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ArribaAbajoDescanso XI

Llegamos a España, desembarcamos en Barcelona, ciudad hermosa en tierra y en mar, abundante de mantenimiento y regalos, que con oír hablar en lengua española parecían suaves y substanciosos: y aunque los vecinos tienen nombre de ser un poco ásperos, vi que a quien procede bien le son apacibles, liberales, acariciadores de los forasteros, que en todas las repúblicas del mundo quieren que el forastero con el buen proceder obligue a la amistad. Si el que no es natural parece humilde, y vive sin perjuicio de los naturales, tiene granjeada la voluntad de todos porque junto su buen término con la soledad que padece, engendra piedad y amor en los pechos naturales. Todos los animales de una misma especie se llevan bien unos con otros, aunque no sean conocidos, sino son los hombres y los perros, que teniendo mil buenas propiedades con que suelen admirar, tienen esta propiedad bajísima, que todos muerden al pobre forastero y le matan si pueden. Y esto mismo corre por los hombres si el advenedizo no es como debe ser, entrando en jurisdicción ajena; y lo que más ofende a los naturales es solicitarles las mujeres, que en lo que más se ha de remirar el huésped es en esto, que basta teniendo agrado para llevarse los ojos de la voluntad de todos tras de sí. Muchos se quejan de pueblos donde han estado fuera de su patria, mas no dicen la ocasión que dieron para ello: alaban sus tierras de madres de forasteros, y no miran por qué camino les han obligado para tratarlos bien. Yo sé decir, que en toda la Corona de Aragón hallé padre y madre, y en Andalucía grandes amigos, si no son de la gente perdida, que solamente tratan de hacer mal: estos en todo el mundo son enemigos de la quietud, revoltosos, inquietos, levantados y soberbios, enemigos del amor y la paz. Mucho me divierto para llegar a Madrid que tan deseado lo tenía. Llegué y hallé muchos amigos deseosos de verme: hice asiento con un gran príncipe muy amigo de música y poesía, que aunque siempre huí del escuderaje, me fue forzoso acudir a él. Entré en su gracia muy de improviso, fui muy privado y favorecido suyo, y como yo venía harto de pasar trabajos, viéndome con demasiado regalo acometiome la poltronería, y engordé tanto, que comenzó la gota a martirizarme. Di en tener pajarillos, y entre ellos en regalar a uno muy superior a los demás en su armonía, aunque su consonancia muy concertada. Hacíale abrigar en mi aposento de noche, donde una de ellas sentí toda la noche crujir cañamones, contra la costumbre de los pájaros. En amaneciendo fui a mirar mi pájaro, y hallé en compañía suya un ratoncillo, que de lo mucho que había metido de los cañamones hizo tanta barriga, que no pudo tornar a salir. Dije entre mí: Este ratoncillo, por haber comido tanto, ha buscado su muerte. Yo voy por el mismo camino, que si un ratón con sola una noche de regalo ha engordado tanto, yo que todos los días como y ceno mucho, y muy regaladamente, ¿qué fin pienso tener sino la enfermedad, que he cogido, y alguna apoplejía, que me acabe presto?

Quitéme las cenas, que con esto y el ejercicio me he conservado, que realmente esto de comer a costa ajena engorda demasiadamente, porque se come sin miedo, y quien no se va a la mano en esto está muy peligroso para una enfermedad. Han de comer los hombres mantenimiento de que sus estómagos sean capaces, porque si no, o será forzoso vomitar la comida, o poner en peligro la vida, como la perdió el ratón. Fuera de que los demás miembros del cuerpo tienen envidia al estómago, porque todos han de trabajar para que él solo engorde, cuando si no pueden llevarlo acuestas le dejan caer, y dan con él en la sepultura. Yo vi que iba camino de esto, y retiréme a comer poco, y cenar nada, que aunque al principio se lleve mal, con la costumbre se puede alcanzar todo. Miren los que engordan mucho el peligro en que se ponen, que ni la edad es siempre una, ni los mantenimientos de una calidad, ni los que los dan de una misma intención, ni el tiempo corre de la misma manera. El que nació gordo, que siempre sea gordo no es maravilla, que ya están enseñados sus miembros a sufrirle y traerle acuestas; pero el que nace flaco y delgado, y en breve engorda, en sospecha pone su duración y su vida. Como puse enmienda en mi comer y beber de noche, fuese consumiendo la gordura un poco, y yo sintiéndome más ágil para cualquiera cosa. Que ciertamente la poltronería manca y tulle los hombres. Con esto me torné inquieto que fue causa que el príncipe a quien servía, con la ayuda de los congraciadores, se entibió en favorecerme, y yo con servirle, que los señores son hombres sujetos no solo a las estrellas, pero también a sus pasiones y apetitos; y cuanto más superiores son, tanto más presto se cansan de las acciones de sus criados, que quien los sirve es necesario que renuncie su voluntad, y se ajuste con la del príncipe; y es razón que quien se dispone a servir sacrifique su gusto a quien le da su hacienda, porque todos quieren ser bien servidos, aunque he visto muchos señores de tan piadosa condición, que llevan con mucho valor y paciencia los descuidos de los criados; pero lo contrario es lo más ordinario.




ArribaAbajoDescanso XII

Con este poco caso que mi amo hacía de mí tenía libertad para pasearme de noche, no para cosas ilícitas, porque ni yo tenía edad para eso, ni mis trabajos me habían dejado tan holgado que pudiese acudir a cosas de mal ejemplo, ni es razón que en ninguna edad se hagan, sino a tomar un poco el fresco, que las noches de verano en Madrid son para esto aparejadas. Íbamos todas las noches con amigos, con nuestros rosarios rezando; no hacia el Prado, por huir el mucho concurso de la gente, sino a calles solas, que por mucho que lo sean, siempre hay la gente que basta para compañía. Alejámonos una noche hasta llegar cerca de Leganitos; díjome mi amigo: Parad aquí, que vais cansado, al fin sois ya viejo. Piquéme, y díjele: Queréis que corramos una apuesta, y veremos quien está más viejo? Riose, y dijo que sí. Pusímonos en orden para la carrera, y aun en esta sencillez halló el demonio en qué perseguirme. Estaba un mozo a la puerta de su casa, que así lo entendimos, y dímosle que nos tuviese las capas y las espadas en tanto que pasábamos la carrera: apenas comenzamos a correr cuando dijo una mujer: ¡Ay que me han muerto! por una gran cuchillada que le dieron en el rostro, y apenas dio ella el grito cuando se aparecieron dos o tres alguaciles, y como íbamos corriendo asieron de mí, que iba delantero en la carrera, y luego del otro, que hay muchos tribunales en Madrid, y en cada uno más varas que días tiene el año, y con cada vara cinco o seis vagamundos, que han de comer y beber y vestir de su ministerio. Asiéronnos como a hombres que iban huyendo por delito. Pidiéronnos las espadas, señalamos la casa donde las dejamos, el mozo se había acogido con ellas y las capas, porque no vivía allí. Como nos cogieron en la mentira, que no habíamos dicho, lleváronnos a la mujer herida, y con el coraje que tenía de su agravio, dijo que quien se la había dado echó a huir: y como nosotros íbamos corriendo, aunque no huyendo, asentóseles a los alguaciles que sin duda éramos nosotros. Lleváronnos a la cárcel de la villa sin espadas ni capas, donde yo entré con toda la vergüenza del mundo, que no la tuve para desafiar al otro con mis años, y la tuve para entrar en la cárcel sin capa. El alboroto fue mucho, el delito sonó malísimamente; porque dos hombres, no niños, ni de la primera tijera, acometieron una hazaña como aquella contra una mujer miserable. Y el mismo que lo había hecho, como después con buenos indicios averigüé, vino tras nosotros; y los alguaciles, que si fueran como deben, no se precipitaran a hacer un borrón tan infame, y si pusieran los ojos en la justicia, y no en el provecho, averiguaran el caso, como a ellos les valiera algo la prisión, y a mí no me pusieran en mal nombre. Si ellos tuvieran consideración, miraran que dos hombres que iban sin capas, sin espadas, sin sombrero, sin daga, ni cuchillo, ni otra cosa ofensiva, corriendo parejas, no habían de salir de su casa para una cosa como aquella tan desapercibidos, no pareciendo en toda la calle instrumento con que se pudiera haber hecho. No preguntaron palabra a nadie en toda la calle para averiguar la verdad, como lo hacen siempre. Y dado que los alguaciles quisieran justificar la causa, la priesa que les daban los ayudantes no les dejaran hacer cosa buena, por no hacer novedad en su costumbre. Al fin nos echaron grillos, y fue la causa el teniente, que informado de los alguaciles como quisieron, vino a la cárcel con intento de darnos la tortura; mas como oyó las razones que arriba dije, y como apartándonos halló que concertábamos en el dicho, estuvo perplejo, y no se determinó a cosa. Echáronnos grillos, que estuvimos dos o tres días con ellos. Fuese siguiendo la causa, y como no se halló el delincuente, por el indicio de ir corriendo cuando se dio la cuchillada, nos olvidamos allá tres meses; echáronnos en un calabozo, donde estaba un preso antiguo, bermejo, de mala digestión, con unos bigotazos que le llegaban a las orejas, con que se preciaba mucho, porque eran tan gordos y fornidos, que parecían cabos de cirio amarillo. Éste tenía de suerte supeditada la cárcel, que no se hacía entre los presos más de lo que él quería. La gente menuda temblaba de él, y le servían con mucha puntualidad, y otros no osaban hacer un mandado, porque él no gustaba de ello, y si lo hacían, torciéndose el bigote, decía: Pues por vida del rey, si me enojo, que al pícaro y a ellos les de mil palos. De manera que el rato que estaba fuera del calabozo no se podía vivir, que realmente era marcial, y ocasionadísimo para que se perdieran todos con él. Estuvo dos o tres días enfermo, y no saliendo del calabozo, gozamos de paz y quietud, que todos se holgaban de ello, mas en saliendo tornó a su ruin costumbre. Yo me vi tan rematado, que determiné de hacer que en muchos días no saliese del calabozo, y comunicándolo con mi compañero, dijo: Mirad lo que hacéis, no sea la prisión más larga de lo que pensamos. Y preguntándome cómo había de hacer para que no saliese fuera, respondile: Cortándole un bigote. No os pongáis en ese peligro, dijo él, por amor de Dios. Yo no os pido, le dije, consejo, sino ayuda. Él tenía costumbre siempre, de dormir boca arriba soplando, por no estragar la grandeza de sus bigotes. Hice amolar muy bien unas tijeras largas, y dejélo acostar a él y a todos los demás del calabozo antes que nosotros, que nos traía tan sujetos, que en acostándose no se había de mover nadie. Cogí al primer sueño las tijeras, y alumbrándome mi compañero, dile una gentil tijerada, con tanta sutileza, que le llevó todo el bigote, y él no despertó, y de todos los presos nadie lo sintió sino mi compañero, que le dio tanta tentación de risa, que por poco reventara que, como le quedó el otro tan grande, parecía toro de Hércules con un cuerno menos. Dormimos aquella noche, y yo me hice el enfermo, quejándome de la mala cama; pero levantéme casi junto a él, o primero, con mi rosario en la mano rezando, por verle cómo llevaba el negocio. En subiendo arriba, miraronle todos espantados, sin decirle palabra; pero él dijo en saliendo: Hola, pícaros, dad acá aguamanos. Vino un pícaro con un jarro calderesco, echole agua, y lavose las manos. Luego acudió al rostro, y levantándolo, tomó el bigote intacto con la mano derecha, luego volvió a tomar agua, y fue a asir al otro con la izquierda cuatro o cinco veces, y como se halló sin él, fue tan grande su coraje, que sin hablar palabra metió el otro bigote en la boca, y se lo comió, entrándose en el calabozo. Yo dije, como él lo pudiese oír: Eso ha sido muy gran bellaquería, la mayor del mundo, el que a un hombre tan honrado hayan ofendido en lo que más se miraba y estimaba.

Estas y otras cosas le dije, con que le pude quitar la sospecha que pudiera tener de mí; pero mirando lo que es razón, digo, que un hombre que está en superior grado, se estime y haga respetar, vaya en hora buena; mas que un desdichado que está en medio de su infelicidad, en el cieno de la tierra que es la cárcel, siendo soberbio, merece que una hormiga se le atreva. ¿Qué tiene que ver prisión con soberbia? ¿necesidad con valentía? ¿hambre con desvanecimiento? La cárcel se hizo para sujetar cóleras y malas condiciones, y no para inventar agravios; aunque hay algunos bárbaros tan remontados, que o por desesperación, o porque los tengan por valientes, siendo acá unas ovejas, se hacen en la prisión leones, en lugar a donde con mayor humildad y ansias de corazón se ha de clamar a la misericordia, sea justa o injusta la prisión. Él se acabó de quitar la barba azafranada. Y como una desdicha sigue a otra, en este trabajo le llamaron a visita para ver su negocio. Dijo un procurador: Está en el noviciado, que se ha entrado fraile motilón. Tráiganle, dijo el teniente. Subió por fuerza, y con toda la vergüenza y humildad del mundo, porque debía de tener la valentía en los bigotes, como Sansón en el cabello. Así como entró, fue la risa en la sala tan grande, que el teniente le dijo: Bien parecéis así, y bien habéis hecho, porque no tengan que rapar en las galeras a que él respondió: Vuesa merced habla como juez, que nadie se me atreviera a decir eso. Leyéronle su causa, que era sobre haber dado una puñalada a una miserable en la casa pública, delante de diez o doce testigos, y nombrándolos, dijo el agresor: Mire vuesa merced ¿qué testigos son los que juran contra un hombre tan principal como yo? cuatro corchetes y cuatro sellencas. Dijo el teniente: ¿Pues queriades que estuviesen para testigos en esa casa el prior de Atocha, o algún fraile descalzo? No argüís bien. Tornáronle a encerrar en el calabozo, y de allí adelante le llamaban el padre fray Rapado. A nosotros nos echaron libres, pero gastados. No quiero yo alabar lo que hice, porque bien sé que no se han de hacer males, aunque de ellos resulten bienes; pero también sé que es menester que perezca uno, porque no perezcan todos. Quitar de entre nosotros a quien nos escandaliza, permitido es. El que se estima estímese, mas no ha de ser con superioridad impertinente: los fanfarrones con tiranía tienen a todo el mundo por contrario. Los hombres ocasionados a los muy humildes, hacen salir con reveses que no pensamos. Yo he visto siempre que estos habladores soberbios, que quieren supeditará otros, en hablándoles recio un hombre callado y llano, se rinden a callar. Que son como las ruedas del coche, que mientras van por piedras, van haciendo ruido, mas en llegando a lo llano, luego van con mucho silencio. A este desatinado desvanecido fue necesario por algún camino humillarlo, y ninguno pudo ser más a propósito, que privarlo de tan inmenso cuidado, como traía con aquellos rabos de zorro.




ArribaAbajoDescanso XIII

Salimos de la cárcel al cabo de tres meses, porque dimos muy gentiles descargos; pero tan gastados, que no teníamos tras que parar, porque para poder caminar al día siguiente, yo fui a vender unas botas escuderiles, y mi compañero una maleta ratonada, que es muy de escuderos, por no tener un cofre, guardar los pedazos de pan en semejantes alacenas, receptáculo de ratones. Estando vendiendo nuestras prendas, envió Dios a un hidalgo muy bien puesto, y doliéndose mucho del testimonio que nos habían levantado, dijo: Que cierto gran caballero que había sabido nuestra desgracia, le enviaba a que supiese lo que se había gastado en nuestra prisión, y que movido por entrañas de misericordia, le había dado en doblones lo que dijésemos que nos había hecho de daño. Yo Conocíle, pero antes de declararme, le dije: Señor, esta obra de Dios viene, que sabe nuestra necesidad, que es tanta, que vendemos nuestro ajuar para comer hoy. Lo que nos cuesta serán cien escudos, poco más o menos; y en diciendo esto, sacó cincuenta doblones, y nos los dio. En viéndolos en mi mano, le dije: Esto es cuanto a la costa, pero cuanto al gusto que vuesa merced recibió de la venganza, y el disgusto que nosotros pasamos, ¿qué satisfacción puede haber? Que bien le conocí aquella noche que nos fue siguiendo hasta la cárcel. Respondió cuerdamente: El prenderos fue desdicha vuestra el pagar es obligación mía. Como yo nos os di la desdicha, no puedo satisfacerla; y si todos los desdichados tuviesen recurso a satisfacción, no serían desdichados. Yo como no tuve ventura para no padecer, tengo piedad para compadecerme; otro pudiera ser que no mirara lo uno ni lo otro. Muchas desdichas suceden a los hombres por secretos juicios de Dios, de que no podemos pedirle cuenta. Las desdichas no están en nuestra mano, ni estuvo en la mano mía hacer que fuesedes aquella noche corriendo, que eso fue voluntad vuestra. Y os sé decir, que me pesó en el alma del hecho, no por la cuchillada, sino por vuestro trabajo. La desdicha fue, que la cara de la otra, y la carrera de vuestros pies cayeron en un día: habéis sido tan prudente en esta desdicha, que os he tenido envidia; que quien se acuerda pacientemente en la adversidad, es señor de sus acciones, y las desdichas le acometen con temor. Y si como puedo satisfaceros el daño, pudiera poneros la fortuna debajo de vuestros pies, yo os hiciera felicísimos, pero ya que en esto no lo fuisteis, fuisteislo en cortar el bigote al otro, saliendo bien de ello. Que como vos, por discurso bueno habéis echado de ver mi travesura, yo por vuestro disimulo conocí la vuestra. Aunque el hidalgo habló tan bien, yo estaba contento y alborozado con ver en mis manos aquel metal tan semejante a la luz del sol, que no supe replicarle, sino agradecerle y estimar su cordura, igual con su piedad. Yo me hallé tan harto de trabajos y desventuras, que determiné de dejar la corte después de haber andado algunos días de mala ventura, sirviendo del escuderaje, que tan forzoso me ha sido, aborreciéndolo como a una culebra.

Fuime a despedir de un caballero amigo, que no había visto muchos días hacía, y hallándole muy melancólico y desgraciado, le pregunté qué tenía. Respondióme, que ni podía dormir, ni comer, ni tomar descanso en cosa. Pues si hacéis, dije, lo que yo os enseñaré, sanaréis de todas estas tres cosas. ¿Cómo si lo haré, respondió, aunque cueste todo mi mayorazgo? Pues levantaos mañana en amaneciendo, que yo os llevaré donde cojáis una yerba que os sane de todos esos males. Levantóse e hícele levantar de mañana, y mandó poner el coche: yo le dije, que no haría la yerba provecho sino iba a pie, y dejando el coche lo llevé hacia San Bernardino, convento de los Recoletos Franciscanos, diciendo, que estaba la yerba allí, y que la había de coger con sus manos. Hícele andar de manera que iba carleando como podenco con sed, y tanto, que de cansado se sentó en el camino. Preguntéle si descansaba. Respondió que sí. Pues sabéis por qué habéis descansado, porque os cansasteis: y en las sillas de vuestra casa no descansáis, porque no os cansáis. Hicele llegar a San Bernardino, y volver a su casa a pie con muy buena gana de comer. Comió y bebió con gana, y luego se acostó, y durmió muy bien. Díjele luego: Quien no se cansa, no puede descansar; y quien no tiene hambre, no puede comer; quien no tiene falta de sueño, no puede dormir, no se queje quien no hace ejercicio de males y enfermedades que te vengan, que la poltronería es el mayor enemigo que tiene el cuerpo humano. El ejercicio a pie restaura los daños causados de la ociosidad. Los caballos más ejercitados son de más dura y brio. El pescado del mar Océano, es mejor que del Mediterráneo, porque está más azotado por aquellas cavernas hondas de las olas más continuas y furiosas: los hombres trabajados están más enjutos, y para más que los holgados; y así son todas las cosas, que un hombre que trabaja más que otro es más poderoso, entiendese con igual capacidad. Holgose mucho, y de allí en adelante dio en hacer ejercicio a pie por la mañana y por la tarde, con que se halló muy bien y con muy entera salud, y agradeciome la estratagema de que usé para quitarle de la ociosidad que le tenía impedido, sin gusto y sin salud, e hízome un grande regalo. Anduve por Madrid algunos días, donde fui ayo y escudero del doctor Sagredo, y su mujer doña Mergelina de Aybar, hasta que los dejé o me dejaron.




ArribaAbajoDescanso XIV

Acabada mi última relación Y el ermitaño, dando grandes muestras de admirarse de lo que había oído, dijo que ya se podía pasar por la puente, quizá cansado de haber escuchado tanto tiempo: despedime de él, y pasando la puente, vi tantos árboles arrancados de raíz, como había traído Manzanares; algunas ballenas destripadas, de las que solían alancear, muchos animales ahogados, otros muchos mirando aquellos, admirándose del diluvio y tempestad tan arrebatada y repentina. Todas las huertas anegadas, las isletas cubiertas de arbolillos, que casi había llegado hasta la ermita de San Isidro Labrador, y con la arena y árboles hechas algunas represas, que hasta ahora dejaron el río dividido por muchas partes.

Determiné de quitarme de tanto ruido como el de la corte, y buscar quietud en tierra más templada que es Castilla, yéndome al Andalucía, donde los gentiles pusieron la quietud de las almas bienaventuradas, a su modo de creer, diciendo, que en pasando el río Leteo, que aun todavía conserva el nombre de Guadalete, se olvidaban de las cosas de la tierra, y todo lo demás pasado; que la excelencia del temple, abundancia de regalos, apacibilidad de cielo y tierra, les hizo dar en este error, que los más templados son más aparejados para la conservación de los viejos, y como me hallé con dinerillo, compré una mula, que me la dieron barata, por tener esparavanes en los pies, y un ojo pasado por agua; pero caminaba razonablemente, con que fui mi camino encomendándome a Dios y al bendito ángel de la guarda. Iba solo, porque por no caminar a gusto ajeno, se puede un hombre ir a pie, que es cansada cosa haber de parar yo donde el otro quisiere, y no cuando yo fuere cansado, o se me antojare parar. Al fin, como me vi con dinero, quise caminar a mi modo. Hacia muy grande calor, y habiendo salido muy de mañana para hacer medio día en la venta de Darazutan, fue tan excesivo el fuego que entró con el día, saliendo de aquellas matas unas exhalaciones abochornadas, que me abrasaban el rostro, y me quedara mil veces si hallara lugar aparejado para ello. Vi la venta desde lejos, aunque se parece poco por los chaparros y arbolillos que la encubren; me parecía que al mismo paso que yo llevaba, ella se alejaba de mis ojos, y la sed se me aumentaba en la boca: no creí que pudiera llegar a ella, hasta que oí música de guitarras y voces que salían de la misma venta: Ahora, dije, no me puedo engañar, y entrando, hallé mucha gente que iba y venía, haciendo medio día. Alenteme con ver una tinaja de agua, de que siempre he sido muy apasionado: refresqué, y páseme a oír la música, que siendo ella de suyo manjar tan sabroso al oído, es de creer que en aquella soledad, llena de matas y apartada de poblado, parecería mucho mejor su melodía que en los palacios reales, donde hay otras cosas que entretienen. Como el calor estaba en su punto, y la venta muy llena de gente, fue menester la suspensión que la música pone para poder llevar la fiesta con algún descanso; que esta facultad, no solamente alienta el sentido exterior, pero aun las pasiones del alma mitiga y suspende; y es tan señora, que no a todos se da por grandes ingenios que tengan, sino a aquellos a quien naturaleza cría con inclinación aplicada para ello; pero los que nacen con ella, son aptos para todas las demás ciencias, y así habían de enseñar a los niños esta facultad primero que otra, por dos razones; la una, porque descubran el talento que tienen, la otra, por ocuparlos en cosa tan virtuosa, que arrebata todas las acciones de los niños con su dulzura.

Aunque un autor moderno inadvertidamente dice que los griegos no enseñaban a los mozos el primer tono, como si no fuera el más grave que muchos de los otros, fue por ignorar la facultad, que quiso decir que no les enseñaban música lasciva, que como por el oído entran en el alma las especies, si es honesta y grave, la suben a la contemplación del Sumo Hacedor: si es deshonesta con demasiada alegría, la ponen en pensamientos lascivos. Y es tan juez el oído de esta facultad, que me acuerdo que un mozo que cantaba con mucha alegría, vino a ensordecer, y pidiéndole después que cantase, teniendo la voz tan buena como de antes, hacía tan grandes disparates, que se reían todos de oírle cantar, que realmente el oído es la clavija de la voz humana. Estos músicos cantaron con tanta gracia, que después de haber comido, se pasó la siesta alegremente. Sacó uno de ellos un demostrador para ver qué hora era, encareciendo mucho la invención de los relojes, al cual dije, que lo mismo que él había hecho con el demostrador, se podía hacer con hincar una paja o un palillo en el suelo, mirando los dedos de sombra que hacia; y con una vasija de agua, faltando el sol, haciéndole un muy sutil agujerito, y señalando las horas con lo que va menguando, y otras invenciones que se pueden hacer. Pasóse lo demás que restaba para caminar en alabar cada uno su profesión, y las invenciones a que más está inclinado, tomando ocasión de la invención de los relojes. Tratose de la astrología, de la música, de la invención de la memoria artificial, porque se halló un caballero, oidor de Sevilla, que hacía milagros con ella. Dijo un escudero viejo que estaba en un rincón espulgándose: Todas cuantas invenciones han dicho vuesas mercedes no tienen que ver con la invención de la aguja. Riéronse todos, y él, corrido, con mucha cólera dijo: Si no les parece que es así, háganme merced de echar un remiendo con un pedazo de astrología. A lo cual dijo el licenciado Villaseñor: Cada uno alaba aquello de que se halla más capaz: este señor escudero puede hablar de esta materia, porque usa más del ministerio del agujero. Yo no soy sastre, respondió, sino un escudero tan calificado y tan antiguo, que todos mis antepasados, desde Nuño Rasura y Laín Calvo, han servido a los condes de Lemos. Y si ahora voy a pie, es porque tengo mis caballos dándoles verde en las puentes de Eume. Y con esto echó sobre la guarnición de la espada unas calzas viejas, y poniéndoselas al hombro, cogió las del martillado. Bien es, dije yo, que cada uno se precie de lo que profesó. Que en Madrid había un verdugo, que mostrándole a un muchacho suyo, en una horca que tenía en su casa, cómo ahorcaría a un hombre suavemente, y no pegándosele al muchacho la profesión, y aborreciéndola, le dijo el verdugo: ¡Oh! llévete el diablo, que no te se puede pegar cosa buena; pues yo te pondré con un zapatero y morderás el zumaque. Ya que nos queríamos partir dijo el oidor: Cierto, que me dijeron ayer que buscaba cabalgadura para venir este camino Marcos de Obregón, hombre de buen gusto y partes, a quien yo deseo conocer. Así es, dije yo, yo le vi buscar en que venir. ¿Conócelo vuesa merced? preguntó el oidor D. Hernando de Villaseñor. Yo respondí: Sí señor y es grande amigo mío. Subimos a caballo o a mula, y fueme preguntando si sabia algunas cosas del Sr. Marcos de Obregón. Yo le dije unas redondillas muy nuevas, tanto que no habían pasado de mis manos a segunda persona, y en oyéndolas despacio, me las repitió luego el oidor de memoria. Él se admiró de las coplas, y yo mucho más de su memoria. Fuile diciendo muchas cosas, y él refiriéndomelas luego. Confesóme que era memoria artificial, pero que para aprenderla era necesario tenerla muy buena, que sin la natural se aprendía con mucho trabajo y dificultad. Yo le dije: Por cierto la memoria es cosa que parece divina, pues las cosas pasadas las tiene presentes, pero yo la tengo por verdugo de los hombres desdichados, porque siempre les está representando los malos sucesos, los agravios pasados, las desdichas presentes, las sospechas de lo venidero y la desconfianza que tienen en todas las cosas; y siendo la vida, como es, breve, se les abrevia más con la continua representación de las infelicidades: y así, a estos tales, mejor les sería el arte de olvidar que el de acordarse. ¿Cuántas vidas habrá costado la memoria de las ofensas, que sí no se acordaran no se vengaran? ¿cuántos borrones se han hallado en muchas mujeres por la memoria de los favores y disfavores? Tener buena memoria natural es excelentísima cosa; pero gastar el tiempo en buscar dos o tres mil lugares, pudiéndolo gastar en actos de entendimiento, no lo tengo por muy acertado, porque para la memoria sirve la estampa, las imágenes, los colosos, estatuas, escrituras, edificios, piedras, señales de peñascos, ríos, fuentes, árboles y otras cosas sin número; y para el entendimiento sola la naturaleza lo da y lo enriquece con la lección de los autores graves y comunicación de amigos doctos. He visto muchos autores que escriben de esta memoria artificial, y no he visto de estos obras en que se hayan esmerado y dejado por ellas nombres de sus grandes ingenios, que aunque Cicerón, Quintiliano y Aristóteles tocan algo de esta materia; pero no hacen libros de ella, como cosa inferior al entendimiento. Y así D. Lorenzo Ramírez de Prado, caballero muy docto en las buenas letras, así de poesía como de filosofía, tiene muy sujeta la memoria artificial que hace milagros con ella; pero no por principal objeto, sino por curiosidad, porque a quien le sobran tantas partes, no le faltase esta. Y la historia que cuentan de aquel gran poeta lírico Simónides, que habiendo caído una casa sobre muchos convidados, y estando de suerte desfigurados que nadie los conoció, él dijo en qué lugar estaba cada uno, nombrándoles por sus nombres. Yo entiendo que fue acto de memoria natural y no artificial, porque un hombre que iba a comer y brindar al banquete con la libertad que entonces se usaba, no se había de parar muy despacio a poner imágenes y figuras en lugares imaginados, naturales y artificiales, ni acordarse cargando la imaginación de más carga de la que el vino les ponía en tiempo que tan pocos aguados se usaban, y habiendo sido aquel mismo día, yo creo que sin artificio se hizo.

El autor de este libro, habiendo salido de casa de sus padres niño estudiante, volviendo con canas a ella, conoció y nombró por sus nombres a todos los que había dejado niños, hallándolos con barbas y canas, y ningun nombre ni costumbres dejó de decir de cuantos venían admirados de verle. ¿Y no se dice por cosa de admiración, que Cinea embajador del rey Pirro, en dos días que estuvo en Roma, conoció y nombró por sus nombres a todos los moradores della? Mitridates, rey del Ponto, negociaba con veinte y dos naciones que tenía sujetas en el propio lenguaje de ellas. Julio César en un mismo tiempo leía, escribía, dictaba y oía cosas importantísimas, y por eso se hace particular mención dellas, que hombres ordinarios hay algunos que hacen milagros con la memoria natural. En Gibraltar había un conocedor de D. Francisco de Ahumada Mendoza, llamado Alonso Mateos, que a treinta mil vacas que había en la Sauceda, las conocía a ellas y a sus dueños, y las nombraba por sus nombres, dando a cada uno la que era suya. Y a todos los bandoleros que venían de diversas partes, de una vez los conocía y sabía los nombres. Todo esto he traído para que no parezca memoria artificial la de Simónides, y para que sepan que con solo ejercitarla se aumenta y crece, como se ve en estos conocedores, que siendo hombres toscos, muchos hacen lo mismo que el dicho. Y en Madrid anda un gentil hombre, llamado D. Luis Ramírez, que cualquiera comedia que ve representar, va a su casa y la escribe toda, sin faltarle letra, ni errar verso: pero hay diversas maneras de memoria, unas que se acuerdan de las palabras, y otras que se acuerdan de las cosas; como es Pedro Mantuano, que de infinitas historias que ha leído, no solamente no se le han olvidado, pero en cualquiera tiempo que le pidan, o que se ofrezca tratar de alguna de ellas, las tiene tan presentes como cuando las iba leyendo, y los nombres propios contenidos en ellas; y de los versos todos los que va segunda no se le olvida ninguno a todo esto el oidor estuvo callando y loando mucho la que yo había mostrado; y así dijo, que la artificial, más era para una ostentación, que para estar siempre cansándose en ella y con ella. Y tornando a mis alabanzas, sin conocerme, dijo que deseaba mucho conocer a Marcos de Obregón, lo uno porque eran vecinos en los pueblos, porque él era de Cañete la Real, y Obregón natural de Ronda: y preguntóme qué traza de hombre tenía, qué trato, y qué proceder; y le respondí: La proporción y traza de su persona es de la misma manera que la mía, y el trato y proceder el mismo que el mío, que como somos tan grandes amigos, yo le sigo a él y él a mí. Por cierto si él tiene, dijo el oidor, semejanza a la apacibilidad que vos habéis mostrado, con mucha razón tiene el nombre que le da el mundo. El oidor por todo el camino me fue regalando: de manera, que descubrió la nobleza heredada y adquirida en aquel viaje, en su ánimo, bondad y liberalidad. Íbamos por toda Sierra-Morena, mirando cosas entreordinarias, que como es tan grande, ancha y larga, que atraviesa a toda España, Francia e Italia, hasta que se va a entrar en la mar por la canal de Constantinopla, aunque con diversos nombres, había mucho que ver y notar en ella. Topamos en un arenalillo una culebra con dos cabezas, de que se admiró el oidor, diciendo que lo había oído decir, y hasta entonces no lo había creído. Ni aun ahora lo creo, dije yo, que un cuerpo tenga dos cabezas: y noté que no se movía bien, ni huía de las bestias. Díjele a un mozo de mulas que le diese con la vara, y él lo hizo así; y en dándole vomitó un sapón que había ya tragado, hasta la cabeza que estaba por tragar, con que se deshizo el engaño que deben tener muchos. Así deben ser, dijo el oidor, muchas cosas que nos dicen que nunca las vemos, como es lo de la salamandra. Yo estaba, le dije, incrédulo en eso, hasta que a dos personas de crédito y bondad les oí decir que junto a Cuenca, en un pueblecito que se dice Alcantuz, habiéndose caído un horno de vidrio, hallaron pegada al mismo mortero donde baten las llamas del fuego una salamandra y por ser persona de crédito lo creí, y no se han engañado los que lo traen siempre por comparación.




ArribaAbajoDescanso XV

Como el hombre naturalmente es animal sociable, que apetece la compañía, el oidor se halló tan bien con la mía, que no se sufrió un punto de división en todo el camino que pudimos ir juntos. Tenía y tiene muy gallardo entendimiento, con que movía de lo que se ofrecía a la vista muy gentiles cuestiones, a que yo le respondía lo mejor que pude y supe. Y si algún hombre de traza se nos juntaba de su misma profesión, le sacaba preguntas, o daba ocasión que se las hiciesen; a que respondía gallardamente. Pegósenos un clérigo de un pueblecillo de por allí cerca, y yendo caminando, iba rezando sus horas en voz que lo pudiesen oír los alcornoques y robles, de suerte que nos interrumpía la conversación, y él cumplía mal con su obligación. Preguntóle el oidor: ¿No se podría dejar eso para la noche, para que se hiciese con el silencio y devoción que se requiere? Oh señor, respondió el clérigo, dionos la Iglesia esta pensión, que aun caminando hemos de rezar: ¿por qué no ordenará que yendo un clérigo cansado, y pensando en sus negocios y en el fin que han de tener, no rezara caminando? Respondió el oidor: Porque la Iglesia no cría a los clérigos para correos, sino para rezadores. Bien respondido está, dijo el clérigo. Y quedó con esto muy satisfecho: topamos un muchacho medio rapado, que por andar no tanto como las cabalgaduras, en alcanzándole preguntó el oidor: ¿A dónde vas, mozo? Él respondió: a la vejez. Oidor: No digo sino ¿qué camino llevas? Muchacho: El camino me lleva a mí, que yo no lo llevo a él. Oidor: ¿De qué tierra eres? Muchacho: De Santa María de todo el mundo. Oidor: No te digo sino ¿en qué tierra naciste? Muchacho: Yo no nací en ninguna tierra, sino en un pajar. Oidor: Bien juegas del vocablo. Muchacho: Pues siempre pierdo por bien que juego. Oidor: Este muchacho no debe de ser parido como los otros. Muchacho: No, porque nunca me he empreñado. Oidor: Quiero decir, pues no dices dónde naciste, no debiste salir de madre. Muchacho: ¿Pues soy yo río para salir de madre? Oidor: a fe que no tenéis la lengua muy ruda. Muchacho: Si fuera ruda no la trujera tan cerca de las narices. Oidor: ¿Tienes padre? Muchacho: Antes por no tener muchos vengo huyendo, porque me metieron fraile, y había tantos padres, que no podía sufrirlos. Oidor: ¿Y es mejor andar como correo? Muchacho: Por huir de la correa bien puede ser un hombre correo. Reímonos mucho con el muchacho, y en llegando cerca de una ventilla que está junto a un arroyo algo profundo, entre dos cerros, nos dijo el mozo de mulas: Aquí hemos de parar, porque nos darán buen recaudo, y la ventera es muy hermosa y aseada, y si pasamos adelante hemos de caminar de noche más de tres horas. Él hizo fuerza, prometiéndonos camas, que a lo que pareció, la ventera era su conocida más de lo que fuera razón. Entramos en la venta, y luego se presentó la huéspeda muy boquifruncida, vestida de un colorado oscuro, y una ropa encima de lienzo blanco, llena de picaduras, y preguntóme el mozo de mulas: ¿Qué le parece a vuesa merced? Yo le respondí: Paréceme asadura con redaño. Y dijo el oidor: Está vestida de virgen y mártir. Bien dice vuesa merced, dije yo, mas está la castidad por defuera, y lo mártir por de dentro, y como hay muchas matas por aquí, está muy rota la castidad. Cada uno habla como quien es, dijo la ventera. Volví la hoja, porque la vi corrida del apodo, y el mozo de mulas enojado; y le dije: La verdad es que vuesa merced está muy deseada y hermosa, que tiene cara, no para aquí, sino para estar muy bien empleada. Quedó muy contenta, que era fácil de condición, y saconos muy buenas perdices, conque cenamos. Ella muy contenta, después de haberle dicho que lo hacía como cortesana, nos dijo: Camas habrá para vuesas mercedes, aunque para el friecillo que por aquí hace hay pocas mantas. Dijo el muchacho frailesco: De esas no faltarán, que con las que ha echado el mozo de mulas se puede abrigar Burgos y Segovia. No se burle conmigo, dijo el mozo de mulas, que le haré ver estrellas a mediodía. ¿Pues sois vos la Epifanía? dijo el muchacho. Respondiole el otro: Soy la puta que os parió. Y aun por eso, dijo el muchacho, salí tan grande bellaco.

Dijéronse muy graciosas cosas el muchacho y el mozo de mulas, con que se pasó buen rato. El oidor preguntó al muchacho: Di por tu vida, ¿de dónde eres? Yo, señor, respondió soy andaluz de junto a Úbeda, de un pueblo que se llama la Torre Pero Gil, inclinado a travesuras; y como por ser pequeño el pueblo no podía ejecutarlas, hurté a mi padre cuatro reales, y fuime a Úbeda, donde mirando las casas de Cobos estaban jugando turrón, y con la codicia del comerlo púseme a jugar los cuatro reales, y habiéndolos perdido, sin probar el turrón, arriméme a un poste de aquellos soportales, que están allí cerca, y estúveme hasta que ya era de noche desconsoladísimo; llegó un viejo, preguntóme: ¿Qué hacéis aquí, gentil hombre? Respondí: Tengo este poste que no se caiga, ¿por qué lo pregunta? Porque si no tenéis, dijo, donde dormir, allí hay un banco de un tundidor, y os podéis acostar en aquella borra. Y esa borra, dije yo, ¿podrá borrar mis borrones y desdichas? ¿Pues tan temprano os quejáis de ella? dijo el buen hombre. ¿No quiere que me queje, respondí yo, si desde que salí de casa de mi padre todo ha sido infelicidades? ¿De dónde sois? preguntó. De muchas leguas de aquí, respondí yo. Mirad, hijo, dijo; para los hombres se hicieron los trabajos, y quien no tiene ánimo para resistirlos, en ellos perece; que comenzando tan temprano a sentirlos se os harán más fáciles cuando seáis hombre: los que se andan ovachones no tienen experiencia de cosas, y así nunca estiman el bien, que el trabajo habilita a un hombre, y le hace capaz para todas las cosas: yo salí de casa de mis padres de vuestra edad, y por mi virtud he llegado a tener un oficio muy honrado de almotacén de esta ciudad. Bien adelante ha pasado, dije yo, no se deshaga de él; pero quien no tiene blanca, ¿cómo podrá pasar tan adelante? Si sois de tantas leguas, dijo, como decís, no es maravilla haber gastado, y pasado trabajos. ¿Dónde es vuestra tierra? En la Torre Pero Gil, respondí; riose, y díjele: ¿Parécele que para contar trabajos es poco tiempo? Así como salí, que fue de noche, me colé en una viña donde metí tanta uva llena de rocío, que si no buscara por donde salir, reventara, y no pudiera llegar a Úbeda, y ya que llegué con este trabajo me sucedió jugar cuatro reales que traía, y quedarme sin dineros y con hambre y mucha sed, sin posada y cama. Pues id, dijo, allí, y la hallaréis. Fui, y acomodando la borra, tendime sobre ella; parece que descansé un poco, y a media noche fue tan grande la mudanza de la serenidad en borrasca y viento, que pensé no llegar a la mañana, porque el aire furioso entraba en el banco, haciendo polvo de la borra para los ojos, y charco de agua para todo el cuerpo: y sobre todo, los cochinos que andaban paseándose y buscando la vida por aquellas calles, acudieron a los bancos de los tundidores a repararse de la tempestad, y pensando que estaba solo el mío, entraron gruñendo una docena de ellos, hocicando en la borra, que aínas me borraran toda la cara; pero sufrilos y halaguélos, por el abrigo que me causaban, y aunque con ofensa de las dos ventanas, llegué a la mañana, no muy limpio ni oloroso, pero con algunos palos, porque el mozo del tundidor antes de amanecer llegó a echar los cochinos con una varilla de fresno de tres dedos de gordo, y pensando que daba en ellos, pegaba también en mis espaldas, con que se me quitó el sueño y la pereza. Pasé mi trabajo, aunque él no se me pasó, porque siempre iba de mal en peor, que adonde quiera que iba, o me buscaba el mal, o yo lo buscaba a él: que los muchachos mal inclinados, en tanto son buenos, en cuanto la fuerza les hace que no sean malos. Fuime de Úbeda a Córdoba, donde topé un fraile mozo que iba a estudiar a Alcalá, y diciéndome si quería acompañarle, le dije: Que de muy buena gana, porque comía y bebía muy bien de limosna, que por los pueblos y ventas le daban. Agradole tanto mi bachillería, que me alabó mucho en un monasterio de su orden, donde me dieron el hábito con mucho gusto. La tentación de hambre que pasan los novicios, aunque la oía decir, no la creía hasta que la experimenté, que cuando acabábamos de comer, cogíale al refitolero un panecillo para comer entre día, pero a la segunda vez que lo hice me lo cogieron, tratándome mal. Usé una traza muy buena, que hinqué cinco o seis clavos por la parte de abajo en las tablas de mi cama, y en cogiendo el panecillo iba corriendo y espetábale en un clavo de aquellos; venían tras de mí, y como no lo hallaban, echaban la culpa a otro.

Pasé de esta manera algunos días, con que almorzaba y merendaba a mi gusto, y otros por mi culpa lo padecían: y estuviera hasta hoy secreto, si no fuera por una travesura que hice contra el maestro de novicios, que habiéndole enviado un tabaque o canastillo de unas tortas hermosísimas de bizcochos, le cogí dos envolviendo la cabeza, y fingiendo que iba a otra cosa, fui en un instante y espeté las en los clavos: volví muy mesurado, púseme a leer, echó menos las tortas y fue de presto a mi cama: mirome todo el cuerpo y los librillos, y no hallando lo que buscaba, quiso ver si estaba debajo de la cama, metiendo la mitad del cuerpo, y al fin dijo: Aquí no hay nada, vamos a otra parte: estaba yo ya muy seguro y muy contento; pero al tiempo que fue a sacar la cabeza de debajo de la cama, topó con el colodrillo en un clavo de aquellos, y como se lastimó, miró lo que era, y halló en los clavos sus tortas y mis panecillos. Asiéronme, poniéndome el cuerpo como tablilla de pintor; mire vuesa merced si es mejor la correa que el correo. Dejáronme aquella noche, a su parecer, que no podría volver sobre mí; pero yo cogí mi hatillo, y aviándome hacia el camino, enviaron tras mi dos mozos que servían al monasterio como donados, y por saber la tierra mejor que yo, cogiéronme la delantera tan de mañana, que cuando salí los vi de lejos puestos en lugar que no tenía remedio sino que me habían de coger, pero como la necesidad es tan grande trazadora de remedios, halló en un colmenar que estaba junto al camino; y así como los vi entreme en el colmenar, derribando más de veinte colmenas, y poniéndome entre ellas, sin hacer movimiento poco ni mucho, porque las abejas lo acometen sino a quien lo hace, y entrando ellos a acometer, las abejas, por defender su jurisdicción, los recibieron con sus armas al tiempo del asalto de las murallas, y como ellos se defendieron con las manos, cuanto más jugaban de ellas, tanto mayor número de abejas acudía. Alborotado el ejército y puesto en arma, desampararon las tiendas de la retaguardia, y viniendo a socorrer la vanguardia, fue tan grande el concurso, que les hacían sombra a los pobres verdugos. Yo, vista la batalla que, por mí se había trabado, y viendo la seguridad con que podía escabullirme, con el mayor silencio que pude, me salía gatas del real por entre unas jaras, que para encubrirme estaban más espesas que las abejas para mis contrarios, que entrándoseles por las muñecas y pescuezo, no les daban lugar a la defensa. Aunque lo primero que hicieron fue cargar tan increíble número a la frente y ojos, que un momento los cegaron de manera que cuando quisieron salir ya no acertaron, ni veían por dónde. Acudió el dueño del colmenar a sosegar sus soldados, armado con sus armas defensivas, y halló de suerte a los miserables mozos, aporreados y llenos de chichones, que en lugar de reñirles el daño hecho en su real, hubo de sacarlos muy lejos de la gente alterada y colérica, porque no los acabasen de matar. Seis días ha que vengo huyendo de los azotes que me habían de pegar si me cogieran. Entretuvo el muchacho toda la gente de la venta con sus sucesos con gusto y risa. Yo le dije: Al fin hallaste misericordia en las abejas, que haber sido sin daño de tercero, fuera el más feliz suceso del mundo: pero como tenemos más obligación a nosotros propios naturalmente que a los otros, buscamos remedio para nuestros daños en los ajenos, aunque ha de procurar un hombre su bien sin mal del prójimo, porque lo demás es contra caridad. Dijo el muchacho: Sea como fuere, que siempre oí decir que tiene un hombre obligación de guardarse a sí propio: que un cordero mató a un lobo por huir de él en una trampa que había puesto el pastor muy encubierta de yerba, con una culebra muerta puesta encima. Vio el lobo que venía muy determinado a cogerlo, y corriendo el cordero hacia donde estaba su pastor, cuando llegó a la trampa, vio la culebra, y espantose de ella, dio en la trampa, y quebrose las piernas. Y si un cordero sabe defenderse con daño ajeno, ¿por qué no lo hará un hombre? Con esto se fue cada uno a su cama, espantados de la bachillería del muchacho.




ArribaAbajoDescanso XVI

Salimos de la venta, y aunque gustáramos llevar al muchacho con nosotros, él andaba tan poco, que el oidor le dio dineros para que se fuese a su espacio. Ya que había salido a puerto de claridad o de seguridad, y admirándome de la diversidad de los ingenios, dije: Cuán pocas esperanzas se pueden tener de estos muchachos que muestran en sus principios agudeza y bachillería, que no les queda profundidad para las cosas de veras y de substancia! El entendimiento capaz de las cosas, nunca anda vacilando ni variando en cosas de poco momento: que a los principios, para conmigo, da mayores esperanzas el que comienza más callado que no el que descubre con locuacidad todo cuanto tiene en el alma. Que siendo el entendimiento la más principal parte de ella, y no siendo ella habladora, tampoco lo será el buen entendimiento. Cuando un hombre está ya sazonado, y habilitado el ingenio en las veras, y con la experiencia, bien enterado en la verdad, que sea locuaz, tiene caudal para serlo; pero que no teniendo esta capacidad bien fundada sea hablador y atrevido, ni creo en él, ni en quien hiciere mucho caso de él: pero con todo eso, estos que hablan mucho son para la soledad del camino de provecho, porque si los oyen entretienen, y si no los oyen, dan lugar a que mientras hablan piense cada uno en su negocio. El oidor disputó un rato muy doctamente del entendimiento, la memoria y la imaginativa, que no es para este lugar, y todo el camino me fue preguntando por cosas de Marcos Obregón con grande afición. Llegamos a Córdoba, donde fue forzoso el apartarnos, y me rogó encarecidamente al separarnos que le dijese el deseo que tenía de conocerlo, y que si algún tiempo fuese a Sevilla, fuese derecho a su casa. Y con esto llegando a la puente del Guadalquivir, dividímonos cada uno por su camino, y en habiéndonos apartado cosa de cien pasos, yo le dije recio, que lo pudiese oír: Señor oidor, yo soy Marcos de Obregón; y picando con toda la priesa posible, cogí el camino de Málaga o de Gibraltar, que a uno de estos lugares era mi viaje. El oidor quiso volver a llamarme, y como yo me di priesa, fue diciendo a sus criados: No en balde me hallaba yo tan bien con la compañía de este hombre, que cierto le he cobrado un amor, sin saber quien era, que haría cualquiera cosa por él. Yo me avíe a una de estas ciudades, de cuya templanza yo tenía satisfacción que para la vejez son apacibles, por el poco frío que hace en ellas; y por la variedad que tienen consigo los puertos de mar, por la cercanía y correspondencia que tienen con África, fuera de tener lugares acomodados para la soledad. Llegué a Málaga en tiempo que había llegado el mismo día el bergantín del Peñón, de que era capitán Juan de Loja, muy valiente soldado, que había recibido y dado muchas heridas a moros y turcos, y traía una presa muy apacible. Fuile a ver por ser muy amigo mío, y dándonos los parabienes cada uno de la venida del otro, me dijo que había topado con un barco muy trabajado de una borrasca, y había cogido en él una doncella turca y un gentil hombre, que debían de ser hermanos, ella muy hermosa, y el mozo de gallardo talle y algo españolados, tanto que se habían espantado por ser nacidos en África, e hijos de infieles. Roguéle que me los mostrase, por tenerles muy guardados, para hacer un presente de ellos. Él me dijo: Antes, pues habéis estado en Argel, quiero que sin veros los oigáis hablar, por ver si tratan verdad. Entró donde estaban, quedándome yo a la puerta, y díjoles: Contadme la verdad de vuestra historia, ya que es forzoso vuestro cautiverio, para que conforme a esto os haga el tratamiento que merecen vuestras personas. Estaba el mozo muy triste, y la doncella deshecha en lágrimas, suspiros y sollozos consolándolos su amo, el mozo dijo de esta manera: Que la privación de la preciosa libertad nos traiga tristes y afligidos, la misma naturaleza lo pide; que carezcamos de nuestra tierra, padres y regalos que poseímos, por fuerza se ha de sentir; que dejásemos hacienda, esclavos y grandeza de nuestra voluntad, soledad es causa; pero que no consigamos el intento a que venimos, nos arranca el corazón del pecho.

Mi hermana y yo, que lo somos cierto, nacimos en Argel, somos hijos de un español que del reino de Valencia se pasó a Argel. Casose con nuestra madre, que es turca de nación. Es nuestro padre corsario que trae por la mar dos galeotas suyas, con que ha hecho mucho mal a cristianos. Entre los cautivos que robó en España, vino uno a quien nuestro padre nos dio para maestro de la lengua y letras españolas, que como nos encarecía tanto las cosas de su tierra, nos encendía en amor y deseo deber y haber lo que tanto estimaba. este esclavo español se dio tan buena priesa en la doctrina que nos enseñó, que dentro de pocos días teníamos aborrecida la que habíamos mamado en la leche, y abrazada en el corazón la del bautismo. Si yo nombraba a Jesús, mi hermana a su madre María: no teníamos otra comunicación sino esta. Hicimos voto en voz de vivir y morir en la religión cristiana. Dionos palabra este esclavo de buscar modo cómo nos bautizásemos. Han pasado ocho años que fue a su tierra, y al cabo de estos nos dijeron que en saliendo de Argel lo habían cautivado las galeras de Génova, y le habían muerto entendiendo que era nuestro padre. Desconfiados ya de su aviso o venida, determinamos de buscar por otra parte remedio. En este tiempo, como ya mi hermana tenía edad para tomar estado, y yo era el mayorazgo de aquella hacienda, concertó nuestro padre con un turco muy rico, que tenía hijo e hija de nuestra edad, de trocar y casar hijo con hija, e hija con hijo, y había sido este deseo general en todo Argel, porque aunque tenía mi hermana y yo libertad con riqueza, nunca nos vio nadie con resabios de tales, que si bien éramos estimados, ella por su mucha hermosura, y yo por sucesión de mi hacienda, nunca nos empeció que olvidásemos la libertad cristiana que nos enseñó nuestro maestro, y por brevedad de nuestras desdichas, viendo tan cerca nuestros casamientos por donde habíamos de borrar de nuestra alma los ardientes deseos que conservábamos en el pecho; mi hermana y yo aguardamos a que nuestro padre hiciese una jornada hacia levante para traer alguna presa con que enriquecer más nuestro nuevo estado, y en echando las galeotas al agua, nos fuimos a una heredad, y comunicando el caso con cuatro esclavos españoles, dos turcos, y seis italianos prácticos en toda la costa de España, y estando mi madre segura y descuidada, por estar mi hermana en mi compañía, cogimos al anochecer un barco, y con todo el silencio del mundo, batiendo los remos fuertemente, nos dimos tan buena priesa, que al amanecer descubrimos la costa de Valencia; pero yendo con esta buena suerte, nos vino un viento de hacia levante que nos hizo bajar la vela, y nos echó hacia poniente con tanta furia, que no fuimos señores del barco, porque venían sobre nosotros tan levantados montes y breñas de agua, que mil veces nos vimos debajo de las olas sumergidos; y como yo y mis criados llevábamos el cuidado puesto más en salvar a mi hermana que a nosotros propios, una vez esperando un peñasco de agua que venía a tragarnos, tendiose ella de bruces sobre el suelo del barco, y a cuatro que se pusieron a resistir la fuerza por que no llegase a ella, se les sorbió la ola, y nunca más parecieron. Rendímonos a lo que el cielo ordenase después de haber atado a mi hermana, de suerte que no se la llevasen las olas aunque padeciese naufragios el barco, y a los que llevaban los remos en las manos, se los arrancó de ellas el soberbio viento, dejándoles los brazos mancos. Yo, visto que solo Dios podía socorrernos, mandéles que no hiciesen defensa, porque el barco sobre aquellas poderosas olas, andaba como cáscara de nuez, siempre encima, aunque una vez, viendo que se volvía boca arriba, yo me abracé con mi hermana, que me valió la vida, porque a los demás que iban sueltos los voló, sino fueron a dos que se asieron a los dos bordes del barco. Vino a sosegarse un poco el viento, pero las olas movidas del levante inexorable quedaron por dos días en su fuerza, andando sin gobierno cinco o seis días, sin poder comer lo poco que nos había quedado: como no tenía remos, ni quien los gobernase, acordeme que aquel nuestro ayo o esclavo nos dijo, que los que se encomendaban a Dios, tomando el sagrado bautismo, habían de pasar los trabajos con mucha paciencia y esperanza; y consolámonos con esto. Mi hermana vuelta en sí comenzó con muchas veras a rezar en un rosario que le había dejado Marcos de Obregón, que así se llamaba nuestro maestro, y en esto descubrimos vuestro barco, no con intento de ponernos en defensa, que aquellos dos turcos que vuestro valeroso brazo mató, los traíamos ya con celo de bautizarse: llegamos a tierra de cristianos, donde suplicamos a Dios nos dé paciencia y nos cumpla nuestro deseo. Acabó su razonamiento, y la hermana no el llanto que había comenzado desde el principio del cuento. El capitán, piadoso y enternecido, les dijo: Si lo que habéis contado con tanta terneza es verdad, yo os daré libertad y todas las joyas que tengo vuestras, y les dijo: ¿Conoceréis a Marcos de Obregón si lo veis? Respondió la doncella: ¿Cómo lo hemos de ver si es muerto? Dijo el capitán: Salid afuera, y mirad si es alguno de los hombres que están ahí. Alborotáronse confusos entre esperanza y temor, y la doncella con mayor turbación, porque el amor hizo memoria de lo pasado, y la religión le facilitó su ardiente deseo de ver a quien los había enseñado; salieron afuera, y en viéndome se arrojaron a mis pies, llamándome padre, maestro y señor; quedé en éxtasis por algún espacio sin poder hacer otra acción sino admirarme, afirmando que cuanto habían contado era verdad: en sosegándome de la súbita alteración, lloré tiernamente con ellos, que también el contento tiene sus lágrimas piadosas, como el pesar congojosas: el capitán quedó espantado del caso, y habiéndoles consolado con sus palabras y mi presencia, les dijo: No quiera Dios que yo cautive a cristianos; libertad tenéis, y vuestras joyas, de que yo he sido no poseedor, sino depositario veislas aquí (entre las cuales vi un rosario que yo le había dado a la doncella), usad de la libertad cristiana, pues tan venturosos habéis sido en llegar a ejecutar vuestro soberano intento. La alegría que yo sentí en ver aquellas dos prendas, que en mis trabajos y cautiverio me alentaron y consolaron, me volvió, si se puede decir, a la mocedad pasada: que el pecho con alegría entretiene la vida; y la alegría fundada en bien, engendra paz en el alma. Hablé grandes ratos con ellos de mis trabajos y sus consuelos, que siendo pasados, bien pueden traerse a la memoria, pues causan, a la medida del pasado mal, la presente alegría. Los virtuosos mozos cobraron tanta en verme, que se les borró del rostro la tristeza del trabajo pasado. Dimos orden en su vida con ayudarles a cumplir lo que tanto deseaban; y fue la mudanza de sus acciones exteriores tan conocida, que nos dio ejemplo de vida a todos. Aviáronse a Valencia a conocer los parientes de su padre, donde vivieron con tanto consuelo del alma, que tuve nueva que acabaron sus vidas con grande ejemplo de virtud cristiana.




ArribaAbajoDescanso XVII

Pareciome que para la quietud que yo deseaba, el bullicio de Málaga, y las ocasiones de la tierra y mar, con el apacible trato de la gente, siendo yo conocido en ella, no se podía hallar a la medida de mi deseo, y la ejecución del intento principal; fuime a la Sauceda de Ronda, donde hay lugares y soledades tan remotas, que puede un hombre vivir muchos años sin ser visto ni encontrado si él no quiere. Púsome en camino un buen hombre, y porque no pasase sin trabajo, llegando a la Sabinilla, se desembarcaron dos bergantines de turcos, saltaron en tierra, y cogieron pescadores y vaqueros, cuantos hallaron por allí; porque aunque habían hecho ahumadas, no las echamos de ver hasta que dimos en manos de los moros, que nos maniataron y llevaron a los bergantines; pero de verse tan señores de la tierra, descuidáronse, hinchando las panzas de vino de lo que hallaron en una hacienda de pesca; de manera que todos, o la mayor parte se emborracharon; dan sobre ellos la gente de Estepona y Casares, y los demás que vivían cerca viniendo al rebato, cautivando y matando, se escaparon muy pocos. Los que estábamos en los bergantines maniatados, pedimos a los guardas, que si querían vivir nos desatasen y echasen en tierra lo cual hicieron, y les valió para poderse aviar, porque desatando a un vaquero con los dientes, hombre de fuerza y ánimo, cogió un remo como si fuera una vara de medir, y jugando de él, hizo que nos desatasen a todos y nos echasen en tierra. Afligime de nuevo, acordándome de mis trabajos de mar y tierra, que aunque han sido muchos, siempre hallé piedad y misericordia en ellos, como en este, que viéndome un hombre anciano en edad, aunque robusto y fuerte en las acciones de hombre de valor, vecino de la villa de Casares, que decían ser un Abraham en piedad, porque su casa y hacienda era siempre para hospedar peregrinos y caminantes; llegose a mí, y dijo: Aunque siempre la piedad me llama a semejantes cosas, ahora parece que me hace más fuerza que otras veces, viéndoos afligido y con edad; idos conmigo a mi casa, que aunque es pobre de hacienda, es abundantísima de voluntad, y nadie hay en ella que no se incline a piedad tan entrañablemente como yo: no solamente mi mujer e hijos, pero criados y esclavos, que tanto tiene el hospedaje de bueno, cuanto tiene de concordia en el amor de todos. ¿Cómo es el nombre, pregunté yo, de quien tanta piedad usa conmigo? que fuera de la caridad, que tanto resplandece en vuestra persona, hay en mí otra fuerza superior que me abrasa el pecho en amaros. Yo, respondió, soy un hombre no conocido por partes que en mí resplandezcan, contento con el estado en que Dios me puso, pobre bien intencionado, sin envidia al bien ajeno, ni de las grandezas que suelen estimarse; trato con los mayores con sencillez y humildad, con los iguales como hermano, con todos los sujetos como padre. Alegrome cuando hallo mis vaquillas cabales, castro mis colmenas, hablando con las abejas como si fueran personas que me entendiesen; no me pongo a juzgar lo que otros hacen, porque todo me parece bueno; si oigo decir mal de una persona, mudo conversación en materia que les pueda divertir; hago el bien que puedo con lo poco que tengo, que es más de lo que yo merezco, que con esto paso una vida quieta, y sin enemistades que destruyen la vida. Dichoso vos, dije yo, que sin andar contemporizando las pompas y soberbias del mundo, habéis alcanzado lo que todos desean poseer. ¿Pues cómo habéis caminado a tan quieta vida? Respondió: No desprecio de lo propio, no envidio lo ajeno, no confío en lo dudoso, no reparo en recibir lo que viene sin alteración de ánimo. Quien tal estado alcanza, dije yo, bien es que publique su nombre. No es mi nombre, dijo, de los conocidos por el mundo, sino a la manera de mi persona, llámome Pedro Jiménez Espinel. Diome una aldabada en el corazón, pero sosegueme, prosiguiendo en la conversación para entretener el camino hasta llegar al lugar; y preguntele: ¿Y con esa vida tan segura tenéis alguna pesadumbre que os inquiete? Por Dios, señor, respondió, si no es cuando no hallo la hacienda bien hecha, o la comida por aderezar, no tengo pesadumbre, y esa con leer el Memorial de la vida cristiana de fray Luis de Granada, se me quita como por la mano. ¡Cuántos filósofos, dije yo, han procurado esa sencillez y no la poseyeron con cuantas observaciones han tenido en los preceptos de la filosofía moral y natural! No me espanto, dijo el buen hombre, que como la mucha ciencia engendra en los hombres algún desvanecimiento, sin humildad no se puede alcanzar esta vida, que como yo soy ignorante, abracéme desde mi niñez con la virtud de paciencia y humildad que conocí en mis padres, y héme hallado bien con ella; pero pues habéis andado por el mundo, podrá ser que hayáis conocido por allá un sobrino mío que ha muchos años no sabemos de él, que según nos han dicho, anda en Italia, y a cuantos hospedo en mi casa, fuera de ser la obra buena, en parte lo hago por saber de mi sobrino. ¿Cómo se llama? pregunté, y respondiome con mi propio nombre. Si le conozco, dije, y es el mayor amigo que tengo en el mundo. Él es vivo, y está en España, y bien cerca de aquí; donde sin andar mucho le podréis ver y hablar. Holguéme en el alma de conocer mi sangre, y tan bien fundada en las virtudes morales cristianas, que pudiera yo imitarle si fuera tan puesto en la verdad de las cosas como era razon. Él se holgó de las nuevas que le di, aunque por entonces no me di a conocer hasta que hube mudado estado. Que realmente la carne y sangre, y tan cercana como esa, tiene algo de estorbo para la ejecución de los intentos buenos que apetecen soledad. De todos los valerosos hombres en religión tenemos noticia que han huido a los desiertos de la compañía de parientes y amigos que pueden ser impedimento para los buenos fines. Los actos del alma en la soledad están más desembarazados y libres. Obras de ingenio no quieren compañía. El vicio tiene menos fuerza cuando las ocasiones son menos. Las más excelentes obras de varones señalados se han fraguado en las soledades. Y quien quisiere adelantarse en cosas de virtud, ora sea en ejercitarla, ora sea en escribir de ella, se hallará más fácil y pronto para semejantes acciones. Y aunque la soledad por si no es buena, no está solo quien tiene a Dios por compañero.




ArribaAbajoDescanso XVIII

Y para cortar razones, llegué a la Sauceda, donde lo primero que encontré fueron tres vaqueros con muy largas escopetas, que me dijeron: Apéese del macho. Yo les repliqué: Mejor me hallo a caballo que a pie. Pues si tan bien se halla, dijeron ellos, cómprenoslo. Eso sería, dije yo, quedar sin macho y sin los dineros que no tengo. ¿Quién son vuesas mercedes, que me venden el macho que yo compré en Madrid? Después lo sabrá, respondieron, y ahora apéese. Cierto, dije yo, que me huelgo, porque no he visto más mala bestia en mi vida, maliciosa, ciega y llena de esparavanes, y con más años acuestas que una palma vieja, tropieza cada momento, y se arroja en el suelo sin pedir licencia; solo una cosa tiene buena, que si le ponen un alcalí de cebada no se moverá hasta tener sed. Pues con todas estas faltas lo queremos, dijeron. Al fin me bajé de ella, y rindiéndoles las faldriqueras, como no hallaron substancia en ellas, dijeron que habían de desollar al macho, y meterme en el pellejo si no les daba dineros. ¿Pues soy yo cofre, les dije, que me quieren aforrar del pellejo del macho? ¿O quieren abrigarme por el frío que me ha causado el temor de ver las escopetas? Con el buen ánimo que conocieron en mí, se desenconaron del ruin que ellos tenían; y porque al mismo tiempo venían otros cinco o seis furiosos por asir a un hombre que se defendía de ellos valerosamente, dando y recibiendo heridas, a los cuales mandó su caudillo que no le matasen, porque tan valiente hombre sería bueno para su compañía; mas él, con valeroso pecho, dijo que no quería sino que le matasen si pudiesen. ¿Por qué? preguntó su cabeza, aquietándoles y sosegando a él. Porque a quien tal desdicha como a mí le ha sucedido, no ha menester vivir. Miré al hombre, y pareciéndome que era el doctor Sagredo, a quien yo había comunicado en Madrid, aunque con traje diferente, porque él era médico, y allí venía como soldado desgarrado, pero siempre hombre muy de hecho, y así no me determiné en que fuese él mismo. Sosegáronse, y él con grandes ansias reprehendía la piedad de los salteadores porque no le mataron, y con ardientes suspiros clamaba al cielo, diciendo: ¡Oh rigores de las estrellas, desdichas entrañables solamente mías, mudanzas de fortuna, planetas verdugos de mi quietud y sosiego, que habiéndome librado de tan inmensos peligros por mares y tierras no conocidas, me viniese a tragar la furia del mar mi dulce compañía, mi regalada esposa, después de haberme seguido y acompañado en tan importunos trabajos, y que fuese yo tan para poco que no me arrojase en las levantadas olas para acompañar en la muerte a quien me acompañó en la vida! Tantas ternezas dijo, que movió a compasión a la más mala canalla que había en el mundo en aquel tiempo, que en hábito de vaqueros andaban trescientos hombres robando y salteando a quien no se defendía, y matando a quien se defendía. Juntáronse a consejo cosa de ciento que se hallaron allí con el caudillo, para tratar de cierta sospecha que traían de que Su majestad quería remediar aquel fuego que se iba encendiendo con tan exorbitantes daños como se descubrían en toda la Andalucía a cada momento, y juntamente sentenciar qué habían de hacer de muchos que tenían en cuevas presos. Y entretanto nos pusieron al docto Sagredo y a mí con otros dos en una cueva, fácil para entrar, y para salir imposible, aunque tenía bastante claridad, que por entre la espesura de los encumbrados árboles entraba en la cueva. Y viéndome en aquella aflicción, por no estar en triste silencio, le pregunté: Señor, ya que estamos en un trabajo, y padeciendo un mismo agravio, os suplico me digáis si sois el doctor Sagredo, Alborotose, y replicome: ¿Quién sois vos que me lo preguntáis, y dónde me conocisteis? Yo soy, le respondí, Marcos de Obregón. No lo acabé de pronunciar, cuando echándome los brazos al cuello, me dijo: ¡Ay padre de mi alma! ya murió vuestra querida y regalada; ya murió mi amada esposa; ya murió doña Mergelina de Aybar; ya murió todo mi bien y mi compañía. Ya no soy el doctor Sagredo, sino una sombra del que solía, hasta que llegue la disolución de este miserable cuerpo. ¡Ay mi consejero leal, y cuán mal me aproyeché de vuestra doctrina para verme ahora en la soledad que me aflige y atormenta que el inmenso Dios, tras tantos infortunios, sea servido de ponerme en esta mazmorra con vuestra compañía para que muera con algún alivio y refrigerio, que después que de ella me aparté, se apartó de mí todo lo que podía estarme bien! ¿Pues cómo y cuándo, dije yo, y dónde murió aquella prenda tan amada vuestra, y alabada por su hermosura de todo el mundo? Ninguna fuerza pudiera haber tan grande para mí en lo descubierto como la vuestra para contar desdichas, y que tanto me atormentan la memoria. Pero pues no sabemos el fin que nos está guardado en esta esquiva prisión, y estando tan cierto que renovar mis desventuras a quien las ha de sentir, y no burlarse de ellas, puede aligerar tan pesada carga, tornaré el principio de lo que lo fue de mi total ruina.




ArribaAbajoDescanso XIX

Luego que, por mi desgracia, salí de aquella reina del mundo, Madrid, o madre universal, en el primer pueblo a donde llegué vi tocar cajas que hacían gente por mandado de Felipe II, para ir a descubrir el estrecho de Magallanes; y como yo nací más inclinado a las armas que a los libros, di con ellos a un lado; y con el ánimo alterado, arrimándome a un capitán amigo mío, eché mi caudal en armas y en vestidos de soldado, que no le parecieron mal a doña Mergelina, que con ver que ella gustaba de ello me incliné más a seguir aquel modo de vida, llevándola en mi compañía, por quererlo ella, y por desearlo yo, que muchos hombres casados fueron a la misma jornada, porque la intención de Su Majestad era poblar aquel estrecho de vasallos suyos, y pluguiera a Dios me lo estorbara, que yo tenía mi voluntad tan subordinada a la suya, que sin su beneplácito no me arrojara tan inconsideradamente a profesión tan llena de miserias y necesidades. Embarcámonos en Sanlúcar, que voy abreviando, y llegando al golfo de las Yeguas fue tan desatada y terrible la tormenta que nos sobrevino, que por poco no quedara tabla en que salvarnos; pero por la prudencia de Diego Flores de Valdés, general de la flota, volviendo las espaldas a la tormenta, tornamos a invernar a Cádiz primera vez, de donde salimos, y con grandes incomodidades llegamos a la costa del Brasil, invernando segunda vez en San Sebastián, a la boca del río Ganero, muy ancho y extendido puerto. Estuvimos allí algún espacio, admirándonos de ver aquellos indios desnudos, y tanta abundancia de ellos, que bastara para poblar otro mundo. Solían desaparecerse algunos de ellos, sin saber qué se hacían, y un valeroso mancebo, mestizo portugués e indio, determinose de buscar el fin de tantas personas como faltaban, y embrazando una rodela de punta de diamante, y una muy gentil espada, se fue por la orilla del ancho mar: vio de lejos un monstruo marino que estaba esperando algún indio para cogerle, y que llegando cerca, puesto en pies el monstruo, porque antes estaba de rodillas, era tan grande, que el portugués no le llegaba al medio cuerpo, y cuando el monstruo le vio cerca, cerró con él pensando llevarle adentro, como hacía con los demás. Pero el valeroso mozo, poniendo la rodela adelante, y jugando la espada, defendiose lo mejor que pudo, aunque las conchas de la bestia marina eran tan duras que no le pudo herir por alguna parte. Los golpes que el monstruo le daba eran tan pesados que no los osaba esperar, hasta que dio en ponerle delante la punta del diamante, apuntando a las coyunturas de los brazos, por donde el monstruo recibió tanto daño que se iba desangrando: y habiendo durado esta pesca grande rato, al fin cayeron ambos muertos. Fueron a buscar al animoso mozo, y hallaron uno caído a una parte, y otro a otra. El capitán Juan Gutiérrez de Sama y yo vimos el cuerpo del espantable monstruo, y otros muchos españoles, con grande admiración. El mar por allí tiene muchos bajíos y muchas islas; en una de ellas vimos una serpiente de las que por acá nos pintan para espantarnos, que tenía el hocico a manera de galgo, largo, y con muchos dientes agudísimos: alas grandes de carne, como las de los murciélagos, el cuerpo y pecho grandes, la cola como una viga pequeña enroscada, dos pies, o manos con uñas, el aspecto terrible. Encaramos cuatro escopetas hacia ella, porque estaba en una fuente que por el remanente íbamos a buscar para beber. Yo fui de parecer que cuando la matásemos ella mataría a alguno de nosotros, y así la dejamos, porque ella en viéndonos se entró por la espesura del monte, dejando un rastro muy ancho como de una viga. Mas como no me importaba, ni importa para mi discurso, no digo muchas monstruosidades que vimos. Seguimos desde allí el camino o viaje del estrecho, por el mes de enero y febrero, cuando allá comienza el verano, con muchos vientos contrarios, oponiéndonos a recias corrientes, que o por cerros altísimos, y canales que hay debajo del agua, o por vientos furiosos que la mueven, nos hacían tantas contradicciones, que muchas naos padecieron tormentas, y algunas naufragio, sin poderse socorrer unas a otras. Entre las que padecieron naufragio fue la que llevaba mi esposa y a mí, que aunque soltaron pieza, o no nos oyeron, o no pudieron socorrernos, sino fue una que iba a vista de la nuestra, que compadecidos los marineros, contra su costumbre, de nosotros, acudieron a tan buen tiempo que pudo salvarse la ropa y las personas antes que del todo se hundiese. Los soldados y marineros, después de haberse anegado nuestro navío, y pasado al otro, acudieron a regalar a la mal malograda de mi esposa, que aunque era tan varonil, el temor de la tragada muerte la tenía turbada, y así fue parecer de todos que no siguiésemos la armada hasta ver que la gente hubiese respirado del trabajo pasado. Descubriose una isla despoblada, adonde con algún trabajo pudimos arribar. Reparámonos del cansancio y trabajo, hicimos agua, que la hallamos muy buena, y algunas frutillas con que nos refrescamos, y dentro de quince días nos hicimos a la vela siguiendo la flota, que no pudimos alcanzar. Llegamos a vista del estrecho, después de haber andado perdidos mucho tiempo. Descubriéronse grandes y altas sierras, con muchos árboles frutales, y infinita caza, según supimos de pobladores que dejó allí la armada, aunque ni saltamos en tierra, ni nuestra cabeza lo consintió por volver a seguir la flota.




ArribaAbajoDescanso XX

Estando esperando viento para volver la proa, vimos venir muchísimas aves en aquella parte del estrecho, donde había unos hombrezuelos pequeños de estatura, porque en la otra son altísimos y membrudos, que casi las aves se señorean de la tierra, de manera que los hombrecitos huían de ellas; nos vino un viento tan poderoso, que nos hizo pasar el estrecho sin poderle resistir, con grandes daños del navío, porque siendo la orilla muy llena de bajíos, íbamos casi arrastrando por la arena las áncoras, fuera de no estar el estrecho llano como el de Gibraltar, sino haciendo combas y senos, y topando en las áncoras que había dejado la arena por allí. La presteza del viento fue tanta y tan sin pensar, que no tuvieron los marineros traza para defender al navío. Pasamos de la otra parte con todos estos peligros de golpes que el navío daba, y duró tanto, que nos rompió las velas mayores, aunque las demás se amainaron, dejaron el trinquete de proa para que la inmensa furia del aire nos llevase adonde quisiese, sin poder dar bordo ni ver lugar adonde pudiésemos tener recurso ni socorro. Al fin anduvimos seis meses perdidos, faltando ya todo lo necesario para conservar la vida, arrojados y sacudidos de las olas por tan inmensos mares, de nadie conocidos y navegados, perdida la esperanza y el gobierno sin saber hacia dónde caminábamos, dispuestos cada día para ser manjar de monstruos espantables, fuera de nuestro elemento, y acabadas ya comida y bebida, de suerte que no había quedado cuero de maleta que no hubiese sido dulcísimo mantenimiento de su dueño, si se las dejaban comer a solas, con un temor horrible, de imaginar la sepultura que teníamos abierta en las no habitadas cavernas del profundo mar, o en las hambrientas entrañas de sus indomables bestias. Creyendo que ya todo el mundo hubiese tornado a ser agua otra vez por el diluvio general, comenzaron todos a decir en un grito: ¡Tierra, tierra, tierra! porque descubrimos una isla de tan altos riscos cercada, y ellos adornados de tan levantados árboles, que parecía alguna cosa encantada, y apenas la descubrimos, cuando en un instante se desapareció, no por arte mágica sino por la fuerza de una corriente que nos arrebató el navío contra nuestra voluntad, sin ser poderosos para resistirlo, hasta que la misma corriente nos echó a un lado, entre unos remolinos tan furiosos, que tuvimos por cierto que se tragara el navío, y a nosotros con él; pero volviendo en sí los marineros, y no habiendo perdido el tiento donde se descubrió la isla, parecioles que dando bordos con el trinquete, llevando siempre a vista la corriente, sin acercarnos a ella, podíamos tornar a cobrar la isla; pero yo fui de opinión y parecer que amainasen el trinquete, y con los dos barcos que iban amarrados en la popa, llevásemos el navío a jorro; porque si la corriente arrebatase uno de los barcos, sería fácil de volver al navío; mas si arrebatase el navío, tornaríamos a perder el tiento, y aun las vidas; y encomendándonos todos al bendito ángel de la guarda, con grandísimas plegarias y oraciones, y bogando los barcos aquellos que más robustos o menos flacos habían quedado por la falta de los mantenimientos, remudando de cuando en cuando porque todos se alentasen con la esperanza de ir a buscar tierra, pusimos en la guía o en lo más alto del árbol mayor un hombre muy bien atado que fuese descubriendo con grande vigilancia, y avisando lo que pareciese que se descubría; y al cabo de dos días al punto que ya nos parecía que habíamos perdido el camino de nuestra salud, tornarnos a ver aquellas altísimas y tajadas peñas, más empinadas que el Calpe de Gibraltar, pero llenas de tan próceros y vistosos ramos, que alentó de manera a todos mis compañeros, que fue menester quitarles los remos de las manos, porque con las ansias y encendidos deseos que tenían de llegar a tierra, por poco dieran otra vez con el navío en la corriente, y con las personas en la última miseria de desesperación. Pero dándoles una grande voz, les dije: Compañeros, ya que Dios os ofrece, tras de tantas desventuras, hambres y trabajos, ocasión en que se conozca cuánto puede la industria junta con el valor de los pechos, que tanto tiempo han estado firmes, siendo terreno de increíbles golpes de fortuna, si ahora nos faltase la cordura y sufrimiento para con prudencia considerar cuánto más cercanos estamos de la muerte que en todo el tiempo que nos ha traído la fortuna jugando con nuestras vidas, no sería ya culpa suya, sino nuestra, precipitamos en tan evidente peligro como el que hemos tocado con las manos y visto con los ojos. Y siguiendo mi parecer en lo que tanto nos importaba, fuimos acercándonos a la isla con tanto tiento, que aunque diéramos en la corriente con alguno de los barcos, con la mucha atención que todos los marineros de conocimiento llevaban, no se recibiera daño que no fuera fácil de reparar. Caminamos tanto y tan atentamente, que veníamos a hallarnos menos de media legua de la isla, y muy cercanos a la corriente, que al parecer de los más experimentados, comenzaba sobre la isla muy poco trecho, y se extendía por ambos lados, de manera que dejaba la entrada imposible y la isla inaccesible, como le dimos el nombre. Y aunque la corriente no era tan extendida como en lo que por nuestro daño habíamos visto, era mucho más furiosa, por ser en aquella parte más angosta.

Al fin, estando suspensos, y sin consejo sobre lo que se había de hacer, yo dije resueltamente: ¿Allí hay tierra y riscos? pues aquí ha de haber lo uno y lo otro. Y determinadamente hice arrojar el áncora, y a poco trecho aferró de suerte, que todos quedamos muy contentos y con esperanza de salvamento. Hecho esto, pedí todos los cabos, sogas y maromas, de que había abundancia, también como de pólvora, porque no se había ofrecido lance en que gastar lo uno y lo otro, y atadas fuertemente una soga con otra vino a ser tanta la cantidad, que podía el barco llegar a la isla, y echando en él cincuenta compañeros, y los más fuertes que me pareció, con sus arcabuces, frascos y frasquillos, bien llenos de pólvora, y yo por cabo de ellos, aviando en el navío, que aunque nos arrebatase la corriente, fuesen dándonos cabo, y alargando con mucho tiento las maromas, hasta ver en qué parábamos; nos dejamos llegar, guiándonos el bendito ángel de la guarda, y arrebatándonos la corriente, sin recibir el barco otra alteración, sino ir con mucha furia. a poco trecho nos hallamos en un abrigo, o seno que hacía la isla por aquella parte, tan sosegado, que si era grandísima la furia de la corriente, no era menos mansa y quieta la playa o puerto adonde nos arrojó. Con este infeliz, y no pensado suceso, fuimos bogando, arrimados al levantado risco para buscar alguna entrada, y luego vimos a la puerta que hacia el encorvado abrigo, un ídolo de espantable grandeza, y más admirable hechura, y de novedad nunca vista ni imaginada: por su grandeza era como de una torre de las ordinarias; sustentábase sobre dos pies tan grandes, como lo había menester la arquitectura del cuerpo: tenía un solo brazo que le salía de ambos hombros, y éste tan largo, que le pasaba de la rodilla gran trecho: en la mano tenía un sol o rayos de él, la cabeza proporcionada con lo demás, con solo un ojo, de cuyo párpado bajo le salía la nariz con sola una ventana: una oreja sola, y esa en el colodrillo: tenía la boca abierta, con dos dientes muy agudos, que parecía amenazar con ellos: una barba salida hacia fuera con cerdas muy gruesas: cabello poco y descompuesto. Pero aunque pudiera espantarnos esta visión para no pasar adelante, como íbamos buscando la vida, y se había de hallar en tierra, caminamos hacia el ídolo, por donde estaba la pequeña entrada para la isla, de nadie jamás vista ni comunicada, y al punto que llegamos el barco a la entrada, salieron los dos altísimos gigantes, de la misma hechura que tengo pintado el ídolo, y cogiendo el barco cada uno de su lado, fue tanto el espanto nuestro y la violencia suya, que sin podernos valer, nos vaciaron en una cueva que estaba al pie del ídolo: y a un pobre compañero que tuvo ánimo para disparar el arcabuz, cogió un gigante de aquellos, ciñéndolo con la mano por medio del cuerpo, y lo arrojó tan lejos, que le vimos ir por encima del agua grande trecho, hasta que cayó en el mar. Yo tuve advertencia de amarrar el barco a un tronco de un árbol que estaba cerca de la entrada, antes que llegásemos a ella, que después nos fue de mucha importancia, no previniendo el daño que nos había de venir, sino porque el barco no se fuese hacia la corriente.




ArribaAbajoDescanso XXI

Los gigantes, así como nos echaron en la cueva, taparon la boca, dejando caer un troncón de un árbol, que estaba en la puente superior pendiendo, a manera de puerta levadiza, que hizo con el encaje y golpe temblar, no solo la cueva y el ídolo; pero por un resquicio o ventana que salía a la mar, la violencia del viento movido levantó tan grandes olas en ella que sentimos nuestro barco dar muy grandes golpes, por la grandeza y pesadumbre suya, porque no creo que me engaño en decir que tenía el tronco treinta varas de circunferencia, y de alto más de sesenta; era de una materia tan maciza y pesada como la más dura piedra del mundo. Los gigantes con el gran servicio que habían hecho a su ídolo, comenzaron a bailar y danzar, y hacer sones descompuestos y desconcertados en unos tamboriles roncos y melancólicos, que más parecía ruido hecho en bóveda, que son para bailar. En tanto que ellos estaban atentos a sus juegos, y entretenidos a costa de nuestras vidas, nosotros llorábamos la desventura nuestra y la fuerza del hado que con tal violencia nos había tratado y traído a punto que ya que nos parecía haber hallado algún alivio a tan continuos e incesables trabajos, nos había puesto a morir de hambre y sed entre cuerpos muertos, de los que sacrificaban a su insaciable ídolo; pero como no se ha de perder el camino en cualquiera adversidad, sí los trabajos son la piedra de toque del valor y del ingenio, luego se me representó el modo de podernos valer en tan apretado paso, adonde el ánimo, el ingenio y la presteza habían de concurrir juntos en un instante. Y como estaban contentos y divertidos en sus fiestas, y realmente era gente sencilla, y les pareció que con aquel lance y con tenernos encerrados en tan obscura sepultura, no habría más memoria de nosotros; pudimos, aunque con trabajo, venir a la ejecución de mi intento, que fue de este modo: Tomé las cuerdas que me parecieron necesarias, y con los huesos blancos de aquellos muertos que había más descarnados, tomando los más pequeños, hice una escala con que pudiésemos llegar al resquicio que tengo dicho, que no pudo hacerse sin mucha dificultad, porque como todo era peña viva, no dio lugar a que se pudiesen hacer agujeros para subir a poner la escala; mas como la necesidad es tan grande maestra, y no iba menos que la vida en hallar modo para poner la escala, tomé un hueso de un espinazo bien descarnado, por el agujero metí una cuerda, y juntando los dos cabos que se quedaban debajo, con la mayor fuerza que se pudo probamos todos a tirar el hueso hacia la ventana o resquicio, criado en las montañas de Ronda, tuvo tan buen modo, traza y fuerza, que acertó a colar el hueso por el resquicio, de manera que quedó atravesado o encallado; entonces atando la escala a un cabo de aquellos, y tirando por el otro, llegó la escala a lo alto, y teniendo mis compañeros del cabo que había quedado abajo, yo subí con mucho tiento por la escala, y la aseguré de manera, que todos pudimos subir al resquicio y bajar al barco.

Hallada esta ingeniosa traza, tomé la pólvora de todos los frasquillos, y mientras mis compañeros subían y bajaban al barco, hice una mina debajo los pies del ídolo, que había muchos huesos donde hacerla, y dejándola bien tapada, con menos de un palmo de cuerda encendida, subime por la escala y salté en el barco, y desviándonos con los remos adonde no nos pudiera el daño alcanzar, apenas nos pusimos a mirar lo que pasaba, cuando dio la mina tan espantable trueno que alborotó las aguas, y resonó el ruido por la mayor parte de la isla, y el ídolo dió tan increíble caída sobre los danzantes, que hizo pedazos docena y media de ellos. Los demás viendo que aquel en quien tenían confianza, les había muerto los compañeros, dieron a huir, metiéndose la isla adentro, y dejando desamparado todo el sitio que nosotros habíamos menester; entramos dentro, dejando el barco bien amarrado, y todos a un tiempo nos arrojamos y besamos la tierra, dando inmensas gracias al Fabricador de ella por habernos dejado pisar nuestro elemento. Y aunque nos espantó el estrago que había hecho el ídolo, y nos pudiera detener el espectáculo que teníamos delante de los ojos, viendo cubierto el suelo de aquellos exorbitantes monstruos, como vimos la tierra escombrada de ellos, y la hambre y sed hallaron en que ejercitar su oficio, arremetimos a unos árboles frutales excelentísimos, y a una alegrísima fuente que nacía al pie de un peñasco, muy cercada de ojos más claros que los de la cara. Yo fui a la mano a los compañeros, estorbándoles que no encharcasen en fruta y agua, porque no se corrompiesen, y lo que buscábamos para la vida, nos acarrease la muerte: y mirando a un lado y otro, vimos un gigante de aquellos sobre quien había caído el ídolo, vivo, pero quebrado, y las piernas de suerte que no podía menearse, y haciéndole señas que nos dijese dónde había mantenimiento, nos señaló con la nariz, que no podía con otra cosa, una cueva que tenía la entrada llena de árboles muy verdes y muy espesos, tanto que la hacían dificultosa, a lo menos para los naturales, que para nosotros no, y supimos después, que nadie podía entrar allí sino cuando se hubiesen de sacar mantenimientos para la república o el común, so pena de no comer de ellos en cierta cantidad de tiempo. Al fin, entramos en la cueva muy ancha y clara por de dentro y con muchos apartamientos, donde había cecinas de pescado y carne suavísimas, muchos tasajos bien curados, y una fruta más gorda y más sabrosa que avellanas, de que usaban en lugar de pan, y otros muchos mantenimientos de que cargamos el barco, y hinchendo una docena de cueros de agua dulce y fría, enviamos a los compañeros que ya nos tenían por muertos, con que todos se alentaron comiendo y bebiendo del mantenimiento y agua fría dulcísima, y tornaron dando orden, que dejando en el navío alguna guarda para las mujeres de los que ya habían estado en la isla, los demás en los barcos viniesen a ella, usando siempre de los cabos y sogas, que de otro modo no podía ser; y bien llenos los estómagos de comida, y los frascos de pólvora y cuerdas, se pasaron a nuestra compañía.




ArribaAbajoDescanso XXII

Interrumpieron la relación que iba dando el doctor Sagredo unos portugueses que venían de la Vendeja con cuatro cargas de lienzo, por una senda, a su parecer, segura de los salteadores, por ser muy nueva; y como ellos la sabían mejor que los portugueses, dieron con ellos a la boca de nuestra cueva; de manera, que turbados del no pensado encuentro, se arrodillaron, diciendo: Por as chagas de Deus naon nos matades como a patifes, nen tomedes venganza en nosas patuvisadas, que fez a santa Forneira a os castelhanos. Sosegaos, mentecatos, dijo el caudillo, que no queremos sino que nos vendáis el lienzo a como os ha costado. De muito boa vountade, dijeron ellos, y sacando el libro de caja, donde venían escritos los precios, cada salteador pidió lo que había menester; y mandando el caudillo que pagasen el dinero antes de tomar el caudillo que pagasen el dinero antes de tomar el lienzo, de que yo me admiré, que usase de tanta piedad con los portugueses. Tomaron su dinero, y desenfardelando para medir el lienzo, y tomando la vara para medir, dijo el caudillo a los portugueses: Aquí tenemos nuestro contraste y medida, como república libre; y no medimos con las varas que por allá se usan, sino con las que acá tenemos; y pidiendo la vara para medir el lienzo, le trujeron una pica de veinte y cinco palmos, con que ellos midieron, y dieron a cada uno las varas que habían pedido, que les debió de salir a cuartillo por vara, con que ellos quedaron riéndose y contentos, y los portugueses callaron, y se fueron descargados del peso que traían. Reímonos nosotros, sino fue el doctor Sagredo que prosiguió su cuento, diciendo: Antes que la fortuna diese vuelta a la rueda de nuestra prosperidad, nos dimos tan buena maña, que dejamos con el saco la cueva casi vacía, nuestro navío lleno, no solo de frutas secas y frescas, pero de mucho pescado seco, carne, cecina y muchas botas de agua, y otros licores que bebían aquellos gigantes de mucho gusto y substancia; pero no fue tan seguro que a los fines no nos sobresaltasen los gigantes, porque como hallamos la tierra sin contradicción, y el cansancio y trabajo de la mar pedían reposo en tierra, tomámoslo de manera, que nos dormimos en los descansos frescos de aquella cueva, que ella era de manera apacible por las salas y remansos que tenía llenos de comida, y a trechos unas fuentecillas heladas, que aunque estuviéramos muy descansados, nos obligara a sentar allí nuestros tabernáculos. Duramos dos días en este regalo y fresco, hasta que al tercero, estando hasta como entre las doce y la una sesteando, sentimos tan gran ruido y alboroto de gente y tamboriles, que recordamos todos, diciendo: Arma, arma, porque venía toda la isla llena de gigantes sobre nosotros, y acudiendo a los arcabuces, no hallamos cuerda encendida, ni fuego en que encenderla, ni hombre que hubiese sacado del navío pedernal, eslabón y yesca; comenzaron a decir: Perdidos somos; pero yo, antes que el temor tornase posesión de los corazones con la imposibilidad de la defensa por verse encerrados, y no poderse aprovechar de los arcabuces di orden que la mayor parte de ellos quitasen de aquellos maderos que dividían un apartamiento de otro, y lo pusiesen a manera de trampa, en que tropezasen; después de haber rompido la dificultad de los árboles, que como arriba dije, hacían la entrada muy dificultosa a los gigantes, y los demás tomamos unos palos muy secos, cada uno dos, que eran unos de moral, y otros de yedra, y de cañaleja, o como más a mano se hallaban, y fregando el uno con el otros fuertemente, a poco espacio vinieron a humear, sacando lumbre, y nosotros a encender las cuerdas y aprovecharnos de los arcabuces, y tuvimos demasiado tiempo para todo, porque su intento no fue venir sobre nosotros, que ya nos tenían por más que muertos, sino a ver el estrago que su ídolo había hecho, que los que habían escapado de él habían ido a dar cuenta a su gobernador, que llamaban todos Hazmur, y trayéndolo con mucha majestad sobre cuatro muy grandes vigas, en una silla hecha de mimbres a manera de cesto, le mostraron hecho pedazos a aquel en quien adoraban, y los que él con su caída había despedazado y destripado, y no supiera que estábamos allí, si el mismo gigante, derrengado, que nos mostró la cueva, no se lo dijera, lo cual sabido, arremetieron a la boca de la cueva, tirando peñascos, desgajando y arrancando de los árboles que les estorbaban a la entrada, aunque el que llegaba primero, o tropezaba y caía en las trampas, o los derribábamos con las balas, porque aunque hubo opiniones que les tirásemos a el ojo que tenían solo, porque sin él no podían atinar a la boca de la cueva, la mía fue, que cebando los arcabuces con dos balas, se les tirase a las piernas, porque el tiro del ojo no era tan cierto como estotro, y todos caían, sirviéndonos de saetera y trinchera, así los maderos que habíamos puesto, como los árboles espesos que estaban a la entrada, y aunque las muchas piedras o peñas que arrojaban pudieran hacer gran daño en nosotros, como perdían la fuerza de los árboles, cuando llegaban a las trampas hacían muy poco, o ninguno; fueles tan mal, que admirado su gobernador de tan grande novedad, mandó que se retirasen del mal que hacían y que recibían de la cueva, pareciéndole que, pues el ídolo había caído con tan grande espanto, y los que tenían por muertos herían a los vivos, debía de haber alguna fuerza superior que causaba tan grande daño en ellos. Al punto obedecieron y se sosegaron con caída de algunos de ellos, y ningun daño nuestro, y haciendo demostraciones de paz y de amistad, el gobernador, mirando al cielo y alzando hacia él la mano, nos dio seguro que podíamos manifestarnos libremente, y estar sin recelo hablándole y dando razón de quién éramos y de nuestra venida allí, y fue el mejor tiempo del mundo, porque si más tardaran, se nos acabara la munición, y con grande ánimo salimos muy en orden hechas tres hileras, y las cajas sonando en sus puestos con gentil correspondencia y aire. Fue tanto el gusto de aquella sencilla gente, a lo menos de los que no estaban heridos, que en oyendo el son y orden de las cajas, se les cayeron las duras armas de las manos, mirando con admiración grande y alegría a su señor, que siempre se había estado en la silla en hombros de los que le habían traído acuestas, y él quedó como suspenso y admirado de ver en tan pequeña gente dos brazos y dos piernas, y las demás partes del cuerpo dobladas, y mucho más del ánimo y traza con que procedíamos; y haciendo alto en la boca de la cueva, nos paramos a ver aquella espantosa gente llena de pieles de animales, y de plumas de muchos colores, y la gravedad de su gobernador, respetado, temido y obedecido en sus mandamientos. Habiendo considerado el modo con que podíamos hablar en nuestra defensa con las señas más naturales y semejantes a la verdad que pudimos declarar lo que sentíamos; dejadas prolijidades y señas, y las demás dificultades que por entonces se allanaron, el gobernador nos preguntó tres cosas: si éramos hijos de la mar; y si lo éramos, cómo éramos tan pequeños; y siendo tan pequeños, cómo habíamos osado entrar entre gente tan grande como la suya. A lo primero respondimos que no éramos hijos de la mar, sino del Dios verdadero, superior al suyo, y como tal los había castigado, porque viniendo maltratados del mar a pedirle hospedaje, nos habían querido matar. A lo demás respondimos que la grandeza no consiste en la altura del cuerpo, sino en la virtud y valor del ánimo, y con él osamos entrar en su tierra y pasar todas las aguas del furioso mar; y que los hijos del Dios, fabricador del cielo y de la tierra, no temían los peligros que les podían suceder de las manos de los hombres, especialmente si no adoraban aquel que era Señor universal sobre todas las dignidades del cielo y de la tierra, y Criador del mismo sol a quien ellos adoraban. Aquí mudó la conversación, como oyó decir que el sol tenía superior, y preguntó a qué fin había sido nuestra venida. Respondimos la verdad, refiriendo algunos de nuestros trabajos, y acordándole la obligación que tenían unas criaturas a otras, en razón de ser hijos de Dios, a socorrerse y ampararse en las necesidades y desventuras, y que esto le pedíamos como a hombre que tenía lugar supremo, y le había puesto Dios para juzgar las causas de premio y de castigo. Dio muestras de admirarse de nuestra respuesta, y la suya fue que le había parecido muy bien lo que habíamos dicho; pero que él no podía, sin avisar al rey de la isla de tan grande novedad, recibirnos y ampararnos, porque tenía pena de la vida si lo contrario hiciese; y suplicándole nos concediese licencia para enviar al navío cuatro compañeros, que para todos, ni la quiso dar, ni nosotros desamparar la puerta de la cueva, diciendo que iba por mantenimiento de los de nuestra tierra, y con la mayor diligencia que pudieron entraron en el barco, haciendo señas al navío que tirase de los cabos. Entre tanto el gobernador despachó un correo al rey de la isla a darle noticia de lo que pasaba.

El correo era un perro de que usaban para las diligencias importantes, que metiéndole en la boca un cañuto atravesado, y dentro unas hojas de árbol muy anchas con las cifras de lo que avisaban, bien arrolladas las hojas, las ponían en el cañuto, y al perro le ponían un barboquejo bien apretado para que no se le cayese el cañuto, ni se parase a comer y beber; de suerte que solo le quedaba la boca libre para carlear o resollar, y no para otra cosa, y en teniéndolo bien puesto, le despachaban con cuatro palos, con que lo hacían llegar más presto a su querencia, que debían ser cuatro leguas; y en viéndolo venir le salían a recibir al camino, y regalándolo con comida y bebida, hachan con otro perro lo mismo; de manera que la estafeta podía caminar cien leguas cada día; pero tenía pena de sacrificarle al ídolo el que le estorbase el viaje al perro, o le estorbase que no llegase a su manida, o mansión, o descansare donde había siempre perros de las ventas más vecinas, a quien trataban mal, porque volviesen con más amor a sus querencias. Mientras mis compañeros fueron al navío, el gobernador mandó que no les dejasen entrar en la cueva sin ver lo que llevaban, ni a nosotros salir de ella; con pena que si alguno saliese le matasen, y estaba nuestro remedio en la venida de los compañeros, porque habían ido por pólvora y balas, que nos había quedado muy poco de ambas cosas, lo cual aseguraron con mandar el gobernador que no se quitasen seis guardas de junto a la boca de la cueva de noche, porque de día todos lo podían ver. Fuenos forzoso cuando los compañeros venían, decirles que se tornasen al barco, hasta que diésemos traza para que pudiesen entrar, y pensando cómo quitaríamos las guardas de noche, díjele, que en oyendo algún movimiento o ruido, entrasen con toda la priesa que pudiesen; y para esto de día, cuando las guardas se quitaron de su puesto, estando la gente descuidada, derramé por el suelo, donde se sentaban, pólvora revuelta con algunas chinas menudas, e hice desde allí hasta nuestro puesto, una reguerita de la misma pólvora. En llegando la noche, se pusieron las seis guardas en su lugar, y estando los unos sentados y los otros tendidos sin calzones, porque no los usaban, dimos fuego a la reguerita, y llegando en un instante a la pólvora que tenían debajo, les abrasó aquella parte de manera, que con las chinas y la pólvora, muchos días no se podían sentar. Ellos y los demás, con su sencillez, entendieron que el fuego había salido de la tierra, y fueron todos temerosos y admirados a contarlo a su gobernador, y entonces los compañeros con otros dos que habían quedado en el navío, entraron con mucha priesa, trayendo seis costalillos de pólvora y balas, con que nos animamos y pusimos en defensa para lo que nos pudiera suceder. Pasamos la noche con cuidado, haciendo centinelas, y atrincherándonos de nuevo con los maderos; pero como ellos no entendieron que el daño era de la parte de dentro, no hicieron diligencia con nosotros. A la mañana, al tiempo que el sol salía, se pusieron todos mirándolo, y con una música de aullidos y cañas, le hicieron la salva con muy pocas palabras y muchas veces repetidas.




ArribaAbajoDescanso XXIII

Volvió el perro o correo con su cañuto en la boca, en que venía escrito con sus señas que no nos dejasen en la isla, porque gente que tenía los miembros doblados también tendrían la intención doblada: y para la conservación de la paz que siempre habían profesado, no podían sustentarla si forasteros se apoderaban de su tierra, que si en su república había alguna alteración, teniendo quien les acudiese sería el daño mayor. Que en tanto se conserva la paz, en cuanto los inquietos no tienen quien los favorezca, y que no habiendo obediencia de los inferiores a los superiores no puede haber paz. Que si los alborotadores de ella no tuviesen quien se les allegase, vivirían en quietud y sosiego. Que los animales de una misma especie tienen paz unos con otros; pero si son de diferente especie, nunca tienen paz, y así haríamos nosotros con ellos. Que lo que habían siempre guardado para sí, sin comunicación ajena, no era bien que forasteros entrasen a gozarlo. Que no podía haber buena amistad con gente de diversas costumbres para vivir en paz. Y que habiéndose de administrar justicia con igualdad, habíamos de ser tan favorecidos como los naturales, y luego entrarían las enemistades a inquietar la paz. Así mandaba que no nos admitiesen en la isla, pero que nos dejasen ir con seguridad. Esta respuesta nos la dieron para la salida, pero con tanta priesa que no nos consintieron estar medio día en la isla.

Salimos con más priesa de la que nos dieron, adivinando lo que nos había de suceder; porque apenas estuvimos en el barco cuando entraron en su cueva, y como la hallaron sin mantenimientos, acudieron a la orilla del mar, arrojando piedras y peñascos sobre nosotros, tan espesos, que si el barco no fuera tirado y ayudado del navío, nos hundieran mil veces. Llegamos, y hallé a mi esposa y a las demás mujeres del navío tan deseosas de vernos como si hubiera muchos años que estábamos ausentes. Y sosegados en nuestro navío como los marineros se habían refrescado, no habían estado ociosos, hallámosles velas remendadas, jarcias, y obras muertas reducidas a mejor estado, y todo cuanto era necesario reparado, y con el viento que a los marineros les pareció salimos de aquella isla inaccesible, y con el mantenimiento que bastó para dar una vuelta al mundo, que para no ser prolijo, al cabo de un año, con hartos trabajos, nos vinimos a hallar cerca del estrecho de Gibraltar, donde fue mi mayor desdicha y desventura; porque como nuestro navío venía maltratado de tan continuos movimientos y trabajos como había sufrido, llegó un navío de infieles, y a vista de Gibraltar nos cañonearon a su salvo, de suerte que nos hubimos de rendir, y matando algunos de los compañeros, lo primero que hicieron fue entrar dentro y llevarse a mi esposa y un pajecillo que nos servía, con otras mujeres de los compañeros, y como fue a vista de Gibraltar, y la gente tiene valor y piedad, acudieron con toda la presteza posible a nuestro socorro en diez o doce barcos, llevando por cabeza a don Juan Serrano y don Francisco su hermano, que dio una cuchillada a un valeroso caudillo, como la de don Félix Arias, que le cortó el casco de hierro y le abrió la cabeza, de que cayó muerto en el agua, que nos importó la vida; pero a mi esposa la muerte, porque los enemigos se retiraron del daño que nos iban haciendo, recogiéndose a su navío con las mujeres. El que había robado a doña Mergelina, enamorado de su hermosura, quiso forzarla, y huyendo de él, delante de mis ojos, asiose con las jarcias y cayó en la mar, sin ser socorrida de los herejes. Llegó la noche, y la gente de Gibraltar, llenos de piedad y misericordia, nos echaron en tierra, y nos albergaron con regalados alojamientos en casa de don Francisco Ahumada y Mendoza, y estos tornaron a ver si podían destruir aquellos enemigos de la fe y de la corona de España. Partime ayer de Gibraltar, deseando más la muerte que la vida, aunque no tan de espacio como va ésta. Acabó su relación el doctor Sagredo, y haciendo las exequias de su mujer con lágrimas, los dos que estaban con nosotros quisieron consolarle, ayudándole a llevar su pena muy pesadamente, porque querían por fuerza que se alegrase; ignorancia de gente que sabe poco, que mucho más se consuela un desconsolado en decirle que tiene razón de estarlo, que no con querer que con la reciente pasión muestre contento; que quieren forzar al paciente a que dance y baile el cuerpo, teniéndolo casi sin alma, con razones bárbaras y consuelos tan pesados como ellos, que es corno hacer que un río, vuelva su corriente atrás. Las aflicciones de los atribulados y tristes se han. de aligerar con darles a entender con el semblante, que les alcanza parte de su tristeza, que les sobra la ocasión para estar tristes, que teniendo quien los ayude a sentir, ya que del todo no se consuelen, a lo menos vase templando la pasión. A dos géneros de gente no tengo por acertado que se oponga nadie, siendo fresco el accidente, a los coléricos y a los tristes, que es venir a ser muy mayor el daño en ambas personas. A un cierto juez, no muy sabio, acabando de cenar se le antojó de azotar a un hombre honrado, y habiendo mandado encender hachas para la fiesta, como la ciudad se alterase, y diesen voces sobre el caso, él se encendía más, de modo que llamó al verdugo con gran determinación de hacerlo, por la contradicción que le hacían. Estando ya del todo perdido llegó un hombre de buen discurso, y dijo: Bueno es que teniendo tanta razón el señor corregidor, le vayan a la mano. Castíguelo vuesa merced, que todos se holgarán de ello; pero porque estos no le pongan en la residencia esta determinación, llame vuesa merced un escribano, y haga un poco de información. Satisfízole al juez esto, y al segundo testigo que tomó se le fue la pasión y alteración del celebro, que estas dos pasiones no admiten contradicción, sino templanza.




ArribaAbajoDescanso XXIV

Como los vaqueros o bandoleros andaban con la sospecha dicha, ni querían soltar a los que tenían en cuevas, ni dejar pasar a los que iban siguiendo su viaje, porque no hallasen testigos tan cercanos, pareciéndoles que no tenían bien averiguados sus delitos. Hallaron un pajecico muy hermoso, que venía solo, y habiéndolo asido cerca de nuestra cueva, le quisieron atormentar porque dijese con quién venía y por qué se había adelantado de la compañía, creyendo que lo habían echado para descubrir tierra, y que los amos serían, o gente rica, o que viniesen a hacerles daño, que después no pudieron excusar. Negando el paje lo que le pedían, le mandaron que se desnudase, para forzarle a confesar la verdad. Él, con mucha desenvoltura y gracia, les preguntó quién era el caudillo o cabeza de aquella compañía. Díjole Roque Amador, que así se llamaba: Yo soy; ¿por qué lo preguntáis? Pregúntolo, dijo el paje, porque tengo tan grandes informaciones de vuestra justicia y gobierno, que no habéis jamás hecho injuria a quien os trata verdad, y con esta confianza os diré quién soy. Como aquellos bandoleros o vaqueros tenían aquella Sauceda por defensa y sagrado, vivían como gente que no habían de morir, sujetos a todos los vicios del mundo, rapiñas, homicidios, hurtos, lujurias, juegos, insultos gravísimos; y como por ser grande, que tiene aquella dehesa diez y seis leguas de travesía, y por algunas partes tan espesa de árboles y matas, que se pierden los animales por no acertar a sus habitaciones, no tenían temor de Dios ni de la justicia, andaban sin orden y razón, y cada uno siguiendo su antojo, si no era cuando se juntaban a repartir los despojos de los pobres caminantes, que entonces había mucha cuenta y razón. Llegó un bellaconazo en camisa y zaragüelles, después que había jugado lo demás, y renegando de su suerte, con mucha furia hizo suspender el tormento del paje, diciendo: ¡Maldiga Dios a quien inventó el juego y a quien me enseñó a jugar! ¡Que unas manos que saben derribar un toro, no sepan hacer una suerte! Mas deben estar descomulgadas, pues echan contra mí treinta pintas en favor de un medio gallina, o medio liebre. ¿Hay alguien que se quiera matar conmigo? ¿Hay algún diablo con sus pies de águila que se me ponga delante, para que ya que no me ayude a jugar, me ayude a matar? ¡Que no llegue blanca a mis garras que no me la agarren luego! ¡Ni me basta usar de trampas, ni aprovecharme de fullerías, para que no vaya todo con el diablo! ¡Voto a tal, que tengo de ir a jugarme a las galeras! Quizá por aquí, o me llevará el diablo, o tendré más ventura. Mas alzábame con la zurda siempre que yo tomaba el naipe, que tengo hechos mil juramentos de nunca parar a momo, y me los pone siempre el diablo delante. Y con el barato que yo le di ha entrado en vuelta para desollarme cerrado; mas púsose al lado otro tan grande gallina como él, que desea siempre que yo pierda. ¿De qué se ríen? ¿Soy yo algún cornudo? Mienten cuantos se ríen. Ríense, dijo el caudillo, de los disparates que decís. Callad, y pues sabéis que sois desgraciado, no juguéis ni digáis blasfemias, que os haré dar tres tratos de cuerda. Harto mejor será, dijo él, darme tres escudos para probar la mano y dar de comer a mi moza, que le he jugado cuanto trujo a mi poder. Vicio endemoniado, más que todos los que ejercitan los hombres, que el jugador nunca está quieto: si pierde, por desquitarse; si gana, por ganar más. Este acarrea la infamia, la poca estimación de la buena reputación, la miseria que padecen mujer e hijos, ser miserable en lo necesario por guardar el dinero para el juego, y envejecerse en él más presto de lo que había de ser; y cuando mucho granjea, es alcanzar que los tahures conocidos vayan a jugar a su casa, donde, si los puede acarrear, sufre desvergüenzas de tonos que le abrasan el alma: que como la mayor parte de ellos son hombres sin obligaciones, se arrojan a decir cualquiera libertad, y en no sufriéndolas por callar, no vuelven a darle el provecho; pero son tan grandes poltrones los que dan en esto (trato de la gente ordinaria, y que por comer y beber viciosamente echan la honra a las espaldas), que los caballeros y los que tienen renta y hacienda segura, el tiempo que han de estar ociosos después de haber cumplido con sus obligaciones jueguen, no es culpable, porque evitan cosas de más daño y escándalo; pero el que tiene cuatro reales para mantener su casa juegue ciento, ¿cómo se puede llevar sin que lo paguen las joyas y vestidos de la pobre mujer, y la desnudez y el hambre de sus hijos. y dar en otras cosas peores como este desventurado. aborrecido aun de aquellos que le acompañaban en sus delitos, robos, homicidios y fuerzas?

Acabó éste sus quejas, y llegándose la noche, con que se dejó por entonces la averiguación del paje, le pusieron en un apartamiento dentro de nuestra cueva, porque no fuese a dar soplo a los que pensaban venir con él, mandándonos que no hablásemos con él palabra, ni le aconsejásemos cosa, so pena que nos matarían. El paje estuvo toda la noche suspirando, y si alguna vez se dormía recordaba con grandísimas ansias, y nosotros no teníamos osadía para preguntarle de qué se quejaba, o qué tenía. Como ellos andaban de paso sobre la sospecha, que no les importaba menos que la vida, recogíanse de noche adonde no los pudiesen hallar, que había bien donde hacerlo y de cualquiera ruido de personas o animales se recelaban y recataban. En amaneciendo fueron a visitar las cuevas, donde tenían presos o recogidos a los pasajeros, y viniendo a la nuestra nos hallaron como nos habían dejado, sin haber hablado palabra con el paje, a quien llamaron primero que a nadie, queriéndole apretar a que dijese lo que le habían preguntado. El paje con mucha cortesía y donaire, dijo: Sr. Roque Amador, ayer pregunté cuál era la cabeza y caudillo de esta compañía, porque siéndolo vos, tendría mi partido seguro, por el buen nombre que tenéis. Que no es hazaña para vos, atormentar una sabandija tan sola y miserable como yo, ni manchar vuestra opinión, empleando vuestro valor en lo que más os puede desdorar, que aumentar vuestro nombre. Si rigiendo y gobernando gente tan desgobernada, cobrastéis la fama que tenéis en toda la Andalucía, ¿qué parecería ahora, si aniquilaseis este crédito, con abatiros a una presa tan humilde un águila tan valerosa? Más gloria es conservar la ya adquirida y granjeada con valor propio, que no ponerse en duda, y aventurar lo que ya es vuestro. Vos os habéis preciado siempre de justicia y verdad con misericordia, no será justo ahora que conmigo solo os falte. Estábamos en la cueva muy atentos, oyendo la retórica con que el paje hablaba: y el Roque Amador, movido de las buenas palabras del paje, asegurole que no recibiría daño ninguno diciendo la verdad. Yo estaba confuso, porque me parecía conocer la voz y habla del paje; pero no di en quién pudiese ser. Habiendo hablado con aquella blandura Roque, dijo el paje: Pues si alguna compasión ha llegado a vuestro piadoso pecho de mi tristeza y soledad, dadme palabra por vos y por vuestros compañeros de guardar, como naturalmente debéis, mi persona sin agravio ni en secreto, ni en público a esto dijo aquel picaronazo: Ea, sor paje, desnúdese, que aquí no entendemos de rotrónicas ni ataugias, sino de meter un poco de plomo en el cuerpo de quien no trae dineros. Dijo el paje con donaire: Si es tan pesado como vos, el diablo podrá digerirlo, que ya yo me acuerdo haberos visto a vos o a otro que se os parecía asaeteado en Sierra-Morena. Riose Roque, y le dijo: óyete, bestia, que el paje habla muy bien: y a vos os digo, gentil hombre, que os doy palabra, por mí y por mis compañeros no solamente de no agraviaros, mas de favoreceros y ayudaros en todo lo posible. Pues con esa confianza, respondió el paje, hablaré como con un pecho lleno de valor, misericordia y verdad. Y estando nosotros muy atentos a lo que pasaba, habló el paje de esta manera: Si yo no me consolara con saber que no soy la primera persona que ha padecido desventuras y trabajos, y desgracias sin gracia, con la que resplandece en vos, me animara en contar mis desdichas: pero como la fortuna tiene siempre cuidado de señalar caídos y derribar levantados, no siendo yo la primera que ha sufrido sus encuentros y mudanzas, me animo a hablar con libertad. Sabed que yo no soy hombre, sino mujer desventurada, que después de haber seguido a mi marido por tierra y mar, con increíbles daños de hacienda y persona, y habiendo navegado hasta todo lo descubierto y mucho más, padeciendo grandes naufragios por regiones no conocidas, por misericordias que Dios usó con nosotros, nos venimos a hallar en el estrecho de Gibraltar, donde viendo nuestra salvación cierta a vista de tierra, bien deseada, nos acometió un navío de infieles, viniendo el nuestro desmantelado y casi sin gente, y los mantenimientos tan gastados, que a su salvo cogieron las mujeres, asiéndome a mí primero y a un pajecillo que me servía, matando a todos los que se defendieron, ya mi marido con ellos. El capitán del navío, enamorado de mí, quiso por buenas palabras inclinarme a su gusto, y a que ofendiese la pureza y castidad que debía a mi muerto esposo: no le respondí mal, por que no quisiese usar de la fuerza, que sin defensa podía. Yo, llamando al paje debajo de cubierta le puse mis vestidos, y vestime los suyos, que son los que traigo puestos tenía el muchacho muy buen rostro, y en saliendo fuera quiso el capitán acometerle, pensando que fuese yo, pero dando a huir el paje con los vestidos y las jarcias del navío, enfrascándose cayó en la mar, y hundiéndose luego no pareció más. Sobre la desdicha de la pérdida de mi marido y la pérdida del paje, yo me había tiznado el rostro, porque se quedase con la fe de lo que había visto, y no me conociese.

La piadosa gente de Gibraltar, con el valor que siempre ha profesado, acudieron a nuestra defensa, y habiendo estado en ella dos días con sus noches, no se apartaron hasta rendirlos y dar libertad a los que habían prendido, y queriendo hacer lo mismo de ellos, después de tenernos en los barcos, diciéndoles que se diesen a prisión, para traerlos a la ciudad, dieron fuego al navío, y desde allí abrasados bajaron derechos al infierno. En Gibraltar, informándome del camino que había de llevar para Madrid, me dijeron que había de pasar por la Sauceda, y llegando a Ronda me encaminarían en él. Estábamos los cuatro, y particularmente el doctor Sagredo y yo, como atónitos, y sospechando que fuese sueño o ilusión de algún encantamiento, ni determinados de creerlo, ni resueltos de desconfiar en la verdad. El Roque Amador, con gran piedad de lágrimas que al fin de su cuento derramó la bella mujer, la consoló y ofreció encaminarla con mucha seguridad, y darle dinero para su viaje, preguntándole cómo se llamaba, porque historia tan extraña no se quedase sin memoria ella respondió, diciéndole la verdad como en todo: Llámome doña Mergelina de Aybar, y el malogrado de mi marido, que no era soldado sino maestro, se llamaba el doctor Sagredo. El doctor Sagredo que se oyó nombrar de su mujer, medio ahogándose con la súbita alteración y gusto, dijo: Vivo es, y en su compañía dormisteis esta noche. Roque Amador, espantado del caso, mandó sacar los que estábamos en la cueva, y preguntándole cuál era de aquellos el que había hablado. Ella retirándose atrás, como espantada, respondió: Si no es alguna sombra fantástica de causas superiores, éste es mi marido, y éste es Marcos de Obregón, a quien tuve por mi padre y consejero en Madrid. Pues todos tres os podéis ir en buen hora, y aunque no sea dinero ganado en buena guerra, veis aquí parto con los tres algo de lo que a otros se les ha cogido, que el haber detenido a todos estos presos, no ha sido por hacerles mal, sino porque nuestros contrarios no se encontrasen con ellos, y aviándonos a todos los demás, y rogándonos que no dijesen de haberlos encontrado. Doña Mergelina con muestras de grande agradecimiento, dijo al caudillo: No tengo con que serviros el bien que de vuestras manos me ha venido, sino con deciros lo que oí en Gibraltar, a quien no os quiere mal; que el licenciado Valladares trae orden de dar gran premio, y perdonar cualesquiera delitos a quien os entregare en sus manos: y junto con esto vinieron a ella los pregones y bandos que mandó echar aquel gran juez: con que juntando a cabildo a sus compañeros, les hizo una grande oración, que tenía entendimiento para ello, y la conclusión fue que todos pensasen aquella noche lo que podían hacer para su defensa, tomando el consejo que mejor pareciese. Fueron a sus alojamientos, y mientras ellos pensaban aquella noche lo que les había encargado el Roque Amador, como astuto se acogió a Gibraltar, y en el barco de la vez se pasó en África, dejándolos a todos suspensos y engañados. Como quedaron sin cabeza y sin gobierno dispararon, huyendo por diversas partes, cesando los insultos que antes hacían; aunque prendió con grandes astucias el juez a doscientos de ellos, de que hizo ejemplar justicia: nosotros venimos seguros a Madrid sin tropezón ninguno, pareciéndome, como es verdad, que en ella hay gente que profesa tanta virtud, que quien la imitare hará mucho.




ArribaDescanso último, y Epílogo

Ya cansado de tantos golpes de fortuna, por mar y por tierra, y viendo lo poco que me había durado la mocedad, determiné de asegurar la vida y prevenir la muerte, que es el paradero de todas las cosas; que si esta es buena, corrige y suelda todos los descuidos cometidos en la juventud. Escribila en lenguaje fácil y claro, por no poner en cuidado al lector para entenderlo. Dijo muy bien el maestro Valdivieso, con la gallardía y claridad de su ingenio, a un poeta que se precia de escribir muy obscuro; que si el fin de la historia y poesía es deleitar enseñando, y enseñar deleitando, ¿cómo puede enseñar y deleitar lo que no se entiende, o a lo menos ha de poner en mucho cuidado al lector para entenderlo?

Si se hallaren algunas inadvertencias, atribúyase a mi poca erudición, y no a mi buen deseo, que advirtiéndome de ellas, con mucha humildad recibiré la corrección de cualquiera que con buena intención me quisiere enmendar, que quien ha querido enseñar a tener paciencia, mal cumpliría con sus preceptos si le faltase para oír y recibir la corrección fraternal, que sin ella, ni opusiera el pecho a las olas y crueldades del furioso tridente, ni ablandara la inclemencia de los salteadores, ni redujera a buen término los impíos y continuos trabajos de la esclavitud, ni atrajera a mi favor la grandeza elevada de los poderosos, ni gozara de la gran cortesía de los príncipes, ni sujetara a tantos y tan inmensos torbellinos como trae consigo la fragilidad humana, sin la divina virtud de la paciencia: que cuando no haya hecho otro efecto en mí sino librarme del pernicioso vicio de la ociosidad, que tan extendida he visto por todos los estados de los hombres, me bastara tener y haber sacado gran fruto de mis trabajos: y si la juventud advirtiese bien los hijos que va criando la ociosidad, tomando ejemplo en los daños ajenos, ni rehusarían los peligros de la soldadesca, ni vendrían a miserable servidumbre, ni se sujetarían a las necesidades que ven padecer y traer arrastrados a varones de buenos nacimientos, rendidos, a mil bajezas, que pudieran remediar a su salvo con buen tiempo: de criar los hijos consintiéndolos andar ociosos, vienen los padres a ver exorbitantes delitos que no pueden remediarse sino con mucha infamia, o con mas hacienda de la que poseen. La ocupación es la grande maestra de la paciencia, virtud en que habíamos de estar siempre pensando con grande vigilancia para resistir las tentaciones que nos atormentan dentro y fuera. Al fin con ella se alcanzan todas las cosas de que los hombres son capaces. Que aunque haya calidad, bienes temporales y abundancia de humanos favores, sin esta virtud no se puede llegar al colmo de lo que se desea: y si a la paciencia se allega la perseverancia, todo lo facilita y todo lo enseña: al pobre, a que pase su vida con quietud y mejore su estado: al rico, a que conserve lo adquirido sin apetecer lo ajeno al gran caballero, a que no se contente con la sangre que de sus pasados heredó sino pasar adelante: al pródigo, a que se ajuste con lo que tiene y puede tener: al miserable y avariento, a que entienda que no nació para sí solo: al valiente y arrojadizo, a que refrene los ímpetus que tanto mal acarrean: al cobarde, a que se tenga por virtud en él lo que es falta de ánimo: al que se ve en trabajo, a que los lleve con aliento y suavidad. ¿Qué no hace la virtud de la paciencia? ¿Qué furias del mundo no sujeta ¿qué premios no alcanza? Pero si un flemático sabe airarse y ejecutar con vehemencia los ímpetus de la cólera, ¿por qué un colérico no sabrá templarse y perseverar en los actos, de paciencia? Tenemos ejemplos presentes y vivos de esta verdad muchos, y para imitar. Mas con uno solo se verá lo que puede la excelente virtud de la paciencia. ¿Quién pensara que de tan gran cólera, con sangre, riqueza y juventud, como la que tuvo en sus primeros años el duque de Osuna D. Pedro Girón, vinieran tan admirables virtudes como las que tienen espantado el mundo? ¡Que habiendo sido un furioso rayo de cólera, impacientísimo en los tiernos años de su mocedad, sujetase con grande paciencia su robusta condición a servir en Flandes con tantas ventajas que templase la furia de los amotinados, y pusiese su valeroso pecho a recibir los mosquetazos con que querían escalar y saquear su casa! ¿Qué paciencia no tuvo, con templanza y justicia, gobernando a Sicilia? ¿Y qué valor, sin ella, bastara para la ejecución de sus soberanos intentos, echando por mar y tierra tan poderosas armadas, que ha entrenado la potencia de los turcos, haciendo temblar a los demás enemigos, con que ha sido amado y temido de las gentes a quien ha gobernado y gobierna? Preguntando D. Francisco de Quevedo, caballero de gallardísimo entendimiento, cómo se hacía respetar con tanta mansedumbre a este gran príncipe, respondió que con la paciencia, que aunque en la gente humilde y ordinaria engendra algún menosprecio, en los príncipes y gobernadores engendra temor, amor y respeto; pero esto quédese para grandes historias, que no puede caber en tan pequeño discurso. Jorge de Tobar, a quien yo conocí en sus primeros años por hombre que tuvo bríos y valor para en cosas honradas perder la paciencia, con ella misma adquirió grandes virtudes morales, que le pusieron en lugares dignos de tan grande sujeto como ha parecido, usando de gran verdad, valor y entereza en los actos de la justicia distributiva; pero ¿qué excelencias no se hallaran en la divina virtud de la paciencia? ¡Oh virtud venida del cielo! Dios nos la dé por su misericordia, y a mí para que, imitando la virtud de mis compañeros en este recogimiento, sepa asegurar la vida y prevenir la muerte. Y para la ejecución del buen intento, si yo supiera aprovecharme de él, me puso Dios por vecina a una tan grande señora como doña Juana de Córdoba Aragón y Córdoba, duquesa de Sesa, cuya virtud cristiana, valor propio y heredado, y cortesía general puede servir de norma y dechado a cualquiera que deseare perfección cristiana, en cuya disciplina se criaron tales hijos como D. Luis Fernández de Córdoba, duque de Sesa, caballero adornado de muy superiores partes, muy dado a la lección de las buenas letras, gran favorecedor de ellas y de los que las profesan.






 
 
FIN
 
 


 
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