el rugido de un león furioso, le estremece. Es la tos de Giménez -seguro que es él-, el viejo amigo de la infancia, que asiste al estreno, invitado por el autor, en la platea número 7. Otros espectadores, seguramente constipados, como el pobre Giménez, le secundan con la mayor bravura...

Pero el autor apenas tiene tiempo de meditar sobre la influencia que la bronquitis de los viejos amigos tiene en el transcurso de los estrenos. Ha terminado el primer acto, y mientras cae majestuosamente el telón, estalla una ovación clamorosa. El semblante de todos los que están entre bastidores sufre una radiante transformación. Sonríen gozosos los actores, los maquinistas, el segundo apunte, los electricistas... La primera actriz abandona la escena y, arrebolada por el esfuerzo y por sus nervios en tensión, llega hasta el autor y, tendiéndole su mano bonita, le apremia, jubilosa:

-¡Vamos, vamos! ¡Sal!

El telón se alza una y otra vez. De la sala llega un grito estentóreo:

-¡¡Bravo!!

Es Giménez, el amigo de la platea número 7, que, repentinamente curado de su tos, agita los brazos con alborozo. Un ángel.



Pero el primer estreno en la vida de un autor no se parece en absoluto a los que siguen. En esa noche todo transcurre como en una gozosa alucinación. Yo creo que la ignorancia es la única fórmula definitiva para alcanzar la felicidad, aunque, en pura justicia intelectual, no sea la más recomendable. La verdad es que cada autor, en su gran noche, en esa noche en la que sin saberlo -se entera después- se juega su vida entera, es solamente un ser sumido en las más dulces nieblas mentales, que sonríe con una inconsciencia conmovedora. De la nutrida plantilla de individuos que interviene en el estreno, él es el único que confía absolutamente en el éxito. Es un temerario. Más tarde, todo ocurre a la inversa. He comprobado que en muchos estrenos que se inician con el más desenfrenado optimismo entre bastidores, la única conciencia que espera escéptica y temerosa es la del autor. Cuando aquella noche del 6 de febrero de 1945, en el teatro Reina Victoria, de Madrid, Nani Fernández, que, con Fernando Granada, terminaba el primer acto de El puente de los suicidas, avanzó hacia el lateral donde yo esperaba, invitándome con su mano tendida a salir a escena, a mí me pareció que todo estaba previsto y que los aplausos del público constituían un hecho natural. Debo hacer constar que en los actos siguientes el público que llenaba el teatro aplaudió con el mayor cariño...

También con el mayor cariño, El puente de los suicidas había sido estrenada antes en diversas capitales de provincias por la compañía de María Arias, después de una première para invitados en el María Guerrero. Antes, el Teatro Universitario de Zaragoza, puso en escena Un día en la gloria. Pero de todo ello se hará historia en estas páginas a su debido tiempo. Mi anhelado primer estreno en el gran Madrid teatral, considerado con rigor profesional, ocurrió la noche que señalo... El puente de los suicidas se ensayó en el Reina Victoria muy despacio, porque estaba en cartel una excelente comedia de Juan Ignacio Luca de Tena y Miguel de la Cuesta -La escala rota-, que proporcionaba magníficas entradas. Por otra parte, los ensayos eran tranquilos y eficaces, ya que a cada uno de los actores le gustaba su papel. Tan poca prisa tuvimos para señalar la noche definitiva del estreno, que en las últimas fechas de enero Fernando me invitó a pasar con él unos días en su finca de Denia, Villa Tina. Recuerdo perfectamente nuestras fugaces vacaciones. Hicimos el viaje en coche, bajo una inclemente nevada. Éramos dos seres absolutamente felices, como suelen serlo un empresario y un autor en vísperas de un estreno para el cual se presagian las más venturosas consecuencias. En Levante nos acogió un sol radiante. Mi habitación en Villa Tina tenía una ventana sobre el porche. Allí mismo surgía un campo de naranjos. El mar estaba tranquilo, alegre y suave. Yo iba a estrenar pocos días después una comedia en uno de los mejores teatros de Madrid... Sí, no puede negarse que a veces la vida es hermosísima.

Mis relaciones con Tina y Fernando se habían convertido pronto en una honda camaradería. He pasado muchas horas de buena y entrañable amistad en la casa de Denia. Allí, además, he leído, por curiosa coincidencia, todas las obras que hasta hoy estrené con Tina y Fernando. En mi primera visita a Villa Tina leí a Fernando Don Juan se ha puesto triste, que, con poco resultado, estrenamos meses después en el Príncipe, de San Sebastián. En noviembre de 1951 llegué a Villa Tina con Juego de niños. Y en julio de 1952 di a conocer también allí los dos primeros actos de La soltera rebelde.

Todo fueron satisfacciones en el Reina Victoria mientas se montaba El puente de los suicidas. Tina, especialmente, desde el primer momento fue una apasionada partidaria de la comedia. De tal fervor participaba también [XXXX] Lusarreta, socio con Granada en la empresa del Reina Victoria. En el ensayo general, cuando acabó el segundo acto, en plena tensión dramática, Lusarreta, que se había fumado ya tres o cuatro puros atroces, empezó a dar grandes paseos por el pasillo de butacas, diciendo, con la mayor energía:

-¡Es un Echegaray! ¡Un Echegaray!

A mí eso de que me nombraran a Echegaray, que, como habrá comprendido algún discreto lector, jamás fue objeto de mi veneración literaria, me sentaba muy mal; pero Lusarreta ponía tanto entusiasmo en su afirmación, que no tuve valor para protestar. Al contrario: me quedé mirando su opulenta humanidad con la mayor ternura. Y hasta se me saltaron algunas lágrimas. Cuando acabó el estreno y se fueron los últimos amigos, aún quedamos charlando, hasta muy avanzada la madrugada, en el camerino de Fernando, éste, López Rubio, Guillermo Marín y yo. Llegué a casa a las seis de la mañana... Pero dos horas después me desperté, y a grandes voces puse en movimiento toda la familia, pidiendo los diarios de la mañana. Leí las críticas con voracidad. Todas eran elogiosas y estimulantes. Me volví a dormir felicísimo.

Por la tarde cuando, ya comenzada la función, llegué al teatro, recibí el primer disgusto y la primera lección de mi vida de autor. En la sala había muy pocos espectadores... Para mí, después del éxito de la noche anterior y a la vista de las críticas aparecidas, esta escasez de público resultaba inexplicable. Me senté, muy deprimido, en un palco y observé a aquellas buenas gentes que asistían a la segunda representación de El puente de los suicidas con la más notoria indiferencia. Al término de cada acto los aplausos eran corteses y fríos. En su camerino encontré a Granada lleno de mal disimulado desaliento... Le irritaba la falta de público, tristísima recompensa para el entusiasmo que él había puesto en la obra. A mí me anonadaba aún más la poca corriente que se establecía entre el escenario y la sala. Creo que entonces intuí lo que años después leí en un breve pero estupendo ensayo de Armand Salacrou: el autor no es nada sin el público, sin «su» público. Con su público, el escritor teatral ha de formar la pareja «autor-público, padre y madre de la obra dramática», sin cuyo ayuntamiento no se logra jamás el hecho teatral completo. También comprendí entonces y para siempre que, en realidad, todas las comedias se estrenan otra vez al día siguiente del estreno. Había, pues, que prepararse -pensé- para la gran aventura, mil veces más ardua que la confección de una comedia. Había que buscar ese público. «Mi» público.

Días después subieron las entradas de El puente de los suicidas, y hasta logramos algunos llenos. Pero, sin embargo, a los veinte días la obra se hundía vertiginosamente y fue retirada del cartel.

Un año más tarde se estrenó en el Comedia de Barcelona. El estreno, en medio de mucha curiosidad, fue más bien frío. No era esa cortés y elegante reserva que caracteriza al magnífico público catalán. Era, sencillamente, que la obra «no entró». Algunos críticos me dedicaron los más agradables elogios. Otros rechazaron la obra casi con acritud. Un amigo mío, periodista, reprochó a cierto crítico la poquísima atención con que había tratado mi comedia. El crítico en cuestión le contestó, tranquilamente:

-Mira, ¿qué quieres? A mí, de verdad, solo me gustan las comedias andaluzas...

Era, sin duda alguna, un respetadísimo punto de vista estético.

El puente de los suicidas se hizo en casi toda España por la compañía de María Arias, por Tina Gascó y Fernando Granada, y hasta tuvo algunas representaciones por una tercera compañía que formaron María Arias y Carlos Lemos. El resultado fue siempre variable. En muchas plazas la comedia tuvo un gran éxito de público y de crítica. En otros lugares pasó sin pena ni gloria. En Sevilla creo que tuvo una sola representación. Pero en San Sebastián, por ejemplo, todavía algunas buenas gentes sencillas del barrio de pescadores me hablan con alborozo del estreno en el Principal de El puente de los suicidas.

Pero el hecho de que un autor novel consiguiera al fin estrenar una obra en Madrid, tiene su rigor anecdótico, que vamos a reseñar.



A partir de 1939 la vida literaria española, al menos en su aspecto social, ha sufrido una honda transformación. Esto dicen los nostálgicos más ancianos de la localidad. Y esto hemos de reconocer incluso nosotros, los que somos muy poco dados a ciertas nostalgias. Ahora, con frecuencia, la señora de un amigo nos convoca, alegremente:

-Venga mañana a casa, a las ocho. Vendrán también unos pocos amigos y tomaremos una copa...

Y uno acude a la cita, acuciado por los más felices presentimientos. Una pequeña reunión siempre es la promesa de una conversación grata. Pero cuando la doncella de nuestros gentiles anfitriones nos abre la puerta, sentimos que los dichosos auspicios se nos derrumban por completo. El vestíbulo está abarrotado de una increíble cantidad de distinguidísimos invitados, que, con un emparedado en una mano y una copa de vino en la otra, nos saluda con rotundas exclamaciones de alborozo. El recién llegado intenta, entre pisotones, codazos y empujones, muy divertidos, eso sí, encontrar un huequecito en el salón, en el comedor, en el cuarto de estar o en el dormitorio de la cocinera. El piso entero está ocupado por una muchedumbre que bebe y come, indiferente a los problemas del espacio vital. Todos tropiezan entre sí -lance que les proporciona un notable regocijo-, los muebles se tambalean, las porcelanas ruedan por el suelo. Yo mismo me doy cuenta de que acabo de pisar fuerte sobre el delicado pie, casi desnudo, de una estrella de cine. Ella me propina una buena bofetada. Pero con mucha gracia, como si me obsequiara con un amoroso cachetito. Más lejos, cierto millonario, muy dado a las artes, sacude la ceniza de su puro sobre el traje negro de un anciano pensador. No, no es culpa suya. Las apreturas los mantienen unidos como dos siameses. De pronto, observo que un camarero, por lo visto muy experto en estos trances, va de aquí para allá dando pellizcos y pataditas. Reconozco que ésta es la única manera de abrirse paso en un salón de buen tono cuando se celebra una de esas deliciosas fiestas literarias.

Y es entonces, precisamente entonces, cuando se acerca a nosotros una de estas encantadoras y un poco ingenuas señoras que gusta de charlar con los escritores y nos dice, a modo de saludo:

-¡Ay! Ustedes los bohemios...

Suspira delicadamente, llena de sutilísimas nostalgias. Al fin, la dama se franquea:

-Mire... Me encantan los bohemios.

Yo, en estos casos me pongo muy triste. Porque la verdad, la horrible verdad es que ya no quedan bohemios. Esta pavorosa realidad, cuyo descubrimiento estoy seguro de que ha de perjudicar notablemente al turismo europeo, llenará de desencanto y melancolía a muchísimas almas inocentes. A las mismas que todavía personifican la expresión de lo bello en El vals de las olas, los abanicos pintados y un escritor asqueroso que palidece de emoción ante un bistec con patatas... Lo cierto es que en estos días resulta dificilísimo encontrar un bohemio que merezca la pena. Su último refugio fue el viejo café de Castilla, ya desaparecido, donde había varios y en muy buen estado, amorosamente cuidados por Matilde, la simpatiquísima propietaria. Yo, personalmente, solo conozco ya a un raro ejemplar de esta especie, próxima a agotarse. Es un bohemio muy bueno. Sucio, pringoso, con barbas; heroico servidor de la buena tradición, jamás ha trabajado, y siempre ha comido poquito. Cierto que sus parcas comidas son un resultado de lo mucho que trabajamos los demás. Mas éste es un detalle insignificante -una ruin vulgaridad que ni siquiera he debido mencionar- que no empaña en absoluto su limpia ejecutoria de vagabundo.

Me dicen que en París también andan muy escasos de estos simpáticos sujetos. Por ello, las viejas tabernas que aún conservan huellas de Verlaine, y los antiguos figones donde pudo haber escrito versos François Villon tienen muy poca clientela. Algunos bodegones de gente de mal vivir tienen que alquilar gentes de mal vivir para que los suramericanos no se consideren estafados. Pero cuentan que este remedio no resulta. A los pocos días, los bohemios alquilados tienen que ser despedidos. Se ponen muy gordos... Una pena.

En nuestra actual sociedad artístico-literaria hay una enérgica y curiosísima resistencia a la bohemia. Pocos de mis amigos de hoy serán en el mañana recordados con ese deleite que todos ponemos ahora en la añoranza de algunos hombres de 1900 que, si no pudieron dejarnos sus obras porque entre tanto lance bohemio no tuvieron tiempo para trabajar, nos legaron, en cambio, para nuestro estudio y meditación, la lección de sus vidas de saladísimos pillastres. De un bohemio, muy ocurrente él, se recuerda a menudo que en cierta ocasión pignoró una merluza. ¡Qué ingenio! ¡Qué gesto admirable! Cuando pienso que yo sería incapaz de empeñar, no ya una merluza, sino una lata de foie-gras que es una vitualla muchísimo menos bohemia y muchísimo más pignorable, siento unos espantosos rubores y me avergüenzo de mí mismo.

Y no es que los escritores y los artistas de hoy sean, psicológicamente, muy distintos de sus antepasados. Al contrario, son parecidísimos. Los literatos, con una asombrosa unanimidad declaran a todas horas que no se puede vivir de la pluma. Los pintores juran, tozudamente, que no venden sus cuadros. Los actores aseguran que el teatro está en crisis. Todos ellos, sumidos en la más humillante de las miserias, se hallan en idóneas condiciones para continuar la gloriosa tradición tristemente rota de los bohemios españoles. Pero... no acierta uno a entender lo que pasa. Figúrense ustedes que esta legión de pobres en vez de dedicar su vida a las mil ingeniosas granujerías que hicieron famosos a sus antecesores y pasar tranquilamente a la historia sin necesidad de trabajar, se han puesto a trabajar un poquito más. Trabajan como locos y, claro, así no hay manera de tener hambre ni hay bohemia que valga. Una vergüenza. Sé de bastantes poetas -y de los más puros- que en lugar de considerarse a sí mismos maldecidos por el destino como es su lírico deber, ni cortos ni perezosos se han hecho catedráticos. Y a estos señores que no les vaya nadie con ajenjos y demás ordinarieces que siempre han sido golosinas de poetas. Lo que de verdad les gusta a los muy tunantes es un poquito de whisky escocés. También conozco algunos actores que luchando con la trágica crisis de la escena han reunido un modesto número de millones. De ciertos escritores no hablemos. Su negativa a ingresar en la bohemia es feroz. Cuando su situación económica se hace desesperada, entonces, con un arrojo meritísimo, gestionan un nombramiento de agregado en cualquier embajada. Y ya se sabe -lo sabe todo el mundo- que la vida diplomática es muy dura. Pero ellos saben resistirla.

A mí, esta rotunda desaparición de la bohemia me tiene muy turbado. No sé a dónde vamos a parar. El existencialismo en su aspecto externo ha constituido un decoroso intento para el resurgimiento de los perdidos ritos bohemios, pero el empeño ha fracasado. Se comprende. Solo los aristócratas opulentos se hallan en condiciones de hacer una auténtica vida existencialista. Y la verdad, eso -como dice mi amigo, el anciano bohemio, cuando viene a solicitar de mí las diez pesetas que tengo el deber de darle-, eso, no vale.

En este café de Gijón, gran club nocturno de la vida literaria contemporánea, después de un estreno resonante, suelen coincidir buen número de rostros conocidos que representan lo más brillante de nuestro mundo artístico. En efecto, junto a la mesa donde Pancho Cossío habla de fútbol, puede haberse sentado alguna vez Francesca Bertini con su aire de mujer internacional que ha vivido en todos los Ritzs del mundo. Allí aparece el rostro joven y risueño de Aurora Bautista. Académicos como Melchor Fernández Almagro, Eugenio Montes, Gerardo Diego, José María de Cossío, y Rafael Sánchez Mazas discuten con los más jóvenes escritores. Cuando pasa unos días en Madrid, escoltada por un grupo de amigos, entra María Félix en busca de una mesa libre. Allí está Conchita Montes y a veces Tina Gascó. Y Cayetano Luca de Tena y Luis Escobar, Marqueríe, Haro Tecglen, Suárez Carreño, Mur Otti, Fernando Rey, Fernán-Gómez, Calvo Sotelo, Buero Vallejo... Y tantos otros. Yo he observado que entre estos clientes habituales se mezcla casi a diario algún reducido grupo de desconocidos tímidos, risueños, curiosísimos que lo fisgan todo con una enorme atención. Son simpáticas personas de orden, buenos burgueses reposados, gentes acomodadas que, por una noche hacen su escapadita a la aventura introduciéndose con sigilo en el café de los bohemios para sorprenderlos en su propio nido. Quieren ver por sus propios ojos cómo es en realidad esta sociedad atrabiliaria que solo conocen a través de las muy fieles narraciones de Emilio Carrère. Por lo pronto hay algo que a estos señores les sorprende extraordinariamente. Resulta que la mayoría de los bohemios son elegantísimos y ellas llevan unas toilettes deslumbrantes. Muy raro es, en efecto, ya que estamos entre bohemios. Pero lo más increíble sucede después. Cuando las puertas del café van a cerrarse salen confundidos a la calle los bohemios y los burgueses. Éstos, con profundo estupor, ven cómo los bohemios, después de despedirse entre sí con grandes muestras de cariño, se lanzan al unísono a ocupar sus coches -sí, sus espléndidos coches- y algunos taxis previamente encargados que esperan en un larga fila a la puerta del café... Los burgueses -pobrecitos- se marchan a pie muertos de frío. Muchos creen que se han equivocado de café.



Yo me cansé pronto de jugar a la bohemia, si es que alguna vez puse entusiasmo en el juego.

Pero recuerdo alegremente las reuniones semanales en el sótano del Capitol que celebrábamos hacia 1940, antes de trasladar nuestras tertulias al escenario más fastuoso, más romántico y más literario del entresuelo de «Lis». Allí la estrella de la reunión era Luis Galve, el gran pianista que ya contaba con una brillante vida artística. Había recorrido todo el mundo acompañando en sus recitales a la admirable Antonia Mercé la «Argentina». Nosotros le sometíamos a las más audaces interviús. Todos estábamos interesadísimos en averiguar si un pianista puede acompañar durante muchas noches a una gran bailarina sin enamorarse de ella. Las muchachas que acudían a nuestras reuniones, en particular, penetraban en terrenos sentimentales peligrosísimos. El pobre Luis tenía una paciencia infinita para responder como podía a nuestras policíacas indagaciones. Al fin entre todos tomamos el acuerdo de que Luis escribiera un libro sobre Antonia Mercé. A Galve le agradó la idea y, en efecto, comenzó a escribir tal libro cuyo primer capítulo nos leyó una noche de invierno, bajo la luz de un farol, en la calle de Fuencarral. El libro, que nacía en tan emocionante desamparo, no se llegó a terminar jamás, naturalmente... Esto de las noches a la intemperie nos seducía a todos muchísimo. Federico Muelas, por ejemplo, que escribía -y escribe- unos versos delicados y llenos de gracia, me recitaba, haciendo reposados altos en todas las esquinas, lo más selecto de su producción poética. Él era impermeable a las profundas heladas de las noches de diciembre. Luego, como es un católico fervoroso, a las seis de la mañana, decidía que los dos oyéramos misa en una iglesia próxima. Y así, entre unas pocas viejecitas madrugadoras, gustaban el encanto de la primera misa dos noctámbulos embriagados de palabras. Y estornudando muchísimo, claro.

A Camilo José Cela y a mí nos presentaron una noche en la Gran Vía en plena calle. En el acto me contó el argumento de un cuento que estaba escribiendo titulado «Catalinita». Era realmente un pequeño relato delicioso como después ha podido comprobar todo el mundo. En uno de los pasajes de su primorosa narración, Cela citaba una canción antigua llena de gracia y de ternura. Pues bien..., allí mismo, en plena Gran Vía, con su tremenda voz de barítono y con no poco entusiasmo, Camilo José nos cantó la canción completa. En aquellos años la simpática y desenvuelta intrepidez de Cela resultaba para los demás un estimulante maravilloso. Pronto nos hicimos grandes amigos. Un día, Camilo me anunció con la mayor solemnidad:

-He empezado a escribir una novela. Se titula La familia de Pascual Duarte. Cuando se publique, que algún día se publicará, digo yo, te la dedicaré...

-Bueno. Yo también te dedicaré a ti una comedia que acabo de terminar.

-¿Cómo se titula?

-El puente de los suicidas.

-De acuerdo.

Algún tiempo después los dos cumplimos entrañablemente nuestra promesa9.