Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Viaje de salvación, camino de perdición

Ignacio Soldevila Durante





No es de perdición ciertamente el camino recorrido por el autor de esta novela, desde su aparición como narrador hace ya más de veinte años. Camino de dos vías comunicantes: aquella por la que discurren sus relatos breves, que es cronológicamente la primera (aunque sus raíces bañen en una previa, primigenia visión poética de la existencia), y aquella segunda por la que van transcurriendo sus novelas. Pertenece Mateo Díez1 a esa especie de narrador prudente -no afirmaré que sea necesariamente la mejor, pero sí la más segura- que aborda la narrativa procediendo por sus pasos contados. Por un lado se inicia con relatos breves y en el camino del cuento va procediendo en sucesivas etapas hasta alcanzar esa perfección sintética -el cuento es, en cierto sentido, velocista- del decir lo más en lo menos. Lo que va de Memorial de hierbas (1973) a Los males menores (1993), en un proceso reductor, esencialista -en pintura se habla de minimalismo- del que hay precedentes, puestos a buscarlos, sin salir de casa. En la novela, por el contrario, que es una construcción de mundo, el novelista tiene que proceder por grados de ambición abarcadura. Y esa ambición sólo es mesurada cuando se toma su tiempo, se va asentando y ensanchando en la medida misma en que se ensancha su fuelle y las perspectivas se enriquecen en elevación y en profundidad. Geometría del espacio frente a la geometría bidimensional del relato breve. Lo que no quiere decir que a éste le esté vedada la penetración -a la luz de un relámpago, todo el espacio que alcanza y en el tiempo que dura- ni tampoco que relato breve y novela sean paralelas condenadas a no encontrarse nunca, ni la una peana chica de jarrón orondo. Es sin duda el caso de Mateo Díez uno de los más ejemplares de esa interpenetración posible y enriquecedora del relato intenso en los amplios espacios de la novela.

Los mundos novelescos que nos deparan las sucesivas y cada vez más densas entregas de este escritor se ensanchan creciendo desde el interior y me atrevo a decir que sin desbordar sus fronteras «geográficas» primigenias y únicas. Atrevimiento que busca su justificación en la mezcla de precisión y de invención con que están delimitadas. Acabo de hacer la experiencia ascética en mi reciente lectura de Camino de perdición. Recurriendo a un catálogo de nombres de lugares geográficos, aparece, entre los muchos que siembra el itinerario de la novela, un número suficiente de topónimos reales, todos ellos localizados en el espacio geográfico leonés, para que le esté permitido al lector suponer que los otros (que son mayoría) sean trasuntos más o menos fieles, más o menos híbridos de experiencias reales libremente manipuladas por la fantasía potenciadora a la que esa realidad es sometida no tanto por el deseo de esquivar el fotografismo cuanto por su añadida y poética ejemplaridad. (Utilizo el término con connotaciones cervantinas).

Estos mundos de la novelística y de la narrativa de Mateo Díez parecen cada vez más uno y el mismo. Como si el autor estuviera trabajando sobre la hipótesis convencida, cada vez más corroborada por la experiencia, de que el microcosmos es isomorfo del macrocosmos, y que basta con ahondar, elevarse o ponerse a nivel, cambiando siempre las perspectivas, las distancias o el nivel de penetración, acumulando imágenes nuevas de los lugares conocidos, que basta seguir a los que transitan, en constante hormigueo, a esas figuras ejemplares del variopinto personal que lo puebla, lo anima y saca de él la sustancia vital y el acabamiento mortal, para que su mundo se renueve y se enriquezca. Y cuando ese híbrido de experiencia obstinada de lo real y de libre imaginación se configura y toma cuerpo en su discurso verbal, sólo falta el gesto voluntario del lector para que el milagro de la existencia real de lo imaginario se produzca. Una existencia mucho más iluminadora, mucho más coherente, mucho más «mundana» que la propia inefable: el amontonamiento confuso de la realidad invasora, sentida pero inexpresada, que cada lector lleva consigo cuando logra el resquicio de paz y de silencio necesarios para darse al libro, se reorganiza -y no es milagro- en una configuración de mundo, a la vez penetrado y potenciador del otro que el discurso narrativo le va ofreciendo.

El novelista ha optado, creo, por no sorprender con «novedades». El tránsito del tiempo hace, como a la rama de la parábola stendhaliana, que se transfigure la realidad de siempre haciéndola cada vez más digna de crédito y de admiración. Se equivocaba Ortega, tan certero en otros ámbitos, cuando daba por agotados los veneros de la realidad cotidiana y reclamaba de los novelistas del futuro esos personajes extraordinarios capaces de sorprender su hastiada experiencia de lector de novelas. Baroja sabía bastante más -como lector y como creador sobre la inagotable potencia fabuladora que depara la realidad más inmediata y aparentemente banal a quien franciscanamente se acerca a ella, aportándole su interés compasivo (en el sentido más compartidor de las palabra) hasta el extremo de saturarse y compenetrarse de ella.

También en este aspecto de su labor narrativa Mateo-Díez ha optado por limitarse a frecuentar y ofrecernos la compañía de los seres sin cualidades, sin linaje, sin ambiciones desmesuradas: el mundo de los humillados y los ofendidos, ejerciendo las oscuras labores cotidianas, transfigurados por la pasión amorosa que en ellos vuelca la voz narrativa. El lector siente la tentación de recordar a un viejo amigo y tocayo nunca olvidado, que hace ya muchos años había puesto el mismo empeño y no menor sabiduría narrativa en construir una «épica de los pequeños oficios» que se truncó antes de su acabamiento, aunque no de su perfección. La sombra de Aldecoa asiste contemplativa, y seguro que gozosamente a estos páramos laberínticos por los que transitan, hormiguean incansablemente los viajantes que protagonizan este Camino de perdición.

El pequeño mundo de los viajantes, que llevan de pueblo en pueblo los muestrarios de las diversas mercancías con las que se provee el pequeño comercio, es a la vez una transposición hiperreal de la vida cotidiana, y una transfigurada alegoría más que del viaje humano, del viaje del propio creador por el mundo de su ficción que, como los viajantes, pasa una y otra vez por los mismos lugares y va enriqueciendo su mundo fragmento a fragmento, vuelta a vuelta. Abusivo fuera, no obstante, proyectar a la colectividad (?) literaria esa cofradía fraternal, siempre dispuesta a echar una mano a los compañeros de profesión, por encima de la natural competencia que a veces puede distanciar a unos de otros, y capaz de llegar al sacrificio por el compañero perdido.

Se suele hablar de héroes degradados, o sencillamente de antihéroes, a propósito de los que transitan por el mundo nacido de la escritura imaginadora de Mateo Díez. No están ausentes tampoco en este último trayecto. Pero no logro, como lector, ver en ellos, en ninguno de ellos, fantoches planos, siluetas inmisericordemente caricaturales captadas con tanta falta de misericordia como exceso de arte verbal, como las que se nos ofrecen en otros garitos, toboganes o gavillas. El camino de perdición está transitado con amor de salvación por su contemplador, que logra con su potencia lírica, interiorizadora, hacernos cuando menos amables los encuentros. Y como el arsenal del autor-contemplador está provisto de otras lentes compasivas para atemperarnos los choques con las más ingratas realidades: el humor suave, la ironía velada, la disposición de ánimo para ver el lado cómico de la cruda realidad, el lector se siente cada vez más a gusto en el rol dantesco, amparado por tan considerado Virgilio. Con él sigue de cerca a Odollo-Orfeo cuando empieza a descender a regañadientes al circuito infernal de cuyas trampas y trampatojos ya se creía liberado, y ve cómo emprende el viaje muy mal dispuesto a cumplir con la misión encomendada, sospechando que el supuesto rescate sea más bien una intromisión perjudicial para Curto, el camarada desaparecido en un lugar indeterminado del habitual viaje. Malos auspicios acentuados por la atribución del vehículo más viejo de la scuderia para la realización de la empresa. Pero que de inmediato se transfigurará en fiel y fiable montura con la que el sanchiquijano héroe va dialogando, recibiendo por toda réplica y bordón un constante y asegurador ronroneo.

La estructura viajera de la novela está así construida, y a ella se ajusta perfectamente la organización en breves episodios narrativos, enmarcados con precisión poética en sus dos formas espaciales: las que van sucediéndose y quedando atrás en la fugaz perspectiva del viaje, y las que se suceden detenidamente en las paradas y fondas de las sucesivas etapas del trayecto. Un paisaje más urbano que de campo abierto, pero de esa urbanidad mediana y pequeña habitual en el universo del novelista. Y del campo abierto, destaca el amojonado por las posadas o las gasolineras, o el colindante con los pueblos, a los que sirve de contraste. Mundo habitado por luces, reflejos y sombras fuertemente contrastadas -de claroscuros barrocos- siempre inquietantes, amenazadoras, que contribuyen a la inquietud del héroe viajante (que no viajero), como la persistencia reiterante de olores casi siempre ingratos, de corrupción y podredumbre, o de tiránica fuerza embriagadora, que trastornan su de por sí vacilante voluntad. Mundo, en fin, siempre envuelto en los anebladores vapores que brotan de la corrupción de las materias, de las humaredas, de las luces vacilantes e insuficientes, de la omnipresencia de las sombras. El tránsito orientado en medio de esos ámbitos imprecisos se complica para el héroe por su proclividad etílica, que no parece originar tanto en el vicio cuanto en el rol religador, convivial, del alcohol, y que comparten con el héroe no sólo sus compañeros de cofradía sino cuantos personajes solitarios va encontrando en sus circuitos tabernarios. El único refugio acogedor, las tibias camas de las fondas y posadas, siempre habitadas por generosas maritornes. Marino en tierra, con amoríos en cada pueblo del circuito, no es Sebastián Odollo tan flechador como flechado, mucho más mártir consolador de las enamoradizas venteras, viudas tenderas o sobrinas de mostrador que impenitente Don Juan volandero, que jamás vuelve a lugares ya transitados. Sólo una vez se nos ofrece la ocasión de asistir brevemente a una escena de seducción en la que Sebastián despliega, con su muestrario, sus artes de manipulador de telas y otras epidermis. Y a fe que el hombre se muestra a la altura de las circunstancias. En las demás, no hace sino recoger, veils nolis, los réditos de empresas y condescendencias añejas o recientes, y recibir los embates de alguna intencionada «loba», con la que procura quedar cumplidamente, así le quede clavada alguna traidora espina.

La novela desarrolla, en toda su extensión, el meándrico y espiral viaje y sus múltiples peripecias y anécdotas hasta culminar en el costoso rescate del amigo. Y paralelamente a esta epopeya liberadora, cada vez más voluntaria y empeñada, que fuera grotesca si el héroe no estuviese metamorfoseado por la compasión amiga del narrador, se van enlazando, malla a malla, las oscuras e implacables redes en las que, a medio camino entre la consciencia y lo inconsciente, Sebastián intuye que malandrines en la sombra van urdiendo para destruirlo. Resulta así aún más heroica su pertinaz búsqueda del amigo indefenso. Y contrasta más ese empeño locamente quijotesco con la picaresca trastienda y cañamazo de cofrades y compañeros esporádicos de viaje sobre el que se borda su caballeresca empresa. Y no hablo de picaresca a humo de pajas. No sólo aparece ahí algún lazarillo, sino que, estructuralmente, la novela recoge y renueva la primigenia tradición de relatos enhebrados, transfigurados y unificados por la historia del protagonista, que ya caracteriza al anónimo de Amberes.

Cervantina es, por otra parte, la herencia de los relatos parentéticos, y particularmente los que se trenzan en el improvisado refugio nocturno del puerto de montaña, donde tres viajeros perdidos, en torno a un fuego alimentado por un hospitalario y fantasmal muerto-vivo, cuentan sus respectivas historias, con la locuacidad animada por la compartida sensación de estar en un nowhere, fuera del tiempo y del espacio cotidianos.

No da muestras Mateo Díez, como no las diera Cervantes, de ser ingenio lego. La novela está perlada, aunque no tan profusamente como para distraer la atención de la aventura, de lo que en el cine se llaman «cameos»: fugaces apariciones apenas veladas de personajes literarios, como ese degradado y seudohomérico Diseo que se expresa en términos tomados del antiguo libro. O destellos de los dantescos círculos infernales. O sabrosas parodias de libros de caballerías, como la aventura nocturna de Don Rino, el rey destronado y aherrojado por sus hijas, con su correspondiente «cameo» shakesperiano. Se regala a veces al lector, para alivio del bazo, con regocijantes relatos como el lupanario-clerical, que tiene una insospechada anagnorisis (también hay barruntos de novela bizantina en el lejano horizonte) en otra truculenta historia de picaros (la de los «muertos fingidos»). Inútil sería, y atropello, traer a señuelo cada uno de los episodios autónomos que pueblan esta selva oscura. Todos ellos llevan su alusivo título, agrupados en las tres partes de que consta la novela. Baste decir que ninguno cansa, y subrayar que si todos estimulan, ninguno deja de apuntar en una misma dirección: la que hace de ellos una novela, y no una sarta de cuentos.

Es un hallazgo, por su fuerza potenciadora de la suspensión del ánimo lector, el iniciar la novela en el momento anticlimático en que el segundo desenlace (el del acecho de que es víctima Sebastián) se abre a su final, para quedar en suspenso, con la espada en alto (la de Damocles, en este caso), como el episodio del vizcaíno en el Quijote, y volver atrás para tomar el comienzo de la historia y seguirla de manera rigurosamente lineal, a lo largo de más de cuatrocientas páginas. Sólo el último capitulillo («La memoria») retoma, en tres breves páginas, el desenlace que había quedado en suspenso al inicio de la novela. Advierto al lector que, a primera lectura, ese desenlace le puede parecer abierto, intencionalmente irresuelto en cuanto al destino del héroe. La novela está llamada a ser libro de cabecera, mientras queden cabeceras y libros. Por ello le aconsejo que lea o relea atentamente y busque la frase agazapada, bastante más atrás en la novela, donde esa aparente irresolución queda anulada.

Aquí todo está pesado y medido aunque el arte minucioso se complazca en darle una ligereza a la que da alas la mariposa dorada de la metáfora. Nada gratuito, nada contra-real. La fantasía está puesta al servicio de la transfiguración de la realidad, hiperrealizándola. Incluso en los momentos más insólitos, como los encuentros con la madre muerta, o el rápido racconto por el que desfilan con aceleración amontonada de cine los personajes de la duermevela o de la pesadilla.

Déjese mecer el lector por la prosa viva que anima y da cuerpo a estos seres tan de bulto en su pequeñez, tan entrañables en su miseria y frustración, en sus tristes y humanísimos destinos, que son los nuestros. Esa prosa sentenciosa y llena de ingenio recreador del idioma, que no se reserva para sí el narrador, y comunica generosamente a sus más humildes criaturas. Una prosa imaginativa que no necesita recurrir a neologías porque maneja una riquísima paleta léxica -donde se hermanan cromáticamente lo coloquial y lo poético- que las hace innecesarias.

Siento, en fin, insistir en mi ceguera a captar un lugar común de la crítica: aquí no he hallado deformaciones grotescas, ni tablado de marionetas, ni callejón del Gato, ni risibles fantoches. Mirando en esas espejeantes profundidades, me veo, en amables compañías, mes semblables, mes frères, en medio del camino de mi vida.





Indice