Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Vida de Miguel de Cervantes Saavedra

Gregorio Mayans y Siscar


Bibliotecario del Rey Católico


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de Londres, J. y R. Tonson, 1737, cotejada con la edición crítica de Antonio Mestre (Madrid, Espasa Calpe, 1971).]


ArribaAbajoAl Exmo. Señor Don Juan, Barón de Carteret

Exmo. Señor:

Un tan insigne escritor como Miguel de Cervantes Saavedra, que supo honrar la memoria de tantos españoles y hacer inmortales en la de los hombres a los que nunca vivieron, no tenía hasta hoy, escrita en su lengua, vida propia. Deseoso U. E. de que la hubiese, me mandó recoger las noticias pertenecientes a los hechos y escritos de tan gran varón. He procurado poner la diligencia a que me obligó tan honroso precepto, y he hallado que la materia que ofrecen las acciones de Cervantes es tan poca, y la de sus escritos tan dilatada, que ha sido menester valerme de las hojas de éstos para encubrir de alguna manera, con tan rico y vistoso ropaje, la pobreza y desnudez de aquella persona dignísima de mejor siglo; porque, aunque dicen que la edad en que vivió era de oro, yo sé que para él y algunos otros beneméritos fue de hierro. Los envidiosos de su ingenio y elocuencia le mormuraron y satirizaron. Los hombres de escuela, incapaces de igualarle en la invención y arte, le desdeñaron como a escritor no científico. Muchos señores, que si hoy se nombran es por él, desperdiciaron su poder y autoridad en aduladores y bufones sin querer favorecer al mayor ingenio de su tiempo. Los escritores de aquella edad (habiendo sido tantos), o no hablaron dél o le alabaron tan fríamente que su silencio y sus mismas alabanzas son indicios ciertos o de su mucha envidia o de su poco conocimiento. U. E. le tiene tan justo de sus obras, que ha manifestado ser el más liberal mantenedor y propagador de su memoria; y es por quien Cervantes y su Ingenioso Hidalgo logran hoy el mayor aprecio y estimación. Salga, pues, nuevamente a la luz del mundo el gran Don Quijote de la Mancha, si hasta hoy caballero desgraciadamente aventurero, en adelante por U. E. felizmente venturoso. Viva la memoria del incomparable escritor Miguel de Cervantes Saavedra. Y reciba U. E. estos apuntamientos como cierta y perpetua señal de la gustosa y pronta obediencia que profeso a U. E. Y cuando yo en ellos no haya conseguido el acierto que merecen los preceptos de U. E. (que no vivo tan satisfecho de mí, ni soy tan ambicioso que presuma y espere tanto), a lo menos quedaré contento con la gloria de mi obsequio.

D. Gregorio Mayans y Siscar.




Vida de Miguel de Cervantes Saavedra

Su patria, número 4.

Sus estudios, número 9.

Su empleo, número 10.

Su profesión, número 11

Su cautiverio, número 12

Su redención, número 12.

Su aplicación a la cómica, número 12.

Sus obras, números 13 et seqq.

Los seis libros de La Galatea, número 13.

Don Quijote de la Mancha, número 15.

Novelas Ejemplares, número 147.

Viaje del Parnaso, número 166.

Ocho comedias y ocho entremeses, número 173.

Otras comedias suyas, números 71 et 175.

Los trabajos de Persiles y Sigismunda, número 178.

Otras obras suyas, números 177 et último.

Su enfermedad, número 177.

Su muerte, número 178.

Su retrato, número 183.






ArribaVida de Miguel de Cervantes Saavedra

Su autor, Don Gregorio Mayans y Siscar


Miguel de Cervantes Saavedra, que viviendo fue un valiente soldado aunque muy desvalido y escritor muy célebre pero sin favor alguno, después de muerto es prohijado a porfía de muchas patrias. Esquivias dice ser suyo. Sevilla le niega esta gloria y la quiere para sí. Lucena tiene la misma pretensión. Cada una alega su derecho, y ninguna le tiene.

1. Defiende la parte de Esquivias don Tomás Tamayo de Vargas, varón eruditísimo, quizá porque Cervantes llamó famoso a este lugar, pero el mismo Cervantes se explicó diciendo: «Por mil causas famoso: una, por sus ilustres linajes, y otra, por sus ilustrísimos vinos».

2. El grande émulo de Tamayo, don Nicolás Antonio, patrocina la causa de Sevilla y, para probarla, alega dos razones o conjeturas. Dice que Cervantes siendo niño vio representar en Sevilla a Lope de Rueda, y añade que los apellidos de Cervantes y Saavedra son sevillanos. La primera conjetura prueba poco. Yo, siendo niño, vi representar en el Teatro de Valencia un gran comedión (que es el único que he visto) y no soy de Valencia, sino de Oliva. Fuera de esto, diciendo Cervantes que1 «Lope de Rueda, varón insigne en la representación y en el entendimiento, fue natural de Sevilla», era natural también llamarla su patria; y ni en ese ni en otros lugares donde nombró a Sevilla, la reconoció como tal. La segunda conjetura aún prueba menos: porque si Miguel de Cervantes Saavedra hubiera sido de los Cervantes y Saavedra de Sevilla, siendo nobles estas familias, lo hubiera él apuntado en alguna parte hablando en tantas de sí, y lo más que dijo fue ser hidalgo sin añadir circunstancia que indicase su solar, y, a ser natural de Sevilla, en las mismas familias sevillanas de Cervantes y Saavedra se hubiera conservado desde aquel tiempo la gloriosa memoria de haber dado a España tan ilustre varón. Prueba que hubiera alegado don Nicolás Antonio, siendo desta opinión y natural de Sevilla.

3. En Lucena dicen que hay tradición de haber nacido allí. Cuando se pruebe la tradición o se exhiba la fe de su bautismo, deberemos creerlo.

4. Entre tanto, tengo por cierto que la patria de Cervantes fue Madrid, pues él mismo en el Viaje del Parnaso2 despidiéndose de esta grande villa le dice así:


A Dios, dije a la humilde choza mía.
      A Dios Madrid, a Dios tu prado y fuentes,
      que manan néctar, llueven ambrosía.
A Dios, conversaciones suficientes
      a entretener un pecho cuidadoso
      y a dos mil desvalidos pretendientes.
A Dios, sitio agradable y mentiroso,
      do fueron dos gigantes abrasados
      con el rayo de Júpiter fogoso.
A Dios, teatros públicos, honrados
      por la ignorancia que ensalzada veo
      en cien mil disparates recitados.
A Dios, de San Felipe el gran paseo,
      donde si baja o sube el turco galgo,
      como en gaceta de Venecia leo.
A Dios, hambre sotil de algún hidalgo,
      que por no verme ante tus puertas muerto
      hoy de mi patria y de mí mismo salgo.



5. Hecha esta observación, he recurrido a los apuntamientos que hizo don Nicolás Antonio para formar su Biblioteca, y en la margen de ellos he hallado añadida esta misma prueba de la patria de Cervantes, pero deseoso don Nicolás de mantener su antigua opinión concluye así: «si bien mi patria se puede entender por España toda». Cualquiera que lea atenta y desapasionadamente los tercetos de Cervantes juzgará que esta interpretación de don Nicolás Antonio es violenta y aun contraria a la mente de Cervantes, porque los cinco primeros tercetos son una definición descriptiva de Madrid, los dos primeros versos del sexto terceto una apóstrofe o razonamiento dirigido a su hambre, y el último verso un retorno a la villa de Madrid donde ya había dicho que tenía la humilde choza suya, de la cual salía por ir al Parnaso, viaje cuya descripción le sacaba de tino.


Hoy de mi patria y de mí mismo salgo.



Fuera de esto, en el terceto inmediato dice así:


Con esto poco a poco llegué al puerto
      a quien los de Cartago dieron nombre,
      cerrado a todos vientos y encubierto.
A cuyo claro y singular renombre
       se postran cuantos puertos el mar baña,
      descubre el sol y ha navegado el hombre.



6. Si Cervantes entendiera por patria suya a toda España (cosa muy impropia y que no cabía en su pluma), al salir de ella sería cuando la llamaría patria, pero no hablando con Madrid y al salir de esta villa para Cartagena, y más caminando poco a poco para llegar a aquel famoso puerto donde se había de embarcar para hacer con Mercurio el viaje del Parnaso.

7. Quede, pues, por asentado que Madrid fue la patria de Miguel de Cervantes Saavedra y también el lugar de su habitación. El mismo Apolo dio las señas de ésta en el sobrescrito de una graciosa carta que dice así3: «A Miguel de Cervantes Saavedra en la calle de las Huertas, frontero de las casas donde solía vivir el príncipe de Marruecos en Madrid. Al porte medio real, digo diez y siete maravedís». Y parece que su habitación no era muy acomodada, pues en el fin de la descripción de su viaje dijo:


Fuime con esto, y lleno de despecho
      busqué mi antigua y lóbrega posada.



8. Nació Miguel de Cervantes Saavedra año 1549, según se colige de esto que escribió4 día 14 de julio del año 1613: «Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano». Por la mano entiendo yo la anticipación de algunos días, de manera que en mi sentir nació en el mes de julio, y cuando escribía eso tenía 64 años y algunos días.

9. Desde sus primeros años tuvo grande afición a los libros, de suerte que hablando de sí dijo5: «Yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles». Amó muchísimo las buenas letras y totalmente se aplicó a los libros de entretenimiento, como son las novelas y todo género de poesía, especialmente de autores españoles e italianos. En estos géneros de letras fue su erudición consumadísima, como lo manifiesta el donoso y grande escrutinio de la librería de Don Quijote6, las frecuentes alusiones a las historias fabulosas, los exactísimos juicios de tantos poetas7 y su Viaje del Parnaso.

10. De España pasó a Italia, o bien para servir en Roma al cardenal Acuaviva, de quien fue camarero8, o bien para militar, como militó algunos años siguiendo las vencedoras banderas de aquel sol de la milicia Marco Antonio Colona9.

11. Fue uno de los que se hallaron en la célebre batalla de Lepanto, donde perdió la mano izquierda de un arcabuzazo10 o, a lo menos herida dél, le quedó inhábil11. Peleó como debía un tan buen cristiano y soldado tan valiente. De lo cual él mismo se gloría, no sin razón, diciendo muchos años después12:


Arrojose mi vista a la campaña
      rasa del mar, que trujo a mi memoria
      del heroico don Juan la heroica hazaña.
Donde con alta de soldados gloria,
      y con propio valor y airado pecho,
tuve (aunque13 humilde) parte en la vitoria.



12. Después, no sé cómo ni cuándo, le apresaron los moros y le llevaron a Argel. De aquí coligen algunos que la Novela del cautivo14 es una relación de las cosas de Cervantes. Y por eso añaden que sirvió en Flandes al duque de Alba, que alcanzó a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara llamado Diego de Urbina, y después, hecho ya capitán de infantería, se halló en la batalla naval yendo con su compañía en la capitana de Juan Andrea, de la cual saltó en la galera de Uchali, rey de Argel, y, desviándose ésta de la que había embestido, estorbó que con sus soldados le siguiesen y así se halló solo entre sus enemigos, herido, sin poder resistir, y en fin de tantos cristianos vitoriosos sólo él gloriosamente cautivo. Todo esto y mucho más refiere de sí el cautivo que es el principal sujeto de la dicha Novela, el cual después de la muerte de Uchali Fartax, que quiere decir el renegado tiñoso (porque había sido uno y otro), recayó en el dominio de Azanaga, rey cruelísimo de Argel, el cual le tenía encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baños, donde encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos particulares y los que llaman de almacén, que es como decir cautivos del Concejo, que sirven a la ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios; y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad que, como son del común y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate. Uno de los cautivos que por aquellos tiempos había en Argel, juzgo yo que fue Miguel de Cervantes Saavedra, y tengo para esto una prueba manifiesta en lo que de él dijo el cautivo hablando de las crueldades de Azanaga: «Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a éste, desorejaba aquél, y esto por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Sólo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo ni se lo mandó dar ni le dijo mala palabra, y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia». Hasta aquí Cervantes hablando de sí mismo en boca de otro cautivo, de cuyo testimonio consta que sólo fue soldado y así se llamó en otras ocasiones15 y no alférez y capitán, títulos con que se hubiera honrado a lo menos en el frontispicio de sus obras si los hubiera tenido. Cinco años y medio fue cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades16. Volvió a España y se aplicó a la cómica. Compuso varias comedias que se representaron con aplauso por la novedad del arte y adorno de las tablas, el cual debieron al ingenio y buen gusto de Cervantes los teatros de Madrid. Tales fueron Los tratos de Argel, La Numancia, La batalla naval y otras muchas17, manejando Cervantes el primero y último asunto como testigo de vista. También compuso algunas tragedias que fueron bien recibidas18. Su buen amigo Vicente Espinel, inventor de las décimas que por él se llamaron espinelas, le juzgó digno de ponerle en su ingeniosa Casa de la memoria19, quejándose de la desgracia de su cautividad y celebrando la gracia de su genio poético en esta octava:


No pudo el hado inexorable avaro,
      por más que usó de condición proterva
      arrojándote al mar sin propio amparo
      entre la mora desleal caterva,
      hacer, Cervantes, que tu ingenio raro
      del furor inspirado de Minerva
      dejase de subir a la alta cumbre
      dando altas muestras de divina lumbre.



Antes que Espinel, explicó estos mismos pensamientos Luis Gálvez de Montalvo en uno de los sonetos que preceden a La Galatea, que dice así:


Mientras del yugo sarraceno anduvo
      tu cuello preso y tu cerviz domada,
      y allí tu alma al de la fe amarrada
      a más rigor, mayor firmeza tuvo,
gozose el cielo, mas la tierra estuvo
casi viuda sin ti, y desamparada
de nuestras musas la real morada
tristeza, llanto, soledad mantuvo.
      Pero después que diste al patrio suelo
      tu alma sana y tu garganta suelta
      dentre las fuerzas bárbaras confusas
descubre claro tu valor el cielo,
gózase el mundo en tu felice vuelta
y cobra España las perdidas musas.



La conclusión de este soneto prueba que Miguel de Cervantes Saavedra, aun antes de ser cautivo, era ya tenido en España por uno de los más ilustres poetas de su tiempo.

13. Pero, como el informe que se tiene por los oídos no suele ser el más exacto, quiso Cervantes sujetarse al riguroso examen que hacen los juicios de los letores en vista de las obras. En el año, pues, 1584 publicó Los seis libros de la Galatea, los cuales ofreció, como primicias de su ingenio, a Ascanio Colona, entonces abad de Santa Sofía y después presbítero cardenal con el título de la Santa Cruz de Jerusalén. Don Luis de Vargas Manrique celebró esta obra de Cervantes con un soneto que, por ser mucho mejor que los que suelen hacerse, le pondré aquí:


Hicieron muestra en vos de su grandeza,
      gran Cervantes, los dioses soberanos.
      Y, cual primera, dones inmortales
       sin tasa os repartió naturaleza.
Jove su rayo os dio, que es la viveza  5
      de palabras que mueven pedernales,
      Diana el exceder a los mortales
      en castidad de estilo con presteza,
Mercurio las historias marañadas,
      Marte el fuerte vigor que el brazo os mueve,  10
       Cupido y Venus todos sus amores,
Apolo las canciones concertadas,
      su ciencia las hermanas todas nueve,
      y al fin el dios silvestre sus pastores.



14. Este soneto es una igualmente verdadera que hermosa descripción de La Galatea, novela en que Cervantes manifestó la penetración de su ingenio en la invención, su fecundidad en la abundancia de hermosas descripciones y entretenidos episodios, su rara habilidad en desatar unos ñudos al parecer indisolubles, y el feliz uso de las voces acomodadas a las personas y materia de que se trata. Pero lo que merece mayor alabanza es que trató de amores honestamente, imitando en esto a Heliodoro y Atenágoras; de los cuales aquél nació en Emisa, ciudad de Fenicia, y escribió Los amores de Teágenes y Clariquea, y éste no se sabe si vivió jamás porque, si son verdaderas las conjeturas del sabio obispo de Avranches Pedro Daniel Huet, Guillermo Filandro fue el que compuso la Novela del perfeto amor y la prohijó a Atenágoras. Como quiera que sea, nuestro Cervantes escribió las cosas de amor tan aguda y filosóficamente que no tenemos que envidiar a la voracidad del tiempo las Eróticas o libros amorosos de Aristóteles, de sus dos dicípulos Clearco y Teofrasto, y de Aristón Ceo, también peripatético. Pero esta misma delicadeza con que trató Cervantes del amor temió que había de ser reprehendida y así procuró anticipar la disculpa: «Bien sé -dice- lo que suele condenarse exceder nadie en la materia del estilo que debe guardase en ella, pues el Príncipe de la poesía latina fue calumniado en algunas de sus églogas por haberse levantado más que en las otras. Y así no temeré mucho que alguno condene haber mezclado razones de filosofía entre algunas amorosas pastoras que pocas veces se levantan a más que tratar cosas de campo y esto con su acostumbrada llaneza. Mas, advirtiendo que muchos de los disfrazados pastores de ella lo eran sólo en el hábito, queda llana esta objeción». No tuvo Cervantes igual disculpa que alegar en satisfación de otra censura que viene a parar en una nota de la fecundidad de su ingenio, y es que entretejió en esta su novela tantos episodios que su multitud confunde la imaginación de los letores por atenta que sea porque, enlazados unos con otros, aunque con gran artificio, este mismo no da lugar a seguir el hilo de la narración frecuentemente interrumpida con nuevos sucesos. Bien lo conoció él y aun lo confesó cuando en boca del cura Pero Pérez (que era hombre docto, graduado en Sigüenza) y del barbero maese Nicolás introdujo este coloquio20: «Pero ¿qué libro es -preguntó el cura- ese que está junto a él?, -habla del Cancionero de Lope Maldonado-. La Galatea de Cervantes, -dijo el barbero-. Muchos años ha -respondió el cura- que es grande amigo mío ese Cervantes y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la segunda parte que promete. Quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entretanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada». No llegó el caso de publicar La Galatea, aunque la prometió muchas veces21. Una cosa noté algunos años ha22 y la repito ahora por ser propia del asunto y es que el estilo de La Galatea tiene la colocación perturbada y por eso es algo afectado. Las voces de que usa son muy propias, su construcción violenta por ser desordenada y contraria al común estilo de hablar. Imitó en esto los antiguos libros de caballerías, se conoce que de industria y por el deseo que tenía de la novedad, pues su dedicatoria y prólogo tienen la colocación más natural, y las obras que publicó después, mucho más, de suerte que son una manifiesta retractación de su antiguo error. En La Galatea hay coplas de arte menor de suma discreción y dulzura por la delicadeza de los pensamientos y suavidad del estilo. Sus composiciones de arte mayor son inferiores, pero hay en ellas muchos versos que pueden competir con los mejores de cualquier poeta.

15. Pero no es ésta la obra por la cual debe medirse la grandeza del ingenio, maravillosa invención, pureza y suavidad de estilo de Miguel de Cervantes Saavedra. Todo esto se admira más en los libros que compuso del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Éste fue su principal asunto, y el desapasionado examen de esta obra lo será también de mi pluma en estos mis apuntamientos de su vida, la cual escribo con mucho gusto por obedecer a los preceptos de un gran honrador de la buena y feliz memoria de Miguel de Cervantes Saavedra que, cuando no tuviera como tiene una fama universal, la conseguiría ahora por el favor de tan ilustre protector23.

16. Es la letura de los libros malos una de las cosas que corrompen más las costumbres y de todo punto destruyen las repúblicas. Y, si tanto daño causan los libros que solamente refieren los malos ejemplos, ¿qué no harán los que se fingen de propósito para introducir en los ánimos incautos el veneno almibarado con la dulzura del estilo? Tales son las fábulas milesias, llamadas así porque se introdujeron en Mileto, ciudad de Jonia, provincia infamemente aplicada a todo género de delicias como también los sibaritas en Italia, de donde tomaron nombre las fábulas sibaríticas. El asunto de estas fábulas (hablo ahora solamente de las malas) suele ser destruir la religión, embravecer los ánimos, afeminarlos, o instruirlos en todo género de maldades.

17. Escribieron los hebreos las desvariadas fábulas de la Cábala y el Talmud para sostener los desatinos de su incredulidad con la crédula persuasión de las mentiras más ridículas, enormes y despreciables que se pueden imaginar, y para no dar asenso a la verdad de la religión cristiana, más visible al mundo que la luz del sol, y es tal su afición a las patrañas que en la misma verdad desconocieron la verdad, llegando a persuadirse sin otro fundamento que su afición a las fábulas, que el libro de Job es una mera parábola. Diéronles fe los anabaptistas, y arrojada y temerariamente dijeron que la historia de Ester y de Judith también eran parábolas compuestas por los hebreos para diversión del pueblo. Así abusan ellos de sus fábulas para confirmar su secta, y de sus propias invenciones para destruir la verdad de las historias más auténticas que tiene el mundo y como tales nos las conservaron sus propios mayores.

18. Con este mismo intento de destruir la verdadera religión está escrito también el Alcorán de Mahoma, el cual, según observó el doctísimo maestro Alexio Venegas24: «Contiene una secta cuarteada cuyo principal cuarto es la vida porcuna que dicen epicúrea. El segundo es tejido de ceremonias judaicas vacías de significado, que solían tener antes del advenimiento de Cristo. El tercero cuarto, de las herejías arriana y nestórea. El cuarto cuarto es la letra del evangelio torcida y mal entendida conforme a su desvariado propósito. También son fábulas a este jaez La Cuna y Jara que urdieron los moros en su iglesia de malignantes».

19. El otro designio de los perversos libros milesios es afeminar los ánimos representando con viveza las cosas del amor y excitando con las imágenes pensamientos y deseos amorosos. En este género de escritos mucho mejor es no citar ejemplos y, cuando se alegue alguno, sea El asno de Apuleyo para que el mismo ejemplo sea recuerdo de que la torpeza transforma a los hombres en bestias.

20. Afeminan los ánimos por una parte, y por otra los embravecen, ciertos libros que llamamos de caballerías, porque en ellos se describen las monstruosas hazañas de unos caballeros imaginarios que tenían sus damas y por ellas hacían mil locuras, hasta llegar a hacerles oración invocándolas en sus peligros con ciertas fórmulas como si fuesen abogadas de las lides y peleas25, y por su respeto emprendían y hacían mil locuras. La letura, pues, de estos libros incitaba los ánimos a unas acciones bárbaras por el imaginario punto de defender las mujeres aun por causas deshonestas. Y esto llegó a tal extremo que las mismas leyes lo juzgaron digno de reprehensión y como tal lo refieren entre los abusos diciendo26: «E aun porque esforzassen más, tenían por cosa guisada que los que oviessen amigas que las nombrassen en las lides, porque les creciessen más los corazones e oviessen mayor vergüenza de errar».

21. El último género de perniciosas novelas es el que, con pretexto de cautelar de la vida pícara, la enseña. De cuya composición tenemos en España tanto número de ejemplos que sería cosa ociosa citar algunos.

22. De todos estos libros los que malearon más las costumbres públicas fueron los caballerescos. Las causas de su introducción fueron éstas.

23. Las naciones septentrionales se apoderaron de toda Europa. Los habitadores de ellas arrojaron las plumas y empuñaron las armas. El que más podía, más valía. Pudo más la barbarie y salió vencedora y triunfante, quedaron abatidas las letras, perdido el conocimiento de la antigüedad y aniquilado el buen gusto. Pero como donde no se hallan estas cosas, la necesidad las echa menos, sucedieron en su lugar la falsa dotrina y depravado gusto. Escribieron historias que fueron fabulosas porque se perdió o no sabía buscarse la memoria de los sucesos pasados. Unos hombres que de repente querían ser los maestros de la vida mal podían enseñar a los letores lo que nunca habían aprendido. Tal fue Thelesino Helio, escritor inglés que, cerca del año seiscientos cuarenta, reinando Artús en Bretaña, escribió los hechos deste rey fabulosamente. Imitole Melquino Avalonio que, en tiempo del rey Vortiporio, cerca del año seiscientos cincuenta, escribió la historia de Bretaña mezclando los cuentos del rey Artús y de la Tabla Redonda. La historia publicada en nombre de Gildas por renombre el Sabio, monje que fue de Gales, es del mismo jaez. Refiere las maravillosas hazañas del rey Artús, de Parceval y Lanzarote. El libro de Hunibaldo Franco, reducido a compendio por el abad Tritemio, es un montón de mentiras neciamente fingidas. El otro libro falsamente atribuido al arzobispo Turpín, siendo posterior a él más de docientos años, trata de las hazañas de Carlo Magno llenas de patrañas, y se fingió en Francia, no en España como alguno dijo sólo porque quiso. Con esos libros se deben adocenar las fabulosas historias falsamente prohijadas a Hancón Fortemán y Salcón Fortemán, a Sivardo el Sabio, a Juan Abgil-lo, hijo de un rey de Frisia, y a Adel Adelingo, decendiente de los reyes de la misma nación, todos los cuales se dice que fueron frisios y se finge que vivieron en tiempo de Carlo Magno, cuyas cosas escribieron.

24. También fue fabulosa la Historia de los orígenes de Frisia atribuida a Occon Escarlense, nieto, según fingen, de una hermana de Salcón Fortemán y coetáneo de Otón el Grande. Ni merece mayor crédito la historia de Gaufredo Monumetense, bretón, donde están escritas las hazañas del rey Artús y del sabio Merlín, por más que se diga que las sacó de memorias antiguas.

25. Éstas eran las historias que tanto se aplaudían entre las naciones que entonces eran menos rudas. Había hombres neciamente ocupados en fingir y publicar tan extravagantes caprichos porque había letores más necios que ellos que los leían y aplaudían y tal vez los creían.

26. Los trovadores también, quiero decir los poetas, que en tiempo de Ludovico Pío empezaron a cultivar la gaya ciencia, esto es, la poesía, como si dijésemos la ciencia festiva, se aplicaron a reducir al metro aquellas mismas patrañas y, cantándolas todos, se hicieron vulgares.

27. En España el uso de la poesía es mucho más antiguo. No trato de los tiempos más apartados del nuestro, y por eso no me valgo del testimonio de Estrabón27. Hablo sólo de la poesía vulgar que llamamos rítmica. No hay memoria de ella en toda Europa antes de la entrada de los árabes en España. Ellos solos tienen mayor número de poetas y poesías que todos los europeos. Pegaron esta afición, o confirmaron más en la que ya tenían, a los españoles, los cuales componían rimas con todo el primor que requieren el arte; como lo refiere con prolija curiosidad Álvaro Cordovés28, quejándose de ello ciento y treinta años después de la pérdida de España. Si algunas, o muchas de aquellas poesías árabes que refiere Álvaro, eran especie de novelas no me atreveré a afirmarlo. Las hazañas de su Buhalul, tan celebradas de ellos en prosa y verso, sin duda lo son. Lo cierto es que la tradición aún hoy conserva en España ciertas hablillas que llamamos cuentos de viejas, llenos de encantamientos, de donde viene a tantos la credulidad de éstos. Por eso Cervantes, hablando con la propiedad que suele, llamó cuentos a sus Novelas29. Bien que Lope de Vega quiso distinguir los cuentos de las novelas cuando, escribiendo a la señora María Leonarda, dijo así30: «Mándame U. m. escriba una novela. Ha sido novedad para mí que, aunque es verdad que en La Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo es grande la diferencia y más humilde el modo. En tiempo menos discreto que el de agora aunque de más hombres sabios llamaban a las novelas cuentos. Éstos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos». Yo soy de sentir que entre cuento y novela no hay más diferencia, si es que hay alguna, que lo dudo, que ser aquel más breve. Como quiera que sea, los cuentos suelen llamarse novelas y las novelas, cuentos, y éstos y aquéllas, fábulas. Los que pretenden hablar con distinción aún añaden otra especie de fábulas que llaman caballerías. Por eso Lope de Vega, continuando en referir las costumbres de los españoles en lo que toca a la afición de relaciones fingidas, inmediatamente añadió: «Porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y se llamaban en lenguaje castellano caballerías, como si dijésemos hechos grandes de caballeros valerosos. Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja como se ve en tantos Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Floranbelos, Esferamundos, y el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina que compuso una dama portuguesa». Al leer esto último, me detuvo la novedad, porque en el tiempo que se publicó la fingida historia de Amadís no sé yo que hubiese en el reino de Portugal dama capaz de escribir libro de tanta invención y novedad.

28. El erudito y juicioso autor del Diálogo de las Lenguas, que escribió en tiempo de Carlos V y examinó esta obra muy de propósito, siempre habla suponiendo que el autor fue hombre y no mujer. El sabio arzobispo de Tarragona don Antonio Agustín dice hablando de Amadís de Gaula31: «El cual dicen los portugueses que lo compuso Vasco Lobera». Y uno de los interlocutores añade luego: «Ése es otro secreto que pocos lo saben». Manuel de Faria y Sousa en el erudito prólogo que hizo a su Fuente de Aganipe publicó un soneto, que dice que escribió el infante don Pedro de Portugal, hijo del rey don Juan el Primero, en alabanza de Vasco de Lobera por haber escrito el Amadís. Yo he observado que Amadís de Gaula es anagrama puro de La vida de Gama. De donde mis amigos los portugueses podrán inferir otras muchas y muy probables conjeturas.

29. Como quiera que sea (que semejantes cosas después de tanto tiempo no son fáciles de averiguar), siendo nuestro libro de caballerías más antiguo cerca de cien años posterior a los que tratan de Tristán y Lanzarote, esto dio motivo a que el eruditísimo Huet, siguiendo a Juan Bautista Giraldo, dijese32 que los españoles recibieron de los franceses el arte de novelar. En lo que toca al asunto de caballerías lo creeré sin repugnancia. Pero la misma arte que recibieron los españoles ruda y desaliñada, la pulieron y hermosearon tanto que pasó el atavío a descompostura. Empezaron los españoles de la misma suerte que los extranjeros. La ignorancia de las historias verdaderas, puestos en ocasión de haber de escribirlas, los obligó a llenarlas de mentiras, particularmente tratando de cosas pasadas; que raras veces fue tan grande el atrevimiento y descaro que se atreviesen a mentir a las claras escribiendo de las presentes. Pero como el tiempo presente se hace pasado, la libertad de fingir confundía de tal suerte la verdad con la mentira que no se podía distinguir la una de la otra. Así vemos que los cantares fabulosos, o por hablar más claro, los romances, en mi opinión así llamados de roman, palabra francesa que significa novela, vemos, digo, que los cantares o romances mentirosos, que al principio sólo eran entretenimientos del vulgo ignorante, después llegaron a autorizarse tanto, repitiéndose en boca de los demás, que con facilidad pasaron a ser texto, entretejidas sus ficciones en la Crónica General de España, que fue copilada por autoridad real. Pernicioso ejemplo cuya imitación llegó a poner nuestras historias en tan infeliz estado que se atrevió a decir un historiador nuestro, reputado por uno de los más discretos de su tiempo, que «fuera de las Letras Divinas, no hay que afirmar ni que negar en ninguna dellas». Y ¿quién era este hombre que desterraba la verdad de la historia, siendo ésta el testigo más abonado y casi único de los tiempos pasados? Dígalo el mismo que derechamente se lo reprendió, el eruditísimo bachiller Pedro Rhua, profesor de letras humanas, el cual, escribiéndole, le dice así33: «Es vuestra señoría en sangre Guevara34, es en oficio coronista, es en profesión teólogo, es en dignidad y méritos obispo, de todos estos renombres es amar la verdad, escrebir verdad, predicar verdad, vivir en la verdad y morir por ella. Así holgará oír verdad y ser avisado de ella». Y más adelante: «Escrebí a vuestra señoría que, entre otras cosas que en sus obras culpan los letores, es una la más fea y intolerable que puede caer en escritor de autoridad como vuestra señoría lo es, y es que da fábulas por historias, y ficciones propias por narraciones ajenas y alega autores que no lo dicen, o lo dicen de otra manera, o son tales que no los hallarán sino in aphanis, como dijeron los crotoniatas a los sibaritas, en lo cual vuestra señoría pierde su autoridad y el letor, si es idiota, es engañado, y si es diligente pierde el tiempo cuando busca a do cantan los gallos de Nibas, como dice el refrán griego». Desta falsa opinión que tenía el obispo de Mondoñedo de la libertad de fingir historias, nació el persuadirse que, pues otros muchos habían escrito lo que se les había antojado, podía él imitarlos; licencia que se tomó tan atrevidamente que no sólo fingió sucesos y autores en cuyos nombres los confirmaba, sino también leyes. Y aludiendo a esto Rodrigo Dosma en el Catálogo de los obispos desta ciudad que se halla al fin de sus Discursos patrios, hablando del rey don Alonso XI de León, dijo: «Pobló la ciudad y le dio fueros, llamados de Badajoz, que yo tengo ciertos, no los fingidos de Guevara». Como tales los tenía el doctísimo Aldrete, pero por su gran modestia no se atrevió a manifestar del todo su juicio. «Lo mismo es -dice-35 en los fueros de Badajoz, si son ciertos, que yo en esto no quiero determinar. Por el autor que los puso, corre riesgo su certidumbre por lo poca que tienen otras cosas que escribe». Harto hizo señalando con el dedo al obispo de Mondoñedo. De quien dijo tales cosas don Antonio Agustín, aunque tan modesto, que por la autoridad de quien las refiere más quiero yo que se lean en sus Diálogos que no copiadas aquí36. No es mi ánimo infamar la memoria de un varón de tan delicada conciencia, que habiendo sido coronista del emperador Carlos V y escrito sus corónicas hasta que vino de Túnez, mandó en su testamento que se restituyese a su majestad el salario de un año porque en él no había escrito cosa alguna considerando, como debía, que éste y semejantes salarios no se dan en remuneración de servicios pasados, sino en recompensa del trabajo que se debe poner satisfaciendo a la obligación del propio empleo, la cual es indispensable porque se debe a toda la república, que es lo mismo que decir que son acreedores legítimos los que son y serán miembros suyos, esto es, los ciudadanos presentes y venideros. Sólo he referido tan memorable ejemplo para que se considere lo que puede la costumbre de las ficciones contrarias a la verdad, si aquélla se extiende, pues aun a los hombres buenos naturalmente discretos y muy estudiosos, como fue el obispo Guevara, llega a pervertir el juicio, y miserablemente pervirtió los de la mayor parte de los españoles sólo porque se dejaban llevar del pernicioso halago de los libros de caballerías.

30. Acostumbrados, pues, los entendimientos a la maravilla que causaban las extravagantes hazañas entretejidas en las historias, se atrevieron a escribir unos libros enteramente fabulosos, lo cual sería mucho más tolerable y aun digno de alabanza si, fingiendo con verosimilitud, representasen la idea de unos grandes héroes en quienes se viese premiada la virtud y castigado el vicio en la gente ruin. Pero de qué manera se escribiesen aquellos libros dígalo el juicioso autor del Diálogo de las Lenguas: «Cuanto a las cosas -dice-, siendo esto así que los que escriben mentiras las deben escribir de suerte que se alleguen cuanto fuere posible a la verdad, de tal manera que puedan vender sus mentiras por verdades, nuestro autor de Amadís -que fue el primero y el que mejor escribió los libros de caballerías-, una vez por descuido, y otra no sé por qué, dice cosas tan a la clara mentirosas que en ninguna manera las podéis tener por verdaderas». Lo cual confirma con varios ejemplos. Esto mismo reprehendía el sabio Luis Vives37 con aquella gravedad y peso de razones que le hizo el más severo crítico de su tiempo. «La erudición -decía- no se ha de esperar de unos hombres que ni aun vieron la sombra de la erudición. Pues cuando cuentan algo, ¿qué gusto puede haber en unas cosas que fingen tan abierta y neciamente? Este hombre solo mató a veinte juntos, aquél a treinta, el otro, trespasado con seiscientas heridas y dejado ya por muerto, se levanta luego y el día siguiente, restituido ya a su salud, y fuerzas, mata en un desafío a dos gigantes y sale de allí cargado de oro, plata, sedas, piedras preciosas, con tanta abundancia que ni una nave de carga las podría llevar. ¿Qué locura es dejarse llevar y detenerse en semejantes despropósitos? Fuera de esto no hay cosa dicha con agudeza, si no es que se cuenten como tales algunas palabras que sacaron de los más ocultos escondrijos de Venus, las cuales se dicen muy a propósito para mover y sacar de sus quicios a la que dicen que aman, si por ventura en ella hay alguna constancia en resistirse. Si por esto se leen estos libros, menos será leer aquellos que tratan (permitid, letores, el término) de alcahuetería. Porque en lo demás, ¿qué discreciones pueden decir unos escritores faltos de toda buena dotrina y arte? Yo nunca he oído a hombre que dijese agradarle tales libros, exceptuando sólo a los que nunca tocaron en sus manos libro bueno, y confieso mi pecado que también los he leído alguna vez, pero no hallé rastro alguno o de buena intención o de mejor ingenio. A aquellos, pues, que los alaban, de los cuales conozco algunos, entonces les daré crédito cuando digan eso después de haber gustado a Séneca, o a Cicerón, o a San Jerónimo, o a la Sagrada Escritura, y cuando sus costumbres también no sean del todo estragadísimas, porque las más veces la causa de aprobar tales libros es contemplar en ellos sus costumbres representadas como en un espejo y regocijarse de verlas aprobadas. Finalmente, aunque lo que dicen fuese muy agudo y agradable, yo nunca querría un deleite emponzoñado y que mi mujer se ingeniase para hacerme traición».

31. A este tenor prosigue el sabio Vives, el cual en otra parte refiere38 entre las causas de la corrupción de las artes la leyenda de los libros de caballerías. «Quieren -dice- leer unos libros manifiestamente mentirosos y llenos de meras bagatelas, por cierto halago del estilo, como Amadís y Florián, españoles; Lanzarote y la Tabla Redonda, franceses; Rolando, italiano; los cuales libros fingieron unos hombres ociosos, y los llenaron de un género de mentiras, que ni conducen algo para saber, ni para juzgar bien de las cosas, ni para vivir, sino solamente para hacer cosquillas a la concupiscencia. Y aun por eso los leen unos hombres de unos ingenios corrompidos con el ocio y condecendencia de su propio amor, no de otra suerte que algunos estómagos delicados que se lisonjean mucho, sólo se sustentan con ciertas confituras de azúcar y miel desechando toda comida sólida». No era sólo Vives el que se quejaba desto. Pero Megía, cronista de Carlos V y discreto historiador de aquellos tiempos, se lamentó de lo mismo con gran sentimiento39, tanto que el inca Garci-Laso, por sólo su testimonio, nunca quiso leer tan desatinados libros. El maestro Venegas, con su acostumbrado juicio, dijo40: «En nuestros tiempos, con detrimento de las doncellas recogidas, se escriben los libros desaforados de caballerías que no sirven sino de ser unos sermonarios del diablo con que en los rincones caza los ánimos tiernos de las doncellas». Omitiendo el testimonio de otros gravísimos autores, uno de los españoles de mayor juicio y el mayor teólogo que hubo en el Concilio de Trento (visto es que hablo del obispo Cano), nos dejó escrito lo siguiente41: «Nuestra edad ha visto un sacerdote que estaba muy persuadido a que cosa que una vez se hubiese impreso, de ningún modo era falsa. Porque, según decía, los ministros de la república no habían de cometer tan gran maldad que no sólo permitiesen que se divulgasen mentiras, sino que también las autorizasen con su privilegio para que más seguramente se esparciesen por los entendimientos de los hombres, y movido de este argumento llegó a creer que Amadís y Clarián verdaderamente obraron aquellas cosas que se cuentan en sus libros patrañeros. Cuánto peso tenga el motivo de aquél -aunque sencillo sacerdote- contra los ministros de la república no es propio de este lugar y tiempo el disputarlo. Yo, ciertamente, por lo que a mí me toca, con grande sentimiento y dolor de mi alma digo que, con gran daño y ruina de la Iglesia, sólo se cautela en la publicación de los libros que no estén rociados de errores contra la fe, sin cuidar que no los haya dañosos a las costumbres. Y principalmente no me inquieto por esas novelas que poco ha nombré, aunque escritas sin erudición y tales que nada nada conducen, no digo para vivir bien y dichosamente, pero ni aun para formar buen juicio de las cosas humanas. Porque ¿qué pueden aprovechar unas meras y vanas frioleras fingidas por unos hombres ociosos y manoseadas de unos ingenios corrompidos con los vicios? Sino que mi dolor, etc.». Palabras dignas de escribirse en letras de oro por las cuales se conoce cuánto apreciaba el obispo Cano los dictámenes de Vives, a quien frecuentemente copiaba, aunque tal vez le zahirió injustamente por las ocultas causas que yo me sé y que, si Vives viviera, hubiera sabido vindicar. Pero Vives vivirá en la memoria de los hombres y algún tiempo habrá algún aficionado suyo que, juntando la autoridad al saber, deshará el agravio que se hizo y aún hoy se tolera contra tan piadoso varón.

32. Entretanto, basten las quejas referidas para hacer juicio del daño que hacían los libros de caballerías, los cuales estaban tan encastillados en los ánimos de la mayor parte de los letores que las quejas, invectivas y sermones de los hombres más juiciosos, sabios y celosos de la nación no bastaban a desterrarlos. Ni se logró conseguir tan inmortal hazaña hasta que quiso Dios que Miguel de Cervantes Saavedra escribiese (como él mismo lo dice42 en boca de un amigo suyo) «una invectiva contra los libros de caballerías publicando la Historia de Don Quijote de la Mancha, la cual no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías». Consideraba Cervantes que un clavo saca a otro y que, supuesta la inclinación de la mayor parte de los ociosos a semejantes libros, no era el medio mejor para apartarlos de tal letura la fuerza de la razón, que sólo suele mover a los ánimos considerados, sino un libro de semejante inventiva y de honesto entretenimiento que, excediendo a todos los demás en lo deleitable de su letura, atrajese a sí a todo género de gentes, discretos y tontos. Para cuyo fin no era necesario gran fondo de dotrina, sino tal discreción y gracia en el decir que se llevasen toda la atención. Por eso Cervantes en aquel su discretísimo Prólogo, en que tan agudamente satirizó la vanidad de los malos escritores, después de un graciosísimo coloquio entre él y un amigo suyo, hace que éste le proponga la idea que debe seguir, la cual es ésta: «Si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón, ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología, ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica, ni tiene para qué predicar a ninguno mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que cuanto ella fuere más perfeta tanto mejor será lo que escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efeto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada de estos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más, que, si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco».

33. Estando, pues, Cervantes tan bien instruido, veamos ahora sin pasión si fue capaz de ejecutarlo.

34. En tres cosas consiste la perfección de un libro: en la buena invención, debida disposición y lenguage proporcionado al asunto que se trata.

35. La invención de Cervantes es conforme al carácter de un hidalgo de harto buen juicio que, habiéndole ilustrado con la letura de los libros, le perdió desvelándose en los de caballerías y, dando en la manía de imitar aquellas locas hazañas que había leído, eligió por escudero un labrador sencillo y gracioso, y, por no estar sin dama, se la figuró en su imaginación según la medida de su corazón platónicamente enamorado. Y con el pensamiento de probar aventuras, él en su caballo a quien llamó Rocinante y, después en su segunda y tercera salida, con su escudero Sancho Panza muy sobre su asno, llamado Rucio, salió en busca de la buena suerte.

36. La idea, pues, de Miguel de Cervantes Saavedra y el sentido de ella, a lo que yo alcanzo, son como se siguen. Alonso Quijada, hidalgo manchego, se dio enteramente a la lección de los libros de caballerías, vicio muy general en la gente ociosa y mal entretenida. La demasiada aplicación a los libros caballerescos le secó el celebro y le volvió el juicio, como al otro famoso rústico conocido por el nombre de Paladín. Lo cual significa que aquella vana letura trastornaba los juicios haciendo a los letores atrevidos y temerarios, como si hubiesen de tratar con hombres meramente fantásticos. El infeliz manchego creyó ser verdaderas aquellas hazañas prodigiosas que había leído y le pareció necesaria en el mundo la profesión de los caballeros andantes para deshacer y enderezar tuertos, como él decía. Quiso, pues, entrar en tan honrosa cofradía y emplearse en unos ejercicios tan saludables al género humano. Condición muy propia de hombres presumidos de valientes que con insolente atrevimiento todo lo quieren remediar sin ser de su obligación. Alonso Quijada tomó para sí el nombre de Don Quijote de la Mancha y se dejó armar caballero de un ventero. Los que salen de su esfera luego se tienen por unos Guzmanes, suelen variar los apellidos y, si se llega a esto alguna exterior marca de honor, piensan que sólo se lee aquel sobrescrito y que en el mundo político no hay zahorís que miren, noten y registren lo más interior.

37. Don Quijote se llamó con el ribete de la Mancha, y su dama imaginaria Dulcinea del Toboso, lugar de la Mancha, porque, según he oído decir, Miguel de Cervantes fue allá con una comisión y por ella le capitularon los del Toboso y dieron con él en una cárcel. Y en agradecimiento desto (que no la hemos de llamar venganza habiendo resultado en tanta gloria de la Mancha) hizo Cervantes manchegos a su caballero andante y a su dama. Que Cervantes (cual otro Nevio que escribió en la cárcel sus dos comedias El Hariolo y Leonte) compusiese esta historia encarcelado también, lo confesó él mismo diciendo43: «¿Qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno? Bien, como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación».

38. Veamos ahora qué es lo que hace Don Quijote, el cual ya sale de su casa en un caballo flaco, símbolo de la debilidad de su empresa, siguiéndole en su segunda y tercera salida Sancho Panza en su Rucio, jerolífico de la simplicidad.

39. En Don Quijote se nos representa un valiente maniático que, pareciéndole muchas cosas de las que ve semejantes a las que leyó, sigue los engaños de su imaginación y acomete empresas en su opinión hazañosas, en la de los demás, disparatadas, cuales son las que los antiguos libros caballerescos refieren de sus héroes imaginarios, para cuya imitación bien se echa de ver cuánta erudición caballeresca era necesaria en un autor que a cada paso había de aludir a los hechos de aquella inumerable caterva de caballeros andantes. La letura de Cervantes en este género de historias fabulosas fue sin igual, como lo manifiesta en muchísimas partes44.

40. Fuera de sus manías, habla Don Quijote como hombre cuerdo, y son sus discursos muy conformes a razón. Son muy dignos de leerse los que hizo sobre el siglo de oro o primera edad del mundo poéticamente descrita45, sobre la manera de vivir de los estudiantes y soldados46, sobre las distinciones que hay de caballeros y linajes47, sobre el uso de la poesía48, y las dos instrucciones, una política49 y otra económica50, las cuales dio a Sancho Panza cuando iba a ser gobernador de la ínsula Barataria, son tales que se pueden dar a los gobernadores verdaderos y, ciertamente, deben ponerlas en práctica.

41. En Sancho Panza se representa la simplicidad del vulgo que, aunque conozca los errores, ciegamente los sigue. Pero para que la simplicidad de Sancho no sea enfadosa a los letores la hace Cervantes naturalmente graciosa. Nadie definió mejor a Sancho Panza que su amo Don Quijote cuando, hablando con una duquesa, dijo51: «Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso que yo tengo». Y en otra ocasión52: «Quiero que entiendan vuestras señorías que Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante. Tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento. Tiene malicias que le condenan por bellaco y descuidos que le confirman por bobo. Duda de todo y créelo todo. Cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones que le levantan al cielo. Finalmente, yo no le trocaría con otro escudero aunque me diesen de añadidura una ciudad». En prueba de la sencillez y gracia de Sancho Panza léase sólo el cuento del rebuzno53.

42. Siendo tales los principales personajes desta historia, viene a suceder lo que en ajena persona dijo Cervantes54: «Que los sucesos de Don Quijote o se han de celebrar con admiración o con risa», y que Sancho es tal55 «a cuyas gracias no hay ningunas que se le igualen». Y sin hablarnos por boca de otros, dijo en el fin de su I Prólogo: «Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza su escudero, en quien a mi parecer te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas».

43. Para que la historia de un caballero andante no enfadase a los letores con la uniformidad o semejanza de los sucesos, lo cual acontecería si únicamente se tratase de locas aventuras, ingirió Cervantes muchos episodios donde los sucesos son frecuentes, nuevos y verosímiles; los razonamientos artificiosos, claros y eficaces; los enredos maravillosamente enmarañados; las salidas de ellos fáciles, naturales y, sobre todo, tan agradables que dejan el ánimo sosegado, quedando muy quietos y pacíficos aquellos afectos que con singular industria y artificio se habían alborotado. Y lo que más admira a los perspicaces letores es que todos estos episodios menos dos, «las novelas, digo, del Cautivo y del Curioso impertinente», están entretejidos en el principal asunto de la fábula tan ingeniosamente que, cual hermoso tapiz, forman con ella una misma tela y hacen una labor muy amena y agradable.

44. Cuando es muy hábil el artífice, nadie conoce mejor que él la perfección de sus obras. Por eso decía el mismo Cervantes, hablando de su historia56: «Los cuentos y episodios della, en parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia».

45. Para hacer Cervantes su invención mucho más verosímil y plausible, fingió57 haber sido el autor de ella Cide Hamete Ben-Engeli, historiador arábigo natural de la Mancha. Fingiole manchego para suponerle bien informado de las cosas de Don Quijote. Es cosa muy graciosa ver cómo celebra Cervantes la escrupulosa puntualidad de Cide Hamete en la relación de las cosas aun más mínimas, como cuando hablando de Sancho Panza maltratado a garrotazos dijo58: «Despidiendo treinta ayes y sesenta sospiros y ciento y veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído, se levantó». Y cuando dice de otro59: «Era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular mención porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio. De donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, ya por malicia, o ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del Conde Tomillas, y con qué puntualidad lo escriben todo!» No habló más discretamente el mismo Luciano en sus dos libros De la verdadera historia.

46. En otra parte, poniendo en práctica esta misma puntualidad en referir las cosas muy por menor, dice Cervantes en boca de Ben-Engeli60: «Entraron a Don Quijote en una sala, desarmole Sancho, quedó en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil sin almidón y sin randas, los borceguíes eran datilados y encerados los zapatos: ciñose su buena espada que pendía de un tahalí de lobos marinos, que es opinión que muchos años fue enfermo de los riñones, cubriose un herreruelo de buen paño pardo, pero, antes de todo, con cinco calderos o seis de agua, que en la cantidad de los calderos hay alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro». ¡Nimiedad sencilla y graciosa! ¡Verosimilitud admirable y sin igual! Exclame, pues, Cervantes y con razón61: «Real y verdaderamente todos los que gustan de semejantes historias como ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las seminimas della sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente. Pinta los pensamientos, descrubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos, finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh Don Quijote dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos, y cada uno de por sí, viváis siglos infinitos para gusto y general pasatiempo de los vivientes».

47. Fingió Cervantes que el autor de esta historia fue arábigo62 aludiendo en esto a lo que muchos piensan que los árabes pegaron a los españoles la afición de novelar. Es cierto que Aristóteles63, Cornuto64, y Prisciano65 hicieron mención de las fábulas líbicas. Luciano añade66 que entre los árabes había hombres empleados en explicar las fábulas. Locman, a quien celebra el Alcorán de Mahoma, es opinión muy valida que fue Isopo, fabulero insigne. Tomás Erpenio fue el primero que tradujo sus fábulas en latín, año 1625. Bien cierto es que las de Isopo están comodadas al genio de cada nación. Aun las que están en griego no son las mismas que escribió Isopo. Fedro, que las tradujo en latín, confiesa que las interpoló67. Yo las tengo en español, impresas en Sevilla por Juan Cronberger, año 1533, y están interpoladas y añadidas extrañamente. No es maravilla, pues, que los árabes las hayan acomodado a su genio. y ¿qué mayor fábula que el Alcorán de Mahoma? Éste se escribió a manera de novela para que se aprendiese con más facilidad y se olvidase menos. Las vidas de los patriarcas, profetas y apóstoles que tienen escritas los mahometanos están llenas de fábulas. Algunos de sus filósofos que intentaron explicar los soñados misterios de su dotrina, formaron unos libros a manera de novelas. Deste género es la historia de Hayo hijo de Yocdán, de quien contó Avicena grandísimas patrañas. León Africano y Luis de Mármol, como testigos de vista, dicen que los árabes tienen tanta afición a las novelas que celebran las hazañas de su Buhalul en prosa y verso, como los nuestros las de Reinaldos de Montalbán y Rolando el Enamorado. Y sin salir de España, los que llamamos cuentos de viejas son unas breves novelas cuyos asuntos, que de ordinario son encantamientos y apariciones de horribilísimos negros para causar espanto a los niños haciéndolos así vilmente medrosos, están manifestando ser invención arábiga.

48. Prueba de esto es también que los primeros libros de caballerías se escribieron en España en tiempo en que los árabes aún estaban en ella. Y así entiendo que escribía trascordado Lope de Vega cuando dijo68: Llamaban a las novelas, cuentos. Éstos se sabían de memoria y, nunca que yo me acuerde, los vi escritos». Haylos escritos y los había leído Lope en los mismos libros de caballerías, pero no se acordaba, quizá porque los que le habrían contado no serían los mismos. Aunque yo no niego que muchos están hoy únicamente encomendados a la tradición de los ociosos habladores.

49. Tenemos manchego y árabe al autor desta historia escrita en árabigo. Añade Cervantes, siguiendo el hilo de su ficción, que mandó traducirla de arábigo en castellano a un morisco aljamado69. Aludiendo a esto introdujo al bachiller Sansón Carrasco que, hablando con Don Quijote, dijo así70: «Bien haya Cide Hamete Benengeli que la historia de vuestras grandezas dejó escrita, y rebién haya el curioso71 que tuvo cuidado de hacerlas traducir de arábigo en nuestro vulgar castellano para universal entretenimiento de las gentes».

50. Y para que se entendiese que el traductor también hacía sus críticas, en abono suyo añadió esto Cervantes72: «Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles que no tiene por posible que él las supiese, pero que no quiso dejar de traducillo por cumplir lo que a su oficio debía, y así prosiguió diciendo». Gran documento para los traductores que no saben que su oficio es como el de los retratistas, que no hacen su deber si sacan un retrato más perfeto que el original. Hablo de las cosas, que en lo que toca al estilo, cada cual usa de sus colores y éstos deben ser proporcionados a lo que se quiere representar. Siendo esto así, no sé cómo disculpar a Cervantes, el cual hace que en otra parte falte el traductor a su acostumbrada puntualidad diciendo así73: «Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico, pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones». ¿Por ventura diremos que lo que es reprehensión del traductor es tácita alabanza de la puntualidad de Cervantes? ¿O que con esto quiso reprobar la enfadosa prolijidad de muchos escritores que, desviándose de su principal asunto, se paran en hacer descripciones de palacios y de semejantes cosas? Uno y otro es posible. Lo cierto es que la Novela del verdadero y perfeto amor, atribuida a Atenágoras, es desagradable por las frecuentes descripciones de palacios, hechas con tan sobresaliente arte, y ésta vitruviana, que parece que el que las hizo no podía disimular ser arquitecto, pues describía los palacios como artífice, no como novelista. De donde infirió el sagacísimo Huet que el autor de aquella novela no fue Atenágoras, como se supone, sino Guillermo Filandro, ilustrador insigne de Marco Vitruvio, el cual quiso en aquella obra lisonjear el genio de su gran favorecedor el cardenal Gregorio Armanac, muy amigo de la arquitectura. Ni podía Atenágoras pintar tan al vivo como pinta, las costumbres modernas. Y no fue difícil persuadir, a Fumeo, publicador de la Novela, que el original griego que le enseñaron era verdadero, pero debía él haberle examinado mejor para que no creyésemos que su traducción es supuesta. Fumeo se portó muy al contrario de aquellos que cuando publican algunos libros que saben ellos ser falsos, ponen gran conato en persuadir su legitimidad diciendo haberlos sacado de manuscritos muy antiguos de letra apenas legible, carcomidos del tiempo, y que estaban en esta o en la otra librería (donde nadie los vio), que pudieron lograrlos por medio de uno que ya no vive. Y estos y semejantes artificios son los que engañan a los sencillos letores y los que nos representa Cervantes fingiendo74 que el autor de esta obra fue un historiador arábigo y manchego, el traductor morisco, y la continuación de la historia por buena dicha hallada y comprada de un muchacho que vendía unos cartapacios y papeles viejos en el alcana de Toledo. Pudo ser arbitrario fingir en Toledo tal hallazgo. Pero, a tiempo que Cervantes decía esto, corría muy valido entre la gente crédula haber en Toledo quien tenía una Historia universal, donde todos hallaban lo que buscaban y aun lo que querían. El autor de ella se suponía gravísimo. Y en efeto, aquella historia que trataba de todas las cosas y otras muchas más, esto es, de cuanto querían los que preguntaban algo al que suponían tesorero de la erudición eclesiástica, era una fábula preñada de muchas fábulas que con toda propiedad se llamaría en francés con el nombre de roman y en buen romance cuento de cuentos, los cuales fueron tan bien recibidos que salieron varias continuaciones no menos aplaudidas que las de los libros de Amadís y, lo que es mucho peor, más leídas y más creídas y aún no desterradas, reservando Dios esta gloria a quien se digne dar tantas fuerzas e industria que sea capaz de embestir y vencer a todo el vulgo de una nación. Pero éste no es asunto propio de este lugar. Lo será de otro y en otra ocasión, si Dios quiere.

51. Últimamente, por no incurrir Cervantes en lo mismo que reprehendía de la vanidad de los libros caballerescos, y acordándose del fin que se había propuesto de hacer despreciables aquellas patrañas, hizo que Don Quijote de la Mancha, que como loco había sido llevado a su casa encerrado en una carreta como si fuese en una jaula, volviese luego en su juicio y confesase llana y cristianamente haber sido disparate todo cuanto hizo y obró, por el deseo de imitar aquel los caballeros andantes puramente imaginarios.

52. Según lo dicho, ya se ve cuán admirable es la invención desta grande obra. No lo es menos la disposición de ella, pues las imágenes de las personas de que se trata tienen la debida proporción y cada una ocupa el lugar que le toca; los sucesos están enlazados con tanto artificio que los unos llaman a los otros y todos llevan suspensa y gustosamente entretenida la atención del letor.

53. En orden al estilo, ojalá que el que hoy se usa en los asuntos más graves fuese tal. En él se ven bien distinguidos y apropiados los géneros de hablar. Sólo se valió Cervantes de voces antiguas para representar mejor las cosas antiguas. Son muy pocas las que introdujo nuevamente, pidiéndolo la necesidad. Hizo ver que la lengua española no necesita de mendigar voces extranjeras para explicarse cualquiera en el trato común. En suma, el estilo de Cervantes en esta Historia de Don Quijote es puro, natural, bien colocado, suave, y tan emendado que en poquísimos escritores españoles se hallará tan exacto. De suerte que es uno de los mejores textos de la lengua española. Bien satisfecho de esto estaba el mismo Cervantes, pues dirigiendo el tomo segundo de la Historia de Don Quijote al conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, con inimitable gracia, con la cual supo encubrir las propias alabanzas, le dijo así: «Enviando a U. Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas que representadas, si bien me acuerdo, dije que Don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a U. Excelencia, y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá llega me parece que habré hecho algún servicio a U. Excelencia, porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro Don Quijote que, con nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe. Y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues, en lengua chinesca, habrá un mes que me escribió una carta con un propio pidiéndome, o por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la Historia de Don Quijote. Juntamente con esto, me decía que fuese yo a ser el retor del tal colegio. Preguntele al portador si su majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondiome que ni por pensamiento. Pues, hermano, le respondí yo, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje. Además, que sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros; y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al gran conde de Lemos, que sin tantos titulillos de colegios, ni retorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear. Con esto le despedí, y con esto me despido, etc. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y quince».

54. Examinada ya por sus partes la perfección de esta obra, y vista también la buena distribución y enlace de todas ellas, fácilmente puede pensarse cuán bien recibida debió ser esta insigne obra. Pero como salió en dos volúmenes y cada uno de ellos en diferente tiempo, veamos cómo se recibieron, qué censuras padecieron, y cuál es la que merecen.

55. El primer tomo salió en Madrid impreso por Juan de la Cuesta, año 1605, en 4, dirigido al duque de Béjar, de cuya protección se congratuló Cervantes, en unos versos que escribió al libro de Don Quijote de la Mancha Urganda la Desconocida.

56. Una de las mayores pruebas de la celebridad de algún libro es el fácil despacho dél. Fue tal el que tuvo el primer tomo de esta historia de Don Quijote, que antes que Cervantes publicase el segundo, dijo en boca de Sansón Carrasco75: «Tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia. Si no dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se ha impreso. Y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación, ni lengua, donde no se traduzga». Así ha sucedido, por cierto, de suerte que solamente de las traduciones se pudiera formar una larga relación. En otra parte introduce a Don Quijote exagerando el número de los libros impresos de su historia, desta suerte76: «He merecido andar ya en estampa en casi todas, o las más, naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares si el cielo no lo remedia». En otra parte, la duquesa (cuyos estados hasta ahora no se ha podido averiguar cuáles son), hablando de la Historia de Don Quijote, dice77: «De pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes». Mucho mejor se explicó el bachiller Sansón Carrasco hablando de esta historia con el mismo Don Quijote78: «Es tan clara -dijo- que no hay cosa que dificultar en ella. Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y finalmente es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: allí va Rocinante. Y los que más se han dado a su letura son los pajes. No hay antecámara de señor, donde no se halle un Don Quijote. Unos le toman si otros le dejan, éstos le embisten y aquéllos le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico». Mucha razón, pues, tuvo Sancho Panza para hacer esta profecía79: «Yo apostaré, dijo Sancho, que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta, ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas». Así vemos que sucede y mucho más; pues no sólo en los mesones y casas particulares se hallan los libros de Don Quijote, sino en las más escogidas librerías, haciendo sus dueños una grande ostentación de esta historia si por ventura logran tenerla de las primeras impresiones. Los más diestros burilistas, pintores, tapiceros y escultores están empleados en representar esta historia para adornar con sus figuras las casas y palacios de los grandes señores y mayores príncipes. Aún viviendo Cervantes, consiguió la gloria de que su obra tuviese la acetación real. Estaba el rey don Felipe, tercero deste nombre, en un balcón de su palacio de Madrid y, espaciando la vista, observó que un estudiante, junto al río Manzanares, leía un libro y de cuando en cuando interrumpía la lección y se daba en la frente grandes palmadas, acompañadas de extraordinarios movimientos de placer y alegría. Y dijo el rey: «Aquel estudiante o está fuera de sí o lee la Historia de Don Quijote». Y luego se supo que la leía, porque los palaciegos suelen interesarse mucho en ganar las albricias de los aciertos de sus amos en lo que poco importa. Mas ninguno dellos solicitó a Cervantes una moderada pensión para que con ella pudiese entretener su vida. Y por eso no sé yo cómo entienda aquella parábola del emperador de la China. Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros y muy poco a los españoles. Aquéllos le alabaron y honraron sin tasa ni medida. Éstos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y públicas.

57. Porque no quede esta verdad a la mera cortesía de los letores, produzgamos las pruebas. El licenciado Márquez Torres, en la aprobación que dio al segundo tomo de la Historia de Don Quijote, después de una justísima censura contra los perversos libros de su tiempo, dice así: «Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de Cervantes así nuestra nación como las extrañas, pues como a milagro desean ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido el Ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a su ilustrísima hizo el embajador de Francia que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal, mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y tocando acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes cuando se comenzaron a hacer lenguas encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: La Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos que me ofrecí a llevarlos a que viesen al autor dellas, que estimaron con mil demonstraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre. A que uno respondió estas formales palabras: ¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público? Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y, con mucha. agudeza, dijo: Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo. Bien creo que ésta (para censura un poco larga) alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio, mas la verdad de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el cuidado. Además que al día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué cebar el pico del adulador que, aunque afectuosa y falsamente dice de burlas, pretende ser remunerado de veras». Pensará el letor que quien dijo esto fue el licenciado Francisco Márquez Torres; no fue sino el mismo Miguel de Cervantes Saavedra, porque el estilo de licenciado Márquez Torres es metafórico, afectadillo y pedantesco, como lo manifiestan los Discursos consolatorios que escribió a don Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de Uceda, en la muerte de don Bernardo de Sandoval y Rojas, su hijo, primer marqués de Belmonte, y, al contrario, el estilo de la aprobación es puro, natural y cortesano, y tan parecido en todo al de Cervantes que no hay cosa en él que le distinga. El licenciado Márquez era capellán y maestro de pajes de don Bernardo Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, inquisidor general, y Cervantes era muy favorecido del mismo80. Con que ciertamente eran entrambos amigos.

58. Supuesta la amistad, no era mucho que usase Cervantes de semejante libertad. Conténtese, pues, el licenciado Márquez Torres con que Cervantes le hizo partícipe de la gloria de su estilo. Y veamos qué movió a Cervantes a querer hablar, como dicen, por boca de ganso. No fue otro su designio, sino manifestar la idea de su obra, la estimación de ella y de su autor en las naciones extrañas y su desvalimiento en la propia.

59. Ya hemos visto estas dos últimas cosas. Veamos ahora cuál dice que es el fin de su obra, cómo dice que está escrita y cómo no está; que todo esto contiene la aprobación deste libro igual en todo al primero, atendida la dificultad que tiene la continuación de una ficción, tan perfeta, que ya pudiera tenerse por felizmente acabada. «No hallo -dice- en él cosa indigna de un cristiano celoso ni que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales, antes mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías, cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura de lenguaje castellano no adulterado con enfadosa y estudiada afectación (vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos), y en la corrección de vicios, que generalmente toca ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta cordura las leyes de la reprehensión cristiana que aquel que fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medecinas, gustosamente habrá bebido (cuando menos lo imagine), sin empacho ni asco alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará (que es lo más difícil de conseguirse) gustoso y reprehendido. Ha habido muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues, no pudiendo imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida (por no decir licenciosa y desalumbradamente) le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a maldicientes, inventando casos que no pasaron para hacer capaz al vicio que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para seguirle hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no reprehensores, a la menos maestros dél. Hácense odiosos a los bien entendidos; con el pueblo pierden el crédito (si alguno tuvieron) para admitir sus escritos; y los vicios, que arrojada e imprudentemente quisieron corregir, quedan en muy peor estado que antes; que no todas las postemas a un mismo tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios, antes algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya aplicación el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas, término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del hierro». Censura digna, por cierto, del buen juicio y de la moderación de ánimo de Miguel de Cervantes.

60. Muy diferentes eran las que le hacían sus contrarios, dejándose llevar de su dañada intención y maledicencia. Unas, como dije, fueron privadas, otras públicas. Pero tales, que el mismo contra quien se dirigieron hizo alarde de contarlas: «Estando yo -dice-81 en Valladolid, llevaron una carta a mi casa para mí con un real de porte; recibiola y pagó el porte una sobrina mía que nunca ella le pagara, pero diome por disculpa que muchas veces me había oído decir que en tres cosas era bien gastado el dinero: en dar limosna, en pagar al buen médico, y en el porte de las cartas, ora sean de amigos o de enemigos, que las de los amigos avisan y de las de los enemigos se puede tomar algún indicio de sus pensamientos. Diéronmela y venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote, y de lo que me pesó fue del real; y propuse desde entonces de no tomar carta con porte».

61. Más sentido se manifestó Cervantes con otro enemigo de su Don Quijote, pues le describió tan al vivo que bien se echa de ver la fuerza de su indignación. Sólo se sabe que era fraile, pero no quién ni de qué religión, y así bien podemos copiar aquí su pintura82: «La duquesa y el duque salieron a la puerta de la casa a recibirle (a Don Quijote) y con ellos un grave eclesiástico destos que gobiernan las casas de los príncipes, destos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son, destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos, destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados los hacen ser miserables. Destos tales digo que debía de ser el grave religioso que con los duques salió a recibir a Don Quijote». El recibimiento del dicho fraile y sacudimiento de Don Quijote mejor se leerá en el original83. Y dejando nosotros las censuras ocultas, hablemos ahora de las descubiertas.

62. Publicado, como queda dicho, tan bien recibido y diversas veces impreso el primer tomo de la Historia de Don Quijote de la Mancha, no faltó en España quien, envidioso de la gloria de Miguel de Cervantes Saavedra y codicioso de la ganancia de sus libros, aún viviendo él, se atrevió a escribir y publicar una continuación de aquella historia inimitable. El título que dio a su obra fue éste:

63. Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas. Al alcalde, regidores y hidalgos de la noble villa de Argamasilla, patria feliz del hidalgo caballero Don Quijote de la Mancha. Con licencia, en Tarragona en casa de Felipe Roberto, año 1614. En 8.

64. Ni el autor de esta obra se llamaba Alonso Fernández de Avellaneda, ni fue natural de Tordesillas, célebre villa de Castilla la Vieja, sino que fue aragonés, pues Miguel de Cervantes, a quien debemos suponer bien informado, así le nombró en varias ocasiones. En una, llamó a esta continuación84 Historia del aragonés recién impresa. En otra, hablando della, dijo85: «Ésta es la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete su primer autor, sino por un aragonés que él dice ser natural de Tordesillas». Aunque Cervantes, pues, en alguna parte86 le llamó autor tordillesco, sólo fue por hablar en suposición de la ficción de su patria y quizá para tratarle con apodo equívoco a rocín tordillo, como si dijera autor arrocinado. En suposición, pues, de que la obra se finge haberse escrito en Tordesillas y de haberse impreso en Tarragona, como lo manifiestan la aprobación del libro y licencia para imprimirle, se entenderá fácilmente lo que dijo Cervantes en el principio de su discretísimo prólogo del segundo tomo aludiendo a la ficción de la patria y realidad de la impresión en Tarragona. Sus palabras son éstas: «Válame Dios y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, letor ilustre (o quier plebeyo), este prólogo creyendo hallar en él venganzas, reñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona, pues en verdad que no te he de dar este contento que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento. Castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya». Y poco más adelante: «Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir aflición al afligido y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y a cielo claro encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad». Aquellas palabras señor y grande son misteriosas para mí, y, sea lo que fuere, yo estoy persuadido a que el enemigo de Cervantes era muy poderoso cuando un escritor, soldado, animoso y diestro en el manejo de la pluma y de la espada no se atrevió a nombrarle. Si ya no es que fuese hombre tan vil y despreciable que ni aun quiso que se supiese su nombre para que con la misma infamia no lograse alguna fama.

65. Don Nicolás Antonio juzgó que este autor no tenía genio para continuar tal obra. Esto es poco. Ni tenía genio ni ingenio para tan difícil empresa. No tenía genio porque éste supone ingenio, pues, como decía la duquesa que tanto honró a Don Quijote87, «las gracias y los donaires no asientan sobre ingenios torpes». Y tal era el del autor aragonés cuya leyenda es indigna de cualquier letor que se tenga por honesto. Escribir, pues, con gracia pide un natural muy agudo y muy discreto, de que estaba muy ajeno el dicho aragonés. Ni aun le tenía para inventar con alguna apariencia de verosimilitud, pues habiendo intentado continuar la Historia de Don Quijote debía haber imitado el carácter de las personas que fingió Cervantes, guardando siempre el decoro que es la mayor perfección del arte. Últimamente, su dotrina es pedantesca y su estilo lleno de impropiedades, solecismos y barbarismos, duro y desapacible y, en suma, digno del desprecio que ha tenido, pues se ha consumido en usos viles, y únicamente el haber llegado a ser raro pudo darle estimación, pues, habiéndose reimpreso en Madrid después de ciento y diez y ocho años, esto es en el de 1732, no hay hombre de buen gusto que haga aprecio dél. El año 1704 se imprimió en París una que se llama traducción de esta obra en lengua francesa, pero se observa el orden invertido, muchas cosas quitadas y muchas más añadidas, y éstas han podido granjear algún crédito a su primer autor.

66. Éste supo ocultar su nombre, pero no su maledicencia y codicia, pues se atrevió a hablar en su prólogo con tanta insolencia como ésta: «Se prosigue -esta Historia de Don Quijote de la Mancha- con la autoridad que él -Miguel de Cervantes Saavedra- la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron (y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una, y hablando tanto de todos hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos), pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte». No hagamos caso de la gramática. deste escritorcillo digno de la férula. Oigamos otra reprehensión de la inculpable vejez de Miguel de Cervantes, de su condición, pobreza y persecuciones, y tengan paciencia los letores en sufrir las necias habladurías de un ridículo pedante, que por tal juzgo al que dijo esto: «Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos que, cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos (como él dice) al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos, bajan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura, y plegue a Dios aún deje ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado. Conténtese con su Galatea y Comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas. No nos canse. Santo Tomás en la 2.2.q.36 enseña que la envidia es tristeza del bien y aumento ajeno. Dotrina que la tomó de San Juan Damasceno. A este vicio da por hijos San Gregorio, en el lib. 31, cap. 31 de la exposición moral que hizo a la historia del Santo Job, aludio, susurración, detracción del próximo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dichas, y bien se llama este pecado invidia a non videndo, quia invidus non potest vi dere bona aliorum; efetos todos tan infernales como su causa, y tan contrarios a los de la caridad cristiana de quien dijo San Pablo, I Cor.13. Charitas patiens est, benigna est, non aemulatur, non agit perperam, non inflatur, non est ambitiosa, congaudet veritati, etc. Pero disculpan los hierros de su primera parte en esta materia el haberse escrito entre los de una cárcel. y así no pudo dejar de salir tiznada dellos, ni salir menos que quejosa, murmuradora, impaciente y colérica cual lo están los encarcelados».

67. Si preguntamos a este hombre qué le movió a decir tan grandes desvergüenzas, en todo su prólogo no hallaremos otra causa sino que él y Lope de Vega fueron reprehendidos en la Historia de Don Quijote. Sus palabras son éstas: «No podrá por lo menos dejar de confesar tenemos ambos un fin que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías tan ordinaria en gente rústica y ociosa, si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras -éste es Lope de Vega- y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas y inumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo, y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar». Fue Lope de Vega familiar del Santo Oficio88.

68. Es muy propio de ignorantes, cuando se ven reprehendidos, fundar el agravio que imaginan habérseles hecho reprendiéndolos en la censura hecha a otros grandes hombres, para que los apasionados a éstos se irriten contra el censor. Lope de Vega era en su tiempo y aún el día de hoy el príncipe de la cómica española. Censurar un escritor tan célebre era como poner las manos en un hombre sacrosanto.

69. Pero Lope, que sabía que era de carne y hueso como los demás escritores, como cuerdo agradecía las censuras hechas con verdad y buena intención y procuraba aprovecharse del conocimiento de sus errores. En prueba de esto, baste el mismo suceso que dio ocasión a que el indiscreto autor aragonés se quejase tan fuera de propósito y maldijese tanto.

70. Reprehendieron muchos a Lope de Vega porque componía comedias no ajustadas a los preceptos del arte. Tengo por cierto que Cervantes fue uno de sus más fuertes censores. Procuraría Lope disculparse como mejor podía, quiero decir, atribuyendo muchos de sus descuidos a la condecendencia del vulgo y, viéndose estrechado, llegó a decir que las nuevas circunstancias del tiempo pedían nuevo género de comedias, como si la naturaleza de las cosas fuese mudable por cualesquiera accidentes. La controversia se puso en términos de que la Academia Poética de Madrid mandase a Lope de Vega que alegase por su parte lo que tuviese que decir. Entonces compuso el razonamiento que intituló Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Como hombre ingenuo hubo de confesar sus yerros, dorándolos como mejor pudo, desta suerte:


Mándanme ingenios nobles, flor de España
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
      que un arte de comedias os escriba
      que al estilo del vulgo se reciba.
Fácil parece este sujeto, y fácil
      fuera para cualquiera de vosotros
      que ha escrito menos dellas, y más sabe
      del arte de escribirlas y de todo,
      que lo que a mí me daña en esta parte
      es haberlas escrito sin el arte.
No porque yo ignorase los precetos,
      gracias a Dios, que ya Tirón Gramático
      pasé los libros que trataban desto.
      Antes que hubiese visto al sol diez veces
      discurrí desde el aries a los peces.
Mas porque en fin hallé que las comedias
      estaban en España en aquel tiempo,
      no como sus primeros inventores
      pensaron que en el mundo se escribieran,
      mas como las trataron muchos bárbaros
      que enseñaron el vulgo a sus rudezas.
      Y así se introdujeron de tal modo
      que quien con arte agora las escribe
      muere sin fama y galardón, que puede
      entre los que carecen de su lumbre
      más que razón y fuerza, la costumbre.
Verdad es que yo he escrito algunas veces
      siguiendo el arte que conocen pocos;
      mas luego que salir por otra parte
      veo los monstruos de apariencias llenos
      adonde acude el vulgo, y las mujeres
      que este triste ejercicio canonizan,
      a aquel hábito bárbaro me vuelvo;
      y cuando he de escribir una comedia
      encierro los precetos con seis llaves,
      saco a Terencio y Plauto de mi estudio
      para que no me den voces, que suele
      dar gritos la verdad en libros muchos.
      Y escribo por el arte que inventaron
      los que el vulgar aplauso pretendieron,
      porque, como las paga el vulgo, es justo
      hablarle en necio para darle gusto.



Más adelante dice:


      Creed que ha sido fuerza que os trujese
      a la memoria algunas cosas destas,
      porque veáis que me pedís que escriba
      arte de hacer comedias en España
      donde cuanto se escribe es contra el arte.
      Y que decir cómo serán agora
      contra el antiguo, y que en razón se funda,
      es pedir parecer a mi experiencia
      no el arte, porque el arte verdad dice,
      que del ignorante vulgo contradice.



Lo mismo confiesa poco después:


      Mas pues del arte vamos tan remotos
      y en España le hacemos mil agravios,
      cierren los doctos esta vez los labios.



Y este mismo que por los más juiciosos y leídos es tenido por príncipe de la cómica española (porque D. Pedro Calderón de la Barca ni en la invención ni en el estilo es comparable con él) concluye su Arte deste modo:


Mas ninguno de todos llamar puedo
      más bárbaro que yo, pues contra el arte
      me atrevo a dar precetos, y me dejo
      llevar de la vulgar corriente adonde
      me llamen ignorante Italia y Francia.
      Pero ¿qué puedo hacer, si tengo escritas
      con una que he acabado esta semana
      cuatrocientas y ochenta y tres comedias?89,
      porque, fuera de seis, las demás todas
      pecaron contra el arte gravemente.
       Sustento, en fin, lo que escribí y conozco
      que, aunque fueran mejor de otra manera,
      no tuvieran el gusto que han tenido;
      porque a veces lo que es contra lo justo
      por la misma razón deleita el gusto.



71. Tenemos reo confeso a Lope de Vega antes del año 1602, pues en él se imprimió esta Arte, si merece tal nombre un razonamiento académico tan contrario a ella. Reflexionemos ahora cuán justa y cuán moderada fue la censura de Cervantes dirigida a los malos cómicos de su tiempo; no a Lope de Vega, de quien hizo el debido aprecio contentándose sólo con reprehender (sin nombrarle) lo mismo que él públicamente había confesado. El discurso de Cervantes, en mi juicio, es el más feliz que escribió, y así débame el letor que le repita el gusto de volver a leerlo. Supongo que Miguel de Cervantes Saavedra se revistió de la persona de un canónigo de Toledo y, en nombre de éste, habló desta suerte con el célebre cura Pero Pérez90: «He tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías guardando en él todos los puntos que he significado y, si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas, y, para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación. Pero con todo esto no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me lo quitó de las manos, y aun del pensamiento de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto y las tiene y las aprueba por buenas estando tan lejos de serlo; y los autores que las componen91 y los actores que las representan dicen que así han de ser porque así las quiere el vulgo y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula, como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio; y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser un libro al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los precetos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo. Y aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que haga el arte que no con las disparatadas, están tan asidos y encorporados en su parecer que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho? Sin duda, respondió el autor que digo, que debe de decir V. M. por La Isabela, La Filis y La Alejandra. Por ésas digo, le repliqué yo, y mirad si guardaban bien los precetos del arte y, si por guardarlos, dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable92, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas para fama y renombre suyo y para ganancia de los que las han representado. Y otras cosas añadí a éstas, con que a mi parecer le dejé algo confuso, pero no satisfecho, ni convencido, para sacarle de su errado pensamiento. En materia ha tocado V. M., señor canónigo (dijo a esta sazón el cura), que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal que iguala al que tengo con los libros de caballerías, porque, habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos, que salir un niño en mantillas en la primera cena del primer acto y en la segunda salir ya hecho un hombre barbado? Y ¿qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden, o podían, suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acabara en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo. Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento?, que fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlo Magno, al mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Eraclio, que entró con la cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro y, fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia y mezclarle pedazos de otras, sucedidas a diferentes personas y tiempos; y esto no con trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables. Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfeto y que lo demás es buscar gullurías. Pues ¿qué, si venimos a las comedias divinas? ¿Qué de milagros falsos fingen en ellas? ¿Qué de cosas apócrifas y mal entendidas?, atribuyendo a un santo los milagros de otro. Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia, que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias y aun en oprobio de los ingenios españoles, porque los extranjeros que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad, y que pues éste se consigue con cualquier comedia buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho mejor sin comparación alguna con las comedias buenas que con las no tales. Porque de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio, y enamorado de la virtud, que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare por rústico y torpe que sea. Y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere, mucho más que aquella que careciere dellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran93, y saben extremadamente lo que deben hacer. Pero, como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen94, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez. Y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante, que le ha de pagar su obra, le pide. Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos95 con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo que tiene lleno el mundo de su fama. Y por querer acomodarse al gusto de los representantes no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren96. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen que, después de representadas, tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen, no sólo aquellas que se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España, sin la cual aprobación, sello y firma ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la corte y con seguridad podrían representallas; y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende. Y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende, así el entretenimiento del pueblo como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigados. Y si se diese cargo a otro, o a este mismo que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión a que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocupados. Pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación».

72. ¿Son acaso más graves, más discretos y agradables los Diálogos de Platón? ¿Fueron mejores sus deseos? ¿Pudo la censura de Cervantes ser más justa y modesta? Ella fue tal en lo que toca a Lope de Vega que éste no se dio por ofendido, antes bien, cuando se le ofreció decir algo de Cervantes escribió con mucha estimación.

73. Pero el mal continuador de Don Quijote, como desfacedor de agravios literarios, quiso enderezar el tuerto que imaginaba se había hecho a Lope de Vega y, abroquelándose de la autoridad de éste, intentó con ella reparar los golpes que le dio Cervantes, hiriéndole quizá en alguna de las censuras particulares a que aluden este coloquio y la Novela de los perros, que puede muy bien llamarse sátira lucilio-horaciana porque, imitando a Lucilio y a Horacio, reprehende a muchísimos mordacísima pero ocultamente. Y siendo quizá uno de los heridos el aragonés, en lugar de satisfacer con buenas razones a la censura de Cervantes, como no las hallaba ni aun aparentes, se valió de su maledicencia. Pero bien se la castigó Cervantes porque, a lo que le opuso de la vejez, manquedad y genio envidioso, le respondió así97: «Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión98 que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga. Y es esto en mí de manera que, si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra y al de desear la justa alabanza. Y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años. He sentido también que me llame invidioso y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia, que, en realidad de verdad, de dos que hay yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada99. Y siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio. Y si él lo dijo por quien parece que lo dijo (esto es, por Lope de Vega), engañose de todo en todo, que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa».

74. Que Miguel de Cervantes Saavedra no tuviese envidia a Lope de Vega se ve en las alabanzas que le dio antes y después del discurso que hizo de las comedias donde, en persona del canónigo de Toledo, le censuró tan moderadamente como hemos visto. En el libro VI de su Galatea, en boca de la misma Calíope, dijo:


Muestra en un ingenio la experiencia,
que en años verdes y en edad temprana
hace su habitación ansí la ciencia
como en la edad madura antigua y cana.
No entraré con alguno en competencia
que contradiga una verdad tan llana,
y más si acaso a sus oídos llega
que lo digo por vos, Lope de Vega.

Después, en el Viaje del Parnaso100, habló del mismo con la mayor estimación:


Llovió otra nube al gran Lope de Vega,
poeta insigne, a cuyo verso o prosa
ninguno la aventaja ni aun le llega.



Y aun después de la censura del aragonés, en la continuación de la misma Historia de Don Quijote, hablando de Angélica, dijo101 que «un famoso poeta andaluz -Luis Barahona de Soto- lloró y canto sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano -Lope de Vega- cantó su hermosura». Y en otra parte102 aludió con mucha estimación a la Arcadia de Lope de Vega. La censura, pues, que dél hizo Cervantes no nació de envidia, pues le alabó tanto como el que más y sin medida alguna, sino de su gran conocimiento, pues fue muy justa. Y la que hizo de Cervantes el continuador tordesillesco fue hija de su maledicencia tan abominable como se ha visto.

75. De otra manera que Fernández de Avellaneda habló Lope de Vega de Miguel de Cervantes Saavedra, cuando, después de haber sido censurado y aun después de la muerte de su censor, cantó y celebró así su gloriosa manquedad103:


En la batalla donde el rayo austrino,
hijo inmortal del águila famosa,
ganó las hojas del laurel divino
al rey del Asia en la campaña undosa,
la fortuna envidiosa
hirió la mano de Miguel Cervantes;
pero su ingenio en versos de diamantes
los del plomo volvió con tanta gloria
que por dulces, sonoros y elegantes
dieron eternidad a su memoria,
porque se diga que una mano herida
pudo dar a su dueño eterna vida.



76. También castigó Cervantes la codicia de su detractor haciendo desprecio de sus amenazas, encomendando al letor este recado104: «Dile también que de la amenaza que me hace que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite; que, acomodándome al entremés famoso de la Perendenga, le respondo que viva el veinteicuatro mi Señor y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos (cuya cristiandad y liberalidad bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie). Y vívame la suma caridad de ilustrísimo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas». (Sospecho que, porque Cervantes halló algún consuelo en la piedad deste prelado, dijo su detractor105 que se había «acogido a la iglesia y sagrado».) «Y si quiera no haya emprentas en el mundo, y si quiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme, en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus y, por el consiguiente, favorecida. Y no le digas más».

77. Puede ser que alguno eche menos la respuesta de Cervantes a lo que dijo el maldiciente satírico, que se hallaba tan falto de amigos que, si quisiese adornar sus libros con sonetos, no hallaría título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca. A lo cual Cervantes no respondió palabra alguna, porque ya no tenía qué añadir a lo que había dicho en boca de aquel amigo suyo, introducido en su prólogo como consejero del mismo Cervantes, satirizando las costumbres de los escritores de su tiempo con tanta discreción como ésta106: «Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios, que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas, y, cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís, porque, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes». Había entonces en España la ridícula costumbre de prevenir el ánimo de los letores con muchas alabanzas, la mayor parte de ellas fabricadas por sus mismos autores; como sucede hoy en los que dan muchas juntas literarias, que profesan la crítica con poca seriedad fiándose demasiadamente de juicios ajenos, tal vez ignorantes y tal apasionados. Reprehendió Lope de Vega aquel abuso cuando dijo107 que Apolo mandaba en un edicto varias cosas:


Y que no propusiesen alabanzas
      en censuras fingidas,
      con falsas esperanzas
      de que serán creídas,
      no sin risa escuchadas
      en su soberbia y vanidad fundadas.



78. Satirizando Cervantes a estos tales y satisfaciendo al mismo tiempo al deseo que tenía de ser alabado, puso al principio de su Historia de Don Quijote algunas composiciones poéticas en nombre, no de grandes señores (porque en la república literaria no hay más grandes señores que los que saben), sino de Urganda la Desconocida al libro de Don Quijote de la Mancha, de Amadís de Gaula, de D. Belianís de Grecia, de Orlando Furioso, del Caballero del Febo y de Solisdán a Don Quijote de la Mancha, de la Señora Oriana a Dulcinea del Toboso, de Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de Don Quijote, del Donoso Poeta Entreverado a Sancho Panza y Rocinante, y, últimamente, un diálogo entre Babieca y Rocinante, queriendo decir con esto que su libro de Don Quijote de la Mancha era mejor que todos los libros de caballerías, pues Don Quijote de la Mancha hizo ventaja al célebre Amadís de Gaula, libro que, según la fama común, y lo que dijo Cervantes108, «fue el primero de caballerías que se imprimió en España y todos los demás han tomado principio y origen deste... dogmatizador de una secta tan mala; ...bien que es el mejor de todos los libros que deste género se han compuesto».

79. También se aventajó Don Quijote al afamado Don Belianís de Grecia: «pues ése, replicó el cura -Pero Pérez, estando haciendo el escrutinio con el barbero maese Nicolás-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tiene necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama y otras impertinencias de más importancia».

80. Ni son comparables con las graciosas locuras de Don Quijote de la Mancha los desafueros de Orlando Furioso, bien que de su autor dijo el cura109 que si hablaba en su idioma le pondría sobre su cabeza.

81. No dijo otro tanto del Caballero del Febo, en cuyo nombre también hizo Cervantes un soneto. Imprimiose este libro con este título: Espejo de príncipes y caballeros, en el cual en tres libros se cuentan los inmortales hechos del Caballero Febo y de su hermano Rosicler, hijos del grande emperador Trebacio, con las altas caballerías y muy extraños amores de la muy hermosa y extremada princesa Claridiana, y de otros altos príncipes y caballeros, por Diego Ortúnez de Calahorra de la ciudad de Nágera. Salió el Espejo de príncipes en dos tomos en folio que contienen la primera y segunda parte, en Zaragoza, año 1581. Su autor, Pedro la Sierra. Después, Marco Martínez de Alcalá continuó dichas fábulas con este título: Tercera parte del espejo de príncipes y caballeros, hechos de las hijas y nietos del emperador Trebacio. En Alcalá, año 1589. Y Feliciano de Silva escribió después La cuarta parte del Caballero del Febo. Sabidos estos títulos, se entenderá mejor el soneto del «Caballero del Febo a Don Quijote de la Mancha» y se podrá aplicar la crítica que hizo el cura cuando, tomando el barbero un libro, dijo110: «Éste es Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros más ladrones que Caco, y los doce pares con el verdadero historiador Turpín. Y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto». Del estilo de Feliciano de Silva hizo gran burla Cervantes en otra parte111.

82. De la misma suerte que los caballeros andantes cedieron a Don Quijote de la Mancha, fueron también inferiores sus damas a Dulcinea del Toboso. Y esto significan los versos quebrados de Urganda la Desconocida y el soneto de «La Señora Oriana a Dulcinea del Toboso», damas que hacen mucho papel en la historia de Amadís de Gaula. Fuera de que esto también alude a que en tiempo de Cervantes dieron los escritores en la ridícula manía de hacer sonetos en nombre de mujeres para que, puestos éstos al principio de sus obras, fuesen aquéllas tenidas por poetisas y ellos se tuviesen por favorecidos de ellas.

83. El soneto de Gandalín a Sancho Panza quiere decir que ningún escudero hubo como Sancho Panza. Y las décimas del Poeta Entreverado y el diálogo entre Babieca y Rocinante, que no hubo caballo tan célebre como Rocinante, pues112 «aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban».

84. En lo que toca, pues, al cargo que el aragonés hizo a Cervantes de que no tenía de quien valerse para autorizar con varios sonetos la entrada de su libro, no tenía Cervantes satisfación alguna que añadir, pues de lo mismo que el otro echaba menos había hecho ya tanta burla, no sólo en el prólogo de Don Quijote, sino también en el de sus Novelas, pues hablando de aquel abuso y del amigo en cuya cabeza introdujo los discretísimos consejos que el mismo Cervantes tan diestra y felizmente practicó, después de haberse pintado en lo exterior e interior, según el cuerpo, digo, y el ánimo, añadió: «Y cuando a la -memoria- deste amigo de quien me quejo no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me levantara a mí mismo dos docenas de testimonios y se los dijera en secreto con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio, porque pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios es disparate por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios. En fin, pues ya esta ocasión se pasó y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades que dichas por señas suelen ser entendidas». Después, prosigue diciendo lo que sentía de sus propias novelas, sin hablar, como dicen, por boca de ganso.

85. A lo que dijo el maldiciente de que Cervantes había escrito su primera parte de Don Quijote entre los hierros de la cárcel y que por eso había cometido tantos, sobre su encarcelamiento no quiso responder. Quizá por no ofender a los ministros de justicia, porque, ciertamente, su prisión no sería ignominiosa, pues el mismo Cervantes voluntariamente la refirió en el principio del prólogo de su primer tomo. En lo que toca a sus descuidos, yo no niego que Cervantes haya tenido algunos, los cuales tengo observados, pero como el aragonés no los especificó, no era razón que, satisfaciéndole Cervantes, le atribuyese la gloria de una justa o razonable censura. Y así la confesión de los propios descuidos o defensa de los que los críticos de aquel tiempo censuraron como tales, se reserva para la debida ocasión, y la censura de otros que se pudieran hacer reparables, se omite por la reverencia que se debe a la buena memoria de tan gran varón.

86. En lo que Miguel de Cervantes cargó más la mano a su injuriador fue en la reprehensión de su atrevimiento, pues lo fue, y muy grande, continuar una obra de pura invención siendo ajena y viviendo el autor. Por esto dice al letor: «Si por ventura llegares a conocerle dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama. Y para confirmación desto quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento». Prosigue Cervantes contando el cuento, y después otro, con tan satírica gracia que no cabe más.

87. Pareciéndole a Cervantes que el atrevimiento del aragonés pedía mayor castigo, para hacerle más ridículo, en varias partes del cuerpo de su obra entremezcló algunas censuras de aquella perversa continuación, las cuales es razón que aquí se lean juntas para que otros no caigan en tentación semejante.

88. En el capítulo LIX del segundo tomo, suponiendo que unos pasajeros estaban leyendo en un mesón la continuación del aragonés, introduce a un tal don Juan diciendo así: «Por vida de V. M., señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Apenas oyó su nombre Don Quijote (el cual estaba en el aposento inmediato, dividido del otro con un sutil tabique) cuando se puso en pie y con oído alerto escuchó lo que de él trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió: ¿Para qué quiere V. M., señor don Juan, que leamos estos disparates si el que hubiere leído la primera parte de la Historia de Don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda? Con todo eso, dijo el don Juan, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más me desplace es que pinta a Don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso. Oyendo lo cual Don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo: Quienquiera que dijere que Don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad, porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en Don Quijote puede caber olvido. Su blasón es la firmeza y su profesión el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna. ¿Quién es el que nos responde?, respondieron del otro aposento. ¿Quién ha de ser, respondió Sancho, sino el mismo Don Quijote de la Mancha que hará bueno cuanto ha dicho y aun cuanto dijere?, que al buen pagador no le duelen prendas. Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de Don Quijote le dijo: Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia. Sin duda vos, señor, sois el verdadero Don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego; y, poniéndole un libro en las manos que traía su compañero, le tomó Don Quijote y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió diciendo: En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión: La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo. La otra, que el lenguaje es aragonés porque tal vez escribe sin artículos. Y la tercera que más le confirma por ignorante, es que yerra y desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice113 que la mujer de Sancho Panza, mi escudero, se llama Mari Gutiérrez y no se llama tal sino Teresa Panza. Y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia. A esto dijo Sancho: ¡Donosa cosa de historiador! Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez. Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre. Por lo que he oído hablar, amigo, dijo don Jerónimo, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor Don Quijote. Sí soy, respondió Sancho, y me precio dello. Pues a fe dijo el caballero que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra. Píntaos comedor y simple y no nada gracioso y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe. Dios se lo perdone, dijo Sancho. Dejárame en mi rincón sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe y bien se está San Pedro en Roma. Los dos caballeros pidieron a Don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido114, condecendió con su demanda y cenó con ellos. Quedose Sancho con la olla con mero mixto imperio. Sentose en cabecera de mesa y con él el ventero que, no menos que Sancho, estaba de sus manos y de sus uñas aficionado. En el discurso de la cena preguntó don Juan a Don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso, si se había casado, si estaba parida o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba (guardando su honestidad y buen decoro) de los amorosos pensamientos del señor Don Quijote de la Mancha. A lo que él respondió: Dulcinea se está entera y mis pensamientos más firmes que nunca, las correspondencias en su sequedad antigua, su hermosura en la de una soez labradora transformada. Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho. Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a Don Quijote los extraños sucesos de su historia. Y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura. Acabó de cenar Sancho y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo, y en entrando dijo: Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen quiere que no comamos buenas migas juntos. Yo querría que, ya que me llama comilón como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho. Sí llama, dijo don Jerónimo, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son mal sonantes las razones y además mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente. Créanme vuesas mercedes, dijo Sancho, que el Sancho y el Don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple, gracioso y no comedor, ni borracho. Yo así lo creo, dijo don Juan, y si fuera posible se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran Don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor115. Bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles. Retráteme el que quisiere, dijo Don Quijote, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias116. Ninguna, dijo don Juan, se le puede hacer al señor Don Quijote de quien él no se pueda vengar si no la repara en el escudo de su paciencia, que a mi parecer es fuerte y grande. En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche. Y aunque don Juan quisiera que Don Quijote leyera más del libro por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes117 los pensamientos se han de apartar, cuánto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza a hallarse en las justas del Arnés que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba118 cómo Don Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades. Por el mismo caso, respondió Don Quijote, no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno y echarán de ver las gentes cómo yo no soy el Don Quijote que él dice. Hará muy bien, dijo don Jerónimo, y otras justas hay en Barcelona donde podrá el señor Don Quijote mostrar su valor. Así lo pienso hacer, dijo Don Quijote, y vuesas mercedes me den licencia (pues ya es hora) para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de sus mayores amigos y servidores. Y a mí también, dijo Sancho. Quizá seré bueno para algo. Con esto se despidieron, y Don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos Don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés». ¡Admirable crítica! Uno de los preceptos de la fábula es, o seguir la fama, o fingir las cosas de manera que convengan entre sí. Cervantes había figurado a Don Quijote como caballero andante valiente, discreto y enamorado; y esa fama tenía cuando el llamado Fernández de Avellaneda se puso a continuar su historia, y en ella le pinta cobarde, necio y desamorado. La dama de Don Quijote, como decía la duquesa119, era «una dama fantástica -dama, en fin, de loco- que Don Quijote engendró y parió en su entendimiento y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso..., hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada y, finalmente, alta por linaje». Fernández de Avellaneda la pintó muy al contrario. Cervantes ideó a Sancho Panza simple, gracioso y no comedor, ni borracho; Fernández de Avellaneda, simple sí, pero no nada gracioso, comedor y borracho. Y así, ni siguió la fama, ni fingió con uniformidad. Con razón, pues, hablando Altisidora de una visión que tuvo (que las mujeres son las que ordinariamente fingen las visiones), dijo120 que vio unos diablos que jugaban a la pelota con unas palas de fuego, sirviéndoles de pelotas libros al parecer llenos de viento y de borra, de suerte que al primer voleo no quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez, y así menudeaban libros nuevos y viejos que era una maravilla. «A uno de ellos, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: Mirad qué libro es ése. Y el diablo le respondió: Ésta es la segunda parte de la Historia de Don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete su primer autor, sino por un aragonés que él dice ser natural de Tordesillas. Quitádmele de ahí, respondió el otro diablo, y metedle en los abismos del infierno, no le vean más mis ojos. ¿Tan malo es?, respondió el otro. Tan malo, replicó el primero, que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara». Y poco dispués añade Don Quijote: «Esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en ninguna porque todos la dan del pie». De cuyas palabras se colige que luego que salió a luz empezó a despreciarse. Y como Cervantes finge que los diablos jugaban a la pelota con unas palas de fuego, de ahí debieron tomar algunos ocasión de adelante a decir121 que los amigos de Cervantes quemaban los libros del mal continuador, lo cual se dice voluntariamente porque no tenía Cervantes amigos que tan a costa suya quisiesen favorecerle.

IndiceSiguiente