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Libro tercero


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Capítulo I

Pedro Saputo visita algunos pueblos. Encuentra al volver en un grande empeño a los de su lugar


¡Venerable antigüedad, amor del corazón, encanto de la imaginación, deseo del tiempo presente, gloria y honor de los pueblos, de las naciones y de la humanidad, juntando siempre el cielo con la tierra, los dioses con los hombres! ¡Salve! También yo me alimento con tu memoria, me exalto con tus maravillas, magnifico a tus héroes y contemplo estático y ansioso el mágico resplandor de tus nubes arreboladas.

Mucho tiempo hacía que Pedro Saputo deseaba visitar los pueblos históricos de nuestro reino; y libre ahora de todo cuidado y antes que le llamase alguna nueva obra, determinó satisfacer su curiosidad. Visitó, pues, los antiguos fuertes de los cristianos, que eran Marcuello, el cual en su tiempo aún se conservaba, Loharre, Montearagón y Alquézar, que tan célebres son en nuestras historias.

En Alquézar había estado con los estudiantes, pero no examinó sus antigüedades, y quiso volver muy adrede a verlas, y más las pinturas de la iglesia. Presenció acaso unas oposiciones de segundo violín de aquella capilla de música; adonde concurrieron seis opositores. Por cierto que al ver la parcialidad con que se juzgó la habilidad comparativa de los músicos, dijo: «Pamema de pamemas y todo pamemas es esto de las oposiciones; una cortina que cubre una farsa; el cumplimiento de una ley cuyo espíritu no entra en la conciencia o se queda allí y no sale a los efectos. Compitieron aquí las mitras y las faldas, y vencieron las faldas.» Porque supo que había recomendaciones de dos señores obispos y de una señora de título, habiéndose llevado la plaza el comendado por ésta. Por lo demás, aun el mejor de ellos le pareció sólo mediano. Y aunque con gusto hubiera tomado el violín y ajado a todos, no quiso por evitar la vanidad.

De Alquézar, por hallarse tan cerca y haberlo siempre deseado, quiso subir a la sierra de Guara. Subió, y puesto en la cumbre miró infinidad de pueblos que se descubren, especialmente en aquel hermosísimo lienzo tendido desde su falda que llaman el Somontano. Y dijo: ¿habrá otro paraíso en la tierra? Sólo falta que lo entiendan y correspondan sus moradores.

Miró después su lugar, y saludó a su madre, y a su madrina y a su hermanita Rosa y a Eulalia; y se bajó otra vez al pueblo, y visitó el alcázar de donde se ha corrompido el nombre que lleva aquella antiquísima y nobilísima villa.

De ahí subió a Sobrarbe, y visitó su capital, la famosa villa de Aínsa, pueblo entonces de quinientos vecinos y ahora de poco más de ciento, habiendo sido quemado en la guerra de Sucesión, y arruinándose poco ha sus hermosos fuertes; siendo, sin embargo, una plaza que si tuviéramos gobierno sería más respetable y fuerte que la de Jaca y no menos importante y necesaria. Subió también a San Victorián; visitó la antigua cueva de los monjes, o sea del santo; adoró el cuerpo de éste pensando en Alcoraz; veneró el sepulcro de don Gonzalo, y dudando del de Arista, se bajó y fue a Jaca, de donde subió a San Juan de la Peña.

¡Oh, con qué respeto y amor veneró las cenizas de nuestros reyes allí enterrados, y de los héroes que a su lado yacen en aquel antiguo panteón y cueva donde están las memorias y toda la gloria de nuestro reino! Oyó encogiéndose de hombros lo del vuelo del caballo o su salto al aire en el canto de aquella altísima peña; vio, meneando la cabeza, las columnas, altera Troja, de que nos habla el buen padre Briz Martínez, y al saber de las rentas del monasterio y viendo cuán poco las necesitaban los monjes, dijo entre sí: esas rentas han de perdellos, primero con Dios, después con el mundo.

También subió a la cueva más alta del monte Oruel; y saciando su ávido pecho se bajó por el camino real hacia Almudévar, pero pasando por Riglos, porque quiso ver los Mallos, aquellas peñas que parecen martillos en fila, con el mango metido en la montaña. Y fue, y los vio, y subió a ellos, y con un cuchillo escribió su nombre en la frente del que más erguida y suelta tiene la cabeza.

Cuando llegaba cerca de su lugar vio una gran multitud de gente a la parte de afuera, oyéndose un grande murmullo, y gritos y voces como de mando. Y ¿qué era? No lo hubiese querido ver; ciego quisiera haber sido. Había caído un rayo en la torre de la iglesia e inclinándola un poco a un lado desde el último cuerpo; y atada alrededor una cuerda valiente y pasándola por encima de los edificios de las casas hasta el campo, estaban todos asidos de ella y tirando para enderezarla. Así que lo vieron y conocieron se alegraron mucho y le llamaron, porque esperaban que con su buen discurso les inventaría alguna traza para lograr su intento, y le dijeron lo que pasaba, que harto veía él y sentía. Pero disimuló y mandó traer más cuerdas y atarlas a la única de donde tiraban; repartió la fuerza en todas, y dijo que el lazo abrazador de la torre no estaba bien puesto; y que antes de hacer el tirón quería él componerlo. Fue allá, se encaramó a la torre como un gato, y con una navaja cortó disimuladamente la cuerda sin dejarle más que un ramal sano, para que al menos pudiera atribuir a desgracia el no haber salido el pueblo con la empresa. Hizo desde el tejado de la iglesia la señal convenida, y a una voz que dio el encargado de la dirección de las fuerzas, tiraron todos con tal y tan súbito esfuerzo que se rompió la cuerda y cayeron todos de culo en tierra; la cual estaba muy llovida y blanda y quedó hecho un hoyo muy grande, tardando no poco en levantarse, no pudiendo desasirse del lodo. Llovió por la tarde y toda la noche se llenó el hoyo de agua, y por la mañana se encontraron con una hermosa balsa hecha y derecha que todavía en nuestro tiempo, después de tantos años y del suceso, la llamaron y se llama aún ahora la balsa de la culada.




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Capítulo II

De cómo Pedro Saputo quitó el monjío de la cabeza a una muchacha


¡Bienaventurados los mansos de temperamento, porque de ellos es el pesebre en este mundo y en el otro, el cielo de los que mueren sin chupar la sal del señor cura! Benditos, bonachones, pacíficos y alegres sin saber lo que es bondad, dicha, y alegría; sin amor ni odio de nada; la hojarasca, la paja del trato civil, que no sé cómo necesitan otro alimento que a sí mismos.

A los pocos días de llegado fue a visitarle un rico del pueblo, que llamaban Juan del Alto, y por mal nombre y apodo, Sisenando; el cual le dijo que venía a pedille consejo de lo que haría con su hija Teresita, muchacha de diecinueve años de edad, que habiendo ido a ver el año pasado a una tía monja en las descalzas de Huesca y pasado cinco o seis meses en el convento para aprender algunas monerías de la aguja, fue a buscalla y tuvo gran trabajo en traella a casa, porque dijo que quería ser monja. -Yo, añadió el buen hombre, le había pensado casar con un hijo de Pero Pérez de Tardienta, muy cosa y compinche mío, y con quien desde muchos años tenía medio concertado este casamiento. -Está bien, dijo Pedro Saputo; mas vos ¿qué es lo que queréis?, ¿que le quite la vocación del claustro o que la persuada a que se case con el Pero Pérez? -Yo, respondió el del Alto, quisiera las dos cosas, pero si no puede ser, me contentaré con la una. Porque como la mayor la tengo ya casada en Lohare, quisiera hacer a ésta heredera, ya que Dios sólo me ha dado chicas, y traerme el yerno a casa. -Necesito, pues, dijo Pedro Saputo, que me permitáis visitalle con alguna frecuencia y hablalla a solas y con alguna libertad. -¿Eso?, contestó el forro de alma: aunque queráis venir ni dos ni tres veces al día, y estaros desde que se hace claro en el cielo hasta que se apaga la última luz de casa por la noche. Ya lo tengo hablado con mi mujer, y así lo entendemos los dos. -Pues id en paz, señor Juan, dijo Pedro Saputo, que mañana con pretexto de volveros la visita, haré la primera a vuestra hija. Y mirad que la intención no la sepa ella ni nadie. -Pues se entiende, respondió Sisenando; y se fue muy contento.

Era la casa del señor Juan Alto o del Alto de las que nunca frecuentaba Pedro Saputo, porque no le gustaba tratar con tontos, y lo era Sisenando a todo trapo, y no muy aguda su mujer, a quien también habían bautizado con el apodo de la Pintiparada. Y era que tenían una arca de algún peso en sus tripas, y se habían tornado aún más tontos de lo que nacieron, y la hija se criara absoluta por la vanidad que le habían infundido y la poca autoridad de los padres. Necia como ellos no lo era, y de su persona, bien hecha, aunque no hermosa; pero tenía unos ojos que le suplían todo, negros, vivos y pensadores; la voz muy dulce, su conversación jugosa, y su trato aficionado y amable, si no caía en las impertinencias de su mala educación; rara vez las usaba sino con personas de mucha franqueza, como eran los parientes y algunas amigas.

Corrigióla mucho de estos defectos Pedro Saputo; mas todavía le quedó un resabio del cual no fue posible curarla del todo, ni es fácil curar de él a nadie si no son personas de mucho talento, de mucha reflexión y capaces de una filosofía que se enseña poco y se practica aún menos en el mundo. Reducíase el resabio que le quedó, a que porque no se dijese que hacía algo por aviso ajeno, o que la opinión de otro era más fundada o prevalecía contra la suya, queriendo siempre quedar superior, no admitía advertencia ni consejo, aun en las cosas de menos momento, como son ponerse una flor más o menos en la guirnalda, una cinta en el traje, un alfiler en el prendido; o enmendar o revocar una disposición no bien acertada en el gobierno de la casa; hacer primero o después, o hacerlo o no absolutamente una cosa fuese la que fuese; antes bastaba que se le advirtiesen para seguir lo contrario. Sentíalo Pedro Saputo, y se lo dijo oportunamente muchas veces, dejándola al fin y disimulándole esta miseria que admite con otras muchas el ánimo flaco de la mujer por una vana presunción de excelencia en que se ceba su amor propio. Mas es el caso que la padecen también algunos hombres, y todos por las mismas causas; que son, mala crianza la primera, y después orgullo, soberbia, quijotismo, que todo junto es sólo pequeñez de ánimo e irracionalidad.

Llegó Pedro Saputo, y la madre le derramó todo el canasto de ofrecimientos no quedándole nada por decir ni ofrecer. No así la muchacha, que le recibió con agrado y nada más. Volvió al día siguiente y la madre los dejó solos un rato. Él, sin embargo, habló de cosas generales; y lo mismo hizo cuatro o cinco días, pero procurando con disimulo y eficacia llegar a su corazón, y notando todo lo que ella sin pensar ni querer iba manifestando. Un día, en fin, después de estar seguro de la disposición de Teresita por varias señales infalibles, dijo, estando la madre, que trataba de hacer un viaje de algunos meses. Apenas oyó esto la madre, saltó: -¿Cómo?; ¿agora que os empezábamos a querer tanto os iríades? -¿Cómo?, dijo, también yo, respondió él; ¿agora comenzabais a quererme, cuando yo pensaba que siempre me quisisteis? Engañado viví, por vida mía. -Las que os querían antes, o siempre, como decís, dijo la muchacha, tenían con vos esta obligación; nosotras no la teníamos hasta agora. Entendió Pedro Saputo la alusión, que por otra parte era bastante clara; pero ya la muchacha había mostrado ser vivamente herida por la noticia, por más que quiso disimular. Y dijo él sonriéndose: -Yo, apreciable Teresita, correspondo a quien me lo merece, y en el grado que me lo merece. Y no pasaron de aquí en esta primera explicación que todo lo dejaba en el mismo estado, pero con la brecha señalada y casi abierta.

Volvió por la tarde, y la madre como acostumbraba también los dejó solos. -Regularmente, dijo a Teresita, vendré ya sólo a despedirme, porque estoy cometiendo una imprudencia en que hasta hoy no había caído. Vos habéis de ser monja, y ni a vos ni a mí están bien tan frecuentes visitas; a vos porque acaso dirán que gustáis de conversaciones mundanas, y a mí porque el tiempo que paso en esta casa le podría emplear mejor en otras donde no piensan en desaparecer de mis ojos para siempre. -Y vos lo sentiríades mucho, dijo ella. Decid más bien que os pesa de venir a verme, o que os piden celos, y no aleguéis el monjío. -No me piden celos, respondió él; pero sí me pesa de venir a veros, porque a quien no quiere a los hombres, ¿por qué la querría ninguno? -Si me dejasen amar a quien yo quiero, contestó ella, no pensaría en el claustro. -Pero el amor, Teresita, es libre, y si amásedes a alguno, estad segura de que nadie os lo podría impedir; y si aborrecéis a ese hombre que os proponen, nadie tampoco os forzaría a amalle. Hablad, explicaos, decidme lo que hay en vuestro corazón, e yo me prefiero a libraros de toda molestia e importunidad. A estas palabras ella se conmovió, le miró a él con vergüenza y con ternura, se paró colorada, suspiró, y dijo: -Ya lo veis, no os puedo decir más; y harto a pesar de mi cuidado, lo habéis podido conocer estos días. -Sí, amable Teresa, dijo él, sí que lo he conocido... Vive tranquila y segura, que yo fío no te hablarán más del hijo de Pero Pérez ni del triste desesperado claustro. -Pues yo, dijo ella desechando toda reserva, porque ya no cabía, te he querido siempre, ¡y tú no venías a verme! No tenía, no, vocación de monja; en ti y sólo en ti pensaba siempre, y esto y el ver la terquedad de mi padre con ese payo de Tadienta me desesperaba y dije: pues monja, primero monja por despecho, monja por venganza... Maldiciendo mi suerte y a ti y a todos con ella. ¡Porque, ay, tan tuya que era, y tú ni aun sabello querías! Tan poco valía hasta hoy a tus ojos. ¡Ay lo que he padecido! -Valías mucho, Teresa, valías mucho, le dijo él; mas ya acabarás de conocerme, y entenderás por qué esquivaba tu trato o más bien el venir a tu casa. Pero ¿cesará desde hoy toda tu pena? -Ya ha cesado, respondió; ya, sí, ya ha cesado, ya soy feliz. He podido decirte que era tuyo mi corazón, y tú lo has admitido. Lo demás corre todo a tu cuenta. (Y corrió, en efecto, hasta el honor de ella misma.)

Al día siguiente dijo él a su padre, que ya Teresita había desistido de su propósito de meterse monja, pero que convenía no hablarla en el particular por ahora; y a su tía escribirle que como cosa de tanta consecuencia había que pensarlo mucho, y que se le avisaría. En cuanto al enlace que tenían proyectado, que no la importunasen, porque había él conocido que ni al uno ni al otro les convenía. Y así lo hicieron, quedándole muy agradecido por el servicio el alma fofa de Sisenando.

Peligroso es el examen de la vocación y un tanto ocasionada la prueba; pero de tejas abajo este examen es el más legítimo, y esta prueba la de menos engaños. Por lo menos es cosa averiguada que la vocación a la vida del claustro es muy rara, así como son muy raras las personas a quien diga más el estado recto y natural del matrimonio que el violento y antinatural del celibato perpetuo. Asimismo está observado que las jóvenes que creen y se cree que no saben amar, es porque no han dado con el hombre de su corazón; den con él y al punto amarán, al punto se les verá sensibles y apasionadas. Y si al umbral del convento topan y les hacen una seña, del umbral del convento se volverán atrás, y le seguirán, y buscarán su descanso y felicidad en los brazos de aquel hombre. Yo, testigo.




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Capítulo III

De cómo Pedro Saputo hizo otro viaje más largo


Dos años y medio hacía que había vuelto de su primera salida, y vivió desazonado porque continuamente le escribían y llamaban para obras de pintura, queriendo todos dársela a él con grande envidia de los pintores que hasta entonces se las competían entre sí en el país; y como reconocían la maestría de Pedro Saputo, callaban y se concomían. También esto sentía él, y para que no padeciesen necesidad, se excusaba de la mayor parte de las obras, y alguna vez de todas por no ofrecerse ninguna de mayor empresa. Al mismo tiempo venía estrecho aquel cielo a su alma grande; y concibiendo ya otras cosas que la vez primera, determinó irse a correr la España cuando menos, sin limitarse por tanto a sola España si le venía a mano. Resuelto que tuvo el viaje, compró una mula de buena presencia y poco precio, una buena espada (que sabía manejar), y el día fijado para la salida, montó y echó a andar hacia Cataluña. Y su madre, y la madrina y su hija, Eulalia y Teresita, que llorasen cuanto quisiesen, porque por ellas no había él de vivir y morir en aquel rincón del mundo.

No entró en su plan ir a ver a sus amigas, porque la edad les debía ir pidiendo a toda prisa las últimas palabras que todos quieren oír de los hombres, y él no se encontraba en ese caso. Pero pasaba no muy lejos de la aldea de las novicias, y no pudo menos de torcer allí el camino, como quiera que siendo dos no podían meterle en apuro, como hiciera Morfina, aunque bien sentía no verla.

Llegó, y al entrar salía el padre de Juanita, que le conoció; se saludaron y fueron juntos a su casa, y juntos pasaron luego a la de Paulina, aún antes de comer, porque eran sobre las diez de la mañana. Como le creían navarro y estudiante extrañaron que viajase de aquel modo: él, que nunca se atajaba, les dijo: -Hogaño, curso perdido. Unas veces valen más letras que hacienda; otra hacienda que letras. El tiempo es el que gobierna; y las letras siempre se encuentran; mas la hacienda puede perderse. Y yo me hallo agora en este segundo caso. Las muchachas siempre eran las mismas, y así que le vieron, se les fue el juicio de casa. Luego después quisieron saber el misterio de su persona, y le dijeron que las dos estaban pedidas en matrimonio, y aunque los partidos eran muy ventajosos, especialmente el que lograba Juanita, le pedían consejo, puesto que aún no estaban del todo obligadas. Él les respondió que cuando fuesen casadas las diría quién era, que antes, ni se lo podía decir ni les convenía saberlo. Si pudiera casarme con las dos (les dijo), vosotras seríades mis esposas; pero la ley no lo permite, y ninguna querría ver a la otra casada conmigo. Por consiguiente debéis casaros. Y pasado el día muy alegremente con ellas, continuó su viaje el siguiente.

A poco más de dos leguas tropezó la mula y cayó con él en un hoyo. Amostazóse de esto y dijo: -Pues si ahora me hubiese roto un brazo o una pierna, ¿quién me sacaba de aquí y me llevaba adonde me curasen? Es decir, que debía llevar un criado; es decir, que debiera viajar con alguna autoridad; es decir, que ya no soy Pedro Saputo el libre, el listo, el sin miedo, el sin respeto a vanidad alguna. Mula, mula, una me has hecho y no me harás dos; poco valías, y agora vales menos; ¡toma!, y tirando de la espada se la metió por el pecho hasta el puño y se la dejó espiritando, y con dos pernadas que dio quedó muerta para siempre y pasto de los cuervos y lobos de la comarca. Sacó de la maletilla unos tapices, y un cuaderno en blanco, dos camisas y un gabancillo (el dinero por supuesto, aunque no tomó gran cantidad de casa), formó un paquetito con todo, atravesó por él la espada, se lo echó al hombro, y haciendo la señal de la cruz, dijo: san Perico: ¡adiós, madre!; ¡adiós, amores míos!; ¡adiós, Aragón!; ¡hasta la vuelta!

Llegó a Lérida y pensó en Julio César. Se internó en el Principado, y visitó el famoso monasterio de Monserrate, donde los monjes le contaron la historia del célebre Juan Garín con la hija del conde Jofré el Velloso (Gofredo o Uvifredo), y la oyó con mucha formalidad por respeto a los presentes. Después se admiró de la penitencia de que hablaban y del regalo con que vivían. Miró las pinturas que había y pasó adelante, no parando hasta Gerona. Allí quiso ver las moscas de san Narciso; pero le dijeron que como la sangre que chupaban de los franceses era sangre ponzoñosa y descomulgada por la invicta espada del gran rey don Pedro III de Aragón, murieron todas después de haberle ayudado a acabar con la canalla, a la cual no le valió traer el estandarte sagrado que llaman el Oriflama: ni las bendiciones y agua bendita que les echó el papa cuando en mala hora publicaron la cruzada contra el rey de Aragón, de que todavía tienen memoria.

De allí por la costa vino a la gran Barcelona, y habiendo sabido que en el puerto había un buque a punto de levantar áncora y hacer vela para Italia, fue allá el día y hora en que debía salir; viole, envidió al más infeliz que en él iba, y le siguió con los ojos y el corazón hasta que le perdió de vista. Quedó solo mirando hacia el mar, y desconsolado y casi llorando, sacó el retrato de su madre que siempre traía consigo, se postró de rodillas, vuelta la cara a Aragón, y dijo: -¡Oh madre! A tu amor y soledad ofrezco este sacrificio. Por ti no me voy a Italia; por ti no visito la ciudad de los Césares; por ti no veré la capital y señora del mundo.

Siguiendo siempre la costa llegó a Tarragona, y comparándola en lo que era con lo que había sido, y recordando la dominación y poderío inmenso de los romanos, casi en vez de llorar le dio ganas de reír considerando la vanidad y pequeñez de las grandezas humanas y de los imperios de la tierra.

Continuó de allí, pasó el Ebro en Tortosa, entróse en el reino de Valencia, saludó a Peñíscola y los manes santos del papa Benedicto de Luna; llegó a Valencia y buscó la puerta en cuyo muro vio el rey Don Jaime tremolar su glorioso estandarte en señal de victoria desde su Real en donde estaba. Fue luego al mismo Real, que eran palacios y jardines (ahora sólo jardines, arruinados aquéllos en la guerra de la Independencia). Visitó después el Real primero del mismo rey en Ruzafa, cuyo sitio ocupaba un convento de monjas. Y acordándose de las suyas de otro tiempo, dijo: -Sed santas las que aquí os hallades; pero mirad que no penetre dentro de las rejas algún Pedro Saputo, porque le auxiliará la naturaleza que es tan poderosa, y... Perdonad, hijas del error o del espíritu de Dios, que de todo habrá entre vosotras. Las que fuéredes víctimas de la violencia, del engaño o de un despecho, aquí tenéis un corazón que se compadece de vosotras. Habéis perdido el mundo, y no sabéis si ganaréis el cielo; pero tal vez no será vuestra toda la culpa ni se os pedirá toda la cuenta. Dichas estas palabras con gran sentimiento, volvió la espalda a aquel triste y melancólico edificio, y se entró en la ciudad; en la cual se detuvo cerca de un año dedicado a la pintura, porque le gustaron los pintores valencianos.




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Capítulo IV

De cómo Pedro Saputo se hizo médico. Sigue su viaje


Dios nos libre de tontos: amén. Porque tratar con ellos es lo mismo que entrar de noche y sin luz en una casa revuelta donde no se ha estado nunca. Pero también haberlas con hombres tan agudos es trabajo y pide cinco docenas de sentidos. Y si son antojadizos o bizcos de intención, no son ya hombres sino demonios. A bien que el nuestro no conocía el mal sino para guardarse. Ahora se le antojó hacerse médico; sí, señores, médico sin más ni más, médico, señor, como quien no dice nada.

Todas las profesiones hubiera él querido conocer ejerciéndolas por sí y de su cuenta; pero como es tan corta la vida del hombre, le pareció imposible. Fuera de que algunas tenían para él poco atractivo. Teníalo muy grande entre otras la de soldado; pero hubo de renunciar a este gusto por la obligación y cariño de su madre. De cura de almas no podía ordenarse y ejercer el oficio una temporada; porque el sacerdocio es un lazo más fuerte aún que el del matrimonio, y el que una vez se llega a ordenar, ordenado se queda para in eternum. Fraile, ya podía decir que lo había sido habiendo sido monja, y estado medio año en el Carmen de Huesca donde conoció muy bien el frailismo. De la profesión de letrado se contentaba con la ciencia. Lo que dijo don Severo, de irse con los gitanos, fue voz que él mismo soltó e hizo cundir para llenar el vacío de su eclipse en el convento. Aunque bien lo deseara; porque, ¿qué vida como la del gitano? Pero le arredraba el haber forzosamente de ser ladrón y engañador, de perder toda vergüenza y acomodarse a toda suciedad e inmundicia. Envidio la vida de esos filósofos judaicocínicos, decía; pero no tengo estómago para ello. Al cabo y como quiera que su curiosidad había de empezar o más bien seguir de algún modo y probar alguna nueva profesión, quiso iniciarse en la de médico.

Pasando de Valencia a Murcia oyó hablar de un médico famoso que había en una villa principal, que unos dicen era Alberique, otros Elche, otros Cullera; y dijo: buena ocasión; allá voy, y siento plaza de practicante. Dicho y hecho. Va y se presenta al Esculapio de aquella tierra, que le llamaban el só metche Omella (el señor médico Omella), y le dijo que había estudiado en la Sertoriana de Huesca y que iba de ciudad en ciudad, de reino en reino buscando un maestro que lo fuera digno de él; no por el talento que Dios le había dado, que no era más del necesario, sino por la aplicación con que pensaba estar colgado de sus palabras y llevar después la recomendación de su escuela; que su buena estrella le había hecho saber de su mucha sabiduría; y le rogaba le admitiese entre sus discípulos. Llámome, añadió, Juan de Jaca, soy aragonés, hijo de buenos padres y natural del lugar de Tretas, en la montaña.

Gustó al doctor el empaque y desparpajo de Pedro Saputo, y por vía de examen le preguntó en latín qué es calentura, qué es pulso, y qué es médico. Él, que por pasatiempo había leído algunos libros de medicina y tenía tan buena memoria, le respondió también en latín, hablando media larguísima lengua, en que revolvió, juntó, concordó, y casó a Hipócrates y Galeno con Raimundo Lulio y el Maestro de las sentencias; a Aristófanes, Varrón y Paracelso, con Plinio, Averroes, Nebrija y Pico de la Mirándula; añadiendo de suyo reflexiones tan propias y adecuadas, que ni Piquer después habló mejor de calenturas, ni Solano de Luque del pulso, cuando vinieron al mundo a enseñar a los médicos lo que no sabían. También subió a la luna y de allí más arriba, y nombró más planetas y constelaciones que conoció don Diego de Torres, y habló maravillas de la astrología médica y de la influencia de los astros en el cuerpo humano; puesto que fingió una fe que no tenía. La definición del médico la redujo a dos palabras, diciendo que es Lucifer de la salud (Lucifer quiere decir lucero). Pero después la extendió y la amplió dando más de veinte definiciones del médico a modo de letanía.

Rebosábale el gozo al maestro al ver que un hombre tan consumado venía a ser discípulo, y se creyó el mismo Esculapio con bastón y gorra a la moderna. Al fin, sin perder la gravedad le dijo: recte, fili; in discipulum te coopto; et spero fore ut intra paucos menses par sis magistro, et mihi in schola succedere possis. Que quiere decir: «Muy bien, hijo; te admito por discípulo, y espero que dentro de pocos meses me iguales y puedas sucederme en la escuela.»

Comenzó, pues, la práctica, y el maestro cada día más enamorado de él, distinguiéndolo mucho entre los discípulos, que eran de doce a quince. Recibiéronlos mal un día en una casa, y aun ultrajaron de palabra al maestro; y mostrándose muy sentido Pedro Saputo, le dijo aquél: -Gustosa la ciencia, hijo, pero odiosa la profesión. Lleva muchos disgustos consigo, desazones, sinsabores, corcovos, hipos e indigestiones; pero también alguna bendición y favor y sobre todo es muy socorrida. Por lo demás ya sabrás los secretos del arte. Pero no te arredres. Ya sabes que al hombre se le dijo: in sudore vultus tui (en el sudor de tu rostro); pues para el médico se muda en P la S, Afán y trabajo; malos días y peores noches es la condición del hombre en general; dos días de tristeza, y uno repartido entre la alegría y las distracciones del dolor; y esto cuando le va bien; pero el médico... En fin, ya sabrás, repito, los secretos de la profesión, el arte segundo del médico. Porque a ti solo, hijo, a ti solo quiero revelarlo.

Haría unos tres meses que practicaba cuando su maestro recibió una carta del concejo de Villajoyosa, en que le pedían un médico de su escuela; y si no le tenía cumplido o de su satisfacción a mano, le enviase uno de sus discípulos más adelantados. Parecióle llamar a todos, leyóles la carta, y les propuso que supuesto no había ninguno cumplido de práctica, designasen el que con más confianza podría mandar, ya que entre sí debían conocerse. Todos al oír esto se volvieron a mirar a Pedro Saputo y dijo el maestro: -Entiendo, señores, entiendo; también yo me inclinaba a Juan de Jaca; pero con vuestro testimonio se asegura más el mío. Irá Juan de Jaca, y depelará y fugará los morbos que afligen la población, y cortará la tabe que la inficiona. (Porque en aquélla se padecían unas calenturillas pútridas que decían que se pegaban un poco a la ropa, y aun a la carne.) Pero sabe, Juan de Jaca, mi muy dilecto discípulo, que Villajoyosa es teatro de prueba para un médico. Muchos marinos, como puerto de mar; calor en la sangre, afrodisis en los alimentos, pubertad precoz, amores tempranos, pasiones tirantes y vejez anticipada. Sangría, vomitorios y purgas a los jóvenes; vomitorios, purgas y sangría a las personas de media edad; purgas, sangría y vomitorios a los viejos; luego sudoríficos a todos, tinturas analépticas y dieta amorescente. Pero sobre todo ten presente que la sangre es el mayor enemigo del hombre; después entra el amor. Por eso en esa villa hay lo que hay, como llevo dicho. Y buenos que los tengas, y a los que te consulten, dieta yseparatio tori absoluta desde san Miguel de Mayo a san Miguel de Septiembre. Esto, ya se ve, no lo harán, se extenuarán, caerán, morirán; pero el médico ya se salió por su puerta. Muérase en hora buena el que morirse quiera. ¿Pagó las visitas?, pues requiescat in pace. Dirán, hablarán: requiescat in pace. El médico lo ha muerto; requiescat in pace. Fuera de que, hijo mío, todos según el poeta, sedem properamus ad unam (caminamos al otro mundo). Y hecho debidamente nuestro oficio, que el enfermo se muera del mal o de la medicina, el tímpano de los coribantes (que es tocar la zambomba y hacer ruido). Si se te ofrece algún caso fuerte, audaces fortuna juvat (a los osados ayuda la fortuna): sangre y más sangre, que, como dije, es nuestro mayor enemigo; y después, suceda lo que suceda, el tímpano susodicho, y si el enfermo muere, requiescat in pace.

Acabada esta famosa lección, le abrazó tiernamente, y escribió y le entregó la carta de autoridad y persona. Él, comprándose una mula, partió para Villajoyosa montando en ella, con que se acreditó mucho, pues ya antes de ejercer la profesión cabalgaba en mula, que en aquel tiempo era distintivo y como señal de excelencia entre los doctores. Y cierto, desde que dejaron la mula va la profesión por tierra y no se ven sino mediquines. Llevaba también su gran gorra negra, un gabán pajizo con forro morado, y un alto bastón con puño de plata en el cual figuraba una culebra rollada al palo como símbolo de la medicina. Porque Esculapio, que era el dios de los médicos y de los boticarios entre los gentiles, vino de la Grecia a Roma transformado en culebra a petición y honor del senado que envió a buscar los tres embajadores con un hermoso buque de la república.

Llegó, presentó sus letras de yo soy; y como en ellas su maestro le pusiera encima de los cuernos de la luna y le hiciese frisar con las estrellas, no repararon en su poca edad. Ni repararon tampoco las calenturas ni la tabe o lo que fuese, pues aunque recetaba a tientas, dé donde diere, sea que acertó, sea que el contagio declinaba, en quince días se quedó sin enfermos, curados todos felizmente con los vomitorios, las sangrías y los sudoríficos; y excepto cualque docena de ellos, seis monjas, dos capellanes, ocho marinos, tres buhoneros y algún otro, que al todo no llegan a ciento; con otros tantos frailes y un Argos de tía importuna que le enfadaba celando una sobrinita que por su mucha belleza decía él se había escapado del Olimpo y bajado a la tierra. Murió la dicha tía porque llegó su hora, y se supone; pero es cierto que Pedro Saputo (casi tiemblo al decirlo) tuvo gran tentación de ayudarle. ¡Ah!, la ocasión puede mucho. Dios haga santo a mi médico.

No obstante, como discurría y sabía hacer aplicaciones por analogía y consecuencia, aún se llegó a formar un como sistema, en virtud del cual y reformando la doctrina de su maestro y de los prácticos que entonces se seguían, curó entre otros a un epiléptico (mal del corazón), un gotoso y un maniático; al primero con un parche de cerato fuerte y revulsivo a la boca del estómago; al segundo con friegas secas las mañanas antes de levantarse, por el espinazo y todas las junturas de los miembros; y al tercero con sangrías (Dios nos libre), purgas y música, esto es, haciéndole aprender la música y la poesía. Las muchachas enfermaban sólo por el gusto de que él las visitase. Y hasta hubo dos que se fingieron picadas de la tarántula; él les conoció el mal, ellas se lo confesaron, y obró el milagro de su curación con gran crédito y no menos provecho, habiendo sido muy bien pagado por los padres.

Iba, pues, asombrosamente en su práctica; su maestro le escribía continuas enhorabuenas; todos le miraban como un oráculo, y los marinos de Villajoyosa llevaban su fama a las cuatro partes del mundo. Pero él consigo mismo; ¡qué comedia cuando volvía a visitar y se metía en su cuarto! Allí era el encogerse de hombros y soltar la carcajada, el dar puños en la mesa, el hacer pasmos y no acabar de admirarse y reírse de lo que veía y tocaba, que era la tontería de las gentes y las pesetas que ganaba, con los muchos ricos regalos que le hacían, como que si está un año puede poner coche. Que es Villajoyosa pueblo entonado y sus naturales generosos y agradecidos. Además salía a los lugares circunvecinos y se traía muy buen oro y ricas preseas. Pero se le acabó la nueva conciencia, y a los cuatro meses de ejercicio le dio de mano por una ocasión que acaso habrán tenido otros muchos y no le habrán imitado.

Llamáronle para un arriero de Carcagente que al pasar con su recua un riachuelo que hay cerca de Villajoyosa, crecido con las lluvias de la tarde anterior, dio un paso en falso su jumento y se cayó con la carga. Eran las diez de la mañana en el mes de julio; hacía mucho calor, y el arriero cubierto de un mar de sudor tuvo que lanzarse al agua, y sacó de ella con el burro una enfermedad que le llevaba por la posta. Visitóle nuestro médico, y dijo entre sí: ésta es la ocasión de probar el remedio de Quinto Curcio. Lo mismo sucedió a Alejandro, y su médico le propinó un brebaje con que le hizo dormir tres días, y luego romper en sudor copioso que le dejó libre y en ocho días estuvo bueno. A hacer, pues, el remedio. Y en efecto puso manos a la obra. Mas como el amigo Quinto Curcio no dice de qué se componía, se echó Pedro Saputo a adivinar, y al fin le pareció que debía de mezclar los narcóticos y los sudoríficos; y así lo hizo. Pero cargó demasiado la mano de los primeros; y sí que durmió el enfermo dos días, pero después en vez de romper en el sudor copioso y favorable que esperaba, rompió en las bascas de la muerte, o más bien en quedar frío en la cama, pues ni aun bascas tuvo el pobrecillo. Y aún decía la gente: ¡qué médico! Tres días le ha alargado la vida; otro se lo hubiese dejado morir de voleo.

Poco satisfecho Pedro Saputo de sí mismo, y pidiendo la venia al concejo fue a verse con su maestro. Contóle el caso, y le respondió: no desapruebo lo hecho, pero otra vez, y perdona eximio Juan de Jaca, esperimentum fac in anima vili (Haz la prueba en persona que poco valga). -Pues ¿qué ánima más vil podía haber hallado?, dijo Pedro Saputo. -Muy engañado estás, hijo, le respondió el maestro; aunque la culpa es mía que no te previne. Ánima vil es un fraile, un beneficiado, una monja; y lo más y eso en caso de necesidad, una doncella vieja; una casada estéril, una viuda sin hijos, pero no un pobre arriero, y más padre de familia. En aquéllas, particularmente en monjas y frailes, se hacen esas pruebas, que no pueden doler a nadie y hacen más falta en el otro mundo que en éste. Vuelve a tu partido, y de aquí a un mes o dos, porque ahora estoy ocupado, mira de dejarte ver más de espacio, para revelarte los arcanes de la profesión y la composición de la persona del médico. Besó Pedro Saputo las manos a su maestro y se despidió de sus condiscípulos. Pero espantado de su temeridad y remordido de la conciencia, no quiso volver a Villajoyosa, sino que picó para Murcia, donde vendió la mula y tornó a su oficio de pintor aventurero.

Sintieron mucho su desaparición en Villajoyosa, y más las doncellitas, creyéndose todas huérfanas y abandonadas de la providencia. ¡Cuántas lo lloraron! ¡Cuántas lo soñaban de día y lo suspiraban de noche! ¡Cómo se torcían las manos invocando su nombre desesperadas! ¡Qué amargura! Decían: ¡Juan de Jaca de mi alma! Y es de advertir que desde entonces saben las muchachas de Villajoyosa pronunciar la jota como nosotros, habiéndose esforzado en esta gutural para llamarle bien y no ofenderle convirtiendo su apellido en una palabra fea y malsonante.

Pasó después a Murcia y de allí a Granada. Su curiosidad se cebó sin término en las memorias de la gran ciudad de los árabes, de la gran ciudad de los Reyes Católicos, de la ciudad de los Vegas, Mendozas y Gonzalos: de la Troya, en fin, de la Europa moderna. Visitó después la de Santafé y de allí fue a Sevilla, en donde se detuvo un año por la misma causa que en Valencia. Subió a Córdoba y saludó la madre de las ciencias en los nuevos siglos allá cuando las demás naciones de Europa eran aún semirracionales y se alimentaban (o poco menos) con las bellotas de la primitiva ignorancia.

De allí pasó a Castilla, siendo la primera ciudad que visitó la imperial Toledo, y vio que apenas podía sostener la grandeza de su nombre. De Toledo fue a Salamanca, la Atenas de España, y se admiró del ruido de las escuelas, del número de ellas y de estudiantes, y entrando a examinar la doctrina vio que no correspondía a la opinión ni al afán y concurso de los estudios. Pasó a Valladolid; vio su catedral; y cansado de curiosidades se dirigió a la corte que a la sazón estaba en Madrid, un villorrio en otro tiempo, y ahora una de las más hermosas poblaciones de Europa, aunque sin memorias antiguas, sin glorias de los siglos pasados. No se quiso cansar mucho en examinarla porque sabía lo que era; y por otra parte el olor que salía de los palacios y oficinas le encalabrinó la cabeza y obligó a salir de allí cuanto antes sin ver más que algunas cosas que siempre ha tenido buenas; y tomó el camino de Burgos. Esta antigua corte de Castilla, esta primera capital de la antigua Castilla, dijo al llegar, no hiede como la otra. Ése es el palacio, con gusto lo vería todo; ésa la catedral, hermosa, magnífica, digna de su famosa antigüedad. Pero estaba desabrido, su corazón se dolía de una ausencia tan larga, y pensando en su madre, estrechó el círculo de su viaje y cortó derecho tomando la vuelta de Aragón para Zaragoza.

Las alas del pensamiento le puso el deseo en los pies desde el momento que determinó volverse a su tierra. Aún no acababa de salir de Burgos, por decirlo así, ya estaba en Calatayud y llegó a La Almunia. Fue al mesón, y apenas hacía media hora que había llegado le vinieron a buscar un hombre y una mujer preguntando si era médico. -Sí, les dijo, entiendo algo de medicina, ¿qué se ofrece? -Mirad, dijeron; el médico del pueblo fue a Ricla a una consulta, y jugando en una casa riñó con el albéitar sobre una jugada, y el albéitar a él le quitó la nariz de un bocado; y él al albéitar le hizo saltar un ojo, y allá están los dos en poder de su mal y de otros cirujanos. Un tío nuestro, ya muy anciano, cayó anoche por la escalera; no se hizo ningún daño; sólo se quedó dormido o atontecido; le acostamos, y ésta es la hora que no se ha despertado; y dicen que así durmiendo y respirando se puede ir a la otra banda y quedarnos a copas de la herencia si no hace testamento o deshace el que tiene hecho. Entendió Pedro Saputo lo que era; fue allá y vio un hombre de unos setenta años de edad tendido en la cama, el color natural, un poco encendido, y como en un sueño muy descansado; habíanle ya aplicado candelillas, hierro candente, pellizcándole mil veces, y nada, dormir que dormirás. Pulsóse y dijo: -Este hombre debió sangrarse luego de la caída; pero se le aplicará otro remedio. Tráiganme un poco de pólvora, sobre un par de onzas. Se la trajeron, y puesta en una escudilla con algo de humedad, comenzó a revolverla y amasarla, y luego hizo con ella dos frailecitos o muñecas, y mandando salir a todos de la alcoba, excepto dos hombres que eran los que más deseo mostraban de la salud del enfermo, les hace poner a éste boca abajo y de un lado; y cuando le tuvo así, le aplica un frailecito al ano y le pega fuego. Arde la pólvora, chispea, se agarra, consúmese, y el enfermo dormido y más dormido. Aplícale el otro, e hizo más estrago, pues comenzó a fluirle sangre en tal abundancia, que se formaba un charco en la cama. Y a poco rato comenzó a menear los pies, luego quejarse y dar algún grito, y en fin volver del todo a la vida. Pedro Saputo dejó salir mucha sangre, y cuando le pareció bastante, mandó que le lavasen con aceite y aguardiente batido y le aplicasen después hilas empapadas en lo mismo hasta otro día que les dijo lo que habían de hacer para curar la llaga. Diéronle un doblón, fuese por la mañana y quedó en el país el prodigioso remedio para siempre. Hay quien dice que no fue esto en La Almunia, sino en el Frasno, y otros que en Épila. Poco importa; yo de La Almunia lo hallé escrito.




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Capítulo V

Llega a Zaragoza: después a su pueblo


No volvió a ver al enfermo, ni a sus deudos se les dio nada, habiendo conseguido lo que deseaban; pudiendo por ellos el anciano tío morirse cuando quisiera y cuanto más pronto mejor.

Vio, en fin, las torres de Zaragoza; acercóse más, divisólas con más claridad, alegrándose de un modo que jamás había experimentado; y dijo: persona, ciudad ilustre, madre mía, como de todos los que nacen debajo de este gran cielo de Aragón. Yo he visitado otras capitales, casi todas las de España, y las más famosas; y no te he visitado a ti, que debiste ser la primera y que para nosotros vales por todas. Esa majestad tan bien sentada; esa grandeza que se levanta en la imaginación y la memoria; tu nombre que es todo amor, todo sublimidad, todo gloria y heroísmo: ¡Oh ciudad! ¡Oh Zaragoza! Recíbeme en tu seno, en el cual daré al olvido cuantas grandezas me han asombrado, cuanta nobleza y dignidad se han ofrecido a mis ojos admirados. Y diciendo esto fue adelantando y llegó a los muros y quiso entrar y entró por la puerta de Santa Engracia. Penetró al Coso, y mirando que hubo esta hermosa calle, se metió por la de San Gil y atravesó la ciudad hasta el puente, desde el cual, visto el Ebro, miró hacia su lugar y le saltó el corazón pensando en su madre. Entróse en la ciudad, y viendo a la izquierda una iglesia y la puerta abierta fue allá y se encontró con el suntuoso, magnífico y soberano templo de la Seo. Volveré, dijo, que esto pide más tiempo. Y preguntando por el Pilar y oyendo que estaba cerca, visitó a Nuestra Señora y se fue a una posada.

Diez días se detuvo en Zaragoza, y se detuviera diez meses si el cariño de su madre no le aquejase. Vio lo que pudo y no lo que quiso ni como quiso, y con propósito de traer a su madre otra vez salió para su lugar con el mismo equipaje que sacó de su casa, pero con un cinto de monedas de buen color que había ganado pintando, y que en su corazón y en el pensamiento llevaba ofrecido a su madre.

Caminaba, pues, muy contento como soldado aventurero que vuelve de la guerra mejorado, rico y glorioso, cuando al llegar al llano de Violada ve a lo lejos una multitud o compañía de gente que hormigueaban y se bullían como si trabajasen. Fuese acercando, llegó a tiro de la voz y de la vista, y conoció a sus paisanos los vecinos de Almudévar que estaban cavando en dos o tres puntos. -¿Qué es esto señores y paisanos míos?, les preguntó. Conociéronle ellos, y se alegraron y le recibieron con grande alborozo, diciendo con el mayor afecto: -¡Ah, que hace más de dos años que te fuiste y nada sabíamos de ti, y tu buena madre lloraba! Pero la toparás buena, y también a tu madrina; y a tu hermanita, y a todos tus amigos y amigas. Seas muy bien venido. Por ahí anda tu padrino. Y he aquí que su padrino le abraza por detrás y con él Sisenando, o sea el señor Juan del Alto. ¡Qué alegría! ¡Qué gozo y júbilo! ¡Qué preguntarle! Todos querían verle de cerca y hablarle siquiera una vez o una sola palabra cuando menos. En esto llega un regidor y le dice: -En hora buena, Pedro Saputo, y todos también nos la tomamos. Llegáis tan a sazón pintada, que con vuestro singular discurso podréis servirnos mucho en esta interpresa que Dios sabe si de sí dará gloria o confusión al concejo y a todo el pueblo. ¿Veis esas grandes fuesas que estamos abriendo? Pues no son más que hoyos y catas que hacemos para buscar unos riquísimos tesoros que hay acá o acullá enterrados desde los moros. Púsose Pedro Saputo en oyendo esto a pensar un poco entre sí; y dijo al regidor y a los que le escuchaban: -Que en este llano y hacia este lado, milla más o menos, hubo antiguamente un pueblo, casi no se puede dudar; pero que por haber habido un pueblo hayan de encontrarse tesoros ricos ni pobres, yo por mi parte no lo creo. Posible es que quedasen algunos enterrados, porque los hombres suelen esconder el dinero debajo de la tierra, aun cuando no les faltan arcas para tenello a buen recado, y puertas en sus casas y armas para defendello; pero la posibilidad no es un hecho. Y primero que todo estaba el determinar el sitio que ocupó, el lugar o pueblo que se cree hubo en este llano. ¿Y se os han dado las pruebas y determinado este sitio? Decidme: ¿quién os ha hecho venir aquí a induciros a abrir tan resueltamente estos hoyos? Cuando oyeron esta pregunta se volvieron a mirar como para buscar el sujeto, y le llamaban y no parecía. ¿Dónde está?, ¿dónde está?, decían. Mas el hombre se las había liado; porque así que vio y oyó nombrar a Pedro Saputo se dio por perdido, y se escurrió y puso pies en polvorosa. Tendieron la vista a todos lados y vieron correr a un hombre hacia la sierra y maleza con tanta prisa de llegar y lanzarse en aquellas espesuras, que en un instante se metió por ellas y se perdió de vista y de posible alcance.

-¿Y agora?, dijo Pedro Saputo. ¿Aún estaréis creídos que aquí hay tesoros? -¡Ah!, respondieron; ¡si lo llegamos a haber a las manos! ¡El pícaro! Nos ha engañado, y se nos va con cincuenta escudos de plata que le dimos el domingo a cuenta de quinientos que concertamos de dalle si topábamos los tesoros. -Ya les dije yo, dijo Sisenando, que no fuesen tan creíbles. -Podéis empero consolaros, dijo Pedro Saputo, porque al cabo cincuenta escudos son un maravedí para todo el pueblo. ¿Cómo sois tan blandos de opinión? ¿Cómo oís al primer embaidor y follón de zahorí que os embauca? -Pues ése lo era, dijeron; y saludador. ¡Oh, si vos, Pedro Saputo, le hubiésedes visto aquí mirar el suelo y hacer gestos y visiones y como contar las ollas si no las piezas una por una y las alhajas de oro y plata que hay según él en grandes arcones y tinajas enterradas! Y ¡qué de ríos y de maravillas veía en el centro de la tierra! -En el centro de vuestra niñez y tontería, deberíades decir, contestó Pedro Saputo. No me contéis, por Dios, más sandeces porque me afrento de oíllas. Sois de mi lugar, os quiero mucho, y me causa mancilla el que de vosotros se diga que sois tan niños y llevaderos. Perdonad, pero así sois, y no mudaréis si os diesen mil y más desengaños. Ésta por fin no os ha costado muy cara; plegue a Dios que no venga otra. Y vamos, señores, si os parece, caminando hacia el lugar, que la tarde corre apriesa. Dicho esto se puso a andar y todos lo siguieron.

No deshicieron lo hecho: y así duran aún en el día y se ven a un lado del camino real los grandes hoyos que abrieron a modo de sepulturas o zanjas, con el nombre de fuesas de Pedro Saputo. Pero mal llamadas de su nombre, porque no fue él quien las mandó abrir, sino que al contrario fue él quien hizo abandonar la obra que tan crédula y bobamente habían comenzado los de su pueblo.




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Capítulo VI

De cómo Pedro Saputo hizo el milagro de Alcolea


Llegado que fue al lugar con todo el acompañamiento de gente que trabajaba en las malhadadas fuesas, siguiendo en pos de los carros de vituallas y herramientas, le hicieron gran fiesta los amigos, que lo eran todos, y más, aunque con menor ruido las amigas, que como se sabe eran dos principalmente: Eulalia, la de la caída, y la consabida y desmadejada Teresita, no tan viva y salerosa como aquélla, pero entendida y profunda. Sólo que estaba casada hacía cuatro meses, pensando no ver más a Pedro Saputo y por dar gusto a sus padres que la fatigaron mucho; no con el de Tardienta, sino con un mozo harto bien dispuesto de Bolea. Ya se ve, el novio terco, el padre sandio, la madre frunciendo el hocico, Pedro Saputo ausente más de dos años, y ella pasar de los veinte ¿qué había de suceder? Pero ¡oh, cuánto lo sintió al ver volver a Saputo! A par de muerte le fue, y no hizo poco en no aborrecer al marido ni herirle de sospechas; bien que era de buena pasta y muy pasador de razones, pagándose de cualquiera. Pedro Saputo con prudencia y mónita la fue esforzando, consolando, y alegrando, y poco a poco le dio a entender y persuadió que la mujer casada debía poder morir, mas no faltar a lo que debe al marido, y tratándola con blandura no demostrándole desvío y severidad, y no irritando su genio, la hizo al fin prudente y virtuosa, y restituyó a su corazón la paz, a su pecho la serenidad, y a su semblante y trato la natural usada apacibilidad. Todavía se encontró con novedad no esperada; otra amiga en quien jamás hubiera pensado; y fue Rosa, la hija de su madrina, la que él llamaba y llamó siempre hermanita, muchacha lindísima y que vio le quería con otro amor que de denantes. Mas él con la misma familiaridad e inocencia que la trataba la contentaba fácilmente. Aún no hacía seis días que había llegado, aún no había acabado su madre de mirarle, y de alegrarse de verle, aún no se cansaban los del pueblo de saludarle, cuando se le presentan dos ricachos de Alcolea de Cinca diciéndole que venían a pedirle consejo y traza para vender un vino que se les torcía; porque siendo ya entrado el setiembre y estando las viñas cargadas de fruto, no había medio ni esperanza de despacharlo. Preguntóles cuánto era, y le dijeron que sobre dieciséis mil cántaros. Y ¿qué me daréis?, les preguntó entonces. Y ellos respondieron: la cuarta parte de lo que valga, según se venda.

-¿Puede aún beberse por vino y no por vinagre? -Por ahora aún es vino y no malo, porque no hace más de empezar a tornarse agrio. -Pues dadme desde luego esa cuarta parte de su valor a dos reales de plata, que es el precio más bajo a que le venderéis, y yo os le doy por vendido. Si dudáis, si no se vende, o no todo, os devolveré lo que sea a prorrata. -No tenemos tanto dinero. -Buscadle: sin mi dinero en la mano excusado es que me habléis más en el asunto. Conformáronse, fueron a por el dinero a Alcolea, le trajeron y entregaron a Pedro Saputo.

Entonces él les dijo... -Pues agora id, y hacerme pregonar en Huesca, en Barbastro, en todo el Semontano, en la Litera y Ribagorza, que Pedro Saputo saltará a las Ripas de Alcolea el día de san Miguel: que los que quieran ver el milagro, acudan allá para dicho día y no les costará más que el trabajo de levantar la vista a miralle. ¿Qué dudáis? -Pero... -Id, os digo, o no hay nada de lo dicho y me quedo con este dinero. Ellos, viéndolo tan resuelto, se fueron diciendo: -Su alma en su palma; él se compondrá; él sabe como lo promete. Nosotros vendamos nuestro vino, que esto es lo que nos importa. Y fueron e hicieron publicar el susodicho pregón en todas partes, y esperaron en qué pararían.

Son las Ripas de Alcolea una muralla natural muy altísima, formada sobre el Cinca, de unos montes llanos que corren su ribera derecha dividiéndole del Alcanadre, con quien tiene confluencia poco más abajo, cortados perpendicularmente por aquella parte que será bien un cuarto de legua. A primera vista parece que el río pasase por el pie en algún tiempo, y que socavando el monte se viniese éste abajo arrebatando las aguas lo desprendido, y quedó aquella maravilla a los ojos del viajero a quien de largo cielo suspende y para en su camino: vistosas también de cerca por su elevación y la variedad uniforme de su magnífico frontispicio, adornándolas además en su tercio de altura las hermosas fajas del Arco Iris, que de lejos no se divisan. Allí crían, viven, cantan y revuelan continuamente pájaros de mil especies, todos en paz y su instinto cada uno, encontrándose sin ofender desde el águila hasta el gorrión, los ciquilines con las palomas, y los más contrarios y que menos fuera de allí suelen avenirse. Y desde arriba había de saltar Pedro Saputo, que, cierto era salto digno de verse, y que si alguno ahora le quisiera dar iría yo dos jornadas que estoy de aquella ribera. Porque aunque propiamente hablando no era saltar, sino dejarse caer, pero estaba el chiste en que no pensaba hacerse daño, y así lo creía y esperaba la gente.

La víspera de san Miguel se llenó el pueblo de forasteros, y más aunque fuera mayor, pues se salieron al campo y le fueron cuajando de acémilas, tiendas y personas de todas edades y condiciones, habiendo quien hace subir el número a cuarenta mil almas, despobladas casi las ciudades, villas, lugares y aldeas desde Ayerbe a la Albelda, y desde Bujaraloz a los valles de los Pirineos. También llegó Pedro Saputo, siendo grande la curiosidad de verle, y se hospedó en casa del más rico y del que más le importaba el milagro por ser el que más vino tenía.

Salió el sol el día de san Miguel, díjose una misa al pie de las Ripas, que oyeron las multitudes como pudieron, y quedaron todos en grande expectación de aquel salto o vuelo que ni se había visto en los siglos pasados ni se había de ver en los venideros; cuando allá sobre las once de la mañana salió Pedro Saputo y dijo haciéndolo pregonar por el campo, que el señor cura le había hecho presente que peligrando su vida en la prueba que iba a hacer, no podía a fuer de cristiano dejar de confesarse y comulgar; y que por consiguiente no podía saltar aquel día porque tenía que prepararse.

Para el siguiente hizo decir y pregonar que el señor cura quería que la confesión fuese general, y que un hombre del mundo no podía hacer el examen mientras se fríe un huevo como una monja que se confiesa todas las semanas y entró en el convento antes de mudar los dientes. Y aquella noche preguntó a su huésped en qué iba el despacho del vino. -Con otro día más, le respondió, se venden hasta las heces y habrán de beberlas porque no habrá otra cosa. Pues ese día, dijo él, ya le tenemos ganado. Mandad pregonar que mañana a las dos de la tarde será el salto y la satisfacción de todos.

Pasó la noche, vino el día, llegó la hora, y Pedro Saputo subió a las Ripas, dándoles vuelta por el norte del lugar; presentóse en la más alta y con grande voz preguntó a la multitud: -¿Conque saltaré de esta ripa? -Sí, respondieron todos, resonando el grito un cuarto de hora por las mismas ripas y el río. Y ya del susto, ya de la imaginación malparieron cinco mujeres, que fue gran trabajo para los maridos y allegados. ¿Por qué iban si habían de asustarse?, dirá alguno; y yo le respondo, que fueron porque a no ir se hubiesen muerto de deseo; y más vale malparir que morirse. Tornó a decirles Pedro Saputo: -Mirad que no haya entre vosotros quien lo contradiga, porque uno solo que haya que se oponga diciendo que no, ya no puedo saltar. Y respondieron: -¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!, con un grito general y unánime. Y dijo él entonces: -Pues allá voy... ¡allá voy!... ¡que voy!... que salto... (haciendo grandes conatos y ademanes), pero por si acaso y porque aquí hay uno que dice que no, ahí va mi gabán, mirad cómo vuela. Y al mismo tiempo le arrojó con fuerza, y echó a correr hacia el monasterio de Sigena donde había inmunidad y salvaguardia, y dejó a aquella multitud de gentes, más crédula aún y llevadera que los de su pueblo, mirándose de unos a otros y midiéndose las narices que a todos les quedaron tan largas como fue el vuelo del gabán; mientras su dueño se moría de risa, aun corriendo como iba a tomar puerto seguro. Mas no se dieron por ofendidos de la burla; antes les cayó en gracia, y se volvieron muy contentos a sus casas.

A los ocho días salió del monasterio, para su lugar, y dijo a algunos amigos, que de buena gana se hubiese dejado encantar entre aquellas titulosas monjas, porque fuera del gutibambismo de la orden y de sus familias, eran de conversación fácil, amables algunas de ellas, admitían visitas particulares, y no se arrugaban con el mojigatismo y escrúpulos que tanto empalagaban en otras. Desde el primer día tuvo amigas, desde el segundo, amantes, los demás, favores a dos manos, y el último tu gozo en un pozo, porque dijo que se quería ir, y no le pudieron detener con ruegos, lágrimas, halagos ni ternezas; y eso que con él no se verificaba el dicho: amor de monja y pedo de fraile, todo es aire, y sólo un día más les concedió, siendo nueve los que estuvo entre ellas.




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Capítulo VII

De cómo Pedro Saputo dio cuenta de su viaje de la vuelta a España


Restituido a su casa, no le dejaban vivir preguntándole de su gran viaje; y por satisfacer a todos a la vez hizo pregonar que acudiesen a la plaza; acudieron, y desde el balcón dijo:

«Si todo lo que he visto y me ha sucedido hubiera de referiros circunstanciadamente, en un mes no acabaría. Pero algunas cosas particulares las iré contando a los amigos, y ellos las contarán a otros, y así las sabréis todos. Otras no las diré ni a ellos ni a nadie, porque no pedí licencia para publicallas y el mundo es muy mal pensado.

»Sabed pues, amigos y compatricios míos, que en todas partes he encontrado hombres agudos, y hombres tontos; de éstos más que de aquéllos; hombres que creerán lo que se dice a los niños, que el cielo es de cebolla y que los comulgaríades con más que ruedas de molino. Lo cual os digo para que veáis con qué razón podrán decir por esos pueblos vecinos que sois los más tontos del mundo. ¡Cuántos lo son más que vosotros!, porque aunque es verdad que fuisteis al llano de Violada a cavar aquellos hoyos buscando tesoros escondidos, pero eso lo han hecho y lo hacen muchos otros que se tienen por muy agudos, y encuentran lo mismo que vosotros, que es la tierra fresca y la frente sudada. Pero ninguno de Almudévar ha ido a verme dar el salto de Alcolea, porque ya os figurasteis que era chanza, cuando han ido muchos doctores de la universidad de Huesca, y aun colegiales de Santiago y de San Vicente, algunos canónigos, muchos caballeros y damas principales, y todas las cinco pes de la copla. De Barbastro, pues, no digo nada; fueron de tres partes las dos, siendo los que con más largas narices quedaron viendo volar el águila de mi gabán desde la Ripa. Y nombrándoos a Huesca y Barbastro, no hay para qué hacer mención de Fraga, Monzón, Binéfar, Tamarite y toda la Litera, Graus, Benabarre, Fonz, Estadilla, Sariñena, Ayerbe, Loharre, Bolea, ni los pueblos de la Hoya, que fueron más que al jubileo del año santo; como igualmente del Semontano y Sobrarbe. Conque bien podéis consolaros y no teneros por más tontos que otros, porque no lo sois como estáis oyendo.

»Pues en cuanto a mi viaje, habéis de saber que he recorrido el principado de Cataluña, el reino de Valencia, los cuatro de Andalucía y las Castillas; y he venido a ver en suma lo que vosotros veis sin moveros de casa, fuera de los ríos, montes, ciudades y otras cosas que al fin poco más o menos también son como las que vosotros tenéis vistas de lejos o de cerca. Asimismo en todas partes el sol sale por la mañana y se pone por la tarde, y siempre la luna alumbra de noche y a las doce es mediodía si no es en la corte, que mediodía es a las cuatro de la tarde, y media noche es a las seis de la mañana1. Porque en las tierras que es de día cuando aquí de noche, invierno cuando verano, y verano cuando invierno, yo no he estado, porque hay que andar mucho al frente o a la espalda, a la derecha o a la izquierda.

»De las costumbres de los Pueblos hay mucho que decir. Pero mirad; que lleven la ropilla más o menos larga, enagüillas en vez de calzones, montera o gorra en vez de sombrero; que almuercen higos y pasas, o migas y sopas de aceite, y merienden gazpacho o bien pan y queso; a la postre hombres y mujeres son todos, y todos lo mismo que vosotros se matan por ellas y por los dineros; y en todas partes hay ricos y pobres, y el más tonto es el alcalde y el más ciego el que los lleva. Por lo demás en Cataluña me vi un poco apuradillo; en Valencia me fue bien; y en Andalucía gané lo que quise, y dije e hice lo que quise, y todo lo creyeron y todo lo daban por bien, remitiéndome las pruebas. En Cataluña vi comerciantes y marinos; en Valencia artistas, volatines y gaiteros; en Andalucía comadres y matones más hembras aún que las comadres. En Castilla son las gentes de un modo que parece que agora salgan del huevo y que no hayan abierto los ojos.

»En cuanto a mi gusto, iría a Castilla por necesidad, a Andalucía por curiosidad, en Barcelona viviría tres meses, en Valencia un año, y en Zaragoza toda la vida. Y eso que Valencia es un mundo abreviado, porque el que ha visto todo el mundo y el que sólo ha visto Valencia, lo mismo han visto el uno que el otro, y aún más quizá el segundo que el primero.»

Comenzó en esto a llover un poco, y dijo: «El tiempo no quiere que concluya mi relación, la cual sin embargo os hago sólo por mayor, como he dicho, y estaba muy adelante. Una cosa quiero que tengáis entendida sobre todo; y es, que adonde quiera que voy procuro dar honra a mi patria. Porque os hago saber que en mi corazón hay dos grandes amores, el de mi buena madre y el vuestro, acordándome de lo mucho que por ella y por mí habéis hecho desde mi nacimiento.» ¡Viva Pedro Saputo!, gritó el pueblo: ¡Viva nuestro hijo y vecino! ¡Viva la gloria de Almudévar! Y se dispersó la multitud alabando y bendiciendo a Dios, que tanto saber y tanta virtud había dado al hijo de la Pupila.

Dentro en la sala estaban el justicia, los jurados y los principales del pueblo, y el buen Sisenando, a quien se le caía la baba de gusto. Allí le agasajaron con un refresco y luego con una gran cena en que casi los cogió el día.




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Capítulo VIII

Una carta anónima. Visita de un caballero


Por aquellos días recibió una carta sin fecha ni firma, con el sobre: «A Pedro Saputo, en Almudévar.» Y dentro, Hace cuatro años. No se hiló, como dicen, los sesos discurriendo de quién sería; pensóselo al golpe. Y tomando la pluma, escribió otra contestando esta sola palabra: Paciencia. Y sin fecha ni firma así mismo que dirigió a don Severo Manuel de Estada, no dudando que el recuerdo era de Morfina.

Cuando el caballero vio esta carta perdía el juicio no pudiendo atinar (yo lo creo) lo que significaba ni de quién podría ser. Consultaba a su mujer, a su hijo, a la nuera, a la hija; enseñábala a sus amigos, a todo el mundo; y nadie acertaba (¿cómo era posible?), disimulando Morfina y haciendo que se admiraba lo mismo que todos. Y dijo al fin su padre: -Ahora sí que voy a Pedro Saputo, pues dicen que está en su lugar, que con su mucha sabiduría puede ser que dé en el hito. ¿Quién vendrá conmigo? Don Vicente se ofreció desde luego, y la nuera también, y Morfina dijo que si le estuviera bien ir allá, no le pediría a su padre otra gracia en su vida. Al oír esto su padre se alegró y casi le dio gusto; casi la llevó consigo. Pero dijo que primero iría solo, y que después se vería. Y así lo hizo.

Llegó a Almudévar, y dejada la mula en el mesón fue a casa de Pedro Saputo. Conocióle éste al momento; pero, sospechando el caso, le pareció callar mientras de él no fuese conocido; y le preguntó cómo se llamaba. Dijo don Severo su nombre y apellido; y entonces llamó él a su madre y le dijo: -Mandad la criada al mesón y que el criado de este caballero le haga traer la mula y el equipaje. Resistíalo don Severo, y él, muy resuelto, le dijo: o mi casa o fuera de mi casa. No es digna a la verdad de tan principal caballero, pero es más decente que el mesón, y sobre todo seréis servidos con buena voluntad. Resignóse don Severo, y no se atrevió a hablarle de la carta hasta después de mediodía.

Mostrósela por fin, y le preguntó si sabría decir qué podría ser, habiéndola recibido a secas por el correo. Tomó Pedro Saputo la carta, miróla, y discurriendo un poco (por disimular) dijo: -Esta carta es contestación a otra. -No puede ser, respondió don Severo, porque de todas las que he escrito he recibido contestación; y a más no he hablado a nadie en términos que me pudiera dar esta respuesta: ni mis hijos saben nada tampoco, ni mis amigos. -Pues contestación. -Perdonad, pero no lo puedo creer. -Que lo creáis o no, es otra cosa; pero es lo que os digo. Hay sueños, señor don Severo, que son realidades, y realidades que parecen sueños. Decidme, ¿tenéis almas en el purgatorio? -Alguna habrá quizá de tantas como fueron allá entre padres y abuelos. -Pues ved de sacarlas; y si son almas de este mundo, más, porque aquí se sabe y se ve lo que padecen, y allá es cosa de la fe y de la imaginación. ¡Tenéis parientes pobres! -Uno o dos. -Pues socorredlos. ¿Tenéis hijas casadas en casa de suegra? -No, señor. -¿Y solteras? -Una. -Pues casadla. -No quiere casarse. -Yo os digo que sí quiere. -Yo os digo que no. -Yo os digo que sí. -¿Me lo aseguráis? -0 soy el hombre más tonto y baladí del mundo. -Pues yo os juro que la case bien pronto quiera o no quiera. -Matadla más bien. -¿No me decís...? -A su gusto. -No quiere a nadie; no le gusta ningún hombre. -Imposible. -A fe de caballero. -¿Habéis ya tomado el corazón de vuestra hija en la mano, y mirado bien todos sus senos? ¿Habéis hecho la prueba de llevalla a un convento, y obligalla a vestirse de monja? -No quiere tal cosa; ni tiene vocación al claustro. -Pues es que tiene a otro estado; al matrimonio. Y sobre todo ello pongo mi honor, mi nombre y aun la vida. -Estoy confuso. ¿Qué he de hacer en llegando a mi casa? -Nada, sacar almas del purgatorio. -Venid vos a ayudarme. ¿Qué, no os tomaríades la molestia de venir y me pintaríades una sala? -Con mucho gusto. -Pues ya respiro, ya descanso, ya me iré contento. Pero mirad no os engañéis, porque mi hija, y perdonad que os la alabe tanto, es muy entendida, muy discreta, y muy reservada. Dícenla muy hermosa, y creo que lo es si no me engañan los ojos de padre, y por eso digo lo que parece a todos; pero en esotro la puedo juzgar con menos pasión; y os digo que los secretos de su pecho no los penetra ni el rayo más sutil y puro del sol; y bien podría ser que nos dejase burlados. -Es más sutil el pensamiento del hombre y el conocimiento del corazón humano. Yo os prometo que a los pocos días que la trate hemos de saber si es alma triste del purgatorio, o alma bienaventurada de la gloria. Y lo que es de la carta haré tales pruebas, que no os quedará la menor duda de lo que he dicho. Yo pintaré y observaré; vos callaréis, y todo irá bien y nos desengañaremos.

Muy satisfecho quedó don Severo de las razones de Pedro Saputo, y más de su promesa. A los dos días se disponía a irse y le dijo aquél: -Los antiguos, señor don Severo, cuando recibían algún huésped, le obsequiaban, agasajaban y regalaban tres días sin preguntalle de su persona; pasados los cuales y no antes le preguntaban quién era, cómo se llamaba, de dónde venía y adónde iba. Hase dejado esta costumbre y fórmula por la grande prisa que tenemos de saber quién es el huésped que nos viene, y tal vez por la mayor de despedille de casa. Yo me acomodo al nuevo uso en lo primero, y dejo lo segundo para los ruines. Si no echáis de menos la comodidad y regalo de vuestra casa, os ruego que os detengáis los tres días de la ley por vos y por mí, y uno más por el alma del purgatorio que me ha proporcionado la satisfacción de hospedar en mi casa a un tan principal y amable caballero. Y pues los antiguos daban también al huésped al tiempo de despedille lo que llamaban dones de hospedaje, que eran alguna ropa muy preciosa, alguna espada, escudo de armas, o bien algún caballo, y nada de esto necesitáis ni hay ahora la misma razón que entonces para esta costumbre, mirad lo que hay en mi casa que no esté en la vuestra, y si algo topáis de vuestro gusto, llevadlo en prenda de nuestra amistad. ¿Sois aficionado a los libros? ¿Soislo a cuadros? Ahí tenéis libros, y ahí tenéis cuadros. -¿Y si tomo lo que no debería? -Eso no puede ser, porque para vos ninguno hay exceptuado, con vos ninguno me reservo. Ya don Severo había pasado algunos ratos leyendo La consolación de Boecio traducida y añadida por Pedro Saputo, aunque manuscrita; y la apartó como libro que quería llevarse. Miró los cuadros, y se paraba muchas veces delante de su retrato y el de su madre hechos ambos en aquel año; y dijo: -Si estos dos retratos vuestros no fuesen tan parte de vuestro corazón... -Lo son y muy grande, respondió Pedro Saputo; pero por lo mismo os los ofrezco... -¡Ah!, dijo don Severo; yo les tendré lámpara en mi casa. Dióle Pedro Saputo las gracias por el favor, y le entregó los cuadros y el libro diciendo: -A otro en el mundo no los daría; pero don Severo Manuel de Estada tiene privilegio en casa de Pedro Saputo.

Fuese, en fin, don Severo, llegó a su casa, y acudieron la mujer y los hijos a preguntarle como si viniera de una peregrinación al otro hemisferio. Él les dijo: -Siento, Mariquita, siento, hijos míos, no haberos llevado a todos. ¡Ay, qué hombre! ¡Ay, qué hombre tan sabio y tan amable! Mucho dice la fama, pero es mucho más de lo que se dice. Cuatro días me ha hecho estar, pero en su casa, en su misma casa, porque es muy generoso, y al parecer rico. ¡Qué bien que he estado! Es el hombre más natural que he conocido: muy caballero, eso sí, pero al mismo tiempo tan llano y amable, que se pega al corazón como un hierro a otro en la fragua. ¡Qué agasajo! ¡Qué servicio tan fino y sencillo! ¡Qué facilidad en todo! Aquello, hijos, es vivir encantado. ¿Pues, y su madre? Su madre es toda una señora. No dirá nadie, no, que ha sido pobre y tenido oficio tan humilde como el de lavandera. -Pero de la carta, preguntó don Vicente, ¿qué os ha dicho? -De la carta, respondió, ha dicho muchas cosas (Morfina muy atenta); pero como vendrá luego... -¿Aquí?, preguntó el hijo. -Aquí, aquí, a esta nuestra casa, respondió don Severo. Y ya podéis disponeros todos a recibille como un amigo, pero también como un hombre tan sabio, y no hagáis necedades o extravagancias porque sus ojos penetran hasta el alma, y sabe lo que uno está pensando cuando le mira. -¿Conque vendrá?, volvió a preguntar don Vicente. -Sí, hijos, sí, ya lo he dicho: y pintará la sala del estrado. -Me alegro, me alegro, dijo don Vicente dando fuertes palmadas; le conoceremos, le conoceremos. -Antes le podéis conocer, dijo su padre, pues le pedí y me dio su retrato y el de su madre, que son éstos. Lo mismo fue sacar los retratos, que los cuatro se amontonaron sobre ellos y no los podían mirar a gusto. Colgólos, en fin, don Vicente en dos clavos altos y así los miraron de espacio. Más luego dijo don Vicente: -¿Sabéis padre, que Pedro Saputo, así al parecer, tiene alguna semejanza con aquel estudiante navarro que llamaban don Paquito? -Calla ignorante, le contestó su padre; ¿qué tiene que ver don Paquito ni todos los Paquitos del mundo con ese retrato? Don Paquito era un estudiante, agudo sí, y vivaracho; pero un quidam, un nadie, comparado con Pedro Saputo. En fin, ya lo veréis y os desengañaréis; entre tanto no digáis disparates. Morfina en todas escenas gozaba mucho, y se admiraba de lo que podía la aprensión en su padre, pues siendo uno mismo don Paquito y Pedro Saputo, ni le conoció allá ni echaba de ver la semejanza, o más bien la identidad en el retrato. Y por hacer otra prueba, dijo: -Pues también a mí me parece de este retrato lo mismo que a Vicente. ¿No veis, padre, que tiene los ojos y todo el aire de don Paquito? -Los ojos y el aire de mi quinta bruja de abuela, sí que tiene, respondió su padre enojado, porros que sois todos. No me nombréis más a don Paquito; porque es comparar la noche al día, un tizón al sol, un pigmeo a un gigante. Pues, digo, ¡si le oyésedes tocar el violín! Don Paquito rascaba las cuerdas; pero aquello es oír a los mismos ángeles del cielo. -Válgaos padre, dijo don Vicente, que ha de venir aquí, sino mañana montaba a caballo y me iba a velle. Y mira tú señorísima hermana mía, que no seas con él tan seca e impenetrable como has sido con todos los que han venido a verte. -Yo te doy palabra, respondió ella, de no serlo con él, sino al contrario, muy blanda y penetrable, por explicarme a tu modo. ¿Qué había de decir un hombre tan sabio si me viese grave, indiferente y reservada? -Pues veremos, dijo su hermano, cómo lo cumples. -Por cumplido, contestó ella. Y en verdad que lo decía de corazón, como puede suponer el lector, que sabe el misterio de su amor con Pedro Saputo, y el secreto de la carta.




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Capítulo IX

De donde viene el dicho: La justicia de Almudévar


Muy a su gusto vivía Pedro Saputo en aquel tiempo, querido de todos, buscado, llamado y celebrado, próspero y rico, más bien por su modestia y filosofía que por las riquezas, aunque ya era tal su estado, que su madre lejos de servir a otros era ella servida, pues tenía criadas y se veía estimada y respetada en el pueblo por su hijo, y por ella misma también, que sabía tratar con los grandes y con los pequeños sin adular a aquéllos ni confundir a éstos. Pedro Saputo estudiaba, cazaba, y daba los ratos libres a sus dos enamoradas Rosa y Eulalia, que con las lecciones y trato de un hombre como él habían mejorado mucho su buen natural, y reflejaban su amabilidad y su grandeza de ánimo, discretas, entendidas, bien habladas y naturales en todo amabilísimas. Al pueblo y casa de don Severo a pesar de la carta y amor de Morfina y de la promesa de su padre no pensaba ir tan pronto por razones que se tenía y que a su tiempo declarará a quien corresponda. Y no dejó de sentir esta contradicción de la suerte, porque aún no pasaron dos meses, cuando supo que había muerto don Severo; y ni con este motivo se atrevió a ir a ver a Morfina. Sobre que la sala con esto ya no se pintaría; y permanecería en su lugar. Salía a pintar a algunos pueblos; aunque siendo todas obras de poco momento, eran las ausencias cortas y servían sólo de renovar el gusto de aquella dulcísima vida. Pero ocurrió de ahí a algún tiempo un caso que le afligió en gran manera, no bastando casi toda la filosofía para no maldecir de su pueblo, y coger a su madre e irse a vivir a otro.

El herrero un día se enfureció contra su mujer porque le llevó el almuerzo frío; y tomando un hierro que estaba caldeando en la fragua se lo metió por la boca y la garganta, expirando la infeliz en brevísimo rato. Era el herrero hombre muy estrafalario, bozal, nunca seguro y de muy malas chanzas, porque es de advertir que todo lo hacía riendo. La pobre mujer pasaba mucho trabajo con él porque sin más causa ni motivo que antojársele darle palos, le daba; mesarle los cabellos, se los mesaba; hacerla dormir en el suelo desnuda y sin ropa en invierno, la hacía dormir o acostarse así por lo menos; ofrecerle como por cariño un bocado con la cuchara, se lo ofrecía y al tiempo que abría la boca se lo tiraba a la cara o en el seno. Otras veces cogía un cuchillo, y haciéndola echar y poniéndole el pie en el cuello jugaba a degollar el carnero o el cochino, o concluía levantando el brazo diciendo: quién como Dios. Otras la ataba los brazos al cuerpo y luego las piernas en uno, y la hacía rodar por el cuarto y tal vez por la escalera. Pero esta burla que quiso hacer con el hierro de la fragua superó a todas, pues dejó a la pobre mujer sin vida en menos de cuatro minutos.

Prendiéronle inmediatamente, y puesto en la cárcel con muchas cadenas al cuello y cepos a los pies, le juzgaron aquel mismo día y le condenaron a muerte; cuya sentencia iban a ejecutar otro día. Ya estaba la horca levantada y todo el pueblo en la plaza aguardando la ejecución; ya le sacaban y llevaban al patíbulo, cuando subiendo uno del pueblo a caballo encima de los hombros de otro dijo: «¿Qué is a fer, hijos de Almudévar? ¿Conque esforcaréis a o ferrero que sólo tenemos uno? Y ¿qué faremos después sin ferrero? ¿Quién nos luciará as rellas? ¿Quién ferrará as nuestras mulas? Mirad lo que m'ocurre. En vez de enforcar a o ferrero que nos fará después muita falta, porque ye solo, enforquemos un teisidor que en tenemos siete en o lugar e por uno menos o más no hemos d'ir sin camisa». -¡Tiene razón!, ¡tiene razón!, gritaron todos; ¡enforcar un teisidor!, ¡un teisidor!... ¡un teisidor!... Y sin más que esta voz y grito cogen al primero de ellos que toparon por allí, le llevan a la horca, le suben y le ahorcan, y ponen en libertad al herrero.

Supo esto Pedro Saputo, que no quiso ir a la ejecución ni había salido de casa, y fue corriendo a la plaza a ver de impedir aquella atrocidad e injusticia; pero llegó tarde porque ya estaba despachado el infeliz del tejedor. Llenóse de horror de tan grande barbaridad, y se volvió a su casa mudo de palabras y frío del corazón pareciéndole que el cielo y la tierra se habían mudado.

Por la tarde dijo a los principales del pueblo que fueron a verle: -Cállese al menos, señores; que esto no se sepa; que esto no salga de nuestros muros; porque, ¿qué se ha de decir de nosotros? Si esto llega a saberse, y se sabrá, no dudéis que mientras el mundo sea mundo se citará y recordará con eterno baldón del nombre de Almudévar. Mas ellos se excusaron diciendo que no pudieron persuadir a la multitud irracional, ni aun hacerse oír en aquel momento. Y se consumó la barbarie más inicua que vieron los siglos.

Pedro Saputo sintió tanto disgusto, que por distraerse tomó la espada y una mula de su padrino y se fue a pasar unos días fuera.




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Capítulo X

De cómo Pedro Saputo fue a Barbastro


Había oído que los de Barbastro reedificaban o amplificaban la capilla del Pueyo, y fue allá a ofrecer su pincel si tratasen de pintarla. Y apenas llegó, tuvo curiosidad de ver la fuente de marras y salió al río. Bien estuvo en aquella ciudad con los estudiantes; pero no separándose nunca ninguno para ir a solas, no pudo andar sus antiguos pasos.

¡Cuánto se alegró de ver aquella fuente y aquellas gradas donde pasó la noche, y se comió la torta y la longaniza de la engañada moza de la rondalla! Y se acordó también de la muchacha que le despertó y llevó a su casa de oficial de sastre, y dijo: pues voy a vella.

No le fue en absoluto difícil encontrar la casa, porque como aventura tan singular se imprimió toda muy bien en su memoria, y supo seguir la calle y conocer la puerta. Llamó y se subió escalera arriba. La muchacha, ya se ve, era la misma, hallóla sola y peinándose. Un poco se turbó al verse delante de un caballero, pues no frecuentaban su casa personas de tanta clase; con todo le volvió el cumplido con bastante naturalidad. -¿No me conocéis, Antonina?, le preguntó. Miróle ella y respondió, que no más que para servirle. -Pues yo os digo que me conocéis, así como yo os conozco a vos. Decid: hace seis o siete años, ¿no topasteis una mañana en la fuente un muchacho y le trajisteis a casa porque os dijo que era sastre? Pues aquel mesmo muchacho es el hombre que agora os está hablando. Alegróse la muchacha, y mostró más confianza y habló con más libertad. -Por cierto, dijo, que nos dejasteis plantadas yéndoos por la tarde y no volviendo. -Fuime a tomar el oreo de aquella hora, perdí el tino de las calles y no acerté a volver a punto de mi oficio. Al día siguiente oí lo que pasara en la iglesia mayor y tuve miedo que el cielo castigase esta ciudad y me envolviese a mí en el castigo: -¿Y qué culpa teníamos los demás?, respondió Antonina; harto lo pagaron aquellos desdichados, que otro muerto se levantó del sepulcro y los hirió no se sabe cómo, y murieron los dos en tres días sin que la justicia tuviese necesidad de poner la mano. La familia del joven, que eran plateros, se hubieron de ir por el mundo y no se ha sabido más de ellos. Ya todo está olvidado. -Como todas las cosas que pasan en el mundo, dijo Pedro Saputo; y como debe de estar olvidado de vos el sastrecito de la fuente. -No señor, respondió ella, aunque bien lo merecía, pues tan poco caso hizo de nosotras y de los vestidos que nos dejaba cortados. Él fue el que nos olvidó, que yo harto presente le tuve mucho tiempo; y lo que es del todo aún hasta hoy no le había olvidado. No podía aunque quisiera, porque todos los días voy a la fuente y siempre me parece que le veo allí dormido como lo encontré aquella mañana. Pasaron después a otras explicaciones y quedaron entendidos.

-Pero vos no erais sastre, dijo ella, porque malas trazas tenéis agora de hacer semejante oficio. -No, Antonina; sino que de niño fui travieso y algo atrevidillo, y por niñería iba a todos los talleres, y cosía con el sastre, limaba con el herrero, aserraba con el carpintero, cardaba con el pelaire, borrajeaba con el pintor, y decía misa con el cura. ¿No viste aquel mismo verano unos estudiantes que pasaron por aquí y estuvieron ocho días? -Sí me acuerdo; y que uno de ellos era muy grande predicador y se subía en los hombros de sus compañeros que parecía un gato. -Pues aquél era yo; y si no, acordaos que en casa de N. donde asististe al baile, dije entre otras cosas, que las Petras eran tontas docilillas o beatas, y las Antoninas reservadas y graciosas. -Es verdad, y me reí mucho. -Pues lo dije por ti y te miraba al mismo tiempo. -Me acuerdo, me acuerdo; pero ¿cómo había yo de figurarme que erais el muchacho de la fuente y el sastre de mis vestidos? ¿Por qué no me decíais algo? -No podía porque no había de ir a veros, no siendo costumbre que ninguno de nosotros se parase a cosas particulares.

Antonina le miraba tan embelesada, y él estaba tan olvidado de su pintura, que eran las nueve de la mañana cuando fue, y les dieron las doce sin recordar y pareciéndoles que no hacía más de media hora que estaban hablando. Ella le dijo que su madre estaba en la verdad hacía tres años; que su padre, siempre delicado de salud, salía al campo entrado ya bien el día, que un hermano de dieciocho años se iba de mañana con la yunta; y que, en fin, ella no se había casado por no dejar a su padre hasta que casase el hermano, que era el que debía quedar en casa. Alabóle Pedro Saputo el propósito y confirmado el antiguo amor a satisfacción de ambos, se despidió hasta el otro día.

Luego después de comer fue al santuario, y se acordó en el camino del penitente reconociendo el sitio del encuentro. Llegó a Pueyo y encontró un regidor que cuidaba la obra. Después vinieron otro regidor, un canónigo y un caballero, componentes de la junta o comisión de la obra con el primero; y les preguntó si a su tiempo entendían pintar la capilla. Tomó la palabra el canónigo y dijo que pensaba pintalla, y que querían buscar un pintor de nota. -De nota, sí señor, dijo un regidor chato, cejudo, bajo y rechonchuelo; un pintor famoso, un pintor que no lo haya en el mundo; extranjero, por supuesto, porque en España no hay más que cascabrochas; o andaluz, que es más que extranjero. -Pues señores, dijo Pedro Saputo, yo soy pintor, pero no de gran nota, y español por mi desgracia en este caso. Sé lo que hay en Andalucía; la escuela sevillana es buena, tiene profesores aventajados, pero sin tanta vanidad de hombres y gastos se podría pintar bien la capilla. -No señor, no señor, respondió el narigueta; y si vos sois el pintor, haced cuenta que no habéis visto a nadie. -La hago, señor decano, la hago, y tanto, que agora mismo veo aquí cuatro hombres y me parece que no veo ninguno. -Taimado sois, dijo el canónigo; y yo creo que nos estáis insultando. -Yo no os insulto, sino que respondo al gusto y sentido del caballero decano, que me ha mandado hacer cuenta que no había visto a nadie; y repito que me hago esa cuenta y que creo, viéndoos a los cuatro, que no veo a nadie. Encomendadme os ruego, a la Virgen, y a Dios. Volvióles la espalda con esto, montó en su mula, y en vez de ir a la ciudad guió hacia el pie de la sierra, dando a Antonina el chasco de no volver a verla y haciéndola pasar un mal día.

Supo el pueblo después que Pedro Saputo había venido a pintar la capilla del Pueyo, y sintiendo que le despreciasen, se amotinó y apedreó las casas de los regidores y del canónigo; y al caballero le ultrajó en la calle, sin que les valiese decir que no le conocían. Mandáronle una embajada a los pocos días, y él respondió, que de Barbastro ni el cielo, mientras le gobernasen tontos, chatos y zurdos y hombres tan baladíes como los que él vido en el Santuario.




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Capítulo XI

La cueva de Santolaria


Tenía Pedro Saputo una tía, hermana de su abuelo materno y de poca más edad que su madre, en el pueblo de Santolaria la Mayor, adonde fue a parar de Barbastro y a donde desde niño solía ir los veranos a pasar algunas temporadas. Queríale mucho su tía y toda su familia, que era numerosa y no tan pobre que no le pudiesen agasajar a su gusto. En el pueblo idolatraban en él y no acababan de sentir que no fuese de allí diciendo cada vez que le veían que era lástima que hubiese nacido en Almudévar.

Gustaba mucho del cielo de Santolaria, y solía decir que sólo faltaba a aquel pueblo una calzada o refalda que formase rellano hasta su mitad o tercera parte del lugar para criarse allí los mejores entendimientos y las más gloriosas imaginaciones del mundo. Porque el mirar siempre dónde se ponen los pies, decía que hace los ingenios botos y las almas raquíticas, apocadas y terrenas.

Íbase muchas veces a derecha e izquierda de la sierra, otras al norte y por el centro a recorrer aquellas atalayas, aquellas quebradas, senos y barrancos, ya con la flauta, ya con la escopeta, y siempre con el lapicero y algún libro, aunque rara vez le abría, porque le arrebataban la imaginación aquellas magníficas, sublimes y silenciosas soledades. Allí era poeta, era pintor, era filósofo. Tan pronto se le veía en la corona de un alto peñasco inaccesible, como al pie de aquellas eternas impotentes murallas y torreones, calculando libremente los siglos de su fundación y elevándose a la contemplación de la eternidad y del poder y grandeza del criador que todo lo sacó de la nada.

En uno de estos filosóficos paseos a aquellos palacios y alcázares de la naturaleza, se sentó al pie de una peña a tomar el fresco, y dejándose caer supino reparó a poco más de un estado de elevación en una boca o agujero que cerraban casi del todo unas yerbas nacidas en la misma peña. Sintió en su corazón un deseo vehemente de subir a él y ver lo que era y aun meterse dentro si cabía; y recogiendo piedras hizo un poyo desde el cual limpió la entrada de yerbas y se encaramó y metió la cabeza, porque el boquete era más capaz de lo que parecía. Íbase aquella entrada ensanchando al paso que adelantaba por ella, que era muy poco a poco y temblando, porque se acababa la luz de la boca y la cueva tenía traza de ser profunda. Volvíase a mirar atrás cada tres o cuatro pasos; y mientras a lo lejos pudo ver alguna claridad de la luz de la puerta, fue entrando por aquella región oscura y pavorosa y reconociendo aquel vientre oculto de la peña. El suelo en unas partes era arenoso, en otras pedregoso, en otras limpio y seco; la concavidad, en general, de cuatro a cinco pies de altura, y de seis a siete por lo más, y un poco menos ancha donde no había recodos. Pisó a un lado una cosa dura, tentó con la mano y era un martillo de hierro sin mango, el que tuvo por hallazgo de gran precio y por indicio de haber entrado otros antes que él; y aun pensó de lo que se dice en España, que no hay cueva retirada que no se crea fue albergue de los moros y depósito de sus riquezas cuando iban perdiendo la tierra y no desconfiaban de cobrarla con mejor fortuna, escondiéndose entre tanto en ellas muchas familias y viviendo ocultas, engañando con disfraz de cristianos si salían a tomar lengua de lo que pasaba y a proveerse de lo necesario. Pedro Saputo dejó allí el martillo por señal de donde había llegado, y con ánimo de volver otro día más temprano, pues era ya la tarde, se salió de la cueva y tomó la vuelta del pueblo.

Madrugó al día siguiente; llevóse recado de encender, una linterna de cristales y otra de papel, dos bujías, un blandón de dos a tres palmos, un cuchillo de monte y un arcabuz, y espoleando la mula y apeándose en el mal camino, llegó al sitio en menos de dos horas. Mejoró el poyo, tiró dentro los instrumentos, se entró como un gato, y dejando una bujía donde se acababa la claridad de la puerta y una linterna un poco más adentro fue con el blandón en la mano mirando y penetrando la cueva. Llegó al martillo, y a pocos pasos más se encontró en una sala que para allí podía decirse espaciosa, pues tenía unos diez pasos de ancha en un diámetro y como siete pies de alta; y siguiendo a la derecha un boquerón y nuevo seno en que se continuaba más estrecho que el de entrada, dio con un cadáver tendido boca abajo, aunque vuelta la cara a un lado y los brazos anchos, sin más ropa que la camisa y un corpiño a la antigua; todo él entero y tan perfecto que fuera de color negruzco y pasado parecía que acababa de morir o que estaba durmiendo. Cogióle tal horror a su vista, que se le erizaron los cabellos y le pesaba de haber entrado. Tocólo empero con el pie y se deshizo en polvo toda una pierna. Le dejó así, y puesto ya en aquel paso y siendo lo mismo para el miedo volver atrás que ir adelante, quiso acabar el reconocimiento.

A unos seis pasos más dentro y encima de una colcha o camilla en tierra topó otro cadáver, pero de mujer, no menos entero y bien conservado, medio rebujado con una manta o cosa que lo parecía, del cual con la luz del blandón brillaban como fuego las ricas piedras de un collar que traía puesto y de los pendientes, y el oro de una cadena preciosísima que con una joya de gran valor le caía en tierra por un lado. Llenóse nuevamente de horror; las piernas le flaqueaban y el alma se le perdía en el cuerpo. Quisiera tomar aquellas prendas y no se atrevía. Al fin para cobrar el ánimo y vencer cara a cara el miedo se sentó entre los dos cadáveres, y mirando ya al uno, ya al otro se puso a discurrir lo que aquello podría haber sido: cuando repara en unos instrumentos de guerra que había al lado del primer cadáver contra la pared, y algunos caídos en el suelo. Fue a examinarlos y eran dos alfanges, dos espadas, tres cuchillos, una daga, un peto, un morrión, y por allí esparcidos algunos pedernales, trozos de acero, dos o tres limas, dos pares de tenazas cortas, tres botellas de vidrio, algunos tarros, una alcuza y otros utensilios; un salero, dos o tres cucharas de plata, otras tantas de palo, reliquias de pan o al menos que lo parecía, carbón y un hogar con ceniza, huesos y otras cosas que no se conocía lo que eran, todo en un rincón o ángulo que formaba la peña. Había también algunas ropas que al tocarlas se resolvían en polvo, si no es la seda de alguna y los bordados.

Un poco más cobrado y sereno con el examen de estos objetos, fue siguiendo aquel negro horroroso claustro hasta unos doce pasos más allá de los cadáveres, donde se acababa. Y como advirtiese que en el remate estaba mucha parte de él hecha a pico, y que terminaba como en una tronera, examinó ésta y vio que lo era con efecto; esto es una ventanilla o respiradero que se cerraba con una piedra muy ajustada, la cual, quitada con poca dificultad, vio la luz del sol y los montes y peñas de enfrente, puesto que no tuviese de diámetro más de cinco o seis pulgadas. Mas como entrase algo de viento y peligrasen las luces la cerró y dio por terminado el registro de la cueva.

Llegó hasta los cadáveres, y mirándolos dijo: ésta es mujer y aquél, hombre; sin duda fue un bandolero y ella su mujer o su querida, que se albergaba en esta cueva y murieron sin auxilio humano; o fueron dos amantes que aquí se escondieron con toda esta prevención de armas y provisiones que, al parecer, no consumieron, al menos por última vez, muriendo quizá ahogados del humo, como se parece por su separación y actitud y por estas señales de lumbre. Seáis quien queráis, jóvenes desgraciados, el mundo os olvidó muy pronto, pues ni aun tradición ha quedado de vuestra desaparición ni de vuestra existencia, si no érades de países más lejanos. Descansad en paz, y no llevéis a mal que yo recoja estas joyas que os adornaban y trujisteis con vosotros para gala y honor de vuestras personas, y también sin duda para auxilio y reparo de la suerte. Y diciendo así despabiló la luz, y en un hueco natural que había en la peña a modo de armario vio una arquilla que, dándole con el cuchillo un par de golpes, saltó en astillas menudas y lo más de ella en polvo, y dejó ver en su seno el tesoro de aquellos infelices, ahora suyo por derecho de ocupación o de natural herencia. Al verle dijo: no he perdido el viaje: aunque sin esto le diera por bien empleado. Porque eran monedas de oro y plata en abundancia unas y otras y más las primeras, y brillaban muchas piedras engastadas en collares de oro, arracadas, brincos, joyas, adornos de la cabeza, ajorcas y un puño de espada sembrado a carreras de diamantes y perlas finísimas y la roseta, de brillantes. Sacó el tesoro; y mirándolo y calculando su valor, aunque por lo que hace a las monedas lo juzgó por el peso y comparación con las actuales, pues las más recientes no bajaban de ciento a ciento cincuenta años de antigüedad; le pareció que todo junto y lo que la mujer traía encima podría valer de nueve a diez mil escudos. Y volviéndose a los cadáveres dijo: No os conozco las señas, no son claras, pero sí sospechosas, porque es mucha riqueza para dos simples amantes. Decid: ¿de dónde los hubisteis? ¿Quiénes sois? Levantaos y responded. ¿Sólo el amor os trajo e hizo vivir en esta sepultura? ¿Fueron vuestras manos inocentes de todo otro delito? El silencio que seguía a estas preguntas y la quietud eterna de los cadáveres le horrorizó de nuevo y volvía a levantarse el miedo en el corazón; conque recogió el tesoro, con más lo que traía puesto la mujer, que al quitárselo se deshizo la cabeza y parte del pecho, y toda una mano donde llevaba dos o tres anillos riquísimos, y se salió llevándose un alfange, una espada y un cuchillo. Y para que otro que fuese tan curioso como él encontrase algún premio de su valor, dejó en el armario del cofrecillo algunas monedas, un dengue, unos pendientes y un collarcito de no mucho valor, de modo que todo junto y las armas que quedaban le pareció que vendría a valer de unos trescientos a trescientos cincuenta escudos. Llegó a la boca de la cueva, descargóse, y llegado abajo se sentó, respiró y descansó no pudiendo levantarse, de cortado, en un buen rato. Deshizo el poyo después y derrumbó y esparció las piedras a fin de que no quedase rastro ni sospecha de su visita a la cueva, y que si alguno había de subir a ella fuese por su espontánea curiosidad y no siguiendo el ejemplo de que dieran indicios aquellas piedras.

Cargó su mula, montó, y porque aún no era mediodía, fue por montes y peñascales y costeando sierras y pasando profundidades espantosas, a visitar la famosa cueva llamada la Tova, no porque esperase encontrar en ella algo de valor, sino por disimular su viaje y hacer creer por las muestras de las armas que no podía ni quería ocultar, y de algunas monedas que pensaba enseñar, que en la Tova había grandes tesoros como decía y creía el vulgo, y como dice y cree aún en nuestro tiempo.

Con efecto, estuvo en ella, entró un poco adentro, vio que necesitaba más aparejos y acaso compañía; y como la curiosidad de aquel día había quedado satisfecha en la cueva de los dos amantes, se sentó a la puerta, se comió un pan y unas magras de tocino que llevaba, y dándole ya el sol muy de llano y de espaldas en el camino se volvió a Santolaria adonde llegó cerca de las nueve de la noche.

Con lo que veían que trajo Pedro Saputo (que eran las armas no más y algunas monedas a modo de medallas, porque el tesoro lo guardó muy callado), creció la fama por la montaña y pie de la sierra, y dura aún en el día, que en la Tova hay mucha riqueza escondida; si bien él hablaba siempre de esto con misterio ocultando la verdad y dejando pensar a cada uno lo que quisiese.

Rogándole después muchas veces conocidos y no conocidos que fuese con ellos a la Tova, y respondía que él para ir a sacar tesoros no quería compañía por no partir con nadie; y que el que fuese cobarde no debía de ir adonde se necesitaba corazón y no lengua. Hablábales de calaveras, de encantados, de simas y boquerones. -Imaginaos, decía, lagos negros, con sapos y culebras que levantan la cabeza una vara encima del agua, y dando silbidos y sacudiendo la cresta os van siguiendo a la orilla y amenazando. Aquí toparéis con un muerto que parece vivo, o con un vivo que parece muerto; allá os salen dos viejas con barbas y mantos blancos; más allá dais con un hombre o una mujer convertidos en estatuas de medio abajo; a otro lado tropezáis con una comunidad de frailes de la Merced; a lo mejor oís suspiros y quejas que no se entienden y os paran la sangre en las venas; ya sobreviene una bandada de aves con rostros humanos dando bufidos temerosos y que de un aletazo os aturdirán y derribarán en tierra sin sentido. Pues ¿qué, cuando de repente se oye a lo lejos una gritería como de un ejército que aclama a su general, a un príncipe? Miráis allá adonde por supuesto no veis nada, y sentís a vuestra espalda una carcajada que os aturde y deja corrido. ¿Quién es el guapo que tanto valor tiene y no se cae muerto cien veces?

Con estos y otros disparates que se le antojaba decir ponía más miedo a todos, y no se sabe que nadie haya reconocido aún del todo aquella cueva que aseguran que es vastísima y muy profunda. Muchos, sí, hablan de ella y aun de hacerse ricos sin más que llegar y meter ambas las dos manos hasta los codos; pero conversación: los tinajones de oro y plata aún se están allí como el primer día. Porque si va alguno, entra pocos pasos, le da diarrea y se vuelve a salir dejándola toda por registrar, o al menos las partes más recónditas, que es precisamente donde han de estar los tesoros.




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Capítulo XII

De los remedios contra el mal de viuda que reveló a una Pedro Saputo


¡Ah de la honra!, decía con voz rota una vieja pateando el suelo y meneando la cabeza. ¡Oh válgame Dios, si esto hubiera pasado en mi tiempo! ¡Las desolladas! Y, ¿qué era? Que vio una moza hablando con un mozo en la puerta de la calle a la luz del día, y a vista y tolerancia de sus padres y de todo el barrio; y en su tiempo, si habían de hablar con ellos, tenían que esconderlos por corrales, cuartos y sótanos, y abrirles de noche, y hacerlos saltar bardas, tejados y ventanas, mientras ellas los aguardaban tal vez en la cama, o salían a recibirlos descalzas, y de puntillas y mal rebujadas, y aun les daban la mano para ayudarles. Esto, sin embargo, para aquella envidiosa maldita vieja no era nada, y el hablar en la calle de día o a la puerta de casa (con honra y cortesía, como dicen ellas) era mucho y cosa de desesperarse el que lo veía. ¡Cuánto distan los setenta de los veinte!

Introdújose esta moda en los lugares que frecuentaba Pedro Saputo por una ocasión muy sencilla. Él no podía ni quería ir a todas las casas; y todas las mujeres, lo mismo viejas que jóvenes, solteras que casadas, querían verle de cerca y hablarle; y para esto, cuando le veían venir, se bajaban disimuladamente a la puerta de la calle, y al pasar él las saludaba, se solía parar alguna vez y hablaban un rato. Y de aquí pasó a ser uso y costumbre en Almudévar y Santolaria, y después en otros muchos, pasando de unos a otros la moda. Y era lo que no podían sufrir las viejas; ¡una cosa tan inocente!, ¡y más en las aldeas!, y lo que ellas hacían, que todo era casi infamia, sólo porque se guardaban de ser vistas, era lo bueno y lo sano. Y lo que es por hablar con Pedro Saputo no sólo bajaban a la puerta, sino que todo era buscar achaques con que ir a las casas donde estaba. ¡Era tan guapo! ¡Hablaba tan bien! ¡Tenía unos ojos! Pero entre las que lo fueron a ver merece especial mención una de Santolaria.

Estaba un día comiendo en casa de su tía, y se presentó una viuda cargada de bayetas, lagrimosa, ojerosa, encogida y suspirando; y después de limpiarse los ojos y sonándose las narices, y saludado que hubo a todos con grandes ímpetus de llanto, exclamó dando un muy hondo suspiro: -¡Ay, Eugenia, qué dichosa sois de tener en casa un hombre tan sabio! Mirad, aquí vengo sólo por desahogarme y que me diga algo para ver si me consuela un poco y descansa mi corazón, porque todo el santo día no hago sino llorar, y la noche más, y si me duermo algún ratico, sueño y me asusto; y estoy... estoy muy afligida, mucho, y muy desconsolada! Y diciendo esto rompió a llorar tan adrede que otra vez se anegó de lágrimas y mocos. Limpióse, abrió y cerró los ojos tres o cuatro veces, se tornó a limpiar y sonar, y dio un suspiro tan de abajo y relleno, que pareció se había reventado por el ombligo, o que se le escapaba el alma por la boca; y desde su silla en que sólo hincaba una esquina de nalga como de puro humilde o vergonzosa, miraba a Pedro Saputo esperando la respuesta y consejo que buscaba.

Él, naturalmente compasivo y más con las mujeres, le dijo: -El mejor médico de vuestro mal es el tiempo, no diciéndoos nada de la razón, porque tal vez se nos va de casa. No obstante, se puede hacer mucho con el auxilio de otros remedios. Hace dos meses... -Y once días justos, dijo. -Pues sí, continuó Pedro Saputo, dos meses y esos días que murió vuestro marido; y aunque podría deciros mucho sobre esta desgracia, no quiero sino ir al grano. Tenéis dos criados para el campo y una criada para casa, y por ahora no necesitáis más hombres ni más parientes a vuestro lado. Sólo que la criada la habéis de mudar porque es muy joven, y (aquí para entre nosotros) no podéis mirarla con buenos ojos, agora aún menos que cuando teníades marido; y debéis buscar una mujer de juicio. -Y me parece bien, dijo ella, porque aquella moza sólo piensa en devaneos y golondrinas. -Pues, ya lo decía yo, continuó Pedro Saputo; eso, lo primero. Después no habéis de llorar cada y cuando se os antoje; sino tener horas deputadas para ese oficio, que por agora serán dos cada día, una por la mañana y otra por la tarde, llorándola entera sin parar más que el tiempo de rezar un pater noster y una ave maría con requiem en medio y al fin de cada una. Y después del llanto de la mañana habéis de lavaros, peinaros, asear y atildar la cabeza y toda vuestra persona como día de fiesta y mirándoos al espejo. ¿Estáis en esto, buena Gertrudis? -Sí estoy, respondió ella; mas yo no sé por qué he de mirarme al espejo si no es para espantarme de verme tan desastrosa y horrífica. -Por eso mismo, dijo Pedro Saputo, os receto el ejercicio del espejo, porque así veréis el daño que estáis haciendo a vuestro rostro, el cual habéis destruido de modo que no os conozco, siendo así que antes no había joven más linda en el lugar, aunque casada. Y si no os lo dije, fue por eso mismo, porque érades casada, cuyo estado respeto yo mucho. Mas agora, si me dais licencia, iré a veros alguna vez, aunque sólo sea para quitaros ese tedio de la vida. -Siempre que queráis, saltó ella muy despabilada. -Acepto vuestra cortesía, dijo Pedro Saputo; iré a veros, y quede esto así, ya que estamos conformes. Pero mirad que os encuentre como he dicho. -Eso no sé si podrá ser, contestó ella, acabando de sentarse en la silla. -Sí podrá ser, dijo él, y será, amable Gertrudis; porque en fin, aún estáis lejos de los cuarenta. -Treinta y dos años hice al marzo, respondió ella, sino que este golpe... -Dejad el golpe ya, dijo Pedro Saputo, y ved de restituir el color y la gracia a ese rostro que denostáis infelizmente, y la vivieza y la ternura a esos ojos hundidos y apagados. Pero no he acabado todavía. Mañana, sin más diferillo, enviad un criado a Huesca y que os traiga apio, rábanos y mostaza, y comed apio en ensalada para postre en la comida y cena, rábanos con sal para merendar, y la carne del puchero con mostaza que adobaréis muy bien, como supongo sabéis hacello. Avergonzóse aquí un poco la viuda y aun vino así como a ofenderse, teniéndolo por pulla; mas se reprimió y dijo: -Eso, si yo bien lo alcanzo, más parece remedio para una doncella opilada que para una viuda afligida. -No lo entendéis, Gertrudis, no lo entendéis, replicó Pedro Saputo. No digo que el remedio no convenga a quien decís, pero por eso no deja de ser muy propio y eficaz en nuestro caso. Hacedlo y os irá bien; en la inteligencia que si no lo hiciéredes, no adelantaréis nada en vuestra mejoría, ni yo podré ir a visitaros. Creedme, Gertrudis; el mal de viuda se va por la orina. Conque quedamos en lo dicho. Llorar primero una hora, después mucho peine y mucho espejo, y lo demás que os encargo. Y si dudáis de la virtud del remedio, yo iré pasado mañana por la tarde, y me diréis lo que quisiéredes; pero os lo prometo con la condición que habéis de poner por obra cuanto acabo de ordenaros para vuestro bien y el de vuestra casa y amigos, entre los cuales, si os dignáis admitirme, hermosa Gertrudis, me cuento yo desde este día. -Sí, señor, sí, señor, dijo ella; con el corazón y el alma.

Fuese con esto, y ¡oh poder de las palabras de un hombre sabio! Fuese con la mitad de la aflicción menos que había traído y conforme en hacer todo lo que le ordenó Pedro Saputo. De suerte que cuando éste fue a verla pasados los dos días ya era otra; porque iba muy aseada, sus paños muy bien prendidos, el habla suelta y natural, el semblante vivo, y los ojos afables y aun casi amorosos. Conoció Pedro Saputo que no lloraba llenas las dos horas, y le alivió el llanto reduciéndolo a un cuarto de hora por la mañana. Y aun le acabó de explicar lo que el primer día no le explicó del todo por haber testigos. Reparó también que la casa estaba muy barrida, limpios los muebles y todo en buen orden como en víspera de fiesta. Y en vez de tufo de cementerio se percibía un suave olor lejano de tomillo y espliego, que consolaba.

Continuó Pedro Saputo sus visitas diarias. A los cuatro días le alivió del todo el llanto, no permitiéndole llorar sino los domingos por la tarde. A los ocho días ya era la misma que antes y más, porque su rostro era todo un abril, restituido el color y la antigua viveza y alegría; a un niño de cinco años y a una niña de tres que tenía los besaba con el mismo amor que solía en otro tiempo; el luto se lo prendía con mucha prolijidad; y el corazón poseíale entero el nuevo médico de su mal, habiéndole confesado, precisamente el día octavo de su primera visita, que se tenía por dichosa de haber enviudado por conocer y tratar a un hombre como él, puesto que su anterior estado le privaba de esta gloria. Y en esto vino a parar su sentimiento, sus lágrimas y su desconsuelo.

Por lo demás, ya se sabe que las viudas han perdido el miedo a los hombres, no porque sean viudas, sino porque fueron casadas. Si me dicen que no todas son unas ni una es todas, responderé que es verdad, pero esto no venía al caso, porque ni yo las he vituperado, ni dejo de tenerles compasión, ni creo de ellas sino lo que se debe creer en buena razón y derecho.

Privaron a la viuda Gertrudis de no pocas visitas de Pedro Saputo los consultores de diferentes pueblos que venían a pedirle consejo, a proponerle dudas y conciliar pretensiones encontradas, a concluir pactos y concordias. En un día llegaron de Ayerbe, de Lanaja y Poliñino, Berbegal, Alquézar, valle de Nocito, valle de Sarrablo, Jaca, Biescas, Estadilla y San Esteban de Litera. Y llegó también el síndico de Almudévar a suplicarle que bajase para un asunto de importancia; y por servir a su pueblo se bajó inmediatamente.




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Capítulo XIII

De la comisión de los tres higos


¡Oh!, ¡cuántas clases, especies y géneros de ladrones hay en el mundo! Unos con trajes de caballero, otros con el de pillos. Unos roban desde su casa, a pie firme y a lance seguro; otros en la calle, en el campo, en los caminos; habiéndolos en todas partes y para todo, y estando tan poco libres de ellos los palacios y aun las mismas coronas de los reyes, como la más solitaria aldea y la fruta más ruin del árbol que crece solo en el desierto. Pero en tanta variedad y diferencias de ladrones, cuatreros y tahures, ningunos más serenos y rematados que los historiadores; y aun presumiendo mucho de honrados sólo porque no hurtan para ellos. Pero por eso el hurto no deja de ser hurto, y el despojo, despojo. A fe, a fe que si los despojados no fueran muertos, generalmente, que no siempre les estuviera bien su atrevimiento.

Ha de saber el lector, que un autor extranjero ha quitado a Pedro Saputo el hecho y comisión de este capítulo, para darlo a un personaje arrapiezo que jamás ha existido, y a quien finge una vida y aventuras tan enatizas como la persona, para entretener a gente música, a mozos de tienda; pajes, lacayos y niños de la escuela. Y luego quiere disimular y realzar la bajeza de su invención con alegorías del tiempo de entonces, que así medren mis enemigos como dicen a la fábula y su puro significado. Siempre han hecho esto los extranjeros; especialmente los italianos y los franceses, habiendo casi llegado a decir aquéllos que el Gran Capitán aprendió a montar a caballo de un padrone que tuvo en la Calabria; y éstos, que Cervantes nació en la tienda de un barbero de Versalles. ¿Qué extraño es, pues, que hombres de tan poco aquel (vergüenza iba a decir) se hayan propasado a quitar a Pedro Saputo la gloria del hecho que referimos? Lo que yo más siento es que lo hayan atribuido a un sujeto de tan poco valor, y cuya ridiculez y desprecio ha corrompido la gracia, ajado el color y revocado la dignidad de la acción en el héroe almudévano. Pero tendrá su mérito propio, original y primitivo, mal que le pese al menguado biógrafo que adornó con ella la vida de su arrugado monstruoso engendro.

En la explanadilla del cabezo de la Corona había una higuera que nunca jamás había dado fruto, y aquel año produjo tres higos tan hermosos, orondos y extraordinarios, que el concejo determinó enviarlos de regalo a S. M., y nombrando a Pedro Saputo para el encargo y comisión de llevarlos. Mandaron hacer una cesta muy pulida a un cestero de Huesca, el más famoso que había en la ciudad, con tres divisiones para poner los higos separados. Y hecho todo y puestos los higos con buen mullido, entregaron a Pedro Saputo la cesta, diéronle dinero para el viaje, y tomó el camino de la corte.

A poco trecho comenzó a decir entre sí: esto que hacen los de mi lugar es una grandísima sandez, y no sé yo cómo endilgalla para que no lo parezca. Supongo que llego allá: y ¿qué digo? ¿Qué diré a aquellas raposas descoladas de los cortesanos? Y ¿qué dirán cuando vean que desde Almudévar, en Aragón, llevan tres higos a S. M. y pido audiencia y se los quiero presentar y porfío en ello? A mí, es verdad, no me pesa ir a la corte; y o yo no soy Pedro Saputo o los higos ha de vellos y recibillos el rey. Pero ¿cómo haré yo para que esta ignorancia y puerilidad redunde en estimación y crédito de los de mi pueblo? Y así discurriendo fue andando su jornada, y el cuarto día llegó a Alcalá de Henares.

Ya estoy cerca, dijo; y para lo que tengo discurrido, lo mismo son dos higos que tres; me como uno. Y se lo comió y fue adelante. Llegado al sitio que llaman la venta del Espíritu Santo, dijo: para lo que de nuevo he pensado, lo mismo es un higo que dos; me como, pues, el uno, y se lo comió y fue adelante. Llegó, en fin, al Buen Retiro donde a la sazón residía el rey y toda la real familia; y como todo lo llevase muy discurrido, compuesto y considerado, se entró en palacio muy confiado y sereno.

Era entonces lo que privaba en palacio, por ser el gusto dominante, las bufonadas y chocarrerías. De modo que la gracia y mérito de la buena conversación y trato cortesano consistía en chistes, equívocos, conceptillos y agudezas tal vez indecentes, pasando todo por de buena ley a título de discreción y galantería. Supo esto Pedro Saputo cuando pasó la otra vez por la corte; por cierto que se avergonzó de ver tanta bajeza en vez de la majestad y dignidad que correspondía a un imperio tan glorioso, a una corte como la de España, señora de tantos mundos. Pero ahora le pareció que eso mismo le facilitaba su comisión, y esperaba por ese medio salir de ella airoso.

Con efecto, llegó a palacio, y haciendo del bobo pidió ver a S. M., a quien traía un oficio del concepto de Almudévar y con él un regalo que sería contado en los anales del reino por la cosa más estupenda que se habría visto. Preguntáronle al punto los cortesanos qué era lo que traía, y respondió que primero lo había de saber S. M., que ellos lo verían y no lo catarían. Y que no le detuviesen mucho porque era hombre de poca paciencia y se metería en la cámara y aun en la cama de S. M. a pesar de todos. Ellos quisieron divertirse, y deteníanle porfiando por ver lo que traía en la cesta. Él les dijo, continuando siempre en hacer el simple: -Mirad, polillas, que si se me amostazo, echo a correr ahí adentro, descuelgo la espada de S. M. y os conjuro con ella y os mando a por almas de alquiler si hay en la corte quien las alquile, porque vais a quedar sin la vuestra. -¿Hase visto, dijo uno de ellos, un loco más gracioso? Llevémosle a S. M. que, por san Jorge, ha de gustar mucho de oílle. Y le pusieron en medio de todos y le entraron en la cámara de S. M.

Llegado a la presencia del rey con el oficio o pliego en la mano y la cesta en la otra, le pidió licencia para presentarle un oficio escrito del concepto de su lugar, y S. M. le admitió con agrado, y leído que le hubo dijo: -¿Conque me traes tres higos? -Sí, señor, aquí están en esta cesta. Y se la entregó a S. M. Abrióla el rey, y no viendo más de un higo dijo: -Aquí sólo hay un higo. -Pues uno, respondió Saputo. -Pero el oficio reza tres, dijo el rey. -Pues tres, respondió el bribón. -Hombre, dijo el rey; el oficio dice que me mandas tres higos y aquí sólo veo uno. -Eso, señor rey, consiste (dijo Pedro Saputo) en que ahí por ahí antes de llegar me he comido yo los otros dos. -¡Te los has comido! ¿Y cómo has hecho?, preguntó el rey. -Así, respondió Pedro Saputo, y tomándole al rey el higo de la mano se lo comió con mucha gracia y desenvoltura. Los cortesanos que lo vieron celebraron mucho la agudeza, dijeron que chiste como aquél no se había visto; y aun S. M. se alegró y lo celebró también, y favoreció a Pedro Saputo. Así lo había él esperado y no se engañó, conociendo la puerilidad e indignidad de la corte desde el otro viaje. Mandóle el rey que no saliese del palacio sin su orden, y a los cortesanos y caballeros de su casa que le atendiesen y regalasen.

Un día le dijo el rey: -Supuesto que has visto ya mi mesa, ¿te parece si habrá algún príncipe en el mundo que sin traer nada de fuera de sus estados la tenga tan regalada? Y contestó: -Me parece que no, porque no hay ningún reino en el mundo que produzca tanta variedad de cosas y tan excelentes para el regalo de la vida. Pero faltan muchas, señor, en la mesa de V. M., e yo siendo lo que son las tengo cuando quiero mucho más exquisitas, o las como, que es lo mismo. Porque Vuestra Majestad no come el pan de Huesca ni de Andorra. -No. -Pues yo, sí. V. M. no come el carnero de Monegros. -No. -Pues yo, sí. V. M. no come las truchas del Cinca ni del río de Troncedo. -No. -Pues yo, sí. V. M. no come los nabos montañeses y de Mainar, ni el cardo ni la escarola de Alcañiz. -No. -Pues yo sí. V. M. no come el queso de Tronchón, el aceite de Fornos, las uvas de Ráfales, las cerezas de Monzón y Torre del Conde, los higos de Maella, ni las granadas de Fraga. -No. -Pues yo sí. V. M. no come la aceituna negra y curada de la Tierra Baja. -No. -Pues yo sí. V. M. no bebe el agua del Gállego o del Cinca. -No. -Pues yo, sí. -¿Que tan buena es?, pregunto el rey. -Es tan buena, señor, respondió, que además de ser muy ligera, fácil y suave, pura como la luz, delgadísima y la más limpia que corre sobre la faz de la tierra, no padecen de gota ni apoplejías los que la beben; en especial de sus corrientes. -No me has nombrado ningún vino, le dijo el rey. -Señor, no faltan muy especiales, pero por ahora son mejores los de las provincias de Andalucía, que si mis paisanos los aragoneses no tuviesen el talento de hacer de buenas uvas mal vino, mandara V. M. traer del campo de Cariñena y otros, y la hombrearían con los mejores. -Me alegro, le dijo el rey, de que mi reino de Aragón sea un paraíso de la tierra por sus frutos naturales. Algunos ya yo los había oído nombrar, otros ya vienen a mi mesa y aun de los que tú no has nombrado; y otros habían llegado a mi noticia. Pero, en efecto, yo creo que andas un tanto cuanto exagerado en el punto de excelencia. -Señor, replicó él, en Aragón todo está a un nivel, la excelencia de los frutos de la tierra, y la nobleza de los corazones de sus naturales para amar a su rey, y la lealtad de sus pechos para defender su corona. Esta conclusión dejó al rey muy pagado, y más que habló Pedro Saputo con grande ahínco y firmeza, como hombre que sabía lo que decía.

Todos los días solía llamarle el rey a su cámara y holgaba mucho de su discreción y dichos agudos; aunque no tardó en conocer que Pedro Saputo era hombre para más que para hacer reír como un bufón sin asiento ni meollo. Hasta le llamó alguna vez cuando deliberaba con el ministro, y le llegó a pedir su parecer en gravísimos negocios del estado. Por fin se atrevió Pedro Saputo a declarar a S. M. que la comisión y regalo de los higos, como el papel de bobo que estaba haciendo, había sido achaque para introducirse, y todo para tener ocasión de decir a S. M. lo que había observado en el reino.

Las damas de palacio le querían mucho, y jugaban y reían con él por simple y sin malicia, y él se dejaba reír y jugar, y sacaba todo el partido que podía, que no era poco de todos modos. Pero algunas traslucieron muy pronto que su simplicidad era fingida, y le trataban de otra manera y le favorecían más, y se entendían con él para burlarse de algunos caballeros que se tenían por discretos.

Cansóse empero de estar en la corte y de ver constantemente al rey engañado por sus ministros y consejeros; y no atreviéndose a pelear solo una batalla tan recia como la que habría que dar a tantos y tales enemigos del rey y del reino, dijo un día a S. M.: -Señor, si V. M. me da licencia, yo desearía volver a Aragón, porque tengo que cumplir este año un voto a la Virgen del Pilar, y se acercan las fiestas. Sintiólo el rey, porque se había agradado de su buen entendimiento, y quisiera tenerle siempre a su lado. Con todo le respondió: -No te privaré de cumplir tu buena obra; y sabe que tengo envidia a los aragoneses que tan de cerca pueden visitar a aquella señora y madre de todos. Ve, pues, a tu tierra. Pero cuando estés para partir, entrarás, que has de llevar unas letras mías y un encargo de palabra a aquel mi virrey y capitán general. -Señor, dijo Pedro Saputo; yo ya me iría mañana, si V. M. no me ha menester más tiempo en la corte. -Iraste, pues, mañana, respondió el rey; y entiende que si quieres volver, siempre te veré con gusto y si algo me pides no te lo negará tu rey.

Con efecto, le despacharon aquel mismo día; él besó la mano del rey, se despidió de sus amigas y amigos, y cargado de regalos de ellas, salió de la corte y tomó el camino de Zaragoza.




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Capítulo XIV

Pedro Saputo llama a su madre a las fiestas del Pilar. De una extraña aventura que le sucedió en ellas


Desde la corte había escrito al concejo de Almudévar dándole cuenta de su comisión y diciéndole que S. M. agradecía el regalo, pero encargándoles que lo tuviesen callado hasta su vuelta, por cierta razón que les diría. Y llegado a Zaragoza escribió a su madre rogándola que viniese a ver las fiestas y visitar a Nuestra Señora del Pilar. Alegróse mucho su madre, y la respuesta fue presentarse con una familia honrada de su pueblo y trayéndose consigo a la hija de su madrina, que quisieron ir a Zaragoza y con tan buena compañía y al lado de una persona como la Pupila no se les podía negar tan natural y justo deseo.

Pedro Saputo entregó el pliego al capitán general y le dijo lo que de palabra le encargó S. M. y el ministro. Preveníanle en sus letras que recibiera muy bien al portador y mensajero y que no despreciase sus consejos. Con esto el virrey le convidó a comer algunas veces y le quiso ver todos los días. Su madre viéndole tratar con tan altas personas, daba continuas gracias a Dios y no sabía salir del Pilar, costando trabajo a las pobres niñas sacarla para hacerla seguir y ver la ciudad.

Llegaron las fiestas, y el virrey le convidó a ver la corrida en su balcón, siendo entonces el Coso donde se corrían los toros. Después refrescaron, y cuando iba ya a despedirse recibió un billete cuyo sobre decía: Para el caballero que esta tarde ha estado a la izquierda del señor virrey viendo los toros, y llevaba una cinta verde en el pecho. Y dentro leyó: «Mañana a las dos de la tarde en punto os aguarda en la casa cuya puerta es la segunda a la derecha en la calle de don Juan de Aragón entrando por la Mayor. -La triste María Mercedes Orante, o sor Mercedes que fue en el convento de Geminita.»

El frío de la muerte sintió en sus entrañas al ver este recado; fue la nueva que más profunda y cardinalmente le sobresaltó y conmovió en su vida. Fuese inmediatamente de la casa y visita diciendo que le llamaban, y lleno de confusión sin poder casi hacer salir la respiración del pecho, iba diciendo entre sí: ¿qué es esto? ¿Sueño o es verdad? ¡Sor Mercedes fuera del convento! ¡La sensible y tierna sor Mercedes! ¿Qué sucedería? ¿Qué le sucedería a la infeliz? ¡Y en tantos años no he sabido...! ¡Secreto grande sería! Bien que ella no sabría quién yo era. Y agora ya lo entiendo; ¡me habrá visto, y me ha conocido! Abrid, cielos, camino, y aquí estoy para el sacrificio que el caso pueda pedir. Y dio algunas vueltas por las calles para calmarse un poco, procurando con esfuerzo y valor disimular su profunda cavilación y tristeza para no afligir a su buena madre ni dar a entender nada a las dos muchachas.

¡Qué noche aquélla! ¡Qué día siguiente! ¡Qué demudado se vio en el espejo! Parecíale que no era el mismo; y entre mil revueltas imaginaciones pasó el día y oyó las tres de la tarde; conque se dispuso a ir a la casa de la cita. El corazón le latía, las piernas le flaqueaban, la espada le incomodaba, y hasta el cuerpo le quería huir y seguía arrastrando la intención de los pasos. Llegó a la calle, y sin querer se encontró en la puerta. Entró, llamó, abrieron, subió y en un rellano o descanso de la escalera se abrió de sí misma una puerta; entróse por ella dándole a cada paso más fuertes y más ansiosos latidos el corazón de punto en punto más alterado. Vio una señora muy bien vestida a la puerta de una sala, que parecía aguardarle; dirigióse a ella, pero la señora se fue entrando por la sala al mismo paso que él adelantaba hacia ella. Oye pasos detrás, se vuelve a mirar con algún recelo, y ve otra señora no menos bien vestida y misteriosa. Siguió a la primera sin saber si debía saludarlas o callar, porque ninguna hablaba y no podía verles el rostro por la poca luz que permitían unas cortinas de damasco en las vidrieras, que tampoco no estaban del todo abiertas. La que iba delante llegó hasta la ventana y se paró; la que venía detrás se paró también, y él en medio de las dos, no adivinaba en qué pararía aquello ni podía conocer cuál de ellas sería sor Mercedes. Mientras miraba ya a la una ya a la otra, ellas guardando el mismo silencio, fueron adelantando cada una de su punto a juntarse en frente de él entre dos alcobas que había y quedaron a unos seis pasos como dos estatuas. Estuviéronle mirando así un poco y él a ellas: y luego la que vino delante dijo medio en verso, pero en tono grave y fingiendo la voz, porque se conocía:


Habéis venido al terrero
Bien engañado, por Dios;
No un corazón, sino dos,
Necesitáis, caballero.

Él, saliese lo que saliese, pero adoptando el sentido cortesano, respondió con serenidad y presteza:


Si de amor es el terrero,
Uno me basta, por Dios;
Bien puede servir a dos,
Si se ofrece, un caballero.

Y otra vez se quedaron mirando. Entonces la misma de los versos dijo en su voz natural y con mucha confianza y ahínco: ¡Ah, ciego!, y corrieron las dos a abrazarle, recibiéndolas él un poco dudoso, preocupado siempre con la suerte y desgracia de sor Mercedes. Acabólas en fin de conocer, y exclamó: ¡Hijas mías! Porque eran... ¿Quién se lo había de imaginar? Eran Juanita y Paulina, que le conocieron en el balcón del virrey y discurrieron aquella aventura para causarle susto y gozar de su turbación y zozobra. No acababan de alegrarse, de mirarle, de satisfacer y sosegar el corazón lleno de amor y de ternura. Y tomándole las manos le entraron en el estrado.

Quisieron explicarse; pero preguntaron tantas cosas y tan de tropel, que en vez de responderles, porque era imposible de aquel modo, les soltó él también un largo borbollón de preguntas. Calmáronse poco a poco, y le fueron diciendo que eran casadas y habían venido a las fiestas con sus maridos; que Paulina tenía un niño de dos años, y a Juanita se le había muerto una niña de un año hacía tres meses; que los maridos con una criada para las dos, con el huésped y otros forasteros se habían ido a los toros y de allí irían a las fiestas del Pilar hasta las nueve de la noche yendo de paso a refrescar a otra casa; que habiéndole conocido ayer en el balcón del virrey habían acordado llamarle del modo que lo hicieron; y quedarse hoy en casa con pretextos que nunca faltaban a las mujeres, para verle y decirle que ellas siempre eran las mismas.

Preguntóles si estaban contentas con su suerte, y dijeron que no les pesaba de haberse casado; que Juanita estaban bien y mal, bien por la casa y el marido, porque la casa era muy rica y el marido un bonachón; y más que bien por su suegro, que era un hombre muy instruido y amable, pero que estaba mal por su suegra, porque con su genio era tres veces suegra lo mismo para los demás que para ella. Que Paulina había dado con gente sencilla y pacífica fuera de ser su suegro un poco áspero y gorito, aunque de buena razón generalmente.

-Pero, ¿es posible, dijo después Juanita, que en viéndote hayamos de volver siempre a niñas? ¿Y es posible que no hemos de saber quién eres después de tantos años? Pero el día ha llegado; cuando seáis casadas, dijiste; ya lo somos, cumple tu palabra. -La voy a cumplir, dijo él; no os lo haré desear más, porque bien lo merecéis. ¿Habéis oído hablar de Pedro Saputo? Al oír este nombre quedaron estupefactas, mudas, mirándose una a otra, mirándole a él, y como recorriendo en su memoria la historia de sus aventuras con él desde el noviciado.

Al fin, exclamó la misma Juanita: -¡Tú, Pedro Saputo! ¡El Geminita, el estudiante, el caballero, ahora el cortesano y hombre de palacio! ¡Tú, Pedro Saputo! ¡No podía ser otro! Ya no me admiro de tu mucho saber, de tu mucha agudeza, ni de nada de cuanto hemos visto desde que te conocimos. ¿Qué extraño que a todas nos engañases en el convento fingiéndote mujer, haciendo lo que hiciste y que nos encantases de aquella manera? Pero en fin, a ti te debemos el no haber quedado allí sepultadas para toda la vida; a ti debemos... Mira, Paulina, bien nos podemos perdonar los desatinos y locuras que con él hemos hecho. ¿Quién resiste a tus palabras? ¿Quién puede con esa gracia? ¿Quién no cree triunfar cuando sin reflexión ni sentido se deja llevar del encanto de tus miradas y llama suya tanta perfección y gallardía? -¿Estás loca, Juanita?, le dijo él. ¿Concluyes y pasamos a otro asunto? -¿Qué es concluir?, dijo Paulina. ¿Quién acabará de admirarse? ¡Pedro Saputo, nuestro antiguo y primer amante! ¡Oh!, sí que lo eres, sí, no lo dudamos, si no eres algún diablico del infierno. ¡Y tan ciegas nosotras, Juanita! ¡Y tanto como hemos oído tu nombre, no dar en que tú solo podías ser! Hombre y demonio, ¿de dónde has salido? ¡Ah, cuántas torres habrán caído a tus pies! ¡Cuántas fortalezas se te habrán rendido! ¡Cuántas infelices deben pensar en ti en este mismo instante, y llorar y afligirse, mientras estás aquí con nosotras! Pero eres nuestro, y de nadie más; sí, nuestro, aunque sea crimen decillo. ¿Por qué te conocimos?

Hizo callar también a Paulina, y así hablando y volviendo siempre a lo mismo se pasó el tiempo hasta las nueve; a esa hora se levantó y se fue a la posada, diciéndoles que no podría volver a verlas; pero prometiéndoles ir a sus pueblos.

Acabáronse las fiestas; descansaron tres o cuatro días y ellas se fueron con sus maridos a sus pueblos, y él, a Almudévar con su madre y las niñas. A su llegada le visitaron en cuerpo los del concejo, luego de formalidad y con el afecto que siempre, los dos hidalgos y medio que había en el lugar y los tres caballeros que se daban a entender que lo eran por tener caballo y ceñir espada los días festivos. A los del concejo encargó mucho que hablasen poco de los tres higos, y les dijo que para librarse de la baya del vejamen que les darían otros pueblos no reparasen en echarle la idea y la obra, y así creerían que hubo en ella algún misterio, como quiera que, al cabo, misterio había tenido su presencia en la corte y su asistencia en palacio.

Mas de haberle visto familiar amigo del virrey y de otros personajes no se admiraban, porque, aunque aldeanos y sin mundo, bien se les alcanzaba que Pedro Saputo era hombre para eso y para mucho más; ni aun de que a Su Majestad hubiese merecido tanto favor. Y todos se creían honrados con la fama y gran persona de aquel hijo de su pueblo.




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Capítulo XV

Del pleito del sol


Este capítulo, discreto lector, no quisiera que lo leyeses, porque vas a decir: trufa, trufa: y ya ves que esto es contra mi crédito y la estimación del libro. Bien me he dicho a mí mismo, que no debía escribirlo; pero me he respondido, que yo no tengo la culpa de que la tradición haya conservado este hecho. Y para descargo de mi conciencia debo manifestar que yo lo creo o no lo creo; y que si ha sucedido, quizá no fue en Almudévar, pues hay quien lo atribuye a otro pueblo, y aun a otros. Vamos al caso.

Dicen, pues, que mientras Pedro Saputo estuvo en la corte, pusieron los de su lugar pleito al sol, y que cuando llegó a Zaragoza y después que le hubieron saludado todos, le llamaron un día a la plaza en donde estaba ayuntado el pueblo, y le dijo uno del concejo: -Con mucho deseo, oh hijo nuestro Pedro Saputo, esperábamos tu venida al lugar para darte cuenta de una cosa que hemos hecho y que tú con tu mucha agudeza y sabiduría nos has de ayudar a llevar a buen cabo y final cumplimiento. Has de saber que habrá un mes pusimos un pleito al sol... Apenas oyó esto Pedro Saputo, dijo: -¡Pleito al sol! Y respondió uno de la plaza: -Pleito al sol, sí, pleito al sol; porque siempre nos fiere de frente en el camino de Huesca. ¿Vamos allá? Nos fiere la cara; ¿venimos de allá?, nos torna a ferir la cara. Y el otro día a Simaco Pérez y a Calisto Espuendas les sucedió que de así ferirles el sol se tornaron cegatos; y como esto aconteció ya a otros en otras ocasiones pasadas no queremos que nos acontezca a todos, hoy uno, mañana dos, porque después los de otros lugares nos farán mueca y nos llamarán ojitos y guiñosos. Por eso hemos puesto pleito al sol, y hasta que le ganemos y no nos fiera más de cara en el camino de Huesca, no hemos de parar. Y ya puedes tú que eres tan agudo y tan aquel, mirar y fer que esto no se pierda y trabajar con los jueces y letrados, que al fin bien los pagamos, que yo dié el otro día una ovella que me tocó para los gastos.

-Pero, señores, dijo Pedro Saputo: ¿es posible que habéis caído en la mengua que estáis diciendo? ¿Pleito al sol habéis puesto? ¿Qué dirán los otros pueblos? -Que digan lo que quieran, respondió otro bárbaro de la turba; más vale que digan eso que no tornarnos cegatos y después no valgamos para cosa, y nos fagan la figa y no lo veigamos. Y ya puedes traballar si no a volar a d'icho lugar, que parece que desde que has estado en la corte del rey ya no te conocemos. Y a estas palabras siguieron otras más altas, acalorándose la gente de modo que Pedro Saputo hubo de ceder, y haciendo señal de querer hablar, se sosegaron y callaron, y él les dijo: -Yo os doy palabra que el pleito se acabará en breve, que no durará una semana, y que lo ganaremos. -¡Bien! ¡Bien! ¡Viva Pedro Saputo! Y se deshizo la junta. Preguntó quién era el letrado que defendía a Almudévar, y fue a verse con él y las demás piezas de aquel juego.

El letrado le dijo que efectivamente le habían pedido los de Almudévar que les escribiese una demanda y querella contra el sol, porque les daba de cara cuando venían a Huesca y cuando se volvían al lugar, y que le querían poner pleito; que primero les dijo que era un disparate, pero que no pudo disuadirles; que después los quiso arredrar con los gastos que ocurrirían, y que a esto habían respondido que no faltaría dinero; y que en efecto después había sabido que se escotaban y reunían una cantidad muy considerable. Por esta relación vio Pedro Saputo que no había lo que él sospechara de estafas y malicia; se rió con el letrado, se estuvo paseando por allí dos días, y al tercero por la tarde se volvió a Almudévar discurriendo antes el modo de salir del paso, dejando a los de su lugar por tontos hasta la consumación de los siglos.

Convocó al pueblo por la mañana, y le dijo desde unas piedras que habían sido cimiento y pie de una cruz: -Hijos de Almudévar, os participo que hemos ganado el pleito al sol... No os alborotéis; oíd: ya no os volveréis cegatos, ni os podrán llamar ojitos y guiñosos, porque no lo seréis. La cosa ha pasado de esta manera. Después de ver lo que se alegó de nuestra parte y lo que contestó la contraria, fui al juez y le hablé largamente de la tirria que nos tiene el sol, y de su terquedad y trece de cuenta en herirnos siempre de cara; y en fuerza de mis reflexiones ha sentenciado a nuestro favor; e yo tomando una copia de la sentencia me la puse en este secreto de mi gabán, y es del tenor siguiente (¡cómo levantaron la cabeza y abrían la boca para escucharla!): «En la ciudad de Huesca, a los siete días del mes de noviembre del año a Nativitate mil y tantos diez catorce, yo el infrascrito juez, alcalde, corregidor, tribunal y definidor de causas, pleitos y querellas de la tierra y los planetas de cielo; en la instancia que se sigue por el consejo y villa de Almudévar contra el procurador Benito Gómez nomine y de parte del sol de España; atento a lo que por ambas partes se ha alegado, y remitiéndome al proceso en todo caso tam in preses cuam in futurum, declaro y fallo en justicia, ley, conciencia, y razón, y en nombre y voz de la católica majestad del rey nuestro señor (que Dios guarde), que el concejo y Villa de Almudévar no pide ninguna gollería ni lo que dicen cotufas en el golfo, sino lo que hace muchos años y aun siglos que pudieron pedir con el mismo derecho y justicia que agora, y que el sol en adelante no sea osado de ferilles de cara cuando vengan de Huesca y se vuelvan por la mañana...» Aquí no pudo ya contenerse la multitud, y tiraron los sombreros al aire gritando: ¡Viva Almudévar! ¡Viva Pedro Saputo! Y duró un rato la algazara y jubilación de la victoria.

Así que se desfogaron, continuó Pedro Saputo y les dijo: -Agora de ese dinero que habéis recogido, que según he calculado pasa de mil libras jaquesas, se podría hacer un pozo de piedra para tener agua abundante y buena en todo tiempo, con una balsa inmediata, de la cual se podría pasar el agua lluvial después de clarificada. -¡No, no!, gritó una voz de la turba. ¿Agua dices? Aun la del cielo nos incomoda. Si heses dicho una fuente o un pozo manantillo de vino, entonces sí que heses acertado; pero d'agua, ¡bien empleado dinero! En otra cosa lo podemos emplear. Oíd lo que m'ocurre: por ahí se están cayendo los muros y arruinándose a toda priesa, y día y noche tenemos o lugar abierto; compónganse los muros y fagamos unas puertas bien fuertes para cerrar de noche que no entren os ladrones y no vuelva a suceder o fecho de la semana pasada, que entraron a media noche, mataron perros, asustaron a la comadre y el hornero viejo, y se llevaron a filla de Jorge Resmello, a Resmella, pues ya la conocías; y la volverán, sí, gora un rasco, o la dejarán que no valdrá para cosa. Esto, es lo que hemos de fer con ese dinero. Y aplaudieron todos al que eso dijo; y Pedro Saputo calló, se encogió de hombros, y se fue a su casa, imaginando en la ligereza y facilidad del vulgo que en una hora muda de afectos, aclamando con vivas y amenazando de muerte.

Pero, en efecto, el lector debe atenerse a lo que he dicho al principio: a saber, que este hecho es puro cuento, porque tanta simplicidad, tan gran tontería, no cabe en hombres que andan con dos pies y tienen los ojos en la cara. Hay quien asegura que fueron los de Loharre los del pleito del sol; digo lo mismo. Y también lo he oído de un pueblo de Galicia y de dos de Andalucía. Pero de éstos y de todos, lo dicho, dicho. Conque el lector se servirá tener este capítulo por no escrito; o de lo contrario le mando desde aquí para malévolo y le acuso de burlón y enemigo de la paz de los pueblos.



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