Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

129. Si esta consideración hubiera de regular nuestras conjeturas, supondríamos que Cervantes fue uno de los individuos que componían la academia   -pág. 124-   llamada Selvaje, establecida en Madrid el año 1612, a imitación de la que veintiún años antes se formó en Valencia con el nombre de Los Nocturnos; porque constándonos que concurrían a ella los mayores ingenios de España que a la sazón se hallaban en esta corte, ninguno podría con más justa razón entrar en aquel número. Instituyola en su propia morada D. Francisco de Silva, de la casa del duque de Pastrana, sujeto muy favorecido de las musas, a quien Cervantes alabó encarecidamente en el Viaje al Parnaso, y que en efecto gozó de gran reputación entre los poetas; de los cuales nos consta eran individuos de la academia Lope de Vega y Pedro Soto de Rojas, que se llamó El Ardiente, y nos ha conservado estas noticias en su Desengaño de amor. Ocupábanse en escribir poesías y diferentes asuntos, y en especial para alabar y encarecer aquellas obras que se presentaban a examen antes de su publicación; y así es que en este mismo año de 1612 escribió Cervantes unos versos en elogio del secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo, autor de la obra intitulada Secretario de señores, que se dio a luz al año inmediato, y en cuyos principios se imprimieron juntamente con varias composiciones del mismo Lope y Soto de Rojas y del M. Vicente Espinel, Miguel de Silveira, D. Antonio Hurtado de Mendoza, y otros amigos y panegiristas del autor.

130. Entre tanto iba disponiendo y perfeccionando Cervantes algunas de sus obras para darlas a luz. La principal fue la colección de doce novelas que entresacó y escogió de las que había escrito en diversos tiempos y lugares, y que por ser las primeras que originalmente se compusieron en castellano había procurado tantear años antes cómo las recibía el público, intercalando en la   -pág. 125-   primera parte del Quijote la de El Curioso impertinente y la de El Capitán cautivo, aunque sin conexión ni analogía con la acción y desenlace de aquella fábula, y aun recelando que los lectores, poniendo su atención en las aventuras del héroe principal, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas con prisa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, como se mostraría más al descubierto cuando por sí solas saliesen a luz. Con el mismo objeto indicó el título de algunas otras, procurando excitar para en adelante la curiosidad pública. Quedaron por entonces satisfechos sus deseos, viendo que no solo habían sido bien acogidas en España, sino que en 1608 reimprimió en París César Oudín la de El Curioso impertinente al fin de la Silva curiosa de Julián de Medrano, y la publicó al mismo tiempo separadamente, traducida al francés para instrucción de sus discípulos; y esto y el ver correr algunas en copias, aunque incorrectas, con aprecio entre las gentes cultas, debió alentarle a dar a todas la última mano para solicitar su impresión, como lo hizo a mediados de 1612, y publicarlas hacia fines de agosto del año siguiente, dedicándolas al conde de Lemos por medio de una carta digna del mayor aprecio por la urbanidad, gratitud y moderación con que está escrita.

131. Cervantes había visto el aplauso con que corrían estas composiciones en Italia, principalmente las del Boccaccio; pero advirtió que sin embargo de su estilo encantador, y de la elegancia, pureza y singulares gracias del lenguaje, que las hacían tan apreciables, eran por otra parte en gran manera nocivas y perjudiciales a las costumbres por la indecencia, obscenidad y libertinaje de las ideas y argumentos. Procuró pues corregir este abuso, y adoptar en su plan aquellas acciones que   -pág. 126-   sin ofender el pudor fuesen características del genio de su nación, y prestasen materia para la corrección de los vicios más comunes en la sociedad por la falta de educación o por el imperio que tienen en el vulgo las más absurdas preocupaciones, cuya perniciosa influencia había penetrado su perspicacia en la serie de sus varios viajes y destinos. En tales fundamentos se apoyó para llamarlas ejemplares; porque si bien se mira, dice en su prólogo, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso, pues aun los requiebros amorosos son tan honestos y tan medidos con la razón y discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o cuidadoso que las leyere. Su intento fue que cada uno se entretuviese con esta lectura sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan: y siendo esto así, como lo es, y que no podía sacarse tan ventajoso fruto de las novelas anteriores, es muy de extrañar que D. Gregorio Mayans, adhiriéndose al dictamen de Lope de Vega, y a las críticas que hicieron el Lic. Avellaneda y el Dr. Figueroa, ambos émulos de Cervantes, vacile sobre si conviene y está bien apropiado a estas novelas el título de ejemplares, cuando su autor estaba tan convencido y satisfecho de ello, que aseguraba en su prólogo que si por algún modo alcanzara que su lección pudiera inducir a algún mal deseo o pensamiento, antes se cortara la mano con que las escribió que sacarlas en público; y por lo mismo decía a su protector: solo suplico que advierta vuestra excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos que a no haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los más pintados.

  -pág. 127-  

132. Igual concepto formó de ellos el público ilustrado. Sus aprobantes dijeron entre otros encomios, que daban honra a nuestra lengua castellana, y que no se mostraba menos en esta obra la discreción y amenidad de su autor que en las demás que había sacado a luz; y el festivo y fecundo escritor Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo decía, que con esta confirma Cervantes la justa estimación que en España y fuera de ella se hace de su claro ingenio, singular en la invención y copioso en el lenguaje, que con lo uno y lo otro enseña y admira, dejando de esta vez concluidos con la abundancia de sus palabras a los que siendo émulos de la lengua española la culpan de corta, y niegan su fertilidad. Así fue que en los privilegios se calificaba este libro de honestísimo entretenimiento donde se mostraba la alteza y fecundidad de la lengua castellana; y el mismo Lope de Vega, que trató de seguir las huellas de Cervantes, confesaba que no le faltó gracia y estilo en sus novelas; y aunque un juicio tan parco y diminuto, en que no se hace aprecio de las más esenciales calidades de estas fábulas, como son la invención, el artificio de su plan y la propiedad de los caracteres, no redundaría en gran gloria de Cervantes, todavía la alcanzó mucho mayor cuando las novelas de Lope, escritas a imitación de las suyas, quedaron tan inferiores a su modelo: prueba indudable de cuán difícil es aun a los grandes ingenios competir con los originales, cuando cortado el vuelo a la imaginación caminan servilmente por la senda que otros han abierto con aceptación y próspero suceso. Considerando Tirso de Molina las excelentes cualidades de aquellas novelas, llamaba a Cervantes el Boccaccio de España; pero debió añadir que le excedía en la moralidad y buen ejemplo de su doctrina;   -pág. 128-   y finalmente nuestros principales dramáticos acreditaron el aprecio que debía hacerse de su invención y mérito, escogiéndolas para argumento de algunas de sus comedias, como lo hicieron con gran celebridad Lope de Vega, D. Agustín Moreto, D. Diego de Figueroa y Córdoba y D. Antonio Solís.

133. Este mérito se haría más patente y manifiesto si analizando cada novela de por sí, descubriésemos el lugar y tiempo en que las escribió Cervantes, su oportunidad, su objeto, sus alusiones y su doctrina, con lo que comprenderíamos mejor su inimitable gracia; pero reservando este examen para otro lugar, diremos, sin embargo lo que baste a ilustrar los sucesos de la vida a las opiniones del autor. El argumento de la de El Curioso impertinente parece haberle tomado del Ariosto cuando en su Orlando pinta a un caballero que habiendo casado con una dama llena de honestidad, hermosura y discreción, con quien vivió feliz algunos años, la maga Melisa le aconsejó que para probar la virtud de su mujer la diese libertad y ocasiones de abusar de ella, fingiendo ausentarse, y que bebiendo después en un vaso de oro, guarnecido de piedras, lleno de vino generoso, sabría si le había sido fiel o no; porque si lo era, lo bebería todo sin que nada se le derramase; y si lo contrario, se le vertería el licor sin entrarle una gota en el estómago. Curioso e impaciente el caballero aceptó el consejo de la maga; y al beber en el vaso experimentó el castigo de su curiosidad impertinente, vertiéndosele todo el vino por el pecho, por cuya razón rehusó Reinaldos exponerse a tan peligrosa prueba cuando se la propuso el mismo caballero en un convite, contentándose con la buena opinión que ya tenía de su mujer. Es muy verosímil que Cervantes, apasionado   -pág. 129-   y admirador del Ariosto, adoptase de esta ficción la idea de su novela, tan apreciable por su artificio, estilo y pintura de los afectos, y tan ejemplar no solo por el castigo que recibe Camila, sino por hacer manifiesta la necesidad de huir de los peligros y ocasiones para vencer los efectos de una amorosa pasión desordenada.

134. Hemos hecho ya mención de las novelas que escribió en Sevilla. La de Rinconete y Cortadillo, famosos ladrones que hubo en aquella ciudad, cuyo suceso pasó así en el año de 1569; y la de El Celoso extremeño, que refiere cuánto perjudica la ocasión, y cuyo caso asegura ser verdadero, pudiendo conjeturarse acaecido por los años de 1570. La acción de La Tía fingida es, según dice Cervantes, verdadera historia que sucedió era Salamanca el año de 1575; y aunque escrita con la lozanía, ligereza, y las sales y gracias cómicas tan características de Cervantes, y con el fin de probar el desventurado término en que paran las mujeres perdidas, que llevándose tras sí los ojos y voluntades de todos cuando mozas, se aplican cuando viejas a corromper la juventud con sus consejos y tercerías, no se resolvió a publicarla entre las demás, tal vez por buenos respetos, como solía decir, y porque aun siendo provechoso su objeto final, no le parecería por los incidentes de la acción tan ejemplar como las otras, pudiéndose aplicar a esta novela lo que el mismo Cervantes juzgaba de La Celestina, diciendo que era libro divino en su opinión si encubriera más lo humano; cuyo juicio habrá tal vez formado el público al verla impresa recientemente sin embargo de las supresiones que ha hecho el editor con mucha cordura y miramiento. La lectura de esta novela, la de El Licenciado Vidriera, y algunos pasajes de otras convencen de que   -pág. 130-   Cervantes residió y aun estudió en Salamanca por espacio considerable de tiempo.

135. No faltan escritores juiciosos que aseguren que en aquel licenciado se propuso Cervantes ridiculizar la manía y extravagancia del erudito humanista Gaspar Barthio, quien habiendo nacido en Custrín el año de 1587, y manifestado desde su infancia un ingenio precoz y una memoria maravillosa, estudió con mucho fruto y lucimiento en varias academias y universidades de Alemania, y viajó por Inglaterra, Holanda, Francia, Italia y España, aprendiendo las lenguas vivas con perfección y procurando aprovecharse en todas partes de las luces y conocimientos de los sabios que encontraba. De regreso a Alemania fijó su residencia en Leipsick, renunciando a toda clase de empleos para entregarse con mayor sosiego a sus estudios. La predilección que tuvo por la lengua española, y el aprecio que hizo de nuestros libros de ingenio y entretenimiento, le estimularon a traducir al latín la tragi-comedia La Celestina, que llamaba también libro divino; la Diana enamorada, de Gil Polo; y hasta para la traducción del Pornodidáscalo de Pedro Aretino se asegura que no se valió del original, sino de una versión castellana. Este empeño, esta afición extremada y una aplicación tan vehemente a la lectura de nuestras novelas, llegaron a trastornar la cabeza de Barthio, viviendo durante diez años persuadido de que era de vidrio, sin querer por esta aprensión que nadie se le arrimase. La facilidad con que en medio de su pasión por estos libros amatorios, y aun obscenos, se dedicaba a traducir y comentar muchos autores ascéticos y eclesiásticos, especialmente de la edad media; y las contradicciones e inconsecuencias en sus opiniones sobre algunos escritores clásicos, como Estacio, Claudiano, Silio Itálico y   -pág. 131-   otros, que ya notaron muchos eruditos, prueban el trastorno de su juicio, al mismo tiempo que son un testimonio de su inmensa erudición y variada lectura. Es pues muy probable que cuando estuvo en España le conociese y tratase Cervantes; y en efecto al ver el raro ingenio, notable habilidad y grande entendimiento del licenciado Vidriera cuando aun tenía pocos años; sus viajes por Italia, Flandes y otras diversas tierras y países; su retiro y abstraimiento, porque atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, y finalmente su manía y extravagancia, parece indudable haber sido aquel docto y maniático alemán el original que Cervantes se propuso copiar con tanto donaire y propiedad en esta novela, escrita después de haber estado la corte en Valladolid, y con tal discreción e ingenio, que supo mezclar en los incidentes una censura general de los vicios y abusos más comunes en casi todos los oficios o empleos de la república; siendo por esta razón, según dice Mayans, el texto donde Quevedo tomaba puntos para formar después de sus lecciones satíricas contra todo género de gentes.

136. De igual doctrina y aprovechamiento pudiera ser El coloquio de los perros Cipión y Berganza, que en realidad es un apólogo excelente y una invectiva severa contra muchas supersticiones y resabios de la mala educación que dominaban en España, aunque mezclada con las máximas de la más sublime política y moral. Sátira, dice Mayans, en que imitando a Lucilio y a Horacio, se reprende a muchos con mordacidad, pero ocultamente; y crítica admirable, añade Florian, llena de filosofía y de gracias, donde las costumbres españolas están pintadas al natural y con todo el ingenio de Cervantes; por cuyas circunstancias mereció la aprobación de Pedro Daniel Huet, uno   -pág. 132-   de los hombres más eruditos y juiciosos que ha tenido Francia. Esta novela la escribió Cervantes poco antes de su publicación; pues haciendo una pintura exacta de la vida y costumbres de los moriscos, y de los daños que causaba su conducta y permanencia en España, anuncia como remedio único su expulsión, que en efecto se verificó desde el año de 1609 al de 1614.

137. En la descripción del alquimista que estaba enfermo en el hospital de Valladolid, y pretendía sacar plata y oro de otros metales, y aun de las mismas piedras, aludió a un suceso muy reciente. Presentose en Madrid en el mismo año de 1609 Lorenzo Ferrer Maldonado, dándose el título de capitán, y suponiendo, entre otras cosas prodigiosas, que alcanzaba grandes secretos de naturaleza, como descifrar la clavícula de Salomón, con lo cual se venía a encontrar y perfeccionar el verdadero lápiz, nunca jamás enteramente hallado de los alquimistas en tantos siglos, y prometía convertir en oro los más bajos metales. Alucinados con estas promesas algunos incautos o codiciosos, le ayudaron con casa y caudal competente para comenzar su obra; pero él entreteniéndolos mañosamente más de dos años, anunciándoles siempre la proximidad del suceso, aunque era menester mucho tiempo para la trasmutación de los metales, desapareció de Madrid, y se fue ocultamente, dando este pago a los que le favorecían y daban larga pensión. Algún tiempo después vino a ser preso por la chancillería de Granada, donde se le justificó haber falsificado varias firmas y escrituras públicas. También el matemático, su compañero de hospital, que andaba veintidós años hacía tras de hallar el punto fijo, tuvo su original en aquel tiempo; porque a la codicia y reclamo de los cuantiosos premios ofrecidos por nuestro   -pág. 133-   gobierno al que descubriese el método de hallar la longitud en la mar (a lo que vulgarmente llaman el punto fijo), acudieron muchos proyectistas aventureros, y entre ellos el doctor Juan Arias de Loyola en 1603, y el portugués Luis de Fonseca Coutiño hacia el año de 1605, pretendiendo haber encontrado lo que se deseaba; pero las proposiciones de este fueron preferidas a las de Arias, sin duda por el influjo de su paisano Juan Bautista Labaña, y se le ofrecieron seis mil ducados de renta perpetua si la práctica acreditaba la verdad y exactitud de su invención; y después de muchas dilaciones y consultas se empezaron en 1610 las experiencias en varias navegaciones a América y Asia, que no correspondieron a las promesas del autor, quien habiendo causado de esta manera gastos considerables por más de ocho años, desapareció repentinamente de Madrid; y Arias permaneció más de treinta repitiendo memoriales, y desacreditando a cuantos competidores se fueron presentando para obtener el premio.

138. Pero aún es más notable otro suceso, que al mismo tiempo que comprueba la época de esta novela, manifiesta cuánta era la cordura e ilustración de Cervantes para combatir los errores a proporción de su mayor influjo y trascendencia. Era entonces tan general como nociva en España la credulidad y propensión a los encantamientos, adivinaciones, agüeros, hechizos, trasformaciones, y otros portentos semejantes, que proviniendo de los moros, naturalmente supersticiosos, y del vano estudio de la astrología judiciaria, se había arraigado en toda clase de gentes con la falta de buena educación, y aun de principios religiosos, sin que las declamaciones y doctrinas de algunos sabios, como el doctísimo maestro Pedro Ciruelo, hubiesen bastado a contener estos vicios, a ilustrar   -pág. 134-   las opiniones, y a mejorar las costumbres. Cervantes se había burlado con mucho donaire y oportunidad de estas supersticiones en varios lances y cuentos del Quijote; y aun en El licenciado Vidriera, cuando por consejo de una morisca le dieron unos hechizos para forzarle la voluntad, manifestó que no había en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío. En El Coloquio de los perros trató más de propósito y con mayor naturalidad de los engaños y arterías de las brujas y hechiceras, refiriendo la historia, común en su tiempo, de la Camacha de Montilla por medio de la vieja Cañizares, una de sus más aprovechadas discípulas. Manifiéstase toda la ridiculez de semejantes patrañas e ilusiones en la relación que esta hace de las habilidades y doctrina de su maestra, de sus confecciones y ungüentos, de sus viajes y festines, de sus transformaciones y maleficios, y como no quiso acabar sus días sin visitar las zambras, bailes y comilonas con que se solazaban otras en los aquelarres o ayuntamientos nocturnos de Zugarramurdi, en el valle de Baztán, de cuyas resultas fueron castigadas en el año 1610 por el tribunal de la inquisición de Logroño. Basta leer la horrenda y asquerosa figura que presentaba la bruja Cañizares, cuando por medio de su éxtasis y arrobamiento le sacaba arrastrando uno de los perros al patio de la casa, el castigo que ella y la Montiela habían sufrido por sentencia de un juez de ser azotadas públicamente por mano del verdugo, y la prisión que otras de sus compañeras padecieron en la inquisición, donde declararon sus brujerías y ficciones, para poner en aborrecimiento a tales hipócritas, y concluir con Cervantes que la Camacha fue burladora falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca, a   -pág. 135-   la cual ni aun los perros querían reconocer por madre, como ellas lo pretendían. Esta propensión a creer cuentos y prodigios tan indecentes como extravagantes, al paso que minaba la religiosidad de algunas gentes sencillas, hallaba tal vez apoyo en la persuasión de varias personas de autoridad y valimiento: y por esta razón cuando Cervantes, protegido por el cardenal arzobispo de Toledo, inquisidor general, procuraba desarraigar tan perniciosas ideas con las armas de la sátira y de la burla, el docto Pedro de Valencia dirigía a este ilustre prelado un erudito discurso acerca de los cuentos de las brujas, donde con razones católicas y con discreta filosofía demostraba la superchería y falsedad de aquellas extravagancias, y los riesgos efectivos que se originaban de publicarlas y darlas a luz, por el escándalo y mal ejemplo que producían.

139. No son menos recomendables y fecundas de moralidad y buena doctrina las otras novelas. Florian opinaba que la titulada La fuerza de la sangre es de mayor interés, y está mejor conducida que las demás de Cervantes, quien asegura haber sido cierto su argumento, y que todavía vivían felizmente, en Toledo, Rodulfo y Leocadia, principales actores de ella, con una ilustre descendencia. Igual verdad atribuye al suceso de La Española inglesa, que parece escrita, según se infiere de su relato, hacia los años de 1611. También se escribió por entonces La Gitanilla, aunque insertó en ella un romance compuesto en Valladolid con motivo de haber salido a misa de parida la Reina Doña Margarita a la iglesia de San Llorente, expresando en algunas metáforas los personajes de la comitiva. En la de El Amante liberal refirió disfrazadamente algunos de sus propios sucesos, como lo hizo en otras, y en especial   -pág. 136-   en la de El Capitán cautivo, a lo cual aludió sin duda el Dr. Suárez de Figueroa cuando tratando en aquellos años de las novelas al uso, y de las calidades de su composición y moralidad, decía con sarcasmo: no falta quien ha historiado sucesos suyos, dando a su corta calidad maravillosos realces, y a su imaginada discreción inauditas alabanzas, que como estaba el paño en su poder, con facilidad podía aplicar la tijera por donde la guiaba el gusto. Otros con crítica más imparcial y juiciosa han notado cierta falta de dignidad y de interés en los argumentos de las novelas, y alguna desigualdad en ellas; pero esto nace más de la variedad y naturaleza de los mismos lances que noveló, y de la inclinación y humor de los lectores, y aun a veces del poco conocimiento que estos tienen de las costumbres que se describen, que de mengua de ingenio y de decoro en su autor, quien en todas se manifiesta propio, oportuno y conveniente. Diverso es (dice un crítico moderno), el recato de Leonisa en El amante liberal, de la desenvoltura alegre y honesta de Preciosa en La Gitanilla; otro estilo se advierte en los discursos de Lotario y Anselmo en El Curioso impertinente, que en los de Monipodio y sus compañeros en Rinconete y Cortadillo: en suma todo sigue las costumbres de la sociedad, todo procede según el regular curso de la naturaleza. De aquí proviene no solo la propiedad, sino la diferencia encantadora en los varios caracteres que se pintan, y se conoce que Cervantes no menos observó las costumbres, abusos y preocupaciones de la gente plebeya y vulgar, que de la más ilustre y civilizada, y que con igual tino manejó su pincel en el retrato de los unos que de los otros, persuadido justamente que de la buena educación y mejora de todos había de resultar   -pág. 137-   aquella ilustración y ventura a que pueden aspirar los hombres en el estado de sociedad. Hállanse además en las novelas modos de decir tiernos, sentidos y delicados; abundan de frases afectuosas y enérgicas, de rasgos elegantísimos y numerosos, y de imágenes de una extremada gallardía y hermosura; y finalmente en la expresión de los afectos, en la amenidad de las descripciones y en los discursos tan bien razonados, parece que quiso su autor ostentar la riqueza y propiedad de la lengua castellana para promover su cultivo, generalizar su aplicación y uso, y afianzar la universalidad y aprecio que ya gozaba en este tiempo por todo el orbe conocido.

140. A vista pues de cualidades tan eminentes, de opiniones tan autorizadas, y de una aceptación tan universal y sostenida como han merecido las novelas de Cervantes desde su publicación, debieran correrse y avergonzarse algunos escritores de estos últimos tiempos, que sin dar muestras de su ingenio, ni acrecentar el caudal de nuestros conocimientos con sus obras, han pretendido hacer importantes investigaciones en la historia literaria, asegurando con poca cordura y sobrada ligereza que Cervantes no era el autor original de estas obras, pues eran conocidas del público muchos años antes que las diese a la estampa, creyendo hallar en estos supuestos plagios superiores pruebas de su perspicacia y diligencia. Bastaría para hacer callar a tan mordaces y superficiales críticos el testimonio de Juan Gaitán de Vozmediano, cuando en el prólogo de su traducción de la Primera parte de las cien novelas de Juan Bautista Giraldo Cinthio, impresa en Toledo en el año de 1590, decía: ya que hasta ahora se ha usado poco en España este género de libros, por no haber comenzado a traducir los de Italia y Francia, no   -pág. 138-   solo habrá de aquí adelante quien por su gusto los traduzca; pero será por ventura parte el ver que se estima esto tanto en los extranjeros para que los naturales hagan lo que nunca han hecho, que es componer novela. Lo cual entendido harán mejor que todos ellos, y más en tan venturosa edad cual la presente. Bastaría oír al mismo Cervantes cuando aseguraba en el Viaje al Parnaso, que en sus novelas había abierto un camino para extender el uso y propiedad del idioma patrio; y cuando con mayor confianza y seguridad dice en su prólogo: yo soy el primero que he novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa; y conociendo el candor, la buena fe y la ingenuidad de este escritor, su fecunda fantasía y su admirable estilo, no se debió jamás dudar de que fue el legítimo autor de tales producciones, ni dar lugar a que otros doctos y bien intencionados españoles tomasen una defensa tan justa para vindicar al mayor ingenio de la nación de las imposturas de la ignorancia y de la maledicencia.

141. Como la continua mudanza y variedad de los usos y costumbres influye tanto en la composición y carácter de las comedias y novelas, que no son sino copias de lo que pasa en el trato civil de los hombres, tal vez habrá quienes sin comparar los tiempos y las circunstancias prefieran algunas composiciones modernas a las de Cervantes; pero si paran la consideración, y se detienen a analizar unas y otras, encontrarán fácilmente que la disposición y giro de la fábula, la propiedad de los caracteres, la expresión de los afectos,   -pág. 139-   la gracia y elegancia del estilo, y la oportunidad de las reflexiones, es tan superior en Cervantes, que en su pluma se oye y se ve la naturaleza con aquella verdad, con aquella alternativa y con aquellos accidentes que la son inseparables, mientras que los demás novelistas nos presentan por todas partes el artificio, el estudio y la afectación. De aquí nace que estas primitivas novelas españolas, aun después de dos siglos, se leen siempre con gusto e interés por las personas ilustradas, y que los escritores de mayor crédito, teniéndolas por la obra más correcta de Cervantes, califiquen con justicia la primacía y preferencia que obtienen, las consideren como piezas excelentes de imaginación y de elocuencia, como las más perfectas que tenemos hasta ahora, y como obras magistrales en su género.

142. Los émulos que le había suscitado la publicación de la primera parte del Quijote, y la generosa protección que le dispensaban el conde de Lemos y el cardenal arzobispo de Toledo Don Bernardo de Sandoval y Rojas, descubrieron sin empacho su odio y ojeriza al ver el aplauso universal con que fueron recibidas las novelas; y para cohonestar sus dañados intentos pretendieron hacer la defensa y apología de Lope de Vega, que gozando de un aura popular sin ejemplo en nuestra historia literaria, le creyeron ofendido y mal tratado en la censura que del teatro español había hecho Cervantes en el juicioso coloquio del canónigo de Toledo. No necesitaba este escritor otro testimonio de su justicia, moderación y buena fe que la confesión del mismo Lope de Vega, cuando satisfaciendo a los cargos que se le hicieron por el nuevo método que seguía en sus composiciones dramáticas, manifestó paladinamente en 1602, tres años antes de publicarse el Quijote,   -pág. 140-   los defectos y absurdos de sus comedias, su extravío y voluntario abandono de las reglas del arte y del ejemplo de Plauto y Terencio, el descrédito que su opinión padecería entre las naciones extranjeras, considerándose por esta razón más bárbaro que todos, pues no solo chocaba abiertamente con la doctrina de los venerables maestros de la antigüedad, sino que por acomodarse al estragado paladar del vulgo, y hacer vendibles sus obras, prefería hablarle en el lenguaje necio e inculto con que se complacía. De modo que Lope antepuso los aplausos ciegos de un vulgo estúpido e ignorante al aprecio de los sabios y a su propia y sólida reputación; y dijo de sí mismo lo que la urbanidad y el decoro no permitiría que otro le dijese, aun censurando sus extravíos.

143. Así fue que Cervantes, tratando del teatro español con juiciosa crítica e instrucción, expuso cuán perjudicial era que las comedias se hubiesen hecho mercadería vendible, pues que los poetas se veían precisados a atenerse al gusto de los recitantes que las habían de pagar; y no pudiendo desentenderse del influjo que tenía Lope en sostener tal corrupción de ideas y de buen gusto, se explicó sin nombrarle en estos términos: y que esto sea verdad, véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio de estos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y finalmente tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Por donde se ve con cuánto pulso y delicadeza indicó los defectos de algunas comedias de aquel autor célebre,   -pág. 141-   conociendo que son más perjudiciales cuando vienen acompañados de grandes virtudes sostenidas por una reputación popular tan extraordinaria como gozaba Lope a la sazón: que así lo hizo también el gran filósofo y crítico griego Dionisio Longino, respecto de Platón y Homero. Por eso han comparado algunos justísimamente con el mejor de los diálogos de Platón aquel hermoso razonamiento, en el cual, según nuestro culto y erudito Garcés, se manifiesta con claridad el atinado juicio de Cervantes. Igual circunspección guardó con los demás poetas cómicos sin descubrir a ninguno; de suerte que cualquiera que lea aquella censura con imparcialidad, hallará más motivos para calificarla de una defensa o apología de Lope, que de una sátira digna de ser murmurada y zaherida.

144. Con mayor acritud y severidad reprendieron los extravíos de aquel fecundísimo ingenio y los defectos de sus comedias Cristóbal de Mesa, Micer Andrés Rey de Artieda, D. Esteban Manuel de Villegas, Cristóbal Suárez de Figueroa, y sobre todos más descubierta y desvergonzadamente Pedro de Torres Ramila, colegial teólogo y preceptor de la gramática en Alcalá de Henares, cuya Spongia, impresa en París el año de 1617, deprimía el mérito de varios escritores de reputación, y entre ellos el de Lope de Vega, haciendo de sus obras y de su instrucción un juicio demasiado injurioso y picante. Hirió esto tan al vivo la delicadeza y afecto de sus apasionados y secuaces, que levantaron la voz para defenderle con nervio y valentía, y le colmaron de extraordinarios elogios, especialmente D. Francisco López de Aguilar, presbítero y caballero de la orden de San Juan, y el M. Alonso Sánchez, catedrático de griego, hebreo y caldeo en la Universidad de Alcalá, en la obra que publicaron con el título de   -pág. 142-   Expostulatio Spongiae, y en su Apéndice, donde procuraron desagraviarle de las injurias que acababa de recibir de tan insolentes émulos y de críticas tan maldicientes.

145. Para comprender toda la justicia de la censura de Cervantes, su templanza y moderación, es preciso conocer el estado del teatro español en aquel tiempo, para lo cual ningún testimonio puede haber menos sospechoso ni más autorizado que el del Dr. Suárez de Figueroa, que vivía entonces, cuando dice: «Los autores de comedias que se usan hoy, ignoran o muestran ignorar totalmente el arte, rehusando valerse de él con alegar serles forzoso medir las trazas de las comedias con el gusto moderno del auditorio, a quien, según ellos dicen, enfadarían mucho los argumentos de Plauto y Terencio. Así por agradarle (alimentándole con veneno) componen farsas casi desnudas de documentos, moralidades y buenos modos de decir: gastando quien las va a oír inútilmente tres o cuatro horas sin sacar al fin de ellas algún aprovechamiento... No se acaban de persuadir estos modernos que para imitar a los antiguos deberían llenar sus escritos de sentencias morales, poniendo delante de los ojos aquel loable intento de enseñar el arte de vivir sabiamente como conviene al buen cómico, no obstante tenga por fin mover a risa. Mas al contrario descubren los más poetas cómicos ingenio poco sutil y limitada maestría; siendo lícito a cualquiera elegir el argumento a su gusto, sin regla o concierto. Así se atreven a escribir farsas los que apenas saben leer, pudiendo servir de testigos el Sastre de Toledo, el Sayalero de Sevilla, y otros pajecillos y faranduleros incapaces y menguados. Resulta de este inconveniente representarse en los teatros comedias escandalosas, con razonados obscenos y   -pág. 143-   concetos humildísimos, lleno todo de impropiedad y falto de verosimilitud. Allí se pierde el respeto a los príncipes y el decoro a las reinas, haciéndolas en todo libres, y en nada continentes, con notable escándalo de virtuosos oídos. Allí habla sin modestia el lacayo, sin vergüenza la sirviente, con indecencia el anciano, y cosas así. Lo más ridículo viene a ser que siendo estos los que de nueve pliegos de coplillas sacan crecido interés, en todas las comedias introducen una figura con nombre de poeta, en quien de propósito juntan todas las calamidades y defectos del mundo». Si tal era la depravación del teatro, y tan perniciosas sus consecuencias, ¿no es de admirar la maestría y circunspección con que Cervantes lo censuró sin ofender a persona determinada, aunque lastimándose justamente de que con el buen nombre de Lope se autorizasen y cubriesen tan graves y escandalosos desórdenes, cuando por su ingenio y aura popular era acaso el único que podía remediarlos y corregirlos?

146. No eran nuevos ni fingidos estos respetos y consideraciones de Cervantes hacia Lope de Vega, pues en el Canto de Calíope le había alabado con encarecimiento, y lo repitió después con la mayor sinceridad en el soneto que se estampó al frente de La Dragontea, en el Viaje al Parnaso, en el entremés de La Guarda cuidadosa, en el prólogo de sus Comedias, en el de la segunda parte y otros lugares del Quijote, donde desmintiendo a los que le atribuían esta ojeriza y mala voluntad, dice que se engañaban de todo en todo, porque del tal (añade hablando de Lope), adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa: y Lope, conociéndolo así, correspondió generosamente, haciendo honorífica mención de Cervantes en su Dorotea, en   -pág. 144-   la novela primera, y celebrando su mérito aun después de muerto en El Laurel de Apolo, pareciendo más bien que ambos conspiraban de acuerdo al cultivo y acrecentamiento de la literatura y corrección de las costumbres con aquella noble y cándida emulación que fue la divisa de la edad latina de oro, ya animándose recíprocamente con sus elogios, ya acudiéndose con aquellos avisos y familiares amonestaciones que eran necesarias para el aumento de las mismas artes. Estos hechos nos declaran todavía cuán remoto y ajeno estaba el ánimo de Cervantes de aquellas miserables pasiones y resentimientos que temerariamente han pretendido achacarle algunos hombres orgullosos, que quieren medir la elevación, la nobleza y dignidad de las almas grandes por la ruindad y pequeñez de su corazón.

147. De esta clase fue entonces cierto compositor de comedias, que picado y quejoso de haberse visto comprendido en la censura general que hizo Cervantes del teatro, lleno de pesar y enojo por el buen nombre y crédito que a este le habían granjeado sus obras, y usando del ardid de mancomunar su causa con la de Lope, se presentó en la palestra, aunque ocultando su verdadero nombre, patria y condición, y se atrevió a continuar el Quijote, cuando no solo vivía su primero y legítimo autor, que había ofrecido la segunda parte, sino que acababa de repetir el anuncio de su próxima publicación en el prólogo de las novelas. Tal fue la audacia de aquel escritor, que bajo el nombre del licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, suponiéndose natural de Tordesillas, imprimió en Tarragona a mediados de 1614 una continuación o segunda parte del Quijote, en cuyo prólogo empieza a propasar los límites de la prudencia y de la urbanidad, derramando la   -pág. 145-   ponzoña que abrigaba su corazón, injuriando las venerables canas y celebrado mérito de Cervantes, a quien apellidaba manco, viejo, envidioso, mal contentadizo, murmurador y delincuente o encarcelado, y procurando también desacreditar su ingenio, ya introduciendo su hoz en mies ajena, ya amenazándole con privarle de la ganancia que esperaba de la segunda parte, que sabía iba a publicar inmediatamente; sin hacerse cargo este maligno continuador que, según decía atinadamente Cervantes, para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester un gran juicio y un maduro entendimiento; y que decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios. De modo que por cualquiera parte que se mire, no puede dejar de calificarse el prólogo de Avellaneda como un libelo infamatorio, digno de toda la severidad de las leyes.

148. Cuando llegó a manos de Cervantes tal conjunto de improperios al frente de una obra insípida, vulgar y obscena, tenía muy adelantada la segunda parte de su Quijote; y así es que comenzó a hablar de ella desde el capítulo LIX; pero con admirable delicadeza en lo relativo a sus injurias personales, y con suma gracia y donaire en lo tocante a los defectos literarios de su rival; despreciando con generosidad las inicuas imputaciones que le hacía, o demostrando su perversidad, o ridiculizando su ignorancia e ineptitud. Pudo Cervantes arrancarle la máscara, y sacarlo a la vergüenza con su cara descubierta; pero su moderación u otras consideraciones no se lo permitieron, al mismo tiempo que le daba el ejemplo de presentarse en la lid sin embozo ni arterías, con franqueza y generosidad. El paralelo de semejantes procedimientos entre Cervantes y Avellaneda descubre palpablemente la nobleza y decoro   -pág. 146-   del uno, y la mezquindad y grosería del otro así como la comparación de ambas obras manifiesta el ingenio, la erudición y gracia del primero, en contraste con la pedantería, insipidez y torpeza del segundo.

149. Solo la universal celebridad y el sublime mérito de Cervantes han podido excitar algún interés para averiguar el verdadero autor que se ocultó bajo el nombre de Avellaneda; quien, juntamente con su obra, hubiera desaparecido para siempre, si desentendiéndose Cervantes de sus injurias, y no haciendo mención de tan ruin adversario, omitiera el contestarle; pero el deseo de vindicarse y de burlar a su enemigo, fue causa de perpetuar la memoria de este en la misma obra que había de conservar su más sólida reputación en las venideras generaciones; y de que a proporción que se difundiese y propagase el aprecio de sus obras, creciese también la curiosidad de saber quién fue el pigmeo que osó medirse con el atlante de nuestra gloria literaria.

150. No fue otra la razón, si bien se examina, que este amor a la novedad la que movió a Mr. Le Sage a publicar en París en 1704 el Quijote de Avellaneda, traducido al francés con apacible y elegante estilo; y para quitar las náuseas que había de causar su insípida y desagradable lectura, se tomó la libertad de alterar el original, purificándole de muchos pasajes torpes e indecentes, y añadiendo de suyo varios cuentos y episodios más estimables; pues según los escritores franceses, aunque tenía poca invención, estaba dotado de singular talento para embellecer y mejorar las ideas de otros, haciéndolas propias por este medio, como lo ejecutó también con El Diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara, y con otras obras españolas, eludiendo así la dificultad que hallaba   -pág. 147-   en ajustarse al original, ya por el estilo entremesado y burlesco, ya por la penuria de diminutivos que padece la lengua francesa. Estas voluntarias alteraciones y reformas califican cuánto las necesitaba la obra de Avellaneda para granjearse alguna estimación del público; pero los que ignorando esta licencia que se tomó el traductor, creyeron fiel y ajustada la versión, alabaron a Avellaneda ciega y ligeramente, hasta suponerle exento de los defectos en que incurrió Cervantes, y asegurando que este había imitado y casi copiado la segunda parte de aquel, acriminándole al mismo tiempo la injusticia con que impelido de su enojo y resentimiento suponían haber tratado a su competidor. Así lo juzgaron entre otros los autores del Diario de los sabios, y así también el Dr. D. Diego de Torres, hablando todos de Avellaneda sin haber visto sino su traducción, censurando el último la incuria de los españoles, que habían dejado perder la mayor parte de los ejemplares de aquella novela, como si el estar menos castigado su estilo pudiera quitarle las bellezas de la invención que en ella suponía, y la correspondencia entre los miembros de su historia.

151. El dictamen de personas tan bien reputadas atrajo sin embargo a su partido el de otras no menos distinguidas en la república literaria y señaladamente a D. Blas de Nasarre, que ocultándose con el nombre de D. Isidro Perales y Torres, que era un clérigo familiar suyo, reimprimió en Madrid en 1732 el Quijote de Avellaneda, con una aprobación que también escribió, prohijándola a un amigo suyo, beneficiado de la iglesia parroquial de Aliaga, y exigiendo de la amistad de D. Agustín de Montiano iguales sufragios a favor de aquel escritor. Con tal aparato de encomios y panegíricos se presentó Avellaneda en el   -148-   siglo XVIII, como para vindicarse del menosprecio con que fue tratado en el anterior, en que había existido; pero con todo no logró alucinar a las gentes juiciosas y perspicaces, y solo consiguió una celebridad superficial y pasajera; porque su libro, que era apetecido por raro, perdió este título estéril luego que se hizo común, y la crítica y el buen gusto lograron sepultarlo en la oscuridad en que yacía, inutilizando los ejemplares de esta edición en los almacenes de los libreros y comerciantes. Todavía ha podido el crédito y el buen nombre de Cervantes dar lugar a nuevas especulaciones de interés en nuestros días para repetir la edición de Avellaneda, aunque omitiendo por orden superior los cuentos o novelas indecentes que contiene, sin conseguir por esto acrecentar su estimación, ni disminuir la que con tanta gloria se ha difundido por todo el orbe a favor del discreto Quijote de su noble competidor.

152. El silencio de los escritores contemporáneos, o la circunspección con que hablaron de Avellaneda los pocos que le mencionaron en su siglo, es en realidad una acriminación y cargo muy severo contra la presunción y liviandad de los que cien años después comenzaron a prodigarle los elogios que no merecía. La distancia de los tiempos, y la dificultad que trae consigo para investigar la verdad, han estimulado la curiosidad y la diligencia de algunos literatos para saber quién fue el disfrazado Avellaneda; y aunque estamos muy lejos de dar importancia a esta cuestión, creemos preciso sin embargo exponer lo que otros han llegado a inquirir o conjeturar con algún fundamento. Cuando D. Nicolás Antonio hizo mención de aquel torpe novelista en su Biblioteca manifestó bien a las claras el poco aprecio que le merecía, y la disparidad de su ingenio con el de Cervantes.   -pág. 149-   El Sr. Mayans esforzó más esta censura; pero inclinado a hallar misterios en las expresiones de este escritor, juzgó por algunas del prólogo de la segunda parte del Quijote, que su enemigo era hombre poderoso y calificado, y que por esto no se atrevió a nombrarle; bien que vacilante en su concepto hallaba también que pudo ocultar cuidadosamente su nombre para no dilatar su fama por ser persona baja y despreciable. Con mayor firmeza y verosimilitud opinó el P. Murillo en su Geografía histórica que era eclesiástico; y D. Juan Antonio Pellicer, que trabajó con más empeño en adelantar esta investigación, no solo apoya este juicio, sino que añade era religioso de la orden de predicadores. Indícanlo en efecto con mucha probabilidad varios sucesos o accidentes de la fábula de su Quijote, la afición que se advierte a las cosas peculiares de aquella orden, el celo de promover sus devociones, la noticia exacta que da de las ceremonias y prácticas religiosas, y la clase de erudición escolástica y teológica, que a veces rebosa con textos y autoridades de los santos padres. Vislúmbrase igualmente que aquel enmascarado Zoilo era compositor de comedias, y comprendido en la censura general que de ellas hizo Cervantes en el Quijote y en el Viaje al Parnaso, cuando buscaba el arrimo de Lope de Vega para sostener su mala causa; y consta por otra parte, que concurrió a dos certámenes que se publicaron en Zaragoza hacia el año de 1614 sobre la interpretación de dos enigmas que se esparcieron en aquella ciudad; y aunque por las alusiones que hacen los jueces en las sentencias a varios pasajes de su Quijote se viene en conocimiento de ello, todavía no dan suficiente luz para discernir cuál de los muchos poetas que allí se nombran fuese determinadamente el fingido Avellaneda.

  -pág. 150-  

153. Con estos antecedentes, y el más seguro que tenemos de su verdadera patria, pudiéramos presumir que la circunspección y templanza de Cervantes hacia su rival procedió del apoyo y protección que este, como dominico y aragonés, hallaría en el valimiento y autoridad del confesor del Rey Fr. Luis de Aliaga, religioso de la misma orden, y natural de Zaragoza, que gozaba de gran privanza e influjo en la corte y en los negocios públicos; pero con tan señalada ingratitud hasta con su bienhechor el duque de Lerma, y con modales tan groseros y desabridos, que excitó las quejas de muchas gentes, la censura de algunos escritores coetáneos, y el destierro y privación de sus dignidades cuando entró a reinar Felipe IV. No era extraño pues que Cervantes en aquellas circunstancias, hallándose ausente de su favorecedor el conde de Lemos, y este rodeado de los Argensolas, que también eran aragoneses y podían influir mucho en mejorar su situación, prefiriese reservar el nombre y calidad de su adversario, por el decoro que merecían su estado, profesión y conexiones, a descubrirle y correrle en público, conforme a los impulsos de su enojo y propia satisfacción: conociendo, como lo dijo en sus novelas, que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son favorecidos, y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos. Más segura es la noticia que tenemos de que era aragonés, y no de Tordesillas, como quiso suponerlo, no solo porque lo declara así Cervantes repetidas veces, sino porque lo acredita y hace manifiesto de un modo indudable su lenguaje y estilo, y el uso de ciertas voces y modismos propios de aquel reino, y que no pudo o no supo evitar, como los evitaron otros buenos y cultos escritores aragoneses de aquella edad, especialmente   -pág. 151-   los dos hermanos Argensolas, de quienes decía Lope de Vega que parece vinieron de Aragón a reformar en nuestros poetas la lengua castellana.

154. La cual efectivamente comenzaba por este tiempo a decaer de aquella dignidad y elegancia que había adquirido y conservado en el siglo anterior; y era mucha parte para esta decadencia y corrupción la infinita casta de poetas, que sin otro numen que su capricho, ni otro estudio que su destemplada imaginación, profanaban el templo de las musas, anteponiendo las vanas sutilezas del ingenio a la nobleza y dignidad de las grandes pasiones, y el boato de unas metáforas extravagantes y de unas voces latinizadas y oscuras a la elegancia y perspicuidad de nuestro bello idioma: contagio que cundió rápidamente aun entre los ingenios más sublimes de aquella época, y halló en el vulgo un abrigo y aplauso tan general como extraordinario. Para oponer algún dique al torrente de tanto mal escribió Cervantes su Viaje al Parnaso, imitando al que había publicado en Italia César Caporali, natural de Perusa, poeta parecido a él, no menos en su agudo y festivo ingenio, que en su triste y desdichada suerte. Alabó en esta obra a los poetas dignos de este nombre, dándoles el lugar eminente que merecían en nuestro Parnaso, y desterró de él a la muchedumbre de copieros corruptores de la noble poesía y del idioma castellano, de aquellos que hablaban unos latín y otros algarabía, y eran la idiotez y la arrogancia del mundo, según sus propias expresiones. Pero como Cervantes, aficionado a estos estudios desde su infancia, se contemplaba digno por su inventiva de ocupar un lugar distinguido entre los más clásicos poetas, y se veía por otra parte pobre y necesitado   -pág. 152-   en el último tercio de su vida, aprovechó esta ocasión para informar a Mercurio y representar a Apolo sus servicios militares y literarios, y cuán mal atendidos habían sido de los hombres que podían remunerarlos, valiéndose como poeta, según observó oportunamente Ríos, del ministerio de los dioses, para que el sufragio de los unos confundiese la injusticia e insensibilidad de los otros.

155. Cervantes se preció mucho de la invención de este poema, que sin duda es más ingeniosa y discreta que amena y agradable; pero el desahogo que dio a su corazón manifestando descubiertamente su extremada pobreza y necesidad, la calidad de sus méritos como soldado y como escritor, el abandono y olvido de sus antiguos amigos, la indiferencia y desatención de los próceres sus Mecenas, y la pertinaz injusticia de su mala estrella, le proporcionaron un desquite público e ingenuo, en que lució no menos la severidad y rectitud de su juicio, que la templanza y moderación de su carácter. Acaso por estas razones o por el recelo que tenía de que no fuese bien acogido del conde de Lemos este nuevo trabajo, resolvió dedicarle a D. Rodrigo de Tapia, caballero de la orden de Santiago, que en su edad juvenil cultivaba con afición y adelantamiento las letras humanas.

156. A continuación de esta obra, que salió a luz en fines de 1614, publicó la Adjunta al Parnaso, diálogo en peona, en que pintó con sumo donaire y desenfado el encuentro y conversación que tuvo con un poeta novel que le traía una carta del dios Apolo, incluyéndole las ordenanzas y privilegios para los poetas españoles. El objeto de estos opúsculos parece el mismo que el del Viaje al Parnaso; pero se descubre más determinadamente el de dar a conocer sus comedias, y publicar   -pág. 153-   sus quejas con los comediantes, porque teniendo sus poetas paniaguados, no se las pedían ni compraban, sabiendo que algunas habían sido representadas anteriormente con general aplauso, y que otras podrían obtenerlo por su novedad, cuando no por su mérito, respecto a no ser aun conocidas del público. Este desdén de los farsantes, y su interesada parcialidad, hirió tan vivamente el amor propio de Cervantes, que ya en este diálogo manifestó su intención de dar a la estampa aquellas comedias para que el público juzgase desapasionadamente de su mérito, y de la preocupación e injusticia de los que se las desacreditaban.

157. Para cumplir su promesa hubo de exponerse a nuevos desaires y desengaños; porque habiendo compuesto por entonces, pensando que aún duraban los tiempos de sus aplausos y alabanzas, algunas comedias sin podar conseguir se representasen en el teatro, las arrinconó en un cofre, condenándolas a perpetuo silencio. Instigado de su pobreza, y ansioso de aprovechar este trabajo para socorrerse, trató poco después de venderlas al librero Juan de Villarroel; pero este le manifestó con ingenuidad que se las compraría desde luego a no haberle dicho un autor de título que de su prosa se podía esperar mucho, pero que de su verso nada. Mortificole en extremo la respuesta, por el afán que siempre tuvo de parecer poeta, y en medio de tal pesadumbre y desabrimiento, volvió a repasar sus comedias y entremeses, que no le parecieron tan malos que no mereciesen salir a la luz y censura pública. Con este objeto trató de nuevo con el librero Villarroel, con quien se concertó al fin, vendiéndole el privilegio, que pagó razonablemente, evitándole la molestia de tener cuenta con dimes y diretes de recitantes. De resultas de este convenio se publicaron en setiembre   -pág. 154-   de 1615 ocho comedias y otros tantos entremeses, con una bella dedicatoria al conde de Lemos, y un prólogo tan discreto como erudito e importante para la historia del teatro y de la comedia española.

158. El público miró con indiferencia estas obras, y los farsantes no las adoptaron para sus representaciones, sin embargo de verlas publicadas. No era extraño que así sucediese, citando ya Lope de Vega había inundado el teatro con maravillosas composiciones, y otros muchos escritores muy apreciables e ingeniosos le ayudaban a sostener esta gran máquina con suma aceptación y aplauso de las gentes. Bien lo conocía Cervantes, y por lo mismo lo expuso con franqueza y sinceridad en su prólogo; y ya fuese que el dictamen de sus amigos, o sus propios desengaños, le hicieron mirar a mejor luz sus composiciones, no se atrevió a encarecerlas, contentándose con decir que ni eran desabridas ni descubiertamente necias, que el verso era el mismo que pide esta clase de obras, y el lenguaje el propio y característico de los personajes que en ellas se introducen; y en fin, como para satisfacer a los lectores descontentadizos, y acreditar sus conocimientos en las leyes de la poesía dramática, ofreció al público corregir todas aquellas faltas que se le habían notado en otra comedia que a la sazón componía, intitulada El Engaño a los ojos, la cual ni salió a luz, ni se ha conservado, como sería de desear para juzgar del acierto de aquel escritor y convencerse de si ya que logró conocer sus defectos, tuvo el juicio y discernimiento necesarios para evitarlos y corregirlos.

159. Tal vez se hubiera entonces comprobado aquella verdad bien conocida de que hay muchos hombres de gran penetración para los estudios   -pág. 155-   teóricos y especulativos, que carecen absolutamente de la disposición y aptitud necesarias para la aplicación de sus doctrinas a la práctica y ejercicio de las artes o facultades mecánicas; y por no parar en esto la consideración se han empeñado algunos en defender o disculpar a Cervantes de los errores y absurdos de sus comedias con sutilezas y evasiones tan singulares como desatinadas. Hízolo así D. Blas Nasarre, quien después de haber reimpreso con no merecidos elogios el Quijote de Avellaneda, reimprimió también en 1749 las comedias y entremeses de Cervantes, para sacarlas, según dice, del olvido en que yacían, mientras que las demás obras de este autor ocupaban la atención de todas las naciones cultas, y de las personas de buen gusto. En su concepto compuso Cervantes estas comedias con el fin de ridiculizar las de su tiempo, haciéndolas artificiosamente malas para motejar y castigar las comedias defectuosas y disparatadas que se introducían como buenas; purgando por este medio el depravado gusto y viciada moral del teatro, así como escribió el Quijote para burlarse de los libros de caballería. El señor abate Lampillas supone también en abono de Cervantes, que la malicia de los impresores publicó con su nombre y prólogo aquellas extravagantes comedias, correspondientes al depravado gusto del vulgo, suprimiendo las que verdaderamente eran de él, o transformándolas en un todo.

160. No pueden darse mayores pruebas de la irregularidad de tales dramas, que la extravagancia e impertinencia de los efugios e invenciones con que pretenden defenderlos o disculparlos ambos apologistas. Basta conocer el teatro de aquel tiempo, para ver que los defectos de las comedias de Cervantes eran comunes a todas o a la mayor parte   -pág. 156-   de las que entonces se escribían y representaban: que las mismas que Cervantes celebró como excelentes y arregladas a los preceptos del arte, y que se recitaron con tan singular aplauso y concurrencia pocos años antes, la Isabela, la Filis y la Alejandra de Argensola; La Ingratitud vengada de Lope de Vega; El Mercader amante de Gaspar de Ávila, y La Enemiga favorable del canónigo Francisco Tárrega, abundan de impropiedades y faltas que las harían intolerables en el día; y que El Trato de Argel y La Numancia, que hemos visto impresas recientemente, y que Cervantes reconoce por suyas, asegurando la aceptación que merecieron en la escena, sin embargo de los absurdos que ahora se les notan, nos confirman en que son igualmente suyas las publicadas en 1615, como lo confiesa en su dedicatoria y prólogo; y que solo la vicisitud de las costumbres, y la delicadeza y mejora del gusto público, pudieron reprobar o desdeñar en las tablas las mismas comedias que veinte o treinta años antes se habían aplaudido con tanto empeño e interés y alabado con tanto hipérbole y encarecimiento, citando a su autor entre los hombres célebres que ilustraron la dramática española, como lo hicieron Agustín de Rojas en su Viaje entretenido, y el Dr. Suárez de Figueroa en su Plaza universal.

161. Mayor aprecio han merecido respectivamente los entremeses: dramas o diálogos breves, jocosos y burlescos, que para dilatar y hacer más varias y agradables las representaciones teatrales, intercalaban entre los actos o jornadas de las comedias, cuando eran todavía unos coloquios a modo de églogas, según dice Cervantes; pero luego que a estas se las dio mayor extensión, dignidad y ornato, introduciendo en su acción reyes, reinas y otras personas graves, como empezó a practicarlo   -pág. 157-   Juan de la Cueva, seguido por Cervantes y otros, entonces quedó la costumbre de llamar entremeses a las comedias antiguas, donde estaba en su fuerza el arte, siendo una acción y entre gente plebeya, conforme asegura Lope de Vega; y tales han sido los entremeses comunes ya a principios del siglo XVII, y aun muchos años después, hasta que los sainetes modernos, con más extensión y complicada trama, han adulterado la sencillez primitiva de su composición; y aunque estos no carecen de mérito, especialmente los de D. Ramón de la Cruz, hay sin embargo en los antiguos entremeses tan sazonados chistes, tanta gracia y propiedad en los caracteres ridículos y populares, tan oportunos modismos y pureza de lenguaje, que han merecido siempre la estimación del público ilustrado, como lo manifiestan las colecciones que de ellos se han hecho en diferentes tiempos. Cervantes compuso algunos; pero solo publicó ocho entre sus comedias, como muestra de su singular ingenio para pintar toda clase de caracteres y costumbres, y como testimonio de su maestría y naturalidad para el diálogo, de su tacto fino y delicado para hallar y presentar lo ridículo y extravagante, y manejarlo con agudeza, amenidad e inimitable gracejo. Lastímase con razón un escritor moderno de que con tan buenas disposiciones no se hubiese dedicado de intento a pintar y ridiculizar en el teatro los vicios sociales de su nación y de su siglo, en cuyo difícil género hubiera sin duda sido tan eminente como Molière. Buena prueba de esta verdad es el juicio que Mr. Florian, tan justo apreciador de nuestra literatura, hace de los entremeses de Cervantes, diciendo que valen más que sus comedias, y que todos tienen naturalidad y gusto cómico, aunque algunos son demasiado libres; pero que son   -pág. 158-   admirables, sobre todos los titulados La Cueva de Salamanca, a cuya imitación se escribió la ópera cómica francesa El Soldado mágico, y El Retablo de las maravillas, que dio materia al célebre Piron para una ópera en coplas llamada El Falso prodigio, aunque muy inferior a su original. Así Lope de Vega compuso por los años de 1598 su comedia Los Cautivos de Argel, tomando su argumento, casos, escenas y aun expresiones de El Trato de Argel, que mucho antes había escrito Cervantes. Repitió este en sus entremeses algunos asuntos ya tocados en sus novelas, como los ocurridos en usa de Monipodio, los lances del celoso Cañizares, la conducta de Roque Guiñart; y dejó de publicar otros no menos graciosos y discretos, como el de Los Habladores, que se imprimió y publicó en Sevilla el año de 1624. Algunos han creído que escribió también autos sacramentales, y aun le atribuyen el titulado Las Cortes de la muerte, de que habla en el capítulo XI de la parte II del Quijote; pero hasta ahora no hemos hallado fundamento para apoyar estas presunciones.

162. Entre las costumbres más loables que entonces se conservaban para estimular los talentos en todas las ocasiones de celebridad pública, deben contarse aquellas concurrencias llamadas Justas poéticas, muy antiguas entre nosotros, y establecidas, según parece, a imitación de las justas o torneos, donde la noble juventud castellana, haciendo gala y ostentación de su brío y gentileza, se adiestraba en el manejo de las armas y en los ejercicios propios de la caballería. Los ingenios hallaban en aquellos certámenes un medio de darse a conocer con honrosa emulación, haciendo con sus producciones literarias más noble y sublime el objeto y la solemnidad de semejantes funciones.   -pág. 159-   Así sucedió en las que se celebraron en Madrid el año anterior de 1614, con motivo de haber beatificado el Papa Paulo V a Santa Teresa de Jesús; pues entre otras cosas se propuso un certamen poético, cuyas composiciones latinas y castellanas se habían de entregar para el 25 de setiembre al procurador general de los carmelitas descalzos. Cumplido el plazo señalado, se formó el tribunal que debía juzgarlas en la capilla mayor, ante un concurso y auditorio tan numeroso como distinguido. Uno de los jueces era Lope de Vega, que abrió la sesión recitando una oración y un discurso en alabanza de Santa Teresa, con tal gravedad y gracia en el decir, con tanta propiedad y espíritu en sus acciones, con tal dulzura y eficacia en el razonamiento, con tanta afluencia y ternura en sus afectos, que causó sumo placer y moción en el ánimo de los circunstantes; y en seguida, alternando con excelentes coros de música, leyó en alta voz las poesías que se habían presentado. Ocho eran los certámenes que se anunciaron al público, y en el tercero se proponían tres premios a los que con más gracia, erudición y elegante estilo, guardando el rigor lírico, compusiesen una canción castellana a los divinos éxtasis de la Santa, en la medida de aquella de Garcilaso, el dulce lamentar de dos pastores, con tal que no excediese de siete estancias. Concurrieron a competencia los más floridos ingenios de España, y entre ellos Miguel de Cervantes con una canción tan tierna y elegante, y tan arreglada a las leyes prescritas para aquel certamen, que mereció se publicase entre las más selectas en la relación que de las fiestas hechas en toda España con este motivo publicó Fr. Diego de S. José, y se imprimió en Madrid en el año de 1615.

163. Ya había entonces concluido Juan Yagüe   -pág. 160-   de Salas su poema o epopeya trágica (coma él la llama) de los célebres y desgraciados amores de Diego Juan Martínez de Martilla e Isabel de Segura, llamados comúnmente Los Amantes de Teruel; y deseoso de la perfección de su obra, procuró con loable moderación e ingenuidad que la viesen y corrigiesen una y muchas veces no solo los que en la poesía española tenían esclarecido renombre, sino todos aquellos que conoció poseían con especialidad alguna de las artes, facultades o ministerios de que trataba por incidencia. Del número de estos censores fueron Lope de Vega, Jerónimo de Salas Barbadillo, Miguel de Cervantes y otros, cuyos nombres se conservan al frente de los sonetos con que alabaron este libro, como para prevenir con su autoridad la benevolencia y aplauso del público. Es constante que muy a principios de 1615 obtuvo Yagüe de Salas el privilegio Real para imprimirle y publicarle después de las censuras y aprobaciones de estilo; y con todo no se verificó la impresión hasta después de mediado el año siguiente de 1616, cuando ya había fallecido Cervantes.

164. Estos ligeros desahogos de su afición a la poesía, o de las consideraciones debidas a los literatos y personas de mérito, no le impedían atender a la composición de otras obras más vastas, instructivas y deleitables. La principal, y que tenía comprometida en gran manera su reputación, era la segunda parte del Quijote; ofrecida desde 1604, anunciada como próxima a publicarse en 1613, y precedida sin embargo por otra segunda parte de un autor desconocido e inepto, que intentó desacreditar de un golpe el ingenio y las costumbres de Cervantes. Estaba este finalizando su obra cuando Avellaneda publicó la suya; pero este incidente, que le sorprendió e incomodó con   -pág. 161-   extremo, fue un poderoso estímulo para que la concluyese con tal celeridad, que a principios de 1615 la presentó, solicitando el permiso para su impresión, aunque esta se dilató, a pesar de su diligencia y conato, hasta fines de octubre. Al dirigir las comedias al conde de Lemos en el mes anterior le dijo: D. Quijote queda calzadas las espuelas en su segunda parte para ir a besar los pies a V. E. Creo que llegará quejoso, porque en Tarragona le han asendereado y malparado, aunque por sí y por no llevar información hecha de que no es él el contenido en aquella historia, sitio otro supuesto que quiso ser él, y no acertó a serlo. Palabras que denotan no solo el justo resentimiento de Cervantes, sino el bajo concepto que desde luego formó de la obra de su impertinente continuador.

165. Es preciso confesar que tenía mucha razón y justicia para lo uno y para lo otro; pero por lo mismo es más digna de alabarse la generosidad y circunspección con que procedió entonces. A los necios ultrajes e insolentes calumnias de su rival opuso la templanza y urbanidad de su prólogo, que puede ser modelo de contestaciones literarias, y las ingeniosas y festivas invectivas que entretejió con las aventuras de su héroe, alusivas a la flamante historia del disfrazado aragonés. Pero ninguna más oportuna y discreta que la apología que hizo de sí y de su Quijote en la dedicatoria al mismo conde de Lemos, donde, tratando de cuán deseado era su libro, se explica en estos términos: «Es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe para quitar el ámago y la náusea que ha causado otro D. Quijote, que con nombre de segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la   -pág. 162-   China; pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o por mejor decir suplicándome, se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de D. Quijote: juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el rector de tal colegio. Preguntele al portador si su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondiome que ni por pensamiento. Pues, hermano, le respondí yo, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje; además que sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros; y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que sin tantos titulillos de colegios ni rectorías me sustenta, me ampara, y me hace más merced que la que yo acierto a desear». El objeto de esta ficción fue no solo renovar la memoria de su pobreza, tributando a su bienhechor y Mecenas las expresiones de su gratitud y reconocimiento por la liberalidad con que le socorría, sino encarecer particularmente su obra, y vindicarla de las atroces e injustas censuras de sus émulos. Lo más notable que le achacó Avellanada recayó sobre que su estilo o idioma era humilde, y que su autor hacía ostentación de sinónimos voluntarios; y Cervantes, a quien no le era decoroso contestar abiertamente a este reparo, quiso contraponer la elegancia y pureza de su estilo a la incultura y vulgaridad del de Avellaneda, suponiendo que de los países más remotos le pedían y solicitaban ansiosamente su obra, para que por ella se leyese la lengua castellana, como el texto más propio y conveniente para aprenderla: opinión   -pág. 163-   calificada en el discurso de dos siglos por el voto unánime de los mayores sabios de la nación, y por la respetable autoridad de la academia Española.

166. Fue en efecto constante el conato de Cervantes desde su juventud en cultivar y mejorar el castellano, queriendo manifestar que era más vario, fácil y abundante de lo que algunos creían, y lográndolo con el feliz éxito que se advierte si se compara el estilo de La Galatea con el del Quijote y las novelas, y cómo lo descubren aquellos críticos juiciosos y atinados que han procurado analizar el lenguaje y estilo de nuestros más clásicos escritores. Especialmente merece honorífica mención al erudito D. Gregorio Garcés, cuando al indagar el fundamento del vigor y elegancia del idioma castellano, halla en Cervantes calidades tan eminentes, que asegura ser el que más le ha enriquecido, y el hombre más cabal así en esta materia como en el conocimiento de todo lo bueno. En aquella obra se ve demostrado con ejemplos el sumo tino y diligencia infatigable de Cervantes en aumentar o introducir muchos nombres compuestos para hacer más rica y elegante nuestra elocución, hasta entonces pobre y diminuta por el desdén con que la miraban muchos eruditos para emplearla en sus obras, y por la nimia severidad en admitir tales vocablos, sin embargo del precepto de Horacio, como ya lo observó Arias Montano. Nótase allí cuánto contribuyó Cervantes a engalanar nuestro romance con cierto atavío latino del siglo de Augusto, acrecentando así su dignidad y pureza. Allí se advierte la propiedad de estas mismas veces en aquel significar simple y vivamente las cosas, satisfaciendo la curiosidad y el entendimiento, presentándole los objetos cuales son, y descubriendo su esencia, calidades y circunstancias.   -pág. 164-   Admírase allí aquel rico caudal, que no consiste solo en la abundancia de palabras, sino en aquellos singulares modos de variar natural y oportunamente una misma expresión, dando mayor amenidad y gracia a la elocución y al número. Y finalmente se observa y encarece la discreción en el uso de las palabras antiguas y nuevas, conforme a la doctrina de Quintiliano; pues si, habiendo Cervantes enriquecido tanto nuestra lengua, usó de alguna palabra forastera, o fue por mostrarse festivo y sazonado, o por seguir la corriente de su fácil y amena imaginación, y el ejemplo de otros insignes maestros, tales como Pérez del Castillo, Mendoza, Ercilla, Coloma y otros. Aun pudiera alegrarse, como prueba de su circunspección en esta parte, la graciosa censura que hizo visitando D. Quijote la imprenta de Barcelona, del abuso que en esto hacían los traductores, y algunos jóvenes incautos o presumidos, que viajando por Italia sembraban después su estilo de barbarismos italianos. De las palabras antiguas usó también por gracia y jovialidad, como lo hicieron entre los latinos Cicerón y Terencio; mas con tal oportunidad, que mostró su intención de divertir al lector, y hacerle menospreciar los libros de caballerías, donde estaban consignadas tales voces y modismos; de las cuales colocó sin embargo a par de las nuevas y escogidas las que conservaban brío, gracia y expresión, y que ha honrado después el uso de los doctos por lo que agradan y por lo que autorizan el estilo. El de Cervantes fue por estos medios puro en extremo, armonioso en su número, fácil, enérgico y conveniente, y tal que le da un derecho indisputable a ser colocado entre los príncipes de la lengua castellana.

167. Los que han criticado tan maligna y fastidiosamente a Cervantes el uso de algunos italianismos,   -pág. 165-   o de otras expresiones que no tienen ahora toda la pureza y decoro que requiere la delicadeza de nuestros oídos o el refinamiento de nuestras costumbres, no se han hecho cargo de que hasta fines del siglo XV toda la riqueza la recibía el castellano del latín y de algunos restos del árabe en las provincias meridionales; pero que desde el reinado de los Reyes Católicos y en todo el siglo XVI nuestra dominación en Italia y Flandes, y la frecuente comunicación con estos países connaturalizó en España muchas voces y frases que forman hoy una parte preciosa del caudal de nuestro idioma: siéndonos extrañas por consiguiente aquellas pocas que con menos felicidad que las demás dejó de adoptar el uso, que es el árbitro en materias de esta clase. El autor del Diálogo de las lenguas deseaba en tiempos de Carlos V que muchas palabras italianas que cita, como manejar, cómodo, diseñar, discurrir, entretener, facilitar y otras se introdujesen en el castellano por la falta que en él hacían, y se le cumplieron sus deseos completamente, así como algunos años después introdujeron duelo por desafío, centinela, mochila, estrada, dique, marisco, zapa y otras infinitas D. Jerónimo de Urrea, D. Diego de Mendoza, Ercilla, Coloma, Suárez de Figueroa, Cristóbal de Rojas y otros atinados escritores. Y en cuanto a la pureza, decoro y majestad de las palabras y expresiones ¿no es bien sabido que se aumenta o disminuye en proporción de la mayor o menor delicadeza del oído, de la civilidad y finura de los usos y costumbres, de la extensión y popularidad que van adquiriendo, y de la mayor malicia o ironía que se las da en la conversación y trato familiar, aunque no la tengan originariamente ni en su composición ni en su significado? Las voces y expresiones naturales e ingenuas de Berceo y del   -pág. 166-   Arcipreste de Hita, que nos retratan las costumbres puras y sencillas de su tiempo, no podríamos usarlas hoy con el decoro y propiedad que entonces tuvieron: y algunas que usaron Granada, Sigüenza, Ribadeneira y otros del buen siglo las calificamos ahora de vulgares, bajas o indecorosas, sin embargo de que en ellas hallaron estos ilustres maestros toda la dignidad, gracia y propiedad, que tal vez han perdido por la mudanza del gusto y trastorno de las ideas y costumbres de los tiempos. Estas reflexiones dictadas por la filosofía y el juicioso discernimiento deben siempre preceder a toda crítica para que sea tan racional y justa como útil y conveniente.

168. Ni aun esta justicia y conveniencia podía tener en aquel tiempo la censura de Avellaneda, y por tanto era más oportuna la suposición de Cervantes cuando realmente solicitaban de todas partes con empeño la obra del Quijote, y cuando acababa de llegar a Madrid a principios del mismo año de 1615 el embajador de un rey del Japón pidiendo se enviasen religiosos para predicar el evangelio entre sus vasallos, habiéndose bautizado en la capilla real delante de Felipe III, con mucha pompa y solemnidad, un indio noble que aquel monarca enviaba como testigo y prueba de la sinceridad de sus deseos. Ni era menos adecuada la misma parábola en una época en que todavía conservaba la lengua castellana la universalidad y aprecio que le habían dado en el siglo precedente la gloriosa dilatación del imperio español por ambos mundos, y la vasta y eminente erudición de sus sabios y literatos. Era el idioma de las cortes de Viena, de Baviera, de Bruselas, de Nápoles y de Milán: y todos se preciaban de saberle, y se tenía a mengua y vergüenza entre las gentes cultas e instruidas el ignorarle. Los enlaces de nuestros   -pág. 167-   príncipes austríacos con los de la casa de Borbón que reinaba en Francia, estrecharon más las relaciones de amistad, de comercio y de interés entre ambas naciones, y dieron tanto auge al idioma que facilitaba esta recíproca comunicación, que en aquel reino, según decía Cervantes, ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana; y en París mismo la hablaba gran parte de los cortesanos, aun sin haber estado en España, conforme al testimonio de Ambrosio de Salazar. Por esta causa y con este objeto se establecían allí hábiles maestros, que procuraban y promovían su enseñanza: se estudiaban con aplauso y aplicación las obras españolas de mayor crédito y de más castizo lenguaje, y eran comunes en manos de los franceses los escritores clásicos de nuestro siglo de oro. Los mismos profesores, aun sin ser españoles, escribían y publicaban en aquellos países gramáticas y libros castellanos, y varios naturales traducían a esta lengua las mejores obras francesas y de otras naciones. De aquí se originó que se imprimiese entonces tanto libro español en Alemania, Inglaterra, Francia e Italia; y de aquí que los españoles, dominando todos los teatros de Europa, tuviesen en ellos el mismo influjo que en los negocios públicos, como asegura un escritor francés, y que sus compañías de farsantes, sosteniendo en París y otras ciudades aquella afición, propagasen y radicasen allí las bellezas y primores de nuestros insignes dramáticos, para que renaciendo poco después con mayor economía, orden y regularidad en manos de Molière, de Pedro Corneille y de otros sublimes ingenios, fuesen el encanto de todos los pueblos civilizados y el triunfo de la filosofía en cuanto a la pintura del carácter de las pasiones y de la corrección de los vicios o extravagancias de los hombres. El mismo Cervantes vio impresa en   -pág. 168-   París, y después traducida, su novela El Curioso impertinente, para instrucción de los que se dedicaban a aprender el castellano, y sabía con cuanta estimación se leían y estudiaban en los reinos extraños su Galatea, sus demás novelas, y la primera parte del Quijote, mientras que en su patria vivía desvalido y abandonado. Estas circunstancias dan mayor realce a la alegoría de que usó en su dedicatoria, en la cual presentó la verdad en todo su esplendor aunque con tal delicadeza y discreción, que sin ofender a ninguno en particular, fuese capaz de sonrojar a los que debiendo, por su opulencia o elevación, promover y fomentar las letras, las miraban con indolencia y desdén, y dejaban de aplaudir y premiar a los ingenios sublimes y desvalidos, que ilustrando a la nación con sus obras, vinculaban en ellas para siempre la gloria de su nombre.

169. Muchos son los escritores de aquel siglo que se lamentan de esta falta de protección con que el gobierno miraba a los hombres de mérito; pero Cervantes había tenido un desengaño y convencimiento propio, que tal vez intentó disfrazar en la mencionada parábola. Hallábase Felipe III en un balcón de su palacio de Madrid, y espaciando la vista observó que un estudiante leía un libro a orillas del río Manzanares, e interrumpía de cuando en cuando su lección dándose en la frente grandes palmadas, acompañadas de extraordinarios movimientos de placer y alegría. Atento el rey a todo adivinó inmediatamente la causa de tal distracción y enajenamiento, y dijo: Aquel estudiante o está fuera de sí, o lee la historia de D. Quijote. Presurosos los palaciegos en ganar las albricias del acierto de su príncipe, corrieron a desengañarse, y hallaron que el estudiante leía con efecto el Quijote; pero ninguno de ellos al   -pág. 169-   participarlo al soberano le hizo memoria de su autor, ni del abandono en que vivía, lleno de años, de méritos y desgracias: y así se malogró la ocasión más oportuna de haberle conseguido alguna pensión o socorro para su sustento. A esto podría igualmente atribuirse la memoria que hizo del emperador de la China, prefiriendo a su aprecio estéril y vanos elogios la beneficencia y liberalidad efectiva del conde de Lemos, a quien solo por su notable carácter y afición a las letras se dedicó a promoverlas con empeño, y a honrar y socorrer con generosidad a cuantos las cultivaban con utilidad y adelantamiento.

170. En tanto que de sus compatriotas recibía Cervantes tales desaires y desengaños, y que sus émulos le menospreciaban y perseguían con tanto encono, los extranjeros que venían a Madrid, inducidos de la fama y crédito con que corrían sus obras fuera de España, le señalaban con el dedo por las calles, y procuraban con instancia todos los medios de conocerle y visitarle, para proporcionarse su trato y comunicación familiar. El licenciado Francisco Márquez de Torres, capellán y maestro de pajes del arzobispo de Toledo, que censuró la segunda parte del Quijote, nos ha conservado un testimonio irrefragable de este aprecio tan extraordinario que tributaban a Cervantes fuera de su patria. «Bien diferente -dice en su aprobación, dada en 27 de febrero de 1615-, han sentido los escritos de Miguel de Cervantes, así nuestra nación como las extrañas, pues como a milagro desean ver al autor de libros, que con general aplauso, así por su decoro y decencia, como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recibido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en 25 de febrero de este año de 615, habiendo ido el ilustrísimo   -pág. 170-   señor D. Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal, arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a su ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a traer cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos, y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y tocando acaso en este, que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían sus obras, La Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte desta y las novelas. Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí a llevarles que viesen al autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halleme obligado a decir, que era viejo, soldado, hidalgo y pobre: a que uno respondió estas formales palabras: ¿pues a tal hombre no le tiene España muy rico, y sustentado del erario público? Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo». Expresiones agudas y discretas, que descubriendo la urbanidad y buen gusto de quien las decía, eran rana delicada apología de Cervantes, y una tácita, pero severa invectiva contra la indolencia con que nuestra nación miraba a los grandes ingenios que le daban   -pág. 171-   tan subida reputación y gloria en todo el orbe literario.

171. Resultas fueron de este aprecio tan extendido y universal la multiplicación de ediciones y traducciones del Quijote por todas partes. «Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia (decía D. Quijote), y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia». «Tengo para mí -había dicho anteriormente-, que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes; y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca». Cumpliose este vaticinio de Cervantes de un modo tal vez muy superior a sus esperanzas, porque pocos años después se habían hecho ya dos ediciones en Venecia de la traducción italiana de Lorenzo Franciosini, natural de Florencia. Los franceses, que también se apresuraron a traducirla, cuentan ya en el día de hoy siete traducciones diferentes. Los ingleses, constantemente apasionados de Cervantes, y dignos apreciadores de su obra, no solo tienen desde el año de 1620 diez traductores de ella, como lo son Shelton, Gayton, Ward, Jarvis, Smollet, Ozell, Motteux, Wilmont, Durfey y J. Philips, sino un comentador tan diligente y erudito como el doctor Juan Bowle. En Alemania se han hecho y publicado modernamente dos traducciones, la una por el señor Tiek, y la otra por el señor Soltau, que parece es la más apreciable por su exactitud. Disfrútanle en sus respectivas lenguas Portugal, Holanda y otras naciones; y es de notar que en muchas de ellas, conociendo cuánta fuerza y vigor pierden semejantes obras al trasladarlas del original, se han multiplicado   -pág. 172-   las ediciones castellanas, ilustrándolas con notas, comentarios y discursos, y adornándolas con excelentes estampas. Merecen contarse con especialidad en este número la edición hecha en Londres en 1738 con tanto esmero y magnificencia por J. y R. Tonson en cuatro tomos en cuarto mayor, en la cual se incluyó la primera vida de Cervantes que se había escrito a instancias de Milord Carteret por D. Gregorio Mayans y Siscar; la que publicó el mencionado Bowle en Salisbury y en Londres año de 1781 en seis volúmenes en cuarto mayor; conteniendo los dos últimos las anotaciones a la obra y varios índices, entre los cuales hay uno copiosísimo de las palabras usadas en ella, al modo del que suelen tener las exquisitas ediciones de los autores clásicos latinos: la que en el año de 1804 hizo en Berlín el señor Luis Ideler, astrónomo de aquella real academia de las Ciencias, en seis volúmenes en octavo mayor, dedicándola al señor Federico Augusto Wolf, profesor de poesía y elocuencia en la universidad de Halle; en la cual, con la mira de dar un texto correcto del Quijote, y facilitar su inteligencia a los extranjeros, eligió por modelo la edición de Pellicer, insertando su discurso preliminar, su nueva vida de Cervantes, y las notas a la obra, aunque omitiendo algunas digresiones o particularidades que solo pueden interesar a los españoles, y sustituyendo otras del doctor Bowle, y muchas explicaciones de las voces, frases y refranes difíciles, con sus correspondencias a veces en los idiomas alemán y francés. Otra edición del Quijote en cuatro volúmenes en octavo se publicó en Burdeos el mismo año, arreglada enteramente a la que con tanta belleza y corrección tipográfica había hecho en Madrid la imprenta Real pocos años antes; así como en la publicada en París el año de 1814 en   -pág. 173-   siete volúmenes se ha seguido el texto de la edición de la Academia, reuniendo a la vida de Cervantes con sus pruebas, y al análisis y plan cronológico del Quijote escritos por Ríos, las notas y comentarios de Pellicer. Y finalmente los papeles públicos anunciaron la nueva edición que de la traducción inglesa de Jarvis había ofrecido Mr. Belfour, adornada con magníficas estampas, ilustrada con notas históricas, críticas y literarias, así sobre el texto como sobre la vida de Cervantes, y sobre el estado de las costumbres y de la literatura en el siglo en que floreció.

172. Esta aceptación tan unánime, tan general y tan sostenida, ha sido constantemente autorizada por el juicio y dictamen de los más sabios y respetables literatos. El doctísimo Pedro Daniel Huet juzgaba a Cervantes digno de ser colocado entre los mayores ingenios de España. El P. Rapín calificaba al Quijote por una sátira muy fina, superior a cuanto de este género se había escrito en los últimos siglos. Mr. Gayot de Pitaval en su obra de las Causas célebres, presentando a los jueces, como modelo en casos extraordinarios, los juicios o sentencias de Sancho en su gobierno, llama al Quijote la fábula más ingeniosa del mundo. El culto Saint Evremont decía que de cuantos libros había leído, de ninguno apreciaría más ser autor que del D. Quijote, y que no acababa de admirarse cómo supo Cervantes hacerse inmortal hablando por boca de un loco y de un rústico. El juicioso abate Du-Bos, observando que todos los pueblos tienen sus fábulas particulares y sus héroes imaginarios, y que los del Tasso y del Ariosto no son tan conocidas en Francia como en Italia, así como los de la Astrea son más desconocidos de los italianos que de los franceses, asegura que solo la fábula del Quijote ha logrado la gloria   -pág. 174-   de ser tan conocida de los extranjeros como de los compatriotas del ingenioso español que supo crearla y darla a luz. Por eso le llamaba inimitable el autor de la Eloísa, y le prefería a todos los escritores de imaginación. El traductor francés, Mr. Florian afirma que Cervantes es acaso el único hombre que por medio de una invención tan original como ingeniosa haya obligado a los lectores a seguirlo en su historia no solo sin fastidio ni cansancio, sino con admiración y contentamiento. El autor de El Espíritu de las leyes, el célebre Montesquieu, aun cuando injuria a nuestra nación con notoria falsedad y malevolencia, no puede disimular el mérito del Quijote, diciendo que es el único libro bueno que tenemos: proposición tan inexacta, como honorífica a Cervantes. El fecundo poeta inglés Samuel Butler en su poema satírico y burlesco intitulado Hudibras contra los presbiterianos del tiempo de Oliverio Cromwell: los insignes sabios de aquella culta nación Pope, Arbuthnot y Swift en las Memorias, que escribieron mancomunados de Martín Scriblero para satirizar el abuso de la literatura y pedantería en las ciencias: los escritores franceses Pedro Carlet de Marivaux en su obra Les folies romanesques, o el D. Quijote moderno; el autor del Oufle y el del D. Quijote en París: Mr. D'Vssieux, en El nuevo D. Quijote; y aun en España el festivo autor el Gerundio, el de El Quijote de la Cantabria, y otros muchos de estas y diferentes naciones, todos se propusieron por modelo al ingenioso hidalgo de la Mancha, y todos aspiraron con empeño, aunque no con igual acierto, a imitar su plan, sus aventuras y sus gracias. El juicioso diarista holandés Justo Van-Efen, quería que esta obra se pusiese en manos de la juventud para amenizar su ingenio y cultivar su juicio, por   -pág. 175-   la elegancia de su estilo, por la agradable variedad de sucesos que enlaza, por su moral admirable, y atinadas reflexiones sobre las costumbres de los hombres, por el tesoro que contiene de juiciosas censuras y excelentes discursos, y con especialidad por la sal con lo que lo sazona todo. Finalmente algunos cuerpos sabios han honrado el Quijote, meditando ilustrarle, ya por lo respectivo a la cronología y geografía, ya por lo tocante a las alusiones de personas y sucesos verdaderos.

173. Merece nuestra memoria la resolución que la academia de ciencias, inscripciones, literatura y bellas artes establecida en Troyes en Champaña tomó a mediados del siglo pasado de comisionar un académico para viajar por España con el objeto de averiguar las circunstancias de la muerte del pastor Grisóstomo, y el lugar o paraje de su sepulcro y enterramiento, procurando al mismo tiempo recoger otras noticias para ilustrar el Quijote, arreglar un itinerario de sus viajes, y formar una tabla cronológica de sus sucesos y aventuras, a fin de hacer una traducción francesa más exacta y fiel que las que se conocían, y una edición superior por su corrección y magnificencia a todas las anteriores. Tan laudable y honorífico era el acuerdo y empeño de aquellos literatos, como excesiva su sencillez y credulidad en persuadirse de la existencia de los personajes que solo cupieron en la fecunda fantasía de Cervantes, y de la realidad de unos hechos que son puramente ideales o alegóricos, sin tener presente cuanto había reflexionado el erudito Huet en su tratado sobre el origen de esta clase de novelas, relativamente a la idea que tuvo Cervantes en suponer arábigo el original de la suya. No comprendiendo esta invención, y persuadidos los académicos de Troyes de que esta obra árabe existiría entre   -pág. 176-   los manuscritos de la biblioteca del Escorial, prevenían en consecuencia a su comisionado que la confrontase con la traducción de Cervantes, prometiéndose que de este trabajo y de la publicación del original pudieran resultar gran utilidad e ilustración a la literatura.

174. Pero en medio de tantos y tan recomendables elogios como ha merecido el Quijote, y de la unánime aceptación de dos siglos, no han faltado críticos nimiamente severos que abultando o engrandeciendo sus lunares, han pretendido mitigar sus alabanzas, o contener la corriente de sus aplausos; pero quisiera yo (les diría el mismo Cervantes) que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran... y quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal, fuesen lunares que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene. En el año de 1647 publicó en Francia Mr. Sorel una obra intitulada Le Berger extravagant, con el objeto de ridiculizar los libros de caballería, y también los de poesía; y censurándole algunos escritores coetáneos que no había hecho más que imitar y repetir el pensamiento de Cervantes, intentó desvanecer esta objeción procurando manifestar no solo que su obra era original, sino que la de Cervantes estaba llena de inverosimilitudes, como las había a su parecer en las aventuras de casa de los duques y gobierno de Sancho Panza; en que el cura, el barbero y el bachiller Sansón Carrasco dejasen su aldea y domicilio por seguir a D. Quijote; y en los episodios ajenos de la censura de los libros caballerescos en que se distrajo Cervantes; con otros reparos no menos frívolos, y con mayor número de equivocaciones mucho más absurdas y reprensibles: con   -pág. 177-   las cuales acreditó bien a las claras la superchería de un escritor que corrido de ver descubierto su plagio o su falta de imaginación, trató de criticar y zaherir a su modelo con la misma osadía y petulancia con que se atrevió a esgrimir su libre pluma contra Homero, Virgilio, el Ariosto, el Tasso, Ronsard y otros; sin reflexionar que el hecho solo de colocar a Cervantes entre tan claros varones era concederle aquel mérito sublime y original que pasando de siglo en siglo, siempre con entusiasmo y admiración, le aseguraba un nombre eterno en las futuras generaciones.

175. De otro crítico inglés, semejante al anterior, defiende a Cervantes el autor de un periódico que se publicaba en París por el año de 1737. Aquel censor después de haber atacado a Bayle, a Locke, al P. Malbranche, al Espectador de Adison y a otros autores y libros de igual reputación, comienza a juzgar el Quijote de Cervantes confesando la dificultad de sentenciar una obra, cuya suerte está decidida por el juicio del público. Sin embargo de esta prevención, son tantas las inconsecuencias e inverosimilitudes que supone en las aventuras del vizcaíno, de los benedictinos, de los galeotes y de Dorotea; tal la difusión e importunidad en las historias de Marcela, de Zoraida, y del Curioso impertinente, aunque bien escrita, y en la de Cardenio, por más que no solo ha gustado, sino que en su dictamen nada hay mejor imaginado, ni referido con más gracias; y finalmente abulta y encarece tanto hasta aquellas omisiones y lunares que reconoció el mismo Cervantes, o descubrieron sus émulos para zaherirle, que contradice y se opone a la opinión general que le califica de un crítico fino y juicioso, y solo ve en él una imaginación agradable y fecunda, pero sin corrección ni exactitud. Es notable que toda la   -pág. 178-   censura recae sobre la primera parte del Quijote, y con tanta semejanza con la que hizo Avellaneda, que puede sospecharse haber tomado de ella el crítico inglés los principales cargos y fundamentos, según opina el mismo defensor de Cervantes. Este añade que para apreciar tales acusaciones basta confrontarlas con el libro censurado, y entonces la complacencia y el buen gusto de los lectores encontrarán tantas bellezas, tales gracias, tan excelentes pinturas, tan oportunos caracteres, que aquellos lunares tan fastidiosamente repetidos por la maledicencia desaparecen de la vista, y este agrado y embeleso, que solo es propio de la belleza y sublimidad en las obras de imaginación, será la mejor apología del fabulista español.

176. No es extraño que unos extranjeros hablasen así de Cervantes para lisonjear su amor propio, cuando otros escritores patricios y coetáneos suyos, que le debieron suma indulgencia, y encarecidas alabanzas, lejos de corresponder a tanta generosidad, procuraron zaherirle y desacreditarle, aunque con la timidez y simulación que califican los procederes aleves e indecorosos. Nadie se presentó entonces franca y descubiertamente en la palestra; y es fácil conjeturar que las mezquinas pasiones que exaltaron la cólera de Avellanada, cundieron también entre otros literatos, celosos de que obtuviese Cervantes tanto aprecio del público por sus obras, y de sus ilustres protectores la preferencia, las distinciones y beneficios que ellos procuraban afanosamente, y acaso no con éxito tan favorable. Tal piensa el señor Pellicer que fue el origen de la ironía y de las invectivas con que Vicente Espinel intentó disminuir el mérito del Quijote, para levantar sobre él a su Escudero Marcos de Obregón, que publicó en 1618. Este escritor había elogiado a Cervantes en su juventud,   -pág. 179-   le había tratado después familiarmente en algunas sociedades y conferencias, se había visto favorecido de él con honoríficas expresiones, y ambos patrocinados del cardenal de Toledo, obtuvieron de su generosidad una pensión para sobrellevar los trabajos de la vejez y de la pobreza. De aquí pudo nacer la emulación que algunos pretenden descubrir en la dedicatoria de aquella obra y en varias especies sueltas del prólogo, que intentó apoyar con el dictamen de los amigos con quienes había consultado, siendo uno de ellos el M. Fr. Hortensio Félix Paravicino, que en su aprobación resumió sin duda el parecer de todos, afirmando que de los libros de entretenimiento común, es (El Escudero Obregón) el que con más razón debe ser impreso... pues, de los de este argumento (añade) me parece la mejor cosa que nuestra lengua tendrá. Así este aprobante como sus compañeros habían visto y leído la segunda parte del Quijote publicada dos años antes. Como el carácter o genio de Espinel era conocidamente socarrón, crítico y murmurador, según lo indicó Cervantes en el Viaje al Parnaso, al mismo tiempo que decía era uno de sus más antiguos y verdaderos amigos, no es inverosímil que aquel dirigiese sus tiros contra la obra de este, ni que los otros la tuviesen presente para formar un juicio tan apasionado como desmentido por la imparcial crítica de los sabios posteriores; pues aunque sea apreciable la vida de El Escudero Obregón, carece de aquellos esenciales requisitos de invención, de filosofía y de gracias originales, que han hecho al Quijote un libro clásico entre todas las naciones cultas de estos últimos siglos.

177. Aún es más descubierta la ingratitud y emulación del doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, natural de Valladolid, auditor de nuestras   -pág. 180-   tropas en Italia, y escritor benemérito de la literatura española. Cervantes le había colmado de elogios en el Viaje al Parnaso y en la segunda parte del Quijote con tanta prodigalidad, como mengua de la rectitud de su juicio crítico, y sin embargo nada alcanzó para templar su humor sombrío y maldiciente. Sabía la distinguida y generosa protección que dispensaba a Cervantes el conde de Lemos, y estaba quejoso de no haber podido conseguirla, sin embargo de haberle dedicado un libro que captase su benevolencia; porque cuando procuró presentársele personalmente, un eclesiástico le impidió la entrada, a pretexto de las muchas ocupaciones de aquel ilustre personaje: valiose después de un médico para lograr su presentación, aunque sin efecto y con igual desgracia, pues halló (según dice) tan sitiado al donde de ingeniosos, que le juzgó inaccesible. Concepto extraño respecto de un Mecenas tan recomendable por su virtud, su modestia, su popularidad y su generosa afición a las letras y a sus profesores, de los cuales algunos gozaban por su favor de honradas comodidades, como dice Salas Barbadillo; y ejemplo notable para precaverse y cautelarse los poderosos de las pasiones de los que aspiran a su privanza. Este suceso nos descubre el origen de muchas alusiones satíricas que vertió contra Cervantes en su obra intitulada El Pasajero, que publicó en Madrid el año de 1617. En ella censuró indirectamente La Galatea; pareciole abultado y hueco el título de Ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha; disgustole la calificación de ejemplares de las novelas; burlose de la ocupación de escribir versos en la vejez para justas literarias, como lo había hecho Cervantes en las de la beatificación de Santa Teresa; satirizó la composición de las comedias, que por falta de valedor y de estimarlas los   -pág. 181-   farsantes depositó en el suelo de una arca, esperando se representasen cuando menos en el teatro de Josafat, donde por ningún caso les faltarían oyentes; y finalmente notó aún el haberse escrito la dedicatoria y prólogo del Persiles entre las ansias de la muerte, como si la gratitud y la moderación no fueran virtudes dignas de acompañar al hombre hasta el sepulcro. Con no menor osadía y mordacidad criticó el doctor Figueroa los títulos de varias obras de Lope de Vega, de Bartolomé de Torres Naharro, de D. Esteban Manuel de Villegas, de Pedro de Espinosa y de otros insignes escritores castellanos.

178. Cervantes, más noble por su carácter franco, moderado e ingenuo, fue siempre indulgente con los demás poetas y literatos, y agradecido extremadamente con sus Mecenas y protectores. Expuso muchas veces su concepto y reputación por los unos, y vinculó la gloria de los otros a la suya propia, erigiéndoles el monumento más digno de sus virtudes, para lección de los grandes y poderosos del mundo; y los presentó a sus émulos como el amparo y escudo donde debían estrellarse los tiros de su malignidad. «Viva -les dijo cuando más le perseguían y calumniaban- el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna, me tiene en pie, y vívame la suma caridad del Arzobispo de Toledo D. Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya imprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme, en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna   -pág. 182-   por camino ordinario, me hubiera puesto en su cumbre». No eran ciertamente la adulación ni los respetos debidos a estos altos personajes los que dictaban a Cervantes tan tiernas y enérgicas expresiones; pues muy semejantes son las que usó para agradecer los favores y beneficios que debía a Pedro Morales, insigne poeta cómico y representante de aquella edad, que, según su expresión, era el asilo donde se reparaba su ventura. Ni los elogios que hace de la gracia, discreción, donaire y gusto cortesano de aquel favorecedor suyo pueden ser sospechosos, estando apoyados con los que anticipadamente le habían tributado Lope de Vega y Agustín de Rojas que le conocieron.

179. Mas por ciertas y verídicas que fuesen tales expresiones, y justos e ingenuos estos panegíricos, nunca podrán parecer tan imparciales y desinteresados como los que la incorruptible posteridad ha consagrado a la ilustrada beneficencia de aquellos dos príncipes, que en medio de la indolencia general de su tiempo, y de la corrompida educación y frívolas ocupaciones de los nobles, supieron elevarse sobre todos, cultivando las ciencias y las artes útiles, favoreciendo y premiando a sus distinguidos profesores, y labrándose por este medio una corona inmortal y una reputación estimable entre sus semejantes. Justo será conservar siempre con amor y veneración la memoria de unos próceres que tanto se esmeraron y distinguieron en socorrer y amparar al ingenio más sobresaliente y desvalido de su siglo, alentando su aplicación, y coadyuvando a la publicación de sus obras inmortales; y no será menos útil presentar ahora esta lección y este grande ejemplo a los que por la elevación de su clase, o por opulencia y valimiento, están destinados a influir en la suerte de las naciones, y en la cultura y felicidad del género humano.

  -pág. 183-  

180. D. Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, y D. Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos, estaban enlazados por la sangre que calificaba la mayor y más distinguida nobleza de España: ambos recibieron la educación ilustrada y varonil, que ya empezaba a decaer, y había producido tantos hombres eminentes en el siglo anterior: el conde de Lemos en el seno de su propia familia, en la cual el valor, magnanimidad, la cortesanía y el ingenio estaban como vinculados: el cardenal, siendo aún joven, estudió en la universidad de Salamanca, y después tuvo por maestro al célebre Ambrosio de Morales, padre de nuestra historia, tan respetable por su sabiduría y erudición, como por la austeridad de sus costumbres. Aquel, apreciado de dos soberanos por sus talentos, instrucción y prendas excelentes, se abrió camino para obtener los más altos empleos y dignidades de la monarquía: este, llenando de esplendor con su virtud tres sillas episcopales, mereció que Clemente VIII le honrase con el capelo, y fue elevado a la primada de Toledo, y al empleo de inquisidor general. El uno dejó en Nápoles insignes testimonios de su ilustración y amor a las artes en el suntuoso palacio de los virreyes, en el magnífico edificio de la universidad, en las grandes obras de reducir a campos amenos y salutíferos las lagunas y pantanos pestilenciales, y en conducir desde el Vesubio las aguas que hermosean la ciudad y fertilizan sus deliciosas vegas. El otro levantó en Toledo y en Alcalá de Henares monumentos eternos de su piedad, consagrados al culto religioso, tan propios de su ilustrada devoción como de su celo pastoral. El primero, no pudiendo tolerar la doblez y el falso trato de la corte, renunció sus empleos espontáneamente, y se retiró a Galicia, donde vivió como un filósofo cristiano,   -pág. 184-   cultivando las letras y la amistosa correspondencia de los sabios. El segundo, aunque vivió entre los cortesanos, supo evitar sus lazos con prudencia, y reprender con su ejemplo, con su moderación y desinterés la ambición turbulenta, y la soberbia desdeñosa que se nutren y agitan por lo común en los palacios de los reyes. Ambos, aficionados a las buenas letras, las ilustraban o promovían según su inclinación y carácter. El cardenal buscaba con reserva los hombres virtuosos y necesitados para socorrerlos y fomentar su aplicación, y era considerado generalmente como el padre de los pobres y el amparo de la virtud. El conde de Lemos, que era conocido entre los literatos por sus elegantes versos, y por su comedia La Casa confusa, que se representó en Lerma con gran aplauso y asistencia de la corte, favorecía sin excepción a todos los hombres de ingenio, y era mirado de estos como su protector y Mecenas. El primero señaló una pensión a Vicente Espinel, y otra igual a Miguel de Cervantes, cuando ya la ancianidad y pobreza los privaba de toda consideración y arbitrios para sustentarse; y apreciando la memoria de su maestro Morales, mandó erigirle un magnífico sepulcro, con una elegante inscripción; pero sin consentir se ejecutase durante su vida. El conde, siendo presidente de Indias, escribió la descripción de una provincia de aquellos dominios, que dedicó a su padre, y encargó a Bartolomé Leonardo de Argensola compusiese La Conquista de las Molucas, y estimulaba a Valbuena a escribir y publicar su Siglo de oro, y otras composiciones que le dedicó; y nombrado virrey de Nápoles, no solo llevó consigo a los tres Argensolas y a otros poetas muy conocidos entonces, para hacer de su palacio un verdadero templo de las musas, sino que desde allí daba   -pág. 185-   la mano a los que quedaron en España, favoreciendo a unos como a Lope de Vega y a Góngora, alentando a otros como a Villegas, y socorriendo a los más desvalidos como a Cervantes. Ambos fallecieron en Madrid; el cardenal a los setenta y dos años, colmado de las bendiciones de cuantos le conocían o experimentaban los efectos de su tierno y compasivo corazón: el conde de Lemos a los cuarenta y seis de su edad, con general sentimiento de los sabios, y cuando la fortuna, sacándole de su retiro, parecía prepararle nuevos y más gloriosos destinos para hacer la felicidad de su nación.

181. Al amparo de tan ilustres protectores se apresuró Cervantes a componer, corregir y publicar sus obras en estos últimos años de su vida, como para compensar el largo tiempo que había tenido ociosa su pluma, o como si, presintiendo la proximidad de su fin, se anticipase a preparar el monumento de gloria que había de salvar su nombre de entre las sombras del tiempo y del olvido. La segunda parte del Quijote fue la última producción que dio a luz, así como la más perfecta de todas, y la que por esta razón debe servir de regla para medir la elevación de su ingenio. La variedad y discreción de los episodios, su proporcionada extensión, su enlace con la acción principal, su oportunidad y gracia hacen muy superior esta obra a todas las modernas de su clase. Bastará para convencerse de ello reflexionar sobre el nuevo interlocutor que representa en el bachiller Sansón Carrasco, cuyo carácter socarrón, malicioso y amigo de donaires y burlas, da tal amenidad y coopera de tal modo a la continuación y término de la fábula, que no puede dejar de causar interés y de excitar la curiosidad. El artificio con que aparece Ginés de Pasamonte, disfrazado de titiritero,   -pág. 186-   bajo el nombre de maese Pedro, prueba también el cuidado con que Cervantes procuró enlazar las aventuras de la primera parte con la segunda; pero sobre todo el soliloquio de Sancho en sus apuros cuando va a buscar a Dulcinea en el Toboso, es tan original que puede competir con los mejores monólogos que se conservan en los poetas y novelistas antiguos. Discretísimo es el episodio de las bodas de Camacho, propia y sencilla la descripción del sitio y de sus campestres adornos, de la abundancia y limpieza de la comida, y de las danzas y cuadrillas para completar el festejo; excelente el nudo de la acción al aparecerse Basilio, natural el desenlace, y proporcionada la duración de esta aventura. A otra clase superior pertenece la de la cueva de Montesinos, a la cual baja Don Quijote, y ve en ella encantado a aquel caballero y a su escudero Guadiana, y a las dos sobrinas y siete hijas de la dueña Ruidera, dando así un origen fabuloso a las antigüedades de la Mancha, y apropiando tan oportunamente las nombres de sus ríos y lagunas a los personajes caballerescos que celebraban nuestros antiguos romances y consejas. Este episodio poético, sublime y perfectamente enlazado con la fábula principal, es comparable a la bajada al infierno de Ulises, de Eneas y de Telémaco, aunque aplicado con ingeniosa destreza a la manía del hidalgo manchego. Las aventuras del caballero del Verde Gabán, la de los títeres de maese Pedro y la del rebuzno son muy cómicas, verosímiles y adecuadas al carácter del héroe principal, y las costumbres y usos de sus compatriotas. En contraposición a estos episodios sencillos y vulgares presenta en el de la casa de los duques toda la pompa y elevación propia de los asuntos épicos: la entrada de D. Quijote en la de aquellos señores, la montería tan bien descifrada y descrita,   -pág. 187-   la aparición del clavileño y el inesperado término de su viaje, el aparato fúnebre de Altisidora, las formalidades de la batalla con el lacayo Tosilos, todo lo hace noble y varonil, en lo cual levantó el estilo, y lo llenó de máquinas y de ideas grandes, correspondientes a unos personajes poderosos, que tienen gusto en ofrecer a su huésped las maravillosas aventuras que refieren los libros de caballerías, y que él cree ciertas, mientras que los demás interlocutores comprenden lo ridículo de tal farsa, y su ostentación vana e ilusoria; por cuyo medio admira el lector el ingenio de Cervantes, y halla duplicado placer en la manía de Don Quijote y en la simplicidad de Sancho.

182. Bien conoció Cervantes esta oportunidad, esta armonía y perfecta disposición de los incidentes de su fábula en la segunda parte del Quijote; y por eso censuró en ella la multitud e impertinencia de los episodios de la primera, dando así un nuevo testimonio de que pudo acomodarlos con mayor tino, naturalidad y analogía a la acción principal. Su crítica fue más general, y de objetos más nobles e importantes; pues aun en el gobierno de Sancho, que entonces se tachó de inverosímil, no solo quiso manifestar, como asegura su coetáneo Faria, la errada y ridícula elección de sujetos, que generalmente se notaba para los ministerios superiores, sino la que en particular hacían los virreyes y comandantes de Italia, proveyendo los gobiernos y otros destinos de consideración en gente sin calidad, sin instrucción, sin buenas costumbres, con gran mengua de nuestra nación, y desconsuelo de aquellos habitantes: observación práctica hecha por el mismo Cervantes en aquel país, y acomodada en esta invención; la cual es por esto (añade Faria) tan verosímil como cierto haber muchos Sanchos Panzas en tales gobiernos;   -pág. 188-   y desta manera escriben y piensan y reprenden los grandes hombres. Otras impugnaciones hay más detenidas, aunque disfrazadas con un velo muy delicado, por ser de tal naturaleza que podían acarrearle persecuciones en descrédito de su religiosidad y patriotismo. Quien lea con atención las aventuras de la cabeza encantada, del mono adivino, la inopinada y silenciosa prisión de D. Quijote y Sancho por los criados del Duque, el fingido funeral de Altisidora, aventura que califica del más raro y más nuevo caso de cuantos se contienen en su historia, comprenderá fácilmente que encierran alusiones misteriosas, que no le era lícito desenvolver, y que pudiendo ser entendidas de los más discretos y perspicaces, estaban solo fuera de la comprensión de los necios y preocupados, que o por partidarios de Avellaneda o por otras causas podían contribuir a manchar su buen nombre y reputación.

183. De aquí nació la curiosidad y el interés con que se leía el Quijote; de aquí su popularidad y propagación por medio de las repetidas ediciones y traducciones que se hicieron, y de aquí en fin el empeño de los escritores dramáticos en lisonjear el gusto popular, sacando a la escena algunas aventuras o episodios de fábula tan ingeniosa y celebrada. Ya en 1617 publicó Francisco de Ávila, natural de Madrid, el Entremés famoso de los invencibles hechos de D. Quijote de las Mancha, tomando por acción la llegada a la venta en su primera salida, la vela de las armas, y las ceremonias de ser armado caballero. Delante de Felipe IV y de su corte, se representó el martes de carnestolendas 24 de febrero de 1637 una comedia intitulada D. Quijote de la Mancha. Hemos visto en nuestros tiempos premiado y representado el Drama pastoral de las Bodas de Camacho, con   -pág. 189-   más dulzura en sus versos y propiedad en su lenguaje que interés en su invención, trama y desenlace; y sabemos que en el teatro francés hay por lo menos siete dramas cuyo argumento es sacado de la misma historia. Es sin embargo digna de notarse a este propósito la juiciosa observación de Mr. Trublet de que el mismo D. Quijote, que tanto nos entretiene en su historia escrita por Cervantes, desmaya, y no agrada igualmente cuando separado de su lugar nativo, se le traslada a las representaciones del teatro. Esta dificultad en conservar el chiste e interés del original es todavía mayor entre los autores españoles, porque por una parte la misma popularidad de esta novela, y el conocimiento que todos tienen del carácter y costumbres de sus interlocutores, priva a los poetas de muchos rasgos y recursos que podría suministrarles su imaginación; y por otra los espectadores echan de menos la serie de la acción, y las incidencias que tanto la realzan en el original, y no encuentran aquella sorpresa y novedad, que es tan necesaria para entretener y suspender el ánimo de los oyentes, y conducirlos agradablemente al término y desenlace de la acción.

184. Dirigió Cervantes la segunda parte del Quijote a su insigne protector el conde de Lemos, con una dedicatoria escrita en 31 de octubre de 1615, en que manifestando ya la suma decadencia de su salud, le ofrecía sin embargo Los trabajos de Persiles y Segismunda: libro que, según dice, tendría concluido dentro de cuatro meses. Habíale anunciado al público desde el año de 1613, poniéndole en competencia con el de Heliodoro, a quien se propuso imitar, haciendo émulos de los castos amores de Teágenes y Cariclea los de Periandro y Auristela. No fue poca gloria suya el conseguirlo, pues siendo tantos los sucesos   -pág. 190-   de esta novela, es de admirar su variedad y disposición. Si en unos se descubre más la imitación, se advierte en otros mucha superioridad y maestría, y en todos campea la novedad y la amena y graciosa imaginación. Las descripciones del novelista griego son frecuentes con exceso, y acaso muy pomposas; las del escritor castellano, dispuestas con más prudencia y economía, tienen el carácter de la conveniencia y naturalidad. El estilo de aquel, aunque elegantísimo, ha padecido la nota de afectación, de muy figurado, y de más poético de la que permite la prosa: el de este es siempre propio con igualdad, y sublime con templanza y proporción. En ambos son los amores castísimos, los acaecimientos verosímiles, el desenlace natural, y el interés crece a medida que se aproxima la terminación de la fábula. De aquí resulta que esta obra de Cervantes sea de mayor invención y artificio, y de estilo más igual y elevado que el Quijote, pues corrigió en ella las faltas de lenguaje y construcción, y evitó los descuidos de plan que allí se notan; y así no es de extrañar que su autor la prefiriese a todas las demás suyas, cuando decía que ha de ser (el libro de Persiles) o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos ha de llegar al extremo de bondad posible; opinión que apoyó también el maestro Josef de Valdivieso en su aprobación dada a 9 de setiembre de 1616, asegurando que de cuantos libros dejó escritos Cervantes, ninguno es más ingenioso, más culto ni más entretenido. Sin embargo del aprecio que puedan merecen estos dictámenes, es cierto que la aceptación del público los ha desmentido por el espacio de dos siglos, dando   -pág. 191-   la primacía y preferencia al Quijote; y así debía suceder si atendemos a que la invención de este es más popular, sus interlocutores más graciosos y en menor número; de manera que se comprenden mejor, y se fijan más fácilmente en la memoria las costumbres, hechos y caracteres de cada uno; la sátira y la ironía complacen, y no lastiman, por la delicadeza y oportunidad con que se manejan; la moral se escucha sin fastidio, porque se percibe al través de un velo encantador y halagüeño, y el estilo en fin es más natural y variado, y por lo mismo más inteligible y deleitable para toda clase de personas. No se ocultaron a Cervantes estas reflexiones cuando decía que la historia del Ingenioso Hidalgo es tan clara que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden, y los viejos la celebran. Pero prefiriendo el Persiles no consultó tanto al gusto del público, ni a las reglas de la buena crítica, coma al natural amor por el último fruto de su entendimiento, y el trabajo y el esfuerzo de su ingenio en tejer fábula tan complicada y amena, y en llevarla al cabo con tan maravillosa felicidad, y con tal fuego, vigor y lozanía de imaginación como pudiera en los años más floridos de su juventud.

185. Esta obra la tenía concluida, según su promesa, para la primavera de 1616, cuando ya la gravedad de sus males interrumpió sus tareas, y no le permitió componer la dedicatoria ni el prólogo. Tal era su situación el sábado santo 2 de abril, que por no poder salir de su casa hubieron de darle en ella la profesión de la venerable orden tercera de San Francisco, cuyo hábito había tomado en Alcalá el día 2 de julio de 1613; pero como al mismo tiempo la naturaleza de su dilatada enfermedad le dejaba algunos intervalos de alivio,   -pág. 192-   creyó conseguirle más radical y permanente con la variación de aires y alimentos, y resolvió pasar en la semana inmediata de pascua al lugar de Esquivias, donde estaban avecindados los parientes de su mujer Doña Catalina de Salazar. Desengañado después de algunos días de la ineficacia de este arbitrio, y deseoso de morir en su casa, o con más esperanza de aliviarse en ella, regresó a Madrid con dos amigos que pudiesen cuidarle y servirle por el camino. En él tuvo un encuentro que le prestó materia para escribir su prólogo, y para darnos la única noticia circunstanciada que tenemos de su enfermedad.

186. Volviendo pues de Esquivias sintieron que por la espalda venía uno picando con gran prisa y dando voces para que se detuviesen. Esperáronle en efecto, y llegó sobre una borrica un estudiante quejándose de que caminaban tanto que no podía alcanzarlos para ir en su compañía: a lo que contestó uno de los acompañantes, que la culpa tenía el caballo del señor Miguel de Cervantes por ser algo pasilargo. Apenas oyó el estudiante el nombre de Cervantes, de quien era apasionado, aunque no le conocía, cuando apeándose de su cabalgadura arremetió a él, y asiéndole de la mano izquierda le dijo: sí, sí, este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y finalmente el regocijo de las musas. Cervantes que tan impensadamente se vio colmado de tales alabanzas, correspondió con su natural modestia y cortesanía, abrazándole y pidiéndole volviese a montar en su burra para seguir juntos y en amigable conversación lo poco que restaba del camino. Hízolo así el comedido estudiante, con quien pasó el coloquio que nos da idea de la enfermedad de Cervantes, y que refiere él mismo en estos términos: «Tuvimos (dice) algún tanto más las riendas, y   -pág. 193-   con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento diciendo: esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese: vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna. Eso me han dicho muchos, respondí yo; pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para solo eso hubiera nacido; mi vida se va acabando, y al paso de las efemérides de mis pulsos, que a más tardar acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado: en esto llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia».

187. Todo el contexto de este prólogo, su desaliño, sus interrupciones y su conclusión están manifestando cuán deplorable era la situación de Cervantes cuando le escribía. Fluctuaba entonces entre el temor y la esperanza; pero sin desmentir por esto su ingenio festivo y donoso, como lo prueba la pintura que hizo del traje, montura y ademanes del estudiante. Por una parte, anunciaba el término de su vida para el próximo domingo, que era el 17 de abril, y se despedía para siempre de sus amigos, de sus gracias y de sus donaires; y por otra, confiaba continuar y extender este discurso en mejor ocasión para decir lo que en esta hubiera sido conveniente y oportuno. La enfermedad disipó todas estas ideas, porque agravándose considerablemente, y no quedando esperanza de remedio, se administró a Cervantes   -pág. 194-   la extrema-unción el lunes 18 de aquel mes.

188. Todavía conservaba al día inmediato serenidad de espíritu, firme y fecunda la imaginación, y tiernamente impresa en el corazón la memoria de su bienhechor el conde de Lemos, cuya venida de Nápoles a presidente del consejo de Italia estaba muy próxima. Ansiaba Cervantes este momento de ofrecerle personalmente los respetos de su gratitud; pero ya que no era posible conseguirlo, le dirigió como último obsequio Los Trabajos de Persiles y Segismunda, con una carta digna (como observa Ríos) de que la tuviesen presente todos los grandes y todos los sabios del mundo, para aprender los unos a ser magníficos, y a ser agradecidos los otros. «Aquellas coplas antiguas (le dice Cervantes) que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el estribo, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras puedo comenzar diciendo:


»Puesto ya el pie en el estribo,
»Con las ansias de la muerte,
»Gran señor, esta te escribo.



»Ayer me dieron la extrema-unción, y hoy escribo esta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle cota hasta besar los pies a V. E., que podía ser fuese tanto el contento de ver a V. E. bueno en España que me volviese a dar la vida; pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa V. E. este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada de V. E., regocíjame   -pág. 195-   de verle señalar con el dedo, y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilatadas en la fama de las bondades de V. E.». La situación de Cervantes al escribir o dictar tan tiernas y nobles expresiones les da tal energía y sublimidad, que las hace dignas de la misma veneración y respeto con que se escucharon en Grecia y Roma los últimos discursos de Sócrates y de Séneca.

189. Con igual serenidad de ánimo otorgó su testamento, dejando por albaceas a su mujer Doña Catalina Salazar y al licenciado Francisco Núñez, convecino en la misma casa de la calle del León. Mandose enterrar en las monjas trinitarias, que se habían fundado cuatro años antes en la del Humilladero, ya por la predilección que siempre tuvo a esta sagrada orden, ya porque se hallaba de religiosa profesa su hija Doña Isabel, y acaso alguna otra persona de su particular consideración. Después de haber hecho estas disposiciones y otras sobre los sufragios para su alma, murió el sábado 23 del mencionado mes de abril y año de 1616: día en que también perdió Inglaterra a su celebrado poeta, creador de su teatro, Guillermo Shakespeare, según la oportuna observación del doctor Bowle. Cuando en el año de 1633 se establecieron las religiosas trinitarias en el nuevo convento de la calle Cantarranas, exhumaron y trasladaron a él los huesos de las religiosas que habían fallecido desde la fundación, y los de aquelles parientes suyos que por costumbre o devoción se habían enterrado en la iglesia de su primitiva residencia. Es natural que los restos de Cervantes tuviesen igual suerte y paradero.

190. Otros escritores ilustres, aunque desgraciados y perseguidos durante su vida, han logrado después de su muerte aquellos honores que debieron tributarse a sus personas; y su patria y sus   -pág. 196-   paisanos mismos se han apresurado a apropiarse y hacer suya la gloria que aquellos supieron granjearse en el retiro y oscuridad, o entre las persecuciones y desdenes de sus coetáneos, pero que sobrevive en los hombres grandes a los tiros de la envidia y de la malevolencia. Así ha sucedido con Milton, Camoens, el Tasso, Shakespeare y otros. Solo Cervantes parece haber sido exceptuado hasta de tan estéril consideración y sufragio póstumo. Su funeral fue pobre y oscuro: ninguna lápida ni inscripción ha conservado la memoria del lugar en que yace: ni en los tiempos posteriores, en que las letras y las artes han prodigado sus bellezas a la lisonja y al poder, y acaso al crimen y la iniquidad, ha habido quien intente honrar las cenizas de aquel varón insigne con un sencillo y decoroso mausoleo, en el cual ostentando las nobles artes su filosofía, inspirasen aquel acatamiento y veneración, que sirviendo de perpetuo estímulo a las generaciones venideras, las dirigiese por el camino de la virtud y de la sabiduría.

191. Por igual o semejante negligencia han perecido los retratos que hicieron D. Juan de Jáuregui y Francisco Pacheco, que nos mostrarían al natural la fisonomía y talle de Cervantes. Solo una copia ha llegado a nuestros días, que siendo indudablemente del reinado de Felipe IV, se atribuye por unos a Alonso del Arco, creyendo otros descubrir en ella el estilo de las escuelas de Vicencio Carducho o de Eugenia Caxes. Pero de cualquier mano que sea, es cierto que conforma en todo con la pintura que Cervantes hizo de sí mismo en el prólogo de las Novelas diciendo: «Este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron   -pág. 197-   de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros, el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies: éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de D. Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje al Parnaso a imitación del de César Caporal, perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y quizá sin el nombre de su dueño: llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra». Confiesa además que era tartamudo, y es preciso apreciar esta descripción por el candor e ingenuidad que la dictó, y por la gracia inimitable con que está escrita.

192. Pero si Cervantes merece mucho por su fecundo ingenio y exquisita erudición, no es menos digno del aprecio y de la memoria de la posteridad por las altas prendas y virtudes de su corazón. Supo, como verdadero filósofo cristiano, ser religioso y timorato sin superstición, celoso de su creencia y del culto sin fanatismo, amante de su patria y de sus paisanos sin preocupación, valiente y alentado en la guerra sin presunción ni temeridad, generoso y caritativo sin ostentación, agradecido con extremo, pero sin abatimiento ni adulación; ingenuo y sencillo, hasta apreciar tanto que le advirtiesen sus errores como que le alabasen sus aciertos; moderado e indulgente con sus émulos, habiendo contestado a sus sátiras e invectivas sin descubrirlos ni herir a sus personas; y finalmente jamás vendió ni prostituyó su pluma al favor ni al interés, jamás la tiñó con la sangre ni con el deshonor de sus prójimos, jamás la usó si no para el bien y la felicidad de sus semejantes,   -pág. 198-   y siempre fue pródigo de alabanzas, hasta el punto de haber sido severamente censurada esta facilidad, que aunque honorífica a su corazón, contradice la rectitud de su juicio y la imparcialidad de su crítica.

193. Además de las obras de que hemos hecho mención, componía al tiempo de su muerte, y tenía prometidas al público, Las semanas del jardín desde 1613, la Segunda parte de La Galatea desde 1615, El Bernardo, que anunció en la dedicatoria del Persiles, y la comedia El engaño a los ojos, de que hizo memoria al tiempo de publicar las demás. Repitió el ofrecimiento de las tres primeras a su protector el conde de Lemos cuando ya estaba a los umbrales del sepulcro, si acaso por un milagro especial le restituyese el cielo la salud; pero con él acabaron estos frutos prometidos de su ingenio, sin que se haya conservado más que sus títulos y su memoria.

194. La única obra suya que puede llamarse póstuma por haberse publicado después de su fallecimiento fueron Los Trabajos de Persiles y Segismunda. Su viuda Doña Catalina de Salazar solicitó y obtuvo privilegio para imprimirlos y darlos a luz en Madrid, como lo verificó en 1617; en cuyo mismo año se repitieron como a porfía las ediciones en Valencia, Barcelona, Pamplona y Bruselas, honrando con estas muestras de aprecio la memoria del hombre ilustre que acababa de perder la literatura española. Pocos años después, en el de 1626, se imprimió esta obra en Venecia, traducida al italiano por Francisco Elio, milanés; y los franceses cuentan ya dos traducciones, aunque poco apreciables por su falta de exactitud y corrección.

195. Tal es la historia de la vida y escritos de Miguel de Cervantes Saavedra, de aquel esclarecido   -pág. 199-   español, que después de haber derramado su sangre sirviendo a su patria con ardimiento y valor en la guerra, de haberla ilustrado en la paz con obras tan sabias como útiles y deleitables, y de haber dejado a los demás hombres tantos ejemplos de virtud en su conducta privada, terminó su vida con la tranquilidad que inspiran la religión y cristiana filosofía: semejante al sol que después de fecundar y consolar con su luz al universo, desciende majestuoso hacia el ocaso, y parece mayor al declinar la tarde de un hermoso día. Si las pasiones mezquinas de sus contemporáneos estorbaron por algún tiempo que se tributase el honor debido a su elevado mérito, desaparecieron con ellos estas densas nieblas de la ignorancia y de la envidia; y la posteridad incorruptible e imparcial ha llevado en alas de la fama el nombre de Cervantes por do quiera que reina la civilidad y el amor a las letras, para que, siendo en todas partes acatado y aplaudido, se le contemple como uno de aquellos ingenios privilegiados que el cielo concede de cuando en cuando a los mortales para consolarlos de su miseria y pequeñez, y a quienes reserva exclusivamente la prerrogativa de ilustrar al mundo, y de influir en la reforma de las opiniones y costumbres de sus semejantes.