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ArribaAbajoUn golpe del destino

(Cualquier coincidencia
no es pura casualidad)



Enero veintiuno del año de la desgracia. Medianoche. Marcos, el enlace que debía traer las instrucciones para nuestro acoplamiento al contragolpe, no llegaba.

Esa madrugada, el general presidente sería depuesto por un levantamiento cívico-militar, y el país recuperaría el proceso institucional desarticulado por un cuartelazo. Además de algunas unidades uniformadas, toda la oposición política, fuera de ley desde el día trece, estaba comprometida. Nuestro grupo, románticamente activo pero inerme, era una pequeña parte de ella.

Aguardando la comunicación, permanecimos concentrados en una dependencia de la vieja casa de los Paiva, sobre la calle Gaboto, hasta la hora previamente acordada, pasada la cual y considerando perdido el contacto, nos retiramos. Y entonces, habiendo llegado apenas a la primera bocacalle fuimos atacados a mansalva por una brigada de «guiones rojos», suerte de maleantes fascistas al servicio de la dictadura. El encargado de nuestro grupo, un estudiante universitario de apellido Cabrera, cayó frente a mí. Quise ayudarlo, pero una lluvia de golpes asesinos me dejó fuera de acción. Hasta donde tuve conciencia, todavía me golpeaban.

Al alba, alguien que jamás pude saber quién fue, pasó por la calle conduciendo un carro de mulas. Se supone que provenía de la Chacarita, y que al toparse con los cuerpos allí despatarrados, notó que uno de ellos daba señales de vida. Lo alzó en el carro y lo llevó. Según el portonero del hospital de Clínicas, de aquel entonces, ni bien el carrero dejó al herido en la entrada, se marchó de prisa. Y según los camilleros, el médico de guardia les ordenó   —100→   condujeran al infeliz a la sala X, donde, conforme refieren, continuó inconsciente por varios días. El infeliz era yo.

Cuando recuperé la razón, me encontré inmovilizado dentro de un mameluco de yeso, tirado en un camastro de cuya cabecera colgaba el número seis. Apenas pude hablar, pregunté a mis adláteres qué lugar era ése, si había llegado allí solo o con otros compañeros. Nadie me pudo contestar al respecto. Era imposible averiguar quién era quién entre el revoltijo de semi-cadáveres que allí se pudrían. Traté entonces de olvidar el tema concentrándome en mi maltrecha humanidad. En esos momentos me percaté que tenía un acordeón en el pulmón izquierdo; en el derecho, unas cosas como astillas que lo atravesaban. Pensé que serían costillas rotas. Fue cuando sentí el sigiloso paso de una monja, la encargada de la sala. La llamé como pude. Le supliqué me consiguiera un calmante. Me lo trajo, lo tragué y al rato me quedé dormido.

Días más tarde -no sé cuántos-, quizá llegado al diagnóstico, fui puesto en una ambulancia con destino desconocido. El traqueteo del vehículo sanitario había de quedárseme en los huesos por varias semanas. Al cabo del paseo, me vi llegando a un lujoso hospital, el Bella Vista, recién inaugurado gracias a un programa de penetración norteamericano. Me acomodaron en el extremo posterior de la galería más larga que en mi vida había visto, en una flamante cama reclinable. Todo allí olía a barniz. Un comedido vecino de aposento me prestó su ejemplar de «La Tribuna». Y fue leyendo ese diario que pude enterarme -peor es nunca- del motivo que impidió a nuestro enlace volver a la casa de los Paiva. Marcos aparecía en un suelto acusado de activar con los comunistas en contra del gobierno constituido. Descubierto el plan de contragolpe por denuncia de soplones, todos los implicados habían sido detenidos de inmediato, incluso nuestro enlace, quien, duramente golpeado, no tardó en dar nombres, direcciones y todo lo demás. Así cayeron uno por uno los grupos involucrados. A nosotros, al encontrarnos en la calle, sencillamente nos masacraron.

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Durante mi primer día en Bella Vista, recibí una agradable sorpresa: la visita de mi madre. Enterada de mi situación por medios que ignoro, viajó desde Villarrica para verme. Fue a mi pensión, tomó mis ropas, mis papeles, y salió a buscarme. Estuvo primeramente en el Clínicas, y de allá la enviaban. Me abrazó llorosa. Pero su angustia de madre pronto halló el conducto por donde volver a cierta alegría. Yo no estaba muerto como al principio había creído. Y si bien me veía grave, su esperanza de que me volviera a curar era más fuerte que el sufrimiento.

Al día siguiente me quitaron el yeso para someterme a estudios radiológicos. Ahora el tema era pulmones, y el yeso se hacía innecesario. Yo, por mi parte, me congratulaba de ello, ya que aquel mameluco resultaba sumamente molesto debido al calor y a las picazones que producía.

Un mes después estaba convaleciente de mi primera operación. Libre de costillas rotas, empero, el pulmón izquierdo seguía molestando. Una mañana, el director de la sala, haciendo su recorrida, se detuvo frente a mi cama.

-A ver, mueva las piernas -me dijo.

Lo intenté, pero el dolor me obligó a desistir. Luego supe que tenía problemas en la columna. Sin embargo, una parte de mi salud mostraba evidente mejoría: la espiritual. Ilusión y optimismo estaban nuevamente en función. Con mis brazos no tenía dificultades. Podía asearme, tomar los alimentos y sujetar un libro. Demasiado, dadas las circunstancias. Comencé a leer con avidez. Como descanso, escribía. Era una forma casi inconsciente de evitar cualquier indicio de depresión. Mis escritos combatían el pesimismo, aunque a veces revelaran una enorme tristeza. Pero de cualquier manera, sentía que me ayudaban. Cantaba a la libertad, aunque ella estuviera entre rejas. Cantaba a sus defensores, aunque estuvieran muertos.

Marzo, 20. Amanecía. Desde mi cama, ubicada siempre en el extremo posterior de la alta galería de Bella Vista, vi de pronto   —102→   arder a lo lejos los primeros fuegos de artificio revolucionarios en un ataque a la caballería -lo confirmé después- realizado por pilotos que huían con sus máquinas para plegarse a las fuerzas insurrectas concentradas en algún lugar del país. Las acciones habrían comenzado. Ese mismo día, los internados que tenían un receptor pudieron captar la característica de «La Voz de la Victoria», emisora que decía transmitir desde la base revolucionaria de Concepción. ¡Aleluya! Desde ahora podíamos seguir paso a paso el desarrollo de la lucha armada contra la dictadura. Salvo unos pocos, todos estábamos contentos y compartíamos la esperanza de conquistar la democracia.

Al comienzo, sólo las unidades de Concepción y Chaco estaban sublevadas. Luego fueron sumándose grupos de civiles con gran fervor combativo llegados desde todos los puntos del país y aún del extranjero. De todo ello nos informábamos detalladamente gracias a esa «Voz» que diariamente nos alegraba desde el alba.

Al mes se sublevó la Marina. Sus instalaciones, en plena ciudad fuera de toda lógica, estaban rodeadas de un denso vecindario. Según se pudo saber, el levantamiento sobrevino como un aborto. Debía coincidir con el arribo de las cañoneras que se encontraban en Buenos Aires reparándose, pero no faltaron «pyragüés» entre los propios marinos, que no vacilaron en delatar a sus camaradas. Cuando efectivos policiales y grupo del «guión rojo» se agolparon en las adyacencias amenazando con invadir la base fluvial, el pronunciamiento previsto se adelantó, llevándose a cabo una acción bastante apresurada y meramente defensiva. Las fuerzas intrusas fueron sin embargo desalojadas de la zona. Pero, para entonces ya tropas de verdeolivo y piezas de mortero entraron al ataque. Durante días y noches fue batido el cuartel de la Marina y, muy desaprensivamente, toda la indefensa población circundante. La orden del gobierno de acabar con la unidad rebelde fue puesta en marcha con una ferocidad que superaba a   —103→   cualquier otra demostrada por nuestro ejército durante las dos grandes guerras, llegando a una verdadera barbarie.

Poco antes de ese ataque, había sido devuelto al Clínicas, ahora para una intervención a la columna. Una semana después, el hospital quedaba aislado. Atrapado en terreno insurrecto, era constantemente alcanzado por las balas leales. Fue gracias a aquel regreso que pude seguir de cerca los pormenores de una brutal tragedia popular. Todas las salas se abarrotaron de heridos. Yacían en camastros improvisados, en pasillos, corredores y bajo los árboles. Personas de todas las edades, mujeres y hasta niños, sin nada que ver con la contienda, caían abatidos en las calles y en las casas.

Promediando la segunda jornada de balaceras, de pronto apareció en la sala X un hombre que, a juzgar por la voz que trascendía hasta el interior del pabellón, rondaría los cincuenta años. Y, muy afectado a consecuencia -según decía- de explosiones que se habían producido en su domicilio, apenas podía escucharlo desde mi inmovilidad. La gente que lo rodeaba lo llamaba «don José», y muy enfermo como estaba, según pude deducir, traía en brazos a una adolescente en estado grave, clamando a voces le quitaran la hemorragia que la estaba matando.

-¡Mi pobre hija tiene el cuerpo acribillado de esquirlas! -gritaba desesperado-. ¡Se está desangrando! ¡Por amor de Dios, sálvenla!

A la llegada del hombre, ya había trascendido que dos mujeres habían muerto en la casa. Los «guiones», que invadieron el hospital, al ver a don José, cuyos familiares estaban siendo víctimas del ataque gubernista, se dispusieron a fusilarlo inmediatamente contra un muro del pabellón. Por suerte, un médico militar, el doctor Texidó, que prestaba servicio de emergencia en la sala, intervino enérgicamente en favor del afectado, salvándolo del alevoso procedimiento.

Entre tanto, seguían llegando heridos. Los atendían, además   —104→   del único doctor, estudiantes y enfermeras residentes del mismo hospital. Los de afuera no podían concurrir por temor a las balas.

A poco supe que a la adolescente malherida se la llamaba «Chiquita». Desde la sala contigua, la de varones, sólo podía oír sus quejas, aunque extrañamente, era como si la estuviese viendo.

A la tarde de un pésimo día lunes llegó a visitarme un antiguo amigo de nombre Alberto. Informado de mis tribulaciones a través de mi madre, se abrió paso entre los piqueteros fuertemente armados y vino a verme, trayéndome de regalo una pequeña radio a pilas. «Para que escuches los informativos», me dijo.

Efectivamente, lo primero que escuché con ese receptor fue un informativo del gobierno que me pareció de muy mala fe. Por ella se atribuía la desgracia de don José a bombas caseras fabricadas por ellos mismos. Reflexioné al respecto lo más objetivamente posible. «Las bombas caseras no arrojan esquirlas», me dije. El infundido gubernista sólo perseguiría crear confusión y hostilidad contra la familia afectada, y así encubrir la atrocidad de todos conocida. Consecuentemente, el miedo del pueblo envilecido por la interminable dictadura se encargaría de que los vecinos, amigos y hasta parientes de las víctimas les negaran su apoyo y solidaridad. La propaganda al servicio de la maldad, por alguna extraña razón, suele acabar imponiéndose.

Los marinos, huérfanos de toda asistencia, pudieron sostenerse sólo unos pocos días. Cuando la carga de las fuerzas leales venció la última resistencia, los sobrevivientes optaron por lanzarse al río en pequeños botes o a nado. Las lanchas motorizadas habían partido mucho antes con los jefes y sus familiares a bordo. Los atacantes llegaron hasta la costa, descargando metrallas a mansalva contra los soldados y guardiamarinas que huían o que aún no podían hacerlo y permanecían en la orilla con los brazos en alto en señal de rendición. Los atacantes acabaron con todos.

Paradójicamente, la derrota de la Marina trajo alivio para los internos del Clínicas, si bien aquella derrota implicaría muchos   —105→   más asesinatos, saqueos, violaciones y apresamientos de opositores. Los internados sólo pensaban en el pronto regreso de los médicos, cuya ausencia había ocasionado numerosas muertes por falta de atención profesional.

A la joven hija de don José, Chiquita, entre tanto, le cupo una suerte especial. Luego de habérsele logrado parar la hemorragia, ella se recuperaba. Su juventud y sus ganas de vivir habían hecho posible el milagro. En todo el hospital se hablaba de ella y su familia, con general simpatía y piedad. Gracias a esa actitud de la población hospitalaria, podía yo informarme de su evolución. Salvada la vida, aún debía luchar por salvar las piernas de ser amputadas. La habían trasladado a la sala XI, donde, en breve, también yo iría a parar para ser nuevamente enyesado y operado.

Días más adelante, siendo conducido a rayos X, la camilla que me transportaba acortó camino cruzando por la sala de mujeres. Pedí al camillero parase allí unos minutos. Pregunté a las enfermas quién de ellas se llamaba «Chiquita», y la respuesta no se hizo esperar: «Esa que está en esa cama», me dijeron casi en coro. La miré detenidamente, la congratulé por su mejoría y le deseé lo mejor para su salud y su futuro. Mi emoción, al conocerla, fue confortante. La encontraba mejor aún de lo imaginado.

Esa noche, fortuitamente, pude conocer a dos de sus hermanas. Caminaban al azar, mientras la paciente dormía. Se introdujeron en la sala de varones, pasaron frente a mi cama, e impresionadas quizá por mi padecimiento al verme dentro de un mameluco de yeso, se detuvieron a conversar conmigo. Respondí lo mejor que pude a la cortesía de mis visitantes. El sólo hecho de que se interesaran por mi humanidad doliente me llenaba de reconocimiento.

Desde entonces, aquellas dos muchachas continuaron visitándome. Hablábamos de temas relacionados principalmente con Chiquita, nombre que había ingresado en mi fantasía y formaba parte de ella. Hablábamos de los altibajos de su salud, del trato que   —106→   recibía en la sala, donde constantemente aparecía la tosca figura del «pyragüé» con sus absurdas indagaciones. Pronto mis amigas se percataron de mi pasión por la lectura y mi afán por escribir. Empezaron a traerme libros. Yo les retribuía dedicándoles encendidos versos.

Entre tanto, había soportado dos meses más de yeso. Un día, sorpresivamente, debía dejar la sala XI. Varios médicos habían regresado, y la atención se regularizaba. En mi caso, habiendo llegado a la conclusión de que las costillas rotas habían afectado al pulmón izquierdo, y que en esas condiciones era imposible una operación a la columna, nuevamente me fletaron al Bella Vista. Llegué allá en momentos en que los revolucionarios abandonaban sus posiciones sobre la calle Luna, calle del hospital, y se desbandaban víctimas de una derrota entonces inexplicable. Eran los del frente de Concepción, que luego de una marcha victoriosa e incontenible, ahora se desintegraba. Varios combatientes se introdujeron despavoridos en el Bella Vista, simulando enfermedad y suplicando fueran internados. Algunos lo consiguieron. En realidad, lo que buscaban era un refugio. Entre ellos reconocí, no sin estupor, a uno de los compañeros del grupo. Había escapado de la masacre gracias a la oscuridad. Le pregunté si éramos los únicos sobrevivientes de aquel episodio.

-Los únicos -me respondió.

Pude entonces deducir cuántos habían perecido allá. Por él me informé, además, del desentendimiento y pésima organización imperante en las filas revolucionarias, pese a todo lo cual estuvieron a un paso del triunfo. Y lo habrían logrado si en el justo momento no hubiese llegado la tan malhadada ayuda del General Perón a su amigo, el general presidente. Su cargamento de modernas armas automáticas y selecto personal técnico hizo posible que los cansados, desorganizados y mal armados revolucionarios fueran aplastantemente derrotados a escasos cuatro kilómetros de la casa de gobierno.

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En el Hospital Bella Vista, el dolor de la derrota agravó todos los males físicos. Una fatal tristeza copó el ambiente. Varios murieron.

En lo que a mí concierne, aún penando como el peor, tuve que soportar dos consecutivas operaciones quirúrgicas. Y al cabo de unos meses, con las heridas apenas cicatrizantes, me anunciaron mi vuelta al Clínicas, para continuar con la terapia de la columna. Así, nuevamente, llegaba a sala XI, donde, para sorpresa mía, otra vez me tocó la cama seis. Algunos pacientes me reconocieron y yo a ellos. Un hombre apellidado Paná, de origen Nivacle, revolucionario, herido durante un combate contra la fuerza leal, ya muy poco podía caminar, pero continuaba servicial y dicharachero, ayudando a los compañeros menos capacitados. Atacado de gangrena, sólo el humano aguante le permitía continuar en pie. Me dio noticias de Chiquita: «Ella mejora -me dijo-, ya empezó a dar unos pasos».

¡Cuánta alegría! Pensé que pronto también yo podría caminar, y nos veríamos.

Contento, traté de preparar la moral para afrontar mis próximos problemas. Ese día me repusieron el yeso a fin de que me acostumbrara. Porque -me dijeron-, después de la operación tendría yeso para un largo rato.

Pero el tiempo pasó, desde entonces, sin que de mi caso nadie se acordara. El tal acostumbramiento se me estaba haciendo interminable, hasta que una mañana, ya harto de tanta demora, y aprovechando una recorrida del director de la sala, desde mi postración, lo encaré. Tenía que saber qué pensaban hacer conmigo. Me respondió de mal talante que no iban a operarme porque sí, por operarme; que en mi caso el porcentaje de riesgo llegaba a noventa.

-¿Aceptaría operarse teniendo sólo diez por ciento de probabilidades a su favor? -me preguntó.

Y yo contesté: -Sí, doctor. Opéreme.

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Me dominaba la sensación de que, si no me lo hacían, igual me moriría de angustia. Una semana después me hallaba en el quirófano. El trabajo duró seis horas. Consumí ocho latas de éter. Recién a medianoche pude reaccionar. Mi primera impresión fue pavorosa. Tras ninguna de mis anteriores operaciones me había sentido igual. Las tablas de mi lecho eran piedras de sepulcro. El mameluco de yeso, un féretro. Sólo cuando el consciente entró a clarificarse, pude reflexionar. Fue al mismo tiempo que comenzaban los dolores y las arcadas, mis primeros síntomas de vida. Me había salvado. Ningún proyectil ni cosa parecida pudo ser encontrado en las vértebras dañadas. Simplemente se trataba de graves contusiones y fracturas provocadas a golpes de culata. Pero, de cualquier manera, la operación debió ser de suma gravedad, tanto que me sentía dentro del mameluco de yeso como en un cepo triturante. Poco después pude darme cuenta de que tenía los brazos libres. Ya hubiera podido ponerme contento al poder hacer uso de mis manos, al poder tomar un libro, al poder leer y aún escribir. Y el momento llegó. Mis reflexiones al respecto me daban cuenta de que mis funciones sensoriales comenzaban a normalizarse. Todo lo cual era bastante más de lo que hubiera esperado. Ya cerca del alba me dormí gracias a una dosis de morfina, pero tuve una fea pesadilla. Apostaba mi vida en un desesperado juego. Ya la tenía virtualmente perdida cuando un susto provocado por la misma pesadilla causó el sobresalto que me despertó. Y de golpe, gané la apuesta.

Ese mismo día, a la tarde, recibí la visita de mi madre. Pero no fue solamente ella quien se diera cita al hospital. También vinieron mis hermanas, varios amigos y, ¡oh, sorpresa!, las dos hermanas de Chiquita. No faltó alguien, quizá una enfermera de la sala, que les diera la noticia de mi regreso y de la operación a que fui sometido. Y vinieron. Volvió a cobrar sentido para mí la palabra alegría.

También ese día -histórico día- depusieron al general presidente, poniendo fin a una década de funesta dictadura. Sólo que   —109→   sus derribadores fueron los mismos que lo sostuvieron durante todo el tiempo. Su reemplazante, ideológicamente idéntico, no deseaba otra cosa que tomar su turno y seguir el mismo andamiento, aunque con mayor sentido del provecho propio. El cambio, pues, se hizo para que nada cambiara. El país entero lo comentaba en voz baja. De ahí en más, varios mandamases ocuparían la codiciada silla presidencial, sin otra consecuencia práctica que el enriquecimiento veloz de cada uno de ellos a costa de los fondos públicos.

A partir de ese día, de pronto, mis amigas dejaron de venir. La ausencia duró tres semanas, e ínterin se produjeron novedades. Así, sucedió que, terminada la cura traumatológica, nuevamente me pasaron al Bella Vista para controles y el alta posterior. Así me lo anunciaron. En pocos días más estaría en casa. Eso pensaba yo. Pero el epílogo no había de ser tan breve. Resultó que obtuve el alta un año después, y sin que todavía pudiera caminar. En la casa estaba mi madre. A propósito, para estar cerca de mí, ella había vendido la casa de Villarrica, comprándose otra en Asunción, a pocas cuadras de Clínicas.

Cuando pude dar finalmente mis primeros pasos, había transcurrido un año más con sus secuelas que nunca faltan. Entre tanto, no cesaba de leer y escribir. Había logrado publicar cosas en algunos medios locales. Mi nombre apareció en el Índice de La Poesía Paraguaya. Era mi primer paso trascendente. Luego vinieron concursos literarios y obtuve algunas distinciones. Entonces comencé a recibir visitas de amigos periodistas. Consideré necesario mudarme de casa, ganarme el sustento y comenzar una nueva vida.

Ahora bien, a pesar de mi deseo de contarlo todo cuanto antes, debo volver atrás. En tanto a mí me sucedían cosas que en cierto modo alteraban mi existencia, Chiquita había vuelto a la sala XI debido a la localización de más esquirlas que aparecían provocando serias infecciones. Quien me lo contó aseguraba que los médicos diagnosticaban gangrena y eran partidarios de una amputación.   —110→   «Ella prefiere la muerte», me dijo. El padre, muy contrariado, la retiró del hospital, llevándola a un sanatorio privado. Mi informante no supo decirme de qué sanatorio se trataba. Y, al no poder ubicar su paradero, nada más supe de ella.

Pasado un tiempo, y al cabo de muchas vicisitudes, entre las cuales había logrado recuperar la capacidad de caminar, resolví salir en busca del domicilio de aquella que me quitaba el sueño. Me costó mucho encontrarla, pero pude hacerlo. Encontré a Chiquita en plena convalecencia, con una pierna todavía enyesada. La había salvado de la amputación.

-En la próxima semana me quitan el yeso -me dijo feliz.

Yo conocía esa suerte de felicidad por haberla vivido casi a la par de ella. La impresión que recibí al verla después de tanto tiempo y de tanta ansiedad superó en hondura todo lo previsible. Estar junto a ella me produjo tal estado emocional que no pude menos que expresarle enteramente lo que en ese momento sentía. Chiquita se ruborizó. Y de esa extraña manera, como semilla caída en tierra fértil, en lo hondo de aquella emoción compartida, quedó el germen de un secreto romance.

Y el tiempo nuevamente pasó, hasta que un día, encontrándome en mi trabajo, llegó hasta mí un desconocido portador de una invitación. Era de parte de ella. Mi invitaba a su colación de grado. Ese año se recibía de maestra. A pesar de los graves percances, había completado el magisterio. Ni los cañonazos de la dictadura pudieron torcer su voluntad. ¡Oh, auténtica hija del pueblo! En la tarjeta se anunciaba, además del acto académico, una fiesta en la sede social del Olimpia.

Asistí, por supuesto. Compartimos la fiesta del comienzo al final. Y, ya próximos los sones del «Campamento», hicimos un trato. Como ella viajaría de vacaciones a Villarrica al siguiente día, yo iría después a reunirme con ella. Decidíamos pasar juntos unos días de campo inolvidables. Al sólo pensarlo, comenzaba a vibrar. Aquella escapada nos resarciría de muchos sinsabores pasados y   —111→   nos reconciliaría con la vida. Esa noche dejamos rubricada una página de nuestra existencia que aún estaba en blanco. Más tarde la llenaría el destino.

Y bien, olvidaba mencionar algo importante. Entre todos mis avatares, había vuelto a la política, pero no a la política de las acciones públicas ni de las barricadas. Vivíamos bajo férrea dictadura militar, y mi actividad se reducía a periódicas publicaciones, casi inofensivas. Sin embargo, aquel día, el siguiente a la fiesta de colación, promediando la mañana, fui citado al departamento de Investigaciones. Me recibió un obeso de apellido Greno, al que decían «jefe».

-Usted es un comunista -me dijo sin rodeos-. Actuó desde antes del cuarenta y siete. Estuvo mucho tiempo enfermo. Por eso no lo metemos en el calabozo. Pero va tener que salir del país. Tiene veinticuatro horas de plazo. Está notificado. Váyase.

Me extrañó sobremanera la forma asaz benigna en que me trataba. A ningún comunista le dejaban de dar bofetadas y patadas como saludo.

De regreso a mi soledad, pensaba en la mujer de mis sueños. Ella habría partido con el tren de las once. Miré mi reloj: las doce. Ya estaría viajando rumbo al Guairá. Yo, contrariamente a lo previsto, antes de veinticuatro horas habré partido en dirección opuesta. El tiempo útil que me quedaba debía emplearlo principalmente en tratar de vender algunos enseres y libros. Me puse en campaña. Volví cuatro horas después. Hice mis maletas. Finalmente, me senté a escribir. Primero, una carta. Después un poema. Pero, nada triste. No pensaba renunciar a Chiquita por nada del mundo. Mi escrito era la expresión de lo que en mí constituía un designio irreversible. Antes de acostarme despaché un sobre por correo a Villarrica, donde ya ella estaría llegando. Y al día siguiente, antes de cumplirse el plazo, traspuse la frontera. También yo emprendía viaje, mas no de vacaciones, por cierto. Me iba para volver tan sólo cuando cesara la ominosa dictadura. Nadie podía   —112→   calcular cuánto duraría el mal. En el exilio, al tiempo es mejor olvidarlo, o nos mata.

Se abría, por tanto, un paréntesis insospechado entre nosotros. Desde entonces, varias veces habría de intentar vanamente comunicarme con Chiquita. De tanto insistir sin éxito concluí pensando que ella me esquivaba. En efecto, ser la amada de un conocido marxista era un riesgo indubitable en el país que nos tocaba en suerte. Y así transcurrieron los meses y los años impíamente. Nuestro primer nuevo contacto se hizo posible una eternidad después. Ínterin, otra mujer había entrado y vuelto a salir de mi vida, haciéndome padre de cuatro niños, y dejándome a su paso un dejo amargo en alguna parte del ser. Fue mi madre, que regresaba al Paraguay luego de una breve visita, la portadora de la misiva que había de establecer el nuevo y decisivo contacto entre nosotros. En ella le proponía adoptásemos cada cual un seudónimo, única manera de eludir la muy eficaz censura epistolar de la dictadura.

Entraba enero del año sesenta y cuatro cuando recibí la contestación a mi carta. En ella, Chiquita me anunciaba su propósito de viajar en breve a Buenos Aires, noticia que me llenó de alegría y esperanza. Desde ese momento mis días y mis noches cobraron sentido diferente. Su arribo, ya próximo, había de marcar un cambio rotundo en mi vida.

Y aquello se produjo. Su visita no fue larga pero tuvo ribetes de compartida felicidad. Yo rondaba los cuarenta, mas, en su compañía, regresé a aquella juventud que había quedado trunca para ambos como consecuencia de las atrocidades dictatoriales. Ahora, esa que pudimos rescatar a pesar de los años, lucía maravillosa.

Al cabo de dos semanas la despedí en el aeropuerto con la firme promesa de regresar a Paraguay pese a quien pese. Esa promesa se hizo urgencia, y en menos de un mes, realidad.

Contra el destino, nadie ni nada puede. Viajé de regreso al país de mis desvelos a pesar de la tiranía que continuaba inconmovible.   —113→   Cuando la brújula es el corazón siempre se encuentra un camino expedito. A veinte días de mi regreso a Asunción, Chiquita y yo nos uníamos. Ni la tenaz oposición de los padres pudo impedirlo. Sin dudas, era ése un final inevitable. Aconteció un día diecinueve de marzo. Dos años y tres meses más tarde nació nuestro primer y único vástago. Y lo llamamos Pablo Dimas.

Así tenía que suceder alguna vez. Aquel día veintinueve de abril del año de la desgracia, cuando ella llegaba a la sala X en brazos de su padre, acribillada de esquirlas, yo me encontraba en esa sala, tabique de por medio, inmovilizado por un mameluco de yeso. Entonces no podía verla, pero, oyendo desde mi inmovilidad su lastimera queja, se me hacía que algo de ese inmenso dolor era parte del mío.



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ArribaAbajoEl bastón torcionado

Compra, reparación y venta, rezaba el cartel. Al fondo del salón, el taller. Yo estaba solo.

Lo vi entrar vacilante, enjuto, gris, bastante más viejo que yo. Su cara, la de un extraño, un sospechoso, tal vez un ladrón, me alarmó. Tomé la varilla de hierro torcionado recostada en la mesa del torno. De color casi marrón, daba la impresión de ser madera. Y sus setenta centímetros de longitud por dos de diámetro la convertían en un terrible bastón.

La tomé, simulé renguera y la utilicé para desplazarme hacia la entrada. Mi bastón, sonoro al topar con el piso de mosaico, se delató solo. El tipo se detuvo de golpe. A pesar de su actitud que me parecía agresiva, no avanzó. Obviamente se debía al efecto disuasivo de mi bastón que, en manos de alguien con razones para usarlo contra el cráneo de cualquier mortal, sería capaz de causar un desastre.

-¿Señor, qué desea? -pregunté.

-¡Hola! Vengo a pedir perdón.

-¿Perdón, por qué?

-Yo soy Fontal, aunque no lo parezca -dijo, y salió escapando.

-¡Fontal!

Ese apellido me impactó. Lo tenía en un lugar de privilegio, en mi memoria. Fontal se había presentado un día, treinta años atrás, portando un cartapacio y diciendo ser vendedor de máquinas al servicio de la respetable empresa Manuel Ferreira. Mejor dicho, lo había sido hasta el día anterior, cuando por entredichos con sus patrones, se retiró. Y bien, vino a mi negocio porque   —116→   deseaba trabar relaciones comerciales conmigo. Pensaba que, con su capacidad como vendedor, su dominio de la plaza, su prestigio, etc..., etc..., él podría promover la prosperidad de mi establecimiento, en beneficio mío, de mis colaboradores y suyo propio... por supuesto. No pretendía sueldo ni viáticos, sólo participación de las ganancias que dejarían las máquinas vendidas por él.

Su propuesta me gustó. Formalizamos un contrato privado que lo incluía como vendedor exclusivo de la casa, con derecho a un porcentaje de las utilidades resultantes de cada balancete trimestral que determinase gastos y beneficios.

Durante el primer mes vendió diez máquinas. Durante el segundo, quince. Todas en cuotas a ser efectivizadas a partir de dos meses, desde la fecha de entrega. Ese sistema, decía, le ayudaba a brindar confianza y facilitar las ventas.

El día veintisiete del segundo mes, viernes, me entregó unas remisiones firmadas por los últimos compradores, diciéndome:

-En la próxima semana empezamos a cobrar.

Y se despidió: «Hasta el lunes».

Pero al día siguiente, a las nueve horas, se presentó azorado y lloroso.

-¡Murió mi padre! -exclamó entre lágrimas-. Murió en Buenos Aires. Acabo de recibir la noticia. Tendré que irme, solamente por una semana...

No dije nada. Sólo quedé pensativo. Me suplicó le diera un adelanto, sólo para los pasajes, suyo y de la señora... A su vuelta haríamos una liquidación parcial, y él devolvería lo prestado. Lloraba. Me conmovió. Tuve que recurrir a mis ahorros. Le entregué cien mil guaraníes.

Hasta allí, todo aparentaba normal. Las sorpresas llegaron pocos días después con los primeros reclamos. Era que las máquinas tenían garantía por seis meses, y cubrirla me tocaba a mí. Eso también parecía normal. Pero he aquí que las primeras máquinas en cuestión no eran de las mías. Fontal las había vendido con   —117→   boletas de mi casa, eso sí, y con mi garantía. Y, para mayor sorpresa, las vendió al contado. Entonces desperté. Se me abrieron los ojos. Realmente, el amigo Fontal me estaba resultando un gran vendedor. Fui al departamento que ocupaba, por si hubiera vuelto. El departamento se hallaba abierto y abandonado. Había vendido todos los muebles, hasta el último cenicero. Visité al propietario de la casa. Fontal debía tres meses de alquiler, luz y agua, y se fue llevándose las llaves. Salí huyendo, abrumado. Corrí a buscar a los compradores de mis veinticinco máquinas. Todos me exhibieron boletas de compra al contado, con membrete de mi casa, impresas de contrabando. Por supuesto, en cada una constaba la garantía que yo, como propietario, debía cubrir.

Y bien, no hacía falta investigar más. Esas garantías las tenía que afrontar, desde luego. Afortunadamente, sólo duraban seis meses. Y seis meses no configuraban la eternidad. Tuve que olvidarme de las máquinas, de las cuotas que supuestamente debía cobrar, y de mi amigo Fontal, para siempre.

Ahora, treinta años después, increíblemente, estaba de vuelta. Llegó, pues, tan súbitamente, que al verlo entrar lo confundí con un vulgar asaltante, grave error de mi parte, ya que tan vulgar asaltante, Fontal no lo era. Por su singularidad merecía ser reconocido aún en su achacosa vejez. Al notar la inconfundible función confiada a mi instrumento de hierro torcionado, salió del local como escupido. Lo seguí, lo llamé, pero había alcanzado la esquina, y se encaramó del primer colectivo que partía.

Algún tiempo después, me enteré que se hallaba internado en el Hospital de Barrio Obrero. Llevado por no sé qué sentimiento, me apresuré a buscarlo. Me dijeron que había sido trasladado al Hospital del Cáncer. Eso estaba lejos, en el interior. Pero una rara inquietud me obligaba, y un día tuve que ir allá. Cuando llegué, Fontal se había muerto. La jefa de la sala me dijo que por no tener familiares, la Municipalidad se encargó de sus restos. Me dijo, además, que en la Dirección del Hospital había un paquete que   —118→   Fontal dejó para ser entregado a quien viniera a preguntar por él. Lo recibí. Y ya en camino, roído por la curiosidad, lo abrí. Allí estaba el viejo cartapacio que yo conocí hacía treinta años, y dentro, envueltos en papel de diario, había dos talonarios de venta al contado, apócrifos, uno de ellos a medio usar, trescientos pesos nuevos argentinos, y una nota dirigida a mí, que decía: «Señor, gracias por su perdón. Fontal».

  —119→  

Lámina



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ArribaAbajoUna noche en el exilio

Eran los años posteriores a la derrota. La represión era a muerte. Arreciaban los saqueos. La vida en la clandestinidad y el ulterior destierro acabaron despojándonos de todo, absolutamente de todo, tal el avieso designio de los vencedores. La situación de mi familia y la mía no podrían tener comparación.

Al segundo año del penoso exilio se nos presentó el anuncio de un nuevo nacimiento, el de nuestro cuarto hijo. Yo continuaba sin trabajo. Si lo encontraba, no me aceptaban por carecer de cédula argentina. De las changas, tan esporádicas, sólo obtenía migajas. Al no poder afrontar un alquiler, habíamos decidido ocupar un predio baldío que estaba en venta, y clavar allí la vieja carpa que, por suerte, habíamos traído del Paraguay. Luego pasaron los meses, y las presiones de la empresa vendedora se acentuaron, viéndome obligado finalmente a prometer en firme la compra del terreno y el primer pago ni bien comenzaba a trabajar. A regañadientes, me consintieron, tal vez sólo porque se vivía una época en que nada se vendía salvo que fuera a largo plazo, y a los ocupantes de un baldío no se los podía expulsar sin antes reubicarlos. Lo determinaba una ley justicialista para bien de los sin techo y fastidio de los propietarios.

En la empresa inmobiliaria me concedieron una gracia de tres meses a cambio de mi promesa de compra por escrito. De paso me informaron acerca de una fundación que otorgaba ayuda a exiliados políticos. Y allá me presenté. Conseguí chapas de fibrocemento y maderas para armar una habitación precaria. Me dieron, además, noticias sobre un posible trabajo en cierto alejado lugar de la provincia. Tomé nota. No me importaba lo lejos que estuviera.

  —122→  

De inmediato fui a buscar los materiales. Los retiré de a poco, transportándolos a hombro y utilizando subrepticiamente los estribos de los vagones ferroviarios. En una semana, armada la habitación, saqué a mi familia de la inmunda carpa.

No teníamos cama, ni mesa, ni sillas. El piso era de tierra sin aplanar. Pero ya teníamos techo.

Salí en busca del trabajo que me anoticiaron. Era en Boulogne Sur Mer, a noventa minutos de viaje. Y esta vez lo conseguí. Por lo menos, conseguí que me pusieran a prueba. Ésta me tomó el día entero. Recién hacia las nueve de la noche estuve de regreso, llegando a casa en el momento justo en que a mi mujer le comenzaba el trabajo del parto. Sin atinar qué hacer, corrí hacia el vecino más cercano, distante cuatro cuadras, a través de baldíos y baldíos. El hombre de la casa me dijo que el único servicio de maternidad más próximo estaba a una hora de viaje, en Adrogué. Volví junto a mi mujer cuando ya el feto por momentos se hacía visible y aparentemente pronto a nacer. La madre daba gritos desesperados. Sin pensar más, me arremangué, prendí el Primus, puse una lata grande con agua al fuego, y me dispuse a emprender la función que jamás había soñado. Alguien debía hacer de partero. Alguna noción tenía, alguna intuición acaso, algo aprendido tal vez de los animales que había visto parir allá lejos, en mi aldea natal.

En medio de la desesperación, pude darme cuenta que cuando la pobre madre pujaba, no era la cabeza del feto la que se hacía visible sino su nalga. ¡Dios mío! ¡No podría nacer jamás! Y de repente, ¡zas! Se me hizo la luz. Bien tendidos los dedos, introduje con sumo cuidado las manos por ambos lados de la nalga que se entrevía. La madre ya no tenía voz. Gritaban los niños al otro lado de la improvisada cortina. Estaban traumados por el drama que vivíamos.

Traté de asir al feto por las ingles, pero tanta viscosidad me obligó a desistir. Entonces, perdido por perdido, y no quedándome   —123→   otro remedio, tomé una toalla, me enguanté con ella, y así, con toalla y todo introduje de nuevo las manos, cacé al feto y, ahora sí, lo arranqué del cuerpo de la madre como un rojo tapón. En ese momento sentí un crujido en la espina dorsal del niño que me vibró entre las manos y me produjo una punción en el cerebro. Estaba casi seguro de haber matado a mi hijo. La madre no se percató. Ella se había desmayado. Pero no pude auxiliarla. Tenía que asegurarme de si el niño realmente había muerto, y me aferré a él. Y digo al niño, porque era varón. No podía respirar ni llorar. Le quité con la toalla el semilíquido viscoso que le cubría el pequeño rostro, le liberé la nariz y la boca, lo icé de las piernas, le di una fuerte palmada en la espalda, ¡y ahí pegó un alarido! Sufrí un ataque de risa y llanto al mismo tiempo. Mis demás niños, impresionados por el grito del bebé, cesaron de llorar y gritaron de contentos. La madre, creo que gracias a tanta bulla, despertó del desmayo y lloraba, lloraba de alegría y dolor.

No sé cómo hice para cortar el cordón umbilical y si lo cautericé, pero creo haberlo hecho. El niño estaba libre de cordón, y vivo. Mi satisfacción era completa. Inexplicablemente, no sobrevino hemorragia.

Esa tragedia en una fría noche de exilio, huérfanos de toda solidaridad, como perfectos animales, había de marcarnos para siempre. Tan crudo episodio en las condiciones que lo soportábamos, me indujo a pensar en el regreso a la patria sea como fuera. Aun en la cárcel de la dictadura, difícilmente la vida había de ser peor que esa que veníamos pasando en el exilio. Así pensaba en aquella crucial coyuntura.

Acababa de nacer mi cuarto hijo. Tres de ellos nacieron en la clandestinidad; el cuarto, en el destierro. Pero el propósito de volver a la tierra natal «sea como fuera», tal se me ocurriera esa noche, no habría de ser posible por mucho tiempo. Los niños dejarían de serlo y harían su vida, ésta sí «sea como fuera», hasta llegar a la mocedad y cada cual pelear por su propio destino, esto también «sea como fuera».

  —124→  

Ojalá, en el futuro, nunca más tenga lugar una noche como aquélla en un exilio como aquél. Ojalá los paraguayos nunca más destruyan su imagen destruyendo la vida del hermano sólo por ser parte de un partido de color diferente, o por elegir, para la vida de la sociedad, caminos diferentes.

Ojalá, pese a que el exilio no termina en la simple saña política y subsiste en la búsqueda, tras las fronteras, de una vida más justa y más humana, disminuya por lo menos su efecto tan destructivo y deformante, y alguna vez la justicia deje de ser sólo una figura demagógica que decora discursos oportunistas y malintencionados.

  —125→  

Lámina



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ArribaAbajoÑa Lujarda Aguirre, maestra de Paso Pé

Una empinada y larga barranca había quedado en el lugar de la antigua pendiente que orillara la Loma Verde hacia el arroyo Paso Pé. Por el nivel más bajo corría la carretera construida a viva fuerza por prisioneros bolivianos, con la custodia de adultos fusileros, durante la triste guerra. Sobre el borde superior de la barranca, entre rala vegetación salvaje, veíanse blancas cruces, señal, según decires, de que por allí habrían perecido anónimos cautivos, a consecuencia de males endémicos o del duro trabajo forzado, o quizá de los malos tratos padecidos hasta que los sobrevivientes fueran repatriados años después. Veíase, además, una hilera de rústicas moradas, techumbres de paja y paredes de barro, rodeadas del típico sembradío doméstico. De media altura de la barranca surgían numerosos manantiales de agua cristalina y fresca, que luego cubría la carretera, formando en su recorrido remansos y remolinos, hasta confluir con el Paso Pé. En el agua crecían llantenes, gramillas y agriales, y habitaban avecillas de zancos amarillos, pico rojo y alas azules. Niños oscuritos y desnudos, bañados de lodo rojo, las perseguían.

En una de esas moradas asomadas en lo alto, con patio de pasto natural, viejos árboles y chacra plantada de mandioca, maíz, sandía, plátanos y naranjos, vivía Ña Lujarda, la maestra de Paso Pé. Ella refería la historia de aquellos bolivianos, protagonistas obligados de una guerra injusta. «Hombres humildes y sumisos», decía la maestra; simpatizaban con los niños que llegaban hasta el borde de la ladera para curiosear; les hablaban en aimará o en quichua, o les hacían señas por si pudieran ellos entender el hambre que sufrían; y si acaso los chiquillos les tiraban trozos de   —128→   mandioca o batata, los prisioneros les regalaban en cambio una sonrisa triste, como diciendo ¡gracias!, o les regalaban algún juguete de cartón que ellos mismos fabricaban, tal vez pensando en los niños, en sus momentos de ocio. Los prisioneros, bastante numerosos, solían repartirse entre todos el poquísimo comestible, y así sólo les alcanzaba para sentir el sabor. Pero sonreían agradecidos, y en esa sonrisa mostraban su alma tiernamente humana, que la guerra no había logrado destruir.

Los árboles y la chacra de Ña Lujarda prosperaban a fuerza de pulmón, pese a los pedregullos y toscas, porque ella los cuidaba con amor. Era la maestra, sí, sin estudio académico ni formación docente, pero con una vocación que llegaba al heroísmo. Su sabiduría la debía a la naturaleza, a esa tierra que le daba la vida que ella vivía compartiendo. La había aprendido, además, de experiencias ajenas y propias acumuladas a lo largo de sus muchos años laboriosos y serviciales. Dominaba su rudo método, la repitiente repetición, que le permitía a ella y sus discípulos aprender quiérase o no. Repetir hasta que se fije la materia, incesantemente, isócronamente, como el trino del chochí que nunca cesa, como el pertinaz latir de su pecho ferviente. Pocos útiles didácticos precisaba Ña Lujarda. Largas costaneras de serrería casera servían de asientos y pupitres; una puerta de la propia vivienda, fuera de uso y pintada al alquitrán, hacía de pizarrón, y siendo su espacio bajo techo asaz reducido, un frondoso yvapobó le brindaba el aula propicia. Y como en esos tiempos no había necesidad de tantos papeles, lo más práctico, eficaz y económico resultaba ser la pizarra. Sin embargo, no era que Ña Lujarda aborreciera el papel. Ni bien caían en sus manos algunos billetes corría a comprar libros. Los leía deletreando, pero los leía. Captaba a su manera los temas y sus motivaciones, y ya, de prisa, procuraba trasladar lo asimilado a las lerdas entendederas de sus escueleros. Mas, no sólo utilizaba lo obtenido de esas lecturas casi misteriosas. También aplicaba una suerte de cuadros sinópticos muy a su estilo. Un   —129→   ejemplo, el enfoque del cuerpo humano y sus partes, nombrándolos y haciendo que los nombraran en coro y a plena voz, en castellano y en guaraní. Después de unos diez repasos, ya todo el vecindario lo había aprendido:

-¡Néique, lo mitá, ¿mba-éicha jhera ñande acá? -preguntaba la maestra.

-¡Cabeza! -contestaba el coro.

-¿Nande yurú?

-¡Boca!

-¿Ñande jyvá?

-¡Brazo!

-¿Ñande ryé?

-¡Panza!

-¿Ñande retymá?

-¡Pierna!

-¿Ñande rebí?

-¡Culooo...!

La alegre hilaridad en que acababa la curiosa práctica coral amenizaba considerablemente el aprendizaje y ayudaba a fijarlo con seguridad.

Si Ña Lujarda no lograba aplacar los ánimos a veces un tanto ariscos de sus educandos, pues contaba para esos casos con varios folklóricos recursos. Primero, el puntero, una varilla de madera siempre al alcance de la mano, que, aplicada con sabiduría desde cualquier distancia a la cabeza del exaltado, en general, era suficiente. Si no, un horno de adobe calcinado, con cavidad para cualquiera de los muchachotes, estaba destinado, además de su función culinaria, a darles escarmiento por un tiempo prudencial, por lo menos hasta la hora de salida, la cual todos los vecinos conocían por el toque sonoro y algo místico que emitía una olla de hierro colgada de las patas. Para los casos de indisciplina reiterada, la maestra tenía previsto un castigo mayor, a la vez ejemplar y provechoso. La chacra demandaba permanentemente mano de   —130→   obra. Dos o tres sesiones de carpida o corpida según la época, bastaban para doblegar la rebeldía de cualquiera. Pero aún quedaba otro castigo, éste para los incorregibles. La maestra poseía entre sus naranjos unos cuantos cajones de rubias abejitas productoras de rica miel, mas trabajar con ellas era el infierno. Nombrarlas solamente, a veces era bastante.

A Ña Lujarda no se le conocía pareja marital, aunque sí tenía una hija, no muy joven ni tan linda, pero que estudiaba magisterio, y eso la destacaba en Paso Pé. Se la apodaba Nena Kyrá, por la robustez de su cuerpo y su cara redonda y rubicunda. La nena no se mostraba muy apegada al estudio. Más bien se la veía en horas de clase prendida como garrapata del abdomen de cualquier tipo joven o maduro, en cualquier ladera o rincón de los alrededores. A ella, la sacrificada y hasta meritoria función de su madre la tenía sin cuidado. Pero un día sorprendió a todos al ser vista muy del brazo con el maestro Acosta, director de escuelas de la zona. La gente sufrió algo como un chasco, quizá cierto sentimiento de culpa por haberla malconceptuado todo el tiempo. Pronto, sin embargo, la estudiante se embarazó y desapareció de Paso Pé. Las lenguaraces difundieron la especie de que el maestro la llevó de concubina a la capital.

Entre tanto, Ña Lujarda perseveraba con su puntero, su horno, su chacra y su docencia repetitiva y reidera que tanto gusto daba a los niños ya no tan niños de aquel tiempo y lugar.

En vacaciones -porque también ella las daba-, se dedicaba a los cultivos. Las sandías, choclos y melones que producía eran buenísimos. La gente del lugar los prefería. Pero, como en todas partes, no faltaban los que pretendieran aprovecharse de su soledad y robarle sus frutos. Para ellos, Ña Lujarda tenía preparada un arma poderosa y certera, un arco hecho por ella misma con hilos de mbocayá y palo fresco de arazá. Con él arrojaba bodoques enormes, lisos y brillosos, de arcilla roja. Y guay si alguien la provocaba. Un bodocazo de cincuenta metros le dejaba un chichón en la cara que lo delataba por varias semanas.

  —131→  

La gente que pasaba por la carretera, viéndola trabajar sin descanso, incluso en las noches y los domingos, la reprochaban diciéndole:

-Ña Lujarda, Ñandeyára co se va enojar con usté si sigue trabajando los domingos y fiestas de guardar...

-Más se va enojar -contestaba ella sin dejar la azada- si en lugar de trabajar ando robando por las chacras ajenas...

-Dios co hizo el domingo para rezar, Ña Lujarda...

-Para rezar, es claro, pero también para comer y para divertirse un poco, y yo pa sabé, me divierto bastante trabajando, mucho más que ustedes que solamente rezan...

Al final la dejaban. Ella tenía pronta la respuesta para todo. No se la podía ganar.

Cuando se puso muy anciana, y Paso Pé se había hecho un amplio barrio, recién entonces la escuelita que dio las primeras letras a numerosas tandas de chicuelos a la sombra del yvapobó, silenció la voz de su campana de hierro. Alguna gente más caracterizada había gestionado la creación de una escuela de verdad, presupuestada y todo. A partir de ahí, a Ña Lujarda se la fue olvidando. Hoy nadie la recuerda. Las nuevas generaciones no la conocen. Pero hay que reconocer que en su momento fue la única maestra de Paso Pé.

Hay monumentos que faltan, ¿verdad?





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ArribaAbajoSegunda parte

Cantos. Visión retrospectiva


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ArribaAbajoPágina breve


Abajo Haber nacido en sombras y perseguir una estrella.
Abatir la tiniebla tras la luz que buscamos.
Vivir con quienes nos odian porque no nos comprenden
y a quienes comprendemos y a quienes amamos...

Solitaria existencia entre la multitud.  5
¿Eres tú,
juventud?
Eres página breve, más final que comienzo.
Eres brisa que dura sólo un soplo y se va.

Multitud ciega y sorda,
¿para quién mi cantar?
¿Vale más mi silencio que mi verdad?  10

Quién pudiera ser ave
sin maldad,
sin bondad
y en las calles del pueblo
simplemente cantar.

Quién pudiera ser árbol  15
sin hablar, sin andar
y en la choza más pobre
ser la lumbre
o el pan.

1948

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ArribaAbajoUn amor que destruí cuando niño


ArribaAbajo Era una alondra
y era otra alondra.
Era la amada
y era el amante.
El tálamo nupcial era un ramaje  5
donde dos vidas al amor cantaban.

Y los días pasaban.
Ternura y cadencias la fronda mecían.
Yo, un niño, jugaba,
reía, soñaba,  10
miraba, admiraba tamaña ventura,
altar do Natura
plasmara dos almas
dos dichas con alas
colmando la tibia floresta de arrullos  15
y de melodías.

Llegada la aurora,
yo estaba en la fronda
donde disfrutaba de agreste caricia.
¡Qué lejos estaban de mí las malicias!  20
Ingenuos los ojos de la infancia mía,
ingenua la dulce y aromada umbría
que en tierno connubio bendecía la vida.

Feliz primavera.
Felices las flores.  25
—137→
Feliz la alquería.
Yo sólo era un niño, candor y alegría,
pájaro entre pájaros,
florecilla humilde
que entre la arboleda simplemente crece.  30

Mas, ¡ay, la aventura!
¡La oscura aventura!
¡El ingenio cruel!
Un día malsano
me armé de una honda,  35
y al nido encantado
macabra pedrada
le arrojé feroz.

Cayó un cuerpecito temblando
y yo,  40
festejando mi increíble hazaña,
me lancé gritando por aquel sendero
que minutos antes
estaba tan lleno de cantos,
tan lleno de cantos.  45

Y volví a la tarde.
Visité la fronda.
Visité aquel nido donde hermosa vida
yo mismo aplastara con mano asesina.
—138→
Mas, he aquí el asombro:  50
ya muerta la amada,
un contrito amante cubría a los hijos.
Llamaba, llamaba, llamaba y lloraba...
Verídica lágrima que el pecho calaba
mojaba aquel nido.  55

Caí de rodillas.
Nublaron mis ojos.
Mis dedos crispados hirieron mi rostro.
Lloré amargamente,
con ese dolor tan puro y profundo  60
que sólo conocen los niños,
¡oh, Dios!

Corrí por el prado,
por aquel sendero
ahora tan lleno, tan lleno de llanto.  65
¡Corría espantado de mi propio horror!

1948

  —139→  


ArribaAbajoMensaje


ArribaAbajo Ya era tarde y partieron mis palomas enfermas
Era invierno en la tierra
No asomaba una flor
Pero a mis pies sangraban pétalos de mi alma
y en mi mente  5
tu nombre
sin querer floreció.

Una tarde cualquiera
de dolor y de sombras
acallaron mis males  10
la esperanza nació
y lancé por los aires mis palomas enfermas
mensajeras de amor.

Tenues versos con alas que murieron de sombras
Eran pobres palomas mensajeras  15
Perdón
Una tarde partieron esperanzas a cuestas
y en los picos
sangrando
te llevaron mi amor.  20

1948

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ArribaAbajoEl reloj del nosocomio


A Sor María Hilda Osuna




ArribaAbajo Un inconmovible corazón de bronce
late en la penumbra
dividiendo quejas y tribulaciones
en compases leves,
y oculto, insondable,  5
realiza su rítmica resta,
llevándose insomnios y ensueños
y noches y auroras.

Suspira el silencio. Las cosas adquieren
lúgubre cadencia.  10
Sobre cada lecho se ha quedado quieta
la voz del dolor.
Dormida, digita la mano del tiempo
su infalible ciencia,
mientras va cumpliéndose sin prisa ni pausa  15
la ley superior.

Se alza el latido cual salmo tedioso
con afán eterno.
Ya lento, irritante, ya intenso,
se pierde y regresa.  20
Y sigue la resta implacable en la noche
del gris nosocomio,
para adormecerse cuando ciertos ruidos
anuncian el alba.
—141→

En tanto, barbota «las cinco»  25
el anciano sereno de bronce,
con voz de dolencias, de tedio, de ausencias,
con una voz ronca,
y sigue un tic-tac, tic-tac, tic-tac decadente
y escúchase entonces  30
confundirse el ritmo porque en la penumbra
transita una monja.

1948

  —142→  


ArribaAbajoJuventud


ArribaAbajo Había ya un pedazo de trueno en mi garganta.
En mi cuerpo pequeño,
bajo mi propia sombra,
se agolparon los sueños con sus voces heridas
y pensé que era un hombre  5
y dejé de ser pájaro.

Luego,
oscuras dolencias tatuaron mi cuerpo,
en mi aurora cantaron doloridas alondras
y fui canto volando  10
y fui pluma en el viento.

Y pensé que era pájaro
y dejé de ser hombre.

Hombre o pájaro,
entonces,  15
ave enferma en el alba.
Hombre o pájaro,
entonces, bebí sed de distancias.

Juventud no quedaba.
No quedaban ya cantos.  20
Sólo truenos y truenos
y una luz de relámpagos.

1950