Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoDescanso XI

Con estas solitarias consideraciones llegué al camino, donde viéndome el arriero, con más blandas palabras que solía, paró la recua, y con cortesía y afabilidad me dijo que subiese, doliéndose mucho de la mala noche que habíamos padecido. Y aun si bien lo supiérades, dije yo, y preguntando a la mujer que venía con él, qué novedad era aquella, respondió lo referido. Los demás, con el marido de la buena mujer, hallámonos ya hartos de dormir y comer: yo, aunque me preguntaron cómo me había quedado atrás, no respondí más de que había errado el camino. Del cuento sucedido no les dije palabra; lo uno por pensar que pudiera haber sido ilusión del enemigo del género humano, lo otro porque las cosas tan extraordinarias hacen diferentes efectos en los que las oyen, y el más cierto es reírse y dar matraca a quien las cuenta. Las cosas en que puede ponerse duda no se han de decir sino a los muy particulares amigos, o los discretos, que las reciben como ellas son. No todos tienen capacidad para oír cosas graves. Verdades que pueden escandalizar y alborotar los pechos, cuando no es necesario, no se han de decir. Yo reventaba por hablar; pero consideraba que me ponía a peligro de no ser creído. Más vale callar que dar ocasión de incredulidad o murmuración. La admiración da ocasión al silencio, y de esta vez quise ver si podía enseñarme a callar. Fuimos nuestro camino sin suceder cosa notable, yo callando, y los demás preguntándome la causa: yo respondía no más de que era condición natural mía: pero en todo el camino no se apartó de mi imaginación la mujer, el árbol, la fruta, y la cama llena de gusanos, hasta que llegamos a Salamanca, donde la grandeza de aquella Universidad hizo que me olvidase de todo lo pasado. Alegróse mi alma de ver que los ojos gozasen lo que tenían los oídos y los deseos llenos de la soberbia fama de aquellas academias que han puesto silencio a cuantas ha habido en el mundo. Vi aquellas cuatro columnas sobre quien estriba el gobierno universal de toda la Europa, las bases que defienden la verdad católica. Vi al Padre Mancio, cuyo nombre estaba y está esparcido en todo lo descubierto, y otros excelentísimos sujetos, con cuya doctrina se conservan las facultades en su fuerza y vigor. Vi al Abad Salinas, el ciego, el más docto varón en música especulativa que ha conocido la antigüedad, no solamente en el género diatónico y cromático, sino también en el armónico, de quien tan poca noticia se tiene hoy, a quien después sucedió en el mismo lugar Bernardo Clavijo, doctísimo en entender y obrar, hoy organista de Felipe Tercero. En comenzando a beber del agua de Tormes, frigidísima, y a comer de aquel regalado pan, me cuajé de sarna, como les sucede a todos los buenos comedores, de manera que estudiando una noche la lección de súmulas me comencé a rascar los muslos al sabor de unos carboncillos que tenía encendidos en un tiesto de cántaro, y cuando volví en mí los hallé tan desollados, que con el agua que destilaban me quedé hecho un alquitara, y por quince días me negaron la obediencia respeto daño y en que ordinariamente caen los principiantes en Salamanca, porque como el pan es blanco, candeal y bien sazonado, y el agua delgada y fría, sin consideración comen y beben, hasta cargarse unos de la perruna, y otros de la gruesa, y así es menester que los que comienzan nuevos en Salamanca, lo uno por la frialdad y sutileza del agua, y lo otro porque los estudiantes van hechos al regalo de sus casas, y de sus padres y tierras, y con la poca edad se recibe más fácilmente el daño; fuera de que entrando con este cuidado, la templanza es la que conserva la salud y aviva el ingenio.

Los repletos de comida y bebida están incapaces de acudir a cosas de entendimiento y prudencia, y realmente la templanza da más gusto a los mantenimientos del que estos en sí tienen, y con ella se templa la lujuria en los mozos; pero yo me hube tan destempladamente con el pan y agua de Salamanca, que por la Natividad de nuestro Redentor me dieron unas grandísimas calenturas; llamé al doctor Medina, Catedrático de Prima, doctísimo de aquella Universidad, y lo primero que hizo fué mandar que me quitasen el agua. Yo le dije que mirase que era colérico, y muy encendido de sangre, y él me respondió, como si dijera una gran hazaña suya: Ya saben que el doctor Medina quita el agua a los enfermos. Creció la calentura, y no el remedio: comenzó a darme unos cordiales, que no aprovecharon cosa, porque la salud de los coléricos con calenturas solo consiste en darles agua fría a sus tiempos, y sangrías moderadas, y consistiendo la salud mía en no negarme el agua, no me la dejaron en todo el aposento. Diéronme unos baños con veinte suciedades, y dejáronse allí una artesilla en que me los habían dado: yo me vi tan impaciente, y tan acosado de la sed, que me levanté como pude a buscar agua, y como no la hallé, pegué con la artesilla del agua, que estaba fría como un hielo, y a dos golpes que bebí, la dejé en el asiento, y la panza come vela latina con el viento en popa; pero duró poco, porque dentro de un ochavo de hora comenzó el estómago a basquear, y arrojó tanta cantidad de bocanadas, que de vacía la barriga, la doblaba como alforja un lado sobre otro. Vino a la mañana el Doctor, y vió el artesilla más llena que la dejó, porque en ella misma descargó el nublado. Preguntome cómo me hallaba, respondile que muerto de hambre. Miró el pulso, y hallole sin calentura: admirose de ver la mudanza, y dijo: ¡Oh milagroso baño! No se ha inventado tal medicina en el mundo: no le he dado a hombre que no le haga notable provecho. Habranle tomado, dije, como yo. Este baño, dijo el Doctor, alienta y refresca, confortando las partes interiores. ¿Y cómo se le da vuesa merced, dije yo, a los demás? Tibio, respondió él, y bañando todo el cuerpo por de fuera. Pues désele, dije yo, frío, y bebido, que así lo tomé yo, y les aprovechará mucho más, y contele el caso; dijo: rectum ab errore, repitiéndolo cuatro o cinco veces, y haciéndose cruces se fué, y me dejó sano. Hay médicos tan crueles, que a un pobre enfermo colérico fogoso le dejan que se le abrase el hígado, y se le sequen los huesos; pareciéndoles que negándole el agua acabarán más presto con la enfermedad y el enfermo. Aquel refrán que dicen: al que es de vida, el agua le es medicina, se ha de entender de esta manera, que aquel debida es participio: de manera, que al que es debida el agua, y al que se le debe el agua, a este le es medicina, que no al otro. Y siendo así, ¿a quién se le debe más que a un colérico con calenturas? Y esa otra significación ordinaria la tengo por burla y modo de hablar de gracia. En Ronda conocí un tejero, que había cuarenta y cuatro años que no probaba gota de agua, que decía por donaire que él no había de beber licor donde se ensuciaban las ranas. Vino una vez con tanta sed y cansancio, que para quitarla bebió un jarro de agua fría, que dentro de veinte y cuatro horas le puse como el barro con quien trataba a este no se le debía el agua. Lo uno por no estar acostumbrado a ella, lo otro porque su estómago no era de hombre colérico, y al que es debida el agua le es medicina.




ArribaAbajoDescanso XII

Si los trabajos y necesidades que los estudiantes pasan no los llevase la buena edad en que los coge, no había vida para sufrir tantas miserias y descomodidades como se pasan ordinariamente; pero con ser en la puericia y adolescencia, edad tan quitada de cuidados y sentimientos, se hace gusto del acíbar, risa y pasatiempo de la necesidad, con que se va pasando aquel espacio en que se sazona e hinche de doctrina el entendimiento, que con la esperanza del premio todo se hace sufrible. Ninguno hay que no se prometa grandes cosas en los primeros años, que en comenzando a gustar o disgustarse de la mala correspondencia, por la tardanza de los arrieros, o del olvido de los padres y parientes, por la mayor parte se encogen y desaniman, especialmente aquellos que por ser pobres no tienen quien les acuda con lo necesario, o parte de ello; que cierto desjarreta mucho la necesidad al que con buenos pensamientos comienza los estudios. La falta de mantenimientos, el carecer de libros, la desnudez, la poca estimación que consigo traen estas cosas, tiene muchos y grandes ingenios acobardados, arrinconados, y aun distraídos por la privación de sus esperanzas mal logradas. Yo confieso de mí, que la inquietud natural mía, junta con la poca ayuda que tuve, me quebraron las fuerzas de la voluntad, para trabajar tanto como fuera razón. Y como en esta edad los alientos de la mocedad están tan dispuestos para el mantenimiento, nunca se ve un hombre harto. Acuérdome, que después de haber comido la ración del pupilaje de Gálvez, me comí seis pasteles de a ocho en una pastelería excelentísima, que había en el desfiladero. Miren qué alientos estos para las necesidades de Salamanca. Estábamos después de esto tres compañeros en el barrio de San Vicente tan abundantes de necesidad, que el menos desamparado de las armas reales era yo, por ciertas lecciones de cantar que yo daba; y aun las daba, porque se pagaban tan mal, que antes eran dadas que pagadas; y aun dadas al diablo. Consolábamonos con la igualdad de la provisión, y aunque parezcan niñerías, indignas de este lugar y aun de acordarse y tratarse, tengo de decir alguna para que no se desanimen los que se vieren con ingenio y pobreza, y con deseo de saber; que haciendo gusto de la necesidad, puede llevarse la penuria que de ordinario se pasa en los estudios: ver pasar a otros mayores trabajos, disminuye la fuerza de los nuestros. Miserias y necesidades ajenas (aunque sean contadas para ejemplo) en parte consuela a los afligidos, ¿Qué trabajos puede tener un estudiante, que no los haya mucho mayores? El trabajo y necesidad que toca a muchos, y muchos le llevan, se hace sufrible, aligera y alivia las cargas de todos. Cuanto más, que el que con buen ánimo acomete al trabajo, la mitad tiene hecho, y al fin los valerosos ánimos atropellan las forzosas necesidades. Dígolo, porque las que pasaron mis compañeros y yo fueron de manera, que pudieran consolar a los estudiantes más llenos de miserias del mundo, y entre otras contaré una que puede servir de risa y de consuelo. Hallámonos una noche, entre otras muchas, tan rematados de dineros y paciencia, que nos salimos de casa medio desesperados sin cenar, sin luz para alumbrarnos, sin lumbre para calentarnos, haciendo un frío que en echando el agua en la calle, se tornaba cristal. Yo fuí en casa de cierto discípulo, y diome un par de huevos y un panecillo: vine muy contento a casa, y hallé a mis compañeros temblando de frío y muertos de hambre (como dicen los muchachos), que no osaban desenvolver un poco de rescoldo que se había guardado para su menester. Dije lo que traía, salieron a buscar algunas serojas para avivar el rescoldo; vinieron presto muy contentos, por haberse hallado un leño bien largo, pusiéronlo al poco rescoldo que había quedado, y soplamos cuanto pudimos todos tres, y el leño no se quería encender: tornarnos a soplar una y otra vez; pero quedándose el leño sin encender, se hinchó el aposento de un humo muy hediondo.

Eché un papel en el rescoldo para que diera luz en el aposento, y en encendiéndose, descubrió, que el leño era un muy descarnado zancarrón de un mulo, que por poco nos hiciera reventar de asco; y si antes no cenamos por no tener qué, después no cenamos por eso, y por la náusea de nuestros estómagos, que hubo alguno que purgó por dos partes lo que no había comido, ni cenado, hasta echar sangre por la boca, y el que lo trujo quiso cortarse la mano. Bien confieso que no son estas cosas para contarse; pero como sean para consuelo de afligidos, y mi principal intento sea enseñar a tener paciencia, a sufrir trabajos, y a padecer desventuras, puede llevarse con lo demás que no cuento. Todo lo que se escribe, para doctrina nuestra se escribe, y aunque sea de cosas humildes, se ha de recibir para el efecto que se dice. Y habemos de pensar, que ni en los ejemplos de cosas grandes hay siempre provecho, ni que en las pequeñas falta doctrina. Tan bien se reciben las fábulas de Hisopo, como las estratagemas de Cornelio Tácito. Más gusto se halla en un higo que en una calabaza: así conté una niñería como esta; porque para decir necesidades de estudiante, que son de hambre, desnudez y mal pasar, también las historias ejemplos han de ser de pobreza, para consolar a quien la padece. No paró aquí la mala ventura de aquella noche, porque estando a la puerta de la calle, por no poder sufrir el pestilencial olor del leño mular, pasó rondando el Corregidor (que al presente era D. Enrique de Bolaños, muy gran caballero, cortés, y de muy buen gusto), y nos dijo: ¿Qué gente? Yo me quité el sombrero, y descubrí el rostro, y haciendo una gran reverencia, respondí: Estudiantes somos, que nuestra misma casa nos ha echado en la calle. Mis compañeros se estuvieron con sus sombreros y cebaderas, sin hacer cortesía a la justicia. Indignose el Corregidor, y dijo: Llevad presos a esos desvergonzados. Ellos, como ignorantes, dijeron: Si nos llevaren presos, nos soltarán un pie a la francesa; y asiéronlos, y lleváronlos por la calle de Santa Ana abajo: yo con la mayor humildad que pude, le dije: Suplico a vuesa merced se sirva de no llevar a la cárcel a estos miserables, que si vuesa merced supiese cómo están, no los culparía. Tengo de ver, dijo el Corregidor, si puedo enseñar buena crianza a algunos estudiantes. a estos, dije yo, con dalles de cenar, y quitalles el frío, los hará vuesa merced más corteses que a un indio mejicano; y junto con esto (viendo que me escuchaba de buena gana) le conté lo pasado de los huevos y de la humarada que procedió del sacrificio acemilar. Riose del cuento (que tenía mucha apacibilidad), y a costa de ciertas espadas que había quitado a ciertos escolares vagamundos, les hinchó el vientre de pasteles y marrana, y de lo de la tabernilla, y a mi me hizo mucha merced de allí adelante. Díjeles a mis compañeros amigos: Muy mal anduvisteis con el Corregidor. ¿Por qué? preguntaron ellos, ¿es nuestro juez? Respondí yo: Porque a las personas constituidas en dignidad, sean o no sean superiores nuestros, tenemos obligación de tratarlos con reverencia y cortesía: y no solo a estos, sino a todos los más poderosos, o por oficios, o por nobleza, o por hacienda, porque siéndoles bien criados y humildes, en cierta forma los igualamos con nosotros, y haciendo al contrario, nos damos por enemigos de los que nos pueden agraviar muy a su salvo. Dios crió el mundo con estos grados de superioridad, que en el cielo hay unos Angeles superiores a otros, y en el mundo se van imitando estas mismos grados de personas, para que los inferiores obedezcamos a los superiores. Y ya que no seamos capaces de conocernos a nosotros propios, seámoslo de conocer a quien puede, vale y tiene más que nosotros. Esta humildad y cortesía es forzosa para conservar la quietud y asegurar la vida. Es muy gran yerro querer ajustar nuestras fuerzas con las de los poderosos, usar del rigor de nuestra condición con quien es mas cierto el perder que el ganar. La humildad con los poderosos, es el fundamento de la paz, y la soberbia la destrucción de nuestro sosiego, que al fin pueden todo lo que quieren en la República. En esta vida pasé tres o cuatro años, hasta que se me dió una plaza en el colegio de San Pelayo, estando entonces allí el Sr. D. Juan de Llanos de Valdés, que cuando esto se escribe es del Consejo Supremo de la Inquisición, en compañía de sus hermanos, tan grandes estudiantes como caballeros, y el señor Vigil de Quiñones, que a fuerza de virtud y merecimientos es ahora Obispo de Valladolid; donde teníamos conclusiones todos los sábados, y pudiera yo aprovecharme, si la necesidad de mis padres, y el deseo que yo tenía de servirles, no me sacara con una carta suya para ir a heredar cierta hacienda, de que un pariente me quería hacer donación, o capellanía.




ArribaAbajoDescanso XIII

Salí de Salamanca sin dinero que bastara para dejar de ser peón, y como era fuerza el serlo, acordándome de la poca población que había en Sierra Moreda, por aquella parte de la Hinojosa, que había quince leguas sin poblado, y por no dejar de ver a Madrid, y a Toledo, vine por esta máquina, pasé por Toledo y Ciudad Real, donde una monja muy virtuosa y principal, llamada Doña Ana Carrillo, me regaló y ayudó para el camino. Saliendo de Ciudad Real me encontró con un mozo de muy buen talle, que parecía extranjero: fuimos caminando hacia Almodóvar del Campo, y topamos con dos gentiles hombres en el camino, que llevaban entre los dos un muy gallardo macho, remudando a veces de cuando en cuando. Trabamos conversación con ellos, y parece que se inclinaron a no dejarnos atrás. Colegí de su modo de proceder, que serian lengua de dos mercaderes, que iban a la feria de Ronda con muy gentil dinero, que a mi me dio gusto por ser aquel mi viaje. No me pareció bien, y con gran cuidado les miré a las manos, y las bocas. Entramos en una misma posada, y como yo llevaba tragada la malicia, y andaba sobre aviso, no hablaban palabra que fingiéndome dormido no se la entendiese. El uno de ellos no hacía sino entrar y salir en la posada, hasta que ya topó con la de los mercaderes. En amaneciendo cogió el uno de ellos una cabalgadura, y se partió delante, llevando para cierto efecto una graciosísima sortija (que no pudieron dar la traza, sin que yo la oyese). Fuese aquel delantero, como criado, y quedóse esotro como señor. Muy por la mañana aderezó su macho, y estuvo con mucho cuidado aguardando a que pasasen los mercaderes: en pasando, hízose encontradizo con ellos, y preguntoles con grande comedimiento, adónde caminaban, y respondiéndole ellos, que a la feria de Ronda, hizo grandes demostraciones de holgarse, diciendo: Mejor me ha sucedido que pensaba, en haberme encontrado con tan principal compañía; porque voy a la misma feria, a comprar un atajuelo de doscientas o trescientas vacas, y por no haber andado este camino, a lo menos de las Ventas Nuevas adelante, iba con algún recelo de mil daños, que suelen suceder a los que llevan dinerillo, y habiendo encontrado con vuesas mercedes, iré muy consolado, así por la buena compañía, como porque vuesas mercedes me encaminarán allá, pues tienen más inteligencia que yo para lo que voy a comprar. Ellos le ofrecieron de ayudarle, y hacerle amistad en la feria, por ser muy conocidos en la ciudad. Estos dos bellacones, que iban en seguimiento de los mercaderes, a lo que después entendí, eran de un género de fulleros, que entre ellos llaman donilleros: fueron riendo por el camino, porque el fullerazo era grande hablador, y les iba diciendo cuentos, con que los entretenía con mucha gracia y donaire. Yo por no perderlos hasta ver el fin, andaba lo más que podía asiéndome de cuando en cuando al estrilo, o al trancado del macho, que como dije que iba a la feria de Ronda, y era natural de ella, los mercaderes me animaban y esperaban a ratos. Llegando cerca de cierta venta, que la mitad del año está desamparada, puesta en una ladera a mano derecha como subimos, el fullero sacó de la faltriquera ciertos mostachones, que por la mucha especie, llaman la sed a tiro de arcabuz, y dió a cada mercader uno, y como era por el mes de Mayo cuando llegaron a emparejar con la venta, que estaba medio caída y sin gente, iban ya pereciendo de sed, dijo el fullero: Aquí dentro hay una fuentecita muy fresca, entremos a cumplir con los mostachones; y si vuesas mercedes quieren, aquí llevo una bota de muy gentil vino de Ciudad Real, con que podemos hacer satisfacción al llamamiento. Apeáronse, y entró el fullero primero en la venta, llegó a la fuente, y siguiéndole los mercaderes, bajose a beber, y dijo con grande admiración: ¡Ay! ¿qué es esto que me hallo aquí? Y alzó la sortija que el ladrón de su compañero había dejado en la fuente. ¡Oh qué graciosa sortija! dijeron los mercaderes; sin duda que algún caballero se la quitó para lavarse las manos, y se la dejó olvidada: cada cual se holgara de habérsela hallado. Todos tres, dijo el bellaco del fullero, la hallamos, y de todos tres ha de ser. ¿Pues qué haremos de ella? dijo un mercader. Echarla a una quínola, dijo el fullero, en llegando a la venta, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Bien dice vuesa merced, dijeron los mercaderes, y a fe que si la gana cualquiera de los dos, se ha de emplear muy bien; pero cierto la sortijuela era de mucha codicia, porque alrededor tenía doce diamantes, aunque pequeños, muy finos, y en lugar de piedra un rubí de hechura de corazón, que a cualquiera aficionara, labrado todo con mil donaires. Fueron todos muy codiciosos de ella, tratando por todo el camino los mercaderes del descuido del que la había perdido, y el bellacón del cuidado del que la había dejado, haciendo mil monerías con ella, para ponerles más codicia. Llegaron a Ventas Nuevas, y no parando en la primera, llegaron a la segunda, por hallarse más cerca del puerto. Apeáronse, y el bellacón sacó la bota de vino añejo de Ciudad Real, de más hojas que un Calepino, de que bebieron de muy buena gana. En comiendo un bocado de prisa, por codicia que cada uno tenía de la sortija, que les estaba haciendo del ojo, con el bocado en la boca, preguntaron al huésped, ¿si tenía unos naipes para echar una rifa? Dijo que no, y el ladrón del compañero, haciéndose bobo, dijo: Yo llevo aquí unas no sé cuántas barajas que me encomendaron en mi pueblo, y por las muchas que allá se levantan sobre ellas, no las llevo de muy buena gana. Si sus mercedes me las pagan, yo se las daré. Mostrad acá, dijo el fullero, que estos señores y yo os las pagaremos muy bien. Dioles una baraja hecha a su modo, y como el licor de Ciudad Real se arrima tanto al corazón, y humea para el cerebro, alegráronse, y con mucho gusto echaron la rifa a cuatro quínolas. El fullero les dejó llegar a cada uno a tres sin haber tomado ninguna para sí, y en dos pasantes que echó, una de su mano, y otra del que tenía al lado, hizo las cuatro, y arrebató la sortija, haciendo grandes algazaras con ella. Picáronse de esto, y dijeron: juguemos dineros. El fullero, con cierta socarronería, negando al principio, dijo, que no quería poner en peligro su dinero o las vacas que se habían de comprar de él: pero al fin, persuadido, jugó; teniendo más gana él que los otros, que con palabras que tenía hechas a propósito, los iba haciendo picar. Pedía que les diesen de beber de la olorosa bota que estaba metida en parte fresca, y en calentándose las orejas echaban doblas como granizo; de suerte, que se estuvieron toda la tarde jugando, una vez ganando el fullero, y otra dejando ganar a los mercaderes, por disimular la fullería, y quejándose a veces, decía: Vuesas mercedes me han de ganar aquí esta tarde cuatro o cinco mil escudos, según estoy de picado.

Al tiempo que entramos en la venta el mocito y yo nos dijeron, que allí no se daba posada a gente que no traía cabalgaduras. Recibimos con humildad la notificación, y paramonos a descansar un poco. Mi compañero afligido preguntó: ¿Pues qué habemos de hacer para esperar el fin y suceso de esta grande aventura? Yo le respondí: Dejadme, que yo conjuraré a la ventera, de manera que no nos eche de la venta. ¿Pues es endemoniada, dijo él, o bruja? a lo menos, dije yo, parécelo; pero no digo yo, sino con el conjuro general de las mujeres. ¿Cuál es? preguntó el otro. Ahora lo veréis, dije yo. Lleguéme a la ventera, que era una mujer coja y mal tallada: tenía las narices tan romas, que si se reía, quedaba sin ellas: los ojos parecían de capirote de disciplinante: echaba un tufo de ajos y vino por unos dientes entresacados y pardos, bastante a ahuyentar todas las víboras de Sierra Morena; las manos parecían manojos de patatas; solo tenía que notar la limpieza, que parecía haber salido del naufragio de los Condes de Carrión: con todo esto me llegué a ella, y la dije: ¿Qué desdicha fue la que trujo a estas soledades a una mujer de tan buena gracia como vuesa merced? ¡Qué despacio está, dijo ella, el señor estudiante! No es cierto, dije yo, sino que desde el punto que llegué aquí, puse los ojos en vuesa merced, para consolarme del cansancio del camino. No haga burla, dijo ella, de las mal vestidas. Yo no hago tal, sino que me parece vuesa merced muy hermosa. Hermosa, dijo ella, como gata lagañosa. Pareciome que ya iba creyendo, y díjele: Pues miren con qué gracia y donaire responde. Cierto que es igual el rostro con la habla, y todo es con mucho gusto. Y como Deo gracias, dijo ella: si conociera a una hermana mía que tengo, tabernera en las ventas de Alcolea, dijera eso de veras: que por solo oírla echar pullas, van a beber a su casa cuantos pasan. ¿Y vuesa merced, dije yo, cómo no se acerca hacia Córdoba? Porque, señor, dijo ella, unas tienen ventura, y otras tienen ventrada. ¿Pues es posible, dije yo, que no ha habido quien saque a vuesa merced de tan mal oficio? Y respondió ella: Estáse la carne en el garabato por falta de gato. Pues a fe dije yo, que si me hallara en disposición que había de hacerlo; porque me da lástima ver entre estos riscos y montañas a una mujer de tan buenas prendas. Pues calle vuesa merced, dijo ella, que mi marido y yo les habemos de quitar el dinero a estos que quedaron con él, y por la mañana haremos lo que nos pareciere; y si acaso mi marido volviere a decir a la noche que se salgan de la venta, váyanse por la puerta trasera del corral, que yo se la dejaré abierta. Fuese, y mi compañero me preguntó: ¿Qué es del conjuro? ¿Qué mayor conjuro queréis, dije yo, que haber llamado hermosa a una bestia, que parecía panza de vaca, con su zumaque y menudillos? Conjuro es este, dijo, que puede servir de malilla en todo el mundo. En tanto que pasamos esta conversación se llegó la noche, y la desesperación de los mercaderes; porque con las trampas que el fullero iba haciendo, y con los tragos de cuando en cuando de Ciudad Real, los fue chupando la plata y oro, y los zurrones en que tenían el dinero. Los mercaderes quedaron dados al diablo, y maldiciendo la venta, y a quien a ella los había traído, se volvieron a dormir a la que habían dejado atrás, con intención de volverse a Toledo. El huésped, que no era lerdo, entendió muy bien la bellaquería: yo estaba para reventar por lo que había oído la noche antes, y por lo que había visto entonces. Estuve determinado de revelarles la maldad; porque volviéndose los mercaderes, me faltaba el bien que me habían prometido hacer por el camino; pero consideré, que decir el secreto que estaba tan en duda, era desacreditar a los fulleros, y a mi ponerme en peligro; que no siendo una cosa sabida, tenemos obligación de callarla con secreto natural. La seguridad consiste en el silencio, y en estas ocasiones y otras semejantes hase de advertir el peligro de ambas partes. Yo callé contra mi voluntad, y el ventero que era un bellaco redomado, disimuló y calló como yo y el otro. Los señores fulleros quedaron muy contentos; pero fueron tan miserables que no dieron barato a nadie, por donde se aumentó en el ventero el deseo de hurtarles la ganancia, y en mí de volvérsela a sus dueños. El ventero que realmente lo sintió, les dio a entender que recibió mucho gusto en ver los mercaderes despojados; y haciéndoles grandes zalamerías, les dió un aposento que tenía aderezado para los mercaderes, donde estaba un arcaz muy grande con tres llaves, que les dió para guardar su dinero y ropa. Era el arcaz de una madera muy maciza y de tablas gruesas, que hacía pared con la caballeriza, que me puso en cuidado, imaginando qué traza podría tener para hurtarles el dinero de un arcaz cerrado con tres llaves, y por ningún camino podía moverse de donde estaba. Habló con la mujer de secreto, mirando con cuidado si los veían hablar. En cenando muy solemnemente los fulleros, habiendo hecho el pancho de perdices y vino de Ciudad Real, se atrancaron en su aposento, y se cerraron de manera que no podía entrarles una bruja. En siendo una hora de la noche, o poco menos, el ventero dijo: Los que tienen cabalgaduras salgan de la venta, que ya que no hay arrieros, queremos dormir sin cuidados. Salimos aquel mocito y yo, y dando vuelta por las espaldas de la venta, hallamos abierta la puerta del corral, y entramos en el pajar. Yo andaba pensando con cuidado cómo diablos, o con qué modo o traza podían hacer tiro a los fulleros. Veía que en el aposento no podían entrar, por estar muy bien encerrados, y el arcaz muy bien guardado. Traer salteadores para el efecto no era negocio seguro, sino muy peligroso; entrar y matarlos no podían, porque eran menos que ellos; pues querer minar el aposento con pólvora era para todos peligroso. Y no pude dar en el modo, hasta que entre once y doce, estando ellos durmiendo el mejor sueño, vinieron el ventero y la ventera muy paso entre paso, alumbrando ella con un cabo de vela: el marido comenzó a desviar con mucho silencio un gran montón de estiércol que estaba en la caballeriza arrimado al aposento de los fulleros.

A pocas vueltas se descubrió la tabla del arcaz, que servía de pared al aposento. Miré con gran cuidado, y vi que la tabla del arcaz estaba por la parte de arriba asida con tres o cuatro goznes, y por la parte de abajo con dos tornillos, cada uno en su esquina. Quitó el ventero los tornillos, y en quitándolos, mandó a la mujer que llevase de allí la vela, porque no entrase la luz en el aposento: ella la llevó, y yo fuí muy poco a poco al ventero, al tiempo que tenía la tabla alzada y los zurrones en las manos, y con voz muy baja, o por mejor decir, entre dientes, le dije: Dad acá esos zurrones, y tornad a poner los tornillos; él me los dió, pensando que era su mujer, y salime con ellos y con mi compañero por la puerta del corral, que mientras tornaba a poner el montón de estiércol hubo lugar para todo; y anduvimos un ratillo apriesa hacía atrás, cada uno con su zurrón, no por el camino real, sino por un lado a la parte de arriba, con todo el silencio posible. Ya estábamos casi frontero de la otra venta, adonde los mercaderes se habían vuelto a dormir, y nos sentamos a descansar un poco, que el recelo y temor aumentan el cansancio. Yo le dije al compañero: ¿Qué pensáis que traemos aquí? nuestra total destrucción, porque a ninguna parte podemos llegar donde no nos pidan muy estrecha cuenta de este dinero, que como él de suyo es goloso y codicioso, o por la parte que le puede caber, o por congraciarse, cualquiera dará noticia a la justicia de dos mozos caminantes de a pie cansados y hambrientos, y con dos zurrones de moneda, y el tormento será forzoso, no dando buena cuenta de lo que se pregunta; pues esconderlo para volver por él, tampoco atinaremos nosotros, como los demás; y andar mucho por aquí dará sospecha de algún daño, y el menos que nos puede suceder es caer en manos de los ladrones, que nos quiten el dinero y la vida: ponerse a peligro por ganar dineros, muchos lo hacen; pero poner en peligro la vida, honra y dinero, ningún hombre de juicio lo ha de hacer: y así mi principal intento fue volver este dinero a sus dueños, para tener tanta parte en él como ellos, sin peligro de las vidas, y sin daño de las conciencias; y aquí viene bien: quien hurta al ladrón, etc. Esta y otras muchas cosas le dije para desarraigarle cierta golosina que se le había pegado, que como lo llevaba a cuestas, había contraído no sé qué parentesco con la sangre del corazón: pero al fin le pareció muy bien. Fuimos a la venta, y aunque era muy de madrugada, dimos golpes a la puerta, diciendo que veníamos con un despacho de mucha importancia para unos señores mercaderes de Toledo que estaban dentro. Ellos lo oyeron, y hicieron al ventero que abriese. Encendió luz, y entramos en el aposento cargados, y sin hablarles palabra arrojamos los gatos sobre una mesa, que si fueran de Algalia no regalaran tanto las narices como estos regalaron las orejas. ¿Qué es esto? dijeron los mercaderes. Su dinero, respondí yo, que ha vuelto a César lo que era suyo. Contámosles el caso, y díjeles que antes que en la otra venta se levantasen, pasásemos el puerto. De buena ventura mía, venían mulas de retorno hacia Sevilla. Los mercaderes alegres y agradecidísimos del caso, para mí y para el otro mozo tomaron dos mulas, y caminando pasamos el puerto sin que lo sintiesen en las ventas. Encumbramos el puerto, y bajamos a otra que está en lo más bajo, no mal proveída, adonde estuvimos todo el día descansando y durmiendo, por el poco sueño y mucha pesadumbre que les había causado la pérdida de su dinero: y a la tarde supimos que el ventero (como martirizando a su mujer, no supo cosa del hurto, porque no osó decir que nos había dejado dentro) sospechando que los fulleros le habían hecho la treta que él no entendió, fue a dar aviso a la Hermandad, de la vida y trato de aquellos hombres, y cómo tenían dos zurrones de dinero mal ganado, y vino la Hermandad, y como no halló los dineros, ni los zurrones que el ventero había dicho en el arcaz, a él por desatinado o loco o porque había cargado demasiado, y a los fulleros por gente sospechosa que tan tarde se estaban en la venta, y a la mujer por suspensa y callada, que no supo dar razón de sí, les hicieron pagar las costas sin averiguar el secreto. Holgamonos mucho con el suceso, de manera que los mercaderes lo querían oír por momentos, que según pareció, hallaron más dinero dentro de los zurrones del que habían dejado: y con donaire decía el uno de ellos: No quiera Dios que yo lleve dinero ajeno en mi poder, gástese por el camino en perdices y conejos, que no quiero tener que restituir; y así se hizo con beneplácito de todos. Yo consideré a solas conmigo, y aun lo comuniqué con uno de los mercaderes, cuán mal se logra lo mal ganado, y cuánto peor se goza lo adquirido con juegos de ventaja, donde se aventura la reputación, sin asegurar la ganancia, que está sujeta a cuantos la ven, y a cuantos lo imaginan, y a los ausentes, a quien toca la distribución de la estafa, que tasadamente les queda para consumir en los tabernáculos de la gula, fiestas de Baco y sacrificios de Venus, sin aprovechar la sumisión y cortesía fingida para engañar al que quieren desollar, o al que ya tienen desollado; que si bien quisiesen los hombres sencillos advertir a las cautelas, enredos y marañas de estos apacibles lobos, echarían de ver que una cortesía sin tiempo, una amistad sin sazón ni conocimiento, un comedimiento no acostumbrado, unas ceremonias no debidas, traen consigo más daño que provecho para aquel con quien se usan: porque si son los hombres de tan ruin condición que aun a la cortesía debida acuden de mala gana a quien tienen obligación, ¿por qué no se ha de entender que la novedad de cortesías extraordinarias traen consigo algún secreto, especialmente no teniendo partes por donde se le deban? Los fulleros tienen también su materia de estado, porque, o engañan por si o por amigos, que tienen señalados y diputados para el efecto: casas de posadas, o mesones, donde les dan el soplo de la gente nueva a quien pueden acometer.

Tienen también su libro de caja o de memoria de todos aquellos que acuden a favorecer su ministerio en todos los pueblos grandes o pequeños, porque es oficio corriente por toda España, y en las poblaciones de importancia tienen correspondencia y avisos de las zorras comadres, para chupar la sangre a los corderos inocentes. Y aunque son tan grandes los sainetes de estos cautelosos culebrones, para chupar la sangre de los que ven inclinados al juego, que no pueden reducirse a regla cierta, ni guardarse de sus trampas, con todo eso digo, que todo lo que fuere artificio apacible y no usado, se ha de temer aun de los mismos amigos en materia de juego, porque se venden unos a otros. Cuando convida a jugar un conocido a otro, llevándole a parte no sabida, vaya con cuidado, sea en público o en secreto; y me parece que no será malo este refrancillo para este propósito: Si bien me quieres, trátame como sueles. Caminamos con todo el gusto que pudimos mis mercaderes y yo, buscando por el camino ocasiones en que tenerlo: llegamos a la Conquista, que es un pueblecito que se comenzaba entonces, un domingo por la mañana: entramos a oír misa, que la estaba diciendo un clérigo que pronunciaba la lengua latina como gallego. La misa era de Requiem, porque habían enterrado aquella mañana un pobre, y ayudábale un sacristán, que sobre un sayo pardo muy rozagante traía una sobrepelliz de cañamazo. Acabada la misa, diciendo el responso sobre la sepultura, acabo el clérigo diciendo: Requiescat in pace, alleluja, alleluja. El sacristán le respondió con muchos pasos de garganta: Amen, alleluja, alleluja. Lleguéme al buen hombre, y díjele: Mire, padre, que en misa de Requiem no hay alleluja. Respondiome muy confiadamente: Arre allá, señor estudiante; ¿no ve que es entre Pascua y Pascua? Fuimonos cayendo de risa por todo el camino.




ArribaAbajoDescanso XIV

Como el camino, por bueno que sea, siempre trae consigo un género de soledad, porque ordinariamente se camina o por necesidad, o por negocios forzosos, que ocupan la memoria y distraen el gusto, procurábamos tenerle en todas las cosas que encontrábamos. Los mozos de mula acudían a su costumbre, uno a echar pullas, otro a hacer burlas a los caminantes, otro a cantar romances viejos, cual sea su salud: nosotros de lo que se ofrecía a la vista. Encontramos un pastor que pasaba su ganado de un distrito a otro, pereciendo de sed él y los perros; que en Sierra-Morena por mayo y por todo el verano, aunque de noche hace fresco, de día se encienden los árboles de calor: y era tan ignorante el buen hombre, que teniendo sed llevaba los perros atados porque no se le perdiesen. Preguntonos si sabíamos dónde hubiese agua; yo le respondí: ¿Pues llevando perros, preguntáis esto? desatadlos, que ellos hallarán presto el agua. ¿Y es eso así? dijo un mercader. Es cosa muy sabida, dije yo, y muchas veces experimentada. Y dije al pastor: Desatad los perros, o el uno de ellos, y ponedle un cordelillo largo, con que lo vais siguiendo, que él hallará fuente, arroyo o laguna: y así lo hizo el pastor; de suerte, que dándole larga con el cordel, rompió por una ladera alzando el hocico, y se fue hacia una espesura derecho, que había al pie de una peña, donde halló agua, que refrescó al pastor y satisfizo al ganado. Y contareles a vuesas mercedes lo que me contó en Ronda un caballero de muy gentil entendimiento, que se llama Juan de Luzón, muy experimentado en letras humanas y divinas. Hay dos pueblecillos en Sierra de Ronda, entre otros muchos, uno llamado Balastar, y el otro (si bien me acuerdo) Chucar, entre los cuales andando un cabrero moro apacentando su ganado, apretándole la sed, y no hallando agua, ni señal donde pudiese haberla, despareciósele un perro, y a cabo de rato vino mojado todo y muy contento, coleando al amo, y haciéndole muy grandes fiestas. Espantado de aquello el cabrero, le dio muy bien de comer y lo ató, aguardando a que le tornase a aquejar la sed, diligentísima despertadora de la pereza. Atole un cordelejo largo, y dejóle ir, y siguiéndole el amo, fue saltando matas y peñas, rasgándose las manos y el rostro; y siguiole con todas estas dificultades, hasta que entre unas grandes espesuras, se coló por la boca de una cueva, que por debajo de altos riscos estaba naturalmente hecha, con algunos resquicios, que le daban la luz que había menester. En medio de la cueva nacía un clarísimo arroyo, que se dividía en dos partes: bebió el moro, e hinchó su zaque; y admirado de la novedad dió en una traza, a su parecer buena, que después le costó la vida; y fue, que atajó con unas piedras el un arroyo de aquellos, echando todo el agua por una parte, para ver al día siguiente donde iba a parar. Fuese a su ganado, y averiguo el día siguiente que había faltado el agua en Chucar. El moro que sabía el secreto, fuese al pueblo diciendo, que si se lo pagaban bien les daría su agua, y otra tanta más, y contó el caso como había sucedido. El poco tiempo que les había faltado el agua los necesitó de manera que le dieron doscientos ducados porque les diese su agua y la del otro pueblo. En recibiendo su dinero fue a la cueva, y soltó el agua por aquella parte. Viéndose con su agua tan crecida, conociendo la inconstancia y codicia del cabrero, antes que los de Balastar le corrompiesen con esperanza de mayor interés, acordaron darle garrote, quedándose con el agua toda, y el moro sin vida, sin que hasta hoy se haya sabido en qué parte está el secreto: y hoy se echa de ver señal de que algún tiempo corrió por allí agua, por las guijas y piedras que lo manifiestan. Halló aquella encubierta cueva el aliento del perro, leal amigo y fiel compañero, descubridor de enemigos de sus amos. Extraña fuerza de aliento, dijo un mercader, que siendo el agua un elemento sin olor, la venga a descubrir un perro con solo alzar el rostro al aire, principal movedor y embajador del olfato. Que son las calidades de los perros y las excelencias que hay en ellos muy dignas de admiración, no por los cuentos que se dicen de ellos, ni haciendo caso de historias atrasadas, sino por lo que vemos y experimentamos cada día. ¡Qué fidelidad! ¡qué amor! ¡qué conocimiento!

A lo menos, dije yo, tienen dos admirables virtudes, si se puede dar este nombre en ellos, que si los hombres las tuviesen tan sentadas en el alma como ellos en su natural inclinación, vivirían en perpetua paz, que son humildad y agradecimiento. ¡Oh, bien notado! dijo el mercader: ¡oh que gallarda consideración! Del bienaventurado San Francisco, que fue hijo de un mercader, se dice que alababa mucho la humildad de los perros, deseando imitarlos en esto, por la mucha que tuvo nuestro Maestro y Redentor Jesucristo. Pues en agradecimiento, dije yo, fuera de lo que la ley natural nos enseña, lo tenemos por precepto suyo que enviando sus santísimos discípulos a predicar por el mundo les mandó que en agradecimiento del bien que les hiciesen en sus posadas curasen los enfermos que en ellas hubiese. ¿Pues hay, dijo el mercader, quien desagradezca, o quien no sepa agradecer el bien que le hacen? ¿Hay quien no le parezca que no satisface el beneficio recibido? ¿Quién ha de carecer de tan admirable virtud? Yo creo, respondí, que nadie, si no son los avarientos y los soberbios, que son dos géneros de gente pestilencial en la República; los unos, porque no saben usar de caridad, y los otros porque siempre van contra ella. Y pues se ha ofrecido materia tan excelente y divina virtud, como es el agradecimiento, en tanto que llegamos a Adamuz tengo de referir un caso digno de saberse, que le pasó al autor de este libro viniendo de Salamanca, que no hay vida de hombre ninguno de cuantos andan por el mundo de quien no se pueda escribir una grande historia, y habrá para ella bastante materia. En una dispersión que hubo de estudiantes en Salamanca, por cierto encuentro que tuvo el Corregidor D. Enrique de Bolaños con la Universidad, y no con ella, sino con los estudiantes, gente briosa, y fácil de moverse para cualquiera alteración; como se quedó la ciudad sin estudiantes, el autor también se fue a su tierra como los demás, que las vacaciones estaban ya muy cerca, tiempo deseado para descanso de los estudiantes. La necesidad suya era tanta, que trilló el camino a la apostólica. Llegó un día al anochecer a las ventas de Murga, y no queriéndole dar posada, por el poco provecho que había de dejar en ellas, pasó; adelante solo, y cantando por hacerse compañía, que la voz humana tiene propiedad maravillosa para acompañar a quien no lleva dineros que le puedan quitar. Salieron cuatro hombres con cuatro ballestas, y preguntáronle de dónde venia. Él respondió que de Salamanca. ¿Y a quién deja atrás? preguntaron ellos; y él respondió: Antes todos me dejan a mí, porque ando poco. Pues ¿cómo no se quedó en las ventas? preguntaron. Y él respondió: Porque como no llevo dineros, ni cabalgadura que les pudiera dejar provecho, me dieron voces que me saliese de la venta, y yo las voy dando a Dios porque me acompañe, y juzgue la crueldad de estos venteros. a lo cual dijo el más pequeño de los ballesteros o ballesteadores: Preguntamos esto, señor estudiante, por ver si queda atrás quien nos pueda comprar caza, de que tenemos mucha abundancia, y pocos compradores. Y volviéndose a los compañeros, dijo: Gran lástima me ha dado el mal trato y crueldad de que estos venteros usan con la gente de a pie, y más la necesidad que he visto en este estudiante. Llevémosle a nuestro alojamiento, que algún tiempo nos valdrá con Dios esta caridad. Harto mejor, dijo uno, será matarlo (después lo supe) porque no diga que nos ha encontrado, y espante los caminantes. Al fin el mozuelo dió y tomó con ellos hasta que lo llevaron consigo, porque les pareció que era lo más sano para su negocio. Mostrose el mozuelo muy compasivo, que si bien las ruines compañías hacen prevaricar una buena inclinación, tal vez naturaleza da una sofrenada, para recordación del primer natural, que por más que se olvide, de cuando en cuando torna a su primer principio. Fuese con ellos, o por mejor decir, se lo llevaron por unas espesuras, escuridades y escondrijos, llenos de revueltas y dificultades, que como ya era de noche y sonaba en unas profundidades despeñándose el agua, y la fuerza del viento sacudía los árboles con gran furia, y al estudiante el temor le hacía de las matas hombres armados que le iban a despeñar en aquella infernal hondura, iba con gran devoción mirando al cielo, y tropezando en la tierra; pero con muy buen ánimo, hablando sin muestras de temor. Llegaron al fin a su habitación, que parecía más de zorras que de hombres, y desenvolviendo mucha cantidad de brasa, que parecía ser de muy buena leña de encina, encendieron, para alumbrarse, unas rajuelas de tea, que les daba la luz bastante que habían menester para toda la noche. La cena fue muy buenos tasajos de venado, si no eran quizá de algún pobre caminante. Él no sabía fiestas que hacerles, diciéndoles cuentos, entreteniéndolos con historias, alabándoles el vivir en aquella soledad apartados del bullicio de la gente. Decíales que el ejercicio de la caza era de caballeros y grandes señores, y que sin duda descendían de alguna buena sangre, pues se inclinaban a él. Si algún disparate se les caía, se lo alababa y solemnizaba por muy gran cosa. Al uno decía que tenía buen rostro, al otro que plantaba bien los pies, al otro que tenía buen ingenio, al otro que hablaba con mucha discreción; que en semejantes conflictos la humildad mezclada con la apacibilidad y distracción, a los pechos que de suyo son fieros, y aun de fieras, los vuelven mansos y amigables. La necesidad en los peligros hace sacar fuerzas de flaqueza; y con gente de aquella traza el temor engendra sospecha, y el ánimo arguye sencillez. Turbarse donde (aunque se teme el daño) no estamos en él, es apresurarlo si ha de venir; y ponerlo en duda y sospecha si no se temía. Él se hubo tan bien con los cazadores de gatos muertos y rellenos, que le regalaron y dieron de cenar, y dos zamarros en que durmiese, y antes que amaneciese, porque no saliese con luz, le dieron de almorzar, y sacándolo al camino aquel mozuelo, el menor de los cuatro, le fue diciendo el peligro en que se habría visto si no fuera por él: y en pago le rogaba no dijese a nadie lo que le había sucedido: despidiose de él, y fue su camino, volviendo atrás muchas veces la cabeza, que aun le parecía que no estaba muy seguro de ellos. Si encontraba algún caminante, le decía que no fuese por aquel camino, porque le había seguido una grandísima sierpe, que no osaba decir otra cosa, pareciéndole que estaban oyéndolo. Al fin, para abreviar el cuento, habiendo peregrinado por España y fuera de ella más de veinte años, redújose al estado que Dios le tenía señalado; fuese a su tierra, que es Ronda, hízose sacerdote, sirviendo una capellanía de que le hizo merced Felipe II, sapientísimo Rey de España. después del suceso de los salteadores, veinte y dos y veinte y tres años, vinieron en busca de tres ladrones famosos, trayendo lengua de ellos, que estaban en Ronda, que para hurtar tenían esta astucia. Las mujeres vendían buhonería (que todos eran casados), entraban en las casas a vender su mercadería, mirabanlas bien, y daban al punto a sus maridos de las señas de toda la casa, y a la mañana amanecía robada. Llegó a Ronda este soplo, dieron con ellos en la cárcel por la orden del licenciado Morquecho de Miranda, que al presente hacia oficio de Corregidor, siendo Alcalde mayor. Y por abreviar el cuento, dioles tormento, y confesaron de plano: pidiole al autor que los confesase, y en entrando representósele la presencia del uno de ellos, que le hizo cosquillas en el alma; y reparando en el sentimiento que había tenido, halló que era el que le había dado la vida en Sierra-Morena: buscando traza cómo agradecer el bien que le había hecho, y pareciéndole que estaba el negocio muy adelante para rogar por un hombre convencido por su confesión, fuese al juez, y díjole que si hacía justicia de aquel, perdía una grande ocasión secreta. El juez dispuso de los otros dos y dejó aquel, para que descubriese una gran máquina que el confesor le había dicho, y apretándolo después a que hiciese con el delincuente que lo confesase, le respondió: Señor, martirizado de la piedad, y movido del agradecimiento, fingí a vuesa merced lo que sabe: este hombre me libró de la muerte, ha venido a mis manos, querría pagarle el bien que me hizo, y a los jueces tan bien los acompaña la misericordia como la justicia: suplico a vuesa merced por las entrañas de Dios que se compadezca del trabajo de un hombre tan piadoso como este. Respondió: Estoy pensando cómo satisfacer a vuestra demanda y a mi reputación, y al bien de ese hombre, que por piadoso lo merece: él no está ratificado, y en las cosas criminales tenemos ley del Reino que nos da licencia para poder conmutar la pena de muerte en galeras; yo os siento tan ansiado por agradecer el bien que os hizo, que quiero aprovecharme de esta ley, pues no hay parte, y echarlo a galeras donde purgue su pecado. Hincose de rodillas, agradeciendo a Dios y al juez tan piadosa causa: llevó la nueva al casi muerto preso, que respiró, volvió en sí como de la muerte a la vida, y el autor quedó contentísimo de haber mostrado su agradecimiento en tan apretada ocasión, que siempre las buenas obras tienen guardado su premio en este y en el otro mundo. ¡Extraño suceso, y digno de memoria! (dijeron los mercaderes): ¡qué santa cosa es hacer bien! ¡qué cierto la buena obra es la prisión del corazón noble! ¡qué buen fruto coge quien siembra buenas obras! Que como el vestido cubre el cuerpo, las buenas obras son coberturas del alma. ¡Que contento quedaría ese hombre cuando hizo este bien! Como queda sabroso el brazo cuando acierta un tiro, así lo queda el alma cuando hace una buena obra. En esta conversación, el acabarse el cuento y descubrir a Adamuz, fue a un mismo tiempo; lugar apacible, puesto en el principio o fin de Sierra-Morena, en jurisdicción del Marqués del Carpio; y al mismo tiempo se descubrieron aquellos fértiles campos de Andalucía, tan celebrada de la antigüedad por los Campos Elíseos, reposo de las almas bienaventuradas. Posamos y reposamos aquella noche en Adamuz.




ArribaAbajoDescanso XV

El día siguiente, por ciertos respetos, me fue forzoso (por llegar primero a Málaga que a Ronda), apartarme de los mercaderes, tomando la vía del Carpio; y ellos lo hicieron tan bien conmigo, que me dieron uno de los machos en que iban y dineros, fiando de mí que se lo llevaría a la feria a buen tiempo, y ellos se fueron con las mulas de retorno en que yo había venido hasta allí; el macho era endiablado, que ni se dejaba herrar, ni poner la silla, y por momentos se echaba con la carga, aunque con la compañía había disimulado algo de su malicia, y así en saliendo del lugar, por verse solo y por sus ruines resabios, en el primer revolcadero se arrojó, cogiéndome una pierna debajo, de suerte que si yo no me echara al mismo tiempo del otro lado, recibiera mucho daño; pero con esta precaución pude levantarme, y llevándolo del diestro muy contra su voluntad un ratillo, se me quitó el dolor, sin entrar el frío que pudiera, si no hiciera aquella diligencia. Eché de ver la ruin compañía que llevaba con mi cabalgadura; pero por si otra vez se echaba, cogí un garrote para usar de un remedio que había oído decir a un viejo, que como la experiencia los ha enseñado, saben más que los mozos, y para semejantes actos, que no son de muchos lances, cerrados los ojos se puede seguir su parecer. Fuí con gran cuidado para otra vez que se quisiese echar, y en sintiéndolo que iba a caer, dile con el garrote entre ceja y ceja con tal furia, que cayendo le vi volver lo blanco de los ojos, bien arrepentido de haberlo hecho, porque realmente pensé que lo había muerto; pero sacando de presto pan, y mojándolo en vino, díselo, y tornó en sí tan castigado, que nunca más se echó, a lo menos llevándome a mí encima, aunque topó arenales donde pudiera hacerlo. Fuí mi camino, y en llegando a un bosquecillo del Carpio, aunque pequeño, abundantísimo de conejos y otras trazas, en la ribera de Guadalquivir, apeéme a cierta necesidad natural y forzosa, y antes que la comenzase espantose el macho, dió a huir por el ruido que hizo un culebrón y una zorra que salieron de un zarzal y matas muy espesas que había junto al camino, que debían de estar ambos en una cueva, que la culebra con ningún animal hace amistad sino con la zorra. Ella dió por una parte, y la culebra tras el macho, que como supe después, a cuantos pasaban acosaba, porque habían muerto su compañía: arrojéle una piedra, no pensando que sucediera lo que sucedió, que como la piedra iba por el aire, corrió más que la culebra, y diola en el espinazo, de que volvió con tal furia contra mí, que si no me pusiera de la otra parte del camino, dejando en medio mucha arena, lo pasara mal, que como no se podía aprovechar de las conchillas que le sirven de pies en la arena, como en lo duro y liso, no se atrevió atravesar el camino; pero cuanto yo más corría por la una banda, ella corría por la otra, con mas de una vara de cuello alzado de la tierra, vibrando la lengua muy apriesa, y haciendo cinco o seis de ella.

Iba yo de manera, que ya no sentía la falta del macho, sino la persecución de la culebra, que me tenía sin aliento, lleno de sudor y cansancio. Los silbos no eran formados ni agudos, sino bajos y continuados, casi al modo que pronunciamos acá las XX. Llegué a una parte del camino, a donde había piedras para tirarle. Paréme, así por descansar, como por aprovecharme de las piedras; pero ella viendo mi temor, quiso pasar por la arena para acometerme, por donde tuve yo esperanza de librarme de ella; porque en entrando no pudo aprovecharse de las conchuelas, ni moverse sino muy poco: animándome lo mejor que pude, le tiré tantas piedras, que casi la vine a enterrar en ellas, y acertándole con una, después de haberle escupido muchas veces hacia la cabeza (que es veneno contra ellas) la acerté con una piedra media vara más arriba de la cola, donde tiene el principal movimiento, de que no pudo menearse más, y acudiendo con otras muchas, le majé la cabeza, y me senté a descansar. Pasaron por allí dos hombres que iban camino de Adamuz, y me contaron lo que arriba dije. Midieronla, y tenía diez pies de largo, y de grueso más que muñeca ordinaria. Abrieronla, y hallaronle dentro dos muy gentiles gazapos, que estas serpientes son muy voraces y poco bebedoras, aunque pasan mucho tiempo sin mantenimiento; y así hacen tarde la digestión, que en el poco movimiento que ella hacía bien se echaba de ver que estaba pesada. Consideré en el rato que estuve descansando, qué de cosas hay en el mundo que contrastan la vida del hombre. Que hasta un animal sin pies ni alas le persigue, y le comenzó a perseguir desde su principio antes que otro animal ninguno, o porque no piense el hombre que se le dió el dominio y jurisdicción en la tierra sin pensión ni trabajo, o porque con la razón sepa distinguir lo malo de lo bueno, y guardarse de lo que le puede dañar; mediante la cual razón conoce y sabe conocer el mantenimiento provechoso, y desechar el nocivo. Huir de los animales bravos, y servirse de los mansos; pero los feroces y dañosos avisan del mal que pueden hacer, o con las uñas, o con los cuernos, o con los dientes, o con los picos. ¡Mas que un animal sin pies, sin uñas, sin cuernos como éste sea tan horrendo y abominable, que atemorice con solo mirarle! Ordenación fue de Dios, para sujetar la soberbia del hombre y desjarretársela con la misma inmundicia y asquerosidad de la hez de la tierra, que aun muerta la veía, y me daba horror; y confieso de mí, que siempre que veo semejantes sabandijas, engendran en mi nuevo temor y espanto; ¿pero qué no espantará ver, que una cosa que parece cerbatana o varal, de su propio movimiento corre tanto como un caballo?¿Y que con hincar la cabeza en el suelo, dé tan grande golpe a un hombre que lo derribe y aun lo mate, acometiendo a traición que no cara a cara? ¿Que sea tan astuto, que se desnude el hábito viejo y se vista de nuevo? ¿que se cure la ceguera de sus ojos causada de las humedades del invierno con refregarse en el hinojo la primavera? Son tan contrarios a todos los demás animales, que con ninguno hacen amistad, sino con la zorra, o porque ambas habitan siempre en cuevas de tierra y piedra, o por buscar abrigo en el pelo de la zorra. Hasta aquí había estado el ermitaño callando, y aquí pareciole preguntar, como hombre que había estado en soledades y entre ásperas montañas, huyendo el concurso de la gente, viviendo y conversando con animales brutos, ¿cuál era la razón porque estas sabandijas sean tan espantables, como son culebras, lagartos, sapos, escuerzos, áspides, víboras, y otras semejantes que suelen verse? Respondile: Lo primero, que todas las cosas que no vemos y tratamos de ordinario, traen consigo este género de admiración. Lo segundo, que por tener tanto de los dos elementos graves, que son agua y tierra, y tan poco de los elementos leves, que son aire y fuego, que casi no tienen parentesco ni semejanza con el hombre; porque éste tiene de lo espiritual, en que se parece a los Angeles, y de lo corporal, en que se parece a los animales brutos; y estos en aquella parte terrestre, húmeda y fría, tienen semejanza con las sabandijas, y estas consigo solas, y con las entrañas de la tierra. Lo tercero y último, porque todos los animales que no pueden engendrar de la putrefacción de la tierra, sin generación de su semejante, ni pueden ser para el servicio, ni para el gusto del hombre, a quien Dios les manda que obedezcan, y ellos mismos huyen de su presencia, como de señor a quien aborrecen, por la superioridad y dominio que tienen sobre todas, o por la antipatía natural. Y esto, baste, porque la pérdida de mi macho me da pena y cuidado, y priesa que lo busque. Ya que hube descansado y limpiadome el sudor del rostro, que lo de dentro no pude, fuí buscando mi macho, o por mejor decir, de los mercaderes, por toda la orilla y ribera del Guadalquivir, sin topar a persona que me supiese dar rastro ni nuevas de él yendo, como iba, cargado, con ferreruelo, espada, cojín y alforjas, que todo los echó por alto, sino es la silla, que la llevaba en la barriga; de suerte, que yo me cargué de todo lo que el macho se descargó, y mucho más me cargaban las matracas que me daban los que me topaban hecho caballo de postillón, que por no dejarlo lo sufría todo. Paréme a descansar un ratillo, antes que pasase el río, donde vi tanta abundancia de conejos, que estaban más espesos a la orilla del río, que liendres en jubón de arriero, que en todo el día no dejan de venir a beber muchas manadas de ellos. Pasé de la otra parte del río, y entréme a descansar a un mesón que está antes de llegar al pueblo, donde tampoco me supieron dar nueva de mi negro macho, aunque prometí hallazgo, haciendo diligencias con las guardas del bosque. Refresquéme lo mejor que pude de mantenimiento y bebida, con la templanza que el cansancio pedia. Púseme a la puerta del mesón, para ver si pasaba el macho o persona que de él me diese nuevas. Miré aquel pedazo de tierra en el tiempo que allí estuve, que en fertilidad e influencia del cielo, hermosura de tierra y agua, no he visto cosa mejor en toda la Europa, y para encarecerla de una vez, es tierra que da cuatro frutos al año, sembrándola y cultivándola con regadío de una aceña, con tres ruedas, que la baña abundantísimamente, donde algunos años después pasó en presencia mía una desgracia muy digna de contarse; para que se vea cuánta obligación tienen los hijos de seguir el consejo de los padres, aunque les parezca que repugna a su opinión. Y fue, que siendo Marqués del Carpio Don Luis de Haro, caballero muy digno de este nombre, y muy gallardo de persona, y adornado de virtudes y partes muy dignas de estimar, vinieron allí madereros de la sierra de Segura con algunos millares de vigas muy gruesas; y dando el Marqués licencia y lugar para que las pasasen, alzaron la puente de la pesquera, para que toda el agua se recogiese a un despeñadero o profundidad, por donde los maderos habían de pasar. Los gancheros eran todos mozos, de muy gentiles personas fuertes de brazos, y ligeros de pies y piernas, grandes nadadores y sufridores de aguas, fríos y trabajos. Quisieron hacer al Marqués una fiesta de gansos, poniéndolos atados entre los dos maderos de la puerta de la pesquera, y como iba el madero despeñándose, por la violencia del grande cuerpo del agua, puesto el ganchero sobre el madero hacia la cabeza del ganso, y tirando del pescuezo, se deslizaba de la mano y caía en la profundidad del agua, saliendo lejos de allí nadando, en que pasaron cosas de mucho gusto y risa, aunque no sin peligro de quien la causaba, que siempre las caídas son de gusto para quien las ve, pero no para quien las da, especialmente en ejercicios tan poco usados como este.

Entre estos gancheros venía un mozo recio, de muy gentil talle, alto de cuerpo, rubio, y bien hecho de miembros, grande hacedor de su persona, y que entre todos los demás era conocido y respetado como por de tal opinión, y por grandes fuerzas para cualquier ejercito de hombres. Este pidió licencia a su padre, que venía en compañía de los otros, para ir a quitar el pescuezo a un ganso que estaba recién puesto, la cual el padre le negó, que los padres, o por tener más experiencia que los hijos, o por ser hechura suya y conocer sus inclinaciones, o por haberlos criado, y conocer de qué pie cojean, o por el amor entrañable que les tienen, son algo profetas de los bienes o males de los hijos; y así este por ningún camino consintió que de su voluntad fuese el hijo a la fiesta; pero diciendo él que no quería que lo tuviese por menos hombre que a los demás, con importunaciones alcanzó de su padre que lo dejase ir, aunque de muy mala gana. Y reprehendiéndole algunos porque lo hacía tan forzado, respondió en presencia mía unas palabras llenas de gran sentimiento y dolor diciendo: No sabe nadie lo que es aventurar un hijo criado, y solo. El mozo fue gallardísimamente, teniendo todos los ojos puestos en él, que en asiendo el cuello del ganso, que él pensaba con facilidad arrancar con la fuerza grande que hizo, estúvose casi colgado de las manos hasta que el madero llegaba ya al cabo, en cuyo remate o cabeza, deslizándosele la mano, cayó, y dió de cerebro, sumergiéndose en el profundo del charco, sin que mas pareciese hasta el día siguiente, con grande espanto y compasión de todos los circunstantes, quedando el padre, que lo estaba mirando, en éxtasis. Todos los gancheros nadando le buscaron, y lo hallaron al día siguiente, que pareció en cierta manera castigo de la desobediencia que tuvo al mandamiento del padre, y ejemplo para cuantos le vieron. Fue contra el precepto y consejo paternal, del cual tienen necesidad todos los que desean acertar. Pasó este caso en este mismo lugar, y en presencia del marqués D. Luis de Haro, y de su hijo el marqués D. Diego López de Haro, que cuando esto se escribe están vivos, y más mozos que el autor, en cuya compañía se halló presente a este infelice suceso. Y porque no habrá lugar de contarlo adelante, se dice aquí, por encargar a los hijos que aunque les parezca que saben más que los padres, en razón de la superioridad que Dios les dió sobre ellos, y representando la persona del verdadero Padre, los han de obedecer y respetar, y creer que en cuanto a las costumbres morales saben más que ellos; porque con esto se merece con el universal Padre de todas las criaturas. Y volviendo al estado presente, y la pena que me daba la falta de mi macho, aquella tarde no pude saber de él, y así me quedé aquella noche en el mesón, sin esperanza de poderlo hallar.




ArribaAbajoDescanso XVI

Amaneció el sol el día siguiente con unos rayos entre verdes y cetrinos, señal de agua, y yo sin macho, ni esperanza de hallarlo. Fuime al pueblo a las nueve, o a las diez, y vi que unos gitanos estaban vendiendo un macho, muy hechas las crines y el trenzado de atrás, con su enjalma y demás aderezos, encareciendo la mansedumbre y el paso con mil embelecos de palabras. Hacia el gitano mil gerigonzas sobre el macho, de manera que tenía ya muchos golosos que le querían comprar. Lleguéme cerca, y vi que era del color del mio; pero desconocido en verlo tan manso, seguro, remozado de crines y cola. Vi que se dejaba tocar a todas las partes del cuerpo sin alterarse, y así no me atreví a pensar que pudiera ser el mio, Alzábanle los pies y manos, dándole palmadas en el pecho y en las ancas, estando él con mucha: paciencia y mansedumbre: yo estaba desconfiado de que pudiera ser el mío, pero fuime por un lado disimuladamente, y púseme delante de él, aunque detrás del gitano, y en viéndome amusgó las orejas, por el conocimiento, o por el temor que me tenia. Espantéme de ver su tan súbita y no esperada mudanza, y vi que realmente era mi macho: mas no pude imaginar cómo le podía cobrar sin dar testigos o evidencia de cómo era mío; y así no me arrojé a decir que era hurtado, y decía entre mi; ¿es posible que sean estos gitanos tan grandes embusteros que en menos de veinte y cuatro horas hayan hecho este macho de enjalma, y le hayan disfrazado de manera que me ha puesto en duda el conocimiento de él, y que lo hayan hecho más manso que una oveja, siendo peor que un tigre, y que no tenga yo modo para cobrarlo manifestando mi justicia? Pero detúveme un poco, y lleguéme con los demás a ver el macho, y alabándole, pregunté si era gallego. Respondió el gitano: Vuesa merced, ceñor, a fe que sabe mucho de bestiaz, y ha conocido bien la bondad de loz mejorez cuatro piez que hay en toda Andalucía. No ez gallego, mi ceñor, cino de Illezcaz, que allí lo truqué por un cuartago cordovez, y aquí traigo el teztimonio. Será levantado, dije yo entre mí, y junto con esto lo mostró. Ofrecióseme traza para cobrarlo fácilmente, y lleguéme a un hidalgo, a quien vi que todos respetaban, que era de los antiguos criados de aquella casa, llamado Angulo, y le dije: Señor, este macho me han hurtado esos gitanos, y aunque trae enjalma, es de silla; y aunque parece que traen testimonio, es falso. a lo cual me dijo el hidalgo: Mire, señor estudiante, que conocemos este gitano de mucho tiempo acá, y nos ha tratado siempre verdad. Pues ahora, respondí yo, no la trata, y haciendo vuesa merced las diligencias que yo le suplicaré, se verá con evidencia la verdad que tengo dicha; y vuesa merced está inclinado a comprarlo porque le parece manso, siendo peor que un demonio.

Pues ¿puede ser fingida, preguntó el hidalgo, aquella mansedumbre y bondad? Sí señor, respondí yo, porque lo han emborrachado; y no hay bestia tan feroz ni maliciosa que echándole de grado o por fuerza una azumbre de vino en las tripas, no se amanse más que una oveja: y por esto haga vuesa merced lo que yo le suplicaré, y saldrá de este engaño, viendo que el macho es malicioso, y que es mío. Y lo primero digo a vuesa merced que se lo llegue a comprar, y dígale esto y esto, hablándole algo al oído, e infomándole de todo lo conveniente. Fuese el hidalgo, después de bien informado, al gitano, y mirando el macho, le dijo: Yo estoy muy contento de esta bestia, y la comprara si tuviera silla y freno, porque tengo de hacer un viaje muy largo. El gitano se holgó mucho de ello, y trajo la silla y el freno, diciendo que era el mejor caminador del mundo, y que por pensar que para el campo se vendería más presto, le había puesto la enjalma. En viendo el hidalgo la silla y el freno, halló que conformaba con las señas que yo le había dado, y haciendo lo que yo le había dicho al oído, llevólo a su casa, asegurando a los gitanos que lo quería probar; y távolo hasta tanto que se gastaron los humos del vino encerrado en su casa. Hecho esto llamó al gitano, y díjole que subiese en el macho y caminase un cuarto de hora fuera del pueblo. Subió, aunque era muy suelto, con mucha dificultad, por la poca seguridad del macho, que gastada la suavidad del vino, tornó a su ruin natural, y caminando como un viento, en saliendo de las casas, con la misma furia que llevaba dió consigo y con el gitano en tierra, y cogiéndole una pierna debajo, se revolcó de manera, que fue bien necesaria la ligereza del gitano para que no se la quebrase. Acudió aquel hidalgo desengañado ya de la bellaquería, y le dijo riéndose: ¿Qué desgracia es esta, Maldonado? Señor, dijo el gitano, como está holgado, y mal herrado, se echa con la carga. Y riéndose más el hidalgo, dijo: Pues alzadle los pies, veamos si ha menester herradura. Alzóle un pie y diole una patada en el carrillo izquierdo, con que le dejó señalada la herradura y los clavos: díjole el hidalgo; Mal se conoce lo que no se ha criado, hermano Maldonado; si vos hubiérades tratado y conocido esta bestia, ni os engañárades, ni nos engañárades. En lo ajeno dura poco la posesión: ibades con aquel refrán: quien no te conoce te compre. ¿Por qué pensábades que os preguntó el dueño si era gallego, sino porque como tal os había de dar la coz que os dió? Vos queriades herrarlo; ¿mas él no os herró a vos? ¿cogiste ayer el macho, y queríades hoy venderlo? Huélgome de saber que también sois nigromántico, pues desde ayer habéis venido de Illescas. Señor, dijo el gitano, yo hice como gitano, y su merced ha de sufrir como caballero; bien eché de ver que este señor sabía de bestias. Descubierto el hurto con la evidencia posible, me dieron mi macho, y me avié camino de Málaga, pasando por Lucena, donde llegando un poco tarde, reposé y comí un bocado, y pensando llegar aquella noche a Benamejí, cuyo camino yo no sabia, partime con la relación que me dieron. Las leguas son más largas de lo que yo me pensaba; el camino estaba lleno de lodo, porque la noche antes había llovido muy bien. Yo por priesa que me dí con mi macho, me anocheció una legua antes de llegar a un riachuelo que está entre Lucena y Benamejí. Halléme confuso, por ser la noche oscura, y caminar sin guía, sin encontrar a quien preguntar por el camino, que era domingo en la noche, cuando todos los labradores están en sus casas, Al fin poco a poco, muchas veces tropezando, y algunas cayendo, llegué al río, y en pasando no hallé camino por la otra parte, por una costumbre que tienen los labradores en aquella tierra, que es para desviar los caminantes, para que no les entren por el sembrado, cavar por aquella parte por donde suelen hacer senda los caminantes. Salió del río mi macho lo mejor que pudo, y echó a mano derecha por un cerro que tenía muchas sendas de ovejas, o de cabras. Llegó a lo más alto que pudo, y estaba tan empinado el cerrillo, que en acabándose la senda ni pude ir adelante, ni volver atrás. Vime en un gran peligro, porque si quería bajar con el pie derecho, había de rodar por la sierra abajo hasta llegar a un arroyo salado, donde cuando bien librara llegara la cabeza llena de chichones. Roguele al macho con mucha humildad que me hiciese la merced de estarse quedo mientras bajaba al revés; pero al tiempo que le mandé que volviese por la sendilla que había subido, él iba tan cansado que se echó, y echándose, como el cerro estaba tan empinado rodó hasta el arroyo salado; yo volví por la senda, hasta llegar al arroyo, y fuí a mi desdichado macho, y lo que pude, ayudéle a levantar, que estaba tan molido que fue menester animarle con sopa en vino, y llevándole del diestro lo más poco a poco que pude, fuí considerando que todo aquello me sucedía por no haber tenido respeto a la fiesta, caminando y haciendo el viaje que se pudiera hacer otro día; que al fin como las fiestas son para dar gracias a Dios y no para hacer jornadas, no puede haber quietud para hablar con Dios despacio. Que trabajando en los días que la Iglesia tiene dedicados para Dios, no solamente no aumenta el provecho, pero por mil caminos viene el daño, como me sucedió esta noche, que yendo con mi macho a mano izquierda por una ladera arriba, yendo yo por la parte de abajo por animarlo, deslizó, y cogiome debajo aunque no fue mucho el daño, porque pude fácilmente salir, y dándole sopa en vino pudo subir hasta que descubrí en lo alto del cerro un cortijo, donde me llegué con toda la humildad del mundo; y aunque di muchos golpes no me respondían, porque había mucha gente, que se había juntado allí aquella noche por ser día de fiesta.

Al fin, dí tantos golpes, que me respondió un mozo, y diciéndole con la necesidad que venia, respondiome que me fuese en hora buena; y tornando a llamar, acudió el aperador del cortijo, que en todas sus acciones pareció ser muy hombre de bien, y abriéndome la puerta acudió a mi necesidad y al cansancio de mi macho, y díjome: Perdone vuesa merced, que por estar dando voces sobre una serilla de higos que estos mozos me habían hurtado, no pude responder tan presto. Pues si no es más de por eso, dije yo, no le dé pena, que yo le diré quién se la hurtó. Ángel será vuesa merced, respondió él, y no hombre, si me dice eso. Déjeme reposar, dije yo, y se lo diré. Descansé un rato, y mi macho cenó lo mejor que pudo; yo cené un muy gentil gazpacho, que cosa más sabrosa no he visto en mi vida, que tanto tienen las comidas de bueno, cuanto el estómago tiene de hambre y de necesidad. Fuera de que el aceite de aquella tierra y el vino y vinagre es de lo mejor que hay en toda la Europa. Habiendo cenado, y estando todos los mozos alrededor, le dije al aperador: Este dornajo en que habemos cenado ha de descubrir el hurto de los higos. Dijo uno entre dientes: aun sería el diablo la venida del estudiante. Pedile al buen hombre un poco de aceite y almagre, y sin que los mozos lo viesen unté el suelo del dornajo con una mezcla que hice del aceite y almagre, y pedile un cencerro de las vacas, y poniéndolo debajo del dornajo dije, con voz que lo oyeron todos, habiendo puesto el dornajo más adentro, donde estaba el pajar: Pasen todos uno a uno, y den una palmada en el suelo del dornajo, y en pasando el que hurtó los higos sonará el cencerro. Fueron todos uno a uno, y dio cada uno su palmada en la almagre, y no sonó el cencerro que es lo que todos esperaban. Llaméles a todos, y díjeles que abriesen las palmas de las manos, las cuales tenían todos enalmagradas, si no era él uno de ellos; y así les dije a todos: Este gentil hombre hurtó los higos, que porque el cencerro no sonase no osó poner la mano en el dornajo. Él se puso colorado como un escaramujo, y los demás estuvieron toda la noche reventando de risa y dándole matraca, y el aperador muy agradecido de haber hallado sus higos, y yo muy contento del buen acogimiento: y por el buen hospedaje dejéle dos cuchillos damasquinos, con que por poco le corta las orejas al ladrón de los higos.




ArribaAbajoDescanso XVII

Habiendo descansado aquella noche lo que parecía que bastaba para los trabajos de mi macho, fuí a rogarle que se animase, y gruñendo alzó la pata, y al mismo tiempo díle un palo, con que se le acordó el trabajo pasado. Sosegose luego, y echéle la silla; caminé a Benamejí, que estaba muy cerca, y aunque quise pasar sin que me viese pasar el señor Benamejí, el bellaco del macho se arrojó en su casa, y fue forzoso descansar allí un rato. Al fin, por abreviar el cuento, llegue a Málaga, o por mejor decir, paréme a vista de ella en un alto que llaman la cuesta de Zambara. Fue tan grande el consuelo que recibí de la vista de ella, y la fragancia que traía el viento, regalándose por aquellas maravillosas huertas cubiertas de todas especies de naranjos y limoneros y llenas de azahar todo el año, que me pareció ver un pedazo de paraíso, porque no hay en toda la redondez de aquel horizonte cosa que no deleite los cinco sentidos. Los ojos se entretienen con la vista de mar y tierra, llena de tanta diversidad de árboles hermosísimos como se hallan en todas las partes que producen semejantes plantas; con la vista del sitio y edificios, así de casas particulares como de templos excelentísimos, especialmente la iglesia mayor, que no se conoce más alegre templo en todo lo descubierto a los oídos deleita con grande admiración la abundancia de los pajarillos, que imitandose unos a otros, no cesan en todo el día y la noche su dulcísima armonía, con un arte sin arte, que como no tienen consonancia ni disonancia, es una confusión dulcísima que mueve a contemplación del universal hacedor de todas las cosas. Los mantenimientos abundantes y substanciosos para el gusto y la salud. El de la gente muy apacible, afable y cortesano, y todo es de manera que se pudiera hacer un grande libro de las excelencias de Málaga, y no es mi intento reparar en esto. Negocié a lo que venía en aquella santa iglesia, de donde se pueden sacar muchos sujetos para obispos y oidores, y para gobernar el mundo, entre los cuales hallé un prebendado amigo mío, hombre bien nacido, de grandes y superiores partes, muy digno de estimarse, apasionado, porque sin razón le ofendían las ausencias, hombres que por ningún camino podían correr parejas con él. Que de la misma manera que la envidia no se halla ni se cría sino en pechos olvidados de la buena educación y partes, así acomete siempre a los que las poseen, y resplandecen en actos de ciencia y virtud. Que les parece que reconocer superioridad y ventaja a quien se la tiene es perder el derecho que tienen a la descortesía, a quien se crían subordinados, por falta de buen entendimiento y sobra de mala voluntad. Quejabase que habiendo hecho grandes bienes a un hombre que siempre había tenido pocos o ningunos, y habiéndole librado de cosas de que él por ningún camino tuviera trazas ni modo para librarse, no solo no le agradecía, pero buscaba caminos por donde pudiese escurecer las buenas obras recibidas. Vilo con determinación de volver la hoja, y vengarse de él por la mejor vía que pudiese; pero atajéle con advertirle que arrepentirse del bien que había hecho no cabe en ánimos nobles.

Pues hacer mal, dije, al quien hiciste bien, arguye poca firmeza y constancia en el valor del ánimo. Vengaros por tribunales es yerro notable, porque nunca las ofensas manchan, hasta que lleguen a tan miserable estado; especialmente que si vos me decís que es hombre desadornado de partes heredadas o adquiridas, ¿qué agradecimiento os ha de tener a vos, si no agradece a Dios haberle puesto en el estado que no merecía, ni pensó merecer? Y preguntoos, ¿quién hizo mal, él o vos? Respondiome: Claro está que él. Pues enójese él, dije yo, que hizo tan gran maldad, como no agradecer; que vos que no hicisteis mal, no tenéis de qué sentiros, sino de que estar muy contento. Y no queráis desmerecer con Dios la buena obra que hicisteis. Consolose de manera que si había sido mi amigo hasta allí, por este consejo creció mucho más la amistad. Y realmente, la quietud del ánimo no admite alteraciones advenedizas de pechos, e intenciones, en quien se asienta mal la paz y tranquilidad del alma. Hanse de huir semejantes recuentros, por el mejor medio que fuere posible; y si es forzosa la comunicación, como sucede en comunidades, usar de ella en solo aquello que no puede excusarse, llevando siempre por guía la justicia y la verdad, de manera, que los que viven con cuidado de hallar en qué tropezar, se corran y confundan; y cuando no sucediere como se desea y como sería razón, a lo menos quedará muy seguro en su conciencia y desapasionado quien así lo hubiere hecho. Que el hombre constante, y de ánimo quieto, a si propio se ha de temer y guardarse de sí más que de los contrarios. Si le ofenden con razón, calle por si propio, y enmiéndese de la culpa; si le murmuraren sin ella, consuélese, viendo que está libre de calumnia. De suerte, que por todos caminos, el silencio es refugio y acogida de los agravios con malicia. Pero tornando a lo primero, ¿por qué pensáis, le dije, que dicen ordinariamente: nunca falta un Gil que me persiga? que no dicen un don Francisco, ni un don Pedro, sino un Gil, es porque nunca son perseguidores; sino hombres bajos como Gil Manzano, Gil Pérez; ni para verdugos y comitres buscan, sino hombres infames y bajos, enemigos de piedad, bestias crueles, sin respeto ni vergüenza, inclinados a perseguir a la gente que ven levantarse en actos de virtud, como este miserable de quien os quejáis. De estos la comunicación por ningún camino es buena, porque no son capaces de hacer bien, ni pueden dejar de hacer mal; lo cual se ataja, no conociéndolos para que no lo hagan. Pues suele pasar, dijo, por cerca de mí, sin quitarme el sombrero. Eso, dije yo, o será por descuido, o por descortesía. Si por descortesía, enójese como tengo dicho consigo propio, porque ha hecho mal, y no os enojéis vos por los pecados del otro, que fue descortés y mal criado. Que vos no os habéis de alterar, no habiendo cometido culpa: y si se hace por descuidado, consigo trae la disculpa; porque los que caen en esta inadvertencia, no podemos juzgar si van pensativos, u ocupados por imaginaciones de negocios que pueden suceder por muchas cosas, e inculpados, de que no podemos ser jueces, no tener ciencia, ni razón de sentirnos y alterarnos. Y en esto de las cortesías, no tenemos de qué enfadarnos. Lo uno, porque el no usarla con nosotros, no es por culpa nuestra. Lo otro, porque quien da, no da más de lo que tiene, y quien no tiene cortesía, no es mucho que no la dé, y la regla general es, que en ninguna manera habemos de tomar fastidio de lo que no sucede por culpa nuestra, que los descorteses su castigo tienen acerca de quien los conoce.




ArribaAbajoDescanso XVIII

Saliendo de Málaga, me paré entre aquellos naranjos y limoneros, cuya fragancia de olor con gran suavidad conforta el corazón; y púseme a mirar y considerar la excelencia de aquella población que así por la influencia del cielo, como por el sitio de la tierra, excede a todas las de Europa en aquella cantidad que su distrito abraza. Y estando en esta contemplación, vi venir hacia mi una cosa que parecía hombre sobre una mula hablando entre sí a solas, con un movimiento de brazos, meneo de rostro y alteración de voz, como si fuera hablando con alguna docena de caminantes. Volví la rienda a mi macho, picándole con toda la priesa posible, antes que pudiese llegar a mí, porque le conocí la enfermedad; que para huir de un hablador de estos querría tener, no solamente pies de galgo, sino alas de paloma: y si ellos supiesen cuán odiosos son a cuantos los oyen, huirían de sí propios. Que la locuacidad, fuera de ser enfadosa y cansada, descubre fácilmente la flaqueza del entendimiento, suena como vaso vacío de substancia, y manifiesta la poca prudencia del sujeto, y tiene tan buena gracia con las gentes, que jamás son creídos en cosas que digan, porque aunque sea verdad, va tan derramada, ahogada y desconocida entre tantas palabras, como el olor de una rosa entre muchas matas de ruda: son estos habladores como el helecho, que ni da flor ni fruta: son el raudal de un molino, que a todos los deja sordos y siempre él está corriendo. No hay toro suelto en el coso que tanto me haga huir como un palabrero de estos, y en resolución no hay buen rato en ellos sino cuando duermen, como me sucedió en este, que por mucha priesa que me di a huir, me alcanzó y saludó como el verdugo por las espaldas, y apenas le hube respondido, cuando me preguntó adónde iba, y de dónde era a lo primero le respondí, mas a lo segundo no me dió lugar a que le respondiese, y prosiguiendo me dijo: Pregunto de dónde es vuesa merced porque yo soy del reino de Murcia, aunque mis padres fueron montañeses, de un linaje que llaman los Collados. a lo menos no callados: miréle mientras iba hartándose de hablar (si pudo ser) que tenía razonable cuerpo y talle, aunque era con un gran defecto que era zurdo, y quería parecer derecho. Que aunque la fealdad del zurdo es grande, tengo por peor la del que disfraza, o quiere disfrazar la falta natural, porque arguye doblez y artificio en lo interior de la condición; y siendo este género de hombres tan conocidos por este defecto, como los eunucos por el de las barbas, así quieren persuadir a que no lo son, como estotros a que no han llegado a edad de barbar, y los unos y los otros con querer negarlo, o disimularlo, dan a entender cuán grande falta es, pues la niegan.

Este buen hombre, jugando de una y otra mano, y arqueando las cejas, que tenía grandes, con dos rayas entre ellas profundas, ojos aunque no pequeños, cerrados siempre que hablaba, como si con los ojos se oyera, y todo el rostro acabronado, quiero decir, libre, alto y desvergonzado; dijo mil disparates, a que yo nunca estuve atento, porque le conocí luego. Contó valentías suyas, a las cuales yo estuve tan atento, como a todo lo demás, de suerte que nunca me dió lugar para responderle a lo que me había preguntado, hasta que habiendo andado dos leguas, como de tanto hablar había gastado la humedad del celebro, labios y lengua, en una venta que llaman del Pilarejo, pidió un jarro de agua, y en comenzando a beber le respondí a su pregunta, diciendo: De Ronda. Quitose el jarro de la boca, y díjome: Huélgome porque voy hacia allá de llevar tan buena compañía. Tomó el jarro a la boca, y mientras acabó de beber, le dije: Antes es la peor del mundo, porque no hablaré palabra en todo el camino. ¿Esa virtud del silencio, dijo, tiene vuesa merced? Será prudente y estimado de todo el mundo, que del poco hablar se conoce la prudencia de los sabios, que es una virtud con que un hombre asegura los daños que por su causa sola pueden venir. Yo no soy amigo de hablar: cuando dan tormento a alguno si no habla ni confiesa, lo tienen por valeroso, por haber callado lo que le había de dañar. En un banquete, los callados comen más y mejor que los otros, y hablan menos, porque oveja que bala bocado pierde, aunque yo no soy amigo de hablar. El sueño tan importante para la salud y vida, ha de ser con silencio. Cuando uno está escondido, como suele suceder, en casa ajena, por callar se salva, aunque se le salga algún estornudo. Que el silencio es virtud sin trabajo, que no es menester cansarse con libros para callar. El callado está notando lo que los otros hablan, para echárselo después en cara. Yo no soy amigo de hablar. Con estos disparates y otros tan materiales, iba alabando el silencio, y cansándome a mí y prosiguiendo con su inclinación, dijo: Yo no soy amigo de hablar, sino por entretener en el camino a vuesa merced, que me parece hombre principal, voy aliviando el cansancio. Yo busqué mil invenciones para librarme de él, y seguir mi camino a solas: pero no fue posible dejarlo, y al fin le dije: Señor, yo tengo necesidad de apartarme a la mano izquierda, y pasar este río, porque tengo qué hacer en Coin. ¿Pues por tan desconversable me tiene vuesa merced, dijo él, que no le había de acompañar? El prosiguió, y como no salió bien lo primero, fuime divirtiendo con los ruiseñores, que nos daban música por el camino, admirandome de ver con cuánto cuidado se van poniendo delante de los hombres para que oigan la melodía de su canto, a veces llevando el canto llano con la quietud del tenor, y luego con la disminución del tiple, convidando al contrabajo a que haga el fundamento, sobre que van las voces saliendo a veces sin pensar con el, contralto. Concierto no imitado de los hombres, sino enseñado a los hombres, a quien sirven con gran cuidado de darles gusto, pues en la orilla de aquel río, y en cualquiera parte que los haya, tanto con más excelencia usan de su armonía, cuanto más cerca se hallan de los hombres. Con esto pude disimular, y sufrir algún tanto la gotera y continuación de este impertinente hablador, hasta que llegamos a una venta, donde fue forzoso comer. En acabando yo me hice enfermo, por quedarme sin el, mas él dijo: juntos salimos de Málaga, juntos habemos de llegar a Ronda; que como yo callaba y él hablaba cuanto quería, le parecí bien para compañía. Vime cansado, atajado y molido; porque aunque confieso de mi que se usar de la paciencia en muchas cosas, sé que no la tengo para oír hablar mucho y prolijamente, y así me determiné a usar del remedio contra los habladores, que es hablar más que ellos. En acabando de comer el buen hombre, extendiendo los brazos con un gran bostezo, comenzó a decir: Por aquí pasó el Rey Don Fernando y su gente, cuando después de ganada Ronda vino sobre Málaga, y habiéndole faltado recursos, por los muchos gastos que se le habían recrecido, y por haber acosado a los pueblos circunvecinos con los continuos reencuentros, trazas y estratagemas de que había usado por ganar a Ronda, estuvieron dos o tres días los soldados sin recibir mantenimiento, por donde pensaron perecer de hambre. Yo le atajé con gran furia, diciendo: Y aun yo me acuerdo, que lo oí contar a mi bisabuelo, que había traído de la campiña de los pueblos circunvecinos de cristianos de Ronda una gran manada de ganado de cerda, de que ahora hay más abundancia que en toda España, para mantenimiento del real: como se hubiese acabado ya todo el ganado vacuno, y quedasen algunos cochinos, mandó el Rey Católico que le guardasen una docena de ellos, y que por ningún camino tocasen a ellos, por ser grandes y largos, para casta. Como los soldados, gente sin paciencia, se veían perecer de hambre, y la provisión que esperaban se tardaba, aunque estaban atrincherados, y cercados de enemigos de toda la Hoya de Málaga, donde por fuerza habían de vivir con recato; vieron dos o tres camaradas que se habían desmandado los puercos hacia la espesura de estos árboles, por la ribera del río, que como llevaban seguridad y salvoconducto, nadie tocaba a ellos. Acudió un arcabucero de la camarada, y por entre las ramas le encerró dos balas en el cuerpo a un cochino de aquellos. ¡Arma, dijeron todos, arma, enemigos, arma! Púsose todo el real en arma; los soldados arrastraron el puerco hacia su tienda, y metieronlo entre la ropa de un baúl. Acudieron a todas las partes por donde se podía temer flaqueza o peligro, porque en semejantes ocasiones ninguno sino los centinelas puede disparar un arcabuz; y como hallaron seguridad, mandose que se hiciese pesquisa por un sargento mayor adónde y por qué se había disparado el arcabuz: echose de ver que había sido por la muerte del cochino. Los tres soldados con los pies borraron el rastro de la sangre, y envolviéndole entre sus vestidos y camisas, lo encerraron en el suelo del baúl, que le sirvió de sepulcro hasta que llegó el sargento mayor, e informándose de tienda en tienda. Llegando a la de los soldados, negando ellos lo del cochino, llegó el sargento mayor a mirar detrás del baúl, y en meneándolo, el cochino de lo entrañable de las tripas en contrabajo dió un profundo gruñido, porque no era muerto, y secundó con otro más recio.

El sargento mayor, que se enteró del caso, y padecía tanta hambre como ellos, mirolos sin hablar palabra. Ellos erizado el cabello, temblándoles las manos, y confuso el rostro, cuando entendieron que los había de ahorcar, o hacer otro castigo muy grave, el sargento mayor, poniendo el dedo en la boca, les dijo: Envíenme mi parte, y comamos todos. Con mucha disimulación tomó a su pesquisa de tienda en tienda, y cuando llegó a la suya, halló entre unos trapos sucios la parte del cochino, que le pareció que había venido del cielo. Entonces dijo el hablador: Pues a proposito de esto contaré: y al momento atajéle con decir. Pues no paró aquí, ni he contado la mitad del cuento, y diciendo mil disparates, semejantes a los pasados, lo rendí de manera que cogió su mula y se fue camino de Alora sin despedirse, y yo me quedé en la venta de Don Sancho, descansando de lo mucho que había hablado y había sufrido hablar, que con ser el medio con que se entienden los hombres unos con otros, la demasía destruye el buen fin para que fue concedido a los hombres, y no a los demás animales; la comunicación del hablar, y la dulzura de la lengua que tantas excelencias tiene, y que ella es el intérprete del alma, satisfactoria a lo que le preguntan, exhortadora al bien, consoladora en el mal, relatora fiel de las sentencias, medianera en las amistades, agradable para el oído, en la soledad compañera, declamadora para persuadir, y voz para comunicarnos. Dejo otros muchos provechos, que aunque son materiales, son muy necesarios, como es traer la lengua el mantenimiento de una parte a otra, para que si está muy caliente se temple, y si está frío se caliente, y baje al estómago, de manera que lo abrace bien. Mas, ¿qué asquerosa y babosa fuera la boca, si no hubiera lengua que recogiera la saliva que sin licencia se destila del celebro, y sube del estómago? ¿Como si pudiera arrancar la flema del pecho si no ayudara la lengua? ¿Quién negará la gracia que tiene para pedir, y la desgracia para despedir? Maravillosas propiedades tiene para lo material.




ArribaAbajoDescanso XIX

Pero ¿quien, o cómo podrá decir las calidades de la lengua, aunque ella propia tuviese su libre albedrío sin tener dependencia de otra parte, para hablar de sí? Dicen algunos que es de hechura de hierro de lanza, y engañanse, porque ni es tan ancha por lo ancho, ni tan puntiaguda por el remate. a mi me parece que tiene hechura de cabeza de culebra: y quien quisiere advertir en ello, véala mirándose a un espejo, y hallará lo que digo: verá el fácil movimiento que tiene, más, veloz que todos los demás miembros del cuerpo, como de su movimiento propio se alarga y se encoge, se angosta y ensancha, con que ligereza sube a lo alto de la boca, y baja a lo bajo, y se mueve al un labio y al otro, cómo sale afuera, y vuelve adentro, sin ver con qué se alarga, ni dónde se encoge: y mirándola con todos estos accidentes parece víbora que está a la boca de su cueva para salir o no salir. Y en fin sale, teniendo en su guarda y defensa los dos adarves de dientes y labios, que le estorban la libertad del hablar, pero no por eso deja de hablar cuanto le mandan, y algunas veces mucho más de lo que le mandan. Vicio infame, y que ordinariamente se halla en gente muy humilde, como pescaderas y lavanderas; y si son hombres, son semejantes en nacimiento y costumbres, que si pensasen cuánto importa para la quietud de la vida y seguridad de la muerte, antes querrían ser mudos que hablar tanto y tan mal. Mil veces he pensado por qué llaman a estos deslenguados, teniendo tan larga la lengua. Y dejadas otras razones, digo que como hablan tanto, y tan mal, parece que han de tener la lengua gastada y consumida de hablar; y por eso les llaman deslenguados, siendo lenguados, y aun acedías, pues tantas engendran en quien los sufre. Y dije que parece la lengua cabeza de culebra, porque tan dispuesta se halla para picar o morder, como para alabar o persuadir. Mas ¡cuán dulce cosa es decir bien! ¡Qué de amigos se granjean por ello, y qué de enemigos por lo contrario! En cuantas pesadumbres suceden en el mundo habría templanza y moderación, si la hubiese en la lengua, que por ella se traban cuantas pendencias suceden en las comunidades o cabildos. ¡Qué fácil cosa es conceder una verdad, y qué dificultoso contradecirla! Pues al fin no se ha de dar razón conveniente para derribarla. El contradecir la verdad, por salir (como dicen) cada uno con la suya, bien se echa de ver que es estimarla en poco, y su misma reputación. Que aunque por algunos respetos le dejan salir con su intención, al fin todos echan de ver la vanidad que sustentaba, y él queda corrido y arrepentido; y a todos los que se aprovechan mal de la lengua les viene luego el pesar al pie de la obra. Tristes de aquellos que ponen su justicia en la confianza de su ruin lengua, que si por ese camino la alcanzan, toda la vida pasan con escrúpulo, y la muerte sin restitución (quizá me engaño). Todas las heridas que un hombre da con el brazo paran allí donde se recibe el daño. Si ofende con la pisada no pasa de allí el daño. Pero la herida que hace la lengua (como dice el doctísimo Pedro de Valencia) va cundiendo y extendiéndose de la misma manera que el movimiento que hace una piedra en un charco de agua, que a todas partes se va extendiendo, o como la voz que se da al aire, que a todas partes corre, y va creciendo, que la palabra una vez echada no sabe volverse a su dueño, ni es señor de lo que pudo retener en si y lo dejó ir. Llaman satírico de pocos años a esta parte al que tiene ruin lengua; mas impropiamente, que no tiene lo uno parentesco con lo otro: porque las sátiras no nacen de la ponzoña de la lengua, sino del celo de reprehender un vicio, que por ser insensible él en sí, se reprehende en quien lo tiene. Mas la hambre y sed de la ruin lengua no tiene discurso como el que compone la sátira; y si lo tuviese, o espacio para pensar los inconvenientes, no se arrojaría tan fácilmente contra la honra del prójimo. Aquel filósofo que preguntándole cuál era el animal más ponzoñoso en la mordedura, respondió que de los bravos el maldiciente, y de los mansos el lisonjero, no declaró cuál se llama verdaderamente lisonjera, que realmente la lisonja es una mentira dicha con blandura en alabanza del presente: como si a un hombre ignorante le llamasen sabio, o a la mujer fea la llamasen hermosa.

Esta es realmente adulación y conocida lisonja, y es grande maldad decirla, y mayor ignorancia consentirla; pero no se llamará lisonja a la mujer que es medianamente hermosa y parece bien, llamarla muy hermosa, ni al hombre que tiene razonable talle, decirle que es gentil hombre; ni lo será al que canta a gusto de quien lo oye, decirle que es un Orfeo, ni al que es muy razonable poeta decirle que es un Horacio, que algo se ha de añadir para que los ánimos se alienten a pasar adelante con los actos de virtud; porque si la honra es el premio de la virtud (como lo es) ¿cómo sabrá el virtuoso la opinión que tiene en el pueblo si no se lo dicen en su cara, y le animan para que prosiga en merecer mas y más cada día? Así que decirle bien de si propio al que tiene en qué fundarlo no es lisonja, sino dejarlo sabroso para que no cese en su buen propósito; y el que lo dice, sabiéndolo decir, se acredita de afable, y de juez que conoce lo que se debe a las buenas partes. ¿Quién será tan inhumano que tenga por lisonja decirle a Lope de Vega que no ha habido en la antigüedad más excelente ingenio por el camino que ha seguido? ¿Ni tan bruto que porque el otro sabe echar cuatro pullas con donaire, diga que es gran poeta? Todos estos son oficios de la lengua, que si es como la de aquel hablador, todo lo destruye y todo lo daña, así solapando el mal, como desacreditado el bien; porque en la demasía es imposible caber los actos de justicia, y más si el hablar mucho cabe en una mujer ignorante y hermosa, que para un hombre de recogimiento y estudio hace más ruido y ocupa más en una casa que un corral de doscientas gallinas. El hablar mucho está lleno de mil inconvenientes, y pocos habladores o ningunos he visto enmendados; porque cuanto más viven y duran, crece más la licencia del hablar y el parecerles que lo pueden hacer. El hablar con moderación regala el oído, cría voluntad y amor en quien lo oye, y hace una armonía en el oyente, que no hay cuatro voces concertadas que así lo suspendan. Mas, ¿qué fuera de la música de voces si no hubiera lengua que pronunciara las silabas y formara los puntos? Parecieran los músicos vacas en acequias, o azudas en procesión. Y aunque yo use mal del precepto que doy en hablar poco, no puedo dejar de condenar un género de gentes que en comenzando a hablar son como rueda de cohetes, que hasta que ha despedido toda la pólvora no para. Son descorteses si no oyen lo que les responden, y se hacen odiosos a todo el mundo. Hase de hablar lo necesario respondiendo y dando lugar a que se responda con silencio justo, o ajustado con la conversación, si pudiere ser con agudeza y donaire, si no a lo menos con cordura, moderación y aplauso, no pensando que se lo han de hablar todo. Como divinamente hace Doña Ana de Zuazo, que usa de la lengua para cantar y hablar con gracia, concedida del cielo para milagro de la tierra. o como Doña María Carrión, que si no fuera con tantas ventajas hermosa, con sola la cordura y gracia de su lengua pudiera ser estimada en el mundo. No quiero traer en consecuencia de esto a los grandes oradores, como es el Maestro Santiago Pico de Oro, al Padre Fray Gregorio de Pedrosa, al Padre Fray Plácido Tosantos, y el Maestro Hortensio, divino ingenio, el Padre Salablanca, tan semejante en la vida a la excelencia de sus palabras, y otros excelentísimos sujetos, que parece que hablan con lenguas de ángeles más que de hombres. Pero para reprehender el mucho hablar he yo hablado demasiado, por persuadir a quien tiene esta falta que se reforme en ella. Aquella noche descansé en un pueblo que está cerca del camino que llaman Cazarabonela, abundantísimo de naranjas y limones, con muchas aguas y frescuras, aunque al pie de muy altas peñas.




ArribaAbajoDescanso XX

Por la mañana tomé el camino por entre aquellas asperezas de riscos y árboles muy espesos, donde vi una extrañeza entre muchas que hay en todo aquel distrito, que, nacía de una peña un gran caño de agua, que salía con mucha furia hacia afuera, como si fuera hecho a mano, mirando al oriente, muy templada, más caliente que fría, y en volviendo la punta del peñasco salía otro caño correspondiente a éste, muy helado, que miraba al poniente; en lo primero el romero florido, y a dos pasos aun sin hojas, y todo cuanto hay por ahí es de esta manera. Unas zarzas sin hojas, y otras con moras verdes, y poco adelante con moras negras. Todo cuanto mira a Málaga muy de primavera, y cuanto mira a Ronda muy de invierno, y así es todo el camino. Por entre aquellos árboles muy lleno el camino de manantiales y aguas, que se despeñan de aquellas altísimas breñas y sierras, por entre muy espesas encinas, lentiscos y robles; y como solo imaginando en las extrañas cosas que la naturaleza cría, cuando sin pensar di con una transmigración de gitanos, en un arroyo que llaman de las Doncellas, que me hiciera volver atrás si no me hubieran visto, porque se me representó luego las muertes que sucedían entonces por los caminos, hechas por gitanos y moriscos; como el camino era poco usado, y yo me vi solo y sin esperanza de que pudiera pasar gente que me acompañara, con el mejor ánimo que pude, al mismo tiempo que ellos me comenzaron a pedir limosna, les dije: Esté en hora buena la gente. Ellos estaban bebiendo agua, y yo les convidé con vino, y alarguéles una bota de Pedro Jiménez de Málaga, y el pan que traía, con que se holgaron; pero no cesaron de hablar y pedir más y más. Yo tengo costumbre, y cualquiera que caminare solo la debe tener, de trocar en el pueblo la plata á oro que ha menester para el espacio que hay de un pueblo a otro, porque es peligrosísimo sacar oro o plata en las ventas, o por el camino, y trayendo en la faltriquera menudos, saqué un puñado, con que les dí y repartí limosna (que nunca la dí de mejor gana en toda mi vida) a cada uno como me pareció. Las gitanas iban de dos en dos, en unas yeguas y cuartagos muy flacos; los muchachos de tres en tres, y de cuatro en cuatro, en unos jumentos cojos y mancos. Los bellacones de los gitanos a pie, sueltos como un viento, y entonces me parecieron muy altos y membrudos, que el temor hace las cosas mayores de lo que son; el camino es estrecho y peligroso, lleno de raíces de los árboles, muchos y muy espesos, y el macho tropezaba cuanto podía; dabanle los gitanos palmadas en las ancas, y a mí me pareció que me las querían dar en el alma; porque yo iba por lo más bajo y angosto, y los gitanos por los lados superiores a mí, por veredillas enredadas con mil matas de chaparros y lentiscos, que cada momento me parecía que me iban ya a pegar; y en medio de esta turbación y miedo, yendo mirando con cuidado a los lados, moviendo los ojos, sin mover el rostro, llegó un gitano de improviso, y asió del freno y la barbada del macho, y queriéndome yo arrojar en el suelo dijo el bellaco del gitano: Ya ha cerrado, mi ceñor. Cerrada, dije yo entre mí, tengas la puerta del cielo, ladrón, que tal susto me has dado, Preguntaron si lo quería trocar, y habiéndome atribulado del trago pasado, y de lo que podía suceder; mas considerando que su deseo era de hurtar, y que no podía echarlos de mi sino con esperanzas de mayor ganancia, con el mejor semblante que pude, saqué más menudos, y repartiéndolos entre ellos, dije: Por cierto, hermanos, sí hiciera de muy buena gana, pero dejo atrás un amigo mío mercader, que se le ha cansado un macho en que trae una carga de moneda, y voy al pueblo a buscar una bestia para traerla. En oyendo decir mercader solo, macho cansado, carga de moneda, dijeron: Vaya su merced en hora buena, que en Ronda le serviremos la limosna que nos ha hecho. Piqué al macho, y le hice caminar por aquellas breñas más de lo que él quisiera. Ellos quedaron hablando en su lenguaje de jerigonza, y debieron de esperar o acechar al mercader para pedirle limosna, como suelen, que si no usara de esta estratagema, yo lo pasara mal. Sabe Dios cuántas veces me pesó de haber dejado la compañía del hablador, cuando hablara mucho y me enfadara, mas al fin no me pusiera en el peligro en que estuve. Que realmente para caminar por enfadosa que sea la compañía tiene más de bueno que de malo, y aunque sea muy ruin, la puede hacer buena el buen compañero, no comunicándole cosas que no sean muy justas. Y para tratar de lo que se ofrece a la vista, por el camino es buena cualquiera compañía. Que bien nos dió a entender Dios esta verdad cuando acompañó un brazo con otro, una pierna con otra, ojos y oídos, y los demás miembros del cuerpo humano, que todos son doblados sino la lengua, para que sepa el hombre que ha de oír mucho y hablar poco. Iba volviendo el rostro atrás, para ver si me seguían los gitanos, que como eran muchos, podían seguirme unos y quedarse otros; pero la misma codicia que cebó a los unos detuvo a los otros, y así me dejaron de seguir. Llegué al pueblo más cansado que llegara si no fuera por miedo de los gitanos. después vi en Sevilla castigar por ladrón a uno de los gitanos, y una de las gitanas por hechicera en Madrid; pero después que estuve sosegado y sin alteración, se me representó en aquellos gitanos la huida de los hijos de Israel de Egipto. Iban unos gitanillos desnudos, otros con un coleto acuchillado, o con un sayo roto sobre la carne: otro ensayándose en el juego de la corregüela. Las gitanas, una muy bien vestida, con muchas patenas y ajorcas de plata, y las otras medio vestidas y desnudas, y cortadas las faldas por vergonzoso lugar: llevaban una docena de jumentillos cojos y ciegos, pero ligeros y agudos como el viento, que los hacían caminar más que podían. Dios me ofreció y deparó aquella estratagema, porque los gitanos eran tantos que bastaban para saquear un pueblo de cien casas. Reposé y comí en aquel pueblo, y a la noche llegué a Ronda, donde hallé a mis mercaderes muy deseosos de verme y muy adelante en su trato. Lo que allí me pasó no es de consideración, porque en una feria tan caudalosa son tantos los enredos, trazas, hurtos y embelecos que pasan, que para cada uno es menester una historia. Yo no iba a tratar ni a contratar, sino a negocios de mis estudios, y visitar mis parientes; pero serviles a los mercaderes de gozquecillo, para mostrarles algunas cosas muy notables y dignas de ver que tiene aquella ciudad, así por naturaleza, como por artificio, como es el edificio famoso de la mina por donde se proveía de agua siempre que estaba cercada de contrarios.

Esta ciudad fue reedificada de las ruinas de Munda, que ahora llaman Ronda la vieja: ciudad donde tan apretado se vió César de los hijos de Pompeyo, que confiesa él mismo que siempre peleó por vencer, y allí por no ser vencido. Está edificada sobre un risco tan alto, que yo doy fe que haciendo sol en la ciudad, en la profundidad, que está dentro de ella misma, entre dos peñas tajadas, estaba lloviendo en unos molinos y batanes, que sirven a la ciudad, de donde subían los hombres mojados; y preguntándoles de qué, respondían que llovía muy bien entre los dos riscos que dividen la ciudad del arrabal. Dígolo a fin de que cuando esta ciudad se edificó, por la falta que había de fuentes arriba les fue forzoso hacer una mina, rompiendo por el mismo risco hasta el río, que no hay en toda ella cosa que no sea de la misma dureza de la piedra, en que hay cuatrocientos escalones, poco más o menos, por donde bajaban por agua los míseros esclavos cautivos, en el cual trabajo morían algunos; y se tiene por tradición antigua que una cruz que yo he visto al medio de la escalera, la hizo un cristiano, que del mismo trabajo reventó, con la uña del dedo pulgar, tan honda, que fuera menester más que punta de daga para hacerla. Es de la misma grandeza de rayas que un Cristo que está en la iglesia antigua de Córdoba, hecho por manos de otro santo cautivo, y con el mismo trabajo. Algunos han dicho que tan insigne obra no pudo ser hecha sino de romanos. Pero hay en contrario una piedra grande que está en el fundamento de la torre que llaman del homenaje, que está escrita de letras latinas, y están vueltas hacia abajo, que si supieran leerlas no la pusieran al revés. Fuera de que las calles son todas angostas, y las casas, que se heredaron de la antigüedad bajas, muy fuera de la costumbre de los romanos y españoles. Sea como fuere, el edificio de la mina es hecho con mucho trabajo y cuidado, y de las más memorables obras que hay de la antigüedad en España; y que esta ciudad fuese edificada de las ruinas de Munda, en mil piedras que allí hay se echa de ver, y en algunos ídolos que hay, entre los cuales son excelentes dos que hay de muy maltratados, de alabastro en las casas de don Rodrigo de Ovalle, en que ahora vive, heredadas de sus padres y abuelos a quien yo conocí: y aunque yo no hago oficio de historiador, no puedo dejar de decir de paso, que engañado Ambrosio de Morales por la semejanza del nombre, dijo que Munda había sido un lugarcillo edificado a la falda de Sierrabermeja, que se llama Munda, que si hubiera visto esta tierra no lo dijera. Porque a lo que dice Paulo Hircio que hay desde Osuna a Munda, concierta esta verdad, y con estar vivo hoy el coliseo grande, y que muestra haber sido colonia de romanos, que yo vi años de ochenta y seis junto con esto me acuerdo que oí decir a Juan Luzón, caballero de muy gentil entendimiento y buenas letras, y un hidalgo, nieto e hijo de conquistadores, que se llamaba Cárdenas, que en un cortijo suyo que está en el mismo sitio de Munda, arando unos gañanes, hallaron una piedra en que estaban estas letras: Munda Imperatore Sabino, junto con esto le oí decir a mis abuelos, que eran hijos de conquistadores, y tuvieron repartimiento de los Reyes Católicos. Y esto digo, porque como se van acabando los que lo saben, quede esta verdad asentada para la posteridad. Tiene aquella ciudad naturalmente cosas que se pueden ir a ver, por monstruosas de muchas leguas, por la extrañeza de aquellas altas peñas y riscos. Es abundantísima de todo lo necesario para la vida, y así salen pocos hombres de ella para ver el mundo; pero los que salen, así para soldados como para otras profesiones, prueban muy bien en cualquiera ministerio, y porque no haga oficio de historiador, paso fácilmente por estas verdades. Yo mostré a los mercaderes lo que pude, y los dejé con intento de ir a las Indias occidentales.




ArribaAbajoDescanso XXI

Yo negocié a lo que iba, y vine a Salamanca, donde estuve hasta que se hizo una armada en Santander, de donde fue general Pedro Meléndez de Avilés, adelantado de la Florida, muy gran marinero, que por ser para navegar se la encomendaron. Yo con el deseo que tenía de ver mundo desamparé los estudios, y me acogí en compañía de un amigo capitán, que iba haciendo gente para la dicha armada, que quien viera la gente que se juntó en ella de Andalucía y Castilla, juzgara que para todo el mundo bastaba: pero como la mano de Dios lo gobierna todo, y sin su incomprehensible voluntad, ni el poder de los reyes, ni el valor de los generales, ni la furia de los grandes soldados es bastante para derribar la flaqueza de un miserable hombre, tuvo infelicísimo fin aquel poderoso ejército: no en batalla, porque no llegó a ese punto, sino que se cundió una enfermedad en los soldados, de que casi todos murieron sin salir del puerto. Embarcose lucidísima gente moza y robusta, con muy grandes esperanzas que el gallardo brio les prometía. Yo me embarqué en una zabra con la compañía en que fuí, aunque con diferente capitán, porque hubo reformación, y de este segundo fuí yo alférez en armada, de quien se dijo: Desdichada la madre que no tuvo hijo alférez. Era almirante don Diego Maldonado, caballero de bonísimo gusto, en cuya gracia yo caí, y en su desgracia nunca, por cuyo respeto me dió su bandera el segundo capitán. Diéronme unas tercianas dobles que andaban fuera y dentro de la mar; y como nunca las cosas, por poco prosperas que sean, se poseen sin envidia, dió en tenerla de mí un hidalguete de la misma compañía que traía ocho o diez camaradas que procuraban con grandes veras derribarme del oficio de alférez; pero cuanto más ellos ocasiones me daban para su intento, tanto más me apartaba yo de tomarlas; porque puesto un hombre en ellas, mal sabe resistirse, y no hay remedio tan excelente para huir los males, como no aceptar el envite de las ocasiones, particularmente en la edad robusta que yo entonces tenia, que aunque no era muy mozo, era muy colérico, y la enfermedad me hacia andar desgraciado. Por apartarme de este hidalguete me estuve en tierra algunos días sin entrar en el navío, que todo esto se ha de hacer por evitar pesadumbres: y una huéspeda mía me curaba las calenturas con darme a beber vino de Rivadavia con suciedad de ratones, que los enfermos todo lo creen, como vaya en orden de darles salud. Como yo era fogoso, más se encendían las calenturas, y más se encendía el odio del envidioso; de suerte que por su causa me mandaron que fuese al navío: hicelo, y aun estando con mi calentura; y como él estaba puesto en su malicia, determinó con sus camaradas, con quien el pobre gastaba lo poco que tenía muy bien, de darme la ocasión a manos llenas. Yo sabía nadar, y él no; fue tanta la ocasión, que me obligó a responder: estando él y sus camaradas al bordo del navío, me desmintió. Ofrecióseme de improviso si le daba un bofetón, que me ponía en peligro que los camaradas me diesen de puñaladas; y así, sin hablar palabra, me abracé con él, y me arrojé en la mar, y dándole cuatro coces donde los camaradas no podían ayudarle, echélo a fondo, y dando dos braceadas, asime al bordo de la chalupa. El pobre, habiendo tragado algunos cuartillos de agua, salió hacia arriba; y lo primero que encontró con que asirse fue una pierna mía, que agarró tan fuertemente, que con muchas coces que le dí con la otra, no fue posible hacer que la soltase. Los bellacones, en cuyo favor y ánimo él se había fundado para atreverse, en lugar de favorecerle a él y a mí, estaban al bordo del navío pereciendo de risa de verlo asido de mi pierna, y a mí asido de la chalupa. Yo dí voces a los marineros, porque él no podía hablar, que echasen un cabo: echaronle y bajaron dos de ellos, y como si fuéramos dos atunes, dieron con nosotros en la chalupa, aunque a mí solo me estorbaba para salir no dejar el otro mi pierna; pero él, como se vió en elemento que no conocía, salió medio ahogado: subidos arriba le dieron al otro ciertas coces en la barriga, con que vomitó el agua mala, y yo me enjugué de la que había cogido en el vestido: de suerte, que para la vida le aprovechó más al pobre una pierna del enemigo, que doce brazos de sus amigos; que ordena el cielo de manera las cosas, que las amistades y favores fundados en malos intentos, no aprovechen para el mal fin. Nadie se fíe en lo que no fuere suyo, que es fácil el prometer ayuda y dudoso darla, que cada uno en la ocasión mira su daño, y no la obligación en que le pusieron. Dabale osadía el desprecio mío con el favor de los otros, y en ese mismo desprecio halló la vida que por el favor tuvo en duda. Yo con mi determinación deshice mi agravio, ahuyenté la calentura y di que reír a toda la armada. En confianza de ajeno favor nadie se atreva a hacer cosas mal hechas. Supolo el adelantado, que rió mucho de ello. Vino a vernos el almirante por saber que había sido conmigo la pesadumbre, y diciendo con grandísima gracia: Estas amistades pasadas por agua y hechas por Neptuno, yo como almirante las confirmo; y pues saben, señores soldados, que debajo de bandera no hay agravio, al que lo hiciere se le darán tres tratos de cuerda, y al que lo sufriere le tendrán por muy honrado soldado, considerado y cuerdo. Regaló al medio muerto de temor, y a mi me llevó a comer consigo, diciendo mis disparates a cuantos encontraba de la armada, que fue tan desdichada, que de casi veinte mil soldados que se embarcaron muy gallardos, solo trescientos quedaron de provecho, que llevó el capitán Vanegas a donde le mandaron, que no bastó la diligencia del conde de Olivares, excelentísimo ministro, capaz para gobernar un mundo, discreto, sagaz y sabio en todas materias. Murió allí el adelantado, y otros grandes ministros de S. M., con que aquella gran máquina se acabó de deshacer. Yo disparé como los demás que quedaron a reparar la salud con la convalecencia: que realmente todos los que no murieron cayeron enfermos: y entendiose que se hizo algún daño en los mantenimientos. Salí de Santander, y tomé mi derrota por Laredo y Portugalete: llegué a Bilbao, donde me siguió mi fortuna, como suele. Aunque no iba muy recio ni convalecido, llevaba algunas galillas de soldado; y como aquella armada había dado tan grande tronido, todos gustaban de ver soldados de ella. Las mujeres particularmente como más noveleras, salían a ver cualquiera soldado que venia.

Estando en una Iglesia de Bilbao, puso los ojos en mí una vizcaína muy hermosa, que las hay en extremo de lindísimos rostros; yo correspondí de manera, que antes que saliese, dijo, después de haber hablado un gran rato, y dado y tomado sobre cierta inclinación que tenía que venir a Castilla, que pasase aquella noche por su casa, y que hiciese una seña. Yo la dije, que señas ordinarias son muy sospechosas, y así, que en oyendo el ruido de un gato, se pusiese a la ventana, que yo seria. Tuvele en cuidado, y a las doce de la noche, cuando me pareció que no había gente, fuí arrimado a una pared que hacia sombra, y con mucho, silencio me puse en un rinconcillo que estaba debajo de su ventana, donde por la sombra no podía ser visto, y entonces hice la seña gatuna, a cuyo ruido se alborotaron los perros, y un jumento soltó su contralto. Andaba de la otra parte un hombre también haciendo hora, y como oyó al gato y los perros, estando yo muy atento a la ventana a ver si se asomaba, cogió una piedra, y dijo en vascuence: Valga el diablo los gatos, que han venido a alborotar los perros, y jugando del brazo y piedra, tiró a bulto donde había oído el gato, y diome en estas costillas una pedrada, pensando espantar el gato. Callé, y llevé lo mejor que pude mi dolor, con que me quitó la atención de la ventana, y aun el amor de la moza, porque me acordé que Dios lo había permitido por el poco respeto que había tenido en la Iglesia, concertando en ella lo que había de ser ofensa suya; que en los lugares sagrados el temor y la vergüenza han de ser freno para no hacer semejantes atrevimientos; que si los templos son para ofrecer a Dios sacrificios y pedirle mercedes, ¿cómo las concederá, teniéndole poco respeto en su casa? Y quien no tiene temor y respeto en semejantes lugares, arguye ánimo desvergonzado; porque el temor del hombre viene a redundar en honra de Dios, y quien no lo tuviere, tampoco vendrá a tener fortaleza. Nadie siga mujeres en la Iglesia; pues hay harto espacio para verlas fuera, que se han visto muy grandes castigos en hombres que no han tenido respeto a los templos, y muy grandes mercedes en quien ha temblado de hacer descortesías en ellos; y no solamente en la verdadera religión, pero aun en el culto de los falsos dioses ha permitido el verdadero muy grandes males en los tales; porque ya que engañados del demonio piensan que van acertados, son sacrílegos de lo que tienen por bueno. Retiréme por el mal suceso, y porque las cosas que se han comunicado poco no dan mucha pesadumbre en dejarlas; pero como ella tenía gana de venir a Castilla, tuvo modo para enviarme a decir con una amiga suya, tan cerrada en la lengua castellana, como yo en la vizcaína, que ya que no quería pasar por su casa para hablarla, me fuese a la salida de Bilbao para Vitoria, que allí me hablaría. Y los hombres que en pueblos no conocidos, y de cuyas costumbres no tienen noticia, se atreven a hacer su voluntad, merecen verse en el peligro en que yo me vi. No hay confianza que no esté sujeta a algún peligro: y es grande ignorancia tenerla en lo que no se tiene experiencia. Quien dice en Castilla vizcaíno, dice hombre sencillo, intencionado; pero yo creo que Bilbao, como cabeza de reino, y frontera o costa, tiene y cría algunos sujetos vagamundos, que tienen algo de bellaquería de Valladolid y aun de Sevilla.

Yo fuí al puesto un poco tarde, y hallé a la señora vizcaína con una amiga o compañera suya: fuimonos hablando, y a ratos ella cantando en vascuence, porque la otra no sabía una palabra en castellano, y con la materia que ella iba tratando de su ida a Castilla, divertimonos de manera que anocheció algo lejos de la ciudad. Volvimonos, y llegando a un molino, encontramos cuatro hombres perdidos que salían de una taberna, no de sidra, sino de muy gentil vino, que las hay por aquellos molinos arriba. Y viendo con un castellano dos vizcaínas, gobernáronse por sus cabezas, como estaban entonces, pusieronse dos de ellos de un lado, y dos de otro, y puesta mano a sus espadas, me comenzaron a acuchillar: yo no fuí señor de mí, porque de la una parte estaba un cerro bien alto, y de la otra una pared bien alta, que bajaba a un caz de un molino.

Las vizcaínas huyeron, y yo hice todo cuanto fue posible por cogerlos delante, por verme con ellos mejor: pero los bellacos eran matantes, y sabían cómo se había de hacer una bellaquería. Yo, visto que por fuerza había de peligrar. no pudiendo tomar la delantera, ni subir por el cerro, ni por los lados, arremetí con los dos para cogerles la delantera, y al mismo tiempo todos juntos cerraron conmigo, y me arrojaron en el caz de aquel molino, y fue tan cerca del rodezno; que la corriente furiosa del agua me llevaba a hacer pedazos, si no me asiera e una estaca o maderilla que estaba hincada, aunque poco fuerte, cerca de la puerta que atajaba el agua para que fuese al rodezno; pero era tan cerca de él, y la estaca poco fuerte, que se doblaba con el peso, y yo me iba acercando más a perdición; los bellacos se fueron siguiendo las mujeres en viéndome caído abajo, y como los peligros imprevistos carecen de consejo, yo no le tenía para valerme: la estaca se iba rindiendo, y yo llegándome hacia el rodezno. Volví el rostro hacia el lado izquierdo, y vi un arbolillo pequeño, que se criaba de la humedad del agua, que pensé que tuviera más fuerza que la estaca, mas no tenía fortaleza. Por que la corriente no hiciese su oficio, fuí cobrando espíritu, dejé la mano derecha en la estaca, y alargué la izquierda al arbolillo, y pude asirlo de una rama. Repartido el peso entra las dos, aunque no podía resistir a la inmensa furia del agua, por estar casi llegando con los pies al rodezno, pude mejor sostenerme, pero no volver arriba, hasta que sacando la pierna izquierda, que estaba más arrimada a aquel lado que al derecho, topé en la paredilla con una piedra, en que pude estribar muy bien, y haciendo fuerza con ella, ayudándome de la de los brazos, mejoréme, hasta poder asir el madero, en que estaba asida la puerta del desaguadero, y encomendándolo a la mano izquierda, saqué con la derecha la daga, y metiendo el brazo debajo del agua, apalanqué con la daga, y alcé la puerta tanto que se coló la mitad del agua, y segundando, como pude, con toda la mano derecha, la levanté de manera, que con la misma furia que iba al rodezno, todo el agua se despeñó por su natural corriente, con que yo pude valerme de mis pies, y subir por toda la acequia, asiéndome a las estacas que ayudaban a la presa del molino, y como el que ha resucitado de muerte a vida, sin capa y espada ni sombrero, iba mirando si era yo el que se había visto en tan evidente peligro; iba corriendo por aquellos molinos abajo, como el que se había soltado de la cárcel, por llegar presto donde me alentase y mudase el vestido, porque no se me entrase aquella humedad de la ropa en las entrañas. Los que me encontraban me hablaban en vascuence, debían de preguntar si estaba loco, yo no respondía palabra, por no me poner a resfriar.

Cuando llegué a mi posada llevaba la muñeca de la mano derecha más gorda que el muslo, del golpe que había dado. Estúveme en la cama ocho o diez días, restaurando la batería que había hecho en mí el espanto de la ya tragada muerte, que fue el mayor peligro de los que yo he pasado, por ser con quien no sabe hablar, sino hacer y callar. Admiréme de ver que entre gente que tanta bondad y sencillez profesan, se criasen tan grandes traidores, sin piedad, justicia y razón. En el tiempo que estuve en la cama me tomaba cuenta a mí propio, diciendo: Señor Marcos de Obregón, ¿de cuándo acá tan descompuesto y valiente? ¿qué tiene que ver estudio con bravezas? Muy bien guardáis las reglas de vivir, ¿qué os enseñó vuestro padre? ¿no os acordáis que el primer precepto que os dió fue que en todas las acciones humanas tomásedes el pulso a las cosas antes que las acometiésedes? y en el segundo, que si las acometíades, mirásedes si podía redundar en ofensa ajena? y el tercero, que con vos mismo consultásedes el fin que pueden tener los buenos o malos principios? Muy bien os aprovecháis de ellos: ¿mas qué bien parece pasar de estudiante a soldado, profesiones tan honradas, y después de soldado a molinero, y no a molinero sino a molido? ¡Qué poca pena le diera al bellaco del rodezno hacerse verdugo y descuartizarme! Tentabame mis piernas y mis brazos, y como los hallaba, aunque cansados, buenos, daba mil gracias al bendito ángel de la guarda, que él por su bondad es la prudencia de los hombres, que la nuestra no basta para librarnos de los trabajos y adversidades: pero bastara para no ponernos en ellos; sino que se adquiere esta divina virtud tan tarde, y con tanta experiencia de trabajos y vejez, que cuando les viene a los hombres parece que ya no la han de menester: y la juventud está tan llena de variedades y mudanzas naturalmente, que apetece más arrojarse a la fortuna y suerte, que obedecerá la Providencia. Y confieso, que la poca que yo tuve, me trajo a punto de perecer miserablemente, donde había de ser manjar, aun no de peces, sino de gusarapos, si no era que los perros del molino querían hacer algún banquete antes que viniera a noticia del amo. Yo pasé mi trabajo lo mejor que pude, y pude muy mal, porque en la soldadesca no había mucho dinero, aunque se hacen en ella los hombres experimentados para estimar la paz, y animosos para ejercitar la guerra.




ArribaAbajoDescanso XXII

Salí de Vizcaya, echándola mil bendiciones, lo más presto que pude por llegar a Vitoria, donde hallé un gran caballero amigo mío que se llamaba D. Felipe Lezcano, y él me hospedó y regaló de manera que pude repararme del trabajo pasado: y por no dejar de verlo todo fuí de allí a Navarra, siendo Condestable de ella un hijo del gran Duque de Alba D. Fernando de Toledo; pero con gran cuidado de no arrojarme a cosa que no fuese muy bien pensada; porque como en cada reino, ciudad y pueblo hay diversas costumbres, el que no las sabe, con vivir bien y quietamente cumple con la obligación natural; y con aquel primer documento que me dió la aflicción del molino, procure valerme siempre, sino era cuando me olvidaba de él, que como mozo tropezaba de cuando en cuando, principalmente en aquellas cosas que sola la edad puede madurar. Cuanto más que, es tan poderoso el hacer costumbre en las cosas, que ellas mismas se facilitan con el uso: y cuando no repugnan a la razón, no se han de dejar si no pide otra cosa la fuerza. Al fin me valí por Navarra y Aragón de manera que adquirí muchos amigos. Y en llegando a Zaragoza, ciudad y cabeza del antiguo reino de Aragón, que entonces no tenía tan buena fama como mereciera, hallé tantos amigos, y tan buenos, que más parecí natural que forastero en el amor que me tenían; pero yo fuí siempre con cuidado de no mirar a ventana, que son celosísimos los de aquel reino, ni tomar pesadumbre con nadie, ni asir de palabras de poca importancia, que es de donde se traban las enemistades y odios. Honróme en su casa por el tiempo que allí estuve un gran Príncipe muy amigo de música, y de todos actos de ingenio y virtud, honrándome y acudiéndome a las necesidades de naturaleza; y fue tanto el favor que me hizo, que me divertí más de lo que fuera razón, en juegos, que hasta entonces no había dado en ellos, que fue bastante para distraerme, y dar en aquel vicio que me trajo más inquieto. Que como en palacio la ociosidad es tanta, y el ejercicio en letras y uso de las ciencias tan poco favorecido, dí en lo que todos daban. Vicio contra caridad, lleno de ira insolente en el que gana, y de humildad forzosa en el que pierde, y que arrastra de manera a quien lo sigue, que no le deja voluntad para otra cosa. Cuál antepone el juego a la honra; cuál deja mujer e hijos perecer de hambre, y estos son daños muy ordinarios; que hay muchos que ni se pueden ni se sufren decir. Un hidalgo de muy buen entendimiento se vió tan lleno de trampas por el juego, y tan sujeto a la costumbre, y convertido ya el uso en naturaleza, que reprehendiéndole su misma madre, y rogándole que dejase el juego, y ella le alargaría toda su hacienda, que no era poca, respondió, que estaba como hombre que tiene atravesada una daga, que vive mientras la tiene, y en sacándola muere, y que en quitándole el juego se había de morir. Pero es tanta la golosina del que gana, y tan grande la desesperación del que pierde, que ni el uno reposa hasta perderse, ni el otro vive hasta desquitarse. El uno se inquieta con la ganancia, el otro se ahoga con la esperanza de ganar, y ambos fácilmente mudan de estado; pero no duran en él de costumbre, ni se puede creer el odio infernal que tiene el que pierde con el que le gana, aunque más y más disimule, que parece que en aquel punto le falta el conocimiento de la primera causa, nacido de no poderse vengar de su enemigo: quien quisiere meter cizaña entre dos grandes amigos, haga que jueguen el uno contra el otro, que no ha menester más fuerza el diablo para hacerles grandes enemigos; tal es la fuerza del odio que se cobra en el juego: ¡qué de muertes infames hechas con supercherías y traiciones, robos y mentiras nacen del juego! No quiero que se me representen las cosas que he visto suceder en el juego y por el juego, sólo quiero decir, que es tan poderoso que un hombre que trata de recogimiento, o por escribir, o por leer, o por otros actos de virtud, si juega una vez y pierde, ha menester ayuda del cielo para tornar a añudar el hilo por donde lo había quebrado. Yo me divertí en esta materia, y la dí a entender a amigos que trataban este infame ejercicio, con uno de los cuales me pasó una cosa muy vergonzosa para mí, y de risa para quien lo supo. Fue, que una noche me pidió que le acompañase porque iba a hablar con cierta persona, y quiso llevarme para que le guardase la suya. Yo me puse como de noche con una espada y broquel, unos calzones o zaragüelles de lienzo, un capotillo de dos faldas, y otras cosas de disfraz, con que fuimos adonde me llevó, que era una casa donde había un poyo a la puerta. Dió las once el reloj, y después las doce, que era la hora que tenía aplazada, y díjome que lo esperase sentado en aquel poyo, que luego saldría. Senteme bien rellanado, y musitando entre dientes comencé a entretener el sueño lo mejor que podía, que ya era hora de ello. El día siguiente era día solemnísimo de los Apóstoles: oí las dos y luego las tres, que el buen hombre no podía salir, porque hubo estorbo para ello; yo me caía de sueño, di en pasearme y en rezar, entendiendo que aprovecharía para no dormirme, siendo cosa que más concilia el sueño de cuantas hay en el mundo. Torné a sentarme, porque me cansaba de tanto pasear, y como había digerido ya la cena gran rato había, por más que me refregaba los ojos con saliva, no pude valerme hasta que no sé cómo ni de qué manera, sin querer, me quedé dormido sobre el poyo, adonde estuve, hasta que tañendo a Misa mayor el día siguiente, con el ruido de las campanas de la fiesta y de la mucha gente, pasando unas señoras por allí, dijeron: ¡Qué bien lo ronca el cochino! y mandaron a un escudero que me despertase. Despertome, y alzando los ojos con un gran bostezo vi el sol en medio de la calle, y oyendo la armonía de las campanas, arrebocéme un capotillo que llevaba, y di a correr no hacia mi posada, sino hacia la placeta de Médicis, siguiéndome más de trescientos perros; y a la vuelta de una esquina topé con un ciego que llevaba una docena de huevos en el seno, y al mismo compás que le topé volvió el báculo, y alcanzome en el hombro izquierdo, y como le destilaba lo amarillo de la tortilla, decían que le había quebrado la hiel en el cuerpo, y ya que con mi huida llegaba cerca de la casa donde me había de acoger, con la priesa que llevaba y la que me daban los perros tropecé, y tendime a la puerta de esta señora, tan buena de nacimiento, que habiéndole yo enviado dos perdices para que se regalase con ellas; las echó en una necesaria, porque venían lardeadas con tocino.

Parece que con estas menudencias se desautoriza la intención que se lleva en este discurso; pero mirando bien, para eso mismo lleva mucha substancia, que aquí no se escriben hazañas de príncipes y generales valerosos, sino la vida de un pobre escudero que ha de pasar por estas cosas y otras semejantes, Y por reprehender una inadvertencia tan grande como la que hizo aquel amigo y la que hice yo. Llevar compañía de noche quien va a cosa hecha, tengolo por yerro; porque si va adonde no tiene peligro, no ha menester llevar testigo de sus mocedades; y si va con sospecha de algún peligro, claro está que no ha de querer infamar una casa, y por fuerza se ha de retirar; y para huir más desembarazado, mejor va solo que acompañado, porque al fin no lleva consigo quien diga que huyó. Y aunque es lo más sano y seguro no hacerlo, si se hiciere sea a solas, no acompañado, porque las amistades de hombre se acaban, y luego se revelan los secretos. Pues la fineza que yo usé en esperarle y guardarle el cuerpo, ¿quién dirá que no fue disparate? Pasaban dos horas, y acercándose el día, ¿qué necesidad tenía yo de ponerme a padecer tormento de sueño? ¿Qué fortaleza de Rey me había mandado que guardase, sino la que era de un hombre perdido, para ponerme a peligro, demás de la vergüenza que pasé? Cuando se ha de poner un hombre a tan grandes riesgos, ha de ser por conocer un evidente peligro en alguna persona de vida o de honra, o por obedecer el mandamiento de algún gran príncipe o república. Pero que me ponga yo a los sucesos de fortuna por quien está muy contento, sin tener más cuidado de mi cuerpo que de su alma, tengolo por fineza impertinente. ¿Qué honra o hacienda perdiera yo cuando me fuera a tomar el reposo y descanso que naturaleza pide para su conservación? Si me culpara en haberlo dejado, le peguntara yo si lo dejaba en alguna mazmorra, de donde lo podía sacar con la mano, o si me dejó él a mí en mi lecho reposado, o si quedaba entre enemigos de la fe como quedaba entre enemigos de guardarla. Siempre oí decir que el que fuere compañero en los trabajos también lo ha de ser en los gustos; pero aquí la parte del trabajo era para mí, y la del gusto para él. La conclusión es, que tengo por yerro llevar compañía en semejantes jornadas, y por mucho mayor acompañar a nadie en ellas, que si llama la compañía por pusilánime, lleva la vida jugada el que le acompaña, porque a la primera ocasión huye, y lo deja en manos de enemigos que él no tenía ni temía. Y mire cada uno, si le sucediere, que es participante del daño que el otro hiciere en ofensa ajena. Yo me reparé de vestido y de sueño, aunque había dormido lo bastante para un hombre de bien, en aquella misma casa donde llegué, y a donde hallé un vecino suyo muy lleno de melancolía, y tanta, que me vió dar con mi persona en el suelo, con la espada a una parte y el broquel a otra; no conocí en él accidente de risa, como en cuantos me vieron caer, que una caída es ocasionada para mucho disgusto de quien la da, y mucha risa de quien la ve. Con todo se llegó este buen hombre estando ya puesto de rúa en casa de aquella mujer, amiga del tocino; y pareciéndole que yo estaba disgustado, llegó como a consolarse conmigo, diciéndome que todos los hombres del mundo padecen trabajos, y que él estaba tan dentro de ellos como todos cuantos vivían en él. Yo le pregunté, qué eran sus males que tan triste lo traían, porque siempre he sido compasivo; y él me respondió en una palabra: Celos. ¿Ese mal tiene? le dije yo; no quiero preguntarle si son averiguados, o si es sospecha: pero quiero decirle que es enfermedad de mozos de poca experiencia, que si la tuviesen, sabrían que los mismos tienen unos de los otros. Y si advirtiesen que el otro de quien yo los tengo anda rabiando de ellos por mí, consolaríame con su daño y con verle padecer, y consumirse con un perpetuo desasosiego. ¿Qué mayor consuelo puedo tener yo que ver a mis enemigos padecer, y reírme de ellos? Porque pensar que una mujer divertida en estos tratos se ha de contentar con lo que uno le da, es pensar que un fullero ha de andar bien puesto con sola la ganancia que hace a un cuitado. Los celos tienen al diablo en el cuerpo del que los tiene, y parece que lo trae consigo, pues a nadie hacen mal sino a quien los mantiene, y cuanto más se callan más crecen. Su remedio está en tan ruin fundamento, que con averiguar la verdad, o se mueren, o se halla ocasión para perderlos, poco a poco, apartándose de quien los causa. Yo aseguro que son más de cuatro los celosos, sin saber unos de otros en esa misma ocasión, y crea que se usa esto. Si son celos de la mujer propia, es agravio que se le hace, que la más baja mujer del mundo estima en más la sombra de su marido que a todo lo restante de él.

Un príncipe de esta ciudad dijo muy bien quién son los celos, y materia tan odiosa no se ha de traer a la memoria, sino consolarse con lo que tengo dicho de ver que padecen por mí lo que yo padezco por otros: que han venido las mujeres a tan infeliz estado, que han privado a su misma naturaleza del gusto que ella les concedió, porque lo han puesto en solo hurtar y robar las haciendas, fingiendo querer a los que desean desollar, por solo igualarse en galas a las que de su nacimiento por herencia de patrimonio nacieron nobles y honradas, ricas y principales, que les parece no ha de haber diferencia y desigualdad en la tierra de mujeres a mujeres, como en el cielo la hay de ángeles a ángeles. He mezclado de esta materia con esotra, porque de la perdición de esto viene la comunicación de muchos, para que todos anden celosos: y con tener cada una su docena de ángeles de guarda, pasan por moneda corriente y honrada. Despedí al buen hombre algo consolado, y fuime a mi posada, y dentro de pocos días me fuí a Valladolid, después de haber visto a Búrgos y toda la Rioja. Provincia fértil, de bonísimo temperamento, y que parece en algo al Andalucía.




ArribaAbajoDescanso XXIII

En Valladolid serví al Conde de Lemos, D. Pedro de Castro, el de la gran fuerza, caballero de excelentísimo gusto y bondad muy suya, sin la heredada que era y es, cuando menos, descendiente de la sangre de los jueces de Castilla, Nuño Rasura y Laín Calvo, junta con la de los Reyes de Portugal. Entré en su gracia, e hice muy poco, porque tenía el Conde un pechazo tan generoso, manso Y apacible, que con poca diligencia se entraba en las entrañas de quien le quería. Con todo no me hallé muy bien a los principios, porque me faltaba lo que es menester para servir en palacio, que es decir con gracia una lisonja, salpimentar una mentira, traer con blandura y artificio un servil chisme, fingir amistades, disimular odios, que caben mal estas cosas en los pechos ingenuos y libres. Dejo aparte el rigor y majestad de los porteros. que ordinariamente tienen una gravedad más seca que sus personas, y ellos lo son tanto como sus palabras.

Aunque eché de ver, que lo que más importa es, que en presencia del señor el criado tenga el rostro alegre, y en las cosas que le mandan, y aunque no se las manden, será menester ser diligente y solicito, y cumplir cada uno puntualmente con su ministerio. En lo primero, que es traer el rostro alegre, mal lo puede hacer un melancólico; pero para esto hay un remedio, que es no ponerse delante del señor, sino cuando estuviere el criado de buen humor: que la alegría de los criados, fuera de hacer su negocio, ayuda a vivir al señor, y si no la muestra, piensa que está disgustado en su servicio, y así durará poco con él. Aunque este príncipe mostraba tan buen pecho con sus criados, que él mismo los obligaba a andar muy contentos, y servirle con muy apacible semblante: porque haciendo todo lo que podía tenía obligación de hacer, los honraba donde quiera que se hallaba. Y siempre en esta antiquísima casa han llevado y llevan esta grandeza de ánimo y cortesía, como se ha parecido y parece en el que ahora lo posee D. Pedro de Castro, que desde niño tierno descubrió tanta excelencia de ingenio y valor, acompañado de ingenuas virtudes, que habiéndolo, puesto su Rey en los más preeminentes oficios y cargos que provee la monarquía de España, ha sacado milagroso fruto a su reputación, siendo muy grato a su Rey, muy amado de las gentes subordinadas a su gobierno, y muy loado de las naciones extranjeras. Estando en esta casa y en Valladolid, se descubrió aquel gran cometa, tantos años antes pronosticado por los grandes astrólogos, amenazando a la cabeza de Portugal. Hubo tan grandes juicios sobre ella, y algunos tan impertinentes, que dieron harto que reír, entre los cuales hubo uno que decía, que las cosas grandes habían de descrecer, y las pequeñas habían de crecer: llegó este juicio al de un hombrecico pequeño, que también en esto lo era, que estaba muy mal contento de verse con tan aparrada presencia, que trayendo, unos pantuflos de cinco o seis corchos, aun no podía lucir entre la gente. Andaba siempre pulido y bien puesto, enamorado y bien hablado, y aun hablador no sin afectación. En las conversaciones procuraba, no que sus conceptos llegasen a igualarse con los otros, sino que sus hombros se ajustasen con los de la rueda, y como no podía ser, pensando que era la culpa de las agujetas, meneaba un lado y otro, hasta que crujían todas. Pues como llegó a su noticia la interpretación del cometa, que las cosas pequeñas han de crecer, se le encajó que se decía por él. Que fácilmente nos persuadimos a creer lo que deseamos, aunque sea tan gran disparate como este. Dijeronle que yo era nigromántico, y que si yo quería, podía hacerle dos o tres dedos o mas: pero que había de ser muy secreto, porque no se supiese que yo sabía tal arte diabólica. Pasando por la plaza, haciendo mil escuderajes con los demás gentiles-hombres de casa, me señalaron con el dedo, para que me conociese. Sin haberme avisado los que le tornaban loco, se llegó a mí con una retórica bien pensada, ofreciéndome amistad y hacienda y favor para toda la vida, y el fin de todo fue decir: Ya vuesa merced ve el agravio que naturaleza hizo a un hombre de mis partes, en dar a tan altos pensamientos tan pequeño cuerpo: yo sé que si vuesa merced quiere, puede suplir esta falta, con que tendrá un esclavo para siempre jamás. Eso, dije yo, solo Dios puede hacerlo, que es superior a la naturaleza, y si vuesa merced quiere crecer por los pies, póngase más corchos de los que trae; y si del pecho arriba, con ahorcarlo, crecerá tres o cuatro dedos. Oh señor, dijo él, ya venía informado que vuesa merced no me había de negar este bien, por amor de mí que se disponga a ello, y en lo demás corte por donde quisiere. Veíalo tan rematado en su disparate, que lo hube de reducir a la obra de naturaleza, diciéndole: Señor, vos vais tras de un imposible, que no solamente no es hacedero, pero os tendrán por loco cuantos supieren que dais en ese error. Las obras de naturaleza son tan consumadas, que no sufren enmienda: nada hace en vano, todo va fundado en razón, ni hay superfluo en ella, ni falta en lo necesario; es naturaleza como un juez, que después que ha dado la sentencia, no puede alterarla, ni mudarla, ni es señor ya de aquel caso, sino es que apelen para otro superior.

En formando naturaleza sus obras con las calidades que les da, ya no es señora de la obra que hizo, sino que Dios, como superior, quiera mudarlas; si hace grande, grande se ha de quedar; si chico, chico se ha de quedar; si monstruo, así ha de permanecer. Ni hay para qué cansarse nadie pensando imposibles. a esto replicó diciendo: ¿Pues no es más dificultoso hacerse un hombre invisible, y hay quien lo hace? No es, dije yo, sino facilísimo, que con ponerse un hombre detrás de una tapia, queda invisible, o encubriéndose con una nube. Y vos os haréis invisible con solo poner delante de vos un mosquito. Gentil consuelo, dijo, he hallado, en quien pensé tener todo lo que he deseado toda mi vida. ¿Qué consuelo ha de hallar, dije, quien quiere ir contra las obras de la misma naturaleza, que es la que nos representa la voluntad del primer movedor y autor de todas las cosas? Que aunque crió a todos los hombres iguales, no fue en los actos exteriores, sino en la razón del alma. Y esta es la que hace al hombre superior a todos los demás animales, que no el ser grande o pequeño. Si naturaleza os hubiera criado desigual de miembros, como habiéndoos dado esa de gozque, tener unos brazos de gigante, o en esa carilla de mandrágora os hubiera puesto unas narices trastuladas, pudiérades os quejar, pero no enmendar. Mas al fin, si sois pequeño, sois tan bien hecho y tan igual de miembros, como que tenéis las orejas mayores que los pies: y quien tiene andada la mitad para una de las más importantes virtudes que resplandecen en los hombres, ¿por qué ha buscar quien le haga crecer? ¿Qué virtud? preguntó él. La humildad, respondí yo, que para alcanzar tan divina virtud, tenéis andada la parte del cuerpo, que parece que estáis siempre de rodillas, y con humillar el ánimo, la tendréis alcanzada toda. Si naciérades en tiempo de los gentiles, que se usaban transformaciones, la naturaleza enojada con vos, por no contentaros con ella, y por soberbia, os hubiera transformado en renacuajo, por humillar la soberbia del ánimo, y cercenar la cantidad del cuerpo. a todo cuanto le dije calló, y dijo por último: Aténgome a la significación de la cometa, que dice, que los pequeños han de crecer, y los grandes han de disminuirse; pero ya que vuesa merced se ha holgado dándome matraca, obligación tiene de ponerme en estado, que no me la den otros: que quien sabe decir lo uno, sabrá hacer lo otro, y eso de ser humilde, guárdelo para sí, que yo tengo porque estimarme en mucho, que soy hijo-dalgo de parte de mi abuela, que antes que se casase con mi abuelo, había sido casada con un hidalgo muy honrado, y tiene hoy la ejecutoria de él guardada y a buen recaudo. ¿De suerte, dije yo, que de ahí os viene la vanidad, y no querer ser humilde? Seréis como los que lucen y se arreglan con hacienda ajena. Ahora digo que no me espanto que seas soberbio, teniendo mucha razón de ser humilde, y rendiros a la humildad, virtud que jamas tuvo émulos ni envidiosos: que todas las partes que adornan a un hombre, padecen esta mala ventura, sino es la humildad y la pobreza, tan aborrecida de los hombres, y tan amada del Autor de la vida: pero si la humildad nace del conocimiento de sí propio, y esto os falta a vos, ¿por qué habéis de ser humilde? Yo no vine, me dijo, a oír virtudes, sino a probar encantamientos o cosas sobrenaturales para conseguir mi intento. Fuese el buen hombre, y luego llegaron a mí cuatro amigos de buen gusto y no poca malicia, preguntando si había venido a mis manos con aquella demanda: respondíles que sí, y que lo había desengañado de aquel disparate y deslumbramiento tan grande. Por vida vuestra, dijeron, que le hagamos una burla, porque es tan gran loco, que se persuade a que pueda crecer y le sacaremos una muy gentil merienda riéndonos un rato a costa suya. Eso, respondí yo, no lo haré por todas las cosas del mundo, porque burlas de que puede resultar escándalo general y daño particular, ni son lícitas, ni se permite por camino alguno. Sabed, dijeron, que es la misma avaricia y miseria, y habemos dado en esto por hacerle gastar, que lo sentirá en el alma. Si esa condición tiene, dije yo, no le sacarán de ella aunque le hagan llegar a la Giralda, que los avarientos y los borrachos nunca se ven hartos de lo que desean, ni apagan la sed que traen. Acuérdome que por hacerle gastar a un hombre ciertos maleantes, se pusieron a trechos, diciéndole que estaba enfermo, de suerte que cuando llegó al último ya lo estaba de veras, por el caso que había hecho la imaginación; y fue menester llevarle a su casa medio muerto, y de quererle hacer burla tan pesada, nació el arrepentimiento tardío para todos ellos y grave daño para el paciente. Y en este caso sería mayor, cuanto es más imposible la obra, que para persuadir una cosa tan contra la misma naturaleza, se han de hacer grandes embelecos, y no pueden ser sin grande daño del pobre ratón, que ni ve su cuerpo ni conoce su ignorancia.

Porfiaron todavía que le hiciésemos un engaño que pareciese cosa de encantamiento. Cuando eso se hiciese, pregunté yo, ¿quién quedará más confuso, él en recibir este engaño, después de descubierta la verdad, o yo en haber sido autor de él? En todas las cosas se ha de considerar el fin que pueda tener, y esa ficción y engaño no puede estar mucho encubierta: y para mí tengo por mejor y más seguro el estado del engañado, que la seguridad del engañador: porque al fin, lo uno arguye sencillez y buen pecho, y lo otro mentira y maldad profunda. Yo no puedo tragar una mentira ni engaño, porque se arremete a desdorar la opinión de quien se tiene por hombre de bien. Las burlas han de ser pocas y sin daño de tercero, y tales, que el mismo contra quien se hacen guste de ellas. No sabemos la capacidad de cada uno, que la burla llevadera para uno, será para otro muy pesada; y las burlas no se han de juzgar por malas o peores de parte de quien las hace, sino de parte de quien las recibe: y si él las tomare bien, serán de sufrir; y si las tomare pesadamente, serán pesadísimas. Dabanle matraca a cierto ordenante por una necedad que había dicho, y cuando estuvo harto de sufrir, dijo: Que quería que pecase mortalmente quien más se la diese. Que de burlas pesadas vemos cada día resultar agravios que no se pensaron. Este miserable no tiene talento para llevar una burla tan pesada como esta que por fuerza lo ha de ser. Yo me tengo de oponer en eso, porque iría contra mi propia opinión, que es justo y mal hecho: y no me espantaré del que se deja engañar por lo que desea, pero espantaríame de quien le quisiere engañar, sin esperar de ello más gusto que hacer mal. Fueronse, y al fin le hicieron una burla muy pesada. dándome a mí por autor de ella. Pusieronle en estrecho de ayunar tres días con cuatro onzas de pan y dos de pasas y almendras, y dos tragos de agua, y primero le tomaron la medida de su cuerpo en una pared muy blanca, poniendo para señal de su altura un clavito pequeño o tachuela. Hizo su dicta, unas hermanas suyas le fregaban los brazos y piernas todas las noches y mañanas, por consejo de los maleantes: preguntabanle las pobres después de cansadas: ¿Hermano, para qué hace esto? Y él las respondía: Bárbaras, no os entremetáis en las cosas de los hombres. Todos estos tres días de la dicta y las fricaciones, se subía a una azotea en amaneciendo, y se ponía hacia el nacimiento del sol, haciendo ciertas señales que le habían mandado contra las nieblas de Valladolid, que él hizo muy puntualmente como todo lo demás. Cumplidos los tres días, y lleno el celebro de nieblas, vino a los bellacones con tanta cara como una calavera de mandrágora, que como estaba tan chupado y flaco, parecía más alto. Fue uno de ellos a la pared blanca donde se había metido, y mudó el clavito dos dedos más abajo, y tapó el agujero con un poco de cera blanda, que era en la cerería recién hecha, blanca y muy lisa. Enviáronle a medirse, y como topó con el colodrillo en el clavito, quedó fuera de si de contento, entendiendo que él había crecido lo que el clavo había bajado. Vino con la boca llena de risa, que parecía mico desollado, y fuese a echar a los pies de quien le había hecho crecer: ellos le dijeron que callase, porque sino se descrecería lo crecido, y que lo dificultoso quedaba por hacer. Él dijo que aunque fuera bajar al infierno, lo haría por no descrecer. Pues no es menos, dijeron ellos, y aquella noche le mandaron que entre las once y las doce de la noche entrase en cierto aposento por un callejón muy estrecho, que estaba debajo de unas casas lóbregas y obscuras, solo y sin luz, y que allí le dirían lo que había de hacer. Él se turbó todo con la dificultad que le pusieron, pero al fin dijo, con todo el miedo posible: Sí haré, sí haré. Fuese a la noche entrando por su callejón, espeluzado el cabello, cortado de brazos y piernas, sin oír perro ni gato que le pudiese hacer compañía, y en llegando al aposento, salieron por las cuatro esquinas debajo la cama cuatro carátulas de demonios, con cuatro candelillas en la boca, que con el temor que había concebido, se le representó el infierno todo; porque todos los hombres muy crédulos son también temerosos; y como se fueron alzando los demonios, él se fue quedando, y sin saber de sí, ni poder moverse de donde estaba, cayó en el suelo, dándole tan gran corrupción, que no se le pareció haber tenido dieta, que la cólera había desbaratado cuanto las almendras y pasas hablan detenido. Él caído, y ellos turbados y aun arrepentidos, no supieron que hacer, sino dejarlo y acogerse. El volvió a cabo de rato en sí, y hallose revolcado en su sangre, de que anduvo muy corrido, y de manera enfermo, que fue menester de veras valerse de las pasas y almendras para no morirse, y ellos anduvieron escondidos y ausentes. Yo me sangré en salud, refiriéndole el cuento al Conde, que le solemnizó mucho con su buen gusto, y tomó a su cargo las amistades, contando lo pasado a cuantos entraban en su casa. Sosegose el negocio con la autoridad de un tan gran príncipe, aunque ellos anduvieron hartos días inquietos: porque el hombrecito se quejó a todo el mundo, y a quien podía castigar la burla. Yo los cogí cuando hubo oportunidad, y les dí a entender con la verdad, cuánto importa no hacer mal, tanto en burlas como en veras, que de haberle dado la vaya sobre su ruin talle y cuerpo, vino a buscar tan pesado remedio, que nadie quiere oír faltas, y por más que se hagan sufridores y finjan risa, no hay a quien no le pese en el alma oír mal de sí propio: y tanto más, cuanto más parece verdad lo que se dice: que aun cuando no lo es ni lo parece, se le abrasa el corazón a quien se dice, ora sea por dar pesadumbre, o sea por chisme, de que era tan enemigo este príncipe, que en trayéndole alguna novedad de palacio, llamaba a aquel de quien se decía, y delante del parlero se lo reprehendía: si se encogía de hombros el otro negándole, decía el Conde: Pues veis aquí a fulano que me lo dijo: y así andaban todos ajustados con la lengua y con el Conde.




ArribaAbajoDescanso XXIV

Y porque no habrá otra ocasión en que contarlo, digo que era Príncipe tan enemigo de chismes y parlerías, que en presencia mía vino cierto congraciador a decirle, que estaba tratando mal de su persona un hidalgo de Valladolid: y encareciendo mucho esta insolencia, le preguntó el Conde: ¿Y vos qué hicisteis? Yo, dijo el buen hombre, vine luego a avisar a V. Excelencia, porque al pie de la obra le enviase el castigo que merecen ofensas hechas a tan grande señor. Vos tenéis razón, dijo el Conde; ola, dadle a este gentilhombre una libranza de media docena de palos muy bien dados. Pues a mí, ¿por qué? dijo el buen hombre. No son para vos, respondió el Conde, sino para que los llevéis al que dijo mal de mí: porque como me trujisteis lo que yo no sabia, le llevéis a él lo que no sabe. Y dijo a un paje: Bermúdez, corre y dí a fulano, que cuando hubiere de decir mal de mí, no sea delante de tan ruin gente que me lo venga a decir luego, y que para castigo suyo basta que sepa él que yo lo sé. Ambos quedaron muy bien pagados, como merecían, que aunque no se dió la libranza, quedó el pobre espantado de la merced. El ermitaño a todo comenzó a dar cabezadas y bostezar muy a menudo, como hombre que está de mala gana en locutorio de monjas, porque después de la comida todo había sido hablar al son de las canales, que aunque pocas, con el ruido y fuerza del aire, hacían su figura de manera, que se echó de ver que había música para toda la noche. Cenamos lo que tenía el buen hombre, que por poco que fue, ayudó para reposar y darle al sueño bastante lugar, no solamente para hacer la digestión, pero para soñar disparates, conforme a lo que se había cenado, y al tiempo borrascoso que hacia, que realmente, aunque más anden desvaneciéndose y buscando interpretaciones de los sueños algunos amigos de adivinación, ellos andan conforme a los tiempos y a los mantenimientos, y obedeciendo al humor predominante, que es lo más ordinario; es grande ignorancia ponerse a interpretar lo que procede de humores calientes o fríos, húmedos o secos. Y si alguna cosa sucediere, que sea verdad en los sueños, o sera acaso o representación de Angeles buenos o malos; y no hay para que divertirnos en probar la verdad de esto, que tan manifiesta y clara la conocemos.





Anterior Indice Siguiente