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ArribaAbajoCapítulo II

Reinado del Rey Carlos en Nápoles


Tranquila ya la Italia, se dedicó el Rey Carlos a ir corrigiendo los abusos que había radicado en favor de los Barones la tolerancia de una feudalidad que los Soberanos distantes consentían con estudio, para estar más seguros del pueblo, teniéndole más sujeto. Procuró: 1.º, asegurar una cesión clara del Emperador; 2.º, abatir la independencia de los feudos; 3.º, hacer conocer a Roma que no debía ni podía considerarle como dependiente. El Marqués Tanuci trabajó con mucha inteligencia y acierto en esta última parte. De resultas de un Congreso que tuvieron en Florencia los Duques de Montemar y Noailles y el General Wachtendonk, se hicieron a fin de Diciembre   —40→   en Pontremoli, en la Lunigiana Florentina, los canges de todas las cesiones convenidas, y que quedan dichas en el tratado de Viena; pero el Rey Carlos protestó contra la cesión y alodiales de la Casa de Médicis, y continuó estas protestaciones en Viena y Florencia, hasta el año de 1761, en que casó, como se verá, su hija Doña María Luisa con el Gran Duque de Toscana.

Asegurado ya entonces de la conservación de sus conquistas, redobló su actividad para corregir abusos que oprimían al pobre, ensoberbeciendo y haciendo difícil de gobernar a la grandeza. La Iglesia había también, por su lado, extendido su jurisdicción e inmunidades más allá de lo que debía; pero el Rey obró con firmeza contra todos los que se oponían a sus justas miras, y logró corregir los abusos y establecer leyes sólidas que impidiesen su regreso. Aumentó en aquel año más de 3 millones de ducados napolitanos (de 17 reales y medio de España); restableció los arsenales y la marina; puso en forma la biblioteca Farnesina que trajo de Parma, con mas de 5.000 ducados napolitanos de gasto. A vista de este ardiente celo del nuevo Soberano, le dio la ciudad un don gratuito de un millón de ducados, que aceptó, concediéndole todas las prerrogativas que pudo y no eran contrarias a los derechos de su soberanía, ni al bien y tranquilidad de sus súbditos.

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Los pueblos de Sicilia, que, desde que Carlos V fue a Messina victorioso de vuelta de su expedición de Túnez, no habían visto a otro Soberano, lograron ver al Rey Carlos, cuyas sienes coronaron en Palermo el día 3 de Julio de 1736, Corona que había adornado la frente del célebre Federico II de Suabia y de Alfonso de Aragón. La alegría y la magnificencia fueron cual lo exige un espectáculo tan nuevo y agradable, cuyo objeto era digno de todo amor, admiración y respeto. De vuelta de Sicilia, estuvo el Rey expuesto a perecer en un arroyo al ir de Nápoles a la casa de Bovino; pero el postillón, cuyo caballo cayó, condujo medio a nado al de varas hasta la orilla, y salvó la importantísima vida de aquel digno Monarca, de quien la humanidad debía aún recibir tantos beneficios.

Mientras que el Rey se hallaba en Sicilia, hubo un alboroto entre los paisanos y las tropas españolas y napolitanas acuarteladas en Roma y Veletri, que pudo haber traído consecuencias muy serias. Aquellos se fortificaron en Veletri, escogiendo 16 capitanes de los más ricos del país para mandarlos. Las tropas los atacaron el 7 de Mayo; mataron más de cuarenta, y los hicieron pagar 40.000 escudos. Otros atacaron a Ostia, amenazaron a Palestrina y sacaron 15.000 escudos de contribución por vía de castigo. Los Cardenales Aquaviva y Belluga, Ministros de   —42→   España en Nápoles, se retiraron a sus Cortes, y les siguieron todos los españoles y napolitanos residentes en el Estado pontificio, a pesar de los esfuerzos que hizo el Papa para impedirlo, y que quedasen a lo menos los Prelados y eclesiásticos. El Nuncio Valenti Gonzaga, que iba a Madrid, se detuvo en Bayona. El Papa nombró, según costumbre, una junta de Cardenales, y envió plenos poderes al Cardenal Espinelli, Arzobispo de Nápoles, para tratar de ajuste. Creció en Roma el tumulto y los temores, de modo que se doblaron las guardias y cerraron cinco puertas de la ciudad. Dio el Papa cuenta de todo al Rey Luis XV e imploró con ardor la protección de la Corte de Viena. El Cardenal de Fleury trató esto como un nublado pasajero que se llevaría el mismo aire que le había formado. La Corte de Viena, al contrario, respondió dando a entender los motivos de resentimiento personal que tenía con el Papa por su predilección por los españoles y sus intereses; pero concluía que, no obstante éstos, como Rey de romanos y protector de la Iglesia, enviaría un numeroso cuerpo de tropas para sostenerle, ordenando a su Ministro en Roma lo hiciese saber así al Embajador de Francia que allí se hallaba, no dudando haría lo mismo S. M. C.ma, como igualmente obligado a defender la Santa Sede. Efecto de esta declaración fue mandar el Rey de Nápoles   —43→   salir inmediatamente de los Estados del Papa las tropas españolas y napolitanas que habían quedado en ellos. Llevaron consigo los paisanos principales motores del tumulto de Veletri, que, habiendo pedido perdón a los Cardenales Aquaviva y Belluga, y padecido algunos días de arresto, consiguieron al fin su libertad, dando al mundo en este acto de humillación, tan distante de los antiguos triunfos y violencias del pueblo romano, un nuevo ejemplo y un testimonio de la vicisitud de las cosas humanas.

La Reina Isabel envió a su hijo millón y medio de pesos para rescatar varios feudos enajenados de la Corona en tiempo de los Virreyes, a fin de aumentar así sus rentas y el esplendor de su nueva Corte. Con el mismo fin, presentó a S. M. un Abate, que se dice se llamaba Genovesi, un estado de las exorbitantes rentas que poseían las manos muertas. Proponía se señalasen 4 carlines a cada religioso y religiosa, para su manutención, y 6 a los Superiores: que se hiciese también asignación fija a los Canónigos, asignando un feudo para fábricas y culto, e incorporando los bienes a la Corona.

Un país acabado de conquistar, y la inmediación a Roma, hacía más difícil una innovación de esta especie, no obstante que la pluralidad del Consejo aprobase la mayor parte del plano,   —44→   y para tratarle se envió a Roma a monseñor Galliani el Menor.

Fundado éste en un Breve dado en Salerno a 5 de Julio de 1098 por el Papa Urbano II, en el onceno año de su Pontificado, a favor de Rugiero, Conde de Calabria y Sicilia, solicitó de la Corte de Roma lo siguiente:

1.º El derecho de conferir Obispados y Beneficios en el reino. 2.º La exclusiva en el Cónclave, y los demás privilegios de los otros Príncipes católicos. 3.º Fijación del número de sacerdotes, frailes y monjas que debían gozar de las franquicias que pagarían los que excediesen de él. 4.º Que las herencias destinadas a manos muertas pasasen al Real Fisco. 5.º Que el Nuncio y su Tribunal de la Nunciatura se pusiesen en el mismo pie que en las otras Cortes, y que aquellos no ejerciesen jurisdicción alguna sobre los eclesiásticos, seglares y regulares. A todo se negó la Corte de Roma, no obstante que todas las ciudades del reino de Nápoles representaron aparte en los mismos términos, pidiendo pagasen al Rey los bienes eclesiásticos un diezmo, y que se fundiese toda la plata de las iglesias que no fuese necesaria, para aumentar la circulación en el reino.

La espantosa erupción del Vesubio, acaecida en 19 de Mayo del año antes, es igual a la que cuenta Plinio, pues la lava de betún corrió doce   —45→   millas, y llegó hasta el mar, y la cantidad de cenizas fue tal, que obscurecía la luz del día. Los curiales romanos y los frailes lo atribuyeron a castigo del cielo por las innovaciones que el nuevo Monarca pensaba hacer sobre sus bienes; pero éste, con la misma eficacia que socorría a los que habían padecido en la erupción, perdonando todos los tributos, enviaba nuevas Órdenes a Roma, con varios títulos e instrumentos fehacientes hallados en los archivos públicos, que acreditaban más y más la justicia de los derechos que reclamaba.

Nombró S. M. Virrey de Sicilia al Príncipe D. Bartolomeo Corsini, que, con esto, y viéndose morir, y deseando acabar el Papa paz con todas las potencias católicas, se prestó a composición. Pasó a Madrid monseñor Altoviti a llevar el capelo al Infante D. Luis, hermano del Rey Carlos, y fue admitido el Nuncio Valenti, que estaba detenido en Bayona.

El 12 de Mayo el Cardenal Aquaviva, como Embajador del Rey de Nápoles, recibió en el Quirinal la investidura del reino bajo la denominación de Carlos VII de las dos Sicilias. En esta ocasión se renovó la Bula antigua, dada de resultas del peligro en que la Santa Sede se vio en tiempo de Federico II de Suabiapor haber unido al Imperio el reino de las dos Sicilias, dando la exclusión de esta dignidad al Rey Carlos.   —46→   Pero si las circunstancias (reinas del Universo) lo hubieran exigido, se hubiera tergiversado la Bula, como sucedió en tiempo de los dos Emperadores Carlos V y VI de este nombre. Firmado este solemne acto de todos los Cardenales, lo llevó a Nápoles el Abate Storace, y volvió a recibirse en ella como Nuncio monseñor Simonetti, retirado en Nola, y se miró como un triunfo el que el Papa recibiese entonces la investidura y la hacanea que le presentó, en nombre del nuevo Monarca, el Condestable Colona.

El Conde de Fonclara pasó a Nápoles a tratar el matrimonio del Rey Carlos con la Archiduquesa María Ana, hija segunda del Emperador, pero éste dispuso se le prefiriese la Princesa María Amalia de Sajonia, hija del Elector Augusto II, Rey de Polonia, y sobrina del Emperador, y el 9 de Mayo se desposó con ella en Dresde el Príncipe Federico Augusto, su hermano, en virtud de poder del Rey Carlos.

El 13 salió para Italia de incógnito, y el 29 halló en Palma Nueva la comitiva de su esposo, mandada por el Duque de Sora, D. Cayetano Buoncompagni, Mayordomo mayor de ella.

En Venecia la cumplimentó Antonio Mocenigo, nombrado a este fin como Embajador extraordinario del Senado. En Padua le salió al encuentro el Duque de Modena, Francisco III. En   —47→   Ferrara halló al Cardenal Mosca, enviado a este fin como legado adlatere de S. S.

La Corte de Roma reconoció al Rey Carlos como Soberano de las dos Sicilias, en los mismos términos que Eugenio II en 1437 a Renato el Bueno, y le concedió el nombramiento de algunos Beneficios y Obispados consistoriales. Le concedió la misma Bula de la Cruzada que en 1509 había concedido Julio II al Rey D. Fernando el Católico, a fin de estimular al Rey Carlos a formar una marina contra los moros, que pondría en más seguridad las costas del Papa que cuando no la había, en tiempo del dominio alemán, que se contentaba con pagar un tributo a los barbarescos, lo cual no sucedió en tiempo del virreinato del Duque de Osuna, que llego a poner en la mar 30 buques de guerra napolitanos.

La nueva Reina de Nápoles llegó el 19 de junio a Gaeta, donde el Rey la esperaba, y el día siguiente 22 llegaron a la ciudad de Nápoles, donde hicieron su entrada pública el 3 de julio con la mayor magnificencia.

S. M. instituyó entonces la Orden de San Jenaro, patrón de Nápoles, cuyo número fijó entonces a sesenta caballeros.

No tomó parte el Rey en la guerra declarada entre España e Inglaterra en 1739, y esta última potencia envió a Nápoles por ministro a   —48→   Mr. Pelham, para observar y entretener la amistad.

El Rey se ocupaba en su Consejo con todo tesón: 1.º, en hacer un tratado con la Puerta, y, si podía, con las demás potencias berberiscas, para asegurar su tráfico y navegación; 2.º, en la reforma de administración de las Aduanas y arreglo de los impuestos interiores del reino; 3.º, arreglo de las tarifas de los puertos; 4.º, en el fomento de manufacturas de todas clases; 5.º, en hacer tratados de comercio con las otras naciones y en solicitar del Rey de España permiso para establecer una compañía que traficase en América; 6.º, en atraer a su reino a los extranjeros útiles, y aun a los judíos, con el libre uso de sus religiones respectivas; 7.º, en hacer un canal de comunicación desde el Mediterráneo al Adriático; 8.º, en el establecimiento de un Consulado y cónsules; 9.º, en permitir la libre extracción de los granos sobrantes. A este fin hizo limpiar el puerto de Nápoles, que estaba casi abandonado; hizo caminos al puerto y la Magdalena, formó el arsenal e hizo fundir cañones para armar los buques.

Federico II, en 1220, había hecho venir a Nápoles a los judíos, que expelió Carlos V en 1540, y el Rey Carlos los volvió a llamar en virtud de un edicto de 13 de Febrero de 1739. Esto dio mucho que decir a los curas y frailes, y se vieron   —49→   muchos pasquines, entre los cuales uno decía: Infans Carolus, Rex Judaorum. El Rey obró con firmeza y prudencia: restituyó S. M. los empleos a todos los que los habían tenido en el anterior Gobierno, y mandó volver al reino a todos los Barones ausentes y a los feudatarios de la Corona, so pena de ciertas sumas considerables que redundaban en beneficio del Real Erario. Dio varios privilegios a los vasallos, que los apartaba de los tribunales de los Barones, cuya tiranía feudal necesitaba moderarse a un infinito punto, que aún en el día habría que rebajar bastante de ella.

Don Josef Finocehieti pasó a Constantinopla, y trató y concluyó con el Marqués de Villanueva y el Conde de Boneval el Tratado de paz con la Puerta, donde llevó luego por 50.000 escudos de regalo el Príncipe de Francavila. La Puerta envió al Rey un Embajador extraordinario. Aquel año dio a luz la Reina una Infanta, que murió poco después.

La muerte de Clemente XII fue favorable a los asuntos de Nápoles. Sucesor fue el Cardenal Próspero Lambertini, Arzobispo y nativo de Bolonia, que tomó el nombre de Benedicto XIV, que siempre se repetirá con admiración y pena. Su talento y su prudencia supieron concluir las disensiones entre las dos Cortes vecinas. Concedió facultad al Rey para cargar un 4 Por 100   —50→   sobre todos los bienes eclesiásticos, lo cual ascendía a cerca de un millón de ducados. A más de esto, para reemplazar el antiguo tribunal llamado de la Monarquía de Sicilia, que Clemente XI y Benedicto XIII habían abolido, erigió otro, compuesto de cuatro Asesores, dos eclesiásticos y dos seculares, presidido por un eclesiástico, y en él se juzgaban todas las causas mixtas o comunes a personas de ambos Estados.

La muerte del Emperador Carlos VI, acaecida en 20 de Octubre de este año de 1740, puso en gran consternación la Europa, y agitó en ella varias pretensiones a la herencia de sus vastos Estados. Su hija María Teresa, gran Duquesa de Toscana, había sido reconocida por sus pueblos heredera legítima de su padre; pero otros varios Príncipes le disputaban esta ventaja. El primero fue Carlos Alberto, elector de Baviera. Alegaba éste el derecho de representación de su abuela Ana de Austria, primera llamada, en falta de varones, a la sucesión de aquella rica herencia por el Emperador Fernando I, hermano de Carlos V. Augusto III, Rey de Polonia, Elector de Sajonia, estaba casado con la hija primogénita del Emperador Josef I, hermano mayor de Carlos VI, y pretendía como más inmediato al último poseedor; pero, hembra por hembra, este derecho no parece podía perjudicar al de la hija de este, y que, en caso de retroceder a   —51→   buscar el llamamiento de hembra por la extinción de los varones, debía subirse hasta hallar la primera, suprimiendo el mayorazgo de una sucesión regular, puesto que admitía las hembras. María Teresa alegaba el testamento de su padre, llamado Pragmática sanción que la llamaba expresamente. Su tía la Archiduquesa, Reina de Polonia, le oponía otra pragmática, hecha por Leopoldo, padre de los Emperadores Josef I y Carlos VI, la cual anuló éste, y decía que si pudo anularla a favor de su hija, también podía anularse la suya, para poner en vigor la anterior; pero esta misma razón era contraria a la Reina de Polonia, pues por ella debería retrocederse de anulación en anulación hasta hallar la que se hizo a favor de la primera hembra llamada para la sucesión de aquellos dominios.

Viendo Felipe V que se trataba de alegar, sea como fuese, se presentó también como representante de los derechos de la Reina María, cuarta mujer de Felipe II, hija del Emperador Maximiliano II, de la que descendía, y para estar más en estado de alegar y sacar partido de sus derechos, que alarmaron mucho a toda la Europa, se propuso apoderarse de los Estados austriacos de la Lombardía y colocar en ellos a su hijo el Infante D. Felipe.

Pasaron, pues, a Italia las tropas españolas, a las órdenes del Duque de Montemar, y desembarcaron   —52→   en los puertos de Orbitelo y otros, pertenecientes a la Corona de Nápoles. El Rey de Nápoles llamó al Duque de Castropiñano, que estaba de Embajador en París, para mandar el ejército auxiliar, que su padre le había prevenido pusiese en estado de unirse al nuestro.

La Toscana, que amaba más el Gobierno español que el de los Príncipes de Lorena, tuvo un momento de esperanza de salir de éste; pero la Corte de Francia, que, en cambio de la Toscana, había adquirido la Lorena, que deseaba conservar, como unida a su reino, aseguró a la Corte de Viena que estuviese tranquila en esta parte, pues se había asegurado de la Corte de Madrid. El Rey de Nápoles aseguró también al Papa, y así las tropas aliadas tuvieron el paso libre por sus dominios.

La Francia veía con celos en Italia la extensión del poder de la Casa de España, y así, aunque habla dado 12.000 hombres para sostener los derechos del Elector de Baviera, y concedido el paso por la Provenza a parte del ejército español, se negó absolutamente a dar socorro al Infante D. Felipe, que en el fondo no quería ver dueño del Milanés y del Parmesano y Mantuano, siendo Rey de Nápoles su hermano Don Carlos.

El Cardenal de Fleury, Ministro prudente y pacífico, quería evitar una guerra de pura enemistad   —53→   de su nación contra la Casa de Austria; pero las intrigas le obligaron al fin a empeñarse, contra su voluntad, en ella. Parecíales a los franceses había llegado el momento de aspirar a la Monarquía universal, de abatir a la Casa de Austria y de sacar de ella más ventajas aún que Enrique IV y Luis XIV. Marcharon, pues, dos ejércitos a sostener las pretensiones que el Elector de Baviera formaba sobre la Bohemia y la Austria, y entre tanto el Rey de Prusia atacaba la Silesia, alegando para su posesión antiguos derechos que pretendía tener la Casa de Brandemburgo. María Teresa, superior a todo, tomó un partido, fundado en el conocimiento del corazón humano, que es el primer resorte del que debe gobernar, y fiada en su hermosura y en el carácter de la nación húngara, se transfirió a Hungría, y se presentó a la nobleza con su hijo el Emperador Josef II en sus brazos, diciéndoles venía a buscar entre ellos un refugio. Fue tal la conmoción que ocasionó este acto de generosa confianza en aquel pueblo noble y belicoso, que, sacando los sables todos los circunstantes, exclamaron diciendo: Moriamur pro Rege nostro Maria Theresa. Este sin duda es el acto más grande y el momento más brillante y tierno de la vida de esta augusta Soberana, que no lo olvidó nunca, y manifestó a los húngaros su gratitud conservándolos en la entera posesión de todos   —54→   sus privilegios, a que son tan adictos, como nación que se siente y aspira a ser libre conservándolos. Su hijo, como que estaba en menor edad, no pudo sentir todo el afecto de la generosidad de aquellos vasallos, y así atropelló sus regalías sin consideración ninguna; pero su sucesor Leopoldo II las ha restablecido, conociendo las ventajas que puede y debe sacar de ellas. Se armaron, pues, inmediatamente, empeñando a que los imitasen a los panduros, ulanos, valacos y demás naciones sus vecinas, cuyos aspectos y trajes aumentaban su ferocidad, de la cual no habían antes hecho uso los Emperadores.

El Elector de Baviera perdió en poco tiempo sus conquistas. El Rey de Prusia hizo su paz particular en Breslau el 22 de Junio, por medio de la adquisición de la Silesia inferior y de una parte del Condado de Glatz. El Rey de Polonia siguió en breve el ejemplar de la Prusia, e hizo la paz, y destruidos los ejércitos franceses por la escasez, enfermedades, deserción, descontentos y por la mala inteligencia que reinaba entre todas las tropas confederadas, como sucede regularmente, dieron tiempo a la Reina María Teresa para ocuparse de sus posesiones de Italia.

El gran Duque de Toscana, esposo de María Teresa, se declaró neutro en esta guerra, para no comprometer su ducado, y que pudiesen tener lugar   —55→   por este medio las seguridades de invasión que hemos visto le había dado el Cardenal de Fleury Montemar obró con lentitud, y dio lugar al General Traun, Gobernador de Milán, para reunirse al socorro que le vino por el Tirol y a las tropas sardas que el Rey Carlos Manuel III, que se declaró en esta ocasión por la Casa de Austria, daba para sostenerla. Político fino y buen general, supo este Soberano conocer siempre sus verdaderos intereses entre las Casas de Borbón y Austria, y aplicarse al partido que podría serle más ventajoso a ellos, según las circunstancias, haciendo conocer a ambos la importancia de su alianza a causa de la posesión intermedia entre ambos Estados.

Penetraron las tropas austriacas y sardas hasta Módena, y obligaron al Duque Francisco de Este a retirarse de sus Estados por no haber querido separarse de la neutralidad que había adoptado, y así sus Estados pagaron la subsistencia de este ejército. El Papa auxilió a la Reina de Hungría, de cuyo primogénito, nacido en 3 de Marzo de 1741, había sido padrino, y le permitió exigir un diezmo sobre los beneficios eclesiásticos de sus posesiones de Italia.

No obstante que las tropas españolas y napolitanas eran superiores a las enemigas, Montemar, que las mandaba, siempre se iba retirando, y salió de la Romanía y del Boloñés, de   —56→   modo que llegó a sospecharse y decirse lo que no podría creerse de él, y es que procedía de acuerdo con el Rey de Cerdeña y el Cardenal de Fleury. Su llamada a la Corte desvaneció estas calumnias y dio motivo a creer tenía orden de ella para no arriesgar una batalla. Le sucedió en el mando del ejército el Conde de Gages, flamenco, oficial de guardias walonas, que se hizo amar y respetar de todos por su dulzura, prudencia y talento militar.

El Infante D. Felipe intentó un desembarco en las costas de Génova; pero lo impidieron los ingleses, y tuvo que pasar el invierno en Chamberi, abandonado por el Rey de Cerdeña, para atender a la defensa de sus posesiones de Italia, más útiles que aquella de Saboya, de que apenas saca anualmente 2 millones de libras.

Negaron los suizos el paso a las tropas españolas que querían introducirse en el Milanés, y los venecianos armaron 20.000 hombres para hacer respetar su neutralidad. Lo mismo hacía el Rey Carlos, creyendo que dar un socorro a su padre no le hacía perder la calidad de neutral. Pero los ingleses y holandeses, aliados de los austriacos, no lo pensaron así y proyectaron un desembarco en las costas de Sicilia, donde creían aún contar con algunos parciales, y que, por este medio, distraerían del Milanés y Lombardía las tropas de España. El Rey de Polonia   —57→   representó a favor de su hija la Reina de Nápoles, y se suspendió la expedición.

Con todo, el 18 de Agosto de 1742, se presentaron delante de Nápoles seis navíos de guerra ingleses y cuatro bombardas, y su comandante Martín notificó al Ministro, en nombre de su Soberano, que si, dentro de una hora precisa, no se le prometía retirar las tropas napolitanas del ejército español y observar en lo sucesivo una total neutralidad, tenía orden de bombardear la ciudad. Todos los napolitanos mostraron gran deseo de vengar esta injuria, ofreciéndose a quemar la escuadra inglesa; pero el Rey, que sabía el mal estado de defensa en que se hallaba, no pudiendo exponerse a ello, creyó necesario retirar sus tropas y aplicarse a la reparación de sus castillos y a la defensa de sus costas, para estar en adelante en estado de no sufrir semejantes humillaciones. A este fin, pasó S. M. a reconocer y hacer fortificar las costas del Adriático, e hizo acampasen en San Germán los 12.000 hombres que había retirado de la Lombardía para estar prontos a defender sus costas cuando y donde se necesitase, sin que, por más que su padre, el Rey de España, le instase a hacer volver marchar las tropas a incorporarse con las suyas, quisiese S. M. condescender en ello, para no apartarlas de su principal objeto.

Sirvieron oportunamente estas tropas para un   —58→   objeto tan importante como imprevisto. Un navío genovés que venía del golfo de Lepanto con lana y granos entró en Mesina el 20 de Marzo, con pasaporte falso que decía haber salido del puerto de Brindis, e introdujo en aquella ciudad la peste que traía a su bordo. No se hizo alto al principio en el gran número de enfermos que traía, y, faltando las primeras precauciones, se dio tiempo a que las que después se tomaron fueran ya inútiles, y todo lo que pudo lograrse (y no fue poco), con la actividad y celo de las providencias del Soberano, fue enterrar la peste en las dos ciudades de Messina y Regio, e impedir se comunicase al resto de la Italia y acaso a una gran parte de la Europa. Estas dos ciudades padecieron tanto, que desde el 15 de Mayo al 15 de Julio se calculan 44.000 hombres perdidos de esta cruel enfermedad, no obstante el esmero con que el general irlandés, Conde de Mahoni, obedeció todas las órdenes de su piadoso Soberano.

Entre tanto, la Italia contaba cinco ejércitos en diferentes partes. El del Infante D. Felipe, que ocupaba la Saboya, y el sardo, que se le oponía al paso de los Alpes. El resto, unido a los austriacos de la Lombardía, hacia frente al ejército español, mandado por el Conde de Gages, que había ocupado nuevamente el Boloñés. El quinto ejército era el que el Rey D. Carlos   —59→   tenía para la defensa particular de sus Estados. La Alemania estaba también ocupada por otros ejércitos, y la Europa entera en espectativa de las resultas de tan terribles aparatos.

El 2 de Febrero de 43 pasó el Conde de Gages sin oposición el Panaro para atacar al ejército austriaco-sardo. Avisado éste a tiempo (a lo que se dijo) por el Marqués Davia, noble bolonés, adicto a la Reina de Hungría, se preparaba a recibirle en Campo Santo, donde se dio la famosa batalla de este nombre, por la cual ambos partidos cantaron el Te Deum, como sucede muchas veces, después de haber sufrido los dos una pérdida considerable. Los españoles se retiraron a los ocho días a Bolonia, y siguieron hasta el reino de Nápoles, donde entraron y se acuartelaron el 16 de Marzo. Avisó el General al Rey Carlos que, recelando que los enemigos venían a atacar al reino de Nápoles, había creído deber venir a su socorro. Aunque S. M. no podía dejar de conocer en el fondo la importancia de este servicio, se vio de nuevo empeñado por la palabra de su neutralidad, que había reiterado a la Inglaterra. Aprobó al fin la resolución del General español, y mandó adelantar un cuerpo napolitano sobre los Estados del Papa, para mantener más la neutralidad, retardando la llegada de las tropas austriacas.

Aunque parecía que éstos deberían dirigirse   —60→   hacia la Lombardía para socorrer al Rey, de Cerdeña, que se hallaba solo contra el ejército del Infante D. Felipe, la conquista del reino de Nápoles era un objeto preferente, y el Príncipe de Lobkowitz marchó al frente de sus tropas para emprenderla.

A vista de esto, creyó el Rey Carlos que, viéndose amenazado en su propio reino no obstante la neutralidad que había observado, y que por ella los enemigos de la España habían estado comerciando, sacando de sus Estados los socorros que no se daban a españoles y que éstos tenían que traer con riesgo de su país, le era ya imposible dejar de tomarlas armas para defensa de sus vasallos. Así lo declaró en un Manifiesto que envió a todas las Cortes de Europa. Después nombró un Consejo de Regencia, a la cabeza del cual puso a D. Miguel Reggio, y resolvió pasase la Reina a Gaeta, plaza fortificada, con la Infanta Doña María Josefa Antonia, que había nacido en 20 de Enero en aquel año de 43. Los napolitanos representaron al Rey que sus pechos servirían de defensa la más fuerte contra los enemigos de la Reina; pero S. M. agradeció su lealtad, e insistió en lo mandado, apoyándolo en el estado de preñez en que se hallaba la Reina. Los encargó la sumisión al Consejo de Regencia, y, para darles pruebas de su entera confianza, mandó poner en libertad en   —61→   aquel momento crítico a todos los que estaban presos en el Tribunal de inconfidencia, como conocidamente adictos a la Casa de Austria y protectores de sus intereses. Este acto de generosidad y grandeza de ánimo denota bien la nobleza del que le supo hacer en tan delicadas circunstancias. Se puso S. M. en marcha con su Ministro el Duque de Montealegre, el Marqués del Hospital, Embajador de Francia, el Príncipe de Santo Buono y otros de su comitiva. Llegado a Chieti el 24 de Marzo, tomó el mando del ejército hispano-napolitano, que mandaba bajo sus órdenes el Conde de Gages, y obligó a todos los Señores del Abruzzo a que le siguiesen en la campaña.

Hizo cubrir S. M. el paso de San Germán, que era el más expuesto, pues ya el ejército austriaco se hallaba a las puertas de Roma, donde el miedo hizo se les diese la mejor acogida. El Cardenal Aquaviva había propuesto algunos años antes formar un cuerpo itálico confederado, a cuya cabeza estuviese el Papa, a imitación del cuerpo germánico, de que es jefe el Emperador; pero este proyecto era bueno para los antiguos romanos, que nacían con las armas en la maño, y no para sus nietos, que han sustituido a los cascos, las corazas y las lanzas, las mitras, las casullas y los hisopos, y así, siguiendo su sistema, dicen siempre, y dicen bien: Viva quien   —62→   vence; y aun así se dan los pobres por muy dichosos en el día si les dejan lo que es suyo.

Reunidos los dos ejércitos español y napolitano en Celano y Sora, el Duque de Castropiñano, que, con el Conde de Gages, mandaban bajo las órdenes del Rey, camparon el 15 de Mayo en los Estados del Papa, y el Rey se aposto en Frosinone sobre el Garillano, cubriendo de este modo el reino de Nápoles; pero sin exponer una acción general. A este fin se aposto todo el ejército en las inmediaciones de la ciudad de Veletri, cuya elevada situación le era muy ventajosa. Efectivamente, conociéndolo así el General alemán Lobkowitz, no se atrevió a atacarle, aunque le había seguido con esta idea, y campó en Genzano y Nemi. Para cortar al ejército hispano napolitano la comunicación con el reino de Nápoles, había dispuesto le auxiliase por mar el General inglés Matews; pero éste se detuvo a inquietar las costas de Provenza, y llegó tarde a las de Italia. Los Generales Novati y Gorani, alemanes, vadearon el Trento. Uno se dirigió a Aquila y el otro a Collalto, donde estaban los almacenes de los españoles, Los húsares pasaron a Civitela, cuyo gobernador les precisó a retirarse; pero Teramo, ciudad abierta, se rindió sin resistencia. Publicó allí luego el General alemán un Manifiesto, que introdujo e hizo correr en el reino de Nápoles, cuyos ciudadanos,   —63→   indignados de el, enviaron por cuerpos diputaciones al Rey para renovarle su fidelidad inalterable. Las guarniciones de Pescara y el Abruzzo se reunieron, y obligaron a los destacamentos austriacos a abandonar sus conquistas, no obstante las voces que habían esparcido y escrito al ejército del Rey de Cerdeña de que los ánimos estaban dispuestos a favor de la Reina de Hungría, y que miraban como segura la conquista del reino de Nápoles. La mentira siempre sale a la cara, más o menos tarde.

Estaban atrincherados los dos ejércitos; el alemán en la Fayola y Monte Espino, y el hispano-napolitano en el monte de los Capuchinos de Veletri, separados por un profundo valle, en que había diarias escaramuzas, con las cuales contenía el Rey a los alemanes e impedía una acción general, que era a lo que aspiraba.

Cansado ya de esta guerrilla, sugirió el General Braun a Lobkowitz emprendiese una sorpresa como la que en 1702 había practicado en Cremona el famoso Príncipe Eugenio, y, apoderándose del Rey, Duque de Módena y principales Oficiales, acabar de este modo la guerra, haciéndose árbitros por este medio de las condiciones de la paz. Adoptó el General el pensamiento, y el 11 de Agosto, una hora antes del día, atacó con 6.000 hombres la ciudad por diversos parajes. El Marqués del Hospital fué el   —64→   primero que avisó al Rey, que, igualmente que el Duque de Modena, pudieron pasar al campamento. Los alemanes se entretuvieron, como siempre, en el saqueo, que fue crecido, y éste dio tiempo a los españoles y napolitanos a reunirse y echarlos de la ciudad, y a defender las trincheras de los Capuchinos, no obstante los repetidos ataques que hizo en ella el Príncipe Lobkowitz, que las atacó con 9.000 hombres. Las guardias walonas, los irlandeses, el regimiento de Castilla (hoy Inmemorial del Rey), de que he sido catorce años coronel, y las milicias napolitanas de la tierra de Labore hicieron prodigios de valor. Se cree que los alemanes perdieron 2.000 hombres, y los españoles y napolitanos 4.000, 11 banderas y muchos bagajes y utensilios; pero lograron la más completa victoria, puesto que, después de haber sido sorprendidos, rechazaron completamente al enemigo, resistieron los ataques reiterados de las trincheras y frustraron su empresa de la conquista del reino de Nápoles, obligándolos al fin a retirarse a Viterbo el 7 de Octubre, después de haber pasado los dos ejércitos en su misma posición los meses de Septiembre y Octubre.

El calor había reducido a 15.000 hombres el ejército imperial, que siguió el del Rey Carlos con 18.000, para coronar más su victoria. Los romanos vieron tranquilamente desde sus murallas   —65→   la marcha de estos dos ejércitos que se perseguían, espectáculo tan nuevo, desagradable e inesperado para los actuales romanos, cuanto había sido familiar a los antiguos.

La gran alma del rey Carlos no podía dejar de sentir una cierta atracción que le arrastraba a avistarse con el inmortal Benedicto XIV, y esto, más que la curiosidad de ver la antigua capital del mundo, le hizo desear entrar en ella. Fue el Príncipe de Santo Buono a hacer saber al Papa que el Rey deseaba verle al día siguiente, 3 de Noviembre. Estaba el Rey alojado en la villa Patrici, donde vinieron a cumplimentarle, en nombre de S. S., los Cardenales Valenti y Colonna, el uno Secretario de Estado y el otro Mayordomo del Santo Padre, y fueron también todos los ministros extranjeros residentes en Roma.

Se transfirió el Rey, rodeado de sus guardias, al palacio de Montecavallo, y se apeó a la puerta del jardín que corresponde a la sala real. Allí lo recibieron el maestro de ceremonias y demás oficiales de Palacio, que lo condujeron a la sala del Café, en que lo esperaba el Papa. Este se adelantó a abrazar al Rey luego que abrieron las dos hojas de la puerta de la sala en que estaba sentado, sin darle tiempo a arrodillarse, y duró la conferencia más de media hora, después de la cual toda la comitiva besó el pie a S. S. El   —66→   Rey volvió a montar a caballo, paseó las calles de Roma, vio a San Pedro y el palacio del Vaticano, donde comió en público, descubriéndose desde el balcón el ejército austriaco, que estaba acampado en el monte Mario, inmediato a Roma, y, tomando el coche del Cardenal Aquaviva, y seguido de otros cuatro, se encaminó a Veletri, habiéndole saludado la artillería del castillo de Sant'Angelo, no obstante de estar incógnito bajo el título de Conde de Puzzoli.

Para remunerar a los habitantes de Veletri de lo que habían padecido, les concedió el comercio libre en sus Estados, sin pago de alcábalas, y estableció un fondo para la celebridad de la fiesta del Corpus.

El 4, día del Santo de su nombre, marchó a Gaeta, y tuvo el gusto de abrazar a la Reina, su esposa, aquella misma tarde, y de conocer a su, nueva hija, la Infanta Doña María Josefa, que actualmente vive en Madrid, y que había nacido durante su ausencia.

Al día siguiente se dirigió a Nápoles, donde fue recibido como correspondía a un Príncipe, que, al amor que había inspirado y a la fidelidad que había excitado en su pueblo, reunía ahora la nueva calidad de ser su libertador y de haber rechazado y alejado de sus fronteras a sus enemigos.

El ejército austriaco se retiró de Viterbo y Perusa   —67→   a la Lombardía, y el General Gages, que le seguía, pasó el invierno en el ducado de Urbino, para atacar a la primavera la Toscana y pagar a los austriacos lo que habían querido hacer con él en el reino de Nápoles, y a este fin tenía preparado un Manifiesto. La Corte de Francia se opuso, por la razón arriba dicha, de la Lorena, y Gages pasó a la Lombardía, llevando consigo, como auxiliares, las tropas napolitanas.

El 20 de Enero de 1745 murió en Munik, de edad de cuarenta y siete años, el Emperador Carlos de Baviera, agobiado de males y del peso de la Corona imperial, que lo será siempre para todo Príncipe que no sea muy poderoso, pues sólo da el dominio de una ciudad y una corta renta que trae consigo, cargas muy excesivas. Pensó la Francia, y aprobó el rey Carlos, le sucediese su suegro Augusto III, Rey de Polonia, elector de Sajonia, y, para conseguirlo, ofreció a su Ministro, Conde de Bruel, seis Círculos en Bohemia, y el capelo al confesor de la Reina; pero todo fue inútil, pues, a vista del ejemplo del antecesor, prefirió el Príncipe la tranquilidad de sus Estados a un esplendor aparente y de más peso que utilidad. A más de que, habiendo dado a la Reina de Hungría 20.000 hombres, como auxiliares, contra el Rey de Prusia, que sin razón justa había tomado las armas,   —68→   calculó le convenía más tener por aliada que por rival a la Casa de Austria, y, renunciando a la dignidad imperial, como lo había hecho su antepasado Federico el Grande, coetáneo de Carlos V, dio, pues, su voto al gran Duque de Toscana, Francisco Esteban de Lorena, esposo de María Teresa y co-regente de sus Estados, que, aunque le faltaron los votos de la Prusia y del Elector palatino, fue elegido. Emperador el 13 de Septiembre, y se dice que su mujer fue la primera que gritó ¡Viva! en su proclamación.

Este objeto ocupó enteramente la atención de María Teresa, y así los españoles hicieron rápidos progresos en la Lombardía, y se apoderaron de Parma, Plasencia y Milán, cuya residencia parece se dedicaba al Infante D. Felipe. Pero la conservación de la Corona imperial, y la paz concluida con la Prusia en Dresde a 25 de Diciembre, dejo desocupada a la nueva Emperatriz, que dedicó de nuevo su atención al solo objeto que le quedaba a que atender, que eran sus Estados de la Lombardía. Bajaron a reforzar el ejército que se hallaba en aquel país las tropas de Bohemia, que antes hacían frente al Rey de Prusia. Entonces se verificó lo que el Conde de Gages había predicho de la Reina Isabel Farnesio, que desde su gabinete quería dirigir las operaciones de la guerra; esto es, que el ejército era poco, y que no pudiendo cubrirse   —69→   con él tanta extensión de terreno, sería preciso abandonarle, acaso con pérdida. Así fue. La sorpresa de Asti, en cuya ciudad había 5.000 franceses descuidados, fue la primera acción de esta campaña. Después el General español se vio obligado a abandonar el Milanés y a atrincherarse bajo los muros de Plasencia, donde le atacó y venció el 16 de junio el Príncipe de Lichtenstein, tomando gran número de prisioneros y varias banderas, cañones ymorteros.

Con todo, conservó Gages la posesión de la plaza hasta la mitad de Agosto, en que, habiéndose introducido la mala inteligencia entre el General español y el francés, Mariscal de Maillebois, el ejército de las operaciones debía necesariamente resentirse de ello. El General Bota, alemán, presentó nueva batalla el 10 de Agosto, junto al río Tidone, al ejército hispanogalo-napolitano, que la perdió, y no tuvo mejor suerte en las inmediaciones de Turín. Esto le forzó a hacer una retirada precipitada, que el Rey de Cerdeña pudiera haber impedido en Voghera; pero a enemigo que huye puente de plata, y así evitó políticamente la ocasión, pues, como Príncipe hábil, conocía su situación, y vela debían naturalmente resentirse sus Estados del alimento del poder de la Casa de Austria en Italia, y que lo mejor era acabar la guerra.

Las intrigas de Corte echaron sobre el General   —70→   de Gages las desgracias que hemos dicho había previsto como indispensables y como una consecuencia precisa de las órdenes de la Reina, que nunca podía esperarse quisiese parecer la culpable. Así se sacrificó a un General, cuya reputación tiene por testigos la Europa entera y todos los que estuvieron bajo sus órdenes. Los Príncipes pueden dar y quitar los empleos, pero no son dueños de la opinión pública, que (sin que llegue a sus oídos, por desgracia) vuelven contra sí, sin conocerlo, las más veces que no quieren escucharla. Fue, pues, llamado a Madrid, y vino a relevarle en posta el Marqués de la Mina.

Poco después de su llegada, vino la noticia de haber muerto de un accidente de apoplegía el Rey Felipe V, de edad de sesenta y dos años, que espiró entre los brazos de la Reina, su esposa, habiendo muchos atribuido esta desgracia a la impresión que hicieron en él las repetidas desgracias de su ejército de Italia.

Esta inesperada novedad causó todo el dolor que puede considerarse en el ánimo del Rey Carlos y del Infante D. Felipe, su hermano. Mandaba ya ejército el nuevo Mariscal General Mina, el cual, sin oír los consejos de su antecesor, abandonó precipitadamente la Italia, dejando descubierto el genovesado, que se había declarado por la Casa de Borbón. En consecuencia,   —71→   tomó el Rey de Cerdeña casi toda la ribera de Poniente, y los austriacos se acercaban a sus murallas. Pidieron los genoveses auxilio a las Cortes de Madrid y París, y perdón a las de Londres y Viena, ofreciendo a los austriacos dos puertas de la ciudad, a título de capitulación provisional, y el pago exacto de la contribución que se les impusiese. Pidieron 16 millones, de los cuales pagaron desde luego 8, pidiendo plazo para los otros 8, lo que se les negó en 30 de Noviembre, exigiendo a más mantuviesen los nueve regimientos que ocupaban el Burgo de San Pedro de Arenas.

Hostigados los genoveses de tanta violencia, deseaban con ansia el momento de la venganza, que consiguieron en breve. Meditaban los austriacos una irrupción en Provenza, para la cual sacaban de Génova los cañones y municiones, que hacían arrastrar al pueblo. Un oficial dio un día un palo a un paisano, y esto fue la señal de la venganza. Todos se amotinaron, tocaron a rebato, y en breve se reunieron de las inmediaciones más de 30.000 hombres, armados a su modo, y arrojaron de la ciudad al General Bota y a su tropa, que se vio precisada a huir precipitadamente por la Boqueta, habiendo dejado más de 4.000 prisioneros, sin los muertos. El Príncipe Doria mandó el destacamento que le obligó a huir.

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Esta sorpresa influyó en la expedición de Provenza de modo que los alemanes se vieron obligados a repasar el Var, río que la divide del Piamonte. Expelidos los austriacos de la Provenza, quisieron volver sobre Génova, mandados por el General Schulemburg; pero la Francia y el rey Carlos, que estaba amenazado de nuevo por el acantonamiento de más de 12.000 hombres de caballería austriaca, que estaba en el Modenés y Parmesano, socorrieron a los genoveses. Los mismos ingleses, interesados en que la costa estuviese en poder de una débil República, y no de la Casa de Austria, que si la tomaba no la cedería tan fácilmente, hacían la vista gorda al paso de los convoyes, que impidieron, con sus socorros y con las tropas galo hispanas que pasaron a Génova, los nuevos designios de los alemanes, por más que éstos deseaban reparar su vergonzosa retirada.

Asegurada ya Génova, intentó el ejército galo-hispano penetrar de nuevo en Piamonte; pero habiendo atacado imprudentemente el caballero de Belle-Isle, hermano del General, el 19 de Julio las trincheras del collado llamado de la Asieta, entre Esilles y la fortaleza de Fenestrelles, perdió la vida, igualmente que más de 12.000 hombres, que los generales austriacos Bricherasco y Colloredo vencieron con pocos más de 6.000.

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El rey Carlos, receloso de un nuevo ataque, y no tan unido con su medio hermano el Rey de España D. Fernando, retiró de Provenza sus fatigadas tropas, para restablecerlas y cubrir sus dominios.

El nuevo Rey de España insinuó, a principios de julio, a su madrastra, madre del Rey Carlos, escogiese, fuera de la Corte, una ciudad para su residencia, y S. M. prefirió el Sitio de San Ildefonso, que había edificado su difunto marido, y en cuya Colegiata se había mandado enterrar. Esto denotaba la frialdad y deseo de separarse de la guerra de Italia y de adoptar un sistema de unión con la Inglaterra, análogo al que entonces tenía con Portugal, y que estaba apoyado por la nueva Reina portuguesa, doña María Bárbara, que tenía la mayor parte en el Gobierno, y con quien tenía mucha influencia D. Benjamín Keene, un político fino que había vivido mucho en España y en Portugal, y que acabó sus días de Embajador de Inglaterra en Madrid. Este era el alma de esta negociación. El Rey Carlos, de acuerdo con el Ministerio francés, pudo contrarrestarla, y D. Fernando declaró no abandonaría la causa de sus dos hermanos en Italia, ni se separaría del sistema del Rey padre, estrechando más los vínculos entre ellos y la Corte de Francia.

El nacimiento del primogénito del Rey Carlos,   —74→   a quien dio el título acostumbrado de Duque de Calabria, dio nuevo motivo a acreditarlo. S. M. C. le declaró Infante de España, con la pensión anual de 40.000 duros, y envió como su Embajador extraordinario a Nápoles al Duque de Medinaceli, que fue su padrino, en nombre de su Soberano, y se le puso el nombre de Felipe. Sólo le vivían entonces al Rey sus dos hijas Doña María Josefa y Doña María Luisa, hoy Emperatriz de Alemania, que fueron las que le acompañaron a España.

Quiso Dios ejercitar la paciencia del rey Carlos y hacer brillar sus virtudes, y, para probarle, cuando estaba lleno de consolación, después de haber libertado por dos veces su reino de los desastres de una guerra, y que ya había asegurado la sucesión de varón en su Corona, tuvo a bien afligirle del modo más sensible para un buen padre, cuya calidad sentía íntimamente en su corazón este Soberano, que jamás olvidó que era un hombre como los otros. Así lo acreditaba siempre, y aun decía a menudo, y sobre todo cuando se trataba del cumplimiento de su palabra: Primero Carlos que Rey, sentencia digna de imprimirse en bronce.

Estaba, pues, un día el ama del tierno Infante en una disputa muy altercada, que la había puesto en agitación la bilis, cuando de repente la llamaron para dar de mamar al niño, que se había   —75→   dispertado; subió aceleradamente, sin dar tiempo a calmar su cólera, y desde este día en adelante empezó a enfermar la criatura y a padecer de accidentes epilépticos. Discúrrase el pesar de los padres y los medios que emplearían para aliviarle. Después de mucha mutación de amas, vino al fin una cuya leche parece le era más análoga, y el niño empezaba a sentir alivio. Los padres no sabían qué hacerse con esta mujer; pero cuando menos se pensaban, le vino la idea de irse con su marido, y por más que el Rey la ofreció y la pidió, hasta llegarse a poner de rodillas delante de ella, según se me ha asegurado, no hubo forma de ceder. Viendo esto el Rey, y teniendo presente la máxima que queda dicha arriba, dijo, penetrado del dolor que se puede creer: Que se vaya, pues que nada, le basta; pero que no le hagan ningún mal. Así lo mandó el Rey, y así lo hicieron todos, menos su marido, que, llegada a su casa, la dio su merecido, como que había perdido su fortuna y, la de toda su familia con una acción que sólo puede tener excusa en la locura. Tal era en todas ocasiones el dominio que el Rey tenía sobre sí mismo.

Los napolitanos han sido siempre enemigos del Santo Oficio de la Inquisición, y en tiempo del Rey D. Fernando el Católico y de Carlos V, se rebelaron porque quiso introducirse en el reino, y, sólo para evitarlo en lo sucesivo, se estableció   —76→   una junta o consejo, llamada Diputación contra el Santo Oficio, que debía vigilar y oponerse al primer indicio de que se quisiese formar este Tribunal. Una sentencia, dada por el Cardenal Spinelli, Arzobispo de Nápoles, contra tres eclesiásticos, dio motivo a que dos de ellos acudiesen a, dicha junta denunciando la providencia del Arzobispo, como dirigida a introducir el Tribunal de la Inquisición, diciendo visaba a ello desde el año de 1739, y el Tribunal representó a S. M. que el pueblo amenazaba una sublevación. El Rey Carlos, dotado desde la cuna del don de prudencia y oportunidad, no obstante de haberse criado en España con las ideas del respeto y de la necesidad del Santo Tribunal, que sostuvo luego cuando vino a reinar a su patria, conoció cuánto deben respetarse en cada país sus costumbres, y aun las preocupaciones del pueblo, y así, oído por S. M. el dictamen del Tribunal de Santa Clara, que es el equivalente al Consejo de Castilla en España, expidió en 29 de Diciembre una orden a la Diputación del Santo Oficio, desterrando a los Canónigos que habían tenido parte en la decisión, y reprendiendo al Vicario del Arzobispo por haber quebrantado las leyes del Estado en la formación de los autos. Mando que uno de los clérigos encerrados se enviase a Cápua, a las órdenes de su Arzobispo, y que a los otros dos se   —77→   les diese libertad; que se anulase y absolviese todo lo perteneciente al Tribunal de la Fe existente en el arzobispado; que se despidiesen todos sus miembros, y rompiese el sello, y quitase la inscripción de Sanctum Officium, grabada en mármol sobre la puerta principal, y que se notificase así a todos los Arzobispos y Obispos del reino, para que supiesen cómo debían proceder en adelante en este punto. Poco después hizo el Rey que el Cardenal Arzobispo Spinelli hiciese dejación del arzobispado de Nápoles, en el que le sucedió el Cardenal Sersale. El Papa envió a Nápoles al Cardenal Lanti para ver si podía moderar la providencia del Rey, pero no logro nada. Esta resolución oportuna y firme aquietó enteramente los ánimos, y dio al Rey mayor crédito y dominio sobre el espíritu de los napolitanos, que se veían sostenidos en todos sus privilegios y en sus ideas religiosas del modo que las creían más útiles.

Lo más singular de esto es que en los archivos de la Curia episcopal se hallaban Ministros con el nombre de Santo Oficio, con que los mismos napolitanos honraban a varias personas condecoradas; que muchos autos de los Obispos, pertenecientes a asuntos de fe, tenían el título del Santo Oficio; que desde el año de 1581 a 1589 se hallaban varias abjuraciones; que, a más de esto, en toda causa de herejía se acudía   —78→   a aquel Tribunal, y lo que es más aún, y no podía ocultarse a nadie, que aún en el tiempo del Emperador Carlos VI, la mañana de San Pedro salían de este Tribunal vergonzante del Santo Oficio, con toda solemnidad, muchas cestas con hechicerías y cosas semejantes, que se quemaban en una grande hoguera inmediata a la Catedral, delante de la cual pasaba esta procesión, y no obstante la pretendida oposición al Tribunal, nadie lo advertía, ni receló del peligro que había de que al fin parasen aquellos principios en una Inquisición descubierta y autorizada en toda forma, y, sin la representación de los dos curas, hubiera llegado a verificarse con el tiempo. Esto prueba cuán fácil de engañar es el pueblo, y que rara vez se mueve en ciertos asuntos si no le excitan. Los napolitanos llenaron de bendiciones a su Soberano, y le dieron un donativo voluntario de 300.000 ducados de aquella moneda para acreditárselo y acudir a los gastos que podrían ocasionar las tropas puestas en las fronteras, y que, no obstante de no pasarlas, servían para imponer y precaver toda invasión de la parte de los austriacos y para acudir en caso necesario al socorro del ejército galo-hispano, que estaba hacia el Var y Villafranca.

Cansadas y abatidas las potencias beligerantes de tan larga guerra, se convocó para hacer la paz el Congreso de Aquisgran; pero al mismo   —79→   tiempo cada cual agenciaba secreta y separadamente sus intereses. Los franceses, dueños de los Países Bajos austriacos, se resistían a volverlos; pero la ruina de su marina y la pérdida de Cabo Bretón les obligaba a hacer sacrificios. Para forzarlos a ello, se pusieron de acuerdo la Inglaterra, Austria y Holanda, y persuadieron a la Emperatriz de Rusia, Isabel, a enviar 40.000 rusos a las orillas del Rhin y de la Mosela. No podía dejar de aceptar un proyecto que lisonjeaba tanto su amor propio, y sus tropas marcharon al degüello para satisfacerle, resultando de ello que en 30 de Abril de 1748 se firmaron improvisadamente los preliminares de la paz entre la Francia, Inglaterra y Holanda, y las Cortes de Viena y Turín tuvieron que acceder a ellos. Sus principales artículos fueron los siguientes:

1.º Restitución general de todas las conquistas de Europa y América.

2.º Cesión de los Estados de Parma y Plasencia a favor del Infante D. Felipe y su línea por una porción de dinero, con reversión del primero a la Emperatriz María Teresa y su línea, y del segundo al Rey de Cerdeña, en falta de sucesión de dicho Infante, o de su pase a la Corona de Nápoles, a que se quería se transfiriese, si el Rey Carlos llegaba a pasar a la Corona de España. Contra esto protestó formalmente   —80→   este Soberano en el Congreso de Niza, pretendiendo no podía permitir la exclusión de sus hijos menores en favor de su hermano y su línea, tanto más que la Reina acababa de aumentar su familia con el Infante D. Carlos (hoy Carlos IV de España), que nació en 12 de Noviembre de aquel año.

3.º Que el Duque de Módenay la República de Génova entrasen en quieta y pacífica posesión de sus Estados respectivos.

4.º Que el Rey de Prusia conservase la parte que había tomado en la Silesia y el de Cerdeña la cedida en el Milanés.

5.º La España confirmó el terrible contrato del asiento de negros con los ingleses, que por él eran los únicos que podían introducirlos en las colonias españolas, restricción dura de que, a Dios gracias, se ha salido ya, y además hubo que hacerles algunas promesas secretas de privilegios en el comercio de la América española.

Concluida ya la paz, los soldados, acostumbrados a correr países, se cansaron de estar tranquilos en el suyo, y hubo una deserción muy grande de las tropas de Nápoles que se retiraban a la ciudad de Benevento, en el Estado del Papa. El Rey envió tropas a bloquear y pedir los desertores. El Papa resistió su entrega; pero al fin hubo de ceder, y hacer, por medio del Marqués de la Roca, que envió a Nápoles, un   —81→   convenio para la restitución en lo sucesivo, a cuyo fin residiría siempre en Benavento un oficial napolitano.

Habíanse introducido en el reino un gran número de francmasones, que hacían continuamente nuevos prosélitos. El misterio de sus juntas y el secreto inviolable de que hacían juramento en su recepción, los había hecho siempre sospechosos al Gobierno, y no sin razón. Los acusaban de enemigos declarados de los reyes, y aun de la religión, y, como tales, había fulminado contra ellos una Bula Clemente XII, que confirmó con este motivo Benedicto XIV. Prescindo de la verdad de esta acusación; lo cierto es que el secreto es sospechoso, y que lo que en el día sucede en Francia hace ver que los principales de los francmasones, que son los únicos que están en el secreto, y los de otras sectas derivadas de ellos, son el origen y el móvil oculto y verdadero del trastorno general que se padece en este desgraciado reino. Los demás, no iniciados a fondo, lo ignoran, y entran de buena fe por el atractivo de la diversión, de un socorro mutuo con que los lisonjean y que esperan en todas ocasiones, y de una facilidad de introducirse y de hallar amigos en todas partes, sobre todo en los viajes, por medio de las señas de reconocimiento establecidas a este fin, y empeñados inocentemente, parte por curiosidad, parte por   —82→   estas razones, aumentan el número y el crédito a los que no conocen, y con dificultad pueden desistir cuando algunos llegan a apercibirse del mal y desearían separarse.

¿Cómo es posible que sin una preparación muy combinada y anterior se viese desde luego una uniformidad semejante de opiniones en todo el reino de Francia, y un deseo apostólico de propagarlas en el universo? ¿En qué otra cosa puede tener su origen esta afectada igualdad, esta manía de llamarse todos hermanos, como si fuera una descubierta, y como si nuestra santa bien entendida religión no nos lo enseñara así, y no hubiera sido la primera a establecer esta fraternal caridad en todo el género humano, sin que el abuso que han hecho algunos de las verdaderas máximas pueda ser suficiente para contradecir esta verdad? No pretendo acusar positivamente a los buenos e inocentes francmasones; pero es muy de temer que algunos hayan abusado de este instituto para forjar siempre con él los fundamentos de un sistema destructor de todo principio de sociedad y orden, y no faltan documentos que lo confirman y que encierran, con máximas de la sociedad, todas las que los innovadores de Francia establecen contra la religión y la monarquía. Entre otras, hay un manuscrito verdadero, que se halla entre mis papeles, que lo acredita así, y que se cogió en una   —83→   logia (o sociedad) masónica, sorprendida en Venecia en estos últimos años.

Como quiera que sea, pensándolo así el rey Carlos y deseando precaverlo en tiempo y tranquilizar el pueblo, que, estimulado por los predicadores, se preparaba a insultarlos, defendió semejantes juntas con penas muy, graves, y el Rey actual imitó últimamente a su padre en 1776.

Mientras que el Rey cuidaba de atajar el estrago político que creía poder resultarle de la tolerancia de confraternidad francmasónica, sobrevino otro estrago real, que amenazaba una pronta ruina. El 23 de Octubre de 1750 se sintió en Nápoles un fuerte terremoto, a que sucedió el 25 una terrible erupción del Vesubio, que arrojó mucha lava, piedra y ceniza. El daño se extendió más de cuatro millas, y el Rey no omitió, como siempre, ni dinero, ni cuidado para aliviar a los desgraciados.

Concluyóse y publicóse en Aranjuez el 14 de junio de 1752 un tratado de amistad y concordia entre las Casas de Austria, España y Cerdeña, a que convidaron al Rey Carlos, haciéndole ver era el modo de asegurar sus posesiones de Italia. Este Monarca, que no había asentido a la cesión de sus derechos a los bienes de la Casa de Médicis en favor de la de Lorena, no se convino a ello, y recurrió a la Corte de París,   —84→   donde envió al Marqués Caracciolo para tratar este negocio. El modo de conciliar todos los intereses fue tratar el matrimonio del Archiduque Leopoldo, hijo segundo de la Emperatriz, con la Infanta Doña María Luisa, hija segunda del rey Carlos (cuyo matrimonio ocupa hoy el solio del Imperio de Alemania), cediendo este a favor de su línea sus derechos a la Casa de Médicis, y otra hija de la Emperatriz se destinaría a esposa del heredero de la Corona de Nápoles. Así se ha verificado después, y la Italia debe a la prudencia y previsión del rey Carlos los cuarenta años de paz de que goza, y que no parece pueda interrumpirse por ahora, a vista de la moderación del Emperador y de la de los demás Príncipes actuales de la Europa.

Cuando Carlos V, después de la pérdida de Rodas, cedió a la Orden de Malta la isla de este nombre, que poseía como Rey de las dos Sicilias, se conservó por este título el tributo anual de un halcón y la elección y patronato del obispado, para el cual le propondría el Gran Maestre tres sujetos. La Casa de Austria había abandonado un privilegio que, no siendo lucrativo, no la interesaba mucho a aquella distancia; pero el nuevo Rey pensó de otro modo, y quiso rehabilitarlo. A este fin mandó al Obispo de Siracusa pasase a visitar la isla. Envió Vicarios que le precediesen; pero no fueron admitidos, y en   —85→   las dos tentativas que él mismo hizo posteriormente tuvo igual suerte, y le amenazaron en la segunda con el canon si ponía el pie en tierra. Acudió el gran Maestre al Papa y a todas las potencias de Europa reclamando su derecho de posesión; pero sólo el primero se prestó a intervenir en el asunto, y los malteses enviaron a este fin un Baylío a Nápoles. Su Santidad decía no quería atacar el derecho primitivo del Rey; pero exigía alguna consideración, en virtud del abandono de él por más de doscientos años, etc. S. M. S. no dio cuartel, amenazó y se apoderó de las encomiendas del reino, cortó la comunicación de Sicilia con Malta, y, falta ésta de apoyo y aun de víveres, por la inmediación de Cerdeña a que recurrió, logró el Rey con su tesón arreglar este punto, y, por la intermisión del Papa, restituyó las encomiendas y abrió de nuevo la comunicación interrumpida con la isla de Malta.

Se suscitó otro nuevo altercado entre las Cortes de Roma y Nápoles. El Papa había concedido una pensión de 6.000 escudos a favor del Infante D. Fernando, sobre el arzobispado de Monreal en Sicilia, que decía el Papa ser infra y el Rey ultra tertium. De esta disputa resultó se negase en 1753 el envío deja hacanea; pero el Duque Ceresano compuso con el Papa se presentase un memorial en nombre del Rey solicitando   —86→   la pensión por tres años, la que se concedió, y luego se presentó la hacanea, como los demás años.

Termináronse inesperadamente el día 1.º de Mayo de 1756, en virtud de un tratado de alianza, llamado de Versalles, las rivalidades que reinaban entre las dos Casas de Borbón y de Austria desde el matrimonio de Maximiliano I con María de Borgoña. El Príncipe de Kaunitz se hallaba entonces de Embajador en París. Este digno y raro Ministro hace treinta y cuatro años lo es del Emperador durante tres reinados, y merecerá siempre la fama póstuma, por su rectitud, prudencia y judiciaria, que no son capaces de obscurecer las singularidades y nimiedades de su carácter. Era Ministro de Estado en Francia el Abate, hoy Cardenal, de Bernis. Supo el Embajador austriaco empeñar de modo a este Ministro y a la Marquesa de Pompadour, favorita de Luis XV, que consiguió la conclusión de este Tratado, en que se guardó el mayor secreto, pero que el Embajador de España D. Jaime Masones, de quien se habían guardado, como de otros, descubrió originalmente antes que nadie. Era este Embajador de carácter franco, amable, alegre y seguro en el trato, de modo que todos le buscaban y hablaban con confianza, sin mirarle con aquella reserva que inspira regularmente un Embajador, cuyo carácter olvidó   —87→   él mismo en el trato, sin faltar al decoro del empleo. Convidado un día a comer amistosamente en casa del Cardenal, en compañía de Kaunitz, se puso a dormir en su silla después de la comida a su acostumbrado, y, contando con esto, el Cardenal y el Embajador del Emperador se entregaron a su asunto. Masones oyó algo entre sueños, y, despertándose, sin abrir los ojos, cogió toda la conversación, y despachó la noticia a España. Como allí se había ya empezado este proyecto, en virtud del Tratado de 52, de que arriba se ha hablado, no desagradó el ver aún más aseguradas las posesiones de Italia, lo cual no dejaría también de influir en un Abate Ministro, que sin duda no perdía de vista el capelo, y estaba interesado en ello como Cardenal.

Esta anécdota es buena de saber, para hacer conocer a los Embajadores cuán útil les es proceder con una natural franqueza, para adquirirse la confianza, y para que no olviden los Ministros que, aunque en esta ocasión no tuvo malas resultas su descuido, en otras podría tenerlas, y el no precaverse aún de los que duermen. Yo supe igualmente otro secreto, no de esta importancia, en el Pardo, del Marqués de Esquilace, que, creyéndome dormido, habló del Marqués de la Corona, D. Francisco Carrasco, de sus proyectos de enviarle a América, y me enteré   —88→   del fin y de la suma resistencia del Marqués, que al fin logró no ir, sin haberlo dicho a nadie hasta ahora. Uno de los motivos que obligaron a hacer este Tratado fue precaverse contra una invasión de la Casa de Austria, si, como se recelaba, llegaba a encenderse una guerra en el Continente, la que ya hacía años se hacían en las Antillas y el Canadá los ingleses y, los franceses. Estos recelos llegaron a verificarse, y el rey de Prusia invadió inopinadamente la Sajonia, de que se apoderó, excitado por la Inglaterra, que se alió con ella para vengarse de la frialdad con que la Corte de Viena no sólo había rehusado tomar interés por ella para debilitar y distraer las fuerzas de la Francia, sino que había concluido un Tratado que le separaba de ella. A vista de esta inesperada invasión, salieron a la defensa del rey de Polonia, Elector de Sajonia, la Rusia, la Suecia, la Francia, el Cuerpo germánico y la Casa de Austria, y todos pusieron sus tropas en campaña. Mr. de la Gallissonniére batió completamente en el Mediterráneo al Almirante inglés Bing, hijo del que en 1718 combatió y venció la escuadra española junto a Mesina. Este Almirante fue decapitado por sentencia a bordo de su nave capitana, y, de resultas del combate, tomó el Mariscal Duque de Richelieu la plaza de Mahón e isla de Menorca.

El Rey de Nápoles se mantuvo enteramente   —89→   neutral; pero socorrió con dinero a su suegra la reina de Polonia, detenida con su familia en Dresde. Los ingleses se quejaron a la Corte de Nápoles de que pasaban marineros y obreros a Mahón al servicio de los franceses, faltando en esto a la neutralidad. S. M. respondió lo ignoraba, y, no tenía parte en ello; pero que, aunque la tuviese, no podía impedir a sus súbditos pasar a servir donde les acomodase, indiferentemente a Francia, Inglaterra u otra parte, a lo cual no quedaba qué replicar.

Era general la guerra por mar y por tierra. La América y todas las partes del mundo se resentían de ella, y, la Alemania era su principal teatro en Europa. Llegó el rey de Prusia a Praga; pero el General Daun le obligó a retirarse él, y el General Haddichy los rusos pusieron por otra parte a contribución su Corte de Berlín.

En estas críticas circunstancias, favorables acaso para la nueva posición en que se iba a hallar el rey, Carlos, murió en Villaviciosa, castillo distante sólo dos leguas de Madrid, a los cuarenta y seis años de su edad, el rey, de España D. Fernando, su hermano, que había subido al trono en 1746, y de cuyos dominios era el inmediato heredero.

Fue este Príncipe muy amado de sus vasallos, porque era de carácter dulce y agradable, aunque   —90→   de aspecto más presto serio que risueño; español de corazón, observante de la religión, amante de la paz y lleno de virtudes y buenas calidades. Se dedicó al restablecer lo que tantos años de guerras habían destruido en el reino. Fomentó sus fábricas, se redujo y economizó de sus gastos, dio una nueva existencia a la marina e hizo, por dirección del celebre general de Marina, D. Jorge Juan, tan conocido en las Academias científicas de Europa, los diques de Cartagena, los primeros que se han construido en el Mediterráneo, donde no hay, mareas, y los construyó también en el Ferrol, haciendo de planta uno y otro arsenal, que son de los mejores de Europa. Hizo venir constructores ingleses. Estableció la fábrica de telas de Talavera de la Reina, y la de San Fernando, que se transfirió luego a Guadalajara. Empezó el canal de Castilla. Concluyó el camino del puerto de Guadarrama, distante nueve leguas de Madrid, y donde tenían todos los viajantes que desarmar los coches y pasarlos a lomo, haciendo una caravana o cabalgata, tan propia de los desiertos de la Arabia o del Kanchiatka, como indecente a las inmediaciones de la capital del Monarca de la España y de casi toda la América. No debe quitarse al Marqués de la Ensenada la parte de gloria que le toca, tanto en esto como en haber enviado a toda Europa viajantes de   —91→   todas clases y estado pagados por la Corte para perfeccionarse en sus respectivas profesiones.

Para dar una idea justa de este Ministro he formado la nota primera, a que debe acudirse.

Gobernó Fernando pacíficamente por diez años el reino, al cabo de los cuales perdió en Aranjuez, el 28 de Agosto de 1758, a su esposa la reina Doña María Bárbara de Portugal, a quien amaba tiernamente. Este pesar se apoderó de su ánimo, y, acostumbrado a vivir siempre acompañado y, servido en su interior por las personas que servían a la Reina, con quien pasaba casi todo el día, se halló aislado sin su antigua compañera, y la tristeza, a que era algo propenso, empezó a apoderarse de él y privó a la España de este amado Príncipe el día 10 de Agosto del año siguiente de 1759. Las circunstancias particulares de su enfermedad se hallarán en la nota segunda.

Luego que murió este Soberano, se despachó un correo en toda diligencia a Nápoles para anunciar a su hermano el rey Carlos tan importante noticia, y, para llamarle a la sucesión del trono de su padre, a que era el primer llamado, por falta de sucesión de sus dos hermanos mayores el rey Luis I y Fernando VI. Luego que pasaron los funerales de este Monarca, se hizo en todo el reino la proclamación de su sucesor, bajo el título de Carlos III. Ejecutó   —92→   esta ceremonia en Madrid el E. S. Conde de Altamira, como Alférez mayor de la villa, con toda la solemnidad acostumbrada, arrojando medallas con el cuño del nuevo Rey.

Apenas que el nuevo Rey Carlos recibió esta noticia, reexpidió el correo, confiriendo la regencia del reino a su madre ínterin llegaba a Madrid. El único movimiento de placer que tuvo este Monarca en aquel momento, fue el de poder dar al mundo una prueba del cariño y respeto que había conservado siempre a su madre, y aliviarla por esta satisfacción de lo que necesariamente habría sufrido en los doce años que pasó en San Ildefonso, donde la adulación a los nuevos Soberanos hacía que poco a poco se fueran olvidando de ella, y, que pocos o nadie la visitasen.

Esta Soberana, aunque al principio solía allí salir a los jardines, había ya muchos años que el único movimiento que hacía era de su pieza de dormir a la inmediata, en que pasaba el día sentada en una silla poltrona. La extraordinaria distribución de horas que el rey Felipe, su marido, había tenido en los últimos años de su vida, se había ya hecho en S. M. una costumbre, y, así hacía del día noche y de la noche día. Se levantaba a la una o las dos. Oía Misa (con permiso particular) a las tres y media. Comía a las ocho de la noche, cenaba a las cinco de la mañana,   —93→   y se acostaba a las siete. Era preciso seguir siempre la ilusión de su método de vida, y, tanto en verano como en invierno, las luces ardían a la hora en que se acostaba, y se encendía el velador en verano a las ocho de la mañana, para que ardiese mientras dormía, como pudiera hacerse a las doce de la noche. Todos los sirvientes tenían gran cuidado de no decir «esta mañana» a las seis de ella; la noche anterior debía durar, a lo menos de palabra, hasta que S. M. se acostaba, y se enfadaba si no se hablaba con arreglo a este sistema.

Cualquiera creería que, después de doce años de semejante vida, no podría S. M. emprender un viaje de catorce leguas de mal camino, con un puerto como el de la Fonfría, sin mucho cuidado y precauciones, y en silla de manos; pero esto del mando, para el que tiene la suerte de gustar de él, es la pasión más dominante y el remedio más seguro de todos los males. Apenas recibió la Reina la noticia y poderes para la regencia, se puso en coche, y en un día se halló en Madrid, habiendo hecho todo el viaje sin el menor quebranto. Tanto puede en el hombre la fuerza de la imaginación y el gusto o pesar con que se hacen las cosas.

Después de haber dado el Rey una regenta o Reina gobernadora (cuyo título tomó) a sus nuevos Estados, se dedicó a establecer el gobierno   —94→   o sucesión de los que le era preciso dejar en Italia. Según la convención de Aranjuez, arriba citada, había llegado el caso de que pasase a Nápoles el Infante D. Felipe, Duque de Parma y su rama, y de distribuir sus Estados como allí se convino; esto es, el Parmesano a la Emperatriz Reina y el Placentino al rey, de Cerdeña. Si la Europa se hubiera hallado en paz, sin duda se hubiera alterado en esta ocasión (no obstante la protestación del rey Carlos contra esta división), y la Italia hubiera vuelto a ser el teatro de la guerra que estaba encendida en Alemania y se hallaba en su mayor fuerza, y esta circunstancia facilitó segunda vez al Rey los medios de ser él en el día el conservador de la paz de Italia, y de poder asegurar probablemente por mucho tiempo su tranquilidad, cortando este pretexto de interrumpirla y arreglando la sucesión importante del reino de Nápoles.

A este fin, pudo conseguir que, imponiendo en el Banco de Génova, a favor de la Emperatriz Reina y del rey de Cerdeña, un capital, cuyo rédito igualase a la renta anual libre de los Estados que debía heredar el Infante Don Felipe, renunciasen dichos Soberanos a su favor y de su línea la propiedad de aquellos países, a que por el tratado de Aranjuez tenían derecho en este caso. Convínose además entonces el matrimonio del Emperador Josef II, primogénito   —95→   de la Emperatriz María Teresa, con la Infanta primogénita de Parma, Doña Isabel, que supo hacerle feliz, y que su esposo no olvidó y amó, y echo menos después de su muerte, hasta el día de la suya.

Si el heredar un trono como el de España sería en lo general para cualquiera nacido para reinar un motivo de gozo y complacencia, para el rey Carlos (salvo el gusto de ver a su madre y a su hermano el Infante D. Luis) fue un motivo de pesar y de amargura. Había vivido desde los diez y seis años en un país tan delicioso y ameno como la Italia, y sobre todo Nápoles, de cuyo clima y situación hemos visto ya lo que decía el gran Federico II. Había sido el conquistador y el regenerador de aquel reino, y era el primer Soberano que, después de siglos, habían visto aquellos pueblos, dominados y tratados como colonias por los vireyes de unos príncipes remotos. La dulzura del clima, el amor de sus vasallos, que le miraban y amaban como a un padre, la ninguna necesidad de mezclarse en las disputas de los otros príncipes de Europa, todos estos eran, para un Monarca filósofo, cristiano, ajeno de ambición, y que conocía la gravedad del peso que traía consigo la nueva corona y el dilatado Imperio de la América, otros tantos motivos de reflexiones y de pesar. A ellos se añadía otro aún mayor, que era el ver el estado   —96→   de incapacidad en que se hallaba su hijo primogénito D. Felipe, y la necesidad absoluta en que se veía de hacerlo constar públicamente a todas las potencias de Europa. A este fin, mandó hiciesen los médicos un examen público del estado de su hijo, con todas las formalidades necesarias, y que le declarasen jurídicamente incapaz no sólo de reinar, sino de toda razón, por hallarse enteramente estúpido, de resultas de un total desconcierto de la imaginación, ocasionado por una repetición de accidentes epilépticos, que le continuaron desde los once meses de su edad, y con los cuales le vi yo en Nápoles en 1772. Amaba mucho la música, y se divertía en ponerse una cantidad de guantes, que llamaba la manona, y que se echaba al hombro como un fusil, y así pasó hasta su muerte, que fue en 19 de Septiembre de 1777.

Considere cualquiera que sienta lo que es ser padre, lo que padecería en semejante acto el corazón de aquel hombre Monarca, sobre todo acordándose del lance del ama, que parece hubiera podido, y no quiso curarle, como queda referido arriba.

El 29 de Septiembre llegó a Nápoles la escuadra española, que iba a buscar a SS. MM. y su real familia. Se componía de 16 navíos de línea y algunas fragatas, a las órdenes del Marqués de la Victoria, D. Juan Navarro, que había empezado   —97→   a servir en la infantería, y se halló como capitán de granaderos en la toma de Barcelona, al principio de este siglo.

Señaló S. M. el 6 de Octubre para su embarco, y aquella mañana hizo pública cesión de su reino a favor de su hijo tercero Fernando y su línea, declarando la imbecilidad de su primogénito Felipe (a quien dejó en Nápoles con su hermano) y destinando a su hijo segundo Carlos y su línea para el trono de España. Tengo en mi casa un cuadro que representa este solemne acto, que no puede ser más glorioso. Ver al Rey Carlos, conociendo su corazón, separarse para siempre de dos hijos, y rodeado de vasallos fieles, que miraba como si todos lo fuesen y le amasen como a padre, llorando una separación que los más miran como eterna, sin que le quede otro arbitrio para consolarlos que el de redoblar su dolor y unir sus lágrimas a las suyas, es el espectáculo más tierno para un alma sensible. Pero, por otro lado, el verse circundado de vasallos de tantos pueblos, cuyos corazones posee, disponiendo tranquilamente de la sucesión de unos estados tan considerables como los de España, Nápoles y Parma, mientras que los demás Príncipes de Europa despedazaban mutuamente sus vasallos, sin haber casi sacado fruto de siete años de guerra, es un espectáculo majestuoso y único, de que acaso no ofrecerá   —98→   ejemplo la historia. Pero Dios crió el alma grande de Carlos para cosas grandes y, para hacer felices a muchos.

La víspera de esta augusta ceremonia había creado S. M., como Rey de España, varios grandes de España y caballeros del Toisón y de San Jenaro, cuya nominación se quiso conservar por una fina política hasta la mayor edad del Rey. Llegada la hora, subió S. M. al trono, acompañado de dichos señores, Embajadores y Ministros extranjeros y del reino, de los Barones de él y de los representantes de la ciudad de Nápoles, teniendo a su lado al nuevo Rey de Nápoles, D. Fernando, su hijo. Leyó en alta voz el Marqués Tanucci, secretario de Estado, el acto de cesión, que se halla íntegro en la nota tercera. Después el Rey empuñó la espada, y, dándola a su hijo, le dijo: Esta debe ser la defensa de tu religión y de tus vasallos, y todos juraron inmediatamente al nuevo Rey.

Nombró después S. M. el Consejo de Regencia para durante la menor edad del Rey, que duró ocho años. Los nombrados fueron: su ayo, el Príncipe de San Nicandro, el Marqués Tanucci y D. Antonio del Río, Secretarios de Estado, Guerra y Marina, y D. Carlos de Marco, que lo era de Gracia y Justicia.

Concluida esta augusta ceremonia, el Rey Carlos no volvió a aparecer como Soberano. El   —99→   Marqués de la Victoria vino a tomar la orden para el embarco, y, no obstante las repetidas representaciones que le hizo del mal tiempo, de que no sería posible salir y de las que le reiteró sobre que no debía ir toda su familia en un buque, porque era exponerla toda de una vez a un acaso de la mar, S. M. sólo le respondía: Victoria, a las tres y juntos. Al fin, tanto le insistió, que S. M., en tono algo serio, le dijo: Victoria, ya he dicho que a las tres y juntos. Dios sabe las veras con que lo he pedido por la salud de mi hermano, y, el ningún deseo que tenía de, poseer sus inmensos bienes. S. D. M. ha querido vaya a España; él cuidará de nosotros, y se hará su santa voluntad. El embarco se hizo a las tres en punto, con viento contrario, y con toda la familia en un navío. Por la noche se puso el viento favorable, y fue tan feliz el viaje como se verá en adelante.

Quedaron los napolitanos penetrados de dolor viendo partir al restaurador de su reino y de su libertad, que amaban tiernamente, y cuyo amor ha pasado de padres a hijos, pues aún el día de hoy pronuncian con ternura el nombre de Carlos los mismos napolitanos, que sienten no haberle conocido, y que le llaman il nostro Carlucio. Su hijo, dotado de un corazón como el de su padre, les recuerda su memoria, y los gobierna con igual dulzura, de modo que es amado de sus vasallos y de cuantos tienen la fortuna de   —100→   conocerle; trabaja con celo y acuerdo por el bien de sus pueblos, ha hecho caminos en todo el reino, fomentado mucho la marina y el comercio y puesto en buen pie su ejército.

No sólo la dulzura del Rey Carlos, sino los monumentos que ha dejado en Nápoles harán inmortal su memoria.

Como desde que salió al mundo había tenido una vida activa y se había empleado en regenerar y hacer felices a sus semejantes, su corazón, naturalmente propenso a hacer bien, había adquirido tal complacencia en hacerle, que podía decirse de él lo que de Tito: Que no se creía feliz el día que no hacía algún dichoso. Uno de sus mayores gustos era la fabricación, y así aborrecía, por consiguiente, todo lo que era destrucción, y padecía en ver cortar un solo árbol. Hizo fabricar, a cuatro leguas de Nápoles, el palacio de Caserta, que es uno de los mayores y más magníficos que se conocen, y el acueducto que construyó no cede a los de los antiguos romanos, y liará honor al Soberano que lo emprendió y al célebre arquitecto Vanvitelli, que lo imaginó y dirigió la obra.

No merece menos admiración el palacio de Capodimonte, que está en Nápoles, en el cual hay una colección de preciosas antigüedades, y sobre todo de cameos. El hospital general, construido por su orden, es también obra suntuosa,   —101→   y su solo defecto es ser demasiado grande, porque para su alma era chico el mundo entero. Estableció también una fábrica de porcelana y otra de mosaico de piedra dura, al estilo de Florencia, que perfeccionó mucho.

Pero lo que sobretodo merece la gratitud del mundo entero, es la obra grande que emprendió el Rey Carlos de las excavaciones de las ciudades de Herculano y Pompeya, en la cual ha ilustrado la Europa y resucitado en ella el gusto de los griegos y romanos, poniendo a la vista sus monumentos, de modo que no hay artista ni hombre de luces que no deba mirar al Rey Carlos como una divinidad restauradora de las artes.

Estas dos ciudades existían, según se cree, más de mil trescientos cuarenta y dos años antes de Cristo; esto es, sesenta años antes de la guerra de Troya. Pompeya pereció en el gran terremoto acaecido en tiempo de Nerón, el 5 de Febrero de 63, en el cual padeció también mucho Herculanum, que fue sumergido por la lava y las cenizas del Vesubio en la grande erupción acaecida en 4 de Agosto de 79, en tiempo del Emperador Tito. Esta erupción es la que describió con la mayor elegancia Plinio el Menor, que fue testigo ocular de ella, y cuyo tío Plinio el Mayor, el naturalista (que era General de la armada romana que cruzaba siempre las costas   —102→   de Sicilia), pereció en ella, queriendo acercarse a tierra para socorrer a los desgraciados habitantes de las faldas del monte. Fue tal la fuerza de esta erupción, y la cantidad de cenizas que arrojó de sí el volcán, que no sólo llegaron a Roma, sino al Asia y a la Siria, y ellas acabaron de cubrir las ruinas de Pompeya.

Había ya mil seiscientos cuarenta y un años que estaba Herculano sepultado, y nadie pensaba en verle, cuando el Príncipe d'Elbeuf, que construía una casa de campo al pie del Vesubio en 1720, buscando para ella unos mármoles, encontró a las inmediaciones algunos ya trabajados, que le empeñaron en buscar otros. No sólo los halló, sino que descubrió algunas estatuas antiguas, que regaló al Príncipe Eugenio de Saboya, y continuó en ir sacando. Pero viendo el Rey Carlos que, según todas las noticias antiguas, aquellas ruinas podían ser parte de las dos ciudades Pompeya y Herculanum, cuya situación era: la primera hacia la Torre del Greco, y la segunda entre ésta y Nápoles, creyó que era necesario todo el poder y medios de un Soberano para hacer con utilidad esta descubierta, que tanto podía interesar a la literatura y a las artes, y así, satisfaciendo al Príncipe sus gastos y comprando el terreno, emprendió a toda costa la excavación, bajo la dirección de personas hábiles, que en esta obra, digna de un   —103→   Monarca, han dado impresa a la Europa la colección más interesante y completa que puede imaginarse, y que van continuando. La excavación de Herculanum se empezó en 1750; unos paisanos hallaron después de esta época las ruinas de Pompeya.

Es, a la verdad, cosa bien singular y agradable el pasear por las calles y por las mismas banquetas de una ciudad fabricada hace ya tres mil años. Yo he tenido esta satisfacción en 1773, viajando por Italia. El Rey Carlos mandó fabricar en Herculanum su casa de Campo de Portici, en la que hace una colección de todas las antigüedades que se van descubriendo, y que es única en el mundo. Varios le reconvenían, diciendo no debía exponer una colección tan preciosa en un paraje tan inmediato al Vesubio; pero S. M. se reja, y les decía: Así tendrán los venideros otra nueva diversión de aquí a dos mil años, les hará honor descubriéndola.

Aunque esto prueba la grandeza de ánimo, despego y filosofía cristiana de este Monarca, es muy de desear que, en premio de ella, no se verifique, por el bien de las artes.

Uno de los trabajos más ímprobos que han resultado de esta descubierta es el de desenvolver los manuscritos que se han encontrado enrollados y casi quemados. Un Religioso somasco, llamado Antonio Piaggi, y otros trabajan   —104→   continuamente en esta improvisación de obra, y el día en que pueden desenvolver y colocar una tira de un dedo de ancho, el un día feliz. Bien se ve cuánto tiempo es preciso para adelantar poco. En la obra famosa de Herculanum, que mandó hacer el Rey Carlos, y cuya memoria inmortalizó por ella, y que es uno de los monumentos más preciosos para las artes, por hallarse en ella la colección de estos descubrimientos, se ve el método de que se sirve este Religioso para desenvolver los manuscritos, del que se halla también una noticia en la Enciclopedia.

Hasta ahora sólo se ha descubierto un libro sobre la música, que no da ninguna noticia interesante. Es cosa muy notable que el primer fruto de estos trabajos haya sido relativo a la música, cosa que aborrecía el Rey Carlos, porque, cuando chico, le hacía ir por fuerza a la ópera su ayo, el Conde de Santistéban. Lección que es muy oportuna para los padres y ayos. También es singular que el mismo Monarca, tan enemigo de la música, sea el que ha hecho el teatro mayor que se conoce, que es el de San Carlos de Nápoles; pero a esto puede decirse que, como el palco del Rey esta en el fondo, lo ha hecho así para estar más lejos de la música.

Aquí puede terminarse la primera parte de   —105→   la vida de este gran Príncipe, que, después de haber mandado una gran parte de los pueblos de Italia, de haberse hecho amar de ellos y de haberlos hecho felices por espacio de veintiséis años, quiso la Providencia disfrutase de igual dicha su patria, del modo que se dirá en adelante.


 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE