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Vida de Pedro Saputo


Braulio Foz


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de Zaragoza, Gallifa, 1844, y cotejada con la edición crítica de Francisco Ynduráin, Zaragoza, Publicaciones de la Cátedra Zaragoza, 1959.]




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Libro primero


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Capítulo I

Nacimiento de Pedro Saputo


¡Bendito sea Dios, que al fin el gran Pedro Saputo ha encontrado quien recogiese sus hechos, los ordenase convenientemente, y separando lo falso de lo verdadero levantase con la historia acrisolada y pura de su vida la digna estatua que debíamos a su talento y a sus virtudes! ¿Qué me dará el mundo por este servicio, por esta deuda común que pago, no tocándome a mí más que a cualquier otro vecino? Pero ¡maldito sea el interés!, no quiero otra recompensa que saber, como lo sé desde ahora, que este libro se leerá con gusto por viejos y jóvenes, por sabios y por ignorantes, en las ciudades y en las aldeas. ¡Oh, cuántos buenos ratos en las veladas de invierno pasarán con él calentándose a la lumbre o al brasero! Pues no quiero más recompensa, como digo; esto, y esto sólo es lo que me he propuesto. Y pues lo doy por conseguido, nada más se me ofrece advertir, ni prevenir a mis lectores.

En la villa de Almudévar, tres leguas de la famosa ciudad de Huesca, en la carretera de Zaragoza, nació Pedro Saputo de una virgen o doncella que vivía sola porque había quedado de quince años sin padre ni madre, y era pobre, no teniendo más bienes que una casita en la calle del Horno de afuera, y manteniéndose con el oficio de lavandera y el de cocinera de todas las bodas y de las grandes fiestas del lugar; en su juventud cantaba con mucha gracia porque tenía una voz extremada y tocaba el pandero como una gitana. Con estas habilidades nunca le faltaba lo necesario, y algún regalo y buen pasatiempo. Iba muy aseada; no envidiaba nada a pobres ni a ricos; todos la querían bien, y ella no quería mal a nadie.

Para mayor noticia de la persona diremos que era lista, redonda de cara, no fea, aunque tampoco bonita, delgada caminando a gruesa, desembozada de palabras; pecho franco y abierto, discreta lo que le bastaba, honrada de casta, recatada con buena fama en el pueblo, y al todo muy afable. Con cuyas prendas y virtudes entender se deja que tendría muchos pretendientes, y los tuvo, en efecto, no menos en línea recta que en la línea torcida, y de todos sabores y apariencias; pero no se daba por entendida de la mala intención de algunos, y tomando las palabras siempre a la derecha, a todos respondía lo mismo y los despedía sin ofenderlos diciendo que no quería casarse ni tener amores. Y eso que la recuestaron mozos muy engreídos y valientes, y algunos con ajuar y pegujar, que lo hubiera pasado como una hidalga. Y era que cuando comenzaba a ser moza le dijo una gitana que si se casaba lloraría muchas lágrimas, haciéndole una profecía en verso que decía:


Si casas habrás esposo,
Lágrimas pena y dolor;
Concierta sola tu amor
y el fruto será glorioso.

No alcanzaba el sentido de la profecía sino así por mayor, pero entendió muy bien y se le hincó hondamente como púa en el alma lo de lágrimas y penas, y era bastante para que temiese: conque cerró los oídos a toda proposición de matrimonio por más que andando el tiempo llegó a cumplir los veinte años de edad, que en aquel siglo casi era afrenta, puesto que después y en el nuestro no sea más que recelos de soledad y pensamientos de poco sueño.

Empero cuando menos se cataban en el lugar amaneció de seis meses, que por su gran opinión de honesta lo vieran y no lo creyeran si ella no lo dijese; pero lo decía y lo afirmaba con tanta naturalidad y llaneza que con esto y lo que veían hubieron de creerlo. Cuando llegó el tiempo dio a luz un niño muy robusto y hermoso, y preguntándole de quién era, dijo: Por ahora mío y de Dios, cuyos somos todos. Y de aquí no la pudieron sacar. Un poco se amostazó el justicia y también el señor cura porque no decía quién era el padre del niño; pero ella se mantuvo en lo dicho y hubieron de tascar el freno de su curiosidad burlada en este secreto.

Cuando llegaron a bautizar el niño, porque nunca un caso como aquel se había visto en el lugar y parecía milagro (que los tiempos dicen que eran otros que los que corren ahora, aunque yo no lo creo), ninguno se ofrecía a ser su padrino; y el justicia y el síndico ayuntaron concejo general del pueblo y dijeron: «Honrados vecinos de Almudévar: por la voz que ha corrido debéis saber que la honesta hija pupila de Antonio y Juana del Horno de afuera ha parido casualmente un niño, y no tiene quién lo saque de pila. Echemos suertes si os parece, y de los tres nombres primeros que salgan se elegirá uno a votos libres de todos.» -¡Bien, bien!, gritó la multitud. Y echaron suertes, y salieron dos hombres y una mujer; y pasando a votación, todos menos seis votaron porque fuese madrina la mujer, y que los dos hombres y el síndico la acompañasen. Era una doncella, y no faltó quien murmuró de la suerte diciendo que las doncellas no debían haberse puesto en cántaro por serlo la madre del niño y no estar bien que la visitasen. Pero al que esto dijo, que era un ricacho con vanidad de hidalgo, le miraron de mal de ojo y aun le aborrecieron todo aquel día. Fue, pues, madrina la doncella, y lo sacó de pila con mucho contento; y como era de una casa acomodada hubo gran bateo, que lo dieron los acompañantes y el padre de la misma madrina. Pusiéronle por nombre Pedro, y no se habló en muchos días de otra cosa en el lugar. Cuando la madre sacó al niño públicamente parecía una conda en la formalidad y satisfacción que mostraba y en los dijes y mantillas que le ponía; y las gentes la querían aún más que de denantes. Parábanla todos a mirar al niño, y sin saber por qué se alegraban; y aun muchas mujeres, especialmente doncellas, casi le tenían envidia.




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Capítulo II

Agudeza de Pedro Saputo en su niñez


Reniego de mantillas usadas. ¿Sabes, lector, por qué yo no fui más agudo de chico y lo soy tan poco de grande? Pues no es más de que porque las mantillas con que me llevaron a bautizar y purificar se las habían puesto ya otros hermanos míos que vinieron delante y absorbieron toda su virtud. Ya se ve, como sólo se usaban dos o tres veces para cada uno duraban siempre, y con un poco de almidón y agua de fuente quedaban otra vez nuevas. ¡Qué poco le sucedió esto a Pedro Saputo! Por eso fue tan vivo y tan ingenio. Todo lo que llevaba era nuevo, y todo cosido por su madre, que es circunstancia, porque besó y mojó mil veces con lágrimas aquellas ropas; y los besos y las lágrimas de una madre son cosa muy eficaz y santa. Y todavía le ayudó mucho el ser doncella y mirarle con ojos de casada, criándole con el amor reconcentrado de madre desamparada y sola. De este modo cualquiera sería agudo. Con que no hay que admirarse de lo que se va a leer: tantas causas y tales por fuerza habían de producir grandes efectos.

La madre, como decía, le llevaba en brazos con mucha naturalidad y grandeza, y los que la miraban cuando iban por las calles decían: parece una señora. Y lo parecía de verdad. Y todos querían ver al niño y lo tomaban y dejaban; pero él, desde el punto que tuvo tres o cuatro meses, no se dejaba tomar de todos, sino de unos sí y otros no: y si le iban a besar algún hombre o mujer de malos ojos, apartaba la cabeza y volvía la cara apretándola al cuello de su madre; y si porfiaban, no lloraba como los otros niños, sino que primero vomitaba la leche y después lloraba con tristeza y no quería levantar cabeza hasta que se fuera aquella persona. Con esto decían todos que el niño de la Pupila tenía mucho talento, y su madre respondía: bien lo habrá menester, porque ni él tiene otro patrimonio ni su madre otra esperanza, a no ser que... y de aquí no pasaba.

Creció poco a poco y llegó a los seis años, y había tenido el sarampión y las viruelas, y una y otra enfermedad pasó, como dicen, por la calle. Su madre, en fin, comenzó a decirle que fuese a la escuela, mas él no quería ir, sino jugar todo el día. Una vez le dijo: -Mira, hijo mío; ya tienes siete años y aún no conoces una letra; Agustinico, tu vecino y amigo, es del mismo tiempo que tú y ya deletrea en Los doce pares y en los romances. ¿Cuándo piensas ir a la escuela? Y él respondía: -Si me reñís, no lo sé; si no me reñís, cuando sea tiempo. Ese Agustinico y otros como él estudian para jumentos, e yo para montallos. -Pero, hijo mío, le replicó su madre: ¿cómo no he de reñirte si a mí las personas del lugar se me comen la cara porque no te hago ir a la escuela? -Madre, le contestó él: yo os he dicho que si me reñís no sé lo que haré, y si no me importunáis, cuando llegue el tiempo no será menester que me arrastren. Y a esas personas que os comen la cara mandádmelas a mí e yo les diré lo que cumple a vos, a mí y a ellas. ¿No habrá alguna telaraña en sus casas? Pues mientras a vos dan pesadumbre, que vayan a limpiarlas y les será más provecho. Su madre se admiraba de estas respuestas y dejó de molestarle.

Pasaron muchos días, y él jugar y travesear, y hacer pelotas, correr a los perros y cazar gorriones. Si alguno le vituperaba de holgazán se reía a carcajadas que dejaba corrido a quien se lo decía; pero si le llamaban malcriado se ofendía mucho, y la primera piedra que topaba por allí la cogía y la tiraba con gran furia a la persona que lo había enojado; y si les hacía un bollo o algo más, no había otro arbitrio que llevarlo por Dios y llamar al cirujano, porque el justicia y el cura lo querían y amparaban, y le daban la razón y no querían que nadie le tomase cuentas puesto que él a nadie molestaba ni decía palabras necias ni descomedidas.

Con todo, su madre se afligía, y no pudiendo con su pena, otro día le dijo con gran pasión: -¡Pobre de mí, que tengo un hijo que era mi alegría y toda mi esperanza, y voy viendo que lo que puedo esperar de él es disgustos y malaventura! Y él le contestó: -Lloráis, madre mía, bien de barato, bien de balde, bien de pura gana de llorar. Andad, que presto seré hombre o dejaré de ser niño, y conoceré las letras y leeré mejor que Agustinico. Guardad, ¡ea!, las lágrimas para mejor ocasión, para otra necesidad mayor, que no quiera Dios que venga, porque ésta, creedme, es ocasión de mucho descanso y de buena y sana esperanza. Y su madre se consoló, y propuso de no importunarle más sobre este punto.




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Capítulo III

De cómo Pedro Saputo adquirió grandes fuerzas


A los nueve años se iba ya acercando, y aún no hablaba de ir a la escuela. Su madre lo sentía, pero callaba, encomendando a Dios la suerte de su hijo y la suya.

Sus diversiones eran correr mucho, jugar a la pelota y saltar y andar por bardas y paredes, siendo tan ligero y sereno, que con la mayor facilidad se subía a los tejados más altos y salía y se ponía derecho en el alero, y miraba a la calle y no se le desvanecía la cabeza. Una vez, ayudado de otros rapaces, atravesó un madero delgado de un tejado a otro y pasó por él muchas veces, y bailaba en medio y corría a la coj, coj, y hacía otras mil monerías. También se solía ir con los labradores a los campos, y todo el día estaba preguntando de las labores, y tierras, plantas y estaciones. Como era muy hablado, que esto así como otras muchas cosas de él se lo sacó del vientre de su madre, igualmente un rostro hermosísimo, ojos amorosos, mirada expresiva y profunda, y un aire gracioso y noble, todos tenían puestos los ojos en él, y él robado el corazón a todos, que parecía encantamiento.

Un día fue con gran sentimiento a casa porque un muchacho de su tiempo le había ganado a reñir, y le dijo a su madre que le dijese por qué le había ganado no siendo más alto y teniendo la misma edad. Su pobre madre no sabía qué responderle; al fin le ocurrió decirle que eso consistía en que como el otro muchacho era labrador y ejercitaba las fuerzas, se había endurecido y aunque tan rapaz como él, era más fuerte. Quedó satisfecho de esta razón; y aquel mismo día fue a su madrina, y rogó a su padrino (que no lo era sino marido de su madrina, la cual había tiempo que casara) que le trajese con el carro cinco o seis piedras muy gruesas, tamañas como una arca; y el padrino, que lo quería como si fuese hijo, le dio gusto y trajo en dos veces siete peñas, unas más gruesas, y otras menos, y una muy grande, y se las hizo entrar en el corral de su casa, que costó no pocos trabajos a media docena de ganapanes.

Desde este día estaba continuamente revolviendo las piedras con una palanca y las pequeñas con los brazos, volcándolas, mudándolas de sitio, haciendo grandes esfuerzos, y sudando y jurando como si estuviese condenado a aquel trabajo del infierno. También hizo dar filo a dos destrales viejas que andaban por allí, y como descanso del ejercicio de las peñas tomaba una destral y hacía muescas y degüellos en unos troncos de encina que se hizo traer igualmente. No contento con esto pidió maza y rompía y majaba la peña más grande.

Al cabo de tres o cuatro meses, para probar sus fuerzas, llamó al muchacho de marras y le dijo que habían de reñir otra vez; el muchacho no quería, pero él le amenazó que lo arrastraría como un gato muerto, y le obligó y riñeron con grande ardor y bravura. Venció Pedro Saputo, mas con tanta ventaja, que después se probara a reñir con otros mayores y también los vencía fácilmente. Y dijo a su madre: ya he visto, señora madre, que me dijiste verdad cuando la riña de Geronimillo, pues con el volcar de las peñas y el ejercicio de la destral y la maza, y alguna vez que me pongo a cavar con los labradores, me he hecho tan fuerte que gano a todos los chicos de mi tiempo y aun a otros mucho mayores. Buen secreto me enseñaste. Yo os prometo que no me venza otro a luchar ni me gane a dar puños de mancar hombros y brazos, y me he de derrocar y acocear, aunque sea un gigante, al que se atreva a tomarse conmigo. Y así fue, porque ejercitando mucho las fuerzas, y con la buena y perfecta complexión y sanidad de su cuerpo, alcanzó muy grandes bríos, y fue tan esforzado, que después, si por diversión y prueba cogía dos o tres hombres, jugaba con ellos como si fuesen palillos de randa.




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Capítulo IV

De cómo Redro Saputo fue a la escuela


Uno de los mayores engaños que se padecen en el mundo es que no todos los burros llevan albarda ni andan a cuatro pies y herrados como deberían, porque así no tropezaría uno con tantos que parecen otra cosa. A lo menos les creciesen las orejas, que es el distintivo más propio; pero ni eso. ¡Oh qué bueno que sería! Siquiera Pedro Saputo los conocía con sólo mirarles a la cara; y desde niño, como se vio en lo que le dijo del vecinito que su madre le proponía por modelo de aplicación a las letras, pero hay artes y ciencias que mueren con sus autores; ésta fue una de ellas. La que después han fundado los modernos fisionomistas llamados cerebristas o frenólogos, es otra; el que no ve nada en los ojos y en todo el rostro, poco verá en el cráneo, y sobre esto, que me asen vivo.

En estos ejercicios y juegos pasó todavía algún tiempo, cuando una noche después de cenar y de estar un rato callado y pensativo dijo a su madre con resolución: -Madre, esta noche quiero dárosla buena: mañana si os parece iré a la escuela. -Sí, hijo; sí que me parece, respondió su madre alborozada; sí que quiero que vayas a la escuela. ¡Gracias a Dios! Buena noche me das, hijo: bien lo has dicho: de gozo no voy a dormir. ¡Ah! Si supieras lo que he padecido cuando me decían que criaba un holgazán, y si tenía muchos juros y renta para criallo a lo caballero. Agora sí que soy dichosa. Porque mira, hijo, que soy tu madre, y estamos los dos solos en el mundo. -Y bastamos, contestó él: los dos y el de allá arriba (señalando el cielo con la mano) contra todo el mundo si nos es contrario; que no será madre, no, sino muy favorable.

-Mirad, madre mía: la escuela es pan muy duro y sin buenos dientes no se puede morder. Hanme caído los primeros, tengo todos los segundos, y fuertes, y puedo morder y comer el pan de la escuela que como he dicho es muy duro y áspero, y no debe darse a niños mientras son tan tiernos. Todos lloran, todos lo sienten mucho, todos andan acontecidos y se paran flacos, enatizos y entecos de sujeción y apocamiento, y no adelantan nada o están en las primeras letras que llaman tantos años, que sólo por ser cosa ordinaria no es gran vergüenza para ellos y para los maestros. Yo a la verdad, no sé bien lo que son las letras; pero me parece que en poco tiempo he de alcanzar y pasar a ese Agustinico y a todos los que hace tres o cuatro años que van a la escuela. Ahora vamos a dormir, y mañana veréis a tu hijo comenzar a ser hombre y serlo muy aprisa, a lo que me da el corazón. Su madre le miraba y lloraba de gozo, y dando gracias a Dios se acostó y ni pudo dormir de alegría como había dicho.

Se hizo de día, y mucho antes la buena madre tenía la luz en sus ojos con el acontecimiento de pensar en la resolución de su hijo. Levantóse, y cuando tuvo hecho el almuerzo, fue a despertar al niño Pedro, el cual le pidió la ropa de los días de fiesta diciendo que aquél era muy grande para él. -Y para tu madre también, contestó ella. Y le sacó el vestido más nuevo y mejor; después que hubo comido un plato de migas y sin querer tomar otra cosa dijo a su madre que le acompañase para decir al maestro que le entregaba a su potestad y gobierno.

Fueron a la escuela, y la madre dijo al maestro que le llevaba y presentaba su hijo Pedro; el cual hasta aquel día no había tenido a bien comenzar la escuela porque quería crecer y hacerse fuerte. El maestro se rió y respondió que admitía con gusto al niño Pedro por discípulo, y que confiaba que al poco tiempo aprendería la paleta de la Jesús. Con esto se fue la madre, y él se quedó en la escuela.

Aquel primer día y los dos siguientes no hizo sino repetir los nombres de las letras como los iban diciendo en voz alta los otros niños; pero el cuarto preguntó al maestro si había más letras que aquéllas; y como le dijese que no, tornó a preguntar si en los libros que leían los niños adelantados eran otras, y contestando el maestro que ni en aquellos libros ni en todos los del mundo había más ni otras letras que aquéllas, dijo el niño Pedro: -Pues en este caso en aprendiendo yo estas letras ya sabré todo lo que hay que saber por ahora. -No, hijo, respondió el maestro; porque después se han de juntar unas con otras para formar los vocablos. -Pero al fin, replicó Pedro, con éstas se han de componer todas. -Sí, dijo el maestro. -Pues bien, continuó el niño: esta tarde me daréis licencia para no venir a la escuela, y mañana os pediré un favor, que si me lo hacéis, ni yo me sacaré de estar aquí voceando tantas horas mañana y tarde, ni vos tendréis que hacer más que decirme lo que os pregunte. Otorgóle el maestro lo que pedía; y aquella tarde tomó una vihuela de sus abuelos medio rota y sin clavijas, la deshizo, pegó a sus dos tablas por un lado un papel blanco y se fue al taller de un carpintero. Llegado, pidió una regla, un lápiz y una sierra fina, y tirando líneas de alto a bajo y de cruzado en las tablas, aserrólas ambas e hizo de veintiséis a treinta tablillas cuadradas, echóselas en la capilla del gabán, y se fue a enseñarlas a su madre diciéndole que mañana vería en qué paraba aquello.

Al día siguiente por la mañana fuese a la escuela y pidió al maestro que le escribiese en cada tablita una letra; luego le rogó que las metiese por orden en un hilo de alambre pasándolo por un agujerito que tenía, y hecho todo por el maestro le dio las gracias y dijo: -Ahora, señor maestro, ya me avendré yo con estas letras, porque las sé de coro y conozco muy pocas. Dadme licencia y me voy a casa.

Dos días estuvo en casa dando vueltas a las tablitas y mirando de cuando en cuando en una paleta del A. B. C., que tenía colgada en la pared, al cabo de los cuales dijo a su madre: -Ya conozco las letras; venid conmigo a la escuela y veréis que no os engaño. Fueron a la escuela, hizo el maestro la prueba y no erró ninguna.

Quedó espantado el maestro; los niños le miraban elevados y la madre estaba embargada de gozo. Divulgóse la noticia en el pueblo, y todos celebraban el ingenio del niño Pedro de la Pupila, comenzando algunos a llamarle desde entonces Pedro Saputo, que en el dialecto antiguo del país quiere decir Pedro el Sabio; nombre que al fin le quedó como propio no llamándole nadie ni siendo conocido por otro.

Pusiéronle a deletrear; y haciéndole escribir en un papel las sílabas sueltas a un lado, y al otro el vocablo que componían, en cinco días aprendió a leer, habiéndose perfeccionado del todo en catorce desde el primero en que fue a la escuela.




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Capítulo V

De cómo Pedro Saputo determinó aprender algún oficio


Leer y más leer en los libros que le dejaba el cura y un rico del pueblo fue lo que hizo en mucho tiempo. Entre todos los que más le gustaban eran los de historia y las fábulas de Esopo con la vida de este gran fabulista: y otro libro que llamaban El Cortesano. Pero no olvidaba el ejercicio de las peñas ni el ir a los campos con el primer labrador que encontraba, ni las pruebas de agilidad y ligereza.

Un día le dijo su madre: -Hijo, ya tienes doce años; ya es tiempo de que aprendas algún oficio. Y él respondió que para qué eran los oficios. Son, hijo, le respondió su madre, para no estar ocioso y ganar la vida. -¿No más que para eso?, dijo él; pues yo os doy palabra de no estar nunca ocioso, como veis que tampoco no lo estoy ahora, pues ya se me alcanza que es malo, aunque sólo sea porque el que no hace nada, ya con eso hace mucho mal no ocupando el entretenimiento y las manos, y en cuanto a ganar la vida tened firme esperanza que no me faltará, Dios mediante, ni a vos conmigo. Que no quiero yo que vayáis a lavar con frío y con calor porque es señal de mucha pobreza, y no os habéis de dar tan mal tiempo ni vida tan lacerada. Pero si os afligís porque no aprendo un oficio, decidme cuál he de aprender. Y su madre le respondió que el que quisiera. -Pues yo, dijo él, no quiero aprender ninguno. Porque habéis de saber que según yo he advertido, los hombres son muy ignorantes y no hacen sino disparates, y rudezas obrando en todo con mucha torpeza y sin ningún discurso; y el que es un poco más avisado, generalmente hace daño a los otros con malicia, y tal vez a sí mismo por reverbero. Yo no sé si en otras partes son diferentes, porque ya sabéis que no he salido de Almudévar sino que para ir a ver a nuestros parientes, y dos veces a Huesca en donde a nadie conocí ni traté más personas que las recaderas del mercado, que por cierto gastan largo de su desenfado y poca vergüenza. Pero si todos son lo mismo, no necesito ningún oficio para ganar la vida y dárosla a vos descansada. -Hijo mío, dijo entonces su madre: mucho sabes y veo que hablas como los flaires que predican o como los hombres que andan con nuevos trajes por el mundo y vienen de luengas tierras. Haz lo que quieras y Dios te ilumine: sólo que no querría que fueses malo. -Hasta ahora, madre, respondió él, no lo he sido ni entendido serlo; y el que hasta los doce años no es malo, ya siempre será bueno. -Según, le replicó su madre: algunos se tornarán después. -No puede ser, dijo él: porque yo conozco que el que es malo de hombre hecho lo hubo de ser de niño, sino que no sabía ni podía ejecutar la maldad, pero lo que es mala inclinación ya la tenía en el alma.

-Agora veo, contestó su madre, que vas teniendo razón. ¿Quién te ha enseñado esas cosas? -Aquí dentro, respondió él, me las enseñan todas; y los libros que leo y las mujeres cuando riñen unas con otras. -¿Cómo pueden enseñarte nada las mujeres y más riñendo?, preguntó su madre muy admirada. -Pues me enseñan mucho, respondió él; todo lo que entonces dicen es locura y sabiduría, y lo mismo me enseña lo uno que lo otro. Y lo aprendo de ellas y de los otros chicos en sus contiendas, y de los libros, lo recojo aquí dentro y lo guardo, y aquello engendra otras cosas, y éstas engendran luego otras; y las junto y las revuelvo y amaso todas, o las separo y compongo según me cumple y piden las ocasiones.

Entonces su madre, espantada de oírle hablar con tanta sabiduría, le dijo: -No sé, hijo mío, cómo siendo tan tonta he parido un hijo tan agudo. -¡Tonta, decís!, contestó él; pues yo no he advertido que lo seáis, porque las mujeres que yo tengo notadas por tontas en el lugar son vanas, cantoneras, puercas, desastradas, rezongueras, noveleras, picudas, chismosas y murmuradoras. -Hijo, hijo, le dijo entonces su madre; ésa es demasiada malicia para tu edad; deja a las pobres mujeres, que harto desprecio llevan a cuestas con ser mujeres y por ende el estropajo del mundo. -Ahora sí que veo que sois un poco tonta, dijo él: porque habéis dicho una muy grandísima necedad. ¿Cómo llamáis a las mujeres el estropajo del mundo? ¿Qué estropajo sois vos en vuestra casa? Vos sois la señora e yo vuestro hijo, vos me queréis e yo os quiero; vos me servís agora e yo os serviré después; vos me cuidáis e yo crezco y me hago hombre para daros honra y ampararos y manteneros. No os llaméis estropajo, por vida mía, porque me habéis afrentado y casi no oso miraros a la cara.

Otro día a la hora de comer llegó su madre con gran bochorno y pasión diciendo entre lágrimas: -Los ricos siempre ricos y los pobres siempre hemos de callar. Mira, hijo, que vengo llena de calor y corrimiento. El hidalgo de la esquina de la plaza me ha topado en la calle, y plantándoseme a cuatro pasos me ha dicho: «Bien criades el hijo, la Pupila; ya casi es hombre y sólo sabe parlar y hacer el Marco Esopo. El pago que él os dará por el oficio que le habéis enseñado. ¿Pensáis hacelle lavandera o cocinera como vos? Andad, que mejor le cuadraría el oficio de comadrón o de casamentero.» Yo, al oír palabras tan injuriosas, me he cubierto de vergüenza, la luz del cielo no veía; y casi me ahogo de la pena que me hinche el pecho. ¿Qué me dices, hijo mío, para mi consuelo? -Por ahora, madre mía, sólo os digo que comáis con gusto, y otro día os diré lo que hace a este enojo que os han dado porque no conviene obrar ni adoptar consejo cuando el calor de la pasión está en su mayor punto, como lo está ahora en los dos, que vos lloráis e yo de puro levantado y ofendido hablo con esta templanza. Y ya que ese hidalgo cree que puede ultrajaros porque no me dais oficio, dejemos su insolencia y tomemos su razón. Mañana, si queréis, aprenderé de tejedor, después de mañana, de sastre, el lunes, de peraile, el martes, de carpintero, el miércoles... -Hijo mío, le atajó su madre olvidando las lágrimas y su afrenta: ¿qué disparate estás diciendo? ¿No sabes que cada uno de esos oficios cuesta muchos años, y tú, quieres aprender uno cada día? -Torno a decir y certificaros, contestó él, que cada día he de aprender un oficio, y más si es menester o conviniera. Hasta medio día lo estudiaré, por la tarde ejercitaré las manos, y a la noche cuando venga a casa os traeré ya alguna muestra de mi obra. Porque yo he mirado a esos hombres en sus talleres y sé lo que me digo. Comed y alegraros, que el hijo que habéis parido no nació para jumento; ni tampoco para ser escarnecido de ningún hidalgo ni para sufrir que su madre lo sea de nadie. Yo haré que dentro de pocos días seáis bendecida de todos, y envidiada quizá de ese mismo hidalgo que os ha insultado. Perdonémosle empero por la buena intención con que lo habrá hecho, aunque con poco miramiento y sobrada altivez y mal modo. Eso es soberbia del nacimiento y confianza en las riquezas.

Aquella tarde iba Pedro a casa de su madrina, como solía, y al pasar por la plaza vio al hidalgo con el cura: acercóse a ellos y sin saludar se encaró con aquél y con grande entereza dijo: -Señor hidalgo de la esquina (llamándole así por desprecio): hoy habéis hecho llorar a mi madre, y sus lágrimas me han abrasado las entrañas y las guardo aquí (señalando el corazón), porque soy su hijo y sé quién tiene o no tiene derecho a ultrajalla. No lo olvidéis, que tampoco yo lo olvidaré. Adiós. Y diciendo esto se fue con su serenidad y mirada severa. El cura le llamó muchas veces y aun quiso seguirle; mas lo hubo de dejar porque ni aun la cara volvió a mirarle y traspuso como un relámpago. Sintió mucho el cura aquel caso, y lo sintió también el hidalgo, pero diferentemente, porque el cura lo sentía de amor al niño, y el otro de ira y de mancilla de sus palabras y atrevimiento.




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Capítulo VI

De cómo Pedro Saputo aprendía todos los oficios en un rato


Iguales en lo esencial y desiguales en lo accidental hizo a los hombres la naturaleza. Y aunque es cierto que en esa desigualdad se contienen las causas del orden primitivo general de la sociedad, y aun de la condición de los individuos por sí en particular, pero lo que es la autorización no procede de esas causas sino de las que hacen al padre digno de respeto para el hijo, al anciano para el joven, y al magistrado para el ciudadano; siendo todo lo demás usurpación, presunción, orgullo, soberbia. Ninguna autoridad representaba el hidalgo para reprender a la Pupila; y la caridad, si por la caridad lo hubiera hecho, habla y obra de otra manera. Sobre todo para denostar, para ultrajar, para insultar y afrentar al pobre, al desgraciado, al infeliz, ninguna ley da derecho; y es el orgullo tan grave ofensa del cielo, que rara vez deja de castigarlo, haciéndonos ver tarde o temprano humillado al soberbio, así como exaltado al humilde. Entre tanto ya castigó como pudo el niño Pedro la insolencia con que el hidalgo baldonó a su madre, y aún se reservaba mayor venganza como daban a entender sus palabras.

Llegó en tanto a casa de su madrina, pues el encuentro de la plaza no le distrajo de su propósito y cabalmente la encontró ocupada en prevenir unas telas o paños y echar cuentas para unos vestidos que habían de hacerse, debiendo tener el sastre al otro día. Al oír esto Pedro Saputo se alegró y dijo: -Muy bien, señora madrina, muy bien me viene; porque con esta ocasión comenzaré mañana a aprender el oficio de sastre. Madrugaré y vendré antes que el maestro para ver todas sus operaciones. Pareció bien a la madrina, porque nada de su ahijado le podía parecer mal, pero extrañó que quisiera aprender aquel oficio habiendo ella concebido cosas más altas. Calló, empero, temiendo la respuesta de Pedro, que tan fácilmente confundía a todos.

Al día siguiente fue a casa de la madrina mucho antes que el maestro sastre, y así que se presentó éste y se puso al oficio, miró con mucha atención cómo tomaba la medida a la madre, cómo tendiendo el paño en una mesa aplicando la medida y haciendo puntos y rayas blancas y dejando señalado el cuerpo, las mangas y demás piezas; cómo luego echó la tijera y las cortó una a una. Tomó enseguida la medida al marido, y fue haciendo lo mismo parte por parte. Y cuando fue a tomar a una niña que tenía nueve años, dijo Pedro: -Dejad, señor maestro, que a ésta le quiero yo cortar el vestido por mi mano. -Sí, hijo mío, dijo la madrina. Pero el maestro espantado decía: -¿Habéis perdido el juicio, señora? ¿Queréis quedaros sin prenda y el paño? -No quiero eso, respondió ella; pero si mi ahijado Pedro yerra el corte y me pierde el paño, ya está pagado. -Es verdad, respondió el marido, que también quería ver la prueba. -Y después, continuó la mujer, tengo otra pieza en el arca, y en Huesca media docena de tiendas a mi disposición y a la de mis dineros. Conque hijo mío, toma la medida a tu hermanita y córtale el vestido a tu buen juicio y entendimiento. Pedro entonces muy confiado tomó la medida, fue haciéndolo todo lo que vio hacer al maestro; y cuando tuvo señaladas las piezas en el paño, y enderezadas y corregidas, dijo al maestro: -Mirad cuerpo de mí si me ha despuntado hoy buena luz; ¿qué decís de esas rayas? -Digo, respondió el maestro, lo que vos queráis y cumple a mi confusión. Por el siglo de mi padre a quien sólo conocí de muerto, que esas piezas están señaladas como si las hubiese rayado el mismo maestro Lorda Azufre de Huesca. Ea, echa la tijera y veamos. Echó Pedro la tijera, cortó las piezas mostrándolas al maestro y a la madrina como las iba cortando, y concluida la operación dijo: ahora veamos lo que es coser. -No hijo mío, respondió el maestro; agora veamos lo que es yantar; que en verdad que la señora Salvadora se ha olvidado del nuestro desayuno con la contemplación de tu habilidad. -Tenéis razón, maestro Gafo, dijo ella; y fuese y con la niña y la criada sacó el desayuno para los dos maestros a quienes acompañaron el marido y la niña.

Almorzado que hubieron, y reído y celebrado la nueva gracia del niño Pedro, se sentaron a coser. Pidió un dedal el aprendiz maestro, y como no supiese tener el dedo doblado, pasó un hilo por el dedal, y metido en el dedo, hizo que le atasen el hilo por encima. Tomó la aguja con una hebra y sin hacer punto o nudo, iba cosiendo un retal perdido y pasando muy aprisa la aguja; y no hizo otra cosa hasta el mediodía. ¡Cuánto se rió su madrina! ¡Cómo se reía y divertía la niña! Porque con tanto afán y trabajo nunca resultaba costura, pespunte ni cosido alguno.

Llegó la hora y comieron de muy buena gana. Levantados de la mesa, tomó Pedro el capotillo de la niña, y cosió primero el cuerpo, después, las mangas, que sólo eran medias y abiertas; luego las unió de hilván para probarlo. Púsoselo la niña, y le caía tan bien, que se admiraron el maestro y la madrina, llegando a este tiempo la madre de Pedro que venía a ver segunda vez cómo su hijo entraba en el oficio. La niña no se quiso ya quitar el capotillo hasta que viniese su padre; y lo que faltaba, que eran las junturas del forro, la esclavina y los vivos, hízolo el maestro otro día, porque Pedro no quiso continuar el oficio diciendo que no era digno de hombres cabales, sino propio de jorobados, cojos, enanos y hermafroditas. Con todo, en su casa y para él y su madre cortó y cosió alguna vez los vestidos.

Otro día quiso aprender de pelaire, y fue a casa de un maestro, y luego en un punto aprendió a cardar y a peinar, y antes y primero que todo a varear y preparar la lana. Por la noche llevó a su madre por muestra el vestido muy untado y un hermoso copo de estambre peinado y concluido por él de una docena que aquella tarde había hecho. Y del oficio dijo que era un poco despreciado, pero sano y alegre.

El lunes fue al taller de un carpintero, y por la noche llevó un marco de ventana a modo de bastidor para un encerado muy pulido y hecho todo de su mano. Pero dijo a su madre que aquel oficio requería ocho días de estudios y un mes de práctica; y que mirase qué otro o qué docena de ellos quería que aprendiese y cuál preferiría. Su madre rebosaba satisfacción por todas sus coyunturas, y no sabiendo qué responder le dijo: -Yo no sé, hijo mío, lo que quiero y lo que no quiero: lo que me parece es que sólo quiero lo que tú querrás; y lo que tú hagas, todo, hijo mío, todo lo doy por bien, porque ya veo que te guía otra sabiduría más alta y otra luz que no alcanzo. Y dijo él continuando: -Ya veis, madre mía, cómo en pocas horas he aprendido cualquier oficio a que me he puesto. Porque habéis de saber que esas artes y otras muchas, según lo que yo tengo observado, las sabemos todos los hombres naturalmente, y sólo falta verlas e inventar los instrumentos propios si no son conocidos, y luego adestrar las manos a ellos, bien que la perfección sea cosa de la práctica y de más tiempo. Mas ahí, en casa del carnicero he visto unos papeles con unos dibujos de puertas, ventanas, mesas, arados, edificios, ríos, bosques y montañas y me han gustado mucho y quisiera aprender el arte del dibujo. Por vida vuestra que vayáis un día a Huesca y compradme los instrumentos necesarios, que me parece son un lapicero, dos compases, y los que os digan en la tienda, que ahora no serán muchos. Y fue su madre a Huesca, y le trajo todos aquellos instrumentos; y él pasaba después el tiempo dibujando lo que se le antojaba, y llenó su cuarto de dibujos que luego y prestísimo fueron de muy cumplido primor y arte. De ahí a algún tiempo hizo el retrato de su madre, después el de su madrina, al lápiz los dos; y eran tan parecidos, que todos al verlos decían: ésta es la Pupila, ésta Salvadora de Olbena.




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Capítulo VII

De cómo Pedro Saputo aprendió la música


¡Hola!, dirá aquí algún lector bonazo; aprisa vamos subiendo. Primero sastre, que es lo más llano que hay en la artesanía, viniendo a formar el lazo y comunicación entre los oficios masculinos y los femeninos, como le forman entre el reino animal y el vegetal los zoófitos o animales plantas. Después cardador pelaire, que es algo más; luego carpintero, que es mucho más; y no contemos con el dibujo, que pertenece ya al orden superior de las artes, bien que sin exclusión de sexo como esotras, le vamos ahora a adornar con el de la música, arte bajado del cielo y amor del corazón humano. ¿Adónde iremos a parar? ¡Eso se me pregunta! ¿Y para qué habría recibido nuestro niño filósofo tantas y tales dotes del creador, y el don soberano y rarísimo de saber emplearlas? Pues cata aquí lo que él hace y yo voy escribiendo con no menos admiración que tú, lector amigo, quien quiera que seas. Aprendió el dibujo, como has visto; ahora va a aprender música; y aún verás otras maravillas. Por algo le llamaron sabio. Si hubiera sido como yo o como tú, y perdona mi franqueza, nada de esto se escribiría, porque nada hubiera sucedido. Vamos a la historia: Había en Almudévar un eclesiástico, organista de la parroquia, llamado por mote mosén Vivangüés, y cuyo nombre verdadero ni se sabe ni lo necesitamos; el cual se llevaba algunas veces al niño Pedro a su casa para darle alguna golosina. Era hombre que en cuanto a músico tocaba medianamente bien el órgano, el clave y el salterio; y en cuanto a gramático husmeaba un tantico el latín del breviario; pero lo que es de la misa había preguntado tantas veces lo que significaba el canon y demás latines, que fuera de los introitos, las oraciones, las epístolas, y los evangelios había pocas cosas que no entendiese, y aun en éstas barruntaba tal vez con sentido. Por lo demás tenía buen corazón, era tan candoroso como un niño, y se creía el más hábil del capítulo que a la sazón era numeroso, exceptuando al señor cura, que dicen era licenciado por Huesca, y a quien por esto, respetaba él como más sabio. A todos los demás solía decir, los paso por debajo de la pierna. Y hay quien dice que si erraba el tiro era de poco trecho.

Llamábanle con el apodo que he dicho, porque cuando se echaba a pechos algún vaso de buen vino, que era con frecuencia, entre las lágrimas que le apuntaban de la fortaleza del vino y la voz medio cobrada del largo trago, decía respirando: ¡viva Angüés!, y acababa de respirar. Preguntáronle al principio, y después de muchas veces por gusto qué significaba aquello; y contaba esta graciosa, disparatada y original historia: «Es saber, señores, que entre los pueblos de Angüés, Casbas, e Ybieca hubo antiguamente otros dos que se llamaban Bascués, y Foces, cuyos habitantes eran los mayores bebedores del mundo, y sus términos el mejor viñedo de Aragón, y aun de España si se me antoja decillo. Estos dos pueblos murieron: quiero decir, que sea por guerra, sea por epidemia, sea por otra causa, quedaron sin habitantes, habiendo muerto hasta los sacristanes y los curas. Foces murió unos días antes y Bascués aguantó unos días más. Pero cuando ambos pueblos vieron que acababan sin remedio, hicieron testamento y dejaron su buen gusto a los pueblos de Angüés, Casbas y Ponzano, dos terceras partes al primero y una repartida a los otros dos. Por manera que el pueblo de Angüés tiene más voto él solo en materia de vinos, que Casbas y Ponzano juntos. Por eso yo cuando me bebo un buen vaso de buen vino, si el vaso es grande y el vino bueno, que lo trasiego siempre de un aliento, pienso en el buen gusto de aquel pueblo y digo ¡viva Angüés! Que es como si dijera: viva el gusto de Angüés, que es cabalmente el que agora encuentro yo en este vaso que acabo de colar. 0 de otro modo: voto a mí, qu'este vino es tan bueno como el mejor que aprueban los mojones herederos de Bascués y Foces. Sino que por abreviar lo digo todo en esa exclamación tan significativa. Y si no dijera esto, me parecería que el vino por bueno que fuese no me haría provecho.» Y preguntando a los oyentes, ¿qué os parece, señores?, brotaba delicia del corazón y se esponjaba de gloria.

Este hombre, pues, era tan sencillo y tan bendito, se llevó un día a su casa al niño Pedro Saputo para darle unas avellanitas que le habían traído: y como el niño viese abierto el clave le rogó que tocase algo. Puede ser que no fuese clave, sino otro instrumento de teclas: poco importa. Diole gusto, y tocó una cosa tan alegre y espoleadora que Pedro no podía estar quieto, meneándose con todo el cuerpo y diciendo: ¡ea, ea! Paró el músico, y preguntó qué era aquello, y le respondió el capellán: -Esto es una cosa nueva; digo, que hace poco tiempo la han puesto en solfa los compositores; y es tan fecunda en caprichos, que en no saliéndose del tema puede uno tocar tres días seguidos y todo será siempre lo mismo y todo diferente. Es un baile que llaman el Gitano. -Sólo por saber eso, dijo Pedro, aprendería de solfa de buena gana. -¡Ay, niño, niño!, respondió el capellán; no sabes lo que te dices. ¡Aprender de solfa! -¿Pues qué, replicó el niño, tan difícil es? -Mucho, mucho, muchísimo y más que muchísimo, le respondió el mosén con grande ahínco y cerrados los ojos: ¿quieres que te lo diga? Mira: una vez los diablos estando de tertulia en el palacio de Lucifer, que todo el edificio es de llamas de azufre, disputando sobre la solfa y la gramática y defendiendo unos que era más difícil la una y otros que la otra, quisieron proballo dos diablos jóvenes muy presumidillos, y salieron al mundo, poniéndose, el uno a infantillo en casa de un maestro de capilla, y el otro a estudiante en una escuela de gramática. Pasaron tres meses, y el músico preguntó al gramático en qué iba, y respondió que de humo y tinieblas; pues yo, dijo el otro, aun humo no veo porque no veo nada. Allí me hacen una manopla que en las junturas de los dedos tiene escritos los nombres de la solfa, que parecen tomados de algunos de nosotros; y subiendo y bajando y corriendo las junturas; y luego con la misma obra en un papel que no dice nada, me van ya jorobando y rematando de paciencia. Porque a cada marro de la voz cae un bofetón, y llora si quieres llorar y llorando o riendo canta el día entero porque ése es tu oficio. -Yo, dijo el gramático, si no fuera por la rechifla que nos harían los compañeros de allá abajo, ya hubiese dado al traste con el estudio y en el fuego con los libros y sus musas y musos, que así los entiendo como tú eres el hijo de Dios más querido. No obstante, sigamos algún tiempo más si te parece, porque tan pronto sería mengua dejallo. Con efecto, siguieron y nada menos que seis meses, al cabo de los cuales se volvieron a juntar; y el músico dijo, que aunque los compañeros le soflamasen eternamente, estaba determinado de abandonar la empresa y volverse de aquel paso al infierno. -¿Sí?, respondió el gramático; pues no te irás solo, que también quiero acompañarte; y queden la solfa y la gramática para tormento de los hijos de los hombres, ya que si no es éste que vale por muchos no padecen ninguno igual a los nuestros. Y sin más deliberación cerraron los ojos al sol, dieron un estampido y se lanzaron de cabeza en los infiernos. Conque mira tú, hijo mío, Pedro, si te ibas a poner con la solfa en buena palabra de empeño, cuando los diablos siendo diablos no pudieron salir con ella.

Suspenso y embelesado estaba Pedro Saputo oyendo referir al capellán un caso tan estupendo; y vuelto en sí preguntó al clérigo si había aprendido la solfa. Respondió que sí: -¿No ves que soy organista? Doce años entre infante y capillero estuve en la catedral de Huesca, y siempre estudiando solfa. -Pero al fin y a la postre vuesa merced la aprendió, y en menos años, porque dice que fue capillero y entonces ya la sabía. -Sí, respondió mosén Órganos. -¿Y la gramática?, preguntó el niño. -También, respondió el buen hombre, sabiendo que mentía: ¿no ves que soy sacerdote? -Pues en ese caso, concluyó el niño Pedro, vuesa merced tiene más ingenio y es más sabido que dos diablos juntos. Rióse el capellán, no sin algún tanto colorado de vergüenza, porque le pareció que había algo de ironía o malicia en la consecuencia del niño. Éste quiso ver la manopla o mano de la solfa, y vio que los nombres que había en las junturas (y aun fue menester que se los declarase el músico) era: A-la-mi-re, B-fa-b-mi, C-sol-fa-ut, D-Ia-sol-re, E-la-mi, F-fa-ut, G-sol-re-Ut. -Bien tenía razón, que parecen nombres de diablos, dijo Pedro, porque de algunos de ellos a Belcebub no hay mucha distancia. Pero, ¿para qué se aprende eso en la mano? ¿Ha de escribirse la solfa en la mano o cantarse mirando a ella? A estas preguntas no supo responder el del ingenio y agudeza de dos diablos, y se acabó la plática por falta de palabras, o de jugo en ellas, que es lo mismo; y el niño Pedro, que no podía tener la atención baldía un momento, le dijo adiós y tomó la escalera.

Tomó la escalera; mas al salir a la calle oyó el violín arriba. Paróse; el capellán se divertía en hacer el diapasón ya por todos sus puntos (bien que esto quiere decir diapasón), ya por terceras, quintas; ya en el tono mayor, ya en el menor: hirió el oído de Pedro; escucha, percibe, siente en sí y admite aquella ley y verdad primordial de la música, aquella verdad general, aquella proposición elemental de puntos o sonidos que así la satisfacía; y vuelve a subir y ruega al capellán que le enseñe aquello en el instrumento. -No, dijo el músico; en el violín no puede ser ni en otro instrumento alguno; primero lo has de aprender con la boca y en la solfa, y para eso hay que acudir a la mano o manopla, como hoy la hemos llamado. -No, señor, replicó el niño; ya no quiero aprenderlo con la boca, sino con el violín, porque así lo aprenderé de una vez, y no que de ese otro modo habrá que hacer nuevo aprendizaje. Sobre todo, lo que es la manopla, ni verla. Eso es lo que yo quiero y no otra cosa; y no me voy de vuestra casa hasta que no me la hayáis enseñado, siquiera me cueste una semana. El capellán se reía y le daba compasión de ver el error del muchacho que sin la mano y algunos meses y aun años de solfeo quería lanzarse al manejo de los instrumentos; imposible tan grande para él como el que dejase de ser verdad lo que había leído aquel día en el evangelio de la misa, fuese lo que fuese, puesto que no lo había entendido. Pero habíalas con otro más fuerte; apretó tanto el niño, que hubo de enseñarle a poner los dedos en las cuerdas y herirlas con el arco, haciéndole gruñir el diapasón por espacio de una hora. Volvió por la tarde y estuvo hasta el anochecer dándole al diapasón y a las terceras y quintas. Y lo mismo hizo dos días seguidos; y preguntando al capellán lo que le parecía esencial y habiendo entendido lo que creyó bastaba por entonces se llevó el instrumento a casa.

Cerraba las ventanas de su cuarto para que no saliese el eco; y pasada una semana en que cada día empleaba de seis a siete horas en el manejo del instrumento, dibujando algún rato por descanso, fue a casa del organista y tocó por lección bastante bien y muy afinado, todo lo que el vulgo solía cantar en aquel tiempo. Y dijo el clérigo admirado: -Sin duda, Perico, dentro de ti llevas de familiar algún demonio más hábil que los dos que salieron a estudiar la solfa y la gramática y se aburrieron. -Decidme, dijo Pedro Saputo, qué significan esos puntos con rabos y cruces que tenéis en esos cuadernos y llamáis solfa y música. Explicóselo el hombre. Él tomó apuntación por escrito de lo más importante, pidió que con el violín le diese una lección práctica, y entendido lo que era se llevó un cuaderno de primeras lecciones y pasó otros ocho días estudiando y dándole al instrumento. Pidió nuevas explicaciones, pasó hasta veinticinco o treinta días ejercitándose con grande aplicación y cuidado, al fin de los cuales se tomó dos meses más de violín prometiendo volverlo y entregarlo al maestro. Y cumplió su palabra, diciendo el bueno del capellán al verle tocar: -Me desengaño; cuatro años si no fueron cinco me costó a mí eso y cuesta a todos; no veremos sino milagros: pusiéronse a tocar los dos una sonata, y el uno con el violín y el otro con el clave o lo que fuese, y no había más que oír.

Continuó Pedro estudiando más y más la solfa y su instrumento, y al cabo de algunos meses le dijo el organista: -Eres, Pedro, el mejor arco de la tierra, porque le tienes muy fino, alto, sonoro, valiente, expresivo y firme. Puedes ir a tocar a la misma capilla de Toledo.

El capellán, además, tocaba, aunque poco y mal, la vihuela y la flauta, y quiso Pedro que le enseñase también estos instrumentos. -Hijo, le respondió; lo que es enseñarte no me atrevo, porque sé muy poco de ellos. Pero mira, la prima de la vihuela suelta o al aire es mi mayor en la llave de G-sol-re-ut; busca los demás puntos, armonías y posturas y los tonos, que ya lo hallarás; y el punto más bajo de la flauta es re por la misma llave. Y aunque ves que sólo tiene seis agujeros y el que tapa la llave que es re sostenido, pero dando cierto espíritu al aliento o soplo para los agudos y graves, y tapando éste o aquél, o dos o más, a un tiempo, se hacen dos octavas, y aun dos y media el que sabe. Anda con Dios y hazme ver otro milagro.

Fuese el muchacho con los instrumentos; y a los quince días avisaron al cura, al justicia, a la madrina, y a su niña mayor y algunas otras personas del pueblo (nunca al hidalgo de la esquina), y los dos músicos dieron un concierto que apareció a aquella gente la capilla del Vaticano, o por lo menos la de la Catedral de Huesca, que era la que todos habían oído. El cura, lleno de gozo, rogó al organista que prestase los instrumentos al niño Pedro hasta que él hiciese traer los mejores que se encontrasen. Con efecto, escribió a Barcelona y Zaragoza, y vinieron dos de cada clase, muy buenos. Para entrenarlos hubo otra reunión más numerosa en casa de la madrina, donde se dio otro concierto; y ella, que era espléndida y quería entrañablemente a su ahijado, se lució mucho agasajando a los convidados con un gran refresco. Tocaron después entre otras cosas el canario, baile que entonces se usaba mucho; y el gitano, que comenzaba a usarse; cuyos bailes, de variedad en variedad y de nombre en nombre, han venido a ser y llamarse en nuestro tiempo, el primero la jota y el segundo el fandango.

Pasada la velada y al despedirse, para sorprenderles con más efecto, sacó la madrina puestos en una tabla dos bustos pequeños y blancos representando las dos mismas personas cuyos retratos hizo primero al lápiz; y dijo -Esto ha hecho mi hijo Pedro. Eran muy semejantes, vivían, hablaban, si tuvieran ojos y colores. Todo fue pasmos, todo enhorabuenas a la madre de Pedro; la cual no hacía sino llorar, y la madrina lo mismo y el cura y otras personas. ¿En qué parará este niño?, decían. Y llenos de asombro se fueron bendiciendo a Dios y deseando vivir para ver al hombre que aquellas muestras anunciaban y prometían. Y cierto que tantas habilidades juntas en un niño de trece años, y de aquel modo aprendidas, bien merecían aquella admiración y aquellos extremos; sobre todo en quien pensase que era hijo de una pupila infeliz, y nacido solo y sin protección a la luz del mundo.

Los retratos o bustos eran de yeso, y él les había dado un simple baño de cal con agua de cola porque aún no sabía hacer lo que llaman estuco.




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Capítulo VIII

Humanidad y liberalidad de Pedro Saputo


Fuerte es siempre el buen ejemplo, y más cuando viene de personas de autoridad o de mucho favor en el pueblo, o muy queridas o de compañeros. Pero en la niñez todo lo hacemos por imitación porque falta el auxilio de la reflexión y de la experiencia, y si se quiere hacer todo lo que se ve, siendo por otra parte nuestra especie natural y esencialmente imitadora. El peligroso ejemplo que Pedro Saputo daba a los muchachos del pueblo subiendo tejados y paredes fue causa de algunas desgracias, sin que las pudiesen evitar con prevenciones ni castigos aun los padres más celosos. A los niños en pasando de cuatro o cinco años nadie los guarda, porque a una vuelta de cabeza han concebido y hecho una travesura, y nadie puede tampoco precaver ni adivinar los peligros en que se ponen donde y como menos se piensa.

Estaban un domingo por la tarde tirando al canto en las eras unos cuantos muchachos, entre ellos Pedro Saputo, y había una turba de muchachas cantando y triscando en otra era; cuando de repente cesó todo aquel bullicio y se vio huir a las muchachas hacia el pueblo, no oyéndose más canto ni voz que los lamentos de una criada del hidalgo de la plaza (el de la reconvención a la madre de Pedro Saputo), la cual desesperada y mesándose los cabellos, daba grandes voces pidiendo auxilio. Fueron allá los muchachos, y una hija del hidalgo de unos nueve o diez años de edad, muy traviesa y arriscada, se había caído del tejado de un pajar, y dando de cabeza en unas piedras que había quedado muerta de la caída. Lo mismo fue oír de muerta, echaron a correr todos aquellos rapaces dejando solo a Pedro con la criada que invocaba a todos los santos y vírgenes del cielo, no tanto para que volviesen a la vida a la niña, como para que librasen de ver el semblante riguroso y vengativo de sus amos. Pedro hizo con la muchacha lo que había visto hacer otras veces para recordar a los que padecían algún desmayo, pues conoció que sólo estaba aturdida, y poco a poco fue volviendo en sí, comenzaba la pobre a quejarse con tales gritos, que la criada pensó que tenía rotos los huesos de su cuerpo: y llorando y deseándole la muerte se fue a casa de sus padres (que era del pueblo) y quedó él solo con la niña... No tenía rotos todos los huesos de su cuerpo, ni la mitad, pero sí un brazo, abollada y abierta la cabeza, quejosas otras muchas partes. El compasivo Pedro la fue tentando para levantarla, y al fin con sumo tiento y suavidad y formándole andas con las manos la tomó y llevó a su casa entre muchas gentes que por curiosidad y lástima le siguieron en las calles. No estaban los padres en casa, que habían salido a pasear por otro camino; pero el viento les llevó la noticia y al punto estuvieron al lado de su hija y con ellos el facultativo. Hubo muchos ayes y lloros, hubo desmayos; al fin a malas penas y vivos gritos que partían el corazón, quedó curada, emparchada y bizmada, y se sosegaron todos para llorar más desahogadamente e informarse de las circunstancias de la desgracia y del descuido de la criada a quien encomendaron la niña. A todo satisfizo Pedro lo mejor que pudo: y como el hidalgo viese que en medio de la relación se le arrasaban los ojos, dejó él correr libremente sus lágrimas, y juntamente con su esposa le dio gracias por aquel buen oficio que había hecho a su hija, ofreciéndole casa y favor, y rogándole que no olvidase a la pobrecilla de Eulalia, sino que la viniese a ver para dalle esfuerzo y consolallos a todos. Pedro, enternecido y lavándose de la sangre que había recibido en las manos y vestido, en cuyo oficio le sirvió la misma señora de casa diciendo con muchas lágrimas, ¡ay sangre de mi hija!, ¡ay sangre de mi hija!, se despidió cortés y afablemente porque era ya tarde, y se fue a casa de su madrina adonde su madre había dicho que viniese.

Mientras la niña Eulalia (que así se llamaba) estuvo en cama y de cuidado la visitaba todos los días; mas cuando ya se levantaba, cuando ya estuvo muy adelantada en su curación, que en poco tiempo quedó perfectamente sana, fuera de alguna dificultad (que también se corrigió después) en el brazo para ciertos movimientos, cesó de ir a verla, porque sus visitas eran de sola humanidad y en parte de cumplimiento. A los tres o cuatro días mandó el hidalgo una criada a preguntar si tenía novedad, y sabiendo que no, fue él mismo a casa de Pedro Saputo, y como si tratase con hombre de más edad y de algún respeto le dio de nuevo las gracias por lo que hiciera con su hija, y de parte de ella, de su esposa y suya le rogó se sirviese honrallos con su visita. Y añadió, tocando el punto más delicado, que si a su madre le habían hecho en otro tiempo una advertencia, creyese que fue por deseo de verle hombre de provecho, ignorándose entonces todavía que lo fuese de tanto. A esta satisfacción y comedimiento respondió Pedro con otro mejor, diciendo al hidalgo, que lo que hiciera con su hija no merecía tantas gracias, y que harto pagado estaba con la honra que aquella humilde casa recibía habiéndose él dignado de venir a ella. Pasaron aún otros cumplimientos entre ellos; y por la mañana al día siguiente fue Pedro a visitar a Eulalia, continuando ya siempre en adelante; de que se engendró entre los dos una amistad tan íntima que con el tiempo fue otra cosa, y ni ellos ni nadie pudo remediarlo.

Pero lo que más brillaba en el niño Pedro Saputo era la liberalidad. Regalábanle a porfía todos los del pueblo; y como en la calle le pidiesen algo otros muchachos ya se lo había repartido todo; y a veces sin pedírselo. A los pobres les daba cuanto podía haber, y aun la ropa de encima si los veía desarropados y hacía frío. Él mismo cuando llegó a edad de más conocimiento hubo de corregir el vicio de su dadivosidad, y con estudio y discreción ejercitar una virtud en que también cabe demasía y vicio verdadero. Atrevióse una vez su madre a reprendérselo; y él con mucha gracia le contestó: -Eso es señal de ricos; el hijo de una lavandera no debe ser escaso ni vivir con el alma arrugada. El encogimiento, señora madre, no deja ver la hermosura del sol ni la grandeza de la tierra. El encogido no conoce a Dios, ni Dios casi aunque quiera le puede hacer merced, porque es incapaz de sus beneficios. Sin vaso para llevar el agua, ¿a qué iría a la fuente? ¿Sabéis madre, a quién pienso yo que aborrecerían los ángeles si pudiesen aborrecer a alguno? Pues es a los pusilánimes y a los desconfiados. Ruégoos muy de veras que seáis magnánima de corazón, si no vais a acuitar mi vida, o a estorbar la generosidad del vuelo con que yo abarco el universo mundo, y aun me parece pequeño.




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Capítulo IX

De cómo Pedro Saputo pintó la capilla de la Virgen de la Corona


O lo he soñado o lo he visto; yo creo que es lo segundo. ¡Y en qué ocasión y cómo la vide! Aún me hierve la sangre y se me enciende el coraje de pensarlo. ¡Cobarde! Allí debí morir, allí debí acabar, que ésta fue su intención o su aturdimiento. Pero me salvó el ángel antiguo de Pedro Saputo porque sabía que andando el tiempo había de tener la inspiración de escribir su vida. Agradezco su protección, y cumplo el encargo de la Providencia.

Tienen los de Almudévar, a la parte del pueblo que mira a Zaragoza, un santuario y capilla de Nuestra Señora de la Corona en un pueyo o montecillo donde en otro tiempo estuvo el castillo de los moros. Y como la hubiesen renovado de su vetustad y ruinas quisieron también pintarla, buscando para la obra un pintor muy afamado de Huesca llamado Raimundo Artigas, hombre melancólico, estreñido de genio, bilioso de color, seco de carnes, largo de cuello y claro de barbas; el cual pidió trescientas libras jaquesas por su trabajo con la condición que él pondría los colores y el agua limpia.

Súpolo el niño Pedro Saputo y se alegró mucho porque quería saber de pintura, faltándole entre otras cosas ver la composición y mezcla de los colores, puesto que el dibujo había llegado al extremo de primor y facilidad. Fue al maestro Artigas y le dijo le tomase por su aprendiz y criado; y la primera vez no quiso. Porfió Pedro, rogó, suplicó, y viéndole siempre duro le dijo un poco despechado pero templadamente. -Mirad, pues, señor maestro Artigas, que queráis que no queráis yo he de ser vuestro discípulo; y si no, vuestro maestro. Miróle entonces el maestro Artigas: meneó la cabeza y respondió: -Yo os admito, niño Pedro, porque me es imposible otra cosa obligándome una fuerza secreta que no sé lo que es; pero entended que seréis mi discípulo mientras supiéredes menos que yo y nunca mi maestro aunque lleguéis a pintar mejor que Miguel Ángel, porque para eso han de pasar muchos años e yo soy ya viejo, que tengo sesenta y nueve, y a esa hora que me busquen en el mundo. Y todos se admiraron de que el maestro Artigas le hubiese respondido tan blandamente, porque era de condición muy áspera, de voluntad absoluta y de opinión fuerte y acerada.

Comenzaron, pues, a pintar; y lo primero que el maestro le enseñó fue a moler los colores; y Pedro le preguntaba muchas veces cómo se mezclaban y qué diferencia había de los que llevaban aceite a los que no llevaban, con otras cosas del arte. El maestro Artigas se importunaba, pero unas veces de buena gana, y otras de mala, satisfacía al discípulo; y alguna también se le quedaba mudo o le alargaba un pescozón por respuesta. Mas él no se aburría ni arredraba, sino que cada día procuraba servirle con más afición y tornaba a las preguntas.

Habían pedido los del concejo al maestro Artigas que primero pintase parras y pájaros y después lo que quisiese; y pintó en la faja del altar a la mano derecha un árbol con una parra y muchos pájaros en ella picando las uvas; y en la punta de un sarmiento que hacía salir por un lado pintó un cuervo. Díjole entonces Pedro: -Señor maestro Artigas, si me dais licencia diré una cosa que observo en esta pintura. Diósela, y dijo: -Ahí habéis pintado un cuervo en la parra, y los cuervos más van a los muladares que a las viñas. Asombróse el maestro Artigas por el atrevimiento del discípulo, y le mandó que callase y no saliese de su molimiento de los colores. Pasó un rato, y otra vez dijo Pedro Saputo: -Pues aun todavía si me dieseis licencia diría alguna otra cosa, señor, maestro mío. -No te la doy, respondió éste muy alzada la voz de punto. -Es una friolerilla, replicó el muchacho: quería decir a vuestra merced que el cuervo debe pesar tanto como una gallina o poco menos; y de razón había de hacer inclinar ese sarmiento suelto, y vuestra merced le ha pintado tan tieso como si fuese de acero o el cuervo estuviese fofo. Al oír esto fue tan grande la ira del maestro Artigas, que no pudiendo atinar con las palabras acudió al cacharro de los colores que tenía entre las manos y se lo tiró con mucha furia, rompiéndose en menudos pedazos contra el suelo porque el niño hurtó el cuerpo al tiro, y dijo: -No quiero pintar más, porque eres un labrador, un descarado, un insolente, un malsín, un grandísimo bellaco. Y se fue de aquel paso y llamó al pueblo, y ayuntado en la plaza dijo, que mientras tuviesen en el lugar al atrevido y vano de Pedro Saputo, no quería pintar la capilla. Entonces Pedro Saputo pidió licencia para hablar y contó lo que había pasado con su maestro; y le dieron la razón y lo aprobaron, y no quisieron que se fuese del lugar. -Pues me iré yo, respondió muy aborrascado el maestro Artigas. -Idos enhorabuena, gritaron todos; mas que no se pinte la capilla. Y Pedro Saputo levantando la voz desde una piedra dijo al pueblo: -Si el maestro Artigas se va y vosotros queréis yo pintaré la capilla. -¡Que la pinte, que la pinte!, gritó la multitud. Y el justicia y el concejo con los prohombres del pueblo encargaron la pintura a Pedro Saputo. Él entonces muy contento dijo: -Agora mirad, pueblo de Almudévar; yo pintaré la capilla de Nuestra Señora de la Corona, pero me habéis de dar lo mismo que dabais al maestro Artigas. Y se lo prometieron. Preguntóles qué querían que pintase, y no sabían qué decirle. Y tornó a preguntarles: -¿Queréis que pinte lo que veis o lo que no veis? Y respondieron todos: -Lo que no vemos. -Pues yo, dijo él, lo pintaré, y gustaros ha por mi cuenta.

Inmediatamente se fue a la capilla y borró lo que había pintado el maestro Artigas, que era aún poco y no muy en su lugar. Tres meses estuvo pintando, y concluyó la obra y dijo al pueblo en la plaza: -La pintura está acabada. Agora quiero que la ermita esté ocho días abierta para que vayan a verla todos los del lugar, grandes y chicos, sabios e ignorantes, y que si alguno encuentra defectos en la pintura me los diga para enmendallos. Y fueron todos a verla y nadie halló falta alguna, sino al contrario le alababan mucho y decían: -¿Cómo sabe hacer esto el hijo de la Pupila, que es un niño y nadie le ha enseñado? Pero le dijeron que no entendían las escenas que había pintado ni la intención de aquellos cuadros. Y él les dijo: -Oídme, hijos de Almudévar: yo os pregunté si había de pintar lo que veis o lo que no veis, y me respondisteis que pintase lo que no veis. Pues bien: según esa palabra, yo os he pintado en un lienzo dos cuadros; el uno es un olivar, y el otro una viña, que son cosas que para ver tenéis que ir a Huesca y al Semontano; pero lo que es en vuestro lugar no las veis por vuestra mucha desidia y cobardía. En el otro lienzo hay otros dos cuadros; el uno es una mujer de su casa muy aseada y cuidadosa, muy atenta, modesta y aplicada a su labor y a la inteligencia de las cosas del gobierno doméstico, rodeándola dos niños y una niña, hijos suyos muy graciosos, limpios y bien vestidos y criados; que también es cosa que no veis en vuestro lugar. En el otro hay una suegra y una nuera comiendo las dos en un plato muy concordes, amigas y bien animadas entre sí: cosa que tampoco no veis en el lugar. Por ahí alrededor y por el aire hay bosques, fieras y pájaros, nubes, y otras cosas según me iban ocurriendo, como quiera que importaba poco fuesen éstas u otras. Y arriba en la bóveda o cielo de la capilla he pintado a María Santísima con las manos cerradas porque no hay en este pueblo quien se las abra con oraciones devotas y humildes, y la obligue a abrirlas para dejar caer sobre vosotros las bendiciones de que las trae llenas.

Al oír esta explicación quedaron todos espantados de la sabiduría de las pinturas, y gritaron mucho rato con grande ardor y júbilo: -¡Es verdad!, ¡es verdad! ¡Viva Pedro Saputo! ¡Viva el hijo de la Pupila! ¡Viva la honra de Almudévar! Y le tomaron y le llevaron en hombros a su casa alabándole y diciendo cantares en su gloria y lo presentaron a su madre y le dijeron que era la mujer más dichosa del mundo. Ella le recibió llorando de gozo, y dio a todos las gracias por aquel favor que mostraban a su hijo.




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Capítulo X

Extraordinaria aplicación de Pedro Saputo


Zotes los padres, zotes los maestros, zotes los vecinos y zote el siglo, más valdría no nacer, o no estudiar nada y vivir solo o irse a los montes si uno supiese que allí había de topar una compañera de trato confortante y recreativo. Dichoso de Pedro Saputo, que aunque dio con muchos zotes supo librarse de ellos y hacerles la higa. Yo, fuera de mi padre... No quiero decir lo demás. Sobre que tengo amigos y amigas del alma que así estoy en mandarlos para zotes, como en creer hombres de pro a los faramallas, charlatanes, embaidores e hipócritas que se nos venden por Licurgos suscitados de la providencia para remediar la España y reformar el mundo.

Había nuestro niño pintor oído hablar al maestro Artigas de autores y libros del arte, y le suplicó al señor cura le hiciese traer cuantos de ellos se encontrasen; y en dos o tres meses tuvo los más de los que entonces se conocían. Púsose a estudiarlos con mucha afición y no menos constancia, y por las mañanas y las veladas pasaba casi todo el tiempo en ello, sin olvidar al mismo tiempo y de ahí a unos días los otros ejercicios, alternando luego el trabajo por horas y aun por días según el rumor o la disposición, porque tenía por máxima el no violentarse nunca ni cansarse en un ejercicio. Conque estudiaba, dibujaba, pintaba, esculpía, torneaba, repasaba la solfa, y tocaba los varios instrumentos que sabía. A su madre le dijo que no fuese más a lavar ropas ajenas, sino que buenamente sirviese en casa a las personas de más estado del pueblo en lo que le pareciese; y que aun esto le daba el corazón que duraría poco tiempo, y entre tanto se fuese tratando con alguna más estimación y decencia.

Por capricho pintó en una tabla un nido de golondrinas en el acto de llegar la madre con el cebo, ya comenzando a echar pluma los pequeñuelos, y la enclavó por la noche desde una ventana en un madero de los que formaban el alero del tejado, que no era alto; y por la mañana muy tempranito lo estaban apedreando los muchachos de la calle desatinándose porque no podían siquiera hacer huir a la madre, y llamándola maldita porque había hecho allí el nido sin verlo ellos. Sintiólo Pedro Saputo, y salió y quitó la tabla, quedando los muchachos corridos por una parte, y por otra riéndose de sí mismos. Corrió la voz y vinieron a ver la pintura infinitas personas; mas él les dijo que no podía verse de cerca, sino en el alero y desde la calle; y así la tornó a poner en su lugar, y todo el pueblo venía a ver aquel prodigio de un niño de catorce años. Que si no se perdiera en su muerte, quizá hubiera sido otro Yalisso, el cual fue un perro pintado en un cuadro con tal perfección, que parecía le representaba rabioso, y costó guerras por haberlo, y al fin, después de muchos tiempos, fue traído del Asia a Roma y dedicado por Augusto César en el Capitolio.

Pintó en aquel año dos salas, una de un beneficiado rico, y otra del hidalgo padre de Eulalia, el cual, para acabar de borrar la memoria de las palabras que dijo a la madre de Pedro Saputo, le hacía más favor que nadie en el lugar. Y en verdad, aunque el niño era tan generoso, no podía olvidar del todo las dos últimas expresiones que usó contra él y su madre; y eso que no comprendía aún toda la malicia que encerraban. Murió desgraciadamente el hidalgo cuando estaba pintando el último lienzo de su sala, que la concluyó no obstante; pero añadió en lo alto dos ángeles en ademán de tender sobre el cuadro un velo blanco de crespón con orla negra. Y puso aún allí otro primor; y fue que en aquellos ángeles hizo el retrato de Eulalia y el suyo saliendo tan bien, que parecía les hubiesen cortado las cabezas y pegándolas a los cuerpos desnudos de los ángeles.

Como ya seguía las reglas del arte y sabía componerlas con la naturaleza, y ésta y aquéllas con su gusto, advirtió entonces muchos defectos en las pinturas de la capilla de la Corona; y pidió licencia para poner un rótulo que declaraban quién las había hecho y la edad que tenía. Pero la obra mejor, la obra de más mérito, y lo dijo él cuando ya no podía equivocarse, fue siempre el nido de golondrinas, el cual le quisieron comprar algunos, habiendo quien le mandó por él hasta cuarenta escudos de oro, que para los conocedores que podía haber en un pueblo como Almudévar, es mucho sin duda. Perdióse, como he dicho, en su muerte, así como otras cosas de mucho primor y valor que había en su casa.

Entre los libros de pintura vinieron también dos en latín y uno en italiano, y dijo: pues yo estas lenguas he de aprendellas. Y con efecto se puso a estudiar la latina, y en una semana aprendió los nominativos y las conjugaciones, porque su memoria era asombrosa. Mas no le permitieron seguir este estudio las dos obras de pintura que tuvo en el pueblo.

Su buena madre recordaba ahora muchas veces la profecía de la gitana, pero callaba por no decir el engaño con que la habían seducido, exponiéndose además a no ser creída, puesto que su honestidad y mucho juicio la abonasen para cuanto quisiese decir en su defensa. Mas después de bien pensado lo dejaba, y resumía todas sus reflexiones en estas cristianas palabras: Dios me perdone aquel yerro y no me dé todo el bien en esta vida.





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