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Vida y teatro de Carlos Arniches

Vicente Ramos



El autor expresa su profunda gratitud a la Fundación Juan March, que le concedió una Pensión de Literatura para escribir este libro, y a las distinguidas damas doña Pilar Arniches, viuda de Ugarte; doña Aurora Redondo, viuda de León, y doña Juana Navarro Farelo, que le facilitaron valiosos documentos.

Aspiro sólo con mis sainetes y farsas a estimular las condiciones generosas del pueblo y hacerle odiosos los malos instintos.


Carlos Arniches                







ArribaAbajo- I -

Antecedentes


Al cabo de seis años de régimen absolutista, conmovido por continuas turbulencias y conspiraciones, Fernando VII firma, el 7 de marzo de 1820, un decreto en el que confiesa: «Siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año 1812». Con ello, el inepto monarca condescendía hipócritamente con el movimiento liberal que, victorioso, se había alzado en Cabezas de San Juan el 1 de enero de aquel año.

Por aquel entonces, la ciudad de Alicante, «uno de los emporios de España»1, se ceñía, dorada y en paz, en torno a la cintura de su inexpugnable castillo de Santa Bárbara. Guarnecíala un recinto amurallado con cuatro puertas: la Nueva, la del Muelle, la de la Reina y la de San Francisco, ésta, con puente levadizo. En su interior vivía una población de unos doce mil habitantes. Era pobre el aspecto de la ciudad: «las calles carecían de regularidad y de alineación; los edificios particulares, de ornato, y las obras públicas, de utilidad positiva»2.

Durante el primer período absolutista, los alicantinos suspiraban por la implantación de un régimen democrático, fiel a sus tradiciones y de acuerdo con su espíritu mediterráneo. Por esto, cuando, el 12 de marzo de 1820, el gobernador militar de Alicante recibió el decreto de Fernando VII, «los alicantinos -dice Jover-, que habían sufrido con harta impaciencia el yugo del despotismo, levantaron la frente llenos de regocijo y saludaron a la libertad con el más vivo entusiasmo»3. Y, sin esperar orden alguna, el pueblo, asumiendo toda autoridad, destituyó al citado gobernador don Wenceslao Prieto, sustituyéndole el brigadier don Pablo Miranda. Inmediatamente, y por decisión de éste, cesó el Ayuntamiento absolutista, al que siguió uno de marcada tendencia liberal, compuesto por las siguientes personas: alcalde primero, don Manuel Soler de Vargas; alcalde segundo, don Domingo Morelló; alcalde tercero, don Juan José Izquierdo; regidores: don Jacinto Soler, don Vicente Verdú, don Carlos Arniches, don Francisco Soler Moreno, don Juan Galindo, don Alberto Ferrándiz, don Tomás España, don José Pobil Viudes, don José Alcaraz Sanchiz, don Luis María Costa, don Gaspar Carratalá y don Pedro Darreglade. Procuradores-síndicos: don Pedro Espinar y don Manuel María Raggio. Secretario, don José Hernández de Padilla.

Este concejo, que se mantuvo hasta 1823, consiguió que Alicante fuera declarada capital de provincia (1821), cuyo primer jefe político fue don Francisco Fernández Golfín. Entonces comenzó la construcción del paseo de Quiroga -luego, de la Reina; hoy, de Méndez Núñez-, transformando -«un lugar inmundo y lleno de ruinas, en otro de esparcimiento, de alegría y de hermosura»4. Asimismo, se alzó un nuevo mercado y se perfeccionó el alumbrado público. Mas, el levantamiento absolutista de 1823, apoyado por la Santa Alianza, interrumpió aquella senda de realizaciones positivas.

Agosto de 1823. La ciudad, bajo el mando militar y político de don Joaquín de Pablo Chapalangarra, se apresta a la defensa. El 3 de octubre, Fernando VII, erigido de nuevo soberano absoluto, dispone la rendición de la ciudad de Alicante al ejército francés que la cercaba. Mas, creyendo absurda la real orden, Chapalangarra cursa -16 del citado mes- el siguiente escrito al Municipio alicantino «Haviéndose determinado en junta de Gefes y Oficiales de la Guarnición, celebrada esta mañana, no proceder de ningún modo a la entrega de esta Plaza a las tropas francesas que la reclaman, sin que antes resulte plenamente confirmada la orden de S. M. en que fundan su petición, y deviendo para esto pasar al sitio donde se halle S. M. un individuo de la Guarnición y otro del seno de ese Ayuntamiento, se servirá V. S. proceder inmediatamente a su nombramiento, advirtiendo que mañana al amanecer deverá emprender su viage precisamente».

Horas después, reuníase en sesión extraordinaria el cabildo municipal: «Se dio cuenta -leemos en el Libro de Actas- de un oficio del Sr. Comandante militar de esta provincia que aquí se coloca. Y el Ayuntamiento acordó nombrar para la práctica de la diligencia que se expresa en el mismo al Sr. Arniches, a quien se le facilita un caballo y dos mil reales de vellón para los gastos precisos del camino, los cuales percibirá de los fondos de obras del muelle que obran en poder del Sr. Darraglade».

Aunque nada se vuelve a decir al respecto, lo más probable es que este viaje no llegó a realizarse, dado que registramos la presencia del señor Arniches en la sesión municipal del día 19 del mencionado mes.

Con fecha 6 de noviembre y ante la imposibilidad de seguir manteniendo la defensa, don Joaquín de Pablo Chapalangarra firma el convenio de rendición, según el cual las tropas francesas del vizconde de Bonnemains ocuparían la ciudad el día 11 a las ocho de su mañana. La víspera de esta jornada, el Ayuntamiento comisiona a los señores Arniches, Darraglade y Espinar para que «se presenten en el día de mañana a cumplimentar a los Gefes del Exército francés y a los del español, como también al Gobernador de la plaza».

Por todas estas noticias, deducimos la alcurnia y destacada personalidad de don Carlos Arniches García, casado con doña Juana Baus Segura, de cuyo matrimonio nació, en Alicante y el 2 de marzo de 1821, Carlos Francisco José Luis Arniches Baus.

En 1855, Carlos Arniches Baus, pagador de la Fábrica de Tabacos de Alicante, toma por esposa a doña María Antonia Barrera Mingot, según la siguiente acta que transcribimos:

«En la ciudad de Alicante, Provincia de íd., Obispado de Orihuela, yo D. Vicente Brotóns, Teniente Cura de la Parroquia Colegial Insigne de S. Nicolás; dispensadas ex causa las tres canónicas moniciones por autoridad del Sr. Provisor Vicario General de esta Diócesis y con licencia del mismo, desposé y casé por palabra de presente a D. Carlos Arniches, soltero, de treinta y cinco años, hijo de D. Carlos, de Valencia, y de D.ª Juana Baus, consorte, con D.ª María Antonia Barrera, soltera, de veintiocho años, hija de D. Jorge y de D.ª María Antonia Mingot, consorte, todos de ésta. Habiendo precedido todos los requisitos requeridos para la validez y legitimidad de este contrato sacramental, quedaron advertidos de oír misa nupcial en tiempo oportuno. Testigos: José Valentí y Francisco Samper, Sacristanes. Y por ser verdad, firmo la presente en Alicante, a nueve de diciembre de mil ochocientos cincuenta y cinco.-Vicente Brotóns.»



Doña María Antonia Barrera Mingot tenía dos hermanos: Luisa y Jorge María. Este, comendador de la Orden de Isabel la Católica y administrador principal de los establecimientos de beneficencia de Alicante, falleció en esta ciudad el 14 de febrero de 1888.

Por su parte, don Carlos Arniches Baus contaba con una hermana, Asunción, que trasladó su residencia a Madrid.

El joven matrimonio se instaló en la casa número uno de la calle de Golfín, sita entre las de San Francisco y Teatinos. Esta vía -la más corta del nomenclátor callejero alicantino, con sólo dos pequeños edificios- se denominaba desde antiguo calle del Escapulario, en atención a la capilla existente en una de sus paredes, dedicada a la Virgen del Carmen. Después de la muerte de Fernando VII, esta calleja se ofrendó a don Francisco Fernández Golfín, diputado en las Cortes gaditanas y, como dijimos, primer jefe político de la provincia de Alicante.

En orden al desarrollo social y urbano de la ciudad levantina, señalemos que, al término del segundo período absolutista (1832), presentaba un miserable aspecto: «[...] llena de escombros e inmundicias; la industria, paralizada; el comercio, muerto; la población, pidiendo limosna, y la lápida de la Constitución, en el vertedero público...»5.

«Los establecimientos comerciales -escribe Viravens- eran contados [...]; los pocos centros de enseñanza existentes eran un Colegio de segunda enseñanza, algunas escuelas de instrucción primaria a cargo de frailes exclaustrados y de dómines acaso sin título profesional [...]; los asilos benéficos estaban reducidos a una humilde Casa de Expósitos y un Hospital, sostenido con las limosnas de la caridad pública [...]; había dos fondas que no se recomendaban por sus comodidades...»6.



Tan deplorable situación mejoró bajo el reinado de Isabel II: en 1834, se reestablece la Diputación y se crean la Sociedad Económica de Amigos del País y el Círculo de Comercio; en 1839, abre sus puertas el «Liceo Artístico y Literario», y, desde entonces, se suceden los progresos urbanísticos al amparo de los Ayuntamientos presididos por don Miguel Pascual de Bonanza y Roca de Togores y don Tomás España y Sotelo; se construyen nuevas escuelas primarias y las especiales de Náutica y Dibujo, sufragadas por el Consulado Marítimo y Terrestre. Durante la década de 1840 a 1850, Alicante, con una población de 19021 habitantes, según la estadística de Madoz, empezó a disponer de un Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, del Teatro Principal, de la Plaza de Toros, de un Mercado de Abastos, de varias fábricas de fundición y más de cien establecimientos comerciales. En curso de realización se hallaban proyectos tan importantes como la carretera a Valencia, el alumbrado público a gas y la vía férrea a Madrid, concesión que fue otorgada en 11 de enero de 1844. En la columna de las tristezas, anotemos el pronunciamiento liberal de 1844, ahogado en sangre, y los terribles estragos causados, en 1855, por el cólera.

Regresemos a la casa número uno de la calle Golfín. Apacible, felizmente y sin graves inquietudes económicas va creciendo la familia de don Carlos Arniches Baus y de doña María Antonia Barrera Mingot, quienes tuvieron los siguientes hijos por este orden cronológico: Juana, Dolores, Rafaela, María, Carlos, Natividad y Mercedes. Juana nació en 1856; Mercedes, en 1870.

Hasta 1866, año del nacimiento de Carlos, Alicante se abrió a nuevos horizontes de progreso: en 1858 llega el primer tren procedente de Madrid y se establece la Escuela Normal de Maestros; un año después se crea la de maestras; en 1860, se organiza una magna exposición de productos provinciales, y, en 1861, se inaugura el alumbrado público de gas. Hacia 1863, la ciudad, con un censo de 32000 habitantes, contaba con más de cuatro mil edificios, ciento sesenta y una calles, diecisiete plazas, seis iglesias, un Instituto de Segunda Enseñanza, dos Escuelas Normales, catorce colegios primarios, dos hospitales, una fábrica de tabacos, cinco imprentas, un periódico diario -El Comercio de Alicante-, varias revistas, un casino, etc. Era, con palabras de Jover, «una ciudad de suma importancia, a cuya prosperidad contribuyen de consuno sus novecientos sesenta y siete industriales, sus comerciantes, sus capitalistas y sus hijos todos, que, representados por un municipio modelo, se ocupan sin tregua en engrandecerla con el deseo de colocarla al nivel de la primera capital del reino»7.




ArribaAbajo- II -

Infancia y adolescencia


Carlos Jorge Germán Arniches Barrera nació en Alicante, calle Golfín número 1, el año 1866, al igual que sus ilustres paisanos Rafael Altamira (10 de febrero) y el escultor Vicente Bañuls (19 de noviembre). También durante aquel año nacieron Jacinto Benavente (Madrid, 12 de agosto) y Ramón María del Valle-Inclán (Villanueva de Arosa, 28 de octubre).

Textualmente, dice así la partida de bautismo de nuestro biografiado:

«En la ciudad de Alicante, a doce de octubre de mil ochocientos sesenta y seis. Yo, D. José Martí, Teniente Cura de la Parroquia Colegial Insigne de S. Nicolás de la misma, bauticé solemnemente a un niño que nació ayer a las diez y cuarto de la noche, a quien puse por nombres Carlos, Jorge, Germán, hijo legítimo de D. Carlos Arniches y de D.ª María Antonia Barrera, consorte, de ésta. Abuelos paternos, D. Carlos, de Cartagena, y D.ª Juana Baus, de Valencia. Maternos, D. Jorge y D.ª María Antonia Mingot, de ésta. Padrinos, D. Jorge María Barrera y D.ª Rita Sereix, a quienes advertí el parentesco espiritual y demás obligaciones. Testigos, José Valentí y Francisco Samper, Sacristanes. Y para que conste, lo firmo fecha ut supra. José Martí»8.



En este año memorable, fracasó -2 de enero- una nueva sublevación acaudillada por Prim; la escuadra, bajo las órdenes de Méndez Núñez, bombardea -2 de mayo- el Callao, y los sargentos se amotinan -22 de junio- en Madrid. España sufría una larga época de turbulencias sociales, agudizadas desde la Vicalvarada de 1854 y las discrepancias entre progresistas y moderados. En cuanto a la concreta situación de la capital lucentina, digamos que el progresismo político ardía en la palabra republicana de Eleuterio Maisonnave y en las páginas de El Eco de Alicante, dirigido por Francisco Javier Carratalá, en el que, además de Maisonnave, colaboraban, entre otros, Francisco de P. Villar, Nicasio C. Jover, Rafael Esplá Rodes, Alejandro Harmsen, Carlos Sánchez Palacio, Adrián Viudes Girón y Cristóbal Pacheco Vassallo, tío del futuro comediógrafo. Por aquel entonces publicábase también La Ilustración, revista de Blas de Loma y Corradi. En la escena del elegante Teatro Principal actuaba la compañía de dramas y bailes de Eduardo Cortés, que, con la primera actriz Mercedes Buzón, estrenó, entre otras obras, La pata de cabra, de Oudrí, y Carambolas y Palos, de Pina. En la interpretación de esta pieza intervino el gran actor alicantino Agustín Irles, «que, en las piezas en dialecto valenciano, no tenía rival, caracterizando los papeles admirablemente, haciendo las delicias del público que le aplaudía con verdadero entusiasmo»9.

Mas, sin duda, el gran acontecimiento teatral alicantino durante el año del nacimiento de Arniches fue la actuación de Marietta Spezzia, «prima donna assoluta de primísimo cartello». cabeza, con el barítono Gottardo Aldighieri, de una compañía de ópera italiana que ofreció el estreno de Judith, de Serow.

Al nacer Carlos Arniches, la literatura alicantina estaba representada por Juan Vila y Blanco, Nicasio Camilo Jover, Juan Rico y Amat, Luis Campos Doménech, José Pastor de la Roca, Francisco Tordera Lledó, Blas de Loma y Corradi, Rafael Campos Vassallo, Alejandro Harmsen, los hermanos Sánchez Palacio, Carmelo Calvo, Luis Gonzaga Llorente, etc. Entre los pintores destacaban Joaquín Agrasot y Felipe Rovira, y, entre los músicos, Luis Marín López, José Charques Esplá, Francisco de P. Villar, Calixto Pérez y Vicente y Miguel Crevea Cortés.

La infancia de nuestro Carlos Arniches Barrera transcurre, según hemos visto, en tiempos de apasionadas zozobras políticas, constantes revueltas sociales y hondas crisis económicas. Memoremos la revolución de 1868 que, en Alicante, se anticipó en tres días, y que fecundó nuevas sociedades republicanas, tales como las denominadas «Propagandista Federal», «Libertad, Igualdad y Fraternidad», «Amigos de la Libertad» y «Club Federalista». Al comenzar el año 1869, Eleuterio Maisonnave, alcalde de Alicante, dirige los diarios El Derecho y el Deber y El Correo de España. A la par, el pensamiento político federalista tiene su órgano de expresión en el diario La Revolución, dirigido por José Fernando González.

Al instaurarse la Regencia del duque de la Torre, crece el republicanismo y se renuevan las algaradas carlistas, España mostraba el lamentable espectáculo de una monarquía sin rey, «la Constitución votada, en suspenso; el Parlamento, agotado. La Hacienda exhausta, y la Revolución, jadeante y gastada»10.

En el verano de 1869, las partidas de don Carlos de Borbón siembran el pánico por las comarcas alicantinas de Castalla, Alcoy y Sax. No tardan en quedar en suspenso las garantías constitucionales, y el Concejo republicano de Alicante es sustituido por otro de signo moderado, presidido por don Miguel Colomer, de quien son estas palabras: «[...] nuestra posición es tanto más difícil, cuanto que a los críticos momentos que estamos atravesando se une la coincidencia de venir a reemplazar a un Ayuntamiento que ha merecido el aprecio de sus conciudadanos, logrando mantener inalterable el orden público en días azarosos y de prueba»11.

He aquí la oscura estampa de Alicante, cuando Carlos Arniches Barrera contaba tres años de edad: las calles «siguen ocupadas por las tropas; las gentes pacíficas continúan retraídas; los progresistas, chillando; los hombres honrados, avergonzados; los que aman a su patria, con el corazón partido de dolor». Y, a mayor abundamiento, «la mendicidad ha vuelto a asomar en Alicante su rostro escuálido. Los pobres, que habían desaparecido desde la creación del Asilo por el anterior Ayuntamiento, vuelven a circular por las calles»12.

Las calamidades fueron en aumento. A fines de 1870, una epidemia de fiebre amarilla siembra en la ciudad «un pánico indescriptible, hasta el punto de ahuyentar a la mayoría del vecindario [...]; la miseria, consecuencia precisa de la falta de trabajo, ayudaba con eficacia al tifus; el Ayuntamiento, debilitado por la epidemia y por la escasez de recursos, era impotente para combatir la espantosa conjunción de elementos de muerte que se cernía sobre esta capital»13.

La terrible enfermedad causó más de mil seiscientas víctimas.

Desolado, pobre y triste, el pueblo alicantino recibió hidalgamente -14 de marzo de 1871- al rey Amadeo I y, luego, a la reina María Victoria que, acompañada de sus hijos Manuel Filiberto y Víctor Manuel, desembarcó en el puerto alicantino cuando matineaba el día 17 del mencionado mes.

Durante la efímera República, la ciudad de Alicante sufrió las trágicas secuelas de la sedición federalista de Cartagena, defendiéndose de los facciosos y soportando -27 de septiembre de 1873- con suprema entereza el cruel bombardeo de las fragatas Numancia y Méndez Núñez, que arrojaron sobre el casco urbano 186 proyectiles, causando diecinueve muertos y la destrucción de numerosos edificios, pero «el mundo entero aplaudirá sin duda, atónito, a un pueblo abierto que, como Alicante, ha sabido preferir su destrucción a la deshonra y ha conseguido alcanzar la más brillante victoria, a pesar de la inferioridad de las armas con que ha luchado»14.

Mientras tanto, el niño Carlos Arniches Barrera aprendía las primeras letras en el colegio La Educación. Fue su maestro don Antonio Segura Escolano, hombre muy activo e inteligente, que implantó en Alicante la enseñanza de sordomudos según el método de Pedro Ponce de León. Falleció en La Habana en el año 1880.

De este centro, donde Arniches ya se distinguió por su aplicación, nuestro escolar pasó al colegio San José, de gran prestigio, y del que era profesor su tío don Cristóbal Pacheco Vassallo. Aquí aprobó los primeros cursos de segunda enseñanza.

La más antigua anécdota de su niñez, narrada por él mismo, es la que sigue: «Era un Domingo de Ramos por la mañana; una de esas mañanas de primavera levantina, clara y radiante. Iba yo, con mi colegio, camino de la iglesia para asistir a la procesión tradicional. Los colegiales marchábamos con nuestros uniformes de gala, formados de dos en dos, sosteniendo cada uno, con ostentoso orgullo infantil, su palma enhiesta. La mía, aquel año, era la mejor, la más esbelta, la más fina, la más amarilla.

Llegamos a la calle Mayor, perfumada con olor de romero. Los balcones lucían el vivo colorín de las colgaduras.

Marchábamos en paz, con poco barullo, cosa inaudita porque una de las parejas la componían los que luego fueron hombres insignes, Joaquín Dicenta y Rafael Altamira, entonces chiquillos traviesos. De pronto, a la altura de los rótulos de las tiendas, apareció colgada una enorme chistera de hojalata, pintada de encarnado, como anuncio de sombrerería, sobre cuya puerta se balanceaba orgullosa. Verla y empezar las primeras parejas a sacudirle golpes con las palmas fue todo uno. Los golpes de los que iban delante estimulaban a los de atrás, que empezaron a pegar con tanta fuerza que, a consecuencia de un palmazo formidable y certero, la chistera se balanceó con tanto ímpetu que, al fin, vino a tierra con estrépito resonante. Oírlo y salir el sombrerero hecho un energúmeno fue cosa de unos segundos. Se percató inmediatamente de la fechoría, y queriendo vengarla y sin acertar de qué modo, tomó una resolución arbitraria y brutal y, por consecuencia, injusta. Miró las palmas de los chicos que veníamos detrás, y agarrándose a la mía, en una airada y odiosa elección, me la quebró en tres pedazos.

Yo, entonces, con la palma rota y las lágrimas en los ojos, seguí a la iglesia. Nada podía consolarme de aquella bárbara injusticia»15. Inicialmente instalado en la calle de Gravina, el colegio San José, dirigido por don Celestino Chinchilla Brotóns, adscrito al Instituto de Segunda Enseñanza, se hallaba, al ingresar Carlos Arniches Barrera, en la casa número quince de la calle de Bailén. Componían su profesorado, entre otros, don Manuel y don José Ausó, don Cristóbal Pacheco, don José González, don Emilio Senante, don José Pérez Chápuli, don Blas de Loma y Corradi y don Celestino Chinchilla.

Rafael Altamira describe así aquel famoso centro docente alicantino: «Ocupaba el colegio la planta baja y los dos pisos de un gran caserón, a la entrada de la calle; y como ésta no era muy ancha, el edificio de enfrente -un caserón, también, ocupado por una fonda- arrojaba constantemente sobre nosotros la mancha triste de su sombra, privándonos de ver el sol y el mar que, al otro lado, rompía sus olas sobre la playa y la escollera [...] El único sitio alegre de nuestra prisión pedagógica era el balconcito de la esquina, por el que se atisbaba algo del puerto, es decir, de los palos y vergas de las embarcaciones surtas en la dársena»16.

Entre los condiscípulos de Carlos Arniches, además de los ya mencionados Altamira y Dicenta, destacaban, en la amistad, Francisco Martínez Yagües, Ricardo y Heliodoro Guillén y José Pérez Chápuli, con quienes se reunía asiduamente bien para escuchar lecturas en común o ya para representar obritas teatrales, entretenimiento muy significativo si lo referimos a Carlos Arniches y a Joaquín Dicenta.

Con palabras de Rafael Altamira, Carlos Arniches, en aquellos días de su adolescencia, era «delgado, de ojos soñadores que parecían mirar a todo y no enterarse de nada. Y es que, quizá entonces, se estaba verificando en él la concentración y asimilación de vida que luego ha sabido volcar con tanta gracia en sus obras»17. Añadamos que esta «concentración y asimilación de vida» vendrá a ser una de las cualidades más personales de nuestro insigne comediógrafo.

El carácter soñador e introvertido que nos destaca Altamira en el Arniches de doce a catorce años se adecua perfectamente con las ya despiertas aficiones literarias que ya sentía y practicaba en la soledad de «el caragolet» (caracolito), como así llamaba al desván de su domicilio. De estos primeros trabajos literarios, especialmente poéticos -también, alguna narración-, que «me sirvieron -dice- de entrenamiento magnífico para ir redactando y puliendo mis defectos»18, conservamos la siguiente composición, titulada Carta de desafío:


    Carmeleta, Carmeleta
la del cabello rizado,
que vives en San Antón
y eres lo mejor del barrio;
que tienes los labios rojos
como la flor del granado,
y tienes el pelo negro,
y tienes el cutis blanco;
sólo te pido que tengas
conmigo mucho cuidado,
porque de mí no os reís
ni tú ni tu primo Paco;
que si es verdad que por él,
altiva, me has despreciado,
no quiero que me tiréis,
cuando al Instituto paso,
ni chufas ni cacahués,
ni lirones ni garbanzos.
Si él es valiente y quisiera
venir a decirme algo,
di que mañana, a las seis,
en el Postiguet le aguardo,
y nos veremos las caras,
que puede que nos rompamos.
Y si os queréis, que os queráis,
que no puedo remediarlo;
pero de mí no os reís
ni tú ni tu primo Paco.






ArribaAbajo- III -

Hacia Barcelona


Durante la década 1870-1880, la vida alicantina, si brillante en actividades del espíritu -Juegos Florales, creación de la orquesta «La Lira» y de la «Sociedad de Conciertos», instalación de la Academia de Pintura de Lorenzo Casanova, triunfos de los actores Agustín Irles, Miguel Soler y Hernán Cortés, etc.-, fue desdichadísima en el orden económico.

A los estragos causados por la epidemia de 1870 y el bombardeo cantonalista de 1873, síguenle las incursiones belicosas de los carlistas y las continuas e intestinas luchas políticas: todo contribuyó al agotamiento y postración de la ciudad, roída por la incuria, la miseria y hasta el hambre: «La falta de vida y de trabajo que hoy desgraciadamente reinan en nuestra ciudad van aumentando cada día más la pobreza en nuestras clases proletarias»19.

La indigencia social reflejábase de igual modo en el aspecto urbano: «Si caminamos entre escombros y basuras, si nos movemos entre inmundicias de toda especie, si aspiramos olores fétidos y nauseabundos, si las calles son muladares y la población entera un foco de infección y podredumbre, no se culpe al vecindario [...] Abandone el señor Gobernador, siquiera sea por breves instantes, su plácido retiro; salga y recorra nuestras calles y plazas, convénzase de la verdad de nuestros asertos [...] No se trata de una aldea rural o de un mezquino villorrio; se trata de una capital de segundo orden, de una población de 32.000 almas»20.

Para remediar en lo posible tan graves males, surgen entidades caritativas y filantrópicas: «Asociación de Nuestra Señora del Remedio», «La Cocina Económica», «La Bienhechora»... y, sobre todo, la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, fundada por don Eleuterio Maisonnave en 1877, la más eficaz medida para atajar «los progresos asombrosos que en Alicante hacía la usura, que, cual manada de vampiros, chupaban sin compasión la sangre del pobre pueblo y de cuantas personas se encontraban en la dura necesidad de entregarse incondicionalmente a la más despiadada de las explotaciones»21.

Tan desdichada situación se agravó aún más al producirse -octubre de 1879- los desbordamientos del río Segura, cuyas aguas anegaron 7922 hectáreas de huerta feracísima. Los perjuicios se elevaron a 1439751,74 pesetas22.

Este cúmulo de desgracias, sumado al que engendraba las fluctuaciones de la mezquina politiquería lugareña, obligó a don Carlos Arniches Baus, vencido por aquel «huracán de la desgracia (que) arrasó su casa»23, a trasladar su hogar a Barcelona, donde esperaba hallar una estabilidad que le era negada en su ciudad nativa.

El propio comediógrafo alicantino evocó aquellas dramáticas jornadas en un escrito de 1923: «[...] sabido es -dijo- que los empleados gozaban en aquella época de una amovilidad pasmosa. Dependía su trasiego del turno de los partidos, de los movimientos políticos... Por eso, apenas transcurría un espacio de tiempo relativamente breve en el que mi padre disfrutaba tranquilo de su prebenda, de pronto una mañana leía yo, mudo de espanto, en aquellos diarios: "Ha sido declarado cesante el pagador de la fábrica de Tabacos don Carlos Arniches" [...] Aquel día mi padre no hablaba. Comíamos en silencio. Mi madre limpiaba a hurtadillas sus ojos enrojecidos, y en mi alma de niño se iba forjando, silencioso y fuerte, un odio invencible a la política.

Pero por fortuna el día glorioso de la revancha no se hacía esperar; y escasamente transcurrido un año, otra mañana solía yo leer: "Ha sido nombrado de nuevo pagador de la Fábrica de Tabacos don Carlos Arniches".

Entonces mi casa se henchía de júbilo ruidoso. Todo eran proyectos optimistas, retornaba la alegría; comíamos a menudo arros en pollastre y sopada, ¡mis supremas ilusiones culinarias!

Pero otra mañana nos anunciaron El Constitucional y El Graduador otra cesantía. Aquélla fue más larga, más implacable que las anteriores. La miseria se adueñó de nuestra casa. Se nos cerraban todas las puertas, se obscurecieron los horizontes y hubimos de abandonar la noble ciudad querida»24.

La familia Arniches -don Carlos, doña María Antonia y los hijos Rafaela, María, Carlos, Natividad y Mercedes (Juana y Dolores se habían trasladado a Madrid anteriormente, quizá en 1876)- emprendió su éxodo el año 1880, dirigiéndose, por ferrocarril, a Barcelona.

«No se borrará fácilmente de entre mis recuerdos el de aquella mañana, en la que todos los míos, silenciosos y tristes, abandonamos la amada terreta. Yo, desde el último peldaño de la escalinata de la estación, volví mis ojos nublados por las lágrimas para dirigir un último adiós, lleno de ternura, a aquel pueblo en el que quedaban todos mis recuerdos de niño [...] En aquel viaje que tuvo para mí la emoción de un éxodo bíblico, las maldiciones a la política volvieron a surgir, recias y fuertes, en mi alma infantil»25.



En un artículo, fechado en 1888, Arniches evoca también este episodio; pero en vez de fijar la salida de Alicante en horas matutinas lo hace en las nocturnas, lo que parece más probable, dada la mayor cercanía temporal de la evocación: «Si pudiera robar sus colores a mi recuerdo -dice-, sus tintas a la realidad, su luz a mi fantasía; si poseyera, como Muñoz Degrain, el dominio del claro oscuro, veríais el tono melancólico que mostraba el cielo de aquella noche, un tono blanquecino, duro por lo igual y lo extendido; ese tono indefinible que tiene la tristeza de la duda y la vaguedad de la indecisión; un cielo entre cuyos vapores tenues surcaba la luna como envuelta en tules, recatada, cual si únicamente saliera para saludar a los misterios de la noche y para hacerme la caridad mezquina de derramar su triste y escasa luz sobre un montón informe, sobre un agrupamiento borroso de casas, dominadas por una mole oscura, de delineación confusa: sobre Alicante. Aquella noche la abandoné»26.

Dedúcese evidentemente de ambos escritos que Carlos Arniches marchó a Barcelona en compañía de sus padres y hermanas y no solo, como, haciendo alarde de fantasía, afirma Enrique Chicote: «La despedida de su madre fue tierna; le dolía en el alma separarse de aquel hijo que ya daba muestras de poseer un talento privilegiado»27.

Carlos Arniches residió en Barcelona desde 1880 hasta 1885, en cuyo año se trasladó a Madrid. En un principio y durante muy escaso tiempo, trabajó en la Banca Freixas; luego y hasta su viaje a Madrid en la Casa Singer.

Requerido por la perentoria necesidad de contribuir al sostenimiento económico de su familia, el futuro escritor no pudo desarrollar su vocación, reducida entonces a un acariciado y ambicioso anhelo. Por ello, contestando a una pregunta de J. Pastor Williams -«¿No utilizó usted sus aficiones literarias en Barcelona?»-, contesta el autor de Es mi hombre: «Sí y no. Porque mis ambiciones eran grandes, como es natural en esa edad, y no puedo decir que las satisficiera con un destino que obtuve en La Vanguardia -una Vanguardia que no era como ésta de hoy-, de noticiero. Entonces no se conocía el género periodístico de los reportajes, que tanta boga alcanza en estos tiempos. Pero... había que vivir y aceptar todo lo que saliera, sin tener en cuenta más ambiciones que las del estómago»28.

Arniches no sentía aún la llamada teatral. Lo más probable es que sus proyectos de escritor, a lo largo de aquellos difíciles años de Barcelona, se orientaran hacia la poesía y la novela, géneros que, como dijimos, ya había cultivado.

En consecuencia, los escasos cinco años barceloneses los pasó Carlos Arniches cual «un horterilla soñador y optimista»29.




ArribaAbajo- IV -

En Madrid


Nos dijo el propio Arniches que, en Barcelona, «fracasaron mis aptitudes comerciales, y, al poco tiempo, me llevaron a Madrid mis ilusiones literarias»30. Con toda probabilidad, este viaje lo efectuó a principios de 1885.

Por aquel entonces, residían en Madrid su tía doña Asunción Arniches Baus, de holgada posición económica, y su hermana doña Juana, casada con don Francisco Moltó y Campo-Redondo, general de brigada de Carabineros y gobernador militar que fue de Canarias, Toledo y otras provincias. De este matrimonio nacieron Francisco -Madrid, 11 de diciembre de 1880- y Félix -Alicante, 7 de febrero de 1883-. La familia de don Francisco Moltó habitaba en la casa número dos de la calle de Fernando el Santo. Con el matrimonio convivía doña Pilar, hermana de don Francisco, futura esposa de nuestro comediógrafo.

Así, pues, movido por un irresistible deseo «de probar mi suerte»31, Carlos Arniches, cuando aún no había cumplido dieciocho años de edad, se acoge a la protección de su tía, dispuesta a hacer del sobrino un flamante abogado. Pero como no coincidían las intenciones, no tardó mucho tiempo en producirse la inevitable ruptura. La tía reclamaba disciplina, seriedad y estudio; el sobrino, ocio para escribir y libertad para pasear por el Retiro. Ante tan tamaña disparidad, el carácter austero y excesivamente rígido de doña Asunción no pudo avenirse con aquel romántico y enamoradizo sobrino, por lo que, cierto día, «al volver Arniches a su casa, se encontró con que su protectora se había llevado todos los muebles, y sin decirle una sola palabra y dejándole en el más desolado abandono, se había trasladado a Valencia»32.

Esta misma versión es la que hemos podido escuchar de personas que fueron muy allegadas a nuestro escritor, quienes no niegan la posibilidad -así nos lo escribe doña Pilar Arniches Moltó, viuda de Ugarte- de que, por el contrario, fuera el sobrino el que abandonara a la tía: «[...] tengo entendido que fue tremendamente severa y rigurosa con mi padre, hasta el punto -esto se cuenta como una anécdota- que esta señora, sabiendo que a mi padre no le gustaba cierto plato de cocina, se lo hacía servir diariamente, mañana y tarde. Así es que [...] más bien me inclino a creer que fue mi padre el que abandonó a tan poco hospitalaria protectora»33.

Refiere igualmente la tradición que el joven Arniches, al verse de tal modo desasistido, buscó vanamente el refugio de su hermana, por lo que, aquella noche, tuvo que pasarla a cielo descubierto.

Al siguiente día, encontró la ayuda de un panadero alicantino, quien le facilitó el dinero necesario para regresar a Barcelona, de donde no tardó en volver a Madrid.

Abundando en tan interesante como confuso episodio, dijo, en cierta ocasión, Carlos Arniches: «Me recogió una tía carnal, hermana de mi padre. Su propósito era el de costearme la carrera de Derecho, que, en aquellos tiempos, era el título obligado y necesario para triunfar en la vida, en la política, en los negocios, en todo... ¡Comprenda usted mi desesperación! Porque maldita la vocación que sentía yo por el foro ni maldito el interés que me inspiraba Justiniano ni las Pandectas. Yo no tenía más deseos que los de escribir, escribir mucho... Llevaba yo el morbo literario metido en la medula. Y...

-¿Cómo resolvió usted el conflicto?

-Pues haciendo lo que no se hace más que cuando se tiene veinte años. Valiente y heroicamente seguí mi vocación literaria y rompí con las leyes; claro está que ello me supuso perder la protección de mi tía... Cada vez que lo recuerdo, créame usted, me asusto de lo que hice y me pasma la decisión que tuve. No precisaré añadir que quedé completamente desamparado y en una situación económica desastrosa. Entré de redactor en El Diario Universal, pero con lo que allí ganaba no tenía apenas para comer»34.

Fue entonces cuando el soñador Arniches atravesó la durísima, aunque breve experiencia de la pobreza. «Empezó su tragedia -escribe Enrique Chicote-: hambre, botas rotas, por lecho un banco del Prado, tal vez el mismo que, durante una temporada, ocupó como dormitorio el poeta don Marcos Zapata»35.

Su quehacer de gacetillero en las redacciones de El Diario Universal, La Ilustración Artística Teatral y El Resumen, tan sólo le permitían sobrellevar una existencia realmente angustiosa en lo económico, que, por suerte, no fue muy duradera. Salvó la triste situación al editar, en 1887, gracias a unos amigos y al mecenazgo de la reina Regente, su primera obra: Cartilla y Cuaderno de Lectura (Trazos de un reinado). El Ministerio de Fomento adquirió mil ejemplares de este libro para las escuelas, lo que reportó a su autor cinco mil pesetas, cantidad más que suficiente para vivir bien y durante mucho tiempo.

La obra -noventa y seis páginas- consta de un silabario y cartilla y el Cuaderno de Lectura, síntesis biográfica de S. M. Alfonso XII. En el preámbulo-dedicatoria a Alfonso XIII, dice su autor: «Bregando con dificultades serias y aun formidables, dadas mis fuerzas escasísimas; luchando, además, con los temores y las vacilaciones naturales, y tan propias en quien, como yo, ha tenido que salir, para acercarse a las gradas del Trono, de la oscuridad más densa, del fondo de esa negra masa sin brillo que se llama vulgo, veo por fin llegado para mí el día venturoso de ofreceros este tributo de mi lealtad, homenaje al par rendido a la memoria de vuestro augusto y malogrado padre D. Alfonso XII».

Carlos Arniches, que contó con «la benevolencia y el cariño con que favorece a sus súbditos vuestra augusta madre», únicamente aspiraba, literaria y pedagógicamente hablando, a «que sea la primera impresión de saber que reciba vuestra inteligencia, una reseña fiel, aunque breve, de los hechos más notables del reinado de vuestro augusto padre D. Alfonso XII; y que sean las primeras lecturas que balbuceen vuestros labios de niño, el relato de los grandes ejemplos que tenéis que imitar para conseguir la adoración y el respeto del pueblo».

El Cuaderno de Lectura, o sintética historia del reinado de Alfonso XII, escrito enfática, barroca y declamatoriamente, sobre un fondo moralizante más que pedagógico, lo integran los capítulos «Proclamación», «La Paz», «Los regicidas», «Casamientos del Rey», «¡Caridad!», «El viaje a Aranjuez» y «La muerte del Rey».

La importancia de este libro, respecto a su autor, radica en dos consideraciones: una, por cuanto le resolvió satisfactoriamente su agudo problema económico; otra, porque fue causa indirecta de su entrada en el pueblo barriobajero de Madrid, del que extrajo tanto su inspiración como la materia de sus famosas obras teatrales.

Efectivamente; en el capítulo «Los regicidas», se narran los dos atentados contra la vida de Alfonso XII, llevados a efecto, el primero, en 1878, por Oliva Moncasí, y el segundo, por Francisco Otero González, en 1879. Ambos agresores fueron ajusticiados.

Refiriéndose concretamente a Otero, dice Arniches que su acto criminal «presentaba un carácter más sombrío. La premeditación presumió tal vez en las indecisiones crepusculares, cobarde impunidad y la alevosía, arrastrando al asesino hasta la misma puerta de la real morada, le detuvo a cometer el hecho precisamente en el punto donde empieza la seguridad de los Reyes». Días después, Otero rodó «desde el cadalso a la fosa, liado en esos paños negros como las nubes de las apoteosis infernales; cayó, sí, desde una ignominia afrentosa a un abismo de eterno odio».

Al cabo de algún tiempo, los hermanos del regicida Otero visitaron a Carlos Arniches para informarle que «su hermano -así nos lo cuenta el comediógrafo alicantino- sería un exaltado, pero no era el hombre perverso y malvado que yo describía en mi libro, por lo que me pedían que, si hacía una nueva edición, quitase aquellos calificativos. Como es lógico, accedí en el acto. Eran unas excelentes personas, y, poco a poco fuimos intimando hasta el extremo de que, más adelante, en una de mis épocas difíciles, me fui a vivir con ellos. Gente modestísima, que vivía en una casa de vecindad de los barrios bajos, me proporcionó la manera de observar de cerca aquel ambiente madrileñísimo de las calles de Toledo, Lavapiés, Antón Martín, etc.»36.

Muy verosímilmente, pues, éste fue el primer contacto del futuro sainetero con el riquísimo elemento humano que no tardaría en llevar a la escena. Pero, entonces, el autor de Cartilla y Cuaderno de Lectura aún no había proyectado escribir para el teatro.




ArribaAbajo- V -

La iniciación teatral


Inopinadamente, Carlos Arniches, autor de la Cartilla y Cuaderno de Lectura, gacetillero y novelista en ciernes, da sus primeros pasos, suaves y firmes, por los caminos de Talía con la plena conciencia de que el nuevo horizonte iba a ser definitivo. La ocasión se la brindó Gonzalo Cantó, escritor, amigo suyo y paisano. He aquí cómo.

Nacido en Alcoy, el 27 de enero de 1859, Gonzalo Cantó Vilaplana marchó pronto a Madrid. Era un joven rico en versos y en ilusiones. Pero «sus primeros pasos -dice su biógrafo Adrián Miró- fueron desalentadores. Por todas partes encontraba puertas cerradas y círculos herméticos»37. Madrid Cómico publica versos de Cantó en el año 1880. Luego fue redactor del semanario La Avispa, donde usó los seudónimos «Gonzalo Cantares» y «Gallo Careta». Sin otros quehaceres, el escritor alcoyano no ganaba lo mínimo suficiente para seguir en Madrid, ya que, al decir de Cejador, cobraba tres duros mensuales por cien versos diarios38.

Al objeto de orientar su trabajo literario en un sentido más «productivo», escribió una comedia -en su ciudad nativa estrenó, casi cuando aún era niño, la titulada Alcoy por la caridad- que le fue rechazada por el empresario del teatro Eslava. Decepcionado, visitó a su amigo y comprovinciano Arniches, a quien le leyó la comedia. «Al conocerla -dijo éste-, yo mismo comprendí la justicia del fallo»39. Y, en otra ocasión, agregó: «Estaba bien escrita, bien pensada, pero no era teatral, no era obra de éxito. Y le propuse entonces que hiciéramos una revista. Aceptó. Pusimos mano a la obra [...], y, al poco tiempo, estrenamos Casa Editorial en el teatro Eslava, que tuvo un gran éxito de taquilla. Con este hecho, el porvenir mío ya quedaba marcado definitivamente»40.

Así, de tan sencillo modo, los dos jóvenes soñadores alicantinos empezaron a abrirse paso por el abigarrado mundo del teatro.

La obra Casa Editorial, «sátira literario-musical», de Carlos Arniches y Gonzalo Cantó, música de Rafael Taboada, se estrenó en el teatro Eslava el 9 de febrero de 1888. He aquí el reparto:

La Zarzuela en su apogeo Srta. Segovia
Ídem antigua Niño Martín
Ídem moderna Niño Odón
La Novela española Srta. Molina
La Poesía lírica Srta. Pino
La Literatura dramática Srta. Fernani
Pura Sra. Baeza
Paquita Srta. García Parra
Don justo Dogal Sr. Vega
Gómez Sr. Larra
Fernández Sr. Riquelme
Míster Kramell Sr. Beltrán
Don Cleto Sr. Carreras
Castito Sr. Lacasa
Un dependiente Sr. Muñoz
Un guardia Sr. Ruiz
.

Consignemos que el primer actor don julio Ruiz, «por una deferencia y una consideración que nunca agradecerán bastante los autores, se encargó de este insignificante papel, alcanzando una verdadera ovación».

El problema acerca de las fuentes temáticas de esta obra ha sido estudiado por don Eduardo Juliá Martínez41. Por nuestra parte, nos inclinamos por la hipótesis más sencilla, o sea la de que nuestros incipientes dramaturgos concibieron la idea de Casa Editorial, bien como resultado de conversaciones amistosas o ya de la simple contemplación de librerías, aunque ciertamente, esta «sátira literario-musical» muestre, según Juliá Martínez, «una gran raigambre literaria y una ejecución diestra en sí y por las relaciones artísticas reveladas».

Siempre, con razón, se ha considerado que el cuadro primero contiene elementos autobiográficos. Sus personajes, Fernández y Gómez -novelista, aquél; poeta, éste-, pueden ser en cierto modo reflejos de Arniches y Cantó, respectivamente. Así, por ejemplo, cuando se dirigen a la oficina de don justo Dogal -¡qué expresivo simbolismo!-, se entabla el siguiente diálogo:

FERNÁNDEZ.-  Oye, si no te toma el poema, ¿por qué no le enseñas algo dramático?

GARCÍA.-  Le enseñaré las botas: es lo más dramático que tengo.



La conversación es interrumpida por la llegada de míster Kramell, que desea comprar libros y saber cómo viven los escritores españoles.

KRAMELL.-  Pues siendo ustedes escritores, mí tener mucho gusto que me digan cómo vivir aquí. Yo tomar notas de todo.

FERNÁNDEZ.-  Que ¿cómo vivimos aquí? ¡Oh!

GÓMEZ.-  Vivimos bien, muy bien.

FERNÁNDEZ.-  Mire usted si viviremos bien, que éste habita en el mejor sitio de Madrid.

GÓMEZ.-  En la Castellana, en el palacio de Villa-Olea; es decir, en el palacio precisamente, no; pero poco menos: en un banco que hay próximo a él paso lo mejor de mis noches.

KRAMELL.-  Ustedes vivir como banqueros?

FERNÁNDEZ.-  Ya ve usted, como que nos pasamos la vida de banco en banco. Mis noches son regias, las paso entre monarcas [...]



Luego, ya en la librería del señor Dogal, asistimos a las escenas propias de revista. Aparece La Novela Española: «Hoy soy Perfecta y más que perfecta; como que me llaman Doña... Llevo Sombrero de Tres Picos y voy vestida de Episodios Nacionales, que nadie ama como yo el Sabor de la tierruca, y para mí es lo prohibido buscar en casa ajena lo que en la propia tengo».

Las citas aparecen igualmente en el parlamento de La Poesía Lírica:


   Por los vates me intereso
y se ha dado más de un caso
en que he llevado al Parnaso
vates en el Tren Expreso.
Un Idilio es mi existencia,
y El Vértigo que me agita
no es locura, que es bendita
Orgía de la Inocencia [...]



La Literatura Dramática menciona Locura o Santidad, Los amantes de Teruel, Un drama nuevo, Marcela, etc.

Es muy interesante la declaración de La Zarzuela en su apogeo:


mi estilo es alegre,
mi gusto es cantar,
que hay en mi escuela
de aires nacionales
mucho que estudiar.



No obstante, este tipo de zarzuela va siendo sustituida por la de corte moderno, descaradota y barriobajera:

Z. APOGEO.-  Ya veis en lo que paré.

Z. MODERNA.-  Pues entoavía llegarás a menos.

Z. APOGEO.-  ¿A menos?

Z. MODERNA.-  Sí; porque después de mí, viene esto. (Se saca un polichinela de la faja y le hace, tirando de un hilo, sonar los platillos que el muñeco ha de llevar a las manos.) 

Z. APOGEO.-  Ved mi fin probable.



Hay aquí, también, un destacado elogio de la zarzuela:

Z. APOGEO.-  ¡Y desgraciada! ¿Linda lo soy? No sé; pero española, sí, de pura sangre. Sobre el pedazo de tierra más tapizado de flores y bajo el espacio más azul de los cielos he nacido. Las gitanas me enseñaron a suspirar desde los rincones de Andalucía; lloro como la gaita que se queja en los valles tristes de Galicia; danzo con las sardanas que resuenan en los montes catalanes y el entusiasmo patrio sale de mis labios a los acordes de la jota de los aragoneses.



Esta primera obrita de Arniches y Cantó, empero su ingenuidad e intrascendencia, descubrió, especialmente en el alicantino, unas cualidades críticas y humorísticas que ya presagiaban el fecundo y brillante camino que habría de seguir no mucho después.

Aquí, debemos registrar la gratitud de los autores de Casa Editorial para con don Ramón Arriaga, empresario del Eslava, según el texto que aparece en la edición de Florencio Fiscowich:

«Hemos oído el aplauso entusiasta de un público benévolo; hemos leído los cariñosos y lisonjeros elogios que nos dedica la prensa toda; hemos saboreado la satisfacción del triunfo, dicen que de todo esto tiene la culpa nuestra mezquina inteligencia. No es verdad, aun cuando lo fuera. Tiene usted la culpa.

En los momentos de nuestra íntima satisfacción, hemos recordado que cuando, desconocidos e insignificantes, paseábamos con la impertinencia del pretendiente por los pasillos del Eslava, usted nos prestó su apoyo y una benevolencia inagotable que significa para nosotros el porvenir y..., ¡calcule usted lo que sentiremos no acertar a manifestarle todo el agradecimiento que usted merece!

Usted sabe lo que ha hecho por nosotros, y usted sabe que el primer triunfo no se olvida; que recordaremos siempre su bondad es, pues, indudable.»



La crítica, si amable por tratarse de obra primeriza, no fue unánime en el elogio. El cronista de El País dijo: «[...] Los autores de Casa Editorial, que son, como dejamos dicho; dos principiantes, comienzan por censurar duramente a los editores. ¿Qué harán más adelante, es decir, cuando sean víctimas de ellos? De seguro que no se conformarán con personificarlos en un tipo como el D. Justo Dogal, de la revista, que vende a peso de oro los frutos del ingenio, sino que serán muy capaces de echarle el apellido al cuello.

Pero dejando a un lado cuestiones editoriales que no son del caso y respetando, además, el perfecto derecho que tienen los autores de la revista, señores Cantó y Arniches, para poner a los editores como no digan dueñas, que en eso no hemos de ponerles tasa, les advertiremos que el asunto de la obra estrenada, sobre ser poco nuevo, no reúne condiciones escénicas dentro de la índole esencialmente cómica que han tratado de dar a la revista. Hay en ésta algunas frases felices; pero se ve que los autores abusan con harta frecuencia del retruécano, resultando los chistes casi siempre forzados y ajenos por completo a la acción y al carácter de los personajes.

El público, en el cual debían de tener los autores muchos y buenos amigos, prodigó entusiastas ovaciones en casi todas las escenas de la revista, aunque algunas de ellas, como aquella en que se cantan las excelencias de la novela española contemporánea y la que se refiere a la poesía lírica, pugnen con la índole de la obra. Además, parécenos que los Sres. Arniches y Cantó no han estado muy justos tributando las mismas alabanzas a todos los escritores, pues, entre los que citaron, los hay notables, buenos y medianos. La novela española, aunque otra cosa crean los autores de la revista, no es ni puede ser la región de los iguales, que dijo el poeta.

La partitura, original del maestro Taboada, no tiene nada de particular, como no sean ciertas reminiscencias de varias obras muy aplaudidas. Sin embargo de esto, fue repetido un vals, que cantó con bastante afinamiento la señorita Segovia.

El cuadro tercero de la revista parece que será suprimido en las noches sucesivas. Es una modificación muy oportuna... Al finalizar la obra, los autores fueron llevados muchas veces al palco escénico».

Crítica más encomiástica fue la de El Imparcial:

«Una sátira fina, bien escrita, ingeniosa y cuya variedad hacen que se oiga con placer hasta el final, se estrenó anoche con el título de Casa Editorial en este teatro ante numerosa concurrencia.

La nueva producción ha sido escrita por dos jóvenes que, a juzgar por su primera obra, prometen ser notables autores cómicos. Hoy, que el mal gusto predomina sobre el bueno hasta el extremo de ver a diario en nuestros teatros engendros desdichadísimos que obtienen el favor del vulgo, es un consuelo presenciar de cuando en cuando obras discretas, amenas, literarias, de las cuales está proscrito lo verde y lo obsceno, como sucede en la Casa Editorial.

Los autores de la letra, D. Carlos Arniches y D. Gonzalo Cantó, y de la música el Sr. Taboada, debieron quedar altamente satisfechos de la entusiasta acogida que recibió su sátira.

A la mitad de ésta, cuando sale la novela española y dice su admirable monólogo en que cita obras de Alarcón, Galdós, Pereda, Valera, Ortega Munilla, Palacio Valdés, etc., hermanando los títulos con los lamentos y quejas que profieren por la indiferencia del público, éste rompió en aplauso unánime y obligó a los autores a salir a la escena.

La señorita Pino, representando la poesía, estaba bonita de veras y muy propia, si la poesía consiste precisamente en las bellas formas. La sátira abunda en chistes ingeniosos y juegos de palabras que hicieron reír mucho.

La música se oyó con agrado, y uno de los números fue repetido. A la terminación tuvieron que salir al palco escénico los autores lo menos diez veces [...]».

Casa Editorial, obra que «me valió para situarme y ya no encontré serios obstáculos en mi carrera»42, alcanzó, aquel año, la cifra de ciento cincuenta representaciones.

A partir de su primer estreno y según refiere Augusto Martínez Olmedilla, el empresario Arriaga contrató a Carlos Arniches en calidad de «asesor de la Empresa y colaborador forzado de muchos principiantes, a los que dio el apoyo de su experiencia, entre ellos, Celso Lucio, Gonzalo Cantó y Enrique García Álvarez, con los cuales, sobre todo con el último, colaboró después ampliamente»43.

Cuatro días después de la representación de Casa Editorial, falleció en Alicante don Jorge María Barrera Mingot, tío de Carlos Arniches. Con tal infausto motivo, el joven escritor volvió a su ciudad nativa: «Ocho años -dice- duró mi separación de esta tierra queridísima. ¿A qué hablar de mi ausencia? Ni lo que significa ni lo que supone para mí interesa a nadie [...] Y, sin embargo, he de declararlo sin modestia, constituye la historia de ese alejamiento mío de esta tierra bendecida una enseñanza provechosa para la juventud que lucha y piensa, que trabaja y estudia». Y añade esta confesión: «Yo, yo he luchado con la propia insignificancia y con los desprecios de los demás; he sentido los desfallecimientos de una lucha encarnizada y las fatigas del vencimiento; me he precipitado al afán de una victoria cierta y he oído el aplauso público resonar en mis oídos y repercutir en mi alma, como armonía del cielo, como vibraciones errantes de una dulzura infinita».

Alicante, su ciudad, se le mostró distante, aunque plena de memorias: «[...] desfilaron ante mis ojos, amontonados, en agrupamiento mareante, reminiscencias de recuerdos, como escombros de una ruina, trozos de chapiteles y pedazos verdosos de pedestales; glorias y miserias; lo que vivía en lo alto y lo que mordía el polvo, todo confundido.

Luego crucé las calles, y el tiempo, ese tirano impío, me hizo extraño en mi propia casa. No conocí a nadie»44.

Sin embargo, lo cierto es que aquel viaje, además de reavivar su amor a Alicante, haciendo surgir en su alma nuevas emociones, sirvió también para establecer una colaboración literaria con sus paisanos a través de las páginas de El Liberal y Alicante Cómico.




ArribaAbajo- VI -

La trayectoria realista


El romanticismo no consiguió ahogar la voz realista y tradicional española, mantenida por Bretón de los Herreros. Es cierto que éste pagó su tributo a la moda, pero no abandonó el cultivo del propio huerto. Así, lo que se viene denominando «comedia de género», en la que se refleja y aun se critica la vida social, pudo no sólo sobrevivir a la hoguera romántica, sino, continuando la corriente costumbrista, erigirse en escuela, cuyos frutos más lozanos madurarán después de 1860.

El romanticismo fue tan violento como efímero. Su estética idealista chocó con el talante español, hecho a la luz y a la verdad desnuda. En consecuencia, el tránsito al básico realismo se operó sin visible ni aparatosa ruptura; es más, se produjo partiendo del seno de la misma sustancia romántica, una vez despojada de las nieblas efectistas e idealistas. De este modo, el realismo no fue sino «el romanticismo llegado a su propia y natural perfección»45.

A esta luz, el escritor realista es más mesurado y pulcro que el romántico; más amigo de la razón y de la ética. En virtud de su humildad, el escritor realista, lejos de entronizar su yo, como el romántico, atiende, se detiene en el espectáculo social con un fin crítico, docente y moral. Las obras surgen sin violencias, alaridos ni atropellos; por el contrario, se desarrollan, serenas, con ansias de perfección. El tránsito de la gritería al murmurio discurrió por cauce bretoniano, camino de fina observación psicológica y gracia expresiva, cuyas notas definen ya El hombre de mundo (1845), de Ventura de la Vega. Desde este momento, junto a las exequias del romanticismo, sonarán los cantos aurorales del nuevo realismo a la española, vencedor, incluso, del naturalismo galo. Tal fue, en principio, la «comedia de género», cuyo objeto esencial consiste en «sacar a la escena hábitos, costumbres, caracteres, episodios, tipos y pormenores, más o menos serios o ridículos, graciosos o graves, de ciertas clases, profesiones o prácticas de la vida social media, del hogar doméstico o de los hechos populares»46. Recordemos en este punto la significativa advertencia que hizo Ventura de la Vega a Julián Romea a propósito de su tragedia La muerte del César: «Observa y verás que en mi tragedia las gentes comen, duermen, se emborrachan, se dicen pullas».

El nuevo realismo teatral, parejo al de la novela, sufrió una necesaria etapa melodramática -hacia 1861-, blandengue, sentimentaloide y afrancesada. Pasado este peligro, se afirmó la comedia de género o alta comedia. «A la licencia del libro poético se opuso el mayor estudio de la naturaleza humana. Fatigados autores y público de tanto delirio y pasión, dieron en echar de menos el buen sentido, la verdad dramática y, sobre todo, el fin moral del teatro [...] Aquella nueva sociedad siente deseos de verse en las tablas, y como no es ya tan niña ni vive en círculo tan reducido, pone figuras únicamente cortejando a una coqueta, como en la Marcela, con tipos-retratos conocidos de los abonados de Madrid: quiere su poco de drama, vestido de levita: la alta comedia, en una palabra»47.

Aquella comedia que señoreó hasta la revolución de 1868 fue realmente alta y gloriosa en dos dramaturgos: Adelardo López de Ayala y Manuel Tamayo y Baus. Sustentando ambos la tesis «enseñar deleitando», presentan el vivir de la burguesía contemporánea con indudable exquisitez, elegancia y hasta evidente sentido moral y religioso, sobre todo, en Tamayo.

Por otra parte y gracias al saludable influjo realista, la zarzuela, oprimida por la ópera italiana, revive. En 1843, se estrena Los solitarios, de Bretón de los Herreros, música de Basilio Basyli, y, cuatro años más tarde, se crea la efímera sociedad «La España Musical», constituida, bajo la presidencia de don Hilarión Eslava, por los señores Arrieta, Barbieri, Salas, Basyli, Gaztambide, Peña y Goñi, Saldoni y Martín.

La década 1850-60 fue triunfal para la zarzuela grande: Jugar con fuego, de Ventura de la Vega y Barbieri; El molinero de Subiza, de Eguilaz y Oudrid; Pan y toros, de Picón y Barbieri; Marina, de Camprodón y Arrieta... Durante aquel apogeo lírico, se inauguró -9 de octubre de 1856- el madrileño teatro de la Zarzuela. Su auge y el del «género en él cultivado duró cuatro lustros y se enriqueció con obras de verdadera altura artística, muchas de las cuales se representan aún»48.

El año 1860 señala, en París; el predominio de la ópera cómica, alegre, picaresca y chispeante, desenfado escénico que no tardó en traspasar los Pirineos e instalarse en Madrid. «Para esta conquista -escribe Matilde Muñoz- contaba con un ejército singular, armado de armas invencibles, de insinuantes desnudeces, de guiños de ojos provocativos, de flechas bien aguzadas, manejadas con un arte al mismo tiempo ingenuo y procaz por muchachas que pesaban ochenta kilos, lo que resumía el ideal estético y amoroso de entonces. Estos nuevos guerreros de la galantería, a los que se rindieron todas las fortalezas, eran las Suripantas»49.

Se entiende por suripanta una palabra sin sentido original, pero con lejana eufonía griega -bautizando con ella a la corista farandulera-, que aparece en esta absurda canción de El joven Telémaco, de Eusebio Blasco y José Rogel50, con cuya obra el actor Francisco Arderius implantó el género bufo en el teatro «Variedades» -22 de septiembre de 1866-, llamado, a partir de entonces, «Los Bufos Madrileños», remedo de «Los Bufos Parisienses». He aquí la canción:


    Suripanta, la suripanta,
macatrunqui de somatén,
sunfaribén sunfaridón,
melitónimen sompén51.



A pesar del sensacional éxito -Arderius tuvo que llevar sus bufos al teatro Circo por ser más amplio que el Variedades-, pasó pronto aquel sarampión, pues «el género, falto de verdadera consistencia y entregado a los caprichos de un público que siempre se ha significado por su tendencia a la veleidad, decaería con el mismo fragor con que se había elevado hasta las cumbres»52.

Pero si los «Bufos» no dejaron huella perceptible porque, desarraigados, nacieron, no sucedió lo mismo con otra novedad teatral, el «género chico», cuyas primeras manifestaciones datan de 1867, en el escenario de El Recreo, situado en la calle de la Flor Baja, a cargo de los actores José Vallés, Juana Espejo, Antonio Riquelme, Trinidad Vedía, Juan José Luján, Andrés Ruesga y Salvador Lastra.

La idea, originaria de Riquelme, fue la de implantar, en el Recreo, funciones «por horas», con lo que además de abaratar las entradas, facilitaba la asistencia a los espectadores de todos los grupos sociales. Era fecundo el pensamiento. El público acogió con verdadera satisfacción el nuevo género de piezas en un acto -pasos, sainetes, parodias, zarzuelas- y, muy pronto, del escenario del Recreo hubo que trasladarse al de Variedades, primera «catedral del género chico», donde un revendedor de billetes «ganó dos millones de reales con su cómodo oficio en pocas temporadas»53. Actuaban en el Variedades el primer actor y director José Mesejo; las tiples cantantes Lucía Pastor, Leocadia Alba, Isabel Lloréns y Luisa Campos; las actrices de carácter Pilar Vidal y Juana Rubio; las cómicas Purificación Vázquez, Irene Alba y Consuelo Salvador; actor cómico-cantante Emilio Mesejo; barítonos Servando Cerbón, José Ferrándiz y Manuel Ogliadi; actor de carácter Pascual Alba; bajos cantantes José María Rochel y Enrique Gil. Eran empresarios Enrique Arregui y Luis Aruej, que tanta nombradía habrían de alcanzar al frente de Apolo, y que, tras el incendio del Variedades, se instalaron en el Martín.

Recordemos que el precio de la entrada única era el de un real, y que lo básico en las obras del «género chico» radica en ser piezas teatrales de un acto, sin música, al principio, elemento que no tardó en ser incorporado.

Y el teatro por horas triunfó, a pesar de la oposición de la crítica -Revilla, Cañete, etc.- y de cuantos clamaron a las autoridades para su prohibición. Todo resultó inútil. Y para complacer al crecido número de autores -Ramos Carrión, Estremera, Luceño, Vital Aza, Ricardo de la Vega, Matoses, Javier de Burgos, etc.- y al enfervorizado público de todas las capas sociales, se alzaron sin tardanza los teatros Martín, Eslava y Apolo. Este último, el más importante, el llamado «catedral del género chico», se inauguró el 23 de noviembre de 1873.

Acerca de la naturaleza de este género tan español y popular, traigamos el juicio que le mereció a Cejador: «[...] el género chico es una de las manifestaciones más brillantes que de la afición al teatro popular y nacional se han dado en España. Sus asuntos son populares, la pintura de las costumbres; sus autores, poco eruditos y ni aun literatos; su estructura y forma, la ceñida, suelta y realista del antiguo entremés, anterior al gran teatro nacional. Lo cual debiera bastar para ser admirado y estudiado; pero los eruditos se pirran más por la grandeza superficial del llamado gran teatro, por lo extraño y extranjero en asuntos y maneras, en fin, por lo extraordinario y poco común, criterio falso y detestable en el arte»54.

De este género «chico por su magnitud, grande por su resonancia aún subsistente», han nacido, con palabras de José Deleytó y Piñuela, «joyas líricas de difícil superación, obras maestras, las más inspiradas y populares de las zarzuelas españolas»55.

Este autor distingue tres etapas en la historia del género chico: «de 1880 a 1890, formación; 1890 a 1900, plenitud; de 1900 a 1910, decadencia y muerte»56.

Sus modalidades son varias. Una es la revista cómico-lírica, que inició, en el teatro circo del Príncipe Alfonso, José María Gutiérrez de Alba, el 30 de enero de 1865, y cuya creación definitiva, La Gran Vía, de Felipe Pérez, Chueca y Valverde, se puso sobre la escena del teatro Felipe el 2 de julio de 1886. Otra modalidad es la comedia lírica, a la que pertenece Chateau Margaux, de Jackson Veyán y Fernández Caballero. También: el juguete cómico, la parodia, el «melodrama comprimido», y, sobre todo, el sainete, a cuya especie pertenecen nada menos que La Verbena de la Paloma, El santo de la Isidra y La Revoltosa, obras cumbres del arte escénico español.

Por su idiosincrasia popular, en virtud de su sencillez, el «género chico» sufrió, durante sus comienzos, el menosprecio de la crítica más solvente de la época -Manuel de la Revilla, Peregrín García Cadena, Manuel Cañete-, que, al decir de Cejador, atendía «a la cantidad más bien que a la calidad». Empero, aquellas piezas realistas, humanas y graciosas no tuvieron que esperar mucho para verse amparadas por Leopoldo Alas, primero, y por Juan Valera, después. Y si Alas afirmaba que, «en la actualidad, acaso lo más español, lo más original, fresco y divertido de nuestra escena lo producen los autores de sainetes recitados o cantados»57; Valera escribirá que «los teatros pequeños suelen estar en España, y singularmente en Madrid, mucho mejor que los grandes. En ellos hay actores y actrices de primer orden. Hablo de esto desapasionadamente, porque no conozco ni trato a ninguno [...] En los pequeños teatros, y singularmente en el Lara, siguen estrenándose muy bonitos sainetes o piececitas en un acto. En ellas hay que celebrar siempre la pintura exacta y graciosísima de la clase media inferior, digámoslo así. Su lenguaje, sus lances de amor y fortuna y su modo de sentir y de pensar, suelen estar siempre tomados de la Naturaleza con acierto pasmoso. A veces, estas pinturas de dicha clase media inferior están realzadas por una música ligera y popular, que suele ser dichosamente inspirada. Esto es lo que constituye la zarzuela»58.

A causa de su arraigo en la entraña del pueblo, el «género chico» no se ahogó, como la alta comedia, en los senos de las anchas y encrespadas olas del ultrarromanticismo de Echegaray y sus seguidores, triunfante a partir de la Revolución de 1868, y más concretamente, desde 1874, año del estreno de El libro talonario. Con razón, escribe Cejador: «Desde El estómago (1871), del realista Enrique Gaspar, hasta El libro talonario (1874), de Echegaray, van sólo dos años y, sin embargo, hay un abismo estético, un brinco hacia atrás espantoso. En él se detuvieron muchas aguas. El género chico, como tan popular, iba por lo hondo y nada tuvo que sufrir de aquel remolino; pero la alta comedia, la comedia realista quedó engullida en él. Echegaray, en vez de llevar nuevos alientos al gran teatro, lo que hizo fue matarlo. Solamente Galdós, con su españolismo, pudo resucitarlo en 1892 con su primera pieza Realidad... Al teatro español le salvó, como siempre, el eterno sainete popular, en esta época llamado "género chico"59».

La denuncia de Cejador es bien elocuente: el teatro echegarayiano supuso un retraso para la sana evolución realista de nuestra escena60. Su efectismo delirante, su huera y sentimentaloide espectacularidad, su gritería neorromántica, si pudo impresionar al espectador, no logró la plena aceptación de la crítica más científica. Recordemos que, comentando el estreno -14 de diciembre de 1888- de El hijo de carne y el hijo de hierro, «Fernanflor» (Isidoro Fernández Flórez) escribía: «Carece de interés [...] Sabido es que Echegaray es, más que nada, un gran matemático: ha encontrado un tema que encaja en sus estudios y sus aficiones, y se ha complacido en desarrollarlo. El público, desde el primer instante, comprendió al autor y se divorció de él»61.

En otro sentido, Azorín, enemigo tan ostensible tanto de la estética como de la ética echegarayianas, cifró la falsedad de este teatro en su desbordamiento oratorio: «Echegaray, un orador magno, el más sobrio de todos los oradores, nos subyugará y aplastará durante veinte años con sus locuras». Pero la oratoria, comenta acto seguido, no es literatura: «La oratoria es un arte momentáneo, circunstancial, deleznable y, sobre todo, utilitario»62.

Y, si al maestro no le fue posible inyectar nueva savia al decaído cuerpo del teatro nacional, mucho menos podían hacerlo sus compañeros de «locuras», cuyas obras -especialmente, las de Cano- eran «sinfonías en negro», con expresión de «Fernanflor».

Apagada, pues, la comedia realista, la dramática española, excepción hecha del género chico -«[...] toda obra teatral, con música o sin ella, en un acto, que se represente aisladamente»63- que ya había dado piezas tan importantes como La canción de la Lola (1880), La Gran Vía (1886) y Cádiz (1886), se precipitaba hacia su decadencia.

Al llegar 1888, el año de Casa Editorial, el panorama era desolador, acrecentado, si cabe más, por la muerte del insigne Rafael Calvo. Este marasmo artístico fue ya señalado, en 1881, por «Clarín», que lo atribuyó al divorcio entre las obras de la escuela echegarayiana y el verdadero público: «El pueblo -dijo-, el que forma el gran pueblo, ese elemento que es como la atmósfera en que toda manifestación importante de una literatura necesita vivir, agostándose si le falta su concurso, haciéndose enclenque, artificiosa y pobre; el pueblo hoy no se identifica con las obras de la escena»64.

La fórmula salvadora no era otra sino la de proseguir por la senda realista, marginar el echegarayismo y alentar la profunda y riquísima veta popular que brotaba, caudalosa, del «género chico». Anegarse en la vida, ser «un fragmento de la vida toda, tal como es, con relaciones de antecedentes, de consiguientes, de coordinación y subordinación con todo lo no representado, de lo que depende necesariamente sin que el autor deba esforzarse en ocultar esta dependencia»65.

En la primera de sus Cartas sobre el teatro, testimoniaba Sinesio Delgado:


   [...] En religión, en Hacienda,
en política, en derecho...,
graves cuestiones se agitan
en los actuales momentos;
caen los ídolos antiguos
y suben ídolos nuevos,
impera el desbarajuste,
se lucha en todos terrenos,
y como los combatientes
saben que el caso es muy serio,
se defienden como pueden,
gritan mucho y pegan recio.
Únicamente el teatro
va lentamente cayendo
sin que un alma compasiva
trate de poner remedio.
Todos esperamos, todos,
esa aparición del genio
que nos marque nuevos rumbos
y decida el derrotero;
pero cruzados de brazos,
quien llorando, quien gimiendo,
vamos a llegar al colmo
y ni Dios lo arregla luego66.





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