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Viaje de la novela al escenario de parientes, amigos y vecinos de don Quijote

Jerónimo López Mozo





Se me pide que explique los procedimientos que he seguido para escribir En aquel lugar de la Mancha, obra nada original, pues hay infinitamente más palabras de Cervantes que mías. A grandes rasgos, el trabajo consistía en adaptar para la escena parte del Quijote, es decir, en extraer de un excepcional texto narrativo materia escenificable. No puedo, ni debo, seguir adelante sin antes confesar lo que pienso en relación a las adaptaciones teatrales de novelas conocidas. Sin entrar a valorar los resultados concretos de tal o cual espectáculo concebido bajo esa fórmula, creo que, en general, no se trata de una buena práctica. Comprendo que los que promueven este trasvase de géneros tienen razones para hacerlo. Algunos alegan que les es difícil encontrar buenos textos dramáticos. Otros, aunque no lo dicen, confían en que la fama del novelista sea un buen reclamo. Poco importa lo que les mueva, pues en esto, como en casi todo, lo que en definitiva cuenta son los resultados. En lo que llevo visto como espectador, el saldo es negativo. Pocas veces se logra disimular el origen novelístico del texto, aunque con frecuencia se perciba el esfuerzo realizado por seleccionar los pasajes con mayor fuerza dramática y por dotarlos de la mayor teatralidad posible. Son discursos, el narrativo y el teatral, que, salvo en muy contadas ocasiones, discurren por caminos que no suelen encontrarse. Hay, además, un hecho que no podemos obviar. Cuando un libro de doscientas, trescientas o más páginas, cuya lectura requiere mucho tiempo, es reducido a un espectáculo de dos horas de duración, no hay duda de que muchas han sido sacrificadas. No la hay, desde luego, para los espectadores que conocen el original del que se parte. Pero ese conocimiento previo suele deparar algunas sorpresas poco gratas. Por ejemplo, que, entre lo suprimido, haya partes importantes de la novela y hasta esenciales para comprender el discurso que se nos transmite. Hay que concluir que, en numerosas ocasiones, lo que se nos brinda es una visión parcial, cuando no deformada, de las obras que escribieron novelistas de la talla de Dostoyevski, Oscar Wilde, Kafka, Julio Cortázar, Miguel Delibes, García Márquez, Vargas Llosa, Margarita Yourcenar o Manuel Rivas.

¿Qué decir cuando el autor se llama Miguel de Cervantes y la obra adaptada El Quijote? ¿Qué se puede añadir que no sea espectáculo? ¿No se paga acaso un precio demasiado alto al abordar tamaño empeño? Mientras redacto estas líneas, me entero de que en una reunión de cineastas, escritores y expertos celebrada en Madrid se ha llegado a la conclusión de que, en la vieja relación del séptimo arte con la novela de Cervantes, se da la perversa paradoja de que la grandeza de las adaptaciones realizadas radica precisamente en su imposibilidad. Uno de los participantes opinaba que es una obra tan importante en su escritura, que sus versiones teatrales o cinematográficas se quedan reducidas a lo más externo y llamativo1. ¡Es tan difícil trasladar a la escena la totalidad del universo encerrado en la novela! Leí en su día las tres versiones publicadas por la Asociación de Directores de Escena: la de Azcona y Scaparro, en la que el título se completaba con la frase «Fragmentos de un discurso teatral»; la de Bulgákov; y algunos fragmentos del guión cinematográfico de Orson Welles. He visto representada la primera y algunas otras de las que fueron pasando por los escenarios. Recuerdo El viaje infinito de Sancho Panza, de Alfonso Sastre; un festivo Quijote de un grupo canario; el de Juan Margallo y Santiago Sánchez para L'Om Imprebis; y el muy reciente Vivir loco, morir cuerdo, de Fernando Fernán Gómez. Quizás alguna versión más que ahora no recuerdo y, por supuesto, varías destinadas al publico infantil, pero, en todo caso, pocas, muy pocas si tenemos en cuenta que ya en 1947 se habían registrado nada menos que 289, de las que 63 correspondían al siglo XX2. Aterra pensar en qué cifras estará situado el actual censo, en plena conmemoración del Cuarto Centenario de la publicación de la Primera parte del Quijote, cuando se otorga el calificativo de adaptación teatral al paseo por un parque público, a lomos de sendas bicicletas, de un par de actores disfrazados de caballero y escudero. En el trabajo en el que se menciona el citado dato, su autor, Juan Antonio Hormigón, señala tres opciones dramáticas diferentes: la que se centra en la reconstrucción de episodios concretos de la novela, la que propone adaptaciones globales y la que, tomando las ideas contenidas sobre don Quijote y Sancho en el original cervantino, se sirven de ellas para desarrollarlas según el criterio del adaptador.

En todos los casos, las decepciones superan con creces a las satisfacciones. De las notas que fui tomando de los espectáculos que me más me interesaron he rescatado algunos comentarios que, en lo que a mi respecta, lo confirman. Hay propuestas en las que las expectativas eran grandes, resultando, al cabo, mayor el ruido que las nueces. Hubo quién conociendo el gran amor de Cervantes al teatro, consideró que, al escribir El Quijote, impregnó la novela de una enorme teatralidad, y en hacerla evidente centró su trabajo, llegando a la exageración. A propósito de una puesta en escena en la que se sucedían sin solución de continuidad las aventuras más conocidas del libro, rechazaba el aspecto de payasos de don Quijote y Sancho y lo insulso de sus conversaciones, y me preguntaba dónde se habían quedado las sabias palabras que el autor puso en boca de sus nada tontos personajes. ¡Que manía la de llenar el escenario de aspas de molinos, de rebaños de pega, de cueros de vino tinto, de sillas doradas, aparatosas como tronos, y de brocados desgastados! En otra ocasión anoté que entretener no basta. Y, en fin, tras una de las mayores decepciones, escribí: «Quede El Quijote para ser leído y no se intente llenar los escenarios con unos cuantos fragmentos de tan gran monumento».

¿Por qué no he predicado con el ejemplo y he caído en la tentación de hacer lo que no se debe? He de confesar que no es la primera vez que me sucede. Hay otra anterior que no tuvo que ver con El Quijote, pero sí con la escenificación de una novela. Fue en 1977. En ambos casos podría esgrimir, para justificarme, que se trataba de sendos encargos, pero no lo haré, pues entiendo que, desde el punto en que los acepté, dejaron de serlo para convertirse en cosa mía. El primer trabajo me fue solicitado por César Oliva. Consistía en hacer una adaptación de Retrato de la lozana andaluza, de Francisco Delicado. El resultado fue una versión muy libre que titulé Comedia de la olla romana en que cuece su arte la Lozana. Tan libre que, además de eliminar bastantes capítulos o mamotretos, como los llamó el autor, y de clarificar el complicado y rico lenguaje, me atreví a desplazar la acción a una década después del momento en el que la situó Delicado y a crear situaciones y nuevos personajes, para lo que me serví de otras obras literarias de autores como Torres Naharro, Alfonso de Valdés y Rodrigo de Reynosa, amén de algún que otro texto anónimo. Fue, como he señalado, hace mucho, cuando mis reparos a esta suerte de mudanza de géneros eran, seguramente, menores. He de admitir que de aquella experiencia quedé satisfecho, aunque estoy seguro de que le son aplicables todos los defectos que he denunciado más arriba. De modo que el par de malos recuerdos que conservo de ella no guardan ninguna relación con el asunto que nos ocupa. De uno tuvo la culpa Alberti, que se quejó airadamente de que se me hubiera encargado la versión existiendo la suya. Hablaba como si el derecho a adaptar esa obra clásica y, por tanto, de dominio público, le perteneciera en exclusiva. Pero más que eso o las descalificaciones que hizo de un trabajo que no conocía, me irritó que reforzara su queja con el argumento de que un escritor antifranquista como él merecía mejor trato. El otro mal recuerdo tiene que ver con mi ocurrencia de incluir entre los protagonistas al Papa Clemente VII. Creyendo que, acabada la dictadura, todo el monte era orégano, le presenté en plano de igualdad con la puta Lozana, llegando a mostrarle en una escena con la dama en su regazo. En su recorrido por provincias camino de Madrid, el espectáculo fue levantando ampollas y tan grandes fueron que a las puertas de la capital cayó el telón definitivo.

Muchos años han pasado, casi treinta, hasta que he tropezado en la misma piedra. Juan Antonio Hormigón es el que la ha puesto en mi camino. Pero me apresuro a decir que no es culpable de nada, puesto que la vi y no hice cosa alguna para evitarla. Él me habló de hacer algo basado en El Quijote con motivo del cuarto centenario de la publicación de la primera parte, y yo, en lugar de interrumpirle para aclarar que no podía aceptar su propuesta por las razones que he explicado, le escuché. De lo que dijo, hubo algo que llamó mi atención. En la pieza no debían figurar ni don Quijote ni Sancho. Había que buscar los protagonistas entre el numeroso censo de personajes secundarios que aparecen en la novela. Figuras accesorias, en palabras de Francisco Ayala, quien las considera habitantes de un mundo histórico prácticamente esfumado, pertenecientes a complejos sociales casi por completo disueltos, seres a los que el paso del tiempo ha ido desplazando hasta expulsarlos, convirtiéndoles en pura fantasmagoría. También los llamó el novelista andaluz parásitos de don Quijote y Sancho, pues sólo en función de ellos tienen existencia. ¡Pobres diablos! La idea de Hormigón era atractiva. Si a ello añadimos que la viabilidad del proyecto no estaba asegurada, lo que no me obligaba a comprometerme en firme, acepté repasar El Quijote y, si acaso, trazar el esbozo de un posible espectáculo. Yo había leído la novela hacía muchos años, no recuerdo cuantos. Fue la única vez que la leí entera. Después he vuelto a ella de vez en cuando, en ocasiones por el placer de repasar algún que otro capítulo, sobre todo aquellos en los que está presente el mundo de la farándula y, en otra, hace concretamente ocho años, porque estaba escribiendo una obra dedicada a Cervantes y decidí incluir entre los personajes a don Quijote, Sancho, el ventero, maese Pedro y el Caballero de Punta en Blanco. No me serví de ellos para recrear ningún pasaje de la novela, sino que los tomé prestados para lo que yo estaba haciendo, que no era sino un homenaje al Cervantes dramaturgo. En efecto, recordaba el inmenso amor que el escritor sentía por el teatro y las pocas satisfacciones que éste le había proporcionado. En la ficción, me ofrecí a viajar con él por el siglo XX para que viera con sus propios ojos como sus obras se representaban con éxito y como muchos y buenos autores encontraban inspiración en lo que había escrito. Asistíamos juntos a una representación pasada por agua que, de La cueva de Salamanca, hicieron los de La Barraca en un pueblo soriano, luego le presentaba a Valle-Inclán y a Francisco Nieva, al tiempo que le daba referencias de otros autores más jóvenes en cuyas obras yo percibía, aunque remota, su influencia. Aquello se llamó El engaño a los ojos, título que nada tiene que ver con el argumento de la obra. Es el que Cervantes da en el prólogo de sus entremeses a una comedia cuya escritura anuncia y que jamás compuso. Temo que me estoy marchando por los cerros de Úbeda, de modo que regreso a la sede de la ADE, donde tuvo lugar la reunión. Concluida ésta, salí a la calle con el compromiso de, pasados unos días, comunicar lo que decidiera.

De regreso a casa, vinieron a mi memoria los años que pasé en un pueblo de la Mancha llamado Quintanar de la Orden. Aunque era muy niño, conservo vivos los recuerdos de aquella época. No voy a rememorarlos aquí, pues están recogidos en las palabras que preceden a la pieza que he escrito. Pero sí diré que me hizo gracia la idea de que quiénes habían sido mis vecinos pudieran ser descendientes de los de don Quijote, por ejemplo de aquel labrador llamado Juan Haldudo el rico al que el Caballero sorprendió azotando a su criado. Al mismo tiempo, mi cabeza empezó a llenarse de una legión de personajes cervantinos, que no eran sino los actores disfrazados que yo vi en el comedor de un hotel durante el rodaje de la película Don Quijote de la Mancha, anécdota que cuento en esa misma entradilla a la que acabo de referirme. Si alguna duda albergaba sobre la decisión que debía tomar en relación al encargo recibido, quedó despejada.

Como primer paso, se imponía una nueva lectura de la novela, en esta ocasión con papel y bolígrafo para ir tomando notas. Lectura completa, por supuesto, aunque prestando mayor atención a lo que hacen y dicen los personajes candidatos a formar parte del reparto. Son cientos los que aparecen en la novela con mayor o menor participación en lo que en ella acontece. Como sucede en el teatro, en la categoría de secundarios los hay redondos y planos, según posean cierta complejidad sicológica o estén trazados superficialmente, según consta en el Abecedario del teatro, de Rafael Portillo y Jesús Casado. También los hay con carne, que son aquellos que presentan rasgos humanos suficientemente llamativos para que el público se interese por ellos. Mientras avanzaba la lectura, me llamó la atención que no todos los secundarios distinguidos que aparecen en El Quijote tienen nombre. Así sucede con el ama, de la que no conocemos con cuál fue bautizada. El de la sobrina, Antonia, lo sabemos casi por casualidad, pues aparece por primera y única vez en el testamento de don Quijote, del que se da cuenta a muy pocas páginas del final. Si no me equivoco, una sola vez se dice que el cura se llama Pero Pérez. Sin embargo, un personaje, la mujer de Sancho, tiene tres gracias y tres apellidos. El apellido de soltera era Cascajo y Panza el recibido del esposo, pues era lo establecido en la Mancha. También luce el de Gutiérrez, sin que se sepa por qué. No menos extraño es que, en la primera parte, su gracia sea Juana y en una ocasión Mari, y en la segunda, Teresa. Se trata, sin duda, de errores del autor. Peor suerte corrió un personaje citado en el primer capítulo. Me refiero al mozo de campo y plaza que vivía en la casa del hidalgo, el cual lo mismo ensillaba el rocín que tomaba la podadera. Aparecer en la novela y desaparecer es todo uno. Sin duda, Cervantes se olvidó de él. Al menos, eso opina Martín de Riquer.

Olvidos y errores aparte, lo que estaba haciendo era una especie de casting o prueba de personajes. Encontré algunos fascinantes, pero, al menos en esos primeros pasos, no lograba encajarlos en los esquemas que iba trazando. Antes de concluir el proceso de selección pensé en la necesidad de que tuvieran algo en común. Se fue abriendo paso la posibilidad de que todos fueran vecinos de don Quijote, es decir, habitantes de aquel lugar de la Mancha. Así, el censo más que centenario de personajes, se redujo a unos cuantos y, de éstos, me quedé con el ama, la sobrina, el cura, el barbero, el bachiller Sansón Carrasco, Teresa Panza y un par de vecinos del pueblo. Fuera quedaron el sacristán, el escribano al que Alonso Quijano dictó su testamento; la Berruela, que casó a su hija con un pintor de mala mano; el hijo de Pedro de Lobo, que, habiendo dado palabra de matrimonio a Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, se había ordenado de grados y recibido la tonsura con intención de hacerse clérigo; y Sanchito y Mari Sancha o Sanchica, los hijos de Teresa y Sancho, él con quince años cabales y ella en edad de buscar marido; el que pudiera serlo, Lope, hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano que la mira con buenos ojos; y, en fin, Periquillo, un muchacho travieso.

Hay en el grupo de los elegidos dos categorías de personas: las que han viajado y las que no. Entre las que no, las tres mujeres. Sus vidas transcurren, la mayor parte del tiempo, entre las paredes de sus casas y, a ratos, en las calles de la aldea. A veces, cuando se asoman a las afueras y miran a lo lejos, el mundo llega hasta donde alcanza su vista. Ven lo que vió Azorín en su viaje por aquellas rutas: la llanura ancha, la llanura infinita, y en el fondo, allá en la línea remota del horizonte, una pincelada larga, azul, de un azul claro, tenue, suave. De los que podemos llamar viajeros, unos han llegado más lejos que otros. Éstos, apenas han cruzado los límites del término municipal y, seguramente, nunca han perdido de vista la torre de iglesia. Otros han ido más allá, como el cura y el barbero. Pero los que más camino han hecho son Sansón Carrasco y Tomé Cecial, vecino y compadre de Sancho. El primero estuvo en Salamanca para hacerse bachiller y luego, persiguiendo a don Quijote, llegó hasta Barcelona. El segundo, siguió los pasos del bachiller en su viaje a la ciudad condal, sirviéndole de improvisado escudero, pero al primer contratiempo que tuvieron se arrepintió y se volvió a casa. Un detalle curioso es que estos dos viajeros de larga distancia iban de incógnito para no ser reconocidos. Sansón, oculto bajo aparatosas armaduras, se hizo llamar, sucesivamente, Caballero de los Espejos y de la Blanca Luna. Tomé Cecial se limitó a acomodar sobre sus naturales narices otras falsas de color berenjena, llenas de verrugas y tan grandes que casi le hacían sombra a todo el cuerpo. No reparé al principio en que unos personajes eran sedentarios y otros viajeros. De eso me di cuanta más adelante, pero me fue muy útil para la escritura de En aquel lugar de la Mancha. Enseguida explicaré por qué.

La elección de vecinos de la aldea me había facilitado la confección del reparto, pero, una vez completado, tenía que establecer la relación entre ellos. El nexo no podía ser otro que el personaje ausente, el hidalgo caballero. ¿El hidalgo llamado Alonso Quijano o el caballero andante don Quijote? ¿El hombre o el mito? Esa ha sido una de mis dudas a la hora de afrontar este trabajo. Me decanté por el hombre. No tanto porque sea la vertiente menos tratada por los que se han acercado al personaje, como porque, poco a poco, me iba atrayendo su condición de perdedor. Perdedor porque, como sugiere Milan Kundera, Alonso Quijano quiso erigirse en un personaje legendario de caballero andante, pero Cervantes consiguió todo lo contrario: situarle a ras de suelo. No creó al héroe que siempre vence o que, cuando es vencido, conserva hasta el último suspiro su grandeza. No pretendió mostrarle como un ejemplo a imitar. Por eso, no oculta los contratiempos que sufre, ni tiene el menor reparo en presentarle, tras una de las muchas derrotas que le inflingen, preocupado por los dientes que ha perdido en el lance, porque, dolor aparte, la boca sin muelas es, como le hace decir al pobre apaleado, igual que un molino sin piedra, y mucho más se ha de estimar un diente que un diamante. Tampoco le concedió Cervantes una muerte que mereciera quedar en el registro de la Historia. Fue tan vulgar, tan carente de rasgos capaces de emocionar al lector, que en nada se diferenciaba de la del común de los mortales. Dictó testamento, agonizó durante tres días y dejó el mundo. De las muchas lecturas que se han hecho y se harán del Quijote, una de las más sugerentes es la del citado Kundera, que ha visto en el pobre Alonso Quijano un claro ejemplo de que la vida humana, como tal, es una derrota y que lo único que podemos hacer es intentar comprenderla. El don Quijote del que hablan los personajes de mi obra es el que siempre vuelve a casa apaleado. En torno a los tres regresos del hidalgo a su aldea gira el argumento.

He dicho antes que me fue útil advertir que unos personajes nunca habían salido del pueblo y otros sí. Aquellos, sólo vieron el lastimoso estado en que llegaba y, si algo más querían saber, por fuerza tenían que preguntar a los demás. De este modo, entre los personajes, los hay que narran los sucesos de los que fueron testigos, y los hay oyentes, a los que he concedido el derecho a meter baza, lo que me ha ayudado a hacer los diálogos fluidos y amenos, o, al menos, a intentarlo. Pues de diálogos he hablado, no es mal momento para decir algo sobre la escritura del libreto. Puesto que se trataba de rendir homenaje al Quijote con ocasión del cuarto centenario de su publicación, no me parecía que la mejor forma fuera haciendo una versión teatral de la novela, o de parte de ella, en la que la acción prevaleciera sobre el texto. En consonancia con esa idea, era importante que la voz de Cervantes llegara con las menos interferencias posibles al espectador, para que éste pudiera apreciar mejor su precisión y riqueza. Así, pues, poco hay de mi cosecha. Los personajes emplean las mismas palabras que Cervantes puso en sus bocas. Palabras sencillas, por cierto, y ajustadas, en cada caso, a la condición social, grado de educación y oficio de los que hablan, como ha destacado Vargas Llosa. Cuando me he visto obligado a añadir alguna frase, la he buscado entre las que, a medida que avanzaba en la lectura de la novela, iba anotando en mi cuaderno con la seguridad de que, tarde o temprano, tendría que recurrir a ellas.

Poco me he ocupado hasta ahora de los personajes que intervienen en la obra. Creo que algo más debo decir de ellos, pues, al escribirla, he procurado, además de respetar su lenguaje, no apartarme de como los describió Cervantes. Son, en general, buena gente, pero no santos y hay entre ellos sus dimes y diretes. Sabemos cuanto querían el ama y la sobrina a Alonso Quijano y los cuidados que le prodigaban. También la devoción que sentía Sancho por su señor, al que tan fielmente servía. La novela está plagada de ejemplos que lo atestiguan. Pero también se dice que, aunque a la muerte de Alonso Quijano hubo llantos en abundancia, en los días que todavía vivió después de hacer testamento la sobrina no dejó de comer, ni el ama de brindar, ni Sancho Panza de regocijarse, que «esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto». No por desvelar ese comportamiento tan humano, Cervantes quería menos a sus criaturas. Las quería como eran, sin idealizarlas, sin tapujos, parecidas en todo a las demás que habitaban la España que le tocó vivir y que tan a fondo conocía. Refiriéndose a las mujeres del Quijote, Concha Espina escribió que el autor puso mayor cariño y esmero en el retrato de las damas altas y escogidas que transitan por la novela que en el de las de condición más baja, como las labradoras, las alegres mozas de la venta o cualquiera de las que tienen algún papel en mi obra. No era cierto. Ni al más humilde de sus personajes dejó sin un apunte biográfico, por episódico que fuera su papel en la novela.

Así, por ejemplo, no se conformó con escribir que Tomé Cecial era el improvisado escudero de Sansón Carrasco y que era hombre irreflexivo y alegre. En determinado momento nos cuenta que es lo que le empujó a cambiar el arado por el oficio escuderil y, en varios más, los beneficios que esperaba obtener de ello. Aunque luego, cuando comprobó que no tendría ninguno, dijera que embustes y enredos le llevaron al nuevo estado, lo cierto es que él se ofreció para acompañar al bachiller. Su deseo no confesado era seguir los pasos de Sancho y alcanzar, como premio a los servicios prestados, el gobierno de una ínsula o el de un condado de buen parecer o, en el peor de los casos, un canonicato. Aunque tal vez barruntando lo que pasó, no le hacia ascos a regresar a su aldea y entretenerse con ejercicios más suaves, como la caza y la pesca, dando por sentado que no habían de faltarle, para practicarlos, un rocín, un par de galgos y una caña. Menos detalles ofreció Cervantes sobre Pedro Alonso, el labrador que encontró a don Quijote tirado en un camino y le llevó hasta su casa. Pero con ser pocos, bastan para hacernos una cabal idea del buen talante del humilde personaje. Auxiliar a un hombre malherido es deber inexcusable, tener paciencia para escuchar la máquina de necedades con que castigaba sus oídos aquel vecino loco es digno de alabanza, pero aguardar a las afueras a que anocheciera para que los demás vecinos no le viera en tan mal estado y a lomos de un jumento muestran su sensibilidad y hacen de él una persona ejemplar.

Ama y sobrina siempre andan juntas y, en lo concerniente a Alonso Quijano, están tan de acuerdo en lo que dicen que, con una que hablara, sería bastante. Cuando han transcurrido tres días desde la primera escapada de don Quijote, oímos los lamentos del ama y, cuando concluyen, el narrador nos cuenta que la sobrina dijo más de lo mismo. Poco después, durante el escrutinio de libros, la sobrina recomienda al cura y al barbero que los arrojen al patio o los lleven al corral y les prendan fuego, y, acto seguido, el ama repite sus palabras. Juntas lloran las dos mujeres por los desvaríos del amo y tío, juntas salen a su encuentro cada vez que regresa al hogar y juntas le prodigan sus cuidados. En el segundo retorno ambas «le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho» y, ante el temor de que intentara una nueva aventura, las dos alzan los gritos al cielo y maldicen los libros de caballerías. Si una dice «¡Ay!», «¡Ay!» dice la otra. Pero no son iguales. Les separa la edad y su condición social. El ama pasa de los cuarenta y la sobrina no ha cumplido los veinte. Aquella, como ama de llaves, tiene a su cargo el gobierno de la casa, pero no deja de ser criada, aunque distinguida. Ésta ayuda en las faenas del hogar y hace labores por entretenerse, pues nadie la obliga a ello. El ama está de vuelta de todo y algo cansada de trajinar. La sobrina, en edad de dejar volar su imaginación. Anhela, tal vez, casarse, pero las condiciones que su tío impone en el testamento no facilitan que lo consiga. Yo no sé lo que hubiera sido de ella si el fin de la novela no hubiera interrumpido el discurrir de su vida. En mi obra, la imagino junto al ama, lamentando su desamparo. Quién sabe si más adelante, muerta aquella, al encontrarse sola hubiera decidido acabar sus días recluida en un convento.

De Teresa Panza dice Cervantes que no era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada. Teniendo los pies en la tierra, los acontecimientos y su ingenuidad la llevan a soñar despierta y, cuando cree que todo está al alcance de la mano, se topa con la realidad, que se le presenta en forma de esposo desaliñado y con los pies maltrechos por haber caminado mucho, es decir, con más aspecto de desgobernado que de gobernador de ínsulas. Cuando Sancho le anuncia que se va de nuevo con don Quijote a rodear el mundo y a tener dares y tomares con gigantes, endriagos y otros seres portentosos, no se opone, pero le pide que, si llegara a conseguir algún gobierno, no se olvide de ella, ni de sus hijos. Pero ante las promesas disparatadas que hace Sancho, ella le advierte de que no es conveniente que pretenda alzarles a mayores, que no otra cosa sería empeñarse en casar a Sanchica con un condazo o un caballerote. Lo más acertado, dice, es que la muchacha se case con un igual, pues no se acostumbraría a sacar los pies de los zuecos y ponerlos en chapines, ni a cambiar la saya parda por vestidos propios de damas de calidad. No la entusiasma que, por emparentar tan alto, acaben llamándola doña Teresa Panza. No quiere añadiduras al nombre mondo y escueto con el que la bautizaron. Lo que Sancho ha de hacer es traer dinero. Mujer práctica, como vemos. Pero mudable. Porque cuando tras algún tiempo sin saber de su esposo la informan de que ha sido nombrado gobernador de la ínsula Barataria, se queda primero pasmada y, luego, recorre el pueblo gritando: ¡Gobiernito tenemos! Señal inequívoca de que se le había subido el cargo a la cabeza. Encarga que la compren en Madrid o en Toledo una saya acampanada de las mejores que hubiere y ya se imagina viajando en coche a la corte de su esposo. No tuvo ocasión de recorrer ese camino, pues hubo de apearse del burro, que no del carruaje, antes de iniciarlo. Vuelto al lugar el esposo, es probable que, en el silencio de la casa, la convenciera con las mismas razones que dio cuando abandonó la ínsula para volver a su antigua libertad. Dijo entonces Sancho que él no nació para ser gobernador, ni para defender ínsulas, sino para arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas. Se sentía mejor con una hoz en la mano que con un cetro de gobernador. Bien se está San Pedro en Roma o, dicho de otro modo, bien se está cada uno usando el oficio para el que fue nacido. Y ella, Teresa, seguramente asintió a todo y dijo amén.

Del resto de los personajes que se asoman a mi obra -el cura, el barbero y el bachiller Carrasco- se han escrito muchas y negativas cosas. Unamuno, por ejemplo, los considera los mayores enemigos del héroe porque, obrando conforme al corazón del ama y la sobrina, su único propósito es poner freno a don Quijote y a sus ansias de aventuras. No les perdona, además, que se burlen de él y le traten como a una peonza. Tanta es la inquina que les tiene, sobre todo a los primeros, que les acusa de ser unos estúpidos y unos miserables esclavos del sentido común, juicio que hace extensivo a los actuales curas y barberos manchegos que se les parezcan. A Sansón Carrasco le lanzó, además, otros afilados dardos, como enseguida veremos. A pesar de lo que Unamuno dijera siglos después, Cervantes se refiere a estos personajes como grandes amigos de don Quijote. Lo dice en el quinto capítulo de la primera parte y no lo desmiente en el resto de la novela, señal de que los sucesos en que se vieron inmersos no afectaron a su buena relación. De lo contrario, el caballero no hubiera pedido a su sobrina que llamara a sus buenos amigos cuando sintió que la muerte le acechaba. Además, el autor nos presenta al cura como hombre docto, es decir como alguien que, a fuerza de estudios, ha adquirido más conocimientos que los comunes, pero como no da puntada sin hilo, añade que se graduó en Sigüenza, que a la sazón era una universidad menor de muy escaso prestigio. Y aún siembra mayores dudas sobre su inteligencia trayendo a colación episodios en los que demuestra escasas luces y ningún sentido del ridículo. Tal sucede cuando el cura decide presentarse ante don Quijote disfrazado de doncella andante afligida y menesterosa solicitando sus servicios, y al barbero la idea le parece buena. ¿Podemos imaginarnos a un cura que ha sustituido la sotana por una saya de paño llena de fajas de terciopelo y unos corpiños guarnecidos con ribetes de raso, que se ha tocado la cabeza con el birretillo que usa para dormir, que se ha ceñido por la frente una liga de tafetán, y que con otra liga ha hecho un antifaz que le cubre las barbas y el rostro? ¿Podemos imaginarle de esa guisa subido a mujeriegas en su mula cabalgando por los caminos de Sierra Morena? Que antes de llegar a su destino Cervantes se apiade de él y le haga ver que está profanando su dignidad, pues es cosa indecente que un sacerdote vista de esa manera, puede ser una atenuante, pero no le rehabilita.

Hay un episodio protagonizado por el cura y el barbero que no he querido recoger en mi obra, siendo, sin embargo, muy importante. Me refiero al donoso y grande escrutinio que ambos hacen en la librería de Alonso Quijano, que culmina con docenas de libros arrojados a la hoguera. Martín de Riquer considera que el capítulo en el que se describe es todo él de crítica literaria, y Unamuno, en su ensayo Vida de Don Quijote y Sancho, comparte esa opinión. Trata, dice, de libros y no de vida y con ese argumento lo pasa por alto. Pero Vargas Llosa no habla de escrutinio, sino de quema inquisitorial con el pretexto de curar a Alonso Quijano de su locura. Habla, pues, de censura y ahí me duele. Lo que hacen el cura y el barbero es por el bien del amigo, al que no quieren ver convertido en don Quijote, con lo que no se desvían un ápice de las razones que suelen ofrecer para justificar su actividad los censores que en el mundo son. Lo suyo es velar por la sociedad, quitando de su alcance todo aquello que la perjudique y la desvíe del recto camino. Lo que no impide que ellos sí tengan acceso a lo que prohíben, como si estuvieran vacunados contra los peligros de la contaminación. Ninguna causa, por bienintencionada que sea o buena que parezca, justifica la tutela que ejercen. Soy de la opinión de que a nadie le asiste el derecho de poner barreras al acceso del hombre al conocimiento de las cosas. Sinceramente, decidí no adentrarme en ese jardín por miedo a perderme en él.

Sansón Carrasco, el personaje que completa el grupo de amistades de Alonso Quijano es harina de otro costal, no porque sea amigo fresco o reciente, sino por otros motivos. En El Quijote se le describe como no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen entendimiento, de unos veinticuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas, se advierte, de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y burlas. Ese retrato se va completando en otras partes de la novela. Una pincelada la da Sancho cuando dice que, por tratarse de persona bachillerada por Salamanca, puede mentir cuando se le antoje o le venga muy a cuento. Una conversación de Sansón con el ama, añade elocuentes perfiles. Acude ella a reclamar sus buenos oficios para impedir una nueva salida de su amo y, como respuesta, recibe, primero, algunas burlas, y luego la manda que se vuelva a su casa y, mientras él llega para resolver el caso, le vaya aderezando un buen almuerzo. Pero el verdadero rostro del bachiller se muestra cuando anima a Alonso Quijano, por un lado, a que lleve a cabo su tercera salida para proseguir sus dejadas caballerías y, por otro, se dispone a ir a su encuentro disfrazado de caballero andante para trabar batalla con él, vencerle y obligarle a volver a su casa. Opina Unamuno que es una de las bromas habituales en el bachiller, o sea, un juego para divertirse. Pero apuntando más alto, y pienso que con mayor acierto, sugiere que hay en el personaje afán de protagonismo y el deseo de inmortalizarse junto a don Quijote. Cuando contra toda lógica es derrotado en el que se presumía primer y único enfrentamiento, toma en veras su burla, si de burla se trataba, de modo que la siguiente pelea no será por juego, sino por honra. Si el objetivo fuera el otro, añadirá el deseo de venganza. Tanto le odia Unamuno, que exclama: «Dios haga que germine en nuestra patria la semilla de don Quijote y Sancho, y se pudra o seque la del bachiller Carrasco». En la nota que precede a mi obra, digo que, cuando leo El Quijote, pongo cara a sus personajes y que no sé por qué razón suelo prestar la mía a Sansón Carrasco. Puesto que no es un modelo de comportamiento, se me ocurre que, tal vez, mi fascinación por el personaje se deba a lo que hay de teatral en él, que tan de manifiesto se pone en su inclinación a disfrazarse con llamativos atuendos. Siempre está interpretando, inventando historias en las que la fantasía ocupa el lugar de lo cotidiano, en las que, en fin, todo acaba siendo cosa fingida. Sansón Carrasco es un consumado actor.

Voy acabando. He dicho más arriba que tenía decidido aceptar la oferta de Juan Antonio Hormigón desde el día mismo en que me la formuló, aunque no se lo dije. Cuando llegó el momento de hacerlo, resultó que lo que debía ser un guión o propuesta a desarrollar se había convertido en el texto más o menos definitivo que ustedes conocen. El proyecto al que estaba destinado no siguió adelante, de modo que, en principio, había hecho un trabajo inútil. No se lo reproché a nadie, pues advertido estaba de la posibilidad de que la idea quedara en agua de borrajas. Pero tampoco me arrepentí, pues de no haber sido por eso, nunca hubiera escrito En aquel lugar de la Mancha. He disfrutado haciéndolo y me ha servido para ahondar un poco más en el conocimiento de nuestro idioma y en el riquísimo universo cervantino. Me agrada que vea la luz en las páginas de ADE Revista. Y si un grupo de actores se animara a ponerla en pie, tanto mejor.





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