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ArribaAbajoCapítulo VIII

De los milagros realizados por Catalina para liberar las almas poseídas por el demonio


Vivía en Siena un hombre llamado Ser Miguel de Monaldo, notario de profesión, persona a quien he visto centenares de veces y que me confió los siguientes hechos.

Como era ya un hombre de edad avanzada tomó la resolución, con el consentimiento de su esposa, de consagrarse por completo al servicio de Dios y ofrecer al Señor la virginidad de sus dos hijas. Acudió a un monasterio establecido en la ciudad bajo la advocación de San Juan Bautista, confió sus hijas a las religiosas del mismo, les entregó su fortuna, se alojó juntamente con su esposa cerca del mismo y desde aquí tomó a su cargo la administración de los asuntos temporales de la comunidad. Este arreglo duró mucho tiempo, pero por un justo e incomprensible juicio de Dios, una de las hijas de Ser Miguel, llamada Lorenza, y de edad como de ocho años, quedó poseída por el demonio, quien la atormentaba cruelmente hasta tal extremo que llegó a perturbarse la paz de todo el monasterio. Como las monjas no pudiesen ya retener a la niña en su compañía, obligaron a Ser Miguel a hacerse nuevamente cargo de ella.

Una vez que Lorenza estuvo fuera del recinto del convento, el demonio no cesó de hacer manifiesta su presencia de la manera más extraordinaria que pudiera concebirse. Hablaba en latín por boca de la criatura, aunque ella no poseía la menor noción de ese idioma; contestaba las preguntas más difíciles y complicadas que se le hacían y manifestaba los pecados y secretos de gran número de personas. Finalmente resultaba evidente para todo el mundo que Dios había permitido por motivos desconocidos para nosotros que el demonio atormentase a esta pobrecita inocente.

Sus padres, como fácilmente se comprende, estaban sumidos en la más honda tristeza y trataban de aliviarla por todos los medios posibles, llevándola con este fin a visitar las reliquias de los santos cuyos méritos pudieran   —137→   obtener del Señor la liberación de la enferma. Tenían especial confianza en la intercesión del bienaventurado Ambrosio, de la Orden de los Frailes Predicadores, a quien Dios había venido glorificando durante más de un siglo con gran número de milagros y que estaba dotado de especial poder para arrojar de los cuerpos a los espíritus malignos hasta tal punto que en muchas ocasiones ha bastado que el enfermo se pusiese su escapulario -que aún se conserva- para verse libre de la posesión infernal, como en más de una oportunidad lo he presenciado yo.

Pues bien, los padres de la pequeña Lorenza la llevaron a la iglesia de los Frailes Predicadores, la colocaron sobre la sepultura del bienaventurado Ambrosio, la cubrieron con su hábito o con sus ornamentos sacerdotales y pidieron fervorosamente a Dios su liberación, pero sus ruegos no fueron escuchados. Esta posesión no era seguramente para castigar a la niña por pecados que no había cometido, ni a sus padres que llevaban una vida ejemplar, sino que Dios la permitía para aumentar el honor de su fiel servidora. El bienaventurado Ambrosio, que ya gozaba de la vista de Dios, deseaba dejar este milagro a Catalina quien todavía continuaba su peregrinación por este mundo y dar así a conocer sus virtudes a los fieles aun antes de su muerte.

Algunos amigos de Catalina dijeron a los padres de Lorenza que llevasen a la niña para que la viese la Santa, pero cuando trataron de ponerse en contacto con ella, contestó: «-¡Ay! A mí me atormentan todos los días los demonios, ¿cómo pueden ustedes imaginarse que voy a tener poder para librar de ellos a los demás?». Y como no podía escaparse por la puerta sin encontrarse con las personas que habían ido a visitarla, se escondió de tal manera dentro de la casa que no pudieron encontrarla. Los padres de la niña se retiraron pues sin haber conseguido nada, pero la prueba de humildad que acababa de dar Catalina huyendo de la humana estimación, les inspiró mayor confianza en su santidad y les indujo a buscar su ayuda con mayor ardor.

Como no podían conseguir llegar hasta ella porque Catalina había prohibido a sus compañeras que le hablasen de este asunto, recurrieron a Fray Tomas el confesor de la Santa, le expusieron el caso y le rogaron encarecidamente hiciese lo posible para librarles de esta aflicción. Fray Tomás sintió extrema compasión, pero sabiendo que su autoridad como confesor no iba tan allá como para obligar a Catalina a que realizase un milagro y temiendo herir su humildad, acudió al siguiente recurso.

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Una tarde, mientras Catalina estaba fuera de casa, condujo a la enfermita a la habitación de la Santa y recomendó a las personas de la casa que cuando regresase le dijesen más o menos: «-Fray Tomás le ordena en virtud de la santa obediencia que deje a la niña aquí durante toda la noche al lado de ella». Catalina volvió poco tiempo después y encontró a la pequeña Lorenza en su cuarto; inmediatamente conoció que estaba poseída por el demonio y que era la niñita que se había negado a ver. Habiéndosele notificado la orden de su confesor, comprendió que no tenía escapatoria y por consiguiente acudió a la oración diciendo a la criatura que rezase junto con ella. Toda esa noche transcurrió en duro combate contra el enemigo de las almas hasta que por fin, al romper el día el demonio se dio cuenta de que había sido vencido y abandonó su presa sin causarle daño alguno. Alesia, la compañera de Catalina, fue informada de ello y en seguida se lo hizo saber a Fray Tomás, quien acompañado por los padres de Lorenza se dirigió a la casa de Catalina, encontrando a la enfermita completamente curada. Quisieron llevársela consigo, pero la Santa conoció por inspiración divina lo que iba a ocurrir, y les dijo: «-Dejen a la niña conmigo unos días; es necesario para su salvación». Aceptaron ellos con alegría esta proposición y se retiraron; Catalina aprovechó este tiempo para dar santos consejos a Lorenza; la enseñó con la palabra y el ejemplo a orar con fervor y frecuencia, prohibiéndole salir de la casa bajo cualquier pretexto hasta que sus padres fuesen a buscarla.

La niña era dócil y cada día mostraba mejores disposiciones. La casa donde estaba no era precisamente la de Catalina sino la de Alesia y distaba muy poco de la de la Santa. Un día, después de anochecido, Catalina en cuya casa se encontraba en ese momento Alesia, dijo a esta que se pusiese su capa para salir con ella e ir a ver a la niña que le había confiado. Alesia le observó que no le parecía conveniente que dos mujeres solas saliesen a la calle a esas horas; pero Catalina contestó: «-Apresúrese, porque el lobo infernal ha hecho nuevamente presa en el corderito que habíamos salvado de sus garras». Salieron, pues, sin dilación y cuando llegaron a la casa de Alesia, encontraron a la niña totalmente cambiada y en un acceso de furia que inspiraba terror. «-¡Ah, serpiente -exclamó Catalina al verla- te has atrevido a apoderarte nuevamente de esa inocente criatura! Pero yo tengo fe en mi salvador y saldrás ahora mismo de ahí para no volver jamás». Apenas había pronunciado estas palabras, la niña se sintió completamente libre. Cuando   —139→   llegó la mañana hizo llamar a los padres de Lorenza y les dijo: «-Llévense ahora a su hija tranquilos; en lo futuro no volverá a ser atormentada». Esta profecía se cumplió al pie de la letra; Lorenza retornó a su monasterio donde sirvió fervorosamente al Señor por más de dieciséis años.

Deseoso de saber lo que había ocurrido, pregunté a Catalina cómo había sido tan audaz el demonio para resistir al poder de las reliquias y de los exorcismos; me contestó que la obstinación del espíritu maligno fue tan grande que se vio obligada a luchar con él hasta las cuatro de la madrugada. Le ordenó en nombre del Redentor que se retirase y se le negó. Después de una larga discusión y viéndose el demonio a punto de perder la partida, dijo a la Santa: «-Si la dejo a ella, entraré en tu alma». Catalina le contestó entonces: «-Eso, si Dios te lo permite; porque yo sé que nada puedes hacer sin su permiso. Si Él lo quiere, yo no intentaré oponerme a su divina voluntad».

Vencido por esta humildad el espíritu del orgullo perdió su poder sobre la niña, pero al retirarse le apretó la garganta dejando en ella una gran inflamación. Catalina levantó entonces su mano e hizo la señal de la cruz. El demonio resolvió entonces abandonar por completo su presa.

El siguiente milagro pondrá de manifiesto de una manera más clara hasta qué grado había recibido Catalina de Dios el poder de arrojar a Satanás. Yo no estaba presente cuando se realizó, porque había sido enviado por ella al Papa por asuntos relativos a la Iglesia; pero un ermitaño llamado «El Santo», aquel cuya curación relaté anteriormente, Alesia, y otras compañeras de la Santa fueron testigos de él.

Catalina había ido con la noble y venerable señora Bianchina, viuda de Juan Agnolino Salimbeni, al castillo de La Roche, donde yo había pasado algunas semanas en su compañía. Una mujer que vivía cerca del castillo estaba poseída por el demonio, quien la atormentaba terriblemente. Cuando supo esto la señora Bianchina, movida a compasión, deseó que Catalina socorriese a la desdichada víctima de Satanás, pero conocía bien su humildad y la repulsión que sentía cuando le hablaban de estas cosas. Habiéndose aconsejado de sus compañeros, hizo que la mujer fuese llevada a la presencia de la Santa con el fin de que al verla se excitase su compasión, y la caridad la obligase a ocuparse de ella. Cuando la infeliz mujer fue conducida a donde ella estaba, Catalina se ocupaba en reconciliar a dos enemigos que   —140→   estaban en guerra declarada y se disponía a dirigirse a los dominios de uno de ellos con miras a terminar la contienda.

Tan pronto como vio a la posesa, comprendió que ya no había manera de evadirse y expresó a la señora Bianchina la contrariedad que esto le causaba. «-Que Dios le perdone -dijo a la dama- lo que acaba de hacer. ¿No sabe usted que yo también soy atormentada con frecuencia por el demonio? ¿Cómo puede usted exponerme a su ira poniéndome frente a una persona que está poseída por él?». Dicho esto, se volvió a la demoníaca y ordenó: «-Espíritu maldito, que has resuelto impedir la reconciliación que voy a realizar, coloca aquí tu cabeza y espera en esa postura hasta que yo regrese».

Al oír esta orden, la mujer posesa colocó la cabeza en la forma que le había ordenado la Santa, quien fue a terminar la obra de caridad que había empezado. Satanás gritó por la boca de la mujer: «-¿Por qué me retienes aquí? Déjame ir, que soy cruelmente atormentado». Una de las personas que estaban presente dijo: «-¿Por qué no sales de la habitación ya que la puerta está abierta?». A lo que el espíritu del mal contestó: «-No puedo; esa mujer me ha encadenado». Al preguntarle a quién se refería, él, o no pudo o no quiso nombrarla, limitándose a decir: «-Mi enemiga». El ermitaño que sostenía la cabeza de la mujer, le preguntó entonces: «-¿Es muy poderosa esa enemiga tuya?». A lo que repuso: «-No tengo otro enemigo más grande en el mundo entero». Y cuando los presentes quisieron que dejase de gritar y lamentarse, le dijeron: «-Cállate, que ahí viene Catalina. -Todavía no viene -dijo él-. Está en tal lugar». E indicó exactamente dónde estaba en aquel momento. Al preguntarle qué estaba haciendo ella, dijo: «-Algo que a mí me desagrada soberanamente y que hace con frecuencia». Y después de decir esto, gritó desaforadamente: «-¿Por qué me tiene aquí sujeto?».

A pesar de todo esto la cabeza de la demoníaca no se movió del lugar donde la Santa había ordenado que permaneciese.

Después de algunos minutos de silencio, dijo: «-Aquella a quien yo aborrezco vuelve aquí; está en tal lugar». Y fue indicando sucesivamente las distintas localidades por donde pasaba Catalina, hasta que por fin dijo: «-Ahora está entrando en esta casa». Y era cierto.

Cuando Catalina penetró en la habitación, el demonio gritó con voz estridente dirigiéndose a ella: «-¿Por qué me tienes aquí sujeto? -Levántate, maldito -dijo entonces Catalina-.Vete inmediatamente, y deja en paz a   —141→   esta mujer redimida por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo y nunca vuelvas a atormentarla».

A estas palabras el espíritu abandonó todas las partes del cuerpo de la posesa excepto la garganta, la que se inflamó de una manera terrible. Catalina aplicó una de sus virginales manos a la parte hinchada e hizo sobre ella la señal de la Cruz, con lo que el demonio se retiró por completo.

La mujer quedó muy débil por exceso de sufrimiento y Catalina la sostuvo durante algún tiempo en sus brazos y con la cabeza apoyada sobre su pecho. Luego ordenó que se le diese una comida liviana y la envió a su casa.

Nuestro Señor Jesucristo liberó a varios otros posesos por la intercesión de Catalina. No refiero aquí esas curaciones porque las que acabo de mencionar son suficientes para dar una idea clara de la gracia recibida por ella para arrojar a los demonios del cuerpo.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Que trata del don de profecía de Catalina y de cómo salvó a varias personas de los peligros de alma y de cuerpo que las amenazaban


Lo que voy a referir puede parecer increíble, pero protesto una vez más que la verdad infalible es mi testigo y que tengo absoluta certeza de que cuanto relato es tal como ha ocurrido.

Catalina poseía el don de la profecía de una manera tan perfecta y constante que nada podía escapársele. Sabía todo lo referente a ella misma y a todos los que vivían cerca de ella o buscaban en sus consejos beneficio para sus almas. Era imposible para cualquiera de nosotros hacer algo bueno o malo en su ausencia sin que ella supiese al instante todo. Nosotros experimentábamos, por decirlo así, la sensación de que ella estaba presente en todas nuestras acciones, y lo que es más admirable todavía, muchas veces nos hablaba de nuestros más íntimos pensamientos como si hubiesen sido suyos. Yo sé esto por propia experiencia y confieso ante toda la Iglesia Militante haber sido reprendido por ella a causa de ciertos pensamientos que me molestaban en el mismo momento en que hacía obstinados esfuerzos para ocultárselos. No me avergüenza declararlo para gloria de ella. «-¿Por qué me oculta -me dijo- lo que yo veo con más claridad todavía que usted mismo en su pensamiento?». Y a continuación me dio un consejo saludable con respecto a aquel asunto. Esto me ocurrió con frecuencia. Aquel que lo conoce todo es mi testigo. Pero entremos en algunos detalles y empecemos por cosas del espíritu.

Había en Siena un caballero quien a la nobleza del nacimiento agregaba gloriosas hazañas y que ostentaba el nombre de «señor» Nicolás de Sarasio. Este noble, después de haber pasado la mayor parte de su vida en los campos de batalla, se había retirado al hogar doméstico   —143→   con el fin de disfrutar de las comodidades y la tranquilidad que podía proporcionarle su fortuna. La eterna bondad que no quiere la muerte de nadie inspiró a la esposa de este caballero y algunos parientes piadosos el designio de inducirle a confesarse y hacer penitencia por los muchos pecados que indudablemente había cometido durante su vida; pero él, atraído por las cosas de la tierra desdeñó la piadosa insinuación.

En esta época la bienaventurada Catalina alumbraba a la ciudad de Siena con sus virtudes y era particularmente notable por la conversión de los pecadores más endurecidos, quienes, o bien se consagraban por completo al Señor o abandonaban en parte sus malas costumbres. Las personas que estaban tan interesadas en la salvación eterna del caballero, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, le pidieron que tuviese una entrevista con Catalina, a lo que él contestó: «-¿Qué tengo yo que ver con esa buena mujer? Por favor, ¿díganme qué servicio puede hacerme?». La esposa, que sentía gran veneración por la Santa, fue a visitar a esta informándola de lo endurecido que estaba su marido y pidiéndole encarecidamente que orase por él.

Y ocurrió que una noche Catalina se apareció en sueños a nuestro caballero y le dijo que atendiese los consejos de su esposa o de lo contrario estaría en gran peligro su eterna salvación. Al despertar dijo él a su mujer: «-Esta noche he visto en sueños a esa Catalina de quien me has hablado tantas veces; me gustaría tener una entrevista con ella y ver si realmente es tal como yo la he visto». La mujer, llena de alegría, se apresuró a poner a la Santa en conocimiento de los deseos de su esposo, y convino con ella la oportunidad en que podría realizarse el encuentro de ambos. Finalmente, el caballero conversó con Catalina, se convirtió por completo y prometió confesar sus pecados a Fray Tomás. Fue fiel a la gracia y cumplió su promesa.

Una mañana este hombre, a quien yo ya conocía, se encontró conmigo mientras yo regresaba de la ciudad en dirección a mi convento y me preguntó dónde podría encontrar entonces mismo a Catalina. Yo le contesté: «-Probablemente en nuestra iglesia. -Le ruego -repuso él- que me conduzca allá, porque necesito hablar con ella». Yo asentí con la mejor voluntad y al entrar en la iglesia en su compañía, llamé a una de las compañeras de la Santa y le pedí hiciese llegar hasta ella la petición del caballero.

Catalina se alzó del lugar donde estaba orando y avanzó hacia el visitante, a quien saludó con gracia y cortesía.   —144→   El anciano caballero, después de hacerle una profunda inclinación, le dijo: «-Madame, ya hice todo lo que usted me indicó; confesé todos mis pecados a Fray Tomás, quien me impuso una penitencia que estoy dispuesto a cumplir». Catalina contestó: «-Ha obrado usted sabiamente cuidando la salvación de su alma; ahora evite sus antiguas prácticas y combata tan valerosamente por Nuestro Señor Jesucristo como antes lo hizo por el mundo». Y agregó: «-Señor, ¿ha confesado usted todos sus pecados?». Y como él le asegurase que no recordaba haber omitido ninguno, ella insistió: «-Examine bien su conciencia y vea si se le ha olvidado algo».

Él afirmó de nuevo haber confesado todo lo que recordaba. Entonces Catalina le llevó aparte y en voz baja le recordó un grave pecado que él había cometido secretamente hacía ya muchos años, cuando estaba en las Apulias. El hombre, asombrado, recordó y fue inmediatamente en busca de Fray Tomás, ante quien completó su confesión. No pudiendo guardar silencio con respecto a este milagro, refirió a todas sus relaciones el caso y a partir de aquel día obedeció las indicaciones de Catalina con ejemplar sumisión.

Antes de haber tenido el privilegio de relaciones de una manera inmediata con la bienaventurada Catalina, había vivido yo durante mucho tiempo en una ciudad fortificada llamada Montepulciano, donde dirigí por cuatro años un monasterio de religiosas de mi orden. Durante mi estada en dicha ciudad, donde no había convento de frailes predicadores, tenía un solo compañero y encontraba especial placer en conversar con hombres de la localidad que iban a visitarme. Fray Tomás, el confesor de Catalina, y Fray Jorge Naddo, que actualmente es profesor de Teología, me propusieron entrevistarse conmigo en el convento de Siena con el fin de conversar acerca de cosas del espíritu.

Con el fin de hacer el viaje con mayor rapidez, los dos religiosos pidieron a personas de su relación caballos, y montados en ellos iniciaron su jornada. Cuando se encontraban a unos diez kilómetros del lugar de donde habían salido, cometieron la imprudencia de hacer alto para descansar. Los habitantes de aquellos parajes no eran ladrones de profesión, pero prácticamente se conducían como si lo fuesen, y cuando transitaba por allí algún viajero solo y sin defensa, le asaltaban para robarle y aun a veces le daban muerte con el propósito de ocultar su delito.

Habiendo visto a los dos religiosos que estaban descansando en una posada, se reunieron en número de diez o doce y los esperaron fuera del poblado en una   —145→   encrucijada y cuando pasaron los viajeros los asaltaron brutalmente armados con espadas y lanzas, los derribaron de los caballos y los condujeron arrastrándolos hasta un lugar solitario situado en medio de un bosque. Una vez aquí, los forajidos celebraron consejo, y los religiosos comprendieron claramente que se trataba de matarlos y de enterrar luego sus cadáveres con el fin de ocultar su criminal conducta.

Obligado por las circunstancias, Fray Tomás no escatimó ruegos ni promesas comprometiéndose a no «decir nada» de lo ocurrido si los dejaban en libertad, pero viendo que todo era inútil y que cada vez los iban llevando más adentro del bosque, comprendió que solamente Dios podía ayudarles en tales circunstancias y comenzó a orar con el mayor fervor. Sabiendo lo grata que era al Señor su hija espiritual Catalina, dijo interiormente: «-Catalina, dulce y fervorosa sierva del Señor, ayúdanos en este peligro». Apenas había dicho con el pensamiento estas palabras, cuando uno de los facinerosos, el que precisamente parecía haber recibido el encargo de darle muerte, dijo dirigiéndose a los demás: «-¿Por qué hemos de matar a estos pobres frailes que no nos han hecho ningún mal? Sería un crimen imperdonable. Parecen hombres buenos y no nos harán traición». Unánimemente fue aceptada por todos esta propuesta, y no sólo dejaron a los dos religiosos con vida, sino que les devolvieron todo lo que les habían robado, dinero, ropas y caballos.

Cuando Fray Tomás volvió a Siena, certificó por escrito, y luego me contó a mí que en el instante en que invocó la ayuda de Catalina, esta dijo a una de sus compañeras: «-Mi Padre confesor se encuentra en un gran peligro», y levantándose de donde estaba, fue a su oratorio y se puso a orar. No puede ponerse en duda que fue la eficacia de su plegaria lo que produjo un cambio tan extraordinario en la disposición de los ladrones y podemos suponer también que no cesó en su oración hasta que los religiosos recobraron su libertad y fueron puestos de nuevo en posesión de lo que les había sido robado. Es, pues, evidente que Catalina estaba dotada del espíritu de profecía, pues captó a distancia de más de cuarenta kilómetros una invocación mental que fue dirigida a ella y tuvo el poder de otorgar inmediatamente la ayuda que se le pedía.

Voy a relatar aquí otro caso del cual fui testigo juntamente con Fray Pedro de Velletri, religioso de mi orden, el cual actualmente es penitenciario de San Juan de Letrán. Es una nueva demostración del espíritu de profecía de que estaba dotada Catalina.

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En el momento en que una gran parte de las tierras y ciudades que formaban el patrimonio de la Santa Sede, se rebelaron contra el Sumo Pontífice Gregorio XI (1375), la Santa se encontraba en Pisa; yo la acompañaba. Cuando tuvimos noticia de la defección de la ciudad de Perusa, yo me afligí grandemente al pensar que cristianos sin temor a Dios ni amor a su Iglesia conculcaban de esa manera los derechos de la misma y se burlaban de la excomunión lanzada contra ellos por el representante de Cristo en la tierra. Fui entonces a ver a Catalina, acompañado por Fray Pedro de Velletri; llevaba el corazón angustiado y con ojos llenos de lágrimas le anuncié el triste acontecimiento. Al principio ella compartió nuestro sentimiento y deploró la pérdida de almas y el gran escándalo que afligía a la Iglesia. Pero al cabo de algún tiempo, viendo que estábamos muy deprimidos tanto mi compañero como yo, nos dijo a guisa de consuelo: «-No se apresuren a derramar lágrimas; habrá cosas de mayor importancia por que lamentarse. Lo que ahora ocurre es miel y leche comparado con lo que va a sobrevenir».

Estas palabras, en lugar de consolarnos, aumentaron nuestro sentimiento y yo le dije: «-Madre, ¿es posible contemplar mayor desgracia que los cristianos pierden el amor y el respeto a la Iglesia de Dios, y sin temor a las censuras de la misma, se separan abiertamente de ella? El paso siguiente ¿será acaso negar a Dios?». Catalina me contestó: «-Ahora son los seglares quienes se conducen así; antes de mucho tiempo veremos que el mismo clero se hará culpable». Y como yo presa de intenso asombro exclamase: «-¡Qué horrible! ¿Se rebelará el clero contra el Sumo Pontífice?», ella prosiguió: «-Cuando el Santo Padre intente reformar su moral, los eclesiásticos ofrecerán a la Iglesia el espectáculo de un gran escándalo. Se insubordinarán y se separarán de ella como verdaderos heresiarcas». Estas palabras me dejaron sobrecogido por la emoción, y pregunté: «-Madre, ¿habrá una nueva herejía? -No será una verdadera herejía -me contestó- pero dividirá a la Iglesia y a toda la Cristiandad; ármese de paciencia, pues se verá obligado a presenciar muchos infortunios».

Guardé silencio y esperé, pues pensaba que iba a descubrirme otras muchas cosas, pero para no aumentar mi aflicción, declinó hacer otras predicciones. Confieso que a causa de la oscuridad de mi inteligencia no había comprendido bien lo que me había dicho, porque creí que todo eso habría de ocurrir durante el pontificado de Gregorio XI. Cuando falleció este, yo había olvidado ya la profecía, pero cuando le sucedió Urbano VI y la Iglesia se escindió con el cisma, vi el cumplimiento de   —147→   lo que Catalina me había dicho. Reprochándome lo obtuso de mi inteligencia, intenté mantener con ella otra conversación acerca de este asunto. Dios me otorgó este privilegio cuando obedeciendo a una orden del Sumo Pontífice, Catalina fue a Roma a los comienzos del cisma. Entonces le recordé lo que me había dicho algunos años atrás; ella no lo había olvidado y agregó: «-Entonces le dije a usted que aquella era miel y leche comparado con lo que vendría después, y ahora le aseguro que lo que aquí ocurre es un juego de niños en proporción con lo que vendrá en los territorios vecinos». Con estas palabras quiso designar a Sicilia, la provincia romana y la región limítrofe. El cielo y la tierra pueden ser testigos del cumplimiento de esta predicción.

Reinaba entonces la reina Juana, pero después ¿quién podría describir los infortunios que sobrevinieron sobre ella y su reino, sobre su sucesor y sobre los extranjeros que entraron en sus estados? Las depredaciones que asolaron aquel infortunado país son universalmente conocidas. Resulta pues evidente que la bienaventurada Catalina estaba dotada del don de la profecía en tal alto grado que leía en el futuro, no importa cuál fuese la importancia de los acontecimientos que estaban destinados a ocurrir.

Y para que no se pueda decir lo que Achab había dicho de Micheas (4 REYES XII, 8), «sus profecías anuncian siempre el mal y no el bien», presentaré a mis lectores algo dulce después de lo amargo.

Estando en Roma pregunté a Catalina qué habría de ocurrir a la Iglesia después de estas miserias, y ella me contestó: «-Una vez que hayan pasado estas tribulaciones y pruebas, purificará Dios a su Iglesia por medios desconocidos de los hombres; levantará las almas de los elegidos de estas miserias y la reforma será tan bella, la renovación de sus ministros tan perfecta, que la visión de ese futuro llena mi alma de alegría en el Señor. Muchas veces he hablado a usted de las heridas, de la desnudez de la esposa de Cristo, pero para entonces estará radiante de belleza, resplandeciente de joyas y coronada con una diadema de virtudes; los fieles se regocijarán con la santidad de sus pastores y los infieles atraídos por el buen olor de Jesucristo, volverán al redil y se rendirán al jefe y pastor supremo de sus almas. Demos gracias a Dios por la gran calma que dará a su Iglesia después de estas tempestades».

No dijo más. Y yo que sé que el Todopoderoso es más pródigo en sus misericordias que en sus rigores, tengo la firme esperanza de que todos los males que suceden ahora se convertirán en bendiciones y que lo dicho por la bienaventurada Catalina sobrevendrá.

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Como estoy tratando ahora de las profecías de Catalina, creo que este es el mejor lugar para confundir la ignorancia de aquellos que tienen la presunción de poner argumentos contra su sinceridad y esparcen vergonzosas calumnias contra su santidad. Para dar un aparente colorido a sus falsedades dicen que Catalina predijo una gran cruzada y que ella y sus discípulos seguirían a los cristianos en su viaje a la Tierra Santa. Como tanto Catalina como aquellas personas que la acompañaban han muerto ya y por consiguiente tal peregrinación sería imposible, sacan la consecuencia de que sus palabras no fueron proféticas, sino meras divagaciones indignas de prestárseles atención.

Reconozco que Catalina siempre deseó una cruzada y que procedió con diligente celo con la esperanza de que llegase a cumplirse este deseo, que fue, puedo decirlo también, el motivo principal de su ida a la ciudad de Avignon. Reconozco también que intentó persuadir al Papa Gregorio para que organizase una guerra santa; soy testigo de ello, porque cuando ella conversó con el Soberano Pontífice acerca de este asunto, actué como intérprete, pues Gregorio XI hablaba en latín y ella en el dialecto de Toscana. El Papa le dijo: «-En primer término debe restablecerse la paz entre los cristianos; entonces podremos organizar una cruzada». Catalina replicó: «Santo Padre, no hay mejor manera de restablecer la paz entre los cristianos que emprender una cruzada. Todos esos soldados turbulentos que ahora mantienen la división entre los fieles, se prestarán animosos a combatir por la causa de Dios; muy pocos se rehusarán a servir a Dios en la profesión que les agrada, y que será un medio de expiar sus pecados y el fuego se extinguirá entonces por falta de combustible. De esta manera se conseguirán simultáneamente varias cosas buenas: la paz sobrevendrá para aquellos cristianos que la desean y se salvarán grandes pecadores desviando sus actividades hacia otro lado. Si obtienen importantes victorias, Vuestra Santidad podrá tratar con príncipes cristianos; si caen, habrá procurado la salvación de sus almas a punto de perecer. Esto, con la perspectiva además de que muchos sarracenos se convertirían a nuestra santa fe». Estas palabras prueban el celo con que trabajaba Catalina para organizar la cruzada.

Dicho esto, declaro a esos calumniadores que jamás oí a Catalina decir que la tal cruzada llegaría a realizarse. Por el contrario, siempre la encontré muy reservada con respecto a este punto, sin señalar fechas, sino resignándose en todo a los designios de la Divina Providencia. Expresaba su esperanza en que Dios dirigiría una mirada   —149→   de misericordia sobre su pueblo y que de esta manera se salvarían muchos, tanto creyentes como infieles, pero nadie podrá afirmar que indicó jamás la fecha en que se realizaría la cruzada y que dijese que ella la seguiría en compañía de sus discípulos. Si hay alguien que lo haya entendido de esta manera, es porque ha dado una mala interpretación a sus palabras.

La persona que fue objeto de la siguiente profecía se la cuenta diariamente a cuantos tienen deseos de escucharla.

Vivía en Siena, en la época de mi relación, con Catalina, un joven de noble linaje, pero que al mismo tiempo tenía viles y despreciables costumbres. Había perdido a sus padres a edad temprana y la gran libertad de que gozara desde entonces, le condujo a las más vituperables prácticas. Contrajo enlace con una jovencita y aunque esta unión debiera haberle incitado a reformar su vida, no ejerció sobre él los beneficiosos efectos que fueran de desear. Uno de los compañeros de Francisco Malevolti -que así se llamaba y se llama todavía, pues vive aún- era discípulo de Catalina, tuvo compasión de su alma y le invitó a ir con él para escuchar las palabras edificantes de la «Santa». Él accedió y durante algún tiempo dio muestras de haberse arrepentido, pues moderó sus desórdenes aunque sin abandonarlos por completo. Recibió las saludables lecciones de Catalina y sus admirables ejemplos y hasta los puso en práctica; pero volvió a sus costumbres anteriores, especialmente al juego, vicio del que era muy apasionado.

Catalina, que rogaba frecuentemente por la salvación de este mozo, le dijo un día en el ardor de su celo: «-Usted viene a visitarme con frecuencia, y luego vuela como un pájaro sin domesticar y retorna a sus vicios. Vuele todo lo que usted quiera, pues llegará el día en que Dios me permitirá echarle un lazo al cuello y de esa manera quedarán cortados esos vuelos». Catalina falleció sin que se hubiesen cumplido sus palabras y el pobre Francisco recayó de nuevo en sus pecados. Pero su fiel amiga hizo más por él cuando se fue al cielo que había hecho con sus consejos sobre la tierra. Francisco perdió en edad temprana a su esposa; luego a la madre de esta y por fin a otras personas que eran otros tantos obstáculos para su salvación. Una vez que hubo quedado solo tuvo oportunidad de reflexionar profundamente en la vida que llevaba y renunció al mundo para ingresar en la orden de los Olivetanos, donde perseveró por la gracia de Dios y los merecimientos de su protectora. Siempre atribuyó su conversión a aquella que   —150→   se la había predicho y en la actualidad refiere la historia de la misma a cuantos quieren escuchársela.

Para poner punto final a este aspecto de la vida de Catalina, voy a relatar un hecho del que Dios me concedió que fuese testigo, pero que puede apreciar mejor que yo don Bartolomé de Rávena, que era entonces, y aún lo es, prior de la Cartuja de la isla Gorgona, situada a treinta millas del puerto de Livorna. Este religioso, en quien una piedad fervorosa se une a una gran prudencia, era muy adicto a Catalina y extraía gran provecho espiritual de sus admirables enseñanzas. Frecuentemente la urgía a que fuese a pasar un día en la isla con el fin de que tanto él como los religiosos que estaban bajo su dirección pudiesen escucharla y sacar espiritual provecho de sus consejos. Con ese propósito me pidió que interpusiese ante la Santa mi influencia hasta que esta accediese a su pedido. Catalina consintió al cabo y emprendimos viaje en dirección a la isla unas veinte personas.

La noche de nuestra llegada el prior de los cartujos alejó a la santa y a sus compañeras a una milla de distancia del monasterio, y a la mañana siguiente condujo a sus monjes a la presencia de Catalina pidiendo a esta que les dirigiese algunas palabras de edificación. Ella se rehusó al principio alegando su incapacidad, su ignorancia y su sexo, diciendo que lo más apropiado en el caso presente era que ella escuchase a los siervos de Dios y no que ellos la escuchasen a ella. Pero vencida por los ruegos del padre y de sus hijos espirituales, comenzó a hablar y dijo lo que el Espíritu Santo le inspiraba acerca de las numerosas tentaciones e ilusiones que el demonio presenta a los solitarios y de los medios para vencer estas tentaciones y conseguir una completa victoria sobre el enemigo común de las almas. Todo lo dijo con tal método y de una manera tan clara y distinta que los que la oyeron, yo entre ellos, quedamos asombrados.

Cuando terminó, el prior se volvió hacia mí y me dijo con admiración: «-Querido hermano Raimundo, yo confieso a estos religiosos y por consiguiente conozco los defectos de cada uno de ellos. Le aseguro que si esta santa mujer hubiese oído como yo sus confesiones, no habría hablado de una manera más precisa y ajustada a las necesidades espirituales de cada uno de ellos. No dejó de lado ninguna de sus necesidades y no dijo una sola palabra inútil. Es evidente que posee el don de la profecía y que dice lo que le inspira el Espíritu Santo».

Agregaré antes de terminar este capítulo que en muchas oportunidades me predijo muchas cosas con respecto a las cuales yo no tenía la menor sospecha, pero que   —151→   fueron cumplidas al pie de la letra de acuerdo con sus palabras. Por ahora declino hablar de ellas, limitándome, como hice hasta ahora, a lo que les ocurrió a otros, entre otras cosas el terrible castigo que habrán de sufrir algunos perseguidores de la Iglesia Católica. Pero aun con respecto a este punto me abstengo de citar nombres a causa de la maldad propia de la época que corremos y para evitar que se excite contra la memoria de la Santa el veneno de sus detractores.



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ArribaAbajo Capítulo X

En el que se trata de los milagros obrados por Dios mediante Catalina sobre cosas inanimadas


La suprema justicia quiere que todas las cosas obedezcan a quienes son perfectamente obedientes a Dios. Catalina obedeció a Dios con perfección y todas las criaturas fueron en consecuencia obedientes a sus mandatos.

En la época en que Catalina vivía en la ciudad de Siena y anteriormente a mi relación con ella, residía allí una joven viuda llamada Alesia, la cual profesaba a la Santa un afecto tan grande que la vida le resultaba desagradable si no disfrutaba de su compañía. Ansiosa por vestir el santo hábito que llevaba Catalina, abandonó su propia casa para ocupar otra al lado de la de su amiga y de esta manera poder verla con mayor frecuencia. De aquí que también Catalina dejase algunas veces el techo paterno para pasar con Alesia algunos días y a veces semanas y hasta meses enteros.

Un año el trino era escaso; en muchas casas se echó a perder a causa de la humedad y como no había otra cosa mejor, Alesia se vio obligada a comprar de aquel trigo averiado. Al acercarse la cosecha que se anunciaba abundante, el mercado se abarrotó de trigo de excelente calidad. Alesia tenía en su casa harina hecha con el trigo en malas condiciones y pensó tirarla y renovar sus provisiones comprando grano del que acababa de ponerse en venta. Como hablase con Catalina acerca de sus propósitos, esta le dijo: «-¿Por qué tirar lo que Dios ha dado para sostenimiento del hombre? Si no te agrada el sabor de ese pan, dáselo a los pobres que no tienen ninguno». Alesia contestó que sentía escrúpulos de conciencia en dar a los pobres un pan de tan mala calidad y que prefería dar por perdida esa harina, y hornear gran cantidad de pan con la nueva y repartirlo entre los necesitados. Catalina replicó: «-Prepara el agua y trae la harina que piensas tirar; yo haré el pan y se lo distribuiremos a los pobres de Jesucristo».

Catalina amasó la harina y con una pequeña cantidad de aquella pasta mala hizo tantos panes y con tanta   —153→   rapidez, que Alesia y sus criadas que la estaban mirando no podían salir de su asombro. Para el número de panes que la bendita Catalina presentó a su amiga, habría sido necesaria una cantidad de harina cuatro o cinco veces mayor. Alesia los colocó en las tablas como de costumbre antes de ponerlos en el horno, notando con verdadero asombro que aquella masa no tenía el mal olor que las hechas por ella con la misma harina.

Cuando estuvo horneado el pan, Catalina hizo que lo sirviesen en la mesa y los que comieron de él declararon que no solamente carecía del mal sabor del otro pan hecho con la misma harina, sino que jamás habían gustado un pan tan delicioso.

El hecho fue puesto en conocimiento de Fray Tomás, quien fue, acompañado por otros religiosos de gran saber a enterarse de los detalles de aquel asunto, y estas personas piadosas quedaron llenas de admiración al ver la cantidad de panes que se habían hecho con tan poca harina, deshaciéndose también en elogios con respecto a la calidad del pan.

Un tercer prodigio sucedió a los anteriormente mencionados. Los panes fueron distribuidos abundantemente tanto a los pobres como a los religiosos; en la casa no se consumía otro pan y sin embargo, siempre había en la despensa. El Señor, por consiguiente, había, realizado tres milagros por intercesión de su sierva: En primer lugar había corregido la mala calidad de la harina; luego aumentó la masa que se había formado con ella y, finalmente multiplicó los panes en forma tal que no obstante el consumo que se hizo de ellos, duraron sin agotarse varias semanas. Muchas personas piadosas conservan todavía pedazos de este pan milagroso y algunas lo tienen todavía en su poder, a pesar de haber transcurrido ya veinte años desde que se realizó el milagro.

Catalina vivía todavía cuando yo tuve conocimiento del mencionado prodigio y como tuviese deseo de saber con mayores detalles lo ocurrido, la interrogué privadamente con respecto a tal acontecimiento. Ella me dio la siguiente respuesta: «-Yo experimenté un ardiente deseo de evitar que se tirase lo que Dios había destinado para alimento nuestro y al mismo tiempo sentí una gran compasión para con los pobres. Animada de estos sentimientos fui adonde estaba el arca que contenía la harina. Entonces se me apareció la bendita Virgen María acompañada por santos y ángeles ordenándome que hiciese lo que había proyectado. Al mismo tiempo que yo amasaba la harina, ella se dignó ayudarme en el trabajo con sus santísimas manos. Fue la virtud que emanaba de sus sagradas manos lo que aumentó la cantidad de los panes.   —154→   Una vez que había dado forma a uno de ellos, me lo pasaba a mí y yo a mi vez se los entregaba a Alesia y a la sirvienta».

Yo le dije entonces: «-Madre, ahora no me admira que el pan tuviese un sabor tan delicioso, pues estaba amasado y formado por las gloriosas manos de la gran Reina en cuyo seno virginal la augusta Trinidad tuvo a bien formar el pan bajado del Cielo y que da la vida al creyente». Ayudando de esta manera a Catalina la Madre del Mundo se dignó mostrarnos que así como nos dio un pan milagroso aunque material, también por su intercesión llegaba a nosotros el pan espiritual de nuestra salvación.

Habiendo hablado de esta multiplicación del pan, continuaremos con el mismo asunto recordando lo que ocurrió en el último período de su vida. Mis testigos son dos «Hermanas de Penitencia» de Santo Domingo, que todavía viven y que en la actualidad se encuentran en Roma. La primera es Lisa, cuyo nombre resultará familiar a mis lectores; la segunda se llama Juana de Capo, y entonces se encontraba en Siena. Las dos acompañaron a Catalina cuando el Papa Urbano VI, de feliz memoria, ordenó a la Santa que fuese a la ciudad eterna.

Catalina fue acompañada por numerosas personas: unas movidas por el deseo de visitar los lugares santos de la ciudad; otras para solicitar algún favor al Soberano Pontífice y las más atraídas por la conversación de Catalina, tan provechosa para el bien de las almas. Debo agregar también que a ruego de la Santa el Papa autorizó a varios religiosos para que fuesen con ella a Roma. A todas estas acompañantes ofreció Catalina hospitalidad, ella que no tenía nada en el mundo; pero su confianza en Dios era tan grande que no se habría arredrado ante la perspectiva de tener como huéspedes a un centenar de personas, pues sabía que los tesoros de Dios son inagotables. Al principio de su llegada sólo tenía con ella a unas veinticuatro compañeras, pero el número fue aumentando considerablemente.

En la casa donde se hospedó con todo su séquito estableció un orden admirable: una de sus asociadas era designada semanalmente para que se ocupase de las cosas domésticas con el fin de que las demás pudiesen ocuparse de Dios y cumplir las obras piadosas propias de su estancia en la ciudad santa, y que habían sido la razón principal de su viaje a la misma.

A Juana de Capo le correspondieron las funciones de ama de casa. El pan que se consumía en la casa era obtenido de limosna, y Catalina había recomendado a la persona que estuviese a cargo de este renglón que avisase   —155→   con un día de anticipación cuando iba a faltar el pan, pues así podrían tomarse las medidas conducentes a su obtención. Pues bien, Dios permitió que a Juana se le olvidase en una oportunidad esta recomendación; una noche se terminó casi todo el pan y no sólo no había avisado a Catalina sino que no disponía de medio alguno para conseguirlo. Apenas había pan para cuatro personas, y Juana reconociendo su negligencia fue pensativa y mortificada adonde estaba Catalina para confesarle su falta y solicitar su ayuda en aquella emergencia.

La Santa le dijo: «-Hermana, que Dios la perdone por habernos colocado en esta situación, a pesar de la orden que le di. Ahora toda la comunidad está hambrienta y como es tan tarde y falta tan poco tiempo para la hora de la cena, ¿dónde podremos conseguir el pan que necesitamos?».

Juana se lamentó confesando su falta y diciendo que merecía una penitencia.

-Diga a los siervos de Dios que se sienten a la mesa -ordenó Catalina. Y como Juana observase que había tan poco pan que partiéndolo entre todos ninguno tendría suficiente, la santa repuso-: Dígales que empiecen a comer con lo poco que se les ha servido y esperen a que Dios provea a sus necesidades -Dicho esto se retiró a orar.

Juana cumplió sus órdenes y distribuyó entre todos la escasa cantidad de pan que había. Los comensales, debilitados y hambrientos a consecuencia de los continuos ayunos pensaron que las raciones servidas eran muy escasas y que apenas bastarían para empezar. Pero comenzaron a comer y siguieron comiendo hasta estar satisfechos, porque a medida que iban consumiendo el pan que había en la mesa se multiplicaba, de manera que siempre había algo sobre ella, cosa que en medio de todo no debe causar sorpresa pues era obra de Aquel que con cinco panes satisfizo en una oportunidad la necesidad de cinco mil personas.

Todos los comensales estaban asombrados, pues el milagro era evidente, y preguntaron en qué estaba ocupada Catalina en esos momentos. Cuando supieron que estaba orando, las dieciséis personas presentes estuvieron de acuerdo al decir: «-Su oración nos ha traído el pan del cielo; la pequeña cantidad que se nos sirvió, muy lejos de disminuir ha aumentado». Después de la comida quedó tanta cantidad de pan sobre la mesa que bastó para que comieran todas las hermanas de la casa y otras personas que luego participaron de él, quedando todavía gran cantidad, que luego se repartió como limosna a los pobres.

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Lina y Juana, que fueron testigos presenciales de este milagro, me refirieron otro parecido a él, realizado por Dios también por la intercesión de Catalina. Ocurrió en la misma casa y el mismo año, durante la cuaresma, y en una semana en que Francisca -una hermana de Penitencia de Santo Domingo, compañera espiritual de la Santa en la tierra, y yo confío que también en el cielo- desempeñaba las funciones de ama de casa.

No quiero pasar en silencio lo que me ocurrió a mí después de haberse ido Catalina a la mansión de les bienaventurados; testigos de ello fueron todos los frailes que por aquel entonces se encontraban en el convento de Siena. Sucedió hace casi cinco años. Yo estaba en dicha ciudad y a pedido de los hijos espirituales de la Santa, había empezado a escribir su vida.

Se me ocurrió la idea de que la cabeza de la Santa, que había sido llevada de Roma a Siena y que yo había adornado lo mejor que supe, poniendo en ello toda la habilidad de que era capaz, todavía no había sido expuesta al público y honrada en la forma que le era debido. Pensé que podía designarse un día para la solemne recepción de tan preciosa reliquia en el convento y que los religiosos podrían cantar el oficio del día, puesto que no estaba permitido uno particular, ya que el Sumo Pontífice no la había inscripto aún en el catálogo de los bienaventurados. La fiesta se realizó, con gran satisfacción de religiosos y seglares, y de una manera especial de aquellas personas a quienes ella había dirigido espiritualmente. Yo invité a sus discípulos más fieles al refectorio y recomendé al hermano lego que les atendiese con particulares consideraciones.

Cuando se hubieron terminado los oficios divinos y llegó el momento del almuerzo, el hermano encargado de la despensa se presentó ante el superior del convento y le dijo con expresión melancólica que no había pan suficiente para los religiosos que comían en el primer turno, y por lo tanto tampoco lo habría para los invitados, que eran en número de veinte. En vista de este informe, el prior trató de comprobar por sí mismo la situación, y una vez que lo hubo hecho, envió inmediatamente al hermano encargado del refectorio, junto con fray Tomás (el primer confesor de la Santa), a las casas de algunos amigos de la orden con el fin de que les facilitasen el pan que se necesitaba. Pero como tardasen demasiado en regresar, el prior ordenó que el pan que había en la casa fuese llevado a la mesa donde estaban los invitados juntamente conmigo.

Y como los que habían salido en busca del pan no regresaban, el prior dio orden a los religiosos que se sentasen   —157→   a la mesa y que empezasen a comer. Ahora bien: fuese en la despensa o en la misma mesa o en cualquier otra parte, el caso fue que el pan se multiplicó en tal forma por la intercesión de Catalina, que todo el convento, tanto en el primero como en el segundo turno, hubo pan en abundancia, habiéndose alimentado con él cincuenta religiosos cuando apenas había para cinco.

Cuando llegaron los frailes mendicantes, se les dijo que su colecta de pan serviría para otra vez, pues Dios había proveído abundantemente a las necesidades de sus siervos.

Después de la comida conversé con nuestros invitados, y estaba refiriéndome a las virtudes de Santa Catalina, cuando llegó el prior con otros religiosos y nos contaron el milagro que acababa de tener lugar. Entonces dije a mis oyentes: «-Nuestra bendita madre no ha querido privarnos en el día de su fiesta de un prodigio que realizó con frecuencia durante su paso sobre la tierra. Esta es una prueba de que acepta nuestro homenaje y está con nosotros. Demos pues gracias a Dios y a ella por su maternal bondad».

Además de los hechos maravillosos anteriormente relatados, Dios obró muchos otros milagros por intercesión de su esposa: sobre flores, por ejemplo, pues la Santa era muy aficionada a esta poesía de la naturaleza; sobre objetos rotos o dañados, y sobre toda clase de cosas inanimadas, pero quiero pasarlos por alto para no incurrir en prolijidad. Sin embargo, voy a permitirme narrar un hecho atestiguado por más de veinte personas, entre las cuales me cuento, y que es muy conocido de los ciudadanos de Pisa.

En el año 1375, Catalina y su comitiva se alojaron en la casa de Gerardo Buonconti. Durante su estada en dicha ciudad, los continuos éxtasis debilitaron en tal forma su cuerpo que todos pensamos estaba a punto de morir. Yo sentía mucho el tener que perderla, y durante mucho tiempo estuve pensando en la manera de hacerla revivir. Ella experimentaba verdadero horror hacia la carne, los huevos y el vino, y con más razón -pensé- se negaría a tomar cualquier clase de cordiales. Viendo que por este lado nada adelantaría, le pedí que me permitiese poner un poco de azúcar en el agua fría que estaba bebiendo, a lo que ella me contestó: «-¿Quiere usted extinguir en mí los pocos restos de vigor que me quedan? Cualquier cosa dulce es un veneno para mí».

Gerardo y yo tratamos de encontrar algún remedio contra la extrema debilidad de Catalina. Yo recordaba haber visto en casos parecidos frotar las muñecas y las   —158→   sienes del enfermo con vino de Vernaceia y conseguir de esta manera un sensible alivio. Propuse a Gerardo intentar la administración de este remedio externo, ya que interiormente se negaba a tomarlo. Me informó él que un vecino suyo tenía un casco de esta clase de vino y que no habría dificultad alguna en conseguir una pequeña cantidad de él.

La persona enviada con esta comisión describió los desvanecimientos que sufría Catalina a causa de su extrema debilidad, y en nombre de Gerardo pidió una botella del vino en cuestión, a lo que el vecino, cuyo nombre he olvidado, contestó: «-Amigo, con mucho gusto le daría a Gerardo el casco entero, pero hace ya dos meses que está completamente vacío. Lo siento mucho, y para que vea que no le miento, venga a verlo». Condujo al visitante a la bodega, y este pudo apreciar exteriormente que el casco estaba vacío. Sin embargo, el dueño, para darle una seguridad mayor, introdujo dentro del mismo la vasija de que se servía para extraer el vino de las cubas, y ¡cuál no sería su asombro cuando apareció el recipiente lleno de vino de Vernaceia, en tanta abundancia que rebosó hasta derramarse en el suelo! El dueño de casa, estupefacto, llamó a las personas de la casa y les preguntó si habían echado vino en el casco. Todos declararon que hacía ya tres meses por lo menos que estaba vacío y que a ninguno se le había ocurrido echar vino en él. La noticia se desparramó por la vecindad y todos acudieron a ver el milagro.

El que había ido en busca del vino llenó con él una botella y corrió a comunicarnos lo que ocurría. Los numerosos hijos espirituales de Catalina se regocijaron en el Señor y dieron gracias por este milagro al esposo de las vírgenes.

Habiéndose restablecido la salud de Catalina, esta fue a visitar al nuncio apostólico que acababa de llegar a Pisa. La ciudad entera estaba alborotada y los habitantes de la misma salieron a la calle para ir al encuentro de la Santa. «-Miren -decían-; ella no bebe vino y ha llenado una cuba con vino milagroso». En cuanto Catalina se dio cuenta de esta conmoción popular, vertió lágrimas y elevó sus oraciones al Señor, quejándose a Él de esta manera: «-Señor, ¿por qué afliges el corazón de tu humilde servidora haciéndola objeto de las miradas de todo el mundo? ¿Todos tus siervos pueden vivir en paz entre la gente menos yo? ¿Quién solicitó de tu bondad ese vino? Durante muchos años me he estado privando del vino por inspiración tuya y he aquí que el vino está cubriéndome de ridículo. En nombre de tus misericordias te conjuro para que seques tan pronto como   —159→   sea posible ese vino, de manera que cese la excitación de la gente provocada por ese motivo».

Parecería como si Dios fuese incapaz de negarse al pedido de su sierva formulado de una manera tan humilde y fervorosa, y realizó un segundo milagro, que en mi concepto fue más grande que el primero. El casco de madera estaba lleno hasta rebosar de vino superior y a pesar de que todos los vecinos acudían a la bodega donde se realizara el prodigio para llenar por devoción todo género de vasijas, la cantidad no disminuía. Pero repentinamente el vino se convirtió en una especie de sedimento espeso, y lo que momentos antes fuera un licor de primera calidad, de exquisito aroma y gusto delicioso, se convirtió en algo repugnante al paladar y completamente inepto para ser bebido. Por consiguiente, el dueño de la bodega y los que habían acudido para llevarse el vino se vieron obligados a guardar silencio acerca del milagro, avergonzados, pues ninguno quería contar un hecho que había terminado de una manera tan desagradable. Hasta los mismos discípulos de Catalina se sintieron defraudados por el cambio, aunque se mostraron alegres por lo ocurrido y dieron gracias a Dios por haber librado a su esposa de las atenciones de los hombres.

En el primer milagro mostró Nuestro Señor cuán agradable era Catalina ante sus ojos y en el segundo cuán profundamente sumisa era ella a la divina voluntad; en el primero se pusieron de manifiesto las gracias que le había otorgado el Señor, y en el segundo la sabiduría de la Santa, porque donde reina la humildad vive también la sabiduría. Por esta razón San Gregorio en el libro primero de sus diálogos, afirma que la sabiduría está por encima de los prodigios y los milagros. Está claro que la virtud de la humildad, sin la cual no puede existir la prudencia, fue la causa del segundo milagro y lo hizo más admirable que el primero. Pero el corazón carnal no puede comprender estas cosas, y esto no es de extrañar porque la prudencia de la carne no es ni puede ser sumisa a la voluntad de Dios. (ROM. VIII, 7).



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ArribaAbajoCapítulo XI

Que trata de las frecuentes comuniones de Catalina y de los milagros obrados por Dios mediante su intercesión, relacionados con la Sagrada Eucaristía y las reliquias de los Santos


Querido lector, Dios sabe que sería mi deseo dar por terminada esta biografía a causa de las numerosas ocupaciones que me apremian por todas partes; pero cuando medito en la vida de Catalina, son tantos los hechos maravillosos que se ofrecen a mi mente, que en conciencia me veo obligado a agregar cada día cosas nuevas y a ampliar este volumen más allá de los límites que me había propuesto al principio.

Es bien sabido de cuantos están al tanto de la vida de Catalina, con cuánto respeto y cuán profunda devoción se acercaba al cuerpo de Nuestro Señor encerrado en la Sagrada Eucaristía. Era voz pública que comulgaba todos los días y que podía vivir sin tomar ninguna clase de alimentos. Esto no es exacto, pero quienes lo decían creíanlo piadosamente y glorificaban por ello a Dios que obra maravillas en sus santos. Catalina no recibía diariamente la sagrada comunión, sino con mucha frecuencia. Algunas personas, que más tenían de infieles que de cristianas, murmuraban de estas comuniones frecuentes. Por lo tanto consideré como una obligación mía defender a la Santa y esas personas no encontraron argumentos para oponer a las razones que les ofrecí, razones basadas todas ellas en las vidas y los escritos de los santos y las prácticas de la Iglesia.

Está probado en la obra de San Dionisio, acerca de la Jerarquía Eclesiástica que, en la primitiva Iglesia los fieles de uno y otro sexo recibían diariamente el Santo Sacramento de Altar. Este parece ser el significado de las palabras de San Lucas cuando en los «Hechos de los Apóstoles», habla de «partir el pan». Y en una ocasión agrega «cum exultationes» o sea, con alegría (AT. II, 46), palabras que solamente pueden aplicarse al alimento eucarístico. En la cuarta petición de la oración dominical, en la que solicitamos del Señor el pan nuestro de cada día, se hace referencia a la sagrada comunión, y esta interpretación, lejos de rechazarse debe   —161→   ser aceptada con amor. Nuestra Santa Madre la Iglesia tiene en el canon de la misa una oración para aquellos que comulgan juntamente con el sacerdote, oración que dice no sin motivo: Supplices te rogamus, omnipotens Deus, jube haec perferri per manus sancti angeli, o sea: «Humildemente te rogamos, oh Dios omnipotente, que esta hostia sea llevada por las manos de los santos ángeles». Y la oración prosigue: Ut quotquot ex hac altaris participatione sacrosanctum Filii tui corpus et sanguinem sumpsrimus, etc. «De manera que por esta participación en el altar podamos recibir el cuerpo y la sangre de tu divino hijo».

De aquí que todos los santos padres enseñen que los fieles que no tienen conciencia de pecado mortal y sienten devoción, no solamente pueden sino que tienen derecho a acercarse a la divina mesa con provecho para su salvación. ¿Quién, por consiguiente, se atreverá a prohibir a una persona de vida santa e irreprochable estos medios de hacer rápidos progresos en el camino de la perfección? No vacilo en afirmar que, negar la sagrada eucaristía a quienes humildemente solicitan este sacramento conmemorativo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, les hacen un considerable mal.

A pesar de todo lo que acabo de decir, todavía hay quienes insisten en afirmar que no debe permitirse a los fieles, cualquiera sea su tendencia a la perfección, recibir este sacramento más que una vez por año. En apoyo de sus ridículas opiniones, algunos de estos espíritus orgullosos, que carecen de devoción y del conocimiento de las Santas Escrituras, citan un pasaje de San Agustín, en el que este santo dice que ni critica ni alaba a los que comulgan diariamente. Este gran doctor de la Iglesia quiso decir que la comunión diaria es buena, pero que a veces puede resultar peligrosa; somete su opinión al juicio de Dios y se abstiene de dar una solución definitiva a la cuestión. Y si aquel genio espléndido, aquel príncipe entre los doctores, es tan reservado, no acierto a comprender cómo quienes le comentan, pueden resolver ese punto con tanta seguridad. Recuerdo la respuesta que dio en cierta ocasión Catalina a un obispo que aducía la autoridad de San Agustín contra la comunión frecuente. Si San Agustín -le dijo la Santa- no la censura, no comprendo, señor, por qué la censura usted. Al citar su autoridad con ese fin Vuestra Señoría se coloca frente a él.

El gran doctor Santo Tomás de Aquino, examina la utilidad que pueden reportar los fieles de la comunión frecuente y aun diaria, y termina diciendo: «La comunión frecuente aumenta la devoción de quien la recibe,   —162→   pero a veces disminuye su respeto. De donde se infiere que todo cristiano debe cultivar y poseer la devoción y el respeto debidos al más grande de los sacramentos, y que cuando se percata de que la comunión frecuente hace disminuir ese respeto, debe, con el fin de renovarlo y acrecentarlo, abstenerse por algún tiempo. Pero si comprende que ese respeto, en lugar de disminuir, aumenta, debe recibir la sagrada Eucaristía con frecuencia, porque un alma bien dispuesta adquiere necesariamente grandes gracias mediante la recepción de tan admirable y eficaz sacramento». Esta es la opinión del doctor Angélico, cuya doctrina siguió nuestra Santa en todo sentido. Comulgaba con frecuencia y a veces se negaba ese consuelo, aunque deseaba siempre estar unida a su divino esposo mediante la adorable Eucaristía. Su ardiente caridad la inclinaba hacia aquel a quien amaba con todas las fuerzas de su corazón.

Tanta era la intensidad de sus deseos, que el día en que se privaba de la sagrada comunión, su cuerpo sufría en forma parecida a como sufren los que durante mucho tiempo han estado sometidos a una violenta enfermedad; frecuentemente la acometían trastornos internos que se manifestaban en el exterior, y esto era debido a cierto religioso de pocas luces que la dirigía espiritualmente como superior de las Hermanas de Penitencia, y a algunas personas hacia quienes experimentaba Catalina entrañable afecto. Este fue el motivo por que Catalina encontró mayor consuelo en mi dirección espiritual que en la de mis antecesores. Yo hice siempre lo posible para que obtuviese el consuelo que tanto deseaba. Ella lo sabía, y cuando suspiraba por el pan de los ángeles, solía decirme: «Padre, tengo hambre; por el amor de Dios, dé alimento a mi alma». Esto fue lo que movió al Papa Gregorio XI a darle permiso mediante una bula, para que siempre estuviese a su disposición un sacerdote provisto de un altar portátil de manera que en cualquier lugar donde se encontrara y sin otra autorización pudiese oír misa y recibir la sagrada comunión.

Una vez hechas estas aclaraciones, voy a narrar un milagro del que yo sólo fui testigo. Confieso que preferiría no relatarlo, pero en conciencia no puedo pasarlo en silencio, pues se trata del honor de Dios y de la bienaventurada Catalina.

Después de nuestro regreso de Aviñón a Siena, visitamos en los alrededores de la ciudad a algunos siervos de Dios con el fin de consolarnos mutuamente en el Señor. Volvemos para la fiesta de San Juan Evangelista, y cuando llegamos a la casa de Catalina ya había   —163→   pasado la hora de Tercia. La Santa se volvió hacia mí y me dijo: «Padre, usted no sabe lo hambrienta que está mi alma». Yo comprendí lo que quería decir y le contesté: «La hora de decir misa ha pasado, y, además, me encuentro tan cansado que sería muy difícil prepararme». Ella permaneció unos instantes en silencio, pero sin poder contener la expresión de su deseo, me dijo de nuevo: «Estoy hambrienta». Yo accedí entonces a su deseo y nos dirigimos a la capilla que había en la casa por especial concesión del Padre Santo. La confesé. Me revestí de los ornamentos sacerdotales y celebré la misa del día. Consagré una Hostia pequeña para ella, y una vez que yo hube comulgado, me volví para darle la absolución ordinaria. Su expresión era angelical; estaba bañada en luz y tan cambiada que vacilé en reconocerla y dije interiormente: «Es el Señor realmente tu fiel y amado esposo». Al volverme de nuevo de cara al altar, agregué mentalmente: «Ven, Señor, a tu esposa». En este mismo instante la sagrada Hostia se movió antes de que la tocase y se puso a menos de tres dedos de distancia de la patena que yo tenía en mi mano. Yo tenía la mente tan ocupada con la luz que había visto brotar del rostro de Catalina y con el movimiento de la sagrada Hostia, que había visto de una manera tan distinta, que no recuerdo perfectamente si se puso sola sobre la patena o la puse yo. No me atrevo a afirmarlo, pero creo que se puso ella sola. Dios me es testigo de que estoy diciendo la verdad; pero si alguien no quiere dar crédito a mi afirmación a causa de mis defectos y de la vida imperfecta que observa en mí, recuerde que el poder del Salvador se manifiesta no solamente en los hombres, sino hasta en los animales destituidos de razón (PS. XXXV, 7) y que los secretos de Dios son revelados no sólo a los grandes, sino también a los insignificantes; recuerde también aquellas palabras de la Verdad revelada: Non enim veni vocare justos, sed peccatores (MAT. IX, 13). «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Y por lo que respecta al menosprecio de los pecadores, leamos lo que dice el libro inspirado: Euntes autem discite qui est: misericordiam volo et non sacrificium. «Aprended que quiero la misericordia y no el sacrificio».

Yo me limito a defender lo que se refiere a los pecadores; que los justos y los siervos de Dios me perdonen, como estoy seguro que lo harán, porque los servidores de Dios están llenos de misericordia. Si otros que no sean esos me juzgan, su juicio nada vale; si yo permanezco firme o si caigo, sólo Dios es mi juez; Él ve cuando me detengo en el camino o cuando caigo; Él es mi dueño y   —164→   sabe que he dicho la verdad. No puedo suponer que aquello fue una ilusión de Satanás, pues ocurrió durante la celebración de tan augusto sacrificio. Estoy seguro de que vi a la sagrada Hostia moverse sin ayuda de ningún medio exterior y avanzar hacia mí en el momento en que yo decía interiormente: «Ven, Señor, a tu esposa». Que aquellos que creen alaban a Dios, y en cuanto a los otros, estoy seguro de que algún día reconocerán su error.

Comencé describiendo algo que me ocurrió a mí solo. Ahora voy a relatar un prodigio que creo no menos merecedor de atención. Los que confían en mis palabras descubrirán cuán agradable era para nuestro Salvador el que Catalina desease de una manera tan fervorosa recibirlo en la sagrada Eucaristía. Si mi memoria no me es infiel, este hecho sucedió antes que el que acabo de referir, pero la fecha no es esencial para que su relato sea verídico.

Por orden de mis superiores estaba yo en Siena y desempeñaba el cargo de «lector» cuando se inició mi relación con Catalina y puse cuanto estaba de mi parte con el fin de procurarle el privilegio de recibir la sagrada comunión; en consecuencia, cuando deseaba aproximarse a la sagrada mesa, se dirigía a mí con más confianza que a cualquiera otro religioso del convento.

Una mañana experimentaba Catalina ardientes deseos de recibir la comunión; el dolor del costado y otras molestias la hacían sufrir en forma más intensa que de ordinario. Pero este obstáculo no hacía más que acrecentar su deseo. Envió, pues, la Santa a una de sus compañeras, quien me encontró en el momento en que yo entraba en la iglesia para decir misa y me dijo que esperase un poco para comenzar el santo sacrificio, pues Catalina tenía grandes deseos de recibir la sagrada comunión. Yo asentí con la mejor voluntad y, después de haber recitado mi oficio, continué esperando a que llegase. Catalina había entrado en la iglesia sin darme yo cuenta de ello a la hora de Tercia, con la esperanza de satisfacer su piadoso deseo; pero sus compañeras, viendo lo tarde que era y sabiendo que después de recibir la comunión permanecería varias horas en éxtasis, intentaron privarla ese día de comulgar. Ella, siempre humilde y discreta, no intentó contradecirlas, pero buscó refugio en la oración. Se arrodilló al lado de un banco situado en el extremo de la iglesia y pidió a su divino esposo que, puesto que los hombres no le daban satisfacción, se dignase Él dar cumplimiento a los santos deseos que se había dignado despertar en su corazón. Y Dios, que jamás desoye los deseos de sus servidores, escuchó su pedido de una manera maravillosa. Yo ignoraba lo que ocurría y creía que Catalina estaba todavía en su casa cuando, una vez   —165→   que se había resuelto que la Santa no comulgase aquel día, se me acercó una de sus compañeras diciéndome de su parte que dijese la misa donde me pareciese, puesto que no recibiría la sagrada comunión.

Yo me fui sin tardanza a la sacristía para revestirme y dije misa en un altar dedicado a san Pablo, situado en el extremo superior de la iglesia. Por consiguiente, Catalina estaba separada de mí por toda la longitud del edificio y yo ignoraba por completo su presencia allí. Después de la consagración y del Pater Noster, traté, de acuerdo con los sagrados ritos, dividir la Hostia. En la primera fracción, la Hostia en vez de dividirse en dos partes, se partió en tres, dos más grandes y la tercera chica, que me pareció tan larga como un haba corriente, aunque no tan ancha. Mientras yo estaba mirando atentamente a esta partícula, me pareció que caía sobre el corporal por el costado del cáliz sobre el cual hice la fracción; vi con claridad que descendía hacia el altar, pero no me fue posible distinguirla sobre el corporal.

Suponiendo que la blancura del corporal me impedía distinguir esta partícula, partí otra y, después de decir el Agnus Dei consumí la sagrada Hostia. Tan pronto como tuve libre la mano derecha, traté de encontrar con ella la partícula que se me había caído, palpando en el lugar donde me parecía que debía encontrarse o sea al lado del cáliz, pero no la encontré. Extraordinariamente mortificado por esto, di fin a la santa misa y renové mi búsqueda examinando con detención todo el corporal; pero ni la vista ni el tacto descubrieron lo que buscaba. Estaba tan afligido que hasta lloré.

Una vez que se hubieron retirado las personas que asistían al santo sacrificio, volví a la tarea y no solamente examiné ya con mayor cuidado el corporal, sino todo el altar con el mismo resultado negativo. No podía creer que la partícula hubiese caído detrás del altar, porque el fondo del mismo estaba formado por un cuadro de grandes dimensiones, aunque creía recordar que al escaparse de mis manos había tomado esa dirección. Para mayor seguridad miré detenidamente a ambos lados y hasta en el suelo. Finalmente, viendo que no conseguía dar con ella, resolví consultar el caso con el padre prior del convento. Cubrí todo el altar con unos lienzos y recomendé al sacristán que no permitiese que nadie se acercase a él hasta que volviese.

Me retiré a la sacristía, y apenas me había despojado de los ornamentos sacerdotales, cuando llegó el padre Cristóbal, prior de los Cartujos. Yo le conocía mucho y sentía gran afecto hacia él; el objeto de su visita era obtener por mi mediación una entrevista con Catalina. Le   —166→   pedí que me esperase unos instantes, pues tenía que hablar largamente con mi superior y él me contestó: «Hoy es día de ayuno solemne y debo retornar inmediatamente a mi monasterio; usted sabe que está muy lejos de la ciudad. Por el amor de Dios, no me tenga esperando mucho tiempo, porque tengo que hablar con Catalina para un asunto de conciencia».

Pedí entonces al sacristán que montase la guardia al lado del altar hasta mi regreso y fui con el religioso a la casa de Catalina, donde me informaron que esta se encontraba en la iglesia de los frailes. Yo me asombré no poco y volví con mi acompañante a la iglesia, donde efectivamente encontré a Catalina con sus discípulas en la parte más alejada del altar mayor. La Santa estaba arrodillada y sumida en éxtasis, y como todavía estaba disgustado por lo que acababa de ocurrirme pedí a las personas que la rodeaban que tratasen de hacerla volver en sí por cualquier medio, pues tenía mucho apuro en hablar con ella.

Obedecieron, y mientras yo esperaba sentado en un banco con mi amigo le conté en voz baja y en pocas palabras lo que me había ocurrido, manifestándole al mismo tiempo el estado de angustia en que me encontraba. Él sonrió como si conociese ya los detalles de lo que le contaba, y me dijo: «¿Buscó usted con la debida diligencia?». Y al contestarle afirmativamente, repuso: «Entonces, ¿por qué se aflige tanto?». Y de nuevo sonrió.

Guardé silencio durante su conversación con Catalina, que fue muy breve, y una vez que él obtuvo la respuesta que buscaba, se retiró. Yo estaba ya un poco más tranquilo, y cuando estuve a solas con la Santa, le dije: «Madre, estoy convencido que fue usted quien tomó la sagrada partícula de mis manos, a lo que ella contestó humildemente: «No me acuse de eso, padre; no fui yo, sino otro, y puedo informarle que usted no la encontrará». Entonces la obligué a explicarse. «Padre, me dijo, no se aflija más por lo que se refiere a ese asunto. Le diré la verdad como a confesor y padre espiritual mío: esa partícula de la sagrada Hostia me fue traída y ofrecida para que la recibiera por Nuestro Señor Jesucristo en persona. Mis compañeras me convencieron a que no comulgase hoy con el fin de evitar ciertas habladurías. Yo no quería causarles molestias y accedí, pero al mismo tiempo puse el asunto en manos de mi divino esposo, quien se me apareció y me entregó con sus sagradas manos la partícula que usted acababa de consagrar. Regocíjese por consiguiente en él, pues he recibido en este día una gracia por la cual jamás podré dar suficientes gracias a mi Salvador». Esta explicación cambió   —167→   mi tristeza en alegría y tan alentado me sentí por ella que ya no volví a experimentar la menor ansiedad. Refiero estos milagros para que ni Dios ni los hombres me acusen de ingratitud o de negligencia. Ahora pasaré a otros que me han sido narrados por testigos presenciales de los mismos.

Varias personas dignas de todo crédito me han asegurado que mientras asistían a la santa misa en que Catalina recibía la comunión, vieron distintamente que la sagrada Hostia escapaba de las manos del sacerdote y volaba a la boca de la Santa. Me han asegurado que este prodigio ocurrió hasta cuando era yo quien le daba la comunión. Yo debo decir que jamás noté esto con toda claridad, sino que únicamente percibí cierto temblor en la Hostia cuando la acercaba a sus labios; entraba en su boca como si se tratase de una piedrecita arrojada con fuerza desde cierta distancia. Fray Bartolomé de Santo Domingo, profesor de Sagrada Escritura y actualmente provincial de la provincia romana de mi Orden, me dijo también que cuando él daba la comunión a Catalina sentía que la sagrada hostia escapaba de su mano a pesar de los esfuerzos que hacía por retenerla. No me atrevo ni a afirmarlo ni a negarlo y dejo a la piedad de mis lectores que decida con respecto a este punto.

Concluyo el relato de los milagros referentes a la sagrada eucaristía para decir unas palabras con respecto a los relacionados con las reliquias de los santos.

Le fue revelado a Catalina que en el reino de los cielos disfrutaría de la misma jerarquía que santa Inés de Montepulciano y que gozaría al lado de ella de las delicias celestiales; de aquí el que desease ardientemente visitar sus reliquias con el fin de disfrutar en esta vida un anticipo de la felicidad de ser su compañera en la eternidad. Y para que el lector sepa quién fue la hermana Inés de Montepulciano y pueda darse idea de los prodigios obrados por su intercesión, debo informarle que por orden de mis superiores fui durante diez años director del monasterio donde reposa el cuerpo de esa santa virgen. Leyendo los manuscritos que se conservan allí y por lo que me refirieron cuatro hermanas que habían vivido bajo su dirección, y que aún están vivas, encontré el material suficiente para escribir la historia de su vida. Ahora voy a recapitular en pocas palabras aquella obra de mi juventud con el propósito de dar una idea de la santidad de la bienaventurada Inés, quien aún no ha sido inscripta en el catálogo de los santos.

La divina Bondad le anticipó tanto sus bendiciones que en el momento de su entrada en este mundo una gran luz sobrenatural llenó la casa de la madre para expresar   —168→   mediante ella los grandes merecimientos con que Dios había dotado a esta criatura en el mismo instante en que nació. Luego, cada año sucesivo de su existencia la fue adornando con virtudes siempre más grandes y más bellas. Fundó dos conventos de monjas, y en el segundo, que es donde reposan sus restos, realizó en vida numerosos y brillantes milagros, que fueron multiplicados y sobrepasados después de muerta.

Entre esos prodigios hay uno que aún subsiste: su cuerpo virginal nunca fue entregado a la tierra y se conserva todavía milagrosamente intacto. Se intentó embalsamarle a causa de los admirables hechos que realizó en vida, pero al hacerlo brotó de sus extremidades gota a gota un precioso líquido que las hermanas del convento guardaron en un vaso de cristal donde puede verse al presente. En el momento de su muerte, que tuvo lugar durante la noche, unos niñitos que reposaban en sus cunas dijeron a sus padres: «La hermana Inés está dejando su cuerpo y convirtiéndose en una santa del cielo». Por la mañana un gran número de jovencitas se reunieron por inspiración de Dios, y, sin querer admitir entre ellas a ninguna mujer casada, y llevando velas encendidas, se dirigieron en procesión al monasterio para ofrecer a aquella alma pura un homenaje digno de sus méritos. Dios manifestó su santidad por medio de otros prodigios; de aquí que los habitantes de la región honren todos los años su memoria, llevando a su tumba gran cantidad de velas de cera.

Catalina, a quien referí estos detalles, sintió grandes deseos de ver y de venerar el cuerpo de la bienaventurada Inés; pero, siempre obediente, solicitó permiso para ello de mí y de su otro confesor. Se lo concedimos con la intención de seguirla y ver si Dios quería obrar algún prodigio al encuentro de estas dos sus queridas esposas. Llegamos detrás de Catalina; penetró esta en el claustro y se acercó al cuerpo de la bienaventurada Inés acompañada por casi todas las monjas del convento y las hermanas de Penitencia de Santo Domingo. Se arrodilló a los pies de la Santa e hizo ademán de ir a besárselos; pero el santo cuerpo que ella quería honrar, levantó, en presencia de numerosa comitiva, un pie, en señal de que rehusaba el homenaje.

Al ver esto, Catalina, muy emocionada, se prosternó profundamente y volvió el pie a su posición anterior. Y ahora llamo la atención de mis lectores para la siguiente observación.

No fue sin causa particular el que la bienaventurada Inés levantase únicamente un pie; de haber levantado los dos, podría haberse dado lugar a que sospechase   —169→   que mediante alguna superchería había ejecutado ese movimiento, o sea, retirar ambas piernas con ayuda de algún mecanismo oculto aplicado al cuerpo; pero como solamente movió uno resulta evidente que el divino poder obró en este caso contra las leyes de la naturaleza.

Tengo mis motivos para hacer esta observación porque al día siguiente, cuando llegamos a nuestro convento, se habló mucho del milagro que el Señor había realizado en honor de aquellas dos almas elegidas. Algunas monjas que fueron testigos del prodigio, calumniaron la obra de Dios, como los antiguos fariseos, que dijeron: «Es en nombre de Belcebú, el príncipe de la maldad que él echa los demonios del cuerpo» (LUC. XI, 15). En consecuencia, como yo había recibido del Prior Provincial autoridad sobre aquel monasterio, reuní en conferencia a todas las monjas de acuerdo con las reglas de la Orden e hice un examen minucioso del milagro bajo el precepto de la santa obediencia. Hice venir a mi presencia a una de las monjas que habían manifestado mayor oposición y le pregunté si el hecho se había realizado en la forma que decían los demás testigos. Ella lo reconoció así en presencia de todas, pero agregó que la intención de la Santa no era tal como creían los demás.

Yo le repliqué: «-Mi hermana muy querida, yo no le pregunto a usted la intención de la bienaventurada Inés; todos nosotros sabemos que usted no es ni su secretaria ni su confidente. Me limito a preguntarle si usted vio que el pie se levantaba por sí mismo». Ella contestó: «-Sí». Le impuse una penitencia por sus divagaciones para gloria de Dios y ejemplo de las demás. Refiero esto aquí con el fin de dar una mayor prueba de la verdad.

Algún tiempo después Catalina volvió de nuevo al convento de Inés para consagrar a dos de sus sobrinas al servicio del Señor. Tan pronto como llegó se dirigió, como la primera vez, al lugar donde reposaba el cuerpo de la santa fundadora acompañada por algunas monjas y hermanas de Penitencia y no se colocó a los pies del cuerpo sino a la cabeza. Lo hizo, pienso yo, por humildad, para evitar lo que ocurrió cuando quiso besarle los pies. Puso la cara sobre el paño de oro y seda que cubría el rostro de Inés y así permaneció durante largo rato. Luego se volvió hacia Lysa, la madre de las dos jóvenes y le preguntó sonriendo: «-¡Cómo! ¿No ves el presente que el cielo nos envía? No seas desagradecida». Al oír estas palabras, Lysa y las demás personas que estaban presentes alzaron la mirada y vieron caer una lluvia de maná finísima que caía en abundantes copos y que iba cubriendo no solamente a las dos santas, sino a todos los presentes con tal abundancia que Lysa llenó las manos con él.

  —170→  

Para comprender este milagro conviene saber que se repitió con frecuencia durante la vida de Catalina, especialmente cuando estaba en oración, tanto que las vírgenes a quienes ella dirigía, no sospechando la existencia del prodigio y viendo que su manto estaba siempre blanco, intentaban sacudirlo, cosa que ella trataba de impedir para ocultar el favor celestial.

La bienaventurada Inés sabía que la bienaventurada Catalina sería algún día su compañera en las moradas celestiales; de aquí que desease amistosamente compartir con ella sus gracias y sus favores aun antes de que llegase el momento de encontrarse para toda la eternidad. El maná por la nívea blancura y lo sumamente fino de su grano es símbolo de pureza y de humildad, virtudes ambas que brillan de una manera particular en ambas vírgenes, como puede verse en las historias de una y de otra que Dios, en su misericordia, ha permitido que yo escriba.

El milagro que acabo de referir tuvo por testigos a varias de las compañeras de la Santa y a su hermana Lysa, que vive todavía. Varias monjas del convento que lo presenciaron, han afirmado delante de algunos frailes de mi orden que estaban conmigo, haber ocurrido en la forma narrada. De los testigos muchos han muerto, pero tanto yo como mis hermanos de religión, recordamos perfectamente sus deposiciones. Además, Lysa consiguió reunir a cierta cantidad del maná, lo mostró frecuentemente y dio pequeñas porciones de él a algunas personas de su relación.

Dios realizó también por intercesión de su fiel esposa muchas cosas admirables que no están escritas en este libro. Lo que figura en el relato lo he dicho por el honor y gloria del santo nombre de Dios y para tranquilidad de mi conciencia.

No he querido menospreciar la gracia proveniente de arriba ni guardar el talento que se me confió; lo he colocado de acuerdo con lo mejor de mi habilidad de manera que algún día pueda servir para la mayor gloria del divino maestro.

Aquí doy fin a la segunda parte de esta biografía; la tercera contendrá lo referente a la santa muerte de Catalina juntamente con los milagros que la precedieron y que siguieron a la misma.

¡Ojalá estos tres libros rindan inmortal alabanza, honor y gloria a la por siempre bendecida Santísima Trinidad! Amén.


 
 
Fin de la segunda parte
 
 




  —171→  

ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajoCapítulo I

Que trata de los testigos que presenciaron la muerte de Catalina y refirieron al autor las circunstancias de la misma


La antigua Sinagoga, al contemplar la fundación de la santa Iglesia exclama llena de admiración: «-Quae es ista quae ascendit de deserto, deliciis afluens, innixa super dilecto suum?». (CANT. VIII, 5). Este texto bíblico puede aplicarse a la conclusión de la presente biografía. La feliz muerte de Catalina es un digno coronamiento de toda su vida. La perfección de sus virtudes nos induce a decir con asombro: «¿Quién es esta que abundante en las obras de Dios asciende al cielo con vuelo acelerado? ¿Quién es esta que viene del desierto apoyada en su amado, unida a Dios por el amor para toda una eternidad?».

Cuando se acercaba al término de su carrera mortal aumentó sus esfuerzos por merecer la corona ambicionada. Su alma casi continuamente sumida en éxtasis se sentía violentamente atraída hacia el cielo. En los últimos días de su vida se la verá identificada con su esposo por los sufrimientos, unida a él su alma y reclinándose sobre él en busca de apoyo para abandonar la tierra alegre y triunfalmente.

Cuando la bienaventurada Catalina fue a Florencia por orden del Pontífice Gregorio XI (1373) su misión era la de restablecer la paz entre el pastor y su rebaño y su presencia allí estuvo sometida a varias persecuciones injustas. Un satélite del demonio se precipitó sobre ella espada en mano con la intención de matarla y únicamente Dios pudo impedir que se cumpliesen sus deseos homicidas. A pesar de todo, no se retiró de la ciudad hasta que el sucesor de Gregorio XI, Urbano VI hubo concluido la paz con los florentinos. Tan pronto como se firmó la paz, Catalina volvió a su hogar y se ocupó de la composición de un libro que dictó bajo la inspiración del Espíritu Santo. Recomendó a sus secretarias que estuviesen   —172→   presentes durante sus éxtasis y confiasen fielmente al papel todo lo que ella les dictase, cosa que ellas cumplieron con verdadera escrupulosidad. Este libro fue, pues, dictado por Catalina mientras su espíritu se encontraba desligado de los sentidos y su cuerpo en completa insensibilidad.

El Soberano Pontífice Urbano VI (1378), que había visto a Catalina en Aviñón, siendo él arzobispo de Acerenza y que sentía gran estimación por sus luces y sus virtudes, me ordenó que escribiese a la Santa para que fuese a Roma. Obedecí, pero ella con su habitual prudencia me contestó: «-Padre, algunas personas de Siena y algunas hermanas de mi orden opinan que viajo demasiado; están escandalizadas por ello y dicen que una religiosa no debe andar siempre de un lado para otro. Pienso que esos reproches no deben preocuparme, pues jamás voy a parte ninguna sin orden de Dios y de su Vicario y con el fin de promover la salvación de las almas. Pero para no dar motivo de escándalo a mi prójimo, no pienso moverme de aquí. Sin embargo, si el Vicario de Cristo insiste en que vaya, hágase su voluntad y no la mía. En ese caso hágamelo saber por medio de un documento escrito, de manera que aquellos que se escandalicen sepan que no emprendo el viaje por impulso propio».

Recibida esta respuesta, fui a ver al Soberano Pontífice y humildemente se la comuniqué. Me encargó entonces que ordenase la venida de Catalina en virtud de la santa obediencia, e, hija sumisa, se apresuró a ir a Roma, acompañada por numeroso cortejo que lo hubiera sido aún más de no haberse opuesto ella. Los que la acompañaban lo hicieron vistiendo la librea de la pobreza, confiando en la Divina Providencia y prefiriendo vivir de limosna como Catalina a la abundancia de sus casas, con el fin de no privarse de su piadosa y edificante compañía.

El Papa la recibió con gran alegría y en presencia de los cardenales le pidió que hablase acerca del incipiente cisma. Así lo hizo con erudición y extensamente exhortando a todos a la fortaleza y a la constancia. Demostró que la Divina Providencia vela sobre todos y en particular sobre los que sufren con la Iglesia, infiriendo de aquí que el cisma que se perfilaba no debía atemorizar a nadie. Cuando terminó, el Soberano Pontífice hizo un resumen de su discurso y dijo a los cardenales: «-Ved, hermanos, cómo quien se deja llevar por la timidez, se hace culpable delante de Dios. Esta humilde mujer nos confunde a todos. Y la llamo humilde, no por menosprecio, sino a causa de la debilidad propia de su sexo. Naturalmente, ella debería temer, aunque nosotros estuviésemos   —173→   tranquilos; sin embargo ocurre a la inversa y ella es quien nos da aliento con su valor. ¿No es esto motivo de confusión para todos nosotros?». Y prosiguió: «-¿Qué podría temer el Vicario de Jesucristo aunque el mundo entero le fuese adverso? ¿No es Cristo más fuerte que todo el mundo? Y Cristo jamás abandonará a su Iglesia».

El Soberano Pontífice se alentó a sí mismo y dio aliento a los demás. Ensalzó a la Santa en Dios y le otorgó muchos favores espirituales tanto para ella como para sus compañeras.

La reina Juana de Sicilia, por instigación del demonio se declaró abiertamente en contra de la Iglesia y favoreció el cisma con todo su poder. Urbano VI pensó enviarle a Catalina y a otra virgen llamada también Catalina, hija de Santa Brígida de Suecia que acababa de ser inscripta en el catálogo de los santos por el Papa Bonifacio IX. Esperaba que estas dos personas que eran conocidas por la reina influyesen sobre ella para apartarla del mal camino emprendido. Cuando nuestra Catalina lo supo, no intentó eludir la carga que se pretendía imponerle y hasta se ofreció para ir directamente. Pero Catalina de Suecia se manifestó reacia y en mi presencia rechazó la misión que se le ofrecía. Reconozco que debido a mi imperfección y falta de fe, yo tampoco aprobé el proyecto del Pontífice. Yo pensaba que la reputación de las personas que se han consagrado a Dios es una cosa tan preciosa que no debemos mancharla ni aun con la apariencia del mal o con el mero aliento de una sospecha. Aquella a quien iban a ser enviadas las dos vírgenes podía seguir los consejos de los agentes de Satanás de quienes estaba rodeada y hacer que las dos devotas mujeres sufriesen insultos en el viaje y que hasta se impidiese su llegada. Hice estas observaciones al Soberano Pontífice, quien reflexionó durante algún tiempo y terminó por decir: «Sus objeciones son correctas; lo más prudente es que no vayan».

Comuniqué esta conversación a Catalina, quien por aquel entonces se encontraba enferma. Ella se volvió hacia mí y me dijo: «-Si Inés, Margarita y otras vírgenes hubiesen dado importancia a semejantes reflexiones, ¿habrían conseguido la corona del martirio? ¿No tenemos acaso un esposo que puede librarnos de las manos de los impíos y conservar nuestro honor en medio de los mayores desórdenes? Todas esas razones son vanas; provienen más bien de falta de fe que de verdadera prudencia». Al oírla hablar así me ruboricé interiormente, sintiendo encontrarme tan lejos de la perfección y admirando la fe admirable de aquella mujer. Pero como   —174→   el Soberano Pontífice había resuelto ya que no fuese, no me atreví a conversar de nuevo con él acerca de este punto.

Mientras tanto había pensado el Papa enviarme a Francia por haber sido informado de que el rey de aquel país, Carlos V, estaba decidido a mantenerse en el cisma que él mismo iniciara. En el momento en que conocí este proyecto, fui a pedir consejo a Catalina, quien, a pesar de la aflicción que mi ausencia le ocasionaría, me dijo que obedeciese sin dilación las órdenes del Sumo Pontífice. Estas fueron sus palabras: «-Tenga por cierto, Padre, que él es el verdadero Vicario de Cristo y yo deseo que usted se exponga, si hace falta, por sostenerlo, como es su obligación hacerlo por la fe católica».

A mí no me cabía la menor duda al respecto, pero las palabras que me dijo Catalina me alentaron tanto a combatir el cisma que me consagré desde ese momento a la defensa de los derechos del Soberano Pontífice. Obré, por consiguiente de acuerdo con el consejo de Catalina e incliné la cabeza bajo el yugo de la obediencia.

Algunos días antes de mi partida, sabedora de lo que había de ocurrir, me hizo llamar Catalina; quería conversar conmigo respecto a las revelaciones y consuelos que había recibido de Dios y no permitió que las cosas del presente se mezclasen con nuestra conversación. Después de haber hablado durante varias horas, me dijo: «-Ahora vaya adonde le llama Dios. Creo que en esta vida no volveremos a conversar los dos como acabamos de hacerlo».

Esta predicción se cumplió. Yo partí y ella quedó. Antes de mi regreso se fue a la patria celestial y yo me quedé sin el privilegio de alimentar mi alma con sus saludables instrucciones. Sin duda alguna esta fue la razón -el deseo de darme la última despedida- que la movió a ir al lugar donde yo tenía que embarcarme y una vez que estuvimos juntos se arrodilló, oró durante algún tiempo y con los ojos llenos de lágrimas, hizo la señal de la cruz, como si quisiera decirme con esto: «-Ve, hijo mío, bajo la protección de este signo sagrado, que en esta vida ya no verás más a tu madre».

Aunque el mar estaba infestado por piratas, llegamos felizmente a Pisa y de esta ciudad hicimos un viaje próspero hasta Génova, a pesar de que numerosas galeras de cismáticos se dirigían por aquel entonces hacia Aviñón. Proseguimos nuestro viaje por tierra hasta la ciudad de Ventimiglia. De haber seguido viaje, habríamos caído inevitablemente en las emboscadas tendidas por personas que tenían siniestros designios con respecto a mi vida. Por permisión divina nos detuvimos un día   —175→   en dicha ciudad y un religioso de mi orden que era nativo de la misma, hizo llegar a mis manos una carta en la que me decía: «-Tenga sumo cuidado con no pasar de Ventimiglia; hay tendidas contra usted emboscadas y ningún poder humano podrá impedir su muerte».

En vista de esta advertencia celebré consejo con el compañero que me había asignado el Sumo Pontífice para el viaje, y juntos regresamos a Génova. Desde aquí hice saber al Santo Padre lo que ocurría y le pedí instrucciones. Su Santidad me ordenó entonces que permaneciese en esta ciudad y predicase una cruzada contra los cismáticos. Esta misión retardó mi regreso y fue entonces cuando la bienaventurada Catalina terminó su peregrinación sobre la tierra coronándola con un admirable martirio.

Por consiguiente, a partir de esta fecha ya no me es posible describir hechos como testigo presencial de los mismos; pero todo lo que siga escribiendo lo sé por cartas que ella me escribió frecuentemente por cierto, y por personas que la asistieron durante sus últimos momentos y que fueron testigo de los prodigios que Dios obró por intercesión de su sierva.

Entre estos testigos citaré en primer término a Alesia de Siena, hermana de Penitencia de Santo Domingo, quien a mi parecer debe ocupar el lugar más prominente entre los discípulos de Catalina no por su edad sino por la perfección de sus virtudes. Después de haber perdido en su juventud a un esposo notable tanto por su nobleza como por su saber, renunció a todos los placeres del mundo aficionándose de tal manera a nuestra Santa que al final ya no pudo separarse de ella. Renunció a su vida opulenta vendiendo todos sus bienes y repartiendo su producto entre los pobres. Imitando a la santa mujer que había elegido como modelo, castigó su cuerpo con ayunos, vigilias y mortificaciones de todo género; la plegaria y la meditación la ocupaban de continuo y perseveró con tanta constancia que Catalina, en la última parte de su vida, la hizo depositaria de todos sus secretos, disponiendo que a su muerte quedase Alesia como superiora y modelo de sus compañeras. La encontré en Roma cuando retorné allí y me proporcionó valiosos informes. No tardó en volar al cielo para reunirse con aquella a quien tanto había amado en la tierra. Ella será el primero de mis testigos con respecto a lo que ocurrió durante mi ausencia.

Mi segunda testigo es Francisca de Siena. Su alma estuvo siempre unida tiernamente a Dios y a Catalina. Poco después de haber enviudado, vistió el hábito de las Hermanas de Penitencia, consagró a Dios en la Orden   —176→   de los Frailes Predicadores a los tres hijos que le quedaron del matrimonio y antes de morir tuvo el consuelo de verlos partir a todos ellos a la mansión de los justos, pues terminaron sus días asistiendo piadosamente a los apestados durante la gran epidemia. Francisca sobrevivió a Alesia durante poco tiempo. Esta santa mujer me contó también muchas cosas acerca de Catalina.

La tercera compañera de la Santa a quien citaré es Lysa, la cual vive todavía en Roma. Me abstengo de hacer su elogio por este motivo. La circunstancia de ser cuñada de Catalina puede hacer que su testimonio aparezca como sospechoso; pero sé que ha dicho la verdad.

También me servirán como testigos cuatro santos hombres que asistieron a la muerte de Catalina, todos ellos recomendables por sus méritos y sus virtudes. Dos de ellos han fallecido ya; los otros dos viven aún y de sus testimonios me valdré para confusión de los incrédulos.

El primero de los cuatro, a quien llamábamos el «Hermano Santo» a causa de sus grandes virtudes, era natural de Téramo; dejó a sus padres y fijó su residencia en Siena, donde por más de treinta años llevó vida solitaria bajo la dirección espiritual de un devoto y sabio religioso. En las postrimerías de su vida encontró en la bienaventurada Catalina la perla preciosa de que habla el Evangelio. A causa de ella, dejó su pacífico y tranquilo modo de vida con el fin de trabajar no sólo para él sino para el bien de los demás. Este santo varón solía afirmar haber encontrado mayor tranquilidad y provecho espirituales siguiendo a Catalina y escuchándola que en la soledad donde vivía antes. Sufrió mucho de una enfermedad del corazón y nuestra santa le enseñó a soportar sus continuas angustias no sólo con resignación sino con alegría. Poco después de morir Catalina, la siguió a la mansión eterna.

Mi segundo testigo es un florentino que enriqueció los años de la adolescencia con la sabiduría de la edad madura, adornada con todo género de virtudes. Se llamaba Barduccio; dejó patria, padres y hermanos para seguir a Catalina a Roma y aquí permaneció hasta que el Señor lo llevó a mejor vida. Nuestra Santa le profesaba particular estimación a causa de su angelical pureza. Lo puso bajo mi dirección espiritual poco tiempo antes de morir. De salud sumamente precaria sobrevivió muy poco tiempo a Catalina. Quienes asistieron a su muerte, quedaron asombrados por la intensa alegría con que rindió al Señor su postrer suspiro. Barduccio me contó también muchas cosas acerca de Catalina, ocurridas durante mi ausencia, y yo doy crédito a su información porque conozco las sólidas virtudes que adornaban su alma.

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Mi tercer testigo es un joven de Siena llamado Esteban Maconi, a quien ya he mencionado. No me extenderé en frases de elogio con respecto a él porque todavía se encuentra en el camino donde la alabanza es peligrosa. Diré simplemente que fue uno de los secretarios de Catalina, el que escribió la mayor parte de las cartas de la Santa y del libro que ella compuso. En el momento de morir le dijo Catalina: «-Hijo mío, la voluntad de Dios es que renuncies al mundo y te hagas cartujo». Él cumplió al pie de la letra la orden recibida por intermedio de la madre. No recuerdo haber visto a nadie hacer tan grandes progresos en la vida religiosa. Apenas hubo profesado en la Orden, fue nombrado Prior de su convento. Actualmente desempeña ese cago en el convento de Milán y es además visitador de gran número de casas de dicha Orden. Escribió todo lo ocurrido en la muerte de Catalina y me refirió detalles que conocía muy bien. Ha leído detenidamente casi todo lo que he escrito en esta historia y puedo decir con el evangelista San Juan: Ille scit quia vera dicit (JOH. XIX, 35).

El último testigo a quien cito entre los que me han proporcionado informes es Nerio Ranieri, hijo de Landoccio de Siena. Después de la muerte de Catalina abrazó la vida solitaria donde aún persevera. Escribió juntamente con Esteban Maconi y Barduccio las cartas y el libro de la Santa. Él fue el primero en seguir a la esposa de Cristo, abandonando a su padre, que aún vive, y las riquezas terrenales. Fue, durante más tiempo que los demás, testigo de las acciones de Catalina, y yo invoco su testimonio con respecto a esta biografía, juntamente con el de Esteban, el cartujo.

Las personas a quienes acabo de citar me han informado, bien por escrito, bien de viva voz, con respecto a lo que ocurrió durante mi ausencia antes de morir Catalina. Ahora, querido lector, estás en posesión de las razones que me han movido para creer en su testimonio.



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ArribaAbajoCapítulo II

Que trata de las cosas ocurridas durante el año y medio anteriores a la muerte de Catalina y del martirio que Satanás le hizo sufrir


Después que dejé Roma por orden del Soberano Pontífice, ocurrieron a Catalina cosas que merecen ser referidas.

Nuestra Santa que había quedado en Roma vio a la Iglesia de Dios, que ella tan tiernamente amaba, roída por el cisma y al Vicario de Jesucristo rodeado de dificultades y persecuciones. Las lágrimas se convirtieron noche y día en su pan e incesantemente pedía al Señor que restituyese la paz a la Iglesia. Dios le otorgó algunos consuelos: un año exacto antes de su muerte, los cismáticos, que eran dueños del castillo de Santo Ángelo, desde donde turbaban la paz de la ciudad y asolaban la región vecina, fueron derrotados y sus jefes tomados prisioneros, pereciendo muchos de ellos. El Papa que no podía residir cerca de la Iglesia de los Santos Apóstoles a causa de la proximidad de esta al castillo, recibió de Catalina la indicación de que fuese descalzo a visitar la augusta basílica. Todo el pueblo le siguió con gran devoción para dar gracias a Dios por todos sus beneficios. La santa Iglesia y su Pontífice empezaron a respirar un poco y Catalina recibió un pequeño consuelo.

Pero no tardó en renovarse su angustia. La antigua serpiente que no consiguió ningún resultado por este procedimiento, la atacó valiéndose de otros más peligrosos y de mayor rudeza. Lo que no pudo conseguir sobrevaliéndose de extranjeros y cismáticos, lo intentó empleando personas que habían quedado fieles a la Santa Sede. Creó una división entre el mismo pueblo de Roma y el Soberano Pontífice y las cosas llegaron a   —179→   tal punto que el populacho amenazó abiertamente al Papa. Cuando Catalina fue informada de esto, se afligió lo indecible e imploró con ardor a su divino esposo para que no permitiese el crimen de atentar contra la vida de su Vicario, que era lo que se proponían sus enemigos.

Por este tiempo me escribió Catalina una carta en la que me decía haber visto con el espíritu la ciudad de Roma llena de demonios que excitaban al pueblo al parricidio. Lanzaban terribles gritos contra la Santa y le decían: «-Maldita, tú querías encerrarnos, pero nosotros te daremos la muerte de la manera más terrible». Ella no contestó, limitándose a orar fervorosamente y pedir a Dios que por el honor de su Nombre y la salvación de la Iglesia se dignase impedir que el pueblo romano cometiese crimen tan abominable.

El Señor le contestó en una ocasión: «-Ese pueblo que continuamente blasfema de mi santo Nombre, caerá en el crimen, y cuando lo haya cometido, ejerceré mi venganza y lo destruiré porque mi justicia exige que no soporte más sus iniquidades». Ella insistió con renovado fervor: «-Oh, clementísimo Dios, tú sabes cómo es ultrajada en el mundo entero la esposa que has redimido con tu preciosa sangre; tú sabes cuán pocos son sus defensores y cuán ardientemente desean sus enemigos la humillación y la muerte de tu Vicario. Si ocurriese esa desgracia, no sólo el pueblo de Roma sino todos los cristianos del mundo sufrirán. Por consiguiente, mitiga tu justa ira y no destruyas a ese pueblo que redimiste con tu sangre».

Esta contienda con el mismo Dios duró varios días con sus noches. A sus plegarias, el Señor oponía su justicia y los demonios continuaban vociferando contra la Santa. Pero al fin, en este obstinado combate, que ocasionaba indecibles sufrimientos corporales a Catalina, triunfó esta y obtuvo lo que pedía. Cuando Dios alegaba los derechos de su justicia, ella replicaba: «-Señor, puesto que tu justicia debe cumplirse, te pido encarecidamente que inflijas a mi cuerpo el castigo que merece este pueblo. Sí, por el honor de tu Nombre y el de tu santa Iglesia, beberé gustosa ese cáliz de sufrimiento y de muerte. Tú sabes que siempre lo he deseado y que tu gracia ha inflamado siempre mi alma con ese deseo».

A estas palabras que ella pronunció en lo más íntimo de su corazón, no contestó la voz interior de Dios y Catalina comprendió por este silencio divino que su plegaria había sido escuchada. Efectivamente, a partir   —180→   de ese instante la sedición popular empezó a decrecer y terminó por calmarse, pero Catalina, como víctima propiciatoria, sufrió la expiación. Las fuerzas infernales recibieron permiso para atormentar su cuerpo virginal y desahogaron su furia con tanta crueldad que quienes fueron testigos de esta me manifestaron que, sin haberla visto, sería imposible formarse idea de ella.

Sus crueles sufrimientos aumentaron día a día; la piel de su cuerpo quedó adherida a los huesos y su aspecto era el de una persona que acabase de salir de la tumba; caminaba, oraba y trabajaba sin intermisión, pero quienes la veían habrían creído que más que un ser humano era un fantasma; sus torturas se multiplicaban y le consumían de una manera visible el cuerpo. Lejos de atenuar sus oraciones aumentó la extensión y el fervor de las mismas. Su familia espiritual que la rodeaba en estas circunstancias, veía distintamente las señales de las torturas que le infligía el infierno, pero nadie podía aplicarle remedio. La voluntad de Dios se oponía a esto y además, no obstante la ruina de su armazón corporal, su alma se elevaba alegre y valerosa por encima de sus dolores, cuanto más oraba, más sufría.

Según me manifestaron testigos presenciales, y como también ella misma me lo escribió, en medio de su martirio oía los aullidos infernales: «-Maldita, siempre nos has perseguido y continúas persiguiéndonos; ahora saciaremos nuestra venganza. Te arrancaremos la vida». Y mientras así decían redoblaban sus golpes.

Catalina sufrió de esta manera desde el domingo de Sexagésima hasta el último día de abril, fecha en que murió y sus torturas aumentaron continuamente hasta el momento en que su alma tendió vuelo hacia la patria eterna. La Santa escribió un hecho notable que tuvo lugar por ese mismo tiempo. Hasta entonces, debido al dolor de costado que sufría y a otras dolencias que nunca la abandonaban, no oía la santa misa hasta la hora de Tercia. Así lo hizo durante toda la cuaresma yendo todos los días a la iglesia de San Pedro. Asistía a la misa, oraba más dilatadamente que nunca y regresaba a casa a la hora de Vísperas. Quienes la veían tendida en el lecho, no creían que fuese capaz de levantarse de él. Sin embargo, al día siguiente al amanecer, se levantaba, salía nuevamente de casa y se iba por la «Vía del Papa», entraba en la Minerva, seguía por el «Campo di Fiore» y llegaba a buen paso hasta San Pedro, recorriendo una distancia capaz de fatigar a una persona robusta y en perfecta salud.

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El día en que fue llamada al Cielo, no le fue posible levantarse de la cama. Finalmente un domingo, 29 de abril del año 1380, fiesta de San Pedro, Mártir, de la Orden de los Frailes Predicadores, a eso de la hora de Tercia, entregó su hermosa alma a su amado esposo y redentor...

Muchos notables acontecimientos tuvieron lugar entonces. Los narraré en los capítulos que siguen.



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ArribaAbajoCapítulo III

De cuán ardientemente suspiraba Catalina por ser liberada del cuerpo para unirse a Cristo


La vida mortal de Catalina se acercaba a su término y el Señor manifestó por diversos prodigios lo proporcionada que estaría la recompensa celestial de su sierva con los tesoros que él le había otorgado sobre la tierra. Ella clamaba continuamente por el momento en que debía unirse a su esposo por toda la eternidad. Dos años antes de su muerte, Dios derramó tanta luz sobre su alma que ella se vio obligada a irradiarla exteriormente y en consecuencia ordenó a sus secretarios que pusiesen por escrito todo cuanto ella dijese durante sus éxtasis. Así se compuso en un corto espacio de tiempo un libro que contiene los diálogos mantenidos entre ella y Nuestro Señor. Al final del volumen había dos cosas que creí oportuno insertar allí para edificación del lector. Estas dos cosas forman un epítome de todo lo que detalladamente se dice en el libro, y finalmente hay una oración dictada por la Santa y en la que se advierte el gran deseo que tenía de unirse a Jesús.

Catalina refiere allí que Dios dijo a su espíritu después de haber conversado largamente con respecto a la obediencia de los perfectos: «-Ahora, querida y bien amada hija he satisfecho tu deseo con respecto a la obediencia. Tú me has pedido cuatro cosas. La primera para ti, y te la concedí iluminándote con mi Verdad, probándote cómo con la luz de la fe, conociéndome a mí y conociéndote a ti misma, llegarás a conseguir el conocimiento de la Verdad. En tu segunda petición implorabas misericordia para el mundo; la tercera fue en favor del cuerpo místico de la Iglesia, pidiéndome la librase de persecuciones y que castigase en ti los pecados de los demás. Entonces te expliqué que ningún castigo sufrido en el tiempo bastaría en sí mismo para satisfacer por una ofensa cometida contra mí, Dios eterno, a no mediar los merecimientos de Cristo. También te contesté que era mi intención ser misericordioso   —183→   con el mundo, demostrándote así que la misericordia es mi atributo más querido, pues con ese fin y por el incomprensible amor que tengo a los hombres, envié a mi hijo único al mundo. Te facilité la inteligencia de esto por medio de la representación de un puente que une el cielo con la tierra, o sea la naturaleza divina con la humana. También que este puente se sube por medio de tres escalones, que son las tres potencias del alma. Después de representarte al mundo bajo la figura de un puente, considera que hay en él tres escalones que simbolizan respectivamente los pies, la herida del costado y la boca. Estos tres peldaños indican tres estados o condiciones del alma, a saber, los imperfectos, los perfectos y el estado superior al que sólo se llega mediante el amor unitivo. Te he indicado ya qué es lo que destruye la imperfección y qué es lo que conduce a la perfección; el camino que debe seguirse para vencer las astucias de Satanás y las ilusiones del amor propio. Te he dado a conocer los tres castigos que emplea mi clemencia en cada uno de estos estados. El primero lo constituyen las pruebas y las aflicciones que inflijo al hombre durante su vida. El segundo, es el castigo que recae sobre aquellos que mueren sin esperanza por estar en pecado mortal; estos pasan por debajo del puente y caen en el infierno. El tercero es el juicio final, y ya te di una idea de las penas de los condenados y la gloria de los elegidos. También te prometí, y de nuevo te lo prometo, que la Iglesia, mi esposa, será reformada mediante los sufrimientos de mis servidores a los que invito a que se unan a ti para expiar, mediante la amargura y el llanto, las iniquidades de sus ministros. Te he mostrado claramente el grado de dignidad a que los exalté y el respeto que deben a los seglares; también te he revelado sus defectos, que son tanto más grandes cuanto mayor es su autoridad y te dije cuán odiosa me es su manera de conducirse. Cuando conversé contigo con respecto a los tres estados del alma, te hice ver las diversas clases que hay de lágrimas. Te dije de dónde provienen y la relación que guardan con los distintos estados del espíritu, ya que todas las lágrimas proceden del corazón. Te expliqué el significado de cuatro clases de lágrimas y te manifesté que existe una quinta, cuya consecuencia es la muerte.

»Contestando a tu cuarta petición, te di explicaciones con respecto a mi Providencia general y particular: todo ha sido y será cumplido de acuerdo con mi suprema y divina Providencia de la que tiene origen o permite todo lo que te ocurre, las tribulaciones o los consuelos   —184→   tanto espirituales como corporales, todo tu bienestar de alma y cuerpo, el que puedas ser santificada en mí y que mi Verdad se cumpla en ti, porque la sangre de mi Hijo eterno te ha revelado que fuiste creada para la vida imperecedera. Te he mostrado la perfección de la obediencia y la imperfección de la desobediencia, así como las fuentes de ambas; te hablé en particular de los religiosos perfectos y de los imperfectos. La obediencia produce la paz, y la desobediencia acarrea la discordia. Aquel que obedece no se engaña a sí mismo; por la desobediencia de Adán, entró la muerte en el mundo.

»Ahora yo, Dios, el Padre, suprema y eterna Verdad, te declaro que sólo por la obediencia a mi único Hijo podrás tener la vida. Yo he creado un puente para ti, después que se quebró el camino que conduce al cielo, con el fin de que pudieses pasar por ese camino, que es la Verdad, una y distinta, por medio de la obediencia. Ahora invito a todos mis fieles servidores a la oración humilde y constante, a la oración con lágrimas; así tendré misericordia del mundo. Corre por el camino de la Verdad, muriendo para ti misma, y sobre todo, sin desmayos ni vacilaciones, porque exigiré de ti ahora más que antes, una vez que me manifesté a ti en mi verdad. Cuídate de no olvidar el conocimiento de ti misma; aumenta y conserva el tesoro que te he dado. Ese tesoro es una doctrina de verdad, basado en la inconmovible piedra fundamental que es Cristo, el humilde y dulce Jesús. Esta doctrina está vestida de luz de manera que pueda distinguirse bien de las tinieblas. Síguela, pues, hija mía muy amada».

Después que su alma hubo visto con los ojos de la inteligencia y conocido con la luz de la fe la perfección de la obediencia, se contempló a sí misma en la divina Majestad y le dio gracias diciendo: «-Padre, te doy gracias por no haber menospreciado al mundo que ha salido de tus manos; no has dado vuelta a tu rostro ni has rechazado mis deseos. Tú, luz eterna, no has desdeñado mi oscuridad; tú, vida, no me has abandonado a la muerte; tú, médico supremo, has tenido misericordia de mi enfermedad; pureza eterna, no has despreciado mis iniquidades, mis manchas y mis miserias; tú eres la sabiduría inefable, yo la locura; tú eres infinito, yo soy insignificante. Sí, en ti he encontrado la luz; en ti la prudencia, la verdad; en ti la clemencia, la caridad y el amor fraterno. ¿De dónde provienen tus mercedes? No de alguna virtud que exista en mí, sino únicamente de tu caridad. Concédeme, Señor, que mi memoria retenga tus beneficios; que mi voluntad arda en el fuego   —185→   de tu caridad, y que con la llave de la obediencia consiga abrir la puerta del cielo. Imploro de ti esta gracia para todos los seres racionales individual y colectivamente y para el cuerpo místico de la Iglesia. Confieso y no niego que me amaste antes de que yo fuese y que amas a la obra de tus manos con excesivo amor.

»Oh, abismo. Oh, deidad eterna. Oh, mar insondable. Oh, Trinidad eterna. Tú eres mi criador y yo soy tu criatura. Tú eres un fuego que siempre quema, que consume y que nunca es consumido; tú eres el fuego que aniquila todos los fríos; la luz que ilumina las almas, luz por la cual te has manifestado a la mía. Mediante la luz de la fe yo adquiero sabiduría, fortaleza, valor y perseverancia; por la luz de esa misma fe aprendo la esperanza y el camino de la rectitud, y sin ella caería en la más densa oscuridad. Te imploro, eterno Padre, que ilumines mi espíritu con la antorcha de la fe. Esa luz que es océano, que alumbra al alma que vive en ti. Oh adorable Trinidad, mar pacífico, cuyas aguas nunca se agitan y dan el exacto conocimiento de la verdad. Ese mar es a manera de un espejo que sostiene la mano de tu amor delante de los ojos de mi espíritu y en el cual percibo que tú eres el Dios supremo e infinito, incomprensible e inestimable. Belleza superior a toda belleza, sabiduría superior a toda sabiduría, porque tú eres la Sabiduría misma. Tú el alimento de los oros angélicos; tú el vestido que cubre toda desnudez; tu dulzura está despojada de amargor y apacigua la sed de las almas».

Ojalá estas palabras te induzcan, lector, a admirar a esta santa mujer no sólo por la santidad de su vida, sino también por la sublimidad de sus enseñanzas. Por ellas descubrirás cuánto deseaba morir para unirse con Cristo. Por fin consiguió el cumplimiento de sus ardientes deseos. Las promesas que le hiciera el Redentor al elegirla como esposa se cumplieron y su alma abandonó su residencia terrenal para celebrar con él las nupcias eternas.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Que trata de la muerte de Catalina y de las recomendaciones que hizo a sus hijos e hijas espirituales en sus últimos momentos


Sintiendo la bienaventurada Catalina que se acercaba su última hora, reunió en torno suyo a todas las personas que la seguían y a la manera como el Señor se despidió de sus discípulos, ella les dirigió la palabra en general exhortando a todos a perseverar en el camino de la virtud. En esa oportunidad desarrolló ciertos puntos de importancia, cuyo detalle he encontrado en los manuscritos de las personas cuyos nombres di anteriormente.

La primera y fundamental obligación que estableció fue la siguiente:

El que se entrega a Dios, si quiere poseerle en reciprocidad, debe apartar su corazón de todo amor sensible no sólo a las personas sino también a las cosas, con el fin de tender hacia Dios con entera simplicidad y sinceridad de corazón, porque según decía la Santa, el corazón no puede entregarse sin reserva a Dios si no se encuentra libre de ligaduras, cualquiera sea la naturaleza de estas. El alma no puede entregarse a Dios sin la oración basada en la humildad. También se necesita la meditación, porque esta aumenta y fortalece las virtudes, que sin ese alimento se irían debilitando poco a poco y no tardarían en desvanecerse. Catalina enseñó a sus discípulos que debían dedicar determinadas horas del día a la oración vocal y dedicarse continuamente a la mental, bien fuese con actos materiales o simplemente con el corazón.

La bienaventurada Catalina dio también a sus discípulos otros consejos, terminando con la última recomendación que hizo el Salvador a los Apóstoles conjurándoles a que se amasen los unos a los otros. Mediante su mutuo afecto demostrarían que eran sus hijos espirituales y ella se creería madre suya e intercedería por   —187→   ellos ante la Bondad eterna. Les recomendó también en nombre de la caridad que orasen con frecuencia y fervor por la reforma y la prosperidad de la santa Iglesia y por el Vicario de Cristo. Agregó que así como Satanás había obtenido permiso para afligir a Job con toda clase de enfermedades, le parecía a ella que el infierno había conseguido una autorización parecida para mortificar su cuerpo con los más variados tormentos. Finalmente dijo: «-Mis queridos amigos, me parece evidente que mi amado esposo ha dispuesto, de acuerdo con los más íntimos deseos de mi corazón que mi alma sea liberada de su oscura prisión y retorne a su verdadero origen».

Los testigos que he citado anteriormente han manifestado por escrito que la angustia y el sufrimiento interior de Catalina parecían tan terribles que nadie pudiera haberlo soportado sin la ayuda especial de Dios; ella lo sufrió todo con paciencia sin dar la más ligera señal de tristeza. Como los presentes llorasen amargamente al verla en semejante estado, ella les dijo: «Hijos queridos, no debéis afligiros por mi muerte; antes bien regocijaos y congratuladme porque voy a dejar este destierro y descansar en la paz del Señor. Os doy mi palabra de que os seré de más utilidad después de mi muerte que podría serlo permaneciendo con vosotros en esta vida llena de miserias. Encomiendo todo mi ser en las manos de mi divino esposo; y si él sabe que puedo ser útil para alguien y él quiere que continúe en el mundo en medio de la angustia y la tortura, estoy dispuesta por el honor de su nombre y la salvación de mi prójimo a sufrir centenares de veces por día, si posible fuera, la muerte o cualquier otro tormento por grande que fuese. Pero si es de su agrado que yo parta, tened la seguridad, hijos queridos, de que yo he dado mi vida por la Iglesia; tengo la certidumbre de que Dios ha permitido eso por una gracia especial».

Dicho esto, llamó a sus discípulos uno por uno e indicó a cada cual el género de vida que debía abrazar después de su muerte. Manifestó también su deseo de que todos ellos quedasen bajo mi dirección designándome como la persona que habría de ocupar su lugar, e indicando a unos la vida religiosa y a otros la solitaria.

Para las mujeres y especialmente para las Hermanas de Penitencia, designó como superiora a Alesia. Todo lo dispuso de acuerdo con la inspiración del Espíritu Santo, como lo demostraron después los hechos, ya que sus indicaciones fueron sumamente provechosas para todos.

Luego pidió perdón a todos los presentes. «-Mis amados   —188→   -dijo -yo he tenido hambre y sed de vuestra salvación, pero es posible que no os haya dado el ejemplo de virtudes y buenas obras que he debido. He procurado ser una verdadera esposa del Señor y una perfecta religiosa, pero posiblemente no he sido lo atenta y cuidadosa que debiera en lo que concierne a vuestras necesidades temporales. Por consiguiente, imploro de todos vosotros perdón e indulgencia. Os ruego y os conjuro humilde y encarecidamente a proseguir hasta el fin en el camino de la virtud de manera que seáis mi alegría y mi corona».

Pronunciadas estas palabras, guardó silencio; luego hizo, como lo hacía diariamente, confesión general y pidió se le administrase la Sagrada Eucaristía y los últimos sacramentos. Satisfecho este pedido, solicitó la indulgencia plenaria que le fuera concedida por los Soberanos Pontífices Gregorio XI y Urbano VI. Por fin comenzó su agonía y su lucha contra Satanás; los presentes percibieron sus gestos y oyeron sus palabras. Alternativamente guardaba silencio y replicaba; a veces sonreía y mostraba despreciar lo que oía o se mostraba indignada.

Las personas que me han referido estas cosas notaron un detalle particular y yo creo que ello ocurrió para mayor gloria de Dios. Después de guardar silencio como si escuchase una acusación, replicó con alegre continente: No; vanagloria, jamás; sólo el honor y la gloria de Dios.

Hubo sin duda una razón para que Dios permitiese que estas palabras fuesen oídas, pues algunas personas, en vista de las grandes gracias que el Señor le había concedido, creían que derivaba de ello cierta complacencia, que manifestaba al mostrarse en público. Algunos decían al hablar de ella: «-¿Por qué corren de todas partes a su encuentro? No es más que una mujer. Si desea servir a Dios, debe permanecer en su celda». La respuesta a semejante reproche fue completa: «-No; vanagloria, jamás; sólo el honor y la gloria de Dios», es decir: no era la vanagloria lo que me inducía a ir a todas partes para realizar obras buenas, sino que siempre fue mi móvil la gloria del Salvador y el honor de su nombre. Yo que con tanta frecuencia he oído sus confesiones generales y particulares y que tan cuidadosamente he examinado sus actos, puedo dar también testimonio de esto. Catalina siempre obedeció las órdenes directas de Dios y siguió sus inspiraciones; no sólo no buscó jamás la alabanza sino que en ninguna oportunidad pensó en lo que pudieran decir los hombres. Quien no haya sido testigo de su vida nunca podrá saber   —189→   hasta qué grado era ajena a esas pasiones humanas que son tan frecuentes aun en personas consagradas a la religión.

Después de esta prolongada lucha y de su victoria contra el enemigo común, Catalina volvió en sí y repitió la confesión pública que acostumbraba hacer, y para mayor seguridad pidió otra vez la absolución y la aplicación de la indulgencia plenaria. Siguió en esto la doctrina y el ejemplo de San Martín, San Jerónimo y San Agustín, quienes dicen que ningún cristiano, mal quiera que fuera su estado de perfección, debe abandonar el mundo sin acusarse de sus faltas y excitar en su corazón el dolor por haberlas cometido. San Agustín, en su última enfermedad, hizo que escribiesen en la pared al lado de su lecho los siete salmos penitenciales y los leyó constantemente con lágrimas en los ojos. Al morir, San Jerónimo confesó públicamente todos sus pecados. San Martín enseñó con la palabra y el ejemplo que se debe morir con el cilicio puesto y en la ceniza para dar testimonio de humildad y arrepentimiento. Imitando a estos tres grandes santos, Catalina manifestó su contrición de todas las maneras posibles y pidió dos veces la absolución de sus pecados.

Terminado esto, los circunstantes observaron que su resistencia física disminuía con rapidez. Sin embargo, ella no dejó de hacer piadosas recomendaciones a sus hijos e hijas espirituales, tanto presentes como ausentes, pues en los últimos instantes de su agonía dijo: «-Acudid a Fray Raimundo en todas vuestras dudas y dificultades y decidle que nunca sea remiso y que no tema nada que pueda ocurrirle. Yo estaré continuamente a su lado y le protegeré en todos los peligros. Cuando se equivoque, yo le avisaré para que se corrija». Me han asegurado que repitió con frecuencia estas palabras y que las pronunció mientras conservó fuerzas para hacerlo.

Viendo que era llegado el momento de salir de este destierro, dijo: «-Señor, en tus manos encomiendo mi alma». Y como por tanto tiempo lo había deseado, quedó libre de su cautiverio y unida en supremo y eterno desposorio con el Señor a quien tanto y tan ardientemente amara. Ocurrió esto en el año del Señor 1380, un domingo, 29 de abril, a la hora de Tercia. En ese mismo instante estando yo en Génova, su alma se comunicó con la mía, de alguna manera que no alcanzo a explicar. Pongo por testigo a Aquel que no puede engañar ni engañarse; pero entonces mi entendimiento no comprendió de dónde venían las palabras que oí, aunque   —190→   percibí completamente el sentido de las mismas. Estaba yo en aquel tiempo desempeñando las funciones de Provincial -era cuando debía reunirse en Bolonia el Capítulo para elegir General de la Orden- y yo estaba haciendo los preparativos para dirigirme a esta ciudad acompañado por algunos religiosos. Tenía que llegar hasta Pisa, y de aquí seguir viaje a Bolonia, como en efecto hicimos. Habíamos alquilado una embarcación y estábamos esperando viento favorable para embarcarnos.

La misma mañana en que expiró la Santa, había yo ido a la iglesia de San Pedro Mártir para celebrar allí la santa misa. Una vez celebrado el sacrificio del altar, volví a mi dormitorio con el fin de preparar mi pequeño equipaje, cuando al pasar por delante de una imagen de la Virgen Santísima, recité en voz baja el Ave María, de acuerdo con la costumbre de los religiosos, y permanecí allí arrodillado breves instantes. Entonces oí una voz que no venía por el aire, sino que pronunciaba palabras que llegaban a mi mente en forma directa y no por los oídos y que, sin embargo, percibí de una manera tan clara y distinta como si las hubiese oído. No sé de qué manera llamar a esta forma de comunicación, y si se puede dar el nombre de voz a algo que carece de sonido. Pues bien, esta voz hizo llegar las siguientes palabras a mi mente: «-No temas; estoy aquí por ti; estoy en el cielo por ti; yo te protegeré y te defenderé; estate tranquilo; estoy aquí por ti».

Estas palabras interiores me produjeron gran desasosiego y traté de comprender qué podía significar la ayuda que se me prometía. No podía en aquel momento atribuirlas a nadie sino a la Virgen María, a quien yo estaba saludando en aquel instante; pero no me atreví a pensarlo a causa de mi indignidad. Pensé que alguna terrible desgracia iba a caer sobre mí y que, como estaba implorando con mi oración a la Madre de las Misericordias, esta me dirigía las palabras que acababa de oír con el fin de prepararme a soportar el infausto acontecimiento que se aproximaba. Sospeché que, como había estado predicando en Génova la cruzada contra los cismáticos, podría haber entre ellos alguno que tuviese la intención de hacerme algún mal.

Una dama romana tuvo la siguiente visión en el momento en que expiró Catalina. Me la relató ella misma, a quien creo merecedora de fe, pues he conocido su vida y su conciencia por más de veinte años.

Vivía en Roma una señora, madre de dos hijos y cuyo nombre era Semia. Antes de la muerte de su marido, y más perfectamente después de haber fallecido este,   —191→   se consagró al servicio de Dios, consagrándose por completo a la oración y a visitar iglesias. Tenía la costumbre de levantarse por la noche para los Maitines y rezados estos, dormía un poco con el fin de estar en condiciones para cumplir con sus piadosas peregrinaciones a las iglesias. Cuando Catalina llegó a Roma, esta señora fue informada por varias personas, entre las que me contaba yo, con respecto a las virtudes de nuestra Santa. La visitó y quedó tan cautivada por el encanto de su compañía, que se resolvió a repetir frecuentemente la visita, cosa que realizó con intervalos de varios días.

En la noche que precedió al día en que murió Catalina, Semia se levantó para orar, según tenía por costumbre, y una vez que hubo terminado sus oraciones, reflexionó que siendo el día siguiente domingo, tendría que levantarse más temprano que de ordinario para asistir a la misa solemne y preparar la comida para sus hijos. Se acostó de nuevo como hacía siempre, pero no para dormir, sino para descansar un poco. Está así, en ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, cuando reaccionando con el sopor que empezaba a dominarla, se dijo: «Debo levantarme para llegar a tiempo a los servicios de la iglesia». Al decirse estas palabras vio un hermoso niño, aparentemente de ocho a diez años de edad, el cual le dijo:

-No quiero que te levantes hasta que hayas visto una cosa que tengo la intención de mostrarte.

Encantada con las gracias de la criatura, pero firme en su propósito de no perder la misa, contestó:

-Déjame, querido, que me levante, porque no puedo dejar la misa mayor.

A lo que el niño replicó:

-No podré permitir que te levantes antes de que veas la maravilla que voy a mostrarte, porque tengo, de parte de Dios, la misión de hacerlo.

Entonces le pareció como si el niño la sacase de la cama y la llevase a un lugar espacioso que tenía la forma de una iglesia, en uno de cuyos extremos había un tabernáculo de plata pulimentada, exquisitamente labrado; estaba cerrado.

-Espera un instante -dijo el niño- y verás lo que hay dentro del tabernáculo.

Otro niño muy parecido al primero, apareció entonces trayendo una escalera de plata, aplicándola al tabernáculo, que estaba en un lugar elevado, y abrió la puerta de este con una llave de oro. Tan pronto como este estuvo abierto, Semia vio a una jovencita ricamente ataviada, cuya vestidura era de resplandeciente blancor y estaba magníficamente adornada con piedras preciosas.   —192→   Tenía en la cabeza tres soberbias coronas tan bien dispuestas, que cada una de ellas podía distinguirse con toda claridad. La corona inferior era de plata; la segunda de plata mezclada con oro, y la tercera de oro purísimo recamado de perlas y piedras preciosas.

Al contemplar este maravilloso espectáculo, Semia empezó a pensar quién podría ser esa jovencita tan ricamente ataviada, y luego de haberla mirado con detención reconoció en ella a Catalina de Siena. Pero sabiendo que esta tenía mucha más edad que la representada por la figura de la visión, se le ocurrió que podría ser otra. El niño que se le apareció la primera vez le preguntó entonces si reconocía a la persona que tenía delante.

-Es sin duda alguna -contestó Semia- Catalina, pero no tiene su edad.

Y como continuase mirándola intensamente, la joven del tabernáculo le sonrió y dijo a uno de los niños:

-Ya ves que no me reconoce.

Entonces aparecieron seis niños más semejantes a los anteriores trayendo una especie de camilla, y una vez que la hubieron puesto cerca del tabernáculo, subieron rápidamente por la escalera, tomaron en sus brazos a la doncellita y la colocaron en la camilla. Entonces la joven dijo:

-Permitidme ir cerca de esa señora que me está mirando y no sabe todavía quién soy. -Dichas estas palabras, se acercó a Semia como si fuese volando por el aire, y le dijo-: Soy Catalina de Siena. -A lo que la mujer replicó:

-¡Cómo! ¿Sois vos, madre Catalina?

-Sí -contestó ella-; y ahora fíjate bien en lo que vas a seguir viendo.

Al decir estas palabras, fue conducida por los seis niños a la camilla, y esta se elevó hacia el cielo. Mientras Semia la veía subir gradualmente, de pronto alcanzó a ver un trono levantado en el cielo, y sobre este trono a un rey coronado y cubierto de joyas, el cual tenía en las manos un libro abierto. Los niños condujeron a la hermosa doncella hasta los pies de este trono y, una vez que estuvo aquí, la virgen se arrojó a los pies del rey y le adoró. Entonces el rey le dijo:

-Bienvenida, amada esposa y querida hija Catalina. A una orden del rey, ella alzó la cabeza y leyó en el libro durante el tiempo suficiente para recitar la oración dominical. Luego, a una nueva orden del rey, se levantó y tomó asiento cerca del trono esperando a la reina que avanzaba a la cabeza de un numeroso grupo de vírgenes. Cuando estuvo cerca, nuestra Santa se apresuró a bajar las gradas del trono y se postró delante de ella;   —193→   después de lo cual, la reina del cielo la tomó de la mano y le dijo:

-Bienvenida, Catalina, hija mía -y levantándola, le dio el beso de paz.

La Santa ofreció un nuevo homenaje a la reina y avanzó hacia las otras vírgenes, quienes la recibieron alegremente dándole el beso de paz.

Mientras ocurría todo esto, Semia exclamaba: «¡Oh, mi soberana señora, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, intercede por mí! ¡Santa María Magdalena, Santa Catalina, Santa Inés, Santa Margarita, orad por nosotros!

Semia me informó que, aunque esta visión parecía ocurrir en el cielo, ella distinguió perfectamente a todos los que tomaron parte en ella, y reconoció no sólo a la bienaventurada Madre de Dios, sino a las demás vírgenes que formaban su comitiva, pues cada una de ellas llevaba la señal distintiva de su martirio: Santa Catalina, la rueda; Santa Margarita, un dragón a sus pies; Santa Águeda, el pecho tostado; y de igual manera las demás. Finalmente, entre las felicitaciones de las demás vírgenes, la juvenil Catalina fue colocada en el lugar que la correspondía, y coronada de gloria.

Cuando Semia abrió los ojos, vio que el sol ya indicaba en el horizonte la hora de Tercia, y se afligió por la misa que deseaba oír y por la comida de sus hijos, pero no pudo menos de preguntarse mentalmente qué significado podía tener esta visión. Ignoraba que Catalina hubiese muerto, aunque sabía que se encontraba en estado de suma debilidad. Sus ocupaciones la habían impedido visitarla durante unos días, pero en otras oportunidades ocurrió lo mismo, y por lo tanto se limitó a pensar que su amiga habría tenido algún éxtasis extraordinario, del que sería reflejo la visión que ella acababa de contemplar. Temía que, dado lo avanzado de la hora, le fuese imposible asistir a misa y sospechó que Satanás hubiese intervenido con el fin de hacerla quebrantar el precepto de la Iglesia. Se apresuró pues a poner la comida en el fuego y dirigirse al templo parroquial, diciéndose para sus adentros: «Si pierdo la misa, será una prueba de que la visión proviene de Satanás, pero si consigo llegar a tiempo, no dudaré de que procede de la piadosa madre Catalina».

Al llegar a la iglesia, la misa estaba ya en el ofertorio, lo que entristeció mucho a Semia. «Desdichada de mí -exclamó-; el demonio me ha engañado». Entonces se volvió a casa, atendió apresuradamente los quehaceres domésticos y se preparó para ir a otra iglesia a fin le oír la misa entera.

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Mientras estaba así ocupada, oyó la campana que anunciaba una misa en un vecino monasterio de monjas. Esto le produjo gran alegría, y dejando unas legumbres tal como las había preparado, pero sin ponerlas en el fuego, cerró la puerta y se apresuró a salir para la iglesia. Una vez que hubo oído la misa, volvió a casa, y antes de llegar, le salió al encuentro uno de sus hijos, el cual le dijo: «Madre, es ya muy tarde; nosotros queremos nuestra comida». Ella contestó: «Esperad un poco, queridos, que pronto estará lista». Entró en la casa, cuya puerta había dejado cerrada con llave, y vio, con el consiguiente asombro, que la mesa estaba servida, la carne y las legumbres perfectamente hervidas y todo dispuesto en tal forma que ya no había más que sentarse a comer.

La extrañeza que esto le produjo hizo que pensase en ir lo más pronto posible a ver a Catalina y contarle lo que había ocurrido. Llamó a sus dos hijos y se sentaron a la mesa; mientras comían no se apartó de su mente el pensamiento de la visión. Los niños, que no sabían nada de lo ocurrido, encontraron que la comida era más apetitosa que otras veces y así lo manifestaron; mientras tanto, ella decía interiormente: «¡Oh, madre Catalina!, tú has venido aunque la puerta estaba cerrada, y me preparaste la comida. Veo que eres una santa ante los ojos del Señor».

A todo esto, ni siquiera se le había ocurrido pensar que Catalina hubiese muerto, y en cuanto terminaron de comer, se apresuró a dirigirse a la casa donde se hospedaba la Santa. Llamó a la puerta como de costumbre, pero nadie contestó. Entonces los vecinos le informaron que no había nadie en la casa; ella lo creyó así y se fue. La verdad es que los que estaban adentro no quisieron mostrarse, porque deseaban que no se esparciese el rumor de su muerte, lo que atraería mucha gente y les impediría discutir con tranquilidad lo que habrían de hacer en tales circunstancias. Finalmente resolvieron que a la mañana siguiente el cuerpo de la Santa sería trasladado a la iglesia de los Frailes Predicadores llamada Santa María de la Minerva y que allí se celebrarían los funerales.

Tan pronto como los restos de Catalina fueron llevados a la mencionada iglesia, toda Roma se enteró de lo ocurrido, y grandes multitudes acudieron de todos los ángulos de la ciudad, entrando turbulentamente en el templo con el fin de tocar los vestidos y los pies de la Santa. Sus hijos e hijas espirituales, temiendo que llegasen a despedazar el cadáver, lo colocaron detrás de la verja de la capilla de Santo Domingo. Semia fue por casualidad a esta iglesia y al notar el tumulto, inquirió la causa del   —195→   mismo. Entonces oyó que Catalina había muerto y que eso era lo que atraía a la muchedumbre. Avanzó entonces sollozando hasta el lugar donde estaba el cadáver y dijo a los hijos espirituales de la Santa: «¡Cuán crueles han sido al ocultarme la muerte de mi amada madre! ¿Por qué no me avisaron para asistirla en sus últimos momentos?». Cuando ellos le presentaron sus excusas, preguntó a qué hora había expirado. Le contestaron que en el día anterior, a la hora de Tercia. Al oír esto, Semia exclamó: «Yo la vi; yo vi a mi amada madre cuando dejó su cuerpo. Los ángeles la llevaron al cielo en presencia mía; tenía tres coronas, y su vestidura era resplandecientemente blanca. Sé que Dios me envió a uno de sus ángeles para mostrarme la muerte de la madre Catalina. ¡Oh, madre, madre! ¿Cómo fue que no comprendí durante esa visión que tú estabas abandonando la tierra?».

Y Semia dio los detalles de su visión a los discípulos de Catalina que estaban, con su presencia, custodiando el cuerpo de la Santa.



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ArribaAbajoCapítulo V

Algunos de los prodigios y milagros que el Señor realizó por intercesión de Catalina


En cuanto se difundió la noticia de la muerte de Catalina grandes masas del pueblo se dieron cita en la iglesia donde se habían depositado sus restos y muchas personas llevaron allí a sus enfermos para que fuesen curados por la intercesión de la Santa. Dios no defraudó las esperanzas de los fieles, y aquí relataré algunos de los milagros realizados entonces.

Una hermana de la Tercera Orden de San Francisco, llamada Dominica, tenía tan enfermo un brazo que durante los seis meses anteriores al deceso de Catalina no pudo hacer uso de él. Fue a la iglesia y como a causa de la gran afluencia de gente no pudiese acercarse adonde estaba el cuerpo de la Santa, se desprendió el velo y rogó a alguien que tocase con él los restos mortales de Catalina. Cuando se lo devolvieron, lo puso debajo del brazo enfermo e inmediatamente se sintió curada. Entonces gritó: -Ved: por los méritos de esta Santa se me ha curado el brazo de una enfermedad que todos la creían incurable-. Como consecuencia de esto, el número de enfermos aumentó de una manera increíble y llegaban de todas partes con la esperanza de curarse con sólo tocar el ruedo del vestido de Catalina.

Entre otros, llevaron a un niño de cuatro años que tenía los músculos del cuello tan estirados que la cabeza se apoyaba en el hombro. Tan pronto como una de las manos virginales de la Santa fue aplicada a la parte enferma, comenzaron a notarse síntomas favorables y poco después la curación era perfecta.

A causa de los milagros que se sucedían sin interrupción no fue posible disponer la inhumación de los restos; era tal la afluencia de público que un doctor en Teología que intentó pronunciar la oración fúnebre,   —197→   no pudo conseguir hacerlo y tuvo que bajarse del púlpito sin haber empezado su sermón.

Un romano llamado Lucio de Connarola padecía una enfermedad que los médicos habían declarado incurable. Tenía en tales condiciones la cadera y una pierna que ni con ayuda de muletas conseguía caminar sino unos pasos. Se arrastró con suma dificultad hasta la iglesia y, una vez aquí, consiguió que lo llevasen hasta el santo cuerpo. Con gran devoción puso una mano de Catalina sobre la pierna enferma e instantáneamente estuvo curado.

Una jovencita llamada Ratozzola estaba tan horriblemente enferma de lepra que tenía la nariz y parte del labio superior roídos por la enfermedad. Tras grandes esfuerzos, pues no le permitían acercarse, logró llegar hasta el cuerpo de la Santa y en cuanto aplicó al rostro una de sus manos, desapareció la lepra sin dejarle la más ligera cicatriz.

Un habitante de Roma, llamado Antonio Sello, que estaba empleado en la iglesia de San Pedro, estaba enfermo por exceso de trabajo y caminaba con gran dificultad. Inspirado por lo que oía acerca de la Santa, se encomendó devotamente a ella y le hizo un voto, si curaba su enfermedad. Aperas había pronunciado la fórmula del voto, se vio completamente libre de sus sufrimientos y caminó sin dificultad hasta donde estaban los restos de la Santa, para llevar a cabo la promesa que le había hecho.

Vivía en Roma una piadosa dama, llamada Paula, que llegó a intimar mucho con Catalina. En el momento en que ocurrió la muerte de esta, se encontraba cruelmente atormentada por la gota y tenía además un dolor agudo en el costado. Como estas dos dolencias exigían distinta clase de tratamiento médico, la pobre señora sufría lo indecible y se encontraba además en peligro de muerte. Después del deceso de Catalina, pidió encarecidamente le llevasen algo que hubiese tocado el cuerpo de la Santa. Se lo llevaron esa misma tarde y a la mañana siguiente pudo levantarse del lecho donde había permanecido durante meses a causa de sus dolencias. Ella misma me informó acerca de este milagro.

Después que el cuerpo de Catalina fue inhumado, el poder de realizar prodigiosas curaciones que el Señor había otorgado al mismo, en lugar de disminuir, acreció. Un romano llamado Neri o Veri tenía un niño que no podía permanecer erguido sobre sus pies. Le llevó a la tumba de Catalina, apenas lo puso sobre ella, la criatura caminó sobre sus pies como si siempre hubiese disfrutado de una salud perfecta.

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Juan de Tozo tenía una terrible y repugnante enfermedad en los ojos: estaban infestados de gusanos. Hizo un voto a la virgen de Siena y al instante quedó curado. Una señora alemana que llegó a Roma en peregrinación y cuyo nombre olvidaron anotar, había casi perdido la vista sin esperanzas de curación. Se encomendó piadosamente a Catalina y gradualmente fue recobrando su poder visual sin necesidad de ningún medicamento.

Una mujer romana, llamada María, padecía de tan terribles dolores en la cabeza que llegó a perder un ojo a pesar de los esfuerzos realizados por los médicos para detener el mal. Habiendo oído hablar de los milagros realizados por Catalina, se encomendó devotamente a su intercesión. Esa misma noche la Santa se apareció a la sirvienta de la enferma y le dijo -Recomiende a su ama que no se aplique más medicinas; que vaya todas las mañanas a oír la santa misa y se curará-. La criada cumplió el encargo y la patrona obedeció la indicación de Catalina, perseverando en el piadoso ejercicio recomendado hasta que se curó por completo.

Un adolescente llamado Jacobo, hijo del ciudadano romano Pedro de Niccolo, estaba enfermo de gravedad; todas las medicinas habían fracasado, y los médicos dictaminaron que, de acuerdo con las leyes naturales, su fin estaba próximo. Se encomendó fervorosamente a la bienaventurada Catalina, y desde ese mismo instante empezó a mejorarse hasta reponerse por completo a los pocos días.

Una noble y piadosa dama, llamada Juana Ilperni, había estado relacionada con Catalina durante mucho tiempo. Los milagros que vio realizarse por su intercesión le inspiraron la idea de aconsejar a todos sus conocidos que se encomendasen a la intercesión de la Santa. Un día, el hijo de esta señora estaba corriendo en la terraza de la casa y se cayó de ella sin que hubiese nadie que pudiera prestarle auxilio. La madre, al verle en tales condiciones, gritó con todas sus fuerzas: Santa Catalina, protege a mi hijo. Cuando la madre llegó donde estaba el niño, este no solamente estaba vivo, sino que no tenía la menor señal de herida o contusión.

Había también en Roma una mujer que se ganaba la vida dedicándose al servicio de los demás. Se llamaba Buona Giovanni. Un día, mientras estaba lavando ropa a la orilla del Tíber, fue arrastrada por la corriente, viéndose en inminente peligro de ahogarse. Entonces se encomendó a Catalina; su plegaria fue oída, porque milagrosamente se sintió sostenida sobre la superficie del agua y llegó a la orilla sin dificultad.

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Estando yo en Roma, un amigo mío médico, llamado Jacques de Santa María de la Rotunda, me informó que un joven de la ciudad, yerno de Cintio Yacancini, estaba tan gravemente enfermo que su muerte era segura. También supo esto Alesia, la amiga de Catalina, quien, sabedora de que toda la familia del paciente había sido muy devota de nuestra Santa, se fue sin tardanza a la casa donde vivía el ya desahuciado joven llevando un diente de la sierva del Señor, al que ella consideraba como una preciosa reliquia. Halló al enfermo en sus últimos momentos; la inflamación de la garganta le impedía respirar. Alesia le aplicó el diente a la garganta e inmediatamente se percibió un ruido semejante al que produce una piedra al ser removida de un lugar. El absceso se abrió y el enfermo arrojó por la boca gran cantidad de materia corrompida, encontrándose después completamente restablecido.

A los casos relatados podría agregar innumerables más, de los que son prueba los exvotos que se ven sobre la tumba de la Santa. Por otra parte, declaro en la presencia de Dios que muchas personas me han buscado para comunicarme los grandes favores que han recibido de Dios por intercesión de Catalina, y ha sido descuido mío el no haber anotado debidamente los nombres de las personas favorecidas y los detalles de cada milagro. Es cierto que designé a una persona para que los anotase, pero no se cumplieron mis indicaciones.

Ocurrió por aquella época un hecho que quiero consignar aquí. Es el siguiente: Cuando la reina Juana envió contra Roma a Rinaldo de los Ursinos al frente de cierto número de hombres de armas con el fin de arrestar al Soberano Pontífice Urbano VI, algunos de los habitantes de la ciudad fueron tomados prisioneros por el enemigo. Algunos de ellos fueron atados a sendos árboles y abandonados así a una muerte cruel; otros fueron conducidos al campo, donde se les retuvo bien custodiados con la esperanza de conseguir que sus deudos pagasen rescate por ellos. Me contaron los que recobraron la libertad que en el momento en que invocaron el nombre de Catalina, las cadenas que los sujetaban cayeron hechas pedazos. Uno me informó que inmediatamente después de haberse encomendado a la Santa, se encontró libre de las ligaduras que lo tenían sujeto al árbol y que volvió a Roma sin encontrar a ninguno de aquellos forajidos que tenían infestada la región.

Recuerdo haber oído referir muchos milagros de esta naturaleza; pero la memoria me falla con los años y no recuerdo bien los detalles.

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Antes de dar fin a este libro, deseo hablar acerca de la paciencia de Catalina. La Iglesia militante admira más en sus santos esta virtud que los milagros. Dedicaré, pues, un capítulo a este asunto. Catalina en recompensa de mi trabajo, obtendrá para mí una gracia de su divino esposo que reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.



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ArribaCapítulo VI

De la gran paciencia que Catalina manifestó en todas sus acciones desde la infancia hasta la muerte. Este capítulo será una especie de resumen de su vida


La eterna Verdad encarnada para nuestra salvación dice: Qui in corde bono et optimo audientes verbum retinent, et fructum afferunt in patientia (San Lucas, VIII, 15). «Aquellos que son de buen corazón y escuchan la palabra con paciencia, la conservan y la hacen fructificar». En su libro de los Diálogos dice San Gregorio: Ego virtutem patientas signis et miraculis puto majorem. «Considero que la virtud de la paciencia es superior a los prodigios y a los milagros». El apóstol Santiago en su epístola canónica asegura que la «paciencia es una obra perfecta»: Patientia opus perfectum (Santiago, I. 4).

La paciencia no es la principal y la reina de las virtudes, pero según el testimonio del Apóstol, es la compañera inseparable de la más grande de las virtudes, que es la caridad. Cuando habla acerca de la caridad, San Pablo dice: «La caridad es paciente, es bondadosa; no envidia» (I-Cor. XIII, 4). De aquí que cuando la Iglesia examina la vida de los Santos, no aplica su principal atención a los prodigios que han realizado, por dos razones. La primera, porque los malos también realizan cosas prodigiosas que parecen milagros, y que no lo son, como hicieron los hechiceros de Faraón y como hará el Anticristo y sus secuaces cuando llegue el tiempo. La segunda razón es que algunos han llegado a hacer milagros, pero luego han sido reprobados, como le ocurrió a Judas y a aquellos que según dice el Evangelio, exclamarán en el día del Juicio Final: «Señor, ¿no hemos realizado milagros en tu nombre?», y a quienes el Señor contestará: «Apartaos de mí, hacedores de iniquidad».

Por consiguiente, los prodigios y los milagros no pueden dar a la Iglesia militante la seguridad de que disfrutan de la gloria eterna aquellas personas que los realizaron, aunque indudablemente constituyen un fuerte indicio de santidad, especialmente cuando ocurren después   —202→   de la muerte; pero ni aun en este último caso constituyen una prueba absoluta, pues Dios puede recompensar la fe de quien ora sin intención de sacrificar a aquellos en cuyo nombre se hace la oración.

Cuando la Iglesia quiere comprobar los méritos de un santo, se informa acerca de su vida y de las acciones que ha realizado en la tierra, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio de San Mateo: «Por sus frutos lo conoceréis, porque un árbol malo no puede dar buenos frutos, ni un árbol bueno puede dar fruto malo» (San Mat. VII, 18). Los frutos buenos son las obras de caridad para con Dios y el prójimo. Estas obras son agradables a Dios y, por consiguiente, insoportables para Satanás, quien hace incesantes esfuerzos para contrarrestarlas bien por sí mismo, bien por las personas que le pertenecen en el mundo. Los Santos que han sido fieles y han perseverado, han practicado necesariamente la paciencia que les mantenía en el amor a Dios y a su prójimo, a pesar de todas las persecuciones imaginables. Nuestro Señor dijo a sus discípulos: In patientia vestra possidebitis animas vestras. «En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (San Lucas XXI, 19). Ella es, según el Apóstol, la primera condición para la caridad. Charitas patiens est. «La caridad es paciente» (1 Cor. XIII, 4). Esta es la causa de que se insista sobre este punto en la canonización de los santos. Sus «obras» son examinadas con más detención que sus «milagros», y entre estas obras se buscan de una manera especial los frutos de su paciencia, porque ellos son prueba de la caridad y de la santidad mucho más que todos los demás.

La paciencia se ejercita sufriendo las cosas que nos son adversas; el nombre lo indica, pues se deriva del verbo latino patiri, que significa sufrir.

Los bienes que posee el hombre se dividen en tres clases, de acuerdo con la Filosofía: los agradables, los útiles y los honorables o sea, los que producen agrado, los que dan utilidad y los que proporcionan honor. La paciencia se ejercita por la privación de cualquiera de estas tres clases de bienes.

Los agradables comprenden la salud, los placeres de la mesa, cualquier cosa que halaga a la naturaleza y, en particular, la sensualidad. Los útiles abarcan las riquezas, los lujos, la casa, las comodidades, los criados y, en general, todo lo que sirve para la existencia material. En el grupo de bienes honorables se comprende todo lo que da al hombre consideración entre sus iguales, como ser la reputación, la fama, los amigos distinguidos, etc.

Entre las cosas que acabo de enumerar, algunas son   —203→   culpables y debe renunciarse a ellas; otras son obstáculo para la perfección, y es preciso evitarlas; otras son permitidas y aun a veces resultan necesarias, y su privación debe ser soportada con paciencia. Consideremos la manera cómo se condujo Catalina en estas.

La Santa comprendió que la paciencia no sirve de nada cuando desde el primer momento no nos abstenemos de todo lo que está prohibido, como lo están todos los placeres sensuales; de aquí que se apartase de ellos desde su más tierna edad con prudencia y fortaleza. Esto fue consecuencia de una notable visión con que fue favorecida cuando tenía seis años de edad. Entonces se le apareció el Señor acompañado por sus principales apóstoles, la bendijo y le dirigió una mirada de tierno afecto. Su alma quedó entonces llena de tan perfecto amor que abandonó los hábitos de la infancia y se consagró, no obstante sus cortos años, a la meditación y la penitencia. Sus progresos fueron tan rápidos que al año siguiente, o sea al cumplir los siete, hizo voto de perpetua castidad en presencia de la Virgen María después de haberlo pensado con detención y haber orado mucho.

Como la piadosa niña comprendía que nada era tan necesario para conservar la virginidad que la sobriedad y la mortificación, se aplicó a estas virtudes y terminó por practicarlas con maravillosa perfección. Comenzó por acortar la cantidad de carne de su alimento y terminó por suprimirla completamente. El vino, que bebía mezclado con agua hasta el extremo de hacerle perder el sabor, lo dejó del todo a la edad de quince años, y lo mismo hizo con toda clase de alimentos que no fuesen el pan y los vegetales. A la edad de veinte suprimió el pan y se sostuvo con hierbas sin cocer, continuando así hasta que Dios le concedió el favor de vivir sin tomar ninguna clase de alimento. Esto tuvo lugar, si la memoria no me falla, a la edad de veinticinco o veintiséis años. Ya he hablado acerca de las murmuraciones a que dio lugar este extraordinario y milagroso estado de Catalina, murmuraciones que ella sufrió con admirable paciencia.

Habiéndose acorazado en esta forma, por la abstinencia y la pureza, contra los placeres de los sentidos, Catalina se privó también de otras cosas permitidas y aun deseables. Algunas pruebas le dieron verdadera alegría, pero otras la afligieron profundamente. Muchos de sus parientes y amigos fueron para ella ocasión de dolor desde la infancia hasta la muerte. Su madre y hermanos, con el fin de obligarla a que se casase, la privaron de su habitación, y la obligaron a realizar los oficios más viles de la cocina para privarla de sus horas de oración y   —204→   meditación. Ella permaneció fija e inconmovible en su resolución, ya que no sólo no abandonó sus oraciones sino que estas aumentaron en fervor y duración. El demonio excitó contra ella a su madre, Lapa, en tal forma que algunas veces llegó a enfurecerla contra su hija; pero esta, armada con su invencible paciencia, aplacó las asperezas de su madre y perseveró en sus penitencias.

El enemigo del género humano buscó todos los medios imaginables para privarla de los consuelos y favores de su divino esposo, pero ella triunfó de sus ataques con el fervor; desconcertó sus artimañas con sabiduría y le confundió con su perseverancia. El espíritu maligno intentó inducirla a que olvidase su voto valiéndose de su cuñada, quien consiguió inspirarle el deseo de cuidar particularmente su cabello y su arreglo personal. Dios permitió esto para su bien, como he demostrado en el capítulo cuarto de la primera parte de este libro. Posteriormente el demonio la atormentó con tentaciones y hasta con visiones falsas.

Un día, mientras estaba orando delante de un crucifijo, se le presentó el demonio trayendo un vestido de rica seda con el cual intentó cubrirla. Ella le rechazó con desprecio y se armó contra él con el signo de la cruz; el demonio desapareció, pero dejó en su espíritu la tentación a la vanidad, cosa que la afligió intensamente. Recordó entonces el voto de virginidad que había pronunciado, y dijo a nuestro Salvador: «Amado esposo, tú sabes que yo nunca he deseado tener otro esposo que no seas tú; ayúdame a triunfar de estas tentaciones. No te pido que las suprimas, sino que no permitas me deje vencer por ellas».

Apenas había terminado de decir estas palabras cuando se le apareció la Santa Madre de Dios y Reina de los cielos, quien tomo del costado de su Hijo crucificado un magnífico vestido que ella había bordado con sus propias manos y en el que brillaban magníficas piedras preciosas, y se lo puso a Catalina diciéndole: «Sabe, hija mía, que los vestidos que provienen del costado de mi Hijo sobrepasan a cualquiera otro vestido en esplendor y belleza». La tentación se desvaneció inmediatamente, y la Santa quedó llena de celestial consuelo.

Viendo el demonio que por sí mismo no conseguía apartarla del cumplimiento de sus resoluciones, buscó a otras personas que le ayudasen en su infernal tarea. Se valió de la madre de Catalina, quien la llevó a la casa de baños para inducirla a suspender sus austeridades; pero Catalina supo encontrar aquí mayores mortificaciones que en su propia habitación exponiendo su cuerpo a la acción del agua hirviendo. La falta de   —205→   luces de sus directores espirituales y de la superiora de la Tercera Orden, le causó igualmente muchas aflicciones. Intentaron apartarla de la frecuente confesión, y refrenaron sus ejercicios de piedad, que ella amaba tanto. Su corta inteligencia era incapaz de comprender estas cosas; condenaron la luz porque estaban en tinieblas y trataron de medir la altura de las montañas inaccesibles sin dejar las sombras de los humildes valles.

El siguiente hecho demostrará la amplitud de su paciencia. Redundará en vergüenza de algunos religiosos, pero es preferible publicarlo a dejar en silencio las extraordinarias gracias que el Espíritu Santo derramó sobre esta alma fiel.

No podía Catalina practicar públicamente ningún ejercicio de piedad sin dar pábulo a la calumnia y atraer sobre sí misma las persecuciones de algunas personas, precisamente las que debieran defenderla y alentarla. Esto no debe causarnos asombro, pues los religiosos que no han conseguido vencer su amor propio, suelen llevar su envidia hasta un extremo al que no llegan por lo general las personas que viven en el mundo. Como las «hermanas de Penitencia» viesen que Catalina, a pesar de ser tan joven, sobrepasaba a las demás en la austeridad de su vida, en la severidad de su moral y en el fervor de sus oraciones, algunas de ellas, seducidas por Satanás, empezaron a censurar su conducta y la denunciaron a los religiosos de la Orden. Si algunas ensalzaban sus virtudes, otras, en cambio, sostenían que obraba por instigación del espíritu del mal. Estas mujeres, genuinas descendientes de Eva, obraron de manera tan hábil que consiguieron seducir a Adán, o sea a los superiores del convento de Santo Domingo, hasta el extremo de negarle la santa comunión y hasta de privarla de su confesor. Ella lo sufrió todo con paciencia y sin murmurar y nadie la oyó jamás formular la más ligera queja.

Si le permitían recibir la comunión, era con la condición de que diese fin inmediatamente a sus oraciones y saliese de la iglesia, cosa que era imposible, pues comulgaba con tanto fervor que perdía el uso de los sentidos, su cuerpo quedaba insensible y permanecía así durante varias horas. Los religiosos a quienes las «hermanas» habían prevenido en contra de la Santa, se ponían furiosos al ver esto; se dirigían a ella durante sus éxtasis, arrastraban de una manera brutal la alfombrilla donde estaba arrodillada y la ponían a la puerta de la iglesia como si se tratase del más despreciable de los seres. Sus compañeras, derramando lágrimas, permanecían en torno de ella como si quisieran protegerla con sus cuerpos, expuestas a los rayos ardientes del sol de mediodía, esperando   —206→   el momento en que volvía en sí. Algunos le aplicaban furiosos puntapiés mientras estaba en éxtasis, y sin embargo, ella jamás mencionaba estos malos tratamientos a no ser para disculpar a los que la hacían sufrir. Pero cuanto más paciente se mostraba ante estas injurias, más excitado se veía su divino esposo contra sus perseguidores, a quienes castigó con severidad. Yo he sabido esto por el confesor que me precedió y por varias personas que me merecen entero crédito.

Una mujer que le aplicó un puntapié mientras la Santa se encontraba en éxtasis, fue acometida por terribles dolores al regresar a su casa, y murió sin haber recibido los últimos sacramentos. Un malvado que también le dio de puntapiés y la arrastró hasta la puerta de la iglesia profiriendo los más groseros insultos, fue acometido algunos días después por un ataque de rabia tan fuerte que parecía poseído por el demonio. Gritaba continuamente: «¡Auxilio! ¡Auxilio! Ahí viene un verdugo para cortarme la cabeza». Las personas de la casa donde vivía el desdichado estaban deseosas de ayudarle, pero pronto se convencieron de que había perdido por completo la razón, y le vigilaron porque daba muestras de intentar suicidarse. Algún tiempo después pareció estar un poco aliviado y le descuidaron un tanto. Entonces encontró la manera de escaparse y, como Judas, se ahorcó. Este caso lo ha referido una persona digna de todo crédito.

Catalina sufrió mucho en su reputación y en este terreno fue donde más demostró su admirable paciencia. ¿Qué cosa más preciosa que la reputación de una doncella y qué más delicado que el honor de una virgen consagrada al Señor? En consideración a esto quiso Dios que su Madre, la reina de las vírgenes, estuviese protegida ante los ojos del mundo por un esposo, y en la cruz él confió la virginidad de María a la virginidad de San Juan.

Tres hechos que ya he referido demuestran la paciencia de Catalina y sus continuos progresos en la senda de la virtud. El primero es el caso de Tecca, la leprosa, a quien la Santa cuidó cuando todos se apartaban de ella horrorizados. También referí lo ocurrido con Palmerina, quien vestía el mismo hábito religioso que nuestra Santa y concibió un odio tan intenso como injusto contra ella. La caridad triunfó en este caso; la oración perseverante destruyó el mal que el demonio había fomentado en esa pobre alma y la gracia difundida en el corazón y en los labios de Catalina fue tan poderosa que salvó a Palmerina de las llamas de perdición. Aunque en estos dos casos, y especialmente en el segundo, la paciencia de Catalina se manifestó de manera admirable, esta virtud   —207→   brilló más brillantemente en el de Andrea, la mujer atacada por el cáncer.

Después de haber recordado algunos de los prodigios de paciencia llevados a efecto por Catalina, me parece conveniente consignar aquí algunos detalles que todavía no he mencionado.

Casi todas las personas que se acercaban a ella con el fin de recibir sus consejos y seguir sus ejemplos, la afligían de una manera o de otra, pues el demonio siempre trataba de afligirla valiéndose de las personas que le eran más queridas. Catalina sufrió más vejaciones de parte de las personas a quienes dirigía espiritualmente que de los extraños. De todas ellas triunfó por medio de la paciencia.

Un religioso se dejó seducir hasta tal extremo por Satanás, que insultó a Catalina de la manera más grosera en presencia de sus compañeras. Ella recibió sus palabras con tan gran paciencia que en su exterior no apareció la menor señal de haber sido molestada por ellas. Ella no pronunció una sola palabra, limitándose a pedir después encarecidamente que no se hiciese el más ligero reproche al culpable. La humildad de la Santa le ensoberbeció en tal forma que llegó hasta apoderarse del dinero que ella había recibido para hacer limosnas. La Santa no cejó en su caridad y no permitió que ninguno de los que estaban en conocimiento del robo dijesen o hiciesen algo en contra de quien lo había cometido.

Sería imposible describir la paciencia que Catalina demostró en las enfermedades corporales a que estuvo sometida... Sufría de un dolor continuo y violento en un costado; mediante él libró al alma de su padre de las llamas del purgatorio. También tenía continuamente un fuerte dolor de cabeza y un dolor agudo en el pecho. La tortura últimamente mencionada comenzó el día en que Nuestro Señor le permitió que participase en los sufrimientos de su sagrada pasión. Este dolor continuó durante toda la vida de la Santa y era, según manifestó, el que más la hacía sufrir.

A estos dolores hay que agregar las fiebres frecuentes y violentas. Sin embargo, ella jamás formuló una sola queja ni mostró encontrarse enferma. Su aspecto no daba la impresión de tristeza; todo lo contrario: siempre recibía con la sonrisa en los labios a cuantos se le acercaban en demanda de consejo o consuelo.

¡Cuántas persecuciones sufrió esta alma santa de parte de Satanás! Voy a referir un caso del que fui testigo. Regresábamos a Siena después de un viaje cuando de pronto Catalina fue arrojada bruscamente del asno que montaba, yendo a dar con su cuerpo en un barranco.   —208→   Corrí, invocando a la Santísima Virgen, y la encontré riendo mientras decía: «Este ha sido un golpe que me ha asestado la mala bestia». Se refería al demonio. Sentose de nuevo sobre el lomo del asno, y apenas había avanzado este unos pasos cuando el espíritu maligno la hizo rodar nuevamente por tierra de tal manera que esta vez cayó debajo del animal. Entonces ella rió de nuevo y nos dijo: «Este buen animal me calienta el lado donde tengo el dolor». Así se burlaba de Satanás. Seguimos nuestro camino, pero no le permitimos que volviese a cabalgar en el asno; estábamos ya cerca de la ciudad; fuimos caminando llevándola en medio de nosotros. Pero su enemigo no estaba satisfecho y obró de tal manera que si no la hubiésemos sostenido, habría rodado por tierra repetidas veces. Ella continuó burlándose del espíritu malo, echándole en cara su impotencia para causarle daño. Era por esta época cuando Catalina hacía tanto bien a las almas, y el demonio demostraba con sus persecuciones el furor que esto le ocasionaba.

Los increíbles sufrimientos que la caridad impuso a Catalina poco antes de su muerte la hacen, a mi ver, acreedora al título de mártir. El bienaventurado San Antonio estaba sediento del martirio y se lo pidió a Nuestro Señor, y este escuchó su ruego permitiendo que los demonios le maltratasen cruelmente, pero sin quitarle la vida. Catalina fue maltratada con frecuencia, y hasta encontró la muerte en los últimos tormentos que el infierno le infligió. Esto sólo sería suficiente prueba para demostrar su santidad, y para convencimiento de aquellos que duden citaré un hecho que demuestra lo semejante que fue Catalina a su divino esposo, al menos en la causa de sus sufrimientos. Así daré fin a este capítulo para gloria de la Verdad Encarnada y honor de la virgen Catalina, su esposa.

Allá por el año 1375, bien fuese por la maldad del sembrador de iniquidades o por defección de las personas que estaban a cargo de la Santa Sede, la ciudad de Florencia, que hasta entonces había figurado entre las hijas más devotas de la Iglesia, hizo los mayores esfuerzos para destruir la unión existente entre esta y su poder temporal. El Soberano Pontífice, que extendía su poder temporal sobre sesenta ciudades episcopales y un millar de plazas fortificadas, vio reducidos sus dominios a unos cuantos territorios sin importancia. Gregorio XI fulminó a los florentinos con terribles decretos por los que autorizaba a apoderarse de sus bienes a los gobernantes de todos los países con los cuales comerciaban. Las consecuencias de este castigo obligó a los florentinos a pedir la paz al Sumo Pontífice por intermedio de personas   —209→   que ellos sabían le eran gratas. Se enteraron de que Catalina sería muy bien recibida por el Papa y resolvieron enviarla a Roma para que intercediese por ellos ante el Santo Padre. Para llevar a cabo este propósito consiguieron que la Santa fuese a Florencia, y, una vez aquí, los principales ciudadanos la visitaron para pedirla que se trasladase a Aviñón y tratase en su nombre con la Santa Sede. Catalina, deseosa del bien de la Iglesia, aceptó el encargo y emprendió el viaje a dicha ciudad, donde yo me encontraba en aquel entonces. Yo actué como intérprete, pues el Santo Padre hablaba el latín y ella el dialecto de Toscana, y afirmo ante Dios y los hombres que el Papa, en mi presencia y por intermedio mío, confió el tratado de paz a la decisión de Catalina, diciéndole: «Para probar que deseo la paz, pongo en las manos de usted todas las negociaciones; sólo le impongo una condición, y es que vele por el honor de la Iglesia».

Pero algunas de las personas que entonces gobernaban a Florencia, al mismo tiempo que pedían la paz conspiraban contra ella y trataban de destruir el poder temporal de la Iglesia. Obraban como verdaderos hipócritas, y esta fue la conducta que demostraron en sus tratos con Catalina.

Cuando la Santa emprendió el largo viaje, le prometieron enviar en pos de ella diputados, que llevarían la orden de no hacer nada sin consultar previamente con ella. Como tardasen mucho en enviarlos, el Sumo Pontífice dijo a Catalina: «Créame, esa gente la ha engañado y seguirá engañándola; esos embajadores no vendrán, y si vienen su mandato será inútil».

En efecto, cuando por fin llegaron los embajadores a Aviñón, Catalina los hizo llamar y les dijo en presencia mía cuáles eran los poderes que los magistrados de Florencia le habían conferido a ella; les anunció que el Soberano Pontífice había puesto en sus manos la negociación de la paz, y que por consiguiente, si ellos lo querían conseguirían condiciones favorables. Contestaron que no habían recibido órdenes para tratar con ella. Catalina descubrió entonces su falta de honestidad y comprendió lo acertada que había sido la predicción del Papa. Sin embargo, no cesó de interceder por ellos ante el Pontífice, y de pedirle que emplease a su respecto la clemencia de un padre más que la severidad de un juez.

Cuando el Vicario de Cristo volvió a establecerse en Roma, nosotros retornamos a Italia. Catalina me envió entonces a él llevando varios proyectos, que de haberse llevado a cabo, habrían sido beneficiosos para la Iglesia. Durante mi estada en Roma fui obligado por mi Orden a aceptar el cargo de Prior del convento de dicha ciudad   —210→   y me fue imposible, por consiguiente, volver adonde estaba Catalina.

Antes de salir de Toscana tuve una entrevista con un ciudadano de Florencia llamado Nicolás Soderini, hombre temeroso de Dios, amante de la Iglesia y que tenía gran afecto por Catalina. Hablamos de los asuntos de la república y de la mala voluntad de aquellos que fingían desear la reconciliación con la Iglesia y al mismo tiempo hacían todo lo posible para impedir la paz. Como yo me quejase de esta manera de conducirse, el hombre me dijo: «Esté convencido de que en Florencia todas las personas honestas desean la paz, pero algunos obstinados entre los que gobiernan ponen obstáculos». Yo repuse: «¿No habrá algún remedio para este mal?». Él contestó: «Sí, si algunos ciudadanos respetables toman en sus manos la causa de Dios y llegan a un acuerdo con los güelfos con el fin de apartar del poder a cuatro o cinco de los más intransigentes, que son enemigos del bien público. Bastaría con eso». Cuando me entrevisté con el Sumo Pontífice en cumplimiento de la comisión que llevaba le referí la conversación que había tenido con Nicolás Soderini.

Llevaba ya varios meses cumpliendo con mis obligaciones de Prior del convento, cuando un domingo por la mañana llegó un emisario del Papa para comunicarme que Su Santidad me esperaba a la hora de la comida. Obedecí a esta orden, y una vez que estuve en presencia del Papa, este me dijo: «Me han informado que si Catalina de Siena va a Florencia, la paz se firmará pronto». Yo contesté: «No sólo Catalina, sino todos nosotros estamos dispuestos a obedecer a Vuestra Santidad y sufrir, si fuese necesario, el martirio». El Santo Padre me dijo entonces: «Yo no deseo que usted vaya a Florencia, porque lo maltratarían, pero ella es mujer y además la veneran. No creo que corra ningún peligro. Piense qué poderes convendría darle; preséntemelos mañana para que los firme, de manera que este asunto quede terminado lo más pronto posible».

Yo obedecí y envié las «letras» de Su Santidad a la Santa, quien inmediatamente se puso en camino. Llegada a Florencia, fue recibida con grandes honores por aquellas personas que habían permanecido fieles a Dios y a la Iglesia. Con la ayuda de Soderini conferenció con algunos ciudadanos bien dispuestos, a quienes persuadió para que no se opusiesen a los buenos deseos del Pastor de las almas y se reconciliasen directamente con el Vicario de Cristo. También habló con los güelfos en forma tan elocuente que el jefe del partido y gran número de adherentes al mismo se rindieron a sus consideraciones   —211→   y pidieron a los dirigentes de la ciudad que laborasen por una paz que no solamente lo fuese de palabras sino en los hechos.

La oposición fue violenta, especialmente de parte de aquellos que habían declarado la guerra a la Iglesia -eran ocho en número-. Los jefes de los güelfos exoneraron a uno de ellos de su puesto y consiguieron también separar de los negocios públicos a algunos otros ciudadanos. Pronto se produjeron serios trastornos y el número de los exilados creció en tal forma que toda la ciudad empezó a murmurar, creándose un clima de irritación en contra de Catalina, que era extraña a todo lo que estaba ocurriendo. En diversas oportunidades se quejó amargamente de estos procedimientos diciendo que no era justo que con el pretexto de la paz se diese rienda suelta a la satisfacción de odios y venganzas personales.

Los sucesos aumentaron día a día y el desorden tomó proporciones insospechadas, hasta el extremo de originarse una verdadera guerra civil de la que fueron víctimas no pocos inocentes. Catalina, que había ido a Florencia con el fin de promover la paz, fue considerada por muchos como la causante indirecta de tales trastornos y se vio seriamente comprometida. Los jefes de los revoltosos la desprestigiaron ante el pueblo hasta el extremo de oírse por todas partes los gritos de: «Hay que quemar viva a esta mala mujer; hay que cortarla en pedazos». Las personas que la habían recibido en su casa se atemorizaron y la pusieron en la calle juntamente con los que la acompañaban.

Catalina, segura de su inocencia, no perdió la tranquilidad, y después de haber alentado a sus compañeros, se refugió en un lugar donde había un jardín y se entregó a la oración. Mientras estaba orando, llegaron tumultuosamente los satélites de Satanás, armados con espadas y palos, gritando: «¿Dónde está esa mujer maldita? ¿Dónde está?». Catalina los oyó y se preparó para el martirio como si se tratase de un delicioso banquete. Salió al encuentro de una de aquellas furias, que estaba armado con una espada, y arrodillándose delante de él, le dijo valerosamente: «Yo soy Catalina; haz de mí lo que Dios te permita hacer, pero en nombre del Todopoderoso te ordeno que no toques a ninguno de los míos».

Al oír aquellas palabras, aquel hombre perdió toda su fortaleza y dijo a la Santa que se retirase; pero ella, que ansiaba el martirio, contestó: «Estoy bien aquí; ¿adónde quieres que vaya? Estoy dispuesta a sufrir por Dios y por su Iglesia. ¿Por qué huir ahora que se han cumplido mis deseos de dar mi vida por él? Si tienes el encargo de darme la muerte, obra sin tardanza; no   —212→   haré el menor esfuerzo para huir, pero no hagas mal alguno a las personas que están en mi compañía».

Dios protegía visiblemente a su sierva, y el hombre que la había amenazado se alejó confundido acompañado por los suyos. Entonces los hijos espirituales de Catalina la rodearon felicitándola por la buena suerte que había tenido; pero ella estaba muy triste y les dijo llorando: «¡Qué desdichada soy! Yo creí que Dios accedería a mis deseos y me concedería la gracia del martirio. Pero, ¡ay!, mis esperanzas han sido vanas; mis pecados me han privado de la dicha de derramar mi sangre por el amor de Aquel que me redimió al precio de la suya».

Aunque el tumulto se apaciguó por el momento, Catalina y sus acompañantes estuvieron expuestos a muchos peligros. No había nadie que quisiera recibirlos en su casa. Sus amigos le aconsejaron que volviese a Siena; ella contestó que no abandonaría el territorio de Florencia hasta que no estuviese restablecida la paz entre el padre y sus hijos, porque ella había recibido esa orden de parte de Dios. Los que la rodeaban no se atrevieron a contradecirla, y por fin encontraron a un hombre temeroso de Dios que la ocultó en su casa.

Algunos días después se calmaba la efervescencia popular; Catalina fue conducida fuera de la ciudad, aunque sin salir del territorio de Florencia, refugiándose en un lugar solitario habitado por un eremita.

La Divina Providencia puso fin a la tormenta; los que la habían provocado fueron castigados por la justicia y obligados a dispersarse en todas direcciones. Entonces Catalina regresó a Florencia, donde al principio vivió ocultamente a causa del odio que aún existía contra ella. Luego ya se mostró en público y permaneció en dicha ciudad hasta la muerte de Gregorio XI y la elección de Urbano VI. Entonces se hizo la paz entre la Santa Sede y Florencia, y la bienaventurada Catalina dijo a sus hijos espirituales: «Ahora ya podemos dejar la ciudad de Florencia, porque, con la gracia de Dios, ya he cumplido las órdenes de su Vicario. A los que encontré alzados contra la santa Iglesia, ahora los dejo sujetos a tan tierna y bondadosa madre. Regresemos por consiguiente a Siena».

Así escapó Catalina de las manos de los malvados; así consiguió la paz que tan ardientemente deseaba, y esto mediante el poder de Nuestro Señor Jesucristo, cuyos ángeles realizaron lo que la maldad de los hombres inspirados por Satanás intentaba impedir. ¡Cómo no admirar a Catalina en la perfección de su paciencia, en la rectitud de su prudencia, en la confianza con que llamó a las puertas del Rey pacífico hasta conseguir para la   —213→   Iglesia y para Florencia la paz que con todas las fuerzas de su corazón ansiaba!

Permítaseme ahora hablar de la suprema paciencia que demostró Catalina en la larga y cruel muerte que sufrió por el amor de Nuestro Señor Jesucristo y de su santa Iglesia. Con ello no sólo igualó los merecimientos de los demás santos, sino que sobrepasó los de algunos de ellos. Los mártires fueron torturados por hombres, quienes a veces atenuaron sus sufrimientos o cansados de verlos sufrir abandonaron su cruel tarea; Catalina fue atormentada por demonios, cuya crueldad era insaciable y que jamás se dieron un momento de reposo en la obra que por divina permisión realizaban. Algunos mártires lucharon durante un corto espacio de tiempo y entregaron el alma a Dios en medio de las torturas que les eran infligidas; Catalina sufrió durante un lapso de trece semanas, desde Sexagésima hasta el último día de abril. Sus tormentos fueron increíbles y su angustia aumentó día a día. Ella lo soportó todo con paciencia y santa alegría; daba gracias a Dios por sus sufrimientos y le ofreció su vida para aplacar su justa cólera y preservar a la Iglesia del escándalo. De aquí que para la perfección de su martirio no faltaron ni la causa ni los sufrimientos y que el proceso de su canonización pudiera haber sido tan corto como es el empleado por la Iglesia cuando se trata de los confesores de la fe. Los testigos de que he hablado en el primer capítulo de la segunda parte de este libro pueden servir también para los capítulos segundo y siguientes.

Todo lo que he escrito demuestra que Catalina, virgen y mártir, es digna de ser inscripta por la Iglesia Militante en el catálogo de sus santos. Que la felicidad de la vida eterna me sea concedida a mí y a sus demás hijos espirituales por Aquel que vive y reina en la Unidad y la Trinidad por los siglos de los siglos.


 
 
Fin