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ArribaAbajoEl Camino de Regreso desde la Región del Amazonas

Les había prometido a los colonos de Pozuzu hacerme responsable de sus intereses en lo relativo a la construcción de la carretera. Empero para que la gestión fuese eficaz era imprescindible estudiar el terreno que atravesaría el camino. Sólo así podría merecer mi informe alguna consideración ante el Presidente.

Seguir ese curso, exigía no llevar ni siquiera una mula, (como se demostró después), apenas hubiera podido seguir un perro por esa senda. Debía hacer llevar mi cabalgadura y las provisiones por gente contratada. Por felicidad, conseguí como guía a un indio, León Cartagena: éste, como me lo dijeron todos los colonos, era el único hombre en toda la región que conocía a fondo esos cerros, porque pertenecía a ellos. Lo encontré más tarde.

Sabía por anticipado que debía experimentar grandes fatigas, pues se me habla referido bastante acerca de este camino comenzado recientemente. Resolví no dejarme intimidar, saliendo el 21 de enero con un guía y dos arrieros, quienes debían llevar mi equipaje y provisiones hasta la pequeña ciudad de Huancabamba, a cinco jornadas de camino. Todos los colonos me ofrecieron de la manera más cordial provisiones para el camino, lo suficiente como para vivir   —153→   medio año en esos cerros. Como es natural, no tomé sino lo necesario. Calculando siempre el tiempo más corto, pues según lo que me contaron sobre este camino, me esperaban no pocas dificultades para continuar con un pequeño bulto a través de espinas y matorrales.

Mi guía felizmente era un hombre que conocía todos los abismos de estos cerros salvajes. Se había adaptado tanto a las costumbres de la raza blanca que... no mantenía su palabra. Hasta llegó a prometerme que estaría la víspera en el punto de reunión, al caer de la tarde, a fin de emprender la marcha al rayar el día siguiente. Se presentó al mediodía siguiente. A pesar de todo, comenzamos el viaje, acampando por la noche a más o menos una legua de distancia de la colonia, cerca de la primera corriente que alcanzamos, que era al mismo tiempo la única que teníamos que atravesar, hasta Huancabamba.

Aquí era todo selva espesa, en realidad densa fronda, con pocas palmeras. Desde el río se dirigía el camino por encima de un borde agudo de la desgajada cima del cerro empinadamente hacia arriba, y desdeñando el zigzag, razón por la cual dejamos atrás la naturaleza tropical, llegando a una región templada y a una noche desmesuradamente fría. En estos agudos bordes no había, fuente alguna, por lo que estuvimos obligados a usar el agua de un charco turbio que existía en una depresión del suelo, para felicidad nuestra.

León Cartagena gustaba dar curso a su fantasía, hablando de la caza de los venados, de las gallinetas, osos y tapires (llamado «el gran animal»), dejándonos creer, incluso, que habríamos de encontrar posiblemente un tigre y con toda seguridad un jaguar o león, en alguna parte del camino. Pero no todo era cierto; la selva, un desierto humano que no conocía huella de hombres, parecía algo muerto, pues ni siquiera vimos un mono durante el día, los cuales por lo demás, no hubiesen podido vivir en ese frío.

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Sin embargo, en la primera noche de cacería, crucé con las huellas de un tapir, que había trepado hasta la parte alta del cerro, pero el muchacho no logró verlo teniendo que volver al campamento con las manos vacías. Un poco después, vi las huellas de un oso, pero ni por asomo las de un jaguar o kuguars. Con más abundancia vimos abajo, junto al Pozuzu, los sitios en que los seynos (que hay aquí como en el Ecuador), habían irrumpido en el terreno, aunque no se hallaban en casa, no debiendo nosotros mantenernos por culpa suya en la incierta esperanza de encontrarnos frente a una manada. Mi viaje no era especialmente una partida de caza, tenía un objetivo de más utilidad ante mis ojos y no quise malgastar inútilmente mi tiempo.

Se me había dicho que haría mi viaje de Pozuzu a Huancabamba en tres días, de lo que hube de desengañarme, pues muy pronto se comprobó que era imposible. No existía un camino efectivo, sino una senda estrecha, apenas reconocible, que debió haber sido trabajada a machete y cubierta nuevamente por la vegetación. No daba la impresión de haberse usado en mucho tiempo ni siquiera un hacha. Allí donde había caído un árbol, se tenía que pasar por encima o yendo a rastras por debajo del mismo, y en muchos lugares, el único piso era el formado por un trenzado de raíces y de moho, sobre el cual tenía uno que caminar. Esto era muy desagradable, no se podía reconocer con claridad dónde se pisaba: el bastón de montaña resbalaba frecuentemente en las desnudas raíces y se perdía en un abismo, y si alguna vez resbalaban los pies, ya se podía estar seguro de haber metido la pierna en algún hueco, quedando a horcajadas sobre una raíz. Llovía todo el tiempo y aun cuando la lluvia cesara en un par de horas, venía a ser completamente igual. Quedaba uno aprisionado por la húmeda espesura por todos lados y por la lluvia depositada en los árboles que seguía cayendo en gotas.

El camino no era otra cosa que una senda que los indios   —155→   y nativos utilizaban para llegar desde Pozuzu a Huancabamba. Seguían y trepaban a alguna cumbre accesible con el objeto de otear con libertad para no perder su orientación. Había que trepar como ellos, siendo lo único interesante contemplar el regular cambio de la vegetación, mientras uno va subiendo y bajando despreocupada y constantemente a través de diversos climas, lo que resulta, en verdad, impresionante.

Allá abajo, en la comarca, el bosque maligno con sus troncos cruzados en el camino, pero por lo menos con piso seguro. En esa selva se llega también a una cierta altura, subiendo unas veces, bajando otras, hasta alcanzar una faja de cañaveras, una especie de juncos elevados con un tallo suave y grueso. Luego aparece un bosque más abierto con muchas raíces entrelazadas, en el cual un poco más arriba, llena el vacío un largo y porfiado tubo vegetal (*). Se extendía por todas partes sobre el camino como una cuerda dura e irrompible al sesgo, o colgaba desde lo alto como dogales, en los que quedaba prendido frecuentemente el sombrero, cuando no la cabeza. A cada diez pasos, mientras se estaba constantemente ocupado en doblar esas cañas en el camino, uno quedaba colgado por el brazo, por la pierna o por el fusil, lo que era suficiente para llevar a la desesperación al hombre más paciente.

En cuanto esas cañas cesaban, el clima se hacía más frío y la vegetación más desmedrada. Había una vegetación nudosa, hecha de garrotes, mezclada con matorrales verdes, quedando las cimas de los cerros, llamadas cuchillas, completamente libres, sólo cubiertas con altos pastales o con otros vegetales malignos. Estos consistían en una especie de áloes que cubrían densamente el suelo, cuyas pequeñas y finas púas casi negras y quebradizas, se clavaban en los pies y manos del viajero. Dios se apiade de quien haya caído al suelo de un resbalón y haya tenido que apoyarse o sostenerse con la mano en alguna parte, pues se puede estar   —156→   seguro de que habrá quedado prendido por las agujas como un alfiletero.

Es así como hubo que pasar este trecho, bajando y subiendo el cerro; yendo por estas fajas de cambiante vegetación. De noche, quedábamos regularmente en alguna pelada altura, debajo de un lastimoso techo de paja, o bien en medio de los aguaceros o entregados a un viento cortante, con lo que nos helábamos hasta entrechocar nuestros dientes.

No quisiera fatigar al lector con los pormenores de esta triste caminata, mediante la cual pudimos llegar al cabo de cinco días. No encontramos en todo el camino una sola casa, no obstante de que atravesamos por valles atrayentes, aunque pequeños, en los que se hubieran podido hacer buenas plantaciones. Solamente en las últimas leguas llegamos a un buen camino, donde ya se había comenzado a arreglarlo cómodamente.

Huancabamba pertenece a la zona caliente y es un valle muy atrayente y ancho, en el que podría producirse una gran cantidad de productos. Ahora mismo ya hay allí varias haciendas, en las que se cultiva caña de azúcar y plátanos. Todavía hay pocas plantaciones, contentándose las gentes con obtener lo que necesitan para su propio consumo. Si existieran en realidad buenos caminos, el intercambio sería más fácil y seguro, y se harían más esfuerzos ya que la pereza de los sudamericanos no se pone a una segura ganancia. Pero cuando todo tiene que ser transportado penosamente a lomo de mula, por caminos frecuentemente muy malos, tanto que las mulas se caen en la senda, el riesgo, al cual no están acostumbrados, aparece demasiado grande, en relación a la ganancia.

Desde Huancabamba pude por lo menos viajar montado, nuevamente, aunque me hubiera bastado con un borrico,   —157→   para ir a toda prisa. A tres leguas de allí encontré una pequeña ciudad, si así puede llamarse a una plaza con cinco casas, llamada Lucano y en donde debía obtener una mula. Desde aquí tenía que recorrer doce leguas y pasar la noche sin encontrar ninguna habitación humana. Hasta Lucano el valle era bastante ancho, y se encontraban haciendas aisladas a lo largo de él. El mismo Huancabamba consiste sólo en algunas haciendas que se encuentran dispersas en una llanura bastante extensa. El río Huancabamba riega hermosos prados. Desde Lucano el valle vuelve a estrecharse, sobresaliendo empinadas, las laderas de la orilla, cubiertas de árboles, sobre las espumosas aguas de los torrentes. En algunos sitios se precipitan pequeñas cascadas que vienen de las cumbres exteriores de las laderas, tan súbitamente que sólo en algunos puntos llegan a tocar la pared.

Junto al río, sobre el cual cruza un puente estrecho que lleva a la parte alta de Huancabamba, corre el camino, siguiendo río arriba hasta llegar a las fuentes que bullen al pie de los nevados. La cabalgata a través del bosque salvaje y de las espumosas corrientes, fue muy solitaria. Las únicas cosas con vida que encontré abajo en el valle muy cálido, fueron algunas parvadas de papagayos, mientras éstos iban desapareciendo más arriba, en el aire frío. Hora tras hora seguí trotando solitario sin guía, avizorando siempre inútilmente en torno mío, en esta terrible soledad, para ver si por lo menos encontraba alguna presa para cazar. En vano, todo estaba como muerto y sólo un cóndor que parecía haber estado en busca de presa, y haberla abandonado, sin esperanza daba vueltas muy arriba de la cordillera.

Mientras más ascendía, más pobre se volvía la vegetación; y es que me estaba acercando de nuevo a la zona del frío, con sus llanuras cubiertas de paja amarilla, con sus lluvias y sus vientos. A mediodía llegué a una tierra completamente abierta, con un valle largo, poco alto, el cual   —158→   estaba como encerrado por dos cadenas de peladas colinas. El torrente se había vuelto tan pequeño que se le hubiera podido atravesar fácilmente por cualquiera de sus puntos. Iba murmurando dulcemente en aquella desoladora extensión, y parecía impaciente por precipitarse en el profundo valle, donde sabía que encontraría más camaradas de juego, locos y salvajes, a fin de poder jugar con ellos a grandes saltos sobre los peñascos.

Cerca de las doce, dejé que mi mula tomara un poco de descanso y comiese algo. Había comprado en Lucano, del mismo modo, que en Muña, un pollito, que lo hice cocinar inmediatamente. Luego cabalgué y tuve por lo menos un cambio en el camino, cayó una lluvia fina y fría. ¡Qué terrible soledad había en torno mío! No habían árboles, ningún arbusto, sólo pedrones de granito entremezclados con pastizales amarillos medio secos, y junto a mí discurriendo el río y encima un cielo gris plomizo. Un par de aves de presa era además, toda mi compañía. Seguramente estaban espiando a algún ratón perdido o quizás a nosotros mismos por equivocación, en este tremendo desierto. ¡Qué fría me caía la lluvia! Me envolví completamente en mi poncho, dejando a la mula que eligiese el mejor y más seguro camino; como la falda del cerro no tenía ninguna caída importante, se juntaba arriba el agua, formando una cantidad de esos peligrosos sitios que en superficie parecen duros y seguros, pero en los que se hunde repentinamente la mula hasta la barriga, de manera que con frecuencia, apenas puede ser sacada de esa trampa.

Así transcurrió hora tras hora, dejando detrás una milla tras de otra hasta encontrarme repentinamente en una especie de caldera de rocas, a la que el camino parecía conducir por gran pendiente. A la derecha se alzaban dos nevados, desde los cuales soplaba un viento helado. Justamente cuando pasaba por el costado de ellos, se precipitó tronando en la garganta una avalancha. Escuché el estallido espantoso que hacía retumbar las rocas y vi cómo se precipitaba   —159→   la avalancha desde una empinada ladera para luego desaparecer detrás de algunos picachos, donde se desvaneció. Pero estas montañas estaban a tal altura que el conjunto todo me pareció no ser más grande que las masas de nieve que, en nuestra tierra, durante el deshielo, se precipitan desde los inclinados tejados. Por lo demás, me parecía que en el lugar en que me encontraba estaba fuera de peligro, pues nunca hubieran podido llegar hasta allí sus deslizantes masas.

Al pie de estas alturas cubiertas de nieve, como ocurre casi siempre en la cordillera, se extendía una laguna verde, en la que venían a reunirse las aguas de las cumbres y se escurrían por el Huancabamba. Detrás de ellas y de las mismas cumbres de la cordillera, se desenvolvía la senda pudiendo darme cuenta de que había subido apreciablemente al advertir que la lluvia se convertía en un polvo de nieve frío. En muchos lugares donde el sol no llega nunca, el suelo estaba cubierto por nieve antigua, la que llena las gargantas al ser soplada por los vientos. El aire era sumamente delgado y frío y mi mula, a la que apenas podía halar por la brida, tosía y estornudaba y no quería moverse del sitio. Finalmente, llegué a la altura, sin ser siquiera recompensado por el paisaje, ya que las nubes se apretujaban en redor mío y cubrían hasta las laderas más próximas.

En la punta más elevada, como ocurre en casi todos estos lugares en el Perú, había una cruz, la que con frecuencia está hecha de dos pedazos atados de madera, costumbre que siempre me ha gustado mucho. Me parecía como si esa «Acción de gracias» que sacamos todos del pecho adquiriera corporeidad y se encontrara allí encima, viniendo esplendorosa, al encuentro del viajero. El sencillo sudamericano ya que el «civilizado» pasa indiferente por el sitio, se quita el sombrero ante esta señal humilde de nuestra religión y murmura también una corta oración; esto demuestra claramente que para conducir el pensamiento del viajero,   —160→   en corto tiempo, a otro mundo, sólo es necesario un simple símbolo sin adornos y no como en Europa que la vista del caminante es ofendida a cada paso por caricaturas que pintadas o talladas en madera pretenden representar nuestra salvación. Lo que se le escapa a la forma el artista lo sustituye con sangre extendida y allí donde pretende excitar quizás la compasión, promueve mas bien el asco y la resistencia. Pensé en aquellas imágenes llamadas «santas» o piadosas, cuando vi destacarse en la cumbre de esta cordillera la sencilla cruz de madera, no pudiendo detenerme, empero, mucho tiempo, ni en el pensamiento ni en la cruz, pues el tiempo pasaba y barruntaba que todavía tenía un largo camino por hacer para salir del trecho de nieve y hielo y llegar otra vez a tierra caliente y cultivada.

En la cabalgata de bajada de la cordillera (apenas dejé atrás las más empinadas laderas volví a ponerme sobre la silla), pudo ocurrirme un tremendo chasco; la hebilla de la cincha de mi montura se había aflojado sin que yo lo advirtiera, y justamente en un sitio bastante desagradable, donde mi mula se plantó de súbito y desde donde veía una pared escabrosa de unos 60 u 80 pies, resbaló la montura hacia delante, no teniendo tiempo sino para arrojarme hacia un lado. Estos montes no son tan malos para pasar como las cordilleras de Chile; son más pesados, pero no más peligrosos, en realidad ya que la nieve no aumenta demasiado.

Las cumbres de la cordillera, propiamente dichas, están constituidas por una escabrosa y desmoronadiza masa de rocas, sobre la cual crece de trecho en trecho un poco de hierba; luego por una alargada laguna por el otro lado, en donde se extiende una quebrada, comenzando a discurrir aquí un torrente hacia el oeste, como si quisiera dirigirse al Océano Pacífico, y que más allá va a rebotar contra las compactas masas de la cordillera principal, siendo rechazado por éstas hacia la corriente del Amazonas.

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El camino se vuelve cada vez más salvaje y desolado, a medida que avanza. La nieve se convierte nuevamente en una lluvia que azota picando y entumeciendo los miembros. Uno puede desesperarse con toda facilidad en los inmensos y desoladores desiertos que me rodeaban. Finalmente, hacia las cuatro, descubrí la figura de un hombre, algo apartado del camino, con un poncho multicolor y un perro detrás de él. Cuando me acerqué, reconocí que era un indio y lo llamé para preguntarle qué distancia faltaba recorrer para llegar a las casas más próximas. Mas apenas el muchacho escuchó mi voz, asustado, dio vueltas alrededor y con un par de saltos desapareció en el suelo. El zamarro no volvió a aparecer, seguramente se escondió con su perro detrás de alguna roca.

No me acuerdo haber pasado, alguna vez, física y espiritualmente, un día más triste que éste. Me había vuelto casi indiferente. Finalmente por la tarde mejoró la vegetación, llegando a ver hasta unos cultivos de papas más allá de la corriente del río que había crecido más. No se ofrecía a la vista ninguna habitación humana y cuando al ponerse el sol, llegué por fin a la primera casa, me pareció esa pascana tan sombría como el mismo panorama que me rodeaba. Resolví seguir viaje hasta el próximo pueblo de Huachón, donde esperaba encontrar un poco más de comodidades aunque hubiera podido pasar aquí la noche.

La gente del lugar me dijo, que faltaba una legua, sólo que aquí se calculaba la legua de cien cuadras, lo que hace 30,000 pies, o sea un quinto más que la milla alemana, mientras que la legua propiamente dicha ni siquiera tiene tres cuartas parte de aquélla. Cabalgué hora tras hora monte arriba y monte abajo, tan pegado a la espumosa corriente del río, que sus golpes de agua salpicaban el camino; siguiendo por encima de ella una estrechísima senda se veía el río, desde arriba, como una cinta reluciente. Mi pobre mula se cansó mortalmente, de modo que hube   —162→   de bajarme y conducirla. Un par de puentes tembleques y estrechos, que tuvimos que pasar, casi me obligan a quedarme en ellos, pues mi mula se aterrorizó de pasarlos en un comienzo. Y el camino seguía cada vez más lejos. Debían ya ser las diez, salió la luna, y como el camino se dividió en dos, creí que había dejado de tomar el correcto y me había metido por uno falso. En semejantes circunstancias, lo mejor era pernoctar donde me encontraba. Sólo para hacer una última tentativa, para ver si había en la vecindad alguna vivienda en la que pudiera cobijarme de la lluvia, disparé uno de los cañones de mi escopeta, asustándome del repentino éxito obtenido. Junto a mí ladró un perro. Me encontraba en las inmediaciones de Huachón, donde pocos minutos después, conseguí estar en una buena casa, en la que decidí pasar la noche. Por supuesto, todos dormían y la gente en el interior de la casa, parecía no hacer caso de mis llamadas; empero encontré un medio. Junto a la misma ventana disparé mi otro cañón y di de tal manera golpes a la puerta con la culata que en poco tiempo me vi rodeado por las personas que la habitaban, espantadas y en ropa de cama. Yo no era tan tonto como para dejar de aprovechar ese momento.

Envié a una de las personas a buscar inmediatamente al alcalde y sacarlo de su cama; otro debía ocuparse de mi mula llevándola a un potrero, y mantuve junto a mi persona a un tercero quien debía mostrarme un lugar donde comer algo, ya que no sólo estaba entumecido por el frío y la humedad, sino muerto de hambre. El muchacho que había escogido para mí, quiso ponerme dificultades, diciendo que era casi medianoche, que ya no había nada que comprar en Huachón, pero todo fue en vano, al cabo de un cuarto de hora tenía por lo menos una botella de aguardiente y una cantidad de pan duro, con lo que debía de contentarme esa noche. Encontré alojamiento en casa del alcalde, a quien le tomó la palabra de que me procuraría al día siguiente muy temprano una nueva bestia; y así pasé miserablemente   —163→   la noche, con mi traje mojado, sobre dos reducidos pellejos de carnero.

Todo ese día hube de cabalgar sin guía, al siguiente contraté uno. Había oído que el camino conducía por punas abiertas hacia Cerro de Pasco, siendo muy fácil extraviarse por un falso sendero.

Diez leguas hasta Cerro, pero ya conocía las espantosas leguas sin fin, por las que uno tiene que trotar horas de horas, siguiendo por un desolado yermo durante todo el día, más muerto que vivo, a fin de pasar la noche en una cabaña de pastores, a media legua de la ciudad minera. Estas punas se extienden de manera inaudita en las cordilleras, no siendo otra cosa que unas estepas altas, tan frías, que no permiten prosperar ninguna vegetación. Sólo un pasto ralo y pequeño crece allí, cualquier otro perecería con el hielo de la noche que sopla aquí todo el año, no reconociendo ni invierno ni verano. Se prestan mucho para el pastoreo, de manera que las llamas y ovejas se encuentran bien allí. Encontramos muchas tropas de llamas en el lugar, habiéndome alegrado mucho con esos hermosos, esbeltos y lindos animales, que proporcionaban una nota de vivacidad a ese paisaje muerto. Las ovejas pacían también, por millares y gracias a la natural formación de esas montañas, sus prados se extienden cómodamente divididos por una sola parte del valle, teniendo cada uno su agua fresca, así como su laguna.

Esas punas no tienen el aspecto que se encuentra en las cordilleras de las regiones tropicales. Con las constantes neblinas suspendidas allí, la visión panorámica está siempre cubierta aun para el que está en las cumbres, por lo que no se ven las cimas nevadas; y como el camino se desenvuelve por allí, se tiene la sensación de hallarse en alguna maldita tierra nórdica fría. En un campo que igual puede llamarse Luneburg como Perú.

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Aquí arriba, construidas en las desoladas punas frías en una época indeterminada, sin verano, sin invierno efectivo, sin vegetación, sin árboles, sin arbustos, sólo dominadas por rocas grises y mayestáticas, que son contempladas fijamente por los majestuosos nevados, encontré las ruinas de una antigua ciudad indígena, cuyos habitantes debieron haber vivido sólo de la caza y de la ganadería. Se reconocían claramente las paredes de sus antiguas cabañas, construidas circularmente, tal como siguen haciéndolo aún los pastores, así como los muros que rodean toda la plaza y que quizás han servido de protección contra los troncos que caían. A la derecha estaba ubicada la antigua plaza, con un gran edificio para el Inca, o quizás también para el templo, y al oeste, fuera del muro de la ciudad, había un amplio, redondo y también aislado espacio, en el que posiblemente realizaban sus juegos o celebraban sus fiestas.

Con gran asombro de mi guía, que no concebía que yo pudiera encontrar algo digno de admiración en los miserables restos de los antiguos paganos, me quedé un gran rato en el lugar y luego seguí a caballo, y muy despacio, por este barrio residencial de los muertos, hasta que, finalmente, un viento frío me obligó a seguir mi camino. Qué raro y extraño que en ese sitio tan poco acogedor se hubiesen establecido hombres, que hubieran elegido semejante lugar para hogar suyo, teniendo en los valles cálidos pastales semejantes para su ganado y un clima mucho más suave, a no ser que el clima hubiese sido en siglos primitivos más cálido, como se ha puesto de manifiesto en los cambios que se han producido en Europa. Las montañas ¿se habrán elevado también, cada vez más en el aire frío? Son enigmas de la naturaleza siempre creadora y actuante, que el hombre no está en condición de resolver, y que constituyen a lo sumo un rompedero de cabeza para él.

Las lagunas podrían ofrecer paisaje más agradable, si les fuese posible reflejar algo más que un cielo gris y rocas   —165→   salvajes. Ni siquiera están habitadas por animales acuáticos o por aves, con la sola excepción de un par de patos silbadores, no vi nada en sus aguas. Hay en las alturas de esos cerros un gran ganso, blanco y negro pero cosa extraña, jamás está en el agua, sino que se mantiene constantemente en las altas laderas de las montañas, donde probablemente elige el pasto más fresco y suave para su alimento. El raro tono que a manera de trompeta emite a veces, principalmente en las mañanas y en las noches, suena por todas partes, no pudiendo descubrir en un principio de dónde provenía, hasta que llegué a percibir los puntos blancos en las paredes. También existe un pájaro semejante a la gaviota, aunque rara vez, en esas lagunas. No hallé ni rastros de un venado ni las huellas de algún animal salvaje en las alturas, con excepción de la raposa, que quizás va a acechar a algún pobre pato silbador, que se acerca a la orilla en busca de comida.

Al caer de la noche vimos otra vez varias chozas de pastores juntas, y decidimos pernoctar en una de ellas, lo mejor que pudiéramos. El guía caminaba a mi lado, y cuando miré por casualidad a lo alto de una ladera de la derecha, descubrí una zorra que con la mayor tranquilidad descendía por la ladera y se encaminaba vagabunda hacia nosotros. Debió haber estado muy distraída, pues ni siquiera nos vio, pese a estar apenas a unos veinte pasos alejada de nosotros que nos hallábamos avanzando en plena puna abierta. Mi guía no había advertido tampoco a la zorra, hube de llamarlo dos veces en voz baja, antes de que se quedase parado y la pudiera ver. Tal como descubrí al animal, la zorra se quedó, asimismo perpleja; alzó rápidamente la cabeza, oteó hacia arriba ansiosamente y muy despacio se dio vuelta, a fin de irse por el camino que había venido. Pero de ninguna manera parecía tener prisa, pareciéndose como un pelo a otro, a un hombre que en un paseo, encuentra inesperadamente a alguien cuya compañía no le es grata, y muy despacio toma otro camino.

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Entre tanto, salté rápidamente de la silla, pues no sabía cómo soportaría mi bestia el disparo. En vano busqué fulminantes en todos mis bolsillos; el único que hallé se había llenado con algo de migaja, mientras Reinecke (la zorra), seguía tranquilamente su camino... era para desesperarse. Mi acompañante se dio cuenta de lo que faltaba, y gritó repentinamente, no muy alto, pero si lo suficiente como para que lo oyera la zorra: «¡Tom!». Reinecke se quedó parada exactamente como si se llamase Tom o estuviese interesada en el nombre. Echó una mirada en torno suyo y pareció reflexionar un momento, mas la compañía no le gustaba de ninguna manera y, continuó su camino. «¡Tom!», gritó de nuevo mi guía, pero esta atención no me fue útil, no conseguí encontrar ningún fulminante y renuncié a la zorra.

Esta había esperado bastante, en realidad, pero unos minutos después estaría fuera del alcance del fuego. De repente, debió haber descubierto algún agujero de ratones o algún otro objeto interesante en la cercanía, se volvió hacia la derecha, súbitamente, sin darse por aludida de nuestra presencia, y desapareció detrás de una pequeña eminencia del terreno. Salté entonces hacia mi montura, en la cual tenía la caja de fulminantes, la encontré y quise intentar desde un bordecillo de tierra, ponerme al alcance de la presa, que estaba más o menos a unos dieciocho pasos. Apenas vio mi guía que estaba listo para hacer fuego, gritó simplemente: «¡Tom!», y la zorra se llegó casi inmediatamente al borde, tan obediente, como si hubiera estado educada para ese grito. ¡Pobre zorra!... Ese fue tu último paseo, la bala la alcanzó por el medio, partiéndole en dos el espinazo. Nadie se alegró tanto con el disparo como mi guía, quien fue de inmediato a sacar a la zorra, cuya piel me la solicitó. Era muy linda, matizada de gris y rojo, aunque el animal es más pequeño que los nuestros, por lo demás son completamente iguales.   —167→  

Hasta que llegamos a la choza, ya había oscurecido, siendo recibidos alegremente, por un par de mujeres que habitaban en ella. Nos prepararon con todos los medios a su alcance una buena sopa de papas y carne de cordero, un plato que acostumbraban tomar a diario.

Las chozas están adecuadas al clima de estas punas. Cerradas en su contorno, tienen una estrecha puerta baja, por la que apenas pude meter de costado mi montura. Un señor bastante gordo quedaría irremisiblemente afuera y a lo más podría en la noche, obstruyendo la entrada, calentarse los pies. Lo único desagradable en estas chozas, es el humo, el cual llena totalmente el interior del techo puntiagudo y grueso, de una capa densa que llega casi hasta cuatro pies por encima del suelo. Por eso apenas pueden ponerse de pie, y los ocupantes permanecen agazapados en los rincones, que de noche comparten con sus perros y gallinas, echados sobre el suelo.

A medianoche me despertó mi guía para que continuáramos nuestro viaje con la luna llena y llegar en la madrugada a Cerro de Pasco. Por la luna, podrían ser como las tres de la mañana, y nos pusimos en marcha por el camino solitario, a través del silencioso yermo. Era una mañana hermosa, o más bien una noche encantadora. Ni el aire soplaba, no caía ni lluvia ni nieve; y como mis prendas que se habían empapado en el día luego pudieron secarse en la choza caliente, pude continuar el viaje con más comodidad.

A las siete de la mañana llegamos a las últimas crestas de roca, a cuyos pies se extiende Cerro de Pasco, como si estuviera apretujada, tal como puede estar una ciudad en una caldera de peñas. La laguna que se encuentra muy cerca de ella, le da vivacidad, lo cual se acrecienta por las numerosas tropas de llamas que van hacia la ciudad, en parte para traer su carga de forraje, en parte para llevar desde allí lo que les corresponde por su diario trabajo. Sobre las crestas rocosas circunvolaban dos cóndores, los que suelen   —168→   detenerse con mucha frecuencia en estas alturas. La razón por la cual me interesaron especialmente es que parecían estar ataviados con frac negro y un chaleco blanco. Había visto a cuatro de ellos parados sobre una peña, como si juntos, hubieran venido a jugar una partida de whist.

Desde Cerro envié a un mensajero a Huariaca, para hacerme traer de allí mi cabalgadura, y como no tenía mucha confianza en mi gobernador, le rogué al subprefecto me diera una carta (el prefecto estaba ausente), a fin de evitar que el señor de Huariaca me jugara una mala pasada. Se comprobó posteriormente que tal medida no era necesaria.

Quisiera decir dos palabras acerca del subprefecto, quien a mediodía o en la tarde, solía estar horas de horas parado en cualquier esquina de Cerro de Pasco contemplando el cielo. ¡Cómo en estas repúblicas se confían cargos públicos y de importancia! Es algo que ya me había chocado en mi primera visita a Cerro de Pasco. Estaba sentado en el cuarto del prefecto, cuando un hombre corpulento con una espantosa cara de bruto, unos bigotes erizados, unos pelos negros y lisos peinados sobre la frente, tirado el sombrero para atrás, hizo su entrada silenciosa, yendo a recostarse en una silla que antes había arrastrado, sin decir a todo esto una palabra y sin saludar a nadie. Luego puso sus manos chatas sobre sus rodillas, dando la sensación de que estaba meditando para qué había nacido. Igualmente silencioso volvió aponerse en pie después de más o menos un cuarto de hora, empujó la silla y desapareció sin dejar huellas del escenario.

La opinión general en Cerro era de que le faltaba un tornillo, y se referían las historias más cómicas acerca de él. Un barril lleno de agua, en el cual se había ensuciado la levita al pasar junto a él, fue llevado dos veces en veinticuatro horas a la policía y luego devuelto a su dueño; una noche, que los ratones le habían roído el bizcocho que él dejó   —169→   sobre la mesa de su cuarto, les había arrojado su reloj de oro. Y así por el estilo, sé referían mil locuras suyas, pero yo no acepto sino aquello que puedo garantizar. ¿Puede semejante hombre ser subprefecto?... ¿Y por qué no, si su primo es Vicepresidente? Si su primo no fuese Vicepresidente él estaría quizás en un manicomio.

Sólo al tercer día se me devolvió mi mula, como una nueva prueba de la honorabilidad peruana. Aquel pícaro del gobernador, en vez de tenerla en su potrero, darle forraje y hacerla descansar, tal como prometió, la había hecho trabajar y hasta la había montado, pues estaba flaca y peor aún, llena de mataduras en la espalda. Y el insolente mozo al hacer las cuentas solicitaba todavía dinero por el pienso. En lugar de ello, le envié una carta muy amistosa.

Al día siguiente ensillé mi mula con mucha precaución, a fin de no empeorar su mal y no hacerle daño a la pobre bestia, y me dirigí por las abiertas pampas hacia la próxima estación Huayay. Muy poco antes de llegar al lugar, fui testigo de una muestra de la crudeza y crueldad peruanas. Ningún pagano en el mundo, hubiera cometido algo tan endiablado como lo que estos hombres que se llaman cristianos y se quitan el sombrero al pasar delante de la cruz hicieron. Es costumbre en el Perú que, cuando una mula se precipita o muere en el camino, sin que el dueño de ella se encuentre presente, el arriero, o el que ha alquilado el animal, le corte las orejas y le saque la marca que tiene en la cadera, a fin de llevarlas como prueba al propietario. Junto al camino, a más o menos diez o doce pasos del sendero, encontré una mula a la que le habían sido cortadas las orejas y se le había arrancado un pedazo del pellejo de la cadera, en el que se encontraba la marca hecha al fuego. En ese momento se encontraban ocupados en el cuerpo del animal dos asquerosos y peludos perros, los que alzaron contra mi sus hocicos sanguinolentos, en cuanto escucharon que me acercaba. Desde lejos había visto que se movían las piernas   —170→   del animal, pero como había observado al mismo tiempo a los perros, creí que éstos, mediante sus jalones y sacudidas las habían movido. Mas, al aproximarme a la bestia, relinchó a lo lejos otra mula. Espantado cogí las riendas de mi bestia, pues ese pobre y desgraciado animal estaba todavía con vida ante mí y respondía quejumbrosamente a mi llamado.

Espantados y disgustados, el rabo entre las piernas, como si los canallas supiesen bien lo que allí habían hecho, los dos perros se retiraron de la víctima de la bajeza humana, aunque listos para volver a continuar su banquete, apenas yo hubiera abandonado el terreno. Pero antes hube de librarla de su tormento. Como al pasar Cerro, había descargado y limpiado mi fusil y no lo había vuelto a cargar, pues no parecía probable que se presentase una presa para cazarla, hube de descender momentáneamente para cargar uno de los cañones, a fin de poner rápido fin a los sufrimientos del desgraciado animal. La mula debió haber pertenecido a una recua de arrieros, a quienes había encontrado ese día, y que venían de Obrajillo.

Permanecí la noche en Huayay. Deseaba conseguir un guía para evitar los fatales pantanos que había en esos lugares, mas no fue posible, todos los hombres de este pueblo estaban borrachos. Estaban festejando la fiesta de La Candelaria en forma grandiosa. Después de dar un poco de dinero a un par de mujeres, para asegurar un pienso para mi mula, pasé la noche en el tambo, prosiguiendo mi viaje al día siguiente, sin guía. Yo mismo tenía que ver la manera de salir del paso.

En el camino disparé contra un ganso silvestre, no para comerlo sino para tener un ejemplar de estas cercanías, lo que, a pesar de varios intentos, no pude conseguir. Encontré dos juntos en la puna y mató al macho, el que, extendidas sus alas, mitad negras, mitad blancas, tenía algo así como   —171→   cinco pies. El pico era asombrosamente corto, aunque ancho como el de cualquier otro ganso. No faltaban tampoco las membranas natatorias, aunque nunca había visto al pájaro en el agua, como ya lo he mencionado antes. Me hice separar el mejor trozo, el cual fue cocinado y finalmente asado en Pacamayo, al pie de la cordillera y ya en la noche. Pero todo en vano. La carne, que tenía un ligero gusto a bacalao (no mucho, aunque sí lo suficiente como para hacerla poco sabrosa), no era masticable. Era como goma elástica. Tuve que arrojarla finalmente, para beneficio de un pastor de ovejas, al otro lado de la cordillera. Ese día encontré en la puna un lindo poncho con listas blancas y rojas, siéndome posible encontrar al dueño del mismo en Obrajillo. En agradecimiento me robaron de la montura mi impermeable en un pequeño pueblo, más abajo de Obrajillo, cuando había descendido con el fin de comprarme unos puros. Un honorable peruano, que también estaba festejando el tercer día de La Candelaria, parece que lo necesitó.

Esta vez pasé perfectamente bien la cordillera, con tiempo favorable mucho mejor que mi mula, a la que, en la altura, le salió alguna sangre por los ollares, que la hizo estornudar espantosamente. Hube de bajarme, naturalmente, y la fui guiando, con lo que pareció reponerse muy pronto. ¡Qué solitaria cabalgata por encima de estos cerros! ¡Qué muerto, qué desierto todo lo que está en torno del viajero! ¡Y cuánto, cuánto tiempo he pasado ya en estas extendidas, frías y desconsoladoras punas! Me vino una verdadera nostalgia por los verdes sotos y flores, y marché valientemente, a fin de llegar a la vertiente occidental de la cordillera, desde la cual, el camino conduce directa e ininterrumpidamente a través de tierras calientes. Hasta mi mula pareció presentir que íbamos al encuentro de mejores alimentos, puesto que se dejó conducir mucho mejor que antes, habiendo alcanzado pronto, las lagunas que están engastadas entre los picos; dejamos detrás de nosotros la nieve de los altos y escarpados picachos con su aire ralo y con   —172→   todo ello, las fuentes del Amazonas. Pero no me despedí de ellos con tristeza; les llamé todavía con un saludo que debían llevarle al viejo Océano Atlántico a nombre mío; recogí para recuerdo del lugar un par de flores andinas que crecen a 16.000 pies de altura y seguí, alegre ya, el camino que va valle abajo.

No bien había avanzado unos cien pasos, encontré a un viejo conocido: el joven Chillón, que aquí salta como una pequeña fuente borboteante, brotada de las peñas, y promete acompañarme fielmente hasta Lima. Detrás de mí, los ariscos cerros me enviaron todavía, un saludo de granizo y lluvia: pero eso no duró mucho tiempo, el cielo volvió a despejarse y rápidamente me fui aproximando a la zona templada, dando la espalda a la fría.

¡Qué curiosa y agradable sensación, la de descender de una altura tan fría después de tanto tiempo y observar el lento crecimiento de la vegetación, el aumento de la cual se puede constatar a cada cien pasos! Aquí se hace visible una florecilla vivaz y colorida, que hacía tiempo no la había visto; allá un arbusto que empujado por las corrientes del viento, había buscado defensa en un roquedo. El pasto se va volviendo cada vez más verde y alto y grandes ramilletes de amarillos narcisos se descuelgan de repente hacia un lado del camino. Y siempre algo nuevo viene a manifestarse; pequeños pájaros se atreven a acercarse aisladamente y trinan lindamente con su sencillo y puro cantar. El que más me alegra entre ellos, es un pequeño y encantador pájaro cartero sajón, de color amarillo con azules pintas, que durante un largo espacio me vino siguiendo, como si yo le interesara tanto como él a mí.

Ahora va serpenteando la senda rumbo al río, y allí donde las aguas pudieron humedecer el suelo, y donde la profunda garganta protege de los crudos vientos de los nevados, brotaba ufanamente el verde, cada vez más alto, de   —173→   tal manera que en corto tiempo las ramas de los sauces rozaban el sombrero, mostrando troncos más fuertes y más llenos. Aquí comienza el hombre a extraer alimentos del suelo. La papa se presenta siempre como el primer fruto, comienza en pequeños campos cuadriculados, donde el terreno estrecho permite el primer cultivo; le siguen fajas delgadas de alfalfa, que es el forraje, y poco a poco se encuentra uno con las puntiagudas hojas del maíz, que en la botánica constituye el eslabón de unión entre la zona templada y la tropical, llegando más tarde a mezclar sus campos con los de la caña de azúcar. Ahora ya no hay que temer al frío; ya no hay ninguna ventisca y ninguna granizada y hasta la mula misma trota con más rapidez por donde el camino se lo permite y sabe que en la noche, encontrará un dulce y buen alimento.

Por todas partes se encuentra en el camino, ruinas de los antiguos indios y de desaparecidas ciudades; desnudos muros de piedra con tejados y paredes hundidos, que algunas veces, por su gran extensión, anuncian aldeas de densa población. Sus habitantes debieron haber sido más activos que los de hoy, de lo contrario, les habría costado mucho trabajo extraer de los cerros secos el suficiente alimento. En otra época vivían miles en estos valles, que ahora están casi desiertos, no pudiéndose decir siquiera que ellos exterminaron los cultivos para dar lugar a un pueblo más activo y más piadoso. Nada tenía que hacer la agricultura con los robos y asesinatos que trajeron los primeros conquistadores al caer sobre este pobre país. Sólo era su ambición de oro lo que ocultaban en su Biblia que mostraban a esos infelices, y detrás de ella, el puñal y la espada para hundírselos en el corazón.

Pernocté esa noche en Obrajillo, lugar en que yo me adelanté a la escolta de la plata de Cerro de Pasco. Las imponentes barras fueron estivadas en una de las pequeñas casas, provistas para este caso de fuertes rejas de fierro.   —174→   Hacían guardia los empleados señalados, y delante de la puerta había un grupo militar con sus pantalones rojos y sus caras sucias, para la protección. No se tiene confianza en el camino, en esas despiertas gentes, teniendo necesidad cada uno de mucha cautela para guardar con seguridad la plata, para cuya segura colocación es usada bastante bien la plata por vías legales naturalmente.

Saliendo muy temprano de la pequeña aldea, desde donde sigue la senda, tan empinada y bruscamente como la corriente del cerro, llegué yo no sólo a la zona de vegetación exuberante, que flanquea el río, sino más afuera, hasta donde cesa completamente en el camino a Lima y donde llueve poco, de manera que los matorrales crecen pegados al río. Sólo allí, donde se dilata el valle, se encuentran alegres campos verdes, que son dominados por las peladas y desnudas alturas. Ese día vi una cantidad de cóndores, que circunvolaban por las cimas elevadas de la vecindad. Llegué a contar una vez hasta ocho juntos en un mismo lugar, pero permanecían demasiado alto como para que pudiera alcanzarles con una bala. Para cazar no se encuentra aquí nada; ningún ser vivo puede conservarse en los pelados cerros; y al ver estas desoladas extensiones, se tiene un sentimiento particular de desconsuelo, pues son, bajo el sol, como cosas secas y muertas: cerros-cadáveres. En los museos están los resecos restos de los pueblos, que alguna vez fueron seres vivos, cuidadosamente conservados, mucho más de lo que alguna vez lo fueran los vivos; las manos cruzadas sobre el pecho, mirando fijamente, con su mirada cóncava, el cielo azul sin nubes, mientras afuera se extiende en torno de ellos la tierra muerta.

La noche siguiente la pasé en Magdalena, una estancia más grande con grandes espacios y precios para viajeros. Conseguí por lo menos un buen lecho, y al amanecer ensilló mi bestia, a fin de llegar a Lima, al día siguiente, lo más temprano posible. Antes que yo lo hiciera, se levantó   —175→   la dueña de casa, una mujercita sumamente amable, de pelo negro como ala de cuervo y ojos llenos de fuego. Todavía no había salido el sol, teniendo el aire esa transparencia crepuscular y esa luz que se anticipa al día. El aire de la mañana susurraba levemente entre los altos árboles, los que echaban su sombra sobre una fuente que brotaba frente a la casa. Y debajo de la amplia veranda, rodeada de muros de barro, estaba la joven y hermosa mujer, los cabellos sueltos, cuya espesa masa trataba ella de dividir con un peine. Junto a ella y sobre la mesa, estaba un gran orinal floreado, que usaba como lavatorio y en el que la joven y linda mujer introducía el peine, sonriéndose pensativamente, un cuadro atrayente que jamás podría olvidar.

Las bacinicas tienen un importante y especial rol en América del Sur. No sólo están allí donde deben estar, sino con mucha frecuencia medio cubiertas con flores, sobre sillas y mesas, en los rincones y en los techos. No hay mujer chola que no lleve a bordo de un barco semejante instrumento bien sujeto por la mano, teniendo uno o dos niños al brazo; y contemplé en espíritu, una vez más, en la plaza de Lima, como si estuviera ante mí, la simpática mulata, teniendo un cesto en el brazo izquierdo y conversando con un señor de edad y mientras con la derecha, que sostenía, descubierta, semejante utensilio doméstico, gesticulaba vivamente.

Una fuente, que brota del cerro en Magdalena, y tiene un agua clara y cristalina, posee no obstante, malas y peligrosas propiedades. Como ya me lo habían asegurado varios médicos, produce frecuentemente peligrosas verrugas sobre la piel de todo el cuerpo, que deben ser curadas con sumo cuidado y precaución, si no se quiere que tengan graves consecuencias y, durante años vaya aniquilando al sujeto. Como no bebía agua, a no ser que fuese impelido por gran necesidad, no tuve temor de la fuente a cuya vera pasé al trote, rumbo hacia el Océano Pacífico.

  —176→  

Hoy encontré de nuevo algo que hacía mucho tiempo no había visto: polvo, el que sentí que me cubría. Era un cabalgar en la sequedad, en el sol, que dardeaba justamente a plomo; pero muy pronto había alcanzado mi meta. Las cordilleras peruanas, con sus frías y desoladas punas quedaron tras de mí, la senda se abría por delante y el valle se anchaba cada vez más. Ya podía ir reconociendo los lugares, en los que los últimos cerros llegan en declive al oeste del mar, y reconocí -a las tres de la tarde- las torres de las iglesias de Lima. Jamás había pensado que habría de saludarlas con tanta alegría.



  —177→  

ArribaCondición Actual del Perú

Mientras duraba el Carnaval, era absolutamente imposible realizar cualquier cosa en Lima. No se encontraba ninguna persona en su casa; todos los negocios estaban cerrados y la gente que no quería participar en los desmanes, huía a Chorrillos.

Después del Carnaval, me decidí visitar al Presidente de la República, tal como les había prometido a los colonizadores, aunque no sabía entonces cuántas dificultades tendría que vencer todavía para ello.

En primer lugar, me dirigí a diversos ministros, a fin de que me procurasen una audiencia; y uno de ellos, el Ministro de Gobierno, señor Morales, se negó decididamente a presentarme, preguntándome qué cosa importante tenía que hablar con el Presidente, que no pudiera ir por el canal natural del Ministro. Otros dos fueron más peruanos y me prometieron firmemente introducirme pero, como es natural, no pensaron cumplir su palabra.

En estas andanzas y correrías iba avanzando el día en el que, en un barco, habría de dejar el Perú, para dirigirme a Valparaíso y Chile. Dotado de una tenacidad conveniente, como para no cejar en una empresa meditada, decidí que era mejor dejar pasar este barco y tomar el próximo, con   —178→   tal de ver al Presidente. Suponía, no sin razón, que él ignoraba las picardías de sus empleados y que apoyaría a la colonia, a la que siempre había favorecido, en cuanto supiese realmente cómo andaban las cosas.

Muy poco antes había sido creado en el Perú un nuevo puesto, nombrándose al Director de Construcciones Públicas. Este caballero, que hablaba también algo de inglés, se interesó especialmente por la construcción de carreteras de la nueva colonia, mostrándose muy agradecido por los datos que sobre ella le di. Debo agradecerle a él, así como al hijo del Ministro de Guerra, un joven muy capaz, que había permanecido largo tiempo en Inglaterra de donde se trajo también a su mujer, que yo hubiese podido alcanzar mi objetivo, finalmente. Menos dificultades habría encontrado de solicitar una audiencia con el Emperador de la China.

Me dirigí hacia Chorrillos, balneario de Lima, y donde había sido invitado por el Presidente a tomar té y donde fui testigo y partícipe de una de las más aburridas tertulias o reuniones de té de este país. A pesar de ello, el Presidente no tenía ningún tiempo para mí, y después de haber estado sentado hasta las diez y media, me paré para irme. El Director me aseguró que su Excelencia estaba en ese momento ocupado con el Embajador brasileño pero más que seguro, encontraría al día siguiente un tiempo conveniente.

Su Excelencia se encontraba, en efecto, urgentemente ocupado con el Embajador brasileño... pero en la mesa de juego, como lo pude apreciar por una puerta lateral entreabierta. En realidad no había nada más que hacer, por lo que hube de pasar la noche en el caro y aburrido Chorrillos. Por lo demás quise regresar a Lima en el primer tren del día siguiente. Si hay algo que odie en el mundo y nunca me avendré a ello, es hacer antesala, lo que en mí es constitucional. En la estación, me encontré con el Director, a quien el asunto parecía interesarle efectivamente, me invitó a almorzar   —179→   con el Presidente, ocasión en la que, con más facilidad y sin inconvenientes, hablaría con él.

Encontré que el anciano señor Presidente era menos grosero de lo que me lo habían descrito, no sintiendo ante él ningún temor, pues no pensaba solicitarle nada para mí, sino ser útil tanto a él como a su país. Fue amable y se mostró completamente llano, tal como me gustan los hombres y como se puede tratar mejor con ellos. Pude hablar con él sin tapujos, y por mucho que el Director, que muchas veces tenía que traducirme y auxiliarme, trataba de paliar muchas cosas, yo pude desenvolverme con mi propio español, lo mejor que me fue posible.

Como lo había pensado, no sabía ni una palabra de las intrigas fraguadas contra el camino directo a la colonia y encomendó en mi presencia al Director de Construcciones Públicas para que pusiese empeño en que ese camino se iniciase sin demora, inmediatamente. Aparte de eso, le propuse, como el único hombre posible que podía llevar a cabo con éxito esa empresa, a mi guía indio, León Cartagena, para que fuese nombrado Director del Camino, pues el Director que estaba hasta ahora, un desgraciado especulador de minas, que no sabía de la misa la media de ese trabajo, y que no se preocupaba en absoluto de ello, dilapidaba a costillas de los colonos sus cincuenta pesos mensuales, sin hacer nada en este mundo de Dios para ganárselos.

En esa forma terminó mi audiencia con el Presidente Castilla; pero me alegro de poder constatar que él, por lo menos, ha cumplido su palabra; estando todavía en Buenos Aires, recibí una carta de un amigo de Lima en que me decía lo siguiente:

«Parece que su visita al Presidente ha sido coronada por el éxito. Han sido acordados para el camino al Pozuzu, a través de Huánuco, 1.000 pesos al mes, y para el camino   —180→   (directo) por Huancabamba, 500 pesos. También ha sido nombrado León Cartagena como Director del Camino».

Mis desvelos y perseverancia no habían sido vanos.

Es así cómo terminaron mis largos viajes en el Perú, hecho lo cual, no pensé más en otra cosa que embarcarme lo antes posible. Pero antes quisiera echar una mirada retrospectiva sobre el Perú, pues no se puede trazar una imagen completa de lo que se ha visto, sino cuando dejamos detrás de nosotros todo lo que ha sucedido.

Si se echa una mirada sobre el mapa, la posición del Perú, con su ancha faja costanera junto al Océano Pacífico, con sus imponentes comarcas amazónicas, que permiten un tránsito fluvial al este de las cordilleras, parece ser muy favorable, no obstante lo cual, no hay país en el mundo que tenga que luchar con tantas dificultades del terreno y del suelo, como el Perú.

La extendida costa occidental, con sus puertos y laderas, sin un riego artificial, resulta completamente inútil, en toda ella, con excepción del extremo norte del país, tal vez, no cae jamás una sola gota de agua. La región propiamente feraz y boscosa reside junto a la vertiente oriental de la cordillera, y todos los productos destinados a la costa, todo cuanto llega por vapor y va hacia el interior, tiene que ser transportado a lomo de bestia, con aumento de los gastos y gran pérdida de tiempo.

Los valles de estas cordilleras son en parte, muy estrechos, en cambio muy empinadas y encañonadas las vertientes, no encontrándose sino en las cumbres de las mismas, donde existen amplias mesetas, una extendida llanura, pero en altura tan grande que el aire delgado y frío no permite otra vegetación que un pasto muy incipiente.

  —181→  

La parte más rica de tan extenso país está en el sudeste, allí donde anchos valles y extendidos llanos, con rica vegetación, producen una cantidad de excelentes productos. La utilidad que ofrecen esos productos al Estado, es relativamente muy pequeña, una mínima parte de ellos toleran el dilatado transporte hacia la costa oriental y el viaje a vapor por vía fluvial choca siempre con una serie de dificultades, que unas veces existían y otras acaban de crearse.

A pesar de ello, ninguna república sudamericana tiene los ingentes ingresos del Perú y lo que la naturaleza le ha sustraído por una parte, le ha sido compensada por otra, gracias al maravilloso producto bruto del guano. El guano es un regalo que parece haberle sido hecho al Estado por un cierto número de años, como para que en esos años pueda quedar realengo e independiente tal como se sufragan los gastos de educación de un muchacho, a fin de que éste con los años, pueda cuidar de su propio progreso. ¡Ay de él si pierde su tiempo y si malgasta sin provecho el capital que se le ha consagrado!; tendrá que pagarlo muy caro en la vejez. Una disipación semejante tiene lugar ahora en el Perú.

El Estado percibe anualmente, sin los ingresos de aduana, ni los diversos renglones de exportación y monopolio, una ganancia neta de 16 a 20 millones, únicamente del guano, y si este dinero fuese convenientemente aplicado, podría hacer del país una bendición. Pero todos estos 16 millones, con excepción de los «pocos» que necesitan el Presidente y el Ministro, para sí mismos, se los consumen el Ejército y la Armada, y se priva al país, que apenas tiene dos millones y medio de habitantes de lo mejor de su fuerza productiva, en mantener una milicia inútil.

Perú no tiene nada que temer de los otros países, pues hasta sus diferencias fronterizas con Bolivia se arreglan y oculta o abiertamente apoyan con dinero y con buques de guerra, las revoluciones en los estados vecinos, no dejándolos   —182→   nunca en paz y tranquilidad, mientras ellos mismos van aniquilándose.

El Ecuador por ejemplo, un país con medios muy ricos, pero con débiles fuerzas, podría ahora, dejada atrás su revolución y echado por la borda el usurpador Franco que el Perú apoyara antes, concentrar toda su energía en la cultura y agricultura, mas el Perú mantiene delante de Guayaquil sus buques de guerra y amenaza constantemente con una nueva invasión, si el Ecuador no es tan bueno como para dejar que la mitad de su territorio suroriental se separe completamente de la República.

El Perú no se siente inquieto en lo más mínimo por esta bélica situación y como el Presidente, señor absoluto, no toma jamás el consejo de nadie, el resto del país apenas se entera de este asunto. Pero siente tanto más los perjuicios directos que por esta causa experimenta, pues pese a sus inauditos ingresos, no ha adelantado tanto en cincuenta años como otros países en cinco.

Es cierto que se han hecho muchas mejoras en Lima y que han surgido muchas empresas útiles: el gas, el agua potable y los dos ferrocarriles de vía estrecha al Callao y Chorrillos; pero en cambio, el interior del país permanece en completo abandono; sólo pésimos caminos de herradura unen entre sí los diversos distritos, por lo que no pueden tener sino un tráfico escaso. En estos caminos de herradura, los puentes sobre los rápidos torrentes son estrechos y sin barandales, y están tan defectuosamente construidos que no en vano las cruces de madera que hay colocadas en cada puente, aconsejan al viajero rezar un Padrenuestro y encomendar su alma a Dios.

A pesar de sus millones, el Estado no tiene para empresas de utilidad pública ningún dinero; y en cuanto algo se aplica para hacer una obra, se precipita sobre ello un enjambre de pícaros empleados, de tal modo que muy poco   —183→   llega a su verdadero destino o a lo que propiamente debía aplicarse.

En ningún lugar del mundo hay, en este sentido, pueblo más corrompido que el Perú. Lo increíble es lo que ha ocurrido hace algunos años, cuando el gobierno hizo dar una ley, en virtud de la cual serían indemnizados los que sufrieron pérdidas en la guerra con España. El engaño no era entonces de proporciones de cientos o de miles, sino de cientos de miles, habiéndoseme referido por diversas personas, y hasta asegurado, que a aquellos que tenían alguna pretensión, se les decía claramente cuál era la suma que ellos exigían para que pudieran obtener la suma real los solicitantes. Por ejemplo, el que creía que sus perjuicios ascendían solamente a 5.000 pesos (habría que preguntar si perdieron 500), debía señalar 20.000. Si el guano pagaba 20.000 pesos, el hombre recibía 5.000, y el resto desaparecía.

No se puede emprender ningún negocio en grande, y todo debe desenvolverse en pequeño, lo que lo hace mucho más difícil y de escaso rendimiento -¡y cómo podrían emplearse en el Perú estos millones!-. Es casi imposible descubrir en este país una combinación, pues todo está tan firmemente coludido y tan intrincadamente, que nadie se atreve a golpear en las podridas vigas, por temor de hacer caer todo el edificio sobre su cabeza.

Entre nosotros, en Europa, puede ocurrir algo semejante y las historias más modernas han entregado al mundo detalles fatales. Por lo menos, el fraude no se hace tan al descubierto, y no se lleva a cabo con tanto cinismo. Aquí, los defraudadores que han sido descubiertos, en vez de ser castigados, reciben un premio, tal como aquel empleado, cajero de Cerro de Pasco, quien a causa de un fraude hubo de dejar su puesto de allí, pero para obtener otro de mayor jerarquía en Lima. Naturalmente, esto no anima la honestidad ni amedrenta el fraude.

  —184→  

Debo de confesar por mucho que me duela, que hago esto sin consideración alguna, no sólo por el carácter de los peruanos -pues los ecuatorianos no me parecen mejores ni por un pelo-, sino de todas estas repúblicas hispanoamericanas, exceptuando quizás a Chile. ¿Qué consideración se puede tener por un hombre que rompe la palabra que ha empeñado? Él no cumpliría ni siquiera un juramento solemne. Los señores de este país están acostumbrados a prometer todo lo que de ellos se desea, para eludir cualquier incomodidad inmediata, en la seguridad de que no se acordarán más de ello en unos cuantos minutos, sintiéndose muy poco comprometidos a honrar lo que han prometido.

Mas en lo que a esto concierne no resulta tan peligroso, pues se conocen muy bien unos a otros; y cuando un peruano recibe una promesa de otro, ya sabe de antemano que de allí no deben pasar sus esperanzas. En cambio, el europeo que viene con otros fundamentos, se encuentra frente a esta gente en condiciones de desventaja. Es esto lo que encontrará en su camino cada colonia alemana.

Otro inconveniente, es la rapidez con que cambian los gobiernos, la completa inseguridad de cualquier gobierno constituido, cada uno de los cuales no se apoya en el sentimiento del pueblo, sino en su propio poder y en el miedo a las bayonetas. Cualquier sociedad o empresario particular que quiera fundar una colonia, debe hacer con el gobierno un contrato con todas las condiciones del caso, pero hasta que lleguen los nuevos inmigrantes, el régimen queda en otras manos, para el cual estas cosas le son completamente extrañas. No quiero en esta forma decir de ninguna manera que el anterior gobierno hubiese cumplido lo que había prometido. El actual no tiene por qué preocuparse lo más mínimo, ya que no ha participado en absoluto en el asunto y todas las reclamaciones caen en el abismo sin fondo de la cesta de papeles.

  —185→  

No obstante, el país ofrece al inmigrante muchas y grandes ventajas, siempre que él pueda obrar independientemente y no espere nada de los nativos. No debe contar con ninguna colaboración. En las repúblicas sudamericanas se desprecia a las clases trabajadoras, porque para su mentalidad, éstas vienen a reemplazar a los esclavos manumisos. Un perfecto caballero verá de arriba para abajo a un excelente operario, en tanto que éste trata con la mayor consideración a un hortera que durante todo el día se la pasa midiendo con una vara. La explicación está en esto: tiene necesidad del trabajador, especialmente si es europeo; no puede existir ni un momento sin éste, ya que no sólo necesita sus manos, sino asimismo su inteligencia, razón por la cual no debe abandonarlo en el país, sino tratar de mantenerlo en él, pues de otro modo, ninguna riqueza del suelo sería provechosa en adelante.

Manos europeas junto con las norteamericanas, mueven sus molinos y sus máquinas, ponen sus rieles y mantienen en movimiento sus ferrocarriles; construyen sus servicios de agua potable, explotan sus asientos mineros. Se procuran todas sus comodidades, que son tan necesarias para su vida; introducen en su medio todas las invenciones del Viejo Mundo y es lógico que lo lleva a la reflexión de que él sin ellos nada podría hacer.

Si un trabajador alemán arriba a este país y llega a comprender, siquiera en parte, que debe desacostumbrarse de su nativa timidez y de su maldita cortesía para con todo aquello que lleva una mejor casaca, tendrá entonces un poco de conciencia de su propio valor; y si llega a aguantar la primera etapa, ya no tendrá la menor duda que está formando su propio destino y que logrará en el Perú, con más prontitud y seguridad, lo que no pudo lograr en su propia patria.

A pesar de su costa reseca y árida, Perú es un rico país,   —186→   que aun sin el guano podría mantenerse y prosperar, aunque nunca en la forma como se lleva a cabo el trabajo. En sus montes existen todavía masas de metal precioso, y aun sus más frías y altas estepas pueden ofrecer alimento a millones de ovejas y de llamas y en sus estrechos valles sin tener en consideración las anchas y fértiles pampas del oriente, puede tener cabida una gran población de agricultores.

Hasta el clima del país, tanto de sus llanuras tropicales como de su frígidas alturas, es sano, con excepción posiblemente, de algunos trechos pantanosos en el norte y la tierra plana por la que se deslizan las aguas del Amazonas, en cuyas pampas impera frecuentemente la fiebre. Hasta en las mesetas quemadas por el sol, el calor no es tan grande en el Perú como podría creerse, pues los gigantescos ventisqueros de las cordilleras están muy cerca y refrescan el aire; y hasta las noches son generalmente frescas en la estación más calurosa, de suerte que se puede soportar una frazada. La estrecha faja de costa occidental es fresca por estar próxima a las montañas, por lo que quisiera aconsejar a los europeos, no efectuar jamás trabajos pesados en el campo, cerca de Lima; no aguantaría mucho tiempo y su cuerpo se resentiría con esa labor. Pero en el interior del país, puede entregarse a cualquier trabajo, sin temor alguno a las malas consecuencias que ello pudiera acarrearle.

Los productos del Perú son de muy diversa clase (todos, naturalmente, materia prima), aunque no producidos en suficiente abundancia como para cubrir la importación, con la exportación de ellos, no considerándose el guano. Los principales metales son plata, cobre y oro, cuya explotación se realiza en la forma más burda. Anualmente se embarca lana por valor de un millón de dólares, pero la mayor parte de la lana se trae de puntos tan alejados de la costa, que no es posible transportar por caminos tan primitivos   —187→   un producto de por sí barato, sin encarecerlo considerablemente.

El General Castilla tenía la intención de construir un ferrocarril a Cerro de Pasco, por encima de los 16.000 pies de altura. Estoy firmemente convencido de que es posible su realización, pero habrá que procederse de una manera diferente a la acostumbrada. Es así cómo un camino, que conduce a la localidad de Chorrillos, situada a 200 pies de altura, y cuya calzada está hecha simplemente con barro, y en una extensión de 600 pasos, aproximadamente, ha costado al erario algo más de 90.000 pesos, el mismo que, con los bajos salarios del Perú, hubiera podido hacerse con 6.000 pesos. Si este ferrocarril no proporcionara un nuevo pretexto a los subalternos y hasta al ministro mismo, para llenar sus bolsas a costillas del bien público, su realización debería ser encomendada a manos más honestas, que el Presidente debería tratar de encontrar y juntar.

Un ferrocarril que fuese a Cerro de Pasco, produciría un fabuloso vuelco en la exportación de los productos peruanos, pues todos estos soberbios y profundos valles, situados en la proximidad de dicha ciudad, en la vertiente oriental, encontrarían súbitamente el más rico mercado para sus productos y podrían sacar de él con facilidad, veinte veces más de lo que hasta ahora extraen. Pero semejante ferrocarril cuesta mucho dinero, especialmente en el Perú; y si pudiera ser construido con ayuda de las inauditas entradas del guano, tendría el guerrero Presidente que abandonar por un par de años sus juegos de soldados y dedicarse al bendito trabajo de la paz. Ya no necesitaría mantener el constante temor de un atentado, y más bien el país tendría que bendecirlo en los años venideros y honrar su memoria.

El Perú tiene un suelo maravillosamente ventajoso para el café así como el país vecino del Ecuador. El que se extrae aquí es de extraordinaria calidad. El valle de Huánuco   —188→   es famoso a causa de su café, que hasta en Lima suele ser pagado a razón de cuarenta pesos las cien libras, y que no le va a la zaga en bondad al café de Moka. La colonia alemana del Pozuzu también ha cultivado café. Los árboles eran todavía demasiado tiernos este año, en que por primera vez daban sus frutos, con los que estaban cubiertos, en el verdadero sentido de la palabra. El café de Pozuzu (existe una antigua plantación que ya producía café), no se queda atrás con respecto al de Huánuco. Todos aquellos valles de la vertiente oriental, hasta las Pampas del Mairo y los demás afluentes del Amazonas, vendrían a ser accesibles repentinamente al tráfico marítimo y al comercio mundial, mediante la construcción del ferrocarril hasta Cerro.

El cacao es también un producto que no soporta un largo y caro transporte a lomo de bestia. Crece de manera silvestre en muchos lugares del país, por lo que sería fácil establecer en esos lugares verdaderas plantaciones y cultivos.

El Perú queda muy atrás, frente al Ecuador, en cuanto que éste junto a una mayor riqueza en productos y una mayor extensión de tierras fértiles, posee una cantidad de tierra cultivada y una población activa, nada despreciable, todo lo cual, al abrirse un buen camino, sería transportado hacia la costa, en donde, por la proximidad del puerto, adquiriría mayor valor. Perú, en cambio, tendría que construir en primer lugar un costosísimo camino al interior (los actuales caminos de herradura no pueden llamarse realmente caminos), a fin de llevar de las diversas regiones a los hombres y sus cultivos. Sus mejores tierras, junto con sus productos, permanecen siempre más cerca del Atlántico que del Océano Pacífico.

Perú es muy rico también, en maderas preciosas, pero éstas están de tal manera ubicadas que no es posible pensar en su exportación.

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Sería ventajoso para el país, tanto como para los agricultores, el cultivo del algodón, que en el Perú prospera admirablemente y hasta en la costa occidental puede ser explotado. Los sembríos deben ser regados artificialmente, lo que se efectuaría con cierta facilidad en los terrenos situados al norte de Lima. Si bien no ofrece dificultades el cultivo del algodón, la cosecha y el recojo requiere muchas manos, siendo más ventajoso por esta razón, recurrir a los esclavos. Esta realidad constituyó en tiempos pasados, el baluarte más importante del Estado esclavista de Norteamérica, contra los Estados del norte y cayó con todo su peso sobre los pobres negros.

Perú ha tenido en tiempos antiguos una enorme riqueza de oro aluvional, que fue lo primero que atrajo a los españoles y costó la vida a millares de infelices indios. Todavía se lava oro y el monto que figura en los informes estadísticos anuales, se eleva a algo así como a medio millón de pesos. Hace algún tiempo surgió el rumor de que habían sido descubiertos nuevos lavaderos de oro que producían ingentes tesoros, tanto, que el fabuloso nombre del Perú dorado atrajo aun a californianos cautelosos para hacer sus «prospecciones» en los cerros. Mas, parece que el país no satisfizo las quiméricas esperanzas, pues todos ellos, luego de catear durante algún tiempo los cerros, sin tener ningún éxito, regresaron completamente desencantados.

Tanto más rico es el país en plata, fierro, cobre, salitre y carbón, pero para efectuar un verdadero trabajo de minas, habrá que esperar tiempos mejores. Sólo se ha tomado con aplicación el salitre, el que se exporta por un valor anual de tres millones de pesos.

Una gran dificultad constituía antes, en el Perú, la mala moneda que era la única en curso y que llevaba a los comerciantes a la desesperación. Todo el oro, todos los pesos desaparecían en el suelo, del cual sólo podían ser extraídos   —190→   mágicamente con un espantoso descuento, siendo los únicos signos del comercio los medios pesos. El menor número de monedas peruanas eran de medio peso y sí, en mayor cantidad, las monedas bolivianas. Los medio pesos peruanos, hasta los de Arequipa, no eran aceptados en Lima. Parece que en Bolivia surgió una importante industria de medio pesos falsos que inundaron el mercado; y como el legítimo oro, llamado peruano o boliviano, estaba en gran parte reemplazado por cobre, de precio considerablemente menor que un medio peso de Chile, de México o de Norteamérica, ya uno puede imaginarse qué triste confusión surgía de tener que comerciar constantemente con un dinero sin valor y qué difícil y qué pérdida de tiempo significaba contar, clasificar y remesar la moneda.

Casi no se podía conseguir sencillo para el cambio. Cuando vine a Lima circulaban en lugar de medios reales, medios, cuartillos o cuartos de real, únicamente reales y medios partidos, y ni siquiera en partes iguales, sino con menos de la mitad de una buena moneda. Mas, cuando después de seis o siete semanas volví del interior, estos medios y cuartillos cortados, fueron repentinamente puestos fuera de circulación, sin que se ofreciera por ello a la población ninguna compensación. La gente tenía entre tanto que procurarse «sencillo» y algunos de los más importantes establecimientos y hoteles, como «Hotel Maury» y «Americano», hacían acuñar sus medios de cobre con su nombre grabado, los que eran bien aceptados en la ciudad.

El gobierno del Perú es muy pobre. Creo también que es sumamente difícil gobernar a este pueblo en una forma republicana, que para esto resulta una maldición. La masa es vasta e incivilizada y debe ser conducida por una mano firme y una cabeza sensata, con lo que cae por su base, por anticipado, el hermoso significado de una efectiva República. Como por otra parte, los funcionarios son designados sólo por seis años, tienen un tiempo muy corto para amontonar   —191→   riquezas, por lo que se ha constituido un sistema que lleva al país a la ruina, mientras nutre con la sangre de su propio corazón, a los pocos que van haciendo su turno. El dinero acumulado va a parar a los bolsillos de gente sin conciencia; y el pueblo que ha dado nombre a su gobierno, ve lo que ocurre sin poder decir una palabra.

Esto sería de diferente manera en una monarquía. No para la generalidad para la cual sólo cambiaría el nombre, sino para el ejército de postulantes a una sinecura, los que se encuentran como lobos al acecho en torno de un gobierno, esperando que un partido se haya satisfecho y a ellos les llegue su turno. En una monarquía el gobierno permanece estable, teniendo el príncipe interés en levantar y mejorar el país que será alguna vez tomado en herencia por su hijo; y el Estado no será considerado, como ahora, después de una elección para presidente, como un terreno de conquista, en el que los soldados tendrán seis años para saquearlo y explotarlo.

Bolívar ha debido arrepentirse antes de su muerte de haber hecho libres a estos Estados, ya que logró ver entonces, cómo se iban formando. Mas era demasiado tarde y las cosas tenían que seguir su camino para perdición de la República, la que no podrá ser independiente con los actuales manejos, sus revoluciones permanentes y sus corruptelas a lo largo del tiempo.

La espléndida estatua ecuestre de Bolívar que se hizo en Munich, hubiera encontrado mejor sitio en otra plaza que en la que ahora se encuentra, la cual ni siquiera tiene ángulos iguales: la Plaza de la Constitución, que antes era de la Inquisición. Se le señaló ese sitio frente al Congreso, (lo cual tendría en otros países del mundo una gran significación), para mantener ante la vista de los representantes del pueblo la figura del libertador de su patria. Pero aquí no les llama mayormente la atención a los señores. En efecto,   —192→   quieren ser libres y quieren ganar mucho dinero, pero la Patria y el pueblo pueden ir al verdugo.

Un pueblo laborioso hubiera convertido hace tiempo al país «en un verdadero huerto». Los actuales dirigentes utilizan los troncos del huerto para hacer leña con ellos y calentar su propia estufa, debiendo el pueblo derribar sus propios árboles y acarrearlos a ese fin.

Producto principal del Perú es el vino, el que fue cuidadosamente elaborado por los españoles y cuyo cultivo fue protegido por crueles medidas, con perjuicio de las demás provincias. Es así cómo el gobierno español hizo exterminar todas las cepas y prohibió en la forma más severa el cultivo de la viña, con el solo objeto de que el Perú conservase el monopolio de la producción del vino.

Los racimos de uvas que llegué a ver en Pisco, o mejor dicho en su puerto, eran muy dulces, rojizos y con un excelente sabor a uva de Málaga o con sus uvas blancas, alargadas y grandes.





[Aquí concluye la parte propiamente peruana del Viaje de Gerstäcker. A continuación apunta el autor breves escalas en el trayecto marítimo entre Callao y Valparaíso. Algunos puertos peruanos fueron materia todavía de comentarios superficiales en ese recorrido hacia el sur, durante el mes de febrero de 1861, en un barco a vapor. Las escalas incluyen las islas de Chincha, con sus depósitos de guano, entonces la mayor riqueza del Perú. El espectáculo del trabajo en esas islas merecen del autor comentarios ilustrativos. Sobre la riqueza del guano de las islas formula Gerstäcker observaciones que demuestran el interés con que había estudiado la cuestión, sobre todo en relación con las operaciones de crédito hechas por el Perú con países extranjeros y con la garantía del guano.

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También al detenerse el barco por breve tiempo en Pisco, luego en Islay, entonces el puerto de Arequipa y finalmente en Arica e Iquique, este último el puerto destinado principalmente a la exportación de salitre, el viajero formula apreciaciones personales, aunque la mayor parte del relato versa sobre las características de los pasajeros que abordan el buque en los puertos mencionados.]