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13.- Arniches, en su época triunfal. (Foto dedicada a Antonio Estremera)

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14.- Doña Pilar Moltó de Arniches

Desde la primera escena también empezó a gustar y a interesar el libro. El diálogo entre Mesejo y Ontiveros, lleno de aciertos y no huérfano de gracia, se subrayó con murmullos de complacencia. Ontiveros había caracterizado muy bien al simpático «José Antonio», pero aún era mejor la caracterización que Pinedo dio al «Tarugo». La presencia de este personaje en escena causó un estremecimiento de emoción expectante en la sala, derivado a las pocas frases en nuevos murmullos de aprobación, porque cada palabra que salía de los labios de los dos gañanes hermanos eran otros tantos aciertos... al final de la escena, cuando nadie lo esperaba, rompió el público en aplauso que se dirigía a todos, pero más que a todos al autor, cuya presencia ya se reclamó cuando no habían transcurrido diez minutos de comenzar el estreno... El público rugía de entusiasmo. No creemos que nunca en un estreno se acusase tan unánime y fogosamente la aquiescencia de un auditorio. Y al éxito de Chapí y de Arniches (con Asensio Mas, que no hay que olvidar que firmaba la obra, aunque se dijo que sólo fue por aportar el asunto y poner los cantables, pues todo lo demás lo puso y llevaba el sello característico del maestro Arniches), se unió el inconmensurable, el nunca superado de Pinedo»124.

Esto ocurrió en la noche del 30 de octubre de 1902. En los primeros días de febrero del siguiente año, Apolo acogía El cuñao de Rosa, parodia de la célebre zarzuela, original de los señores Candela y Merino, con música de Torregrosa.

El 30 de diciembre de 1904 señala uno de los hitos más brillantes de la vida teatral de Carlos Arniches: el estreno de Las estrellas, en el Moderno, a cargo de Loreto Prado y Enrique Chicote. Acerca del origen de este inmortal sainete, «la estrella máxima de nuestro teatro», durante la primera mitad del presente siglo, con palabras de Félix Ros125, el propio Chicote relata la siguiente anécdota: «Una noche entró (Arniches) en nuestro saloncillo, dando muestras de disgusto:

-Vengo de presenciar un espectáculo desagradable. Un portero de mi calle tiene una hija que, contagiada por el éxito que ahora obtienen las cupletistas, quiere llegar a ser una estrella del género. Esta noche se ha presentado por primera vez ante el público en ese saloncito de la calle de la Montera y no podéis figuraros el escándalo que se ha armado. La han hecho el perro, el gallo... Hasta los viejos de primera fila pateaban. De pronto un vozarrón terrible gritó "¡Vete a fregar!". La pobre muchacha rompió a llorar desconsoladamente. He pasado un mal rato.

Transcurrieron unos meses, y un buen día recibimos otra visita de Arniches

-Ahí va ese sainete, a ver qué os parece»126.

Con Las estrellas, Arniches alcanzó una de sus cumbres artísticas, pues marca la culminación en este género, ya que, como él mismo declaró en 1930, este sainete y la tragedia grotesca Es mi hombre son las dos obras más representativas de su teatro127.

En Las estrellas, no se sabe qué admirar más: si la maestría escénica, dosificando exactamente el ritmo del diálogo y de las situaciones, o el contenido humanísimo y su despliegue entre la risa y la lágrima. Como dijo Chicote , «aquellas escenas eran un pedazo de vida, llevado con arte supremo a la escena». En el desarrollo argumental, se categoriza con la máxima intensidad melodramática la colisión entre el deseo y la realidad; entre las vanas ilusiones y el pleno asimiento al vivir concreto. El «señor Prudencio», peluquero, encarna el sueño sin fundamento, plena alucinación; por contra, su esposa, la «señá Feliciana», nos hace oír la voz del sentido común y de la firme y sana postura real. Los hijos, «Casildo» y «Antoñita», son las víctimas del sueño, falsamente alimentado por el padre, y protagonistas del más amargo de los ridículos. Sólo el fracaso y el llanto les hizo comprender que únicamente «el cariño y el trabajo son alegría y claridad», lección que resplandece en estas palabras de la «señá Feliciana». Tal es el mensaje humano de Carlos Arniches.

La interpretación a cargo de Loreto Prado, en el papel de «Antoñita», y de Enrique Chicote, en el del «señor Prudencio», rayaron a una altura memorable, confirmada por la autorizadísima crítica de José de Laserna: «En primer lugar, en lugar aparte, ¿y cómo no?, Loreto Prado; esa verdadera estrella, de magnitud primera, estuvo admirable, irreprochable, insuperable. Loreto no es una estrella sola, es toda una constelación en el firmamento cómico-lírico. Aparte su gracia personal, inimitable, que, cuanto más derrocha, más renueva, como filón que no se extingue y manantial que no se agota, hizo el cuadro segundo, peligroso y difícil, con talento e inspiración de consumada artista.

Con mucho acierto la secundó Chicote, muy elogiado también por su desprendida e inteligente dirección escénica, desempeñando a satisfacción los demás papeles de relativa importancia Ponzano, Soler y la característica»128.

Dos años después -exactamente el 30 de octubre de 1906-, la extraordinaria Loreto Prado estrena, en el Gran Teatro, La pena negra, nuevo sainete arnichesco, acogido con frialdad e indiferencia. Salvo algunos momentos de cierta comicidad, toda la obra se destina a demostrar la tesis de que no se debe matar a una mujer que cometa actos de desamor o infidelidad. La crítica censuró al autor y elogió a la actriz.

Con la pieza lírica La noche de Reyes -la Zarzuela, 15 de diciembre de 1906-, Arniches ofreció otro alto y emotivo ejemplo de la ternura de su corazón. Rústica y melodramáticamente, el argumento desenvuelve una intensa pasión amorosa no correspondida y que desemboca en el obsesivo deseo del crimen. Sin embargo, lo que parecía inevitable deja de serlo ante la humanísima y amorosa consideración de que «por donde un niño espera su alegría, no entra la muerte». Es el símbolo y la esperanza de la Noche de Reyes.

La obra, aplaudidísima, fue magníficamente ejecutada principalmente por José Moncayo y Lucrecia Arana.




ArribaAbajo- XIV -

El hombre. La tierra


Por aquellos tiempos de Las estrellas, Alma de Dios y El fresco de Goya, Carlos Arniches Barrera contaba treinta y tantos años de edad. Era hombre alto y cenceño: casi un personaje del Greco. Contribuía a la semejanza su faz seca y alargada, su barba intensamente negra y su bigote de cabos buidos y ligeramente curvos. Completaban el retrato una frente ancha y luminosa, cabello alisado, partido en dos bandas, y ojos pequeños, de aguda y honda y viva mirada. La nariz, grande. Vestía muy atildadamente. Cuando, años después, se afeitó la barba y se puso lentes, parecía, al decir del periodista «Figarillo», «un catedrático de latín de un Instituto provinciano».

Arniches no era muy hablador; más bien pecaba de parco y hasta de tímido, lo cual explica, en cierto modo, su arraigado miedo, del que luego hablaremos. Distinguíase también por la corrección en su trato, su elegancia y exquisitez social.

Otra de sus cualidades más predominantes era la del trabajo. Trabajaba infatigablemente dentro de un orden geométrico, invariable. Su existencia estaba rigurosamente cronometrada. Levantábase muy temprano, pues sostenía, con Cervantes, que «el que no se levanta con el Sol, no goza del día»; practicaba algunos ejercicios gimnásticos, desayunaba y escribía hasta la una y media. Y todo se sucedía con rigurosa exactitud: escribir comedias, comer, descansar, dirigir ensayos, pasear, ir al cine. Ni los más ruidosos éxitos ni los amargos fracasos alteraron jamás el rígido programa de su vida.

Era hombre amantísimo de su hogar, católico practicante y creyente fervoroso de los cultos de su tierra: la Santa Faz y San Nicolás. Todo le parecía poco para sus hijos, a cuya formación se entregó con apasionado cariño. A lo largo de los tiempos de esplendidez económica -fue casi siempre-, les complació en todo sin merma de dotarles de una fina educación y cultura, mediante viajes al extranjero, asistencia a espectáculos artísticos y el estudio: Carlos fue arquitecto; José María, abogado; Fernando, militar... La magnanimidad manifestose al poseer, para el matrimonio y los hijos, cuatro automóviles ¡en aquella época! Tanta prodigalidad asustaba a doña Pilar. «Carlos -decía-, estás maleducando a tus hijos, porque les das demasiado y no sabemos el destino que les reserva la vida»... A lo que contestaba invariablemente el escritor: «Quiero que nuestros hijos conserven siempre de su vida en casa, con nosotros, un recuerdo maravilloso y feliz... Después, ¡la vida dirá!» (Y los hijos, al llegar las adversas circunstancias, bendijeron el nombre del padre...).

No olvidemos que Arniches nunca pudo borrar de su memoria las difíciles jornadas de su niñez y adolescencia. En una de las más solemnes y jubilosas ocasiones de su vida -la del nombramiento de Hijo Predilecto de Alicante-, así lo declaró: «Hace muchos años, muchos, era yo un niño todavía, ¡calculad cuántos!..., salí de Alicante, empujado por vientos de desventura, hacia una tierra extraña. En ella fracasaron mis aptitudes comerciales y, al poco tiempo, me llevaron a Madrid mis ilusiones literarias; y, allí, malaventurado, solo, desconocido, sin auxilio de nadie y sin otras armas que una pluma y unas cuartillas empezó mi lucha por el porvenir; una lucha cruel, implacable, llena de horas negras, de esas horas que no traen sino visiones de desesperanza y de amargura.

No quiero entenebreceros estos instantes con el relato minucioso de mis tristes días de bohemio; pero es preciso llegar a ese cuadro sombrío porque de él arranca mi fe en esa virtud fortalecedora que derramó luego sobre mi corazón las rosas de la ventura y del bien. Es la virtud del trabajo [...]»129.

De la misma fontana espiritual brotaba otra de sus grandes cualidades: era hospitalario, amable y generoso para cuantos se acercaban amistosamente a su vida. Al tiempo que el gran sainetero veraneaba en Torrelodones, Hortaleza o El Escorial, solía, en ciertas fechas, invitar a escritores y actores. Recordando las meriendas que tenían lugar en la finca «Los Almendros», de Hortaleza (hoy, propiedad de la Orden de monjas Trinitarias), dijo Valeriano León: «Pródigo con los suyos y generoso con todos. Las meriendas de su finca de Hortaleza eran famosas. Filetes para unos; tortilla o huevos fritos para otros; chocolate, café o té con leche; quesos de todas clases: lo que cada cual de los veinte o treinta deseara. La merienda suya por aquel entonces se reducía a una cucharada de bicarbonato, que, naturalmente, degustaba rápidamente, y, entre cuento y cuento, un paseíto alrededor de la mesa con un abanico (sombra y aire) para ahuyentar los mosquitos»130.

Esa misma generosidad presidió las relaciones con sus colaboradores literarios. Testimonio de ello nos lo deparan estos versos inéditos que José Jackson Veyán dedicó a la señora de Arniches:




¡Dios te bendiga!


(A mi Capitana, Pilar Moltó de Arniches.)




    A bordo del navío
fuerte y velero
que gobierna tu esposo
vas muy ufana,
y yo, que de la costa
soy marinero,
te bendigo y te llamo
mi Capitana.

   Vida y alma le ofreces
agradecida,
y por él es muy justo
que a Dios implores.
¡Yo también por él rezo
con alma y vida,
porque le debo muchos,
muchos favores!

   ¡Cuántas veces, luchando
por la existencia,
perdido entre los mares
con mi barquilla,
me salvó tu piloto
con su experiencia,
arrojándome un cabo
desde la orilla!

   Y al saltar en la playa
y al estrecharme
mis pobres pequeñuelos
en fuerte lazo,
sollozando les dije:
«¡El abrazarme
se lo debéis a ese hombre!
¡Dadle un abrazo!»

   ¡Ojalá que en la lucha
por la existencia,
tu piloto halle siempre
la mar dormida,
mas, si un día zozobra,
ten la evidencia
de que este marinero
de él no se olvida!

   Y poniendo la proa
a donde él vaya,
sin dar descanso al remo
ni tregua al brazo,
o tocaremos juntos
segura playa
o juntos moriremos
en un abrazo!

   ¡Ojalá os den las olas
fácil camino
y con él, sobre el puente,
vayas ufana!
¡Que la suerte proteja
siempre al marino
y que Dios te bendiga,
mi Capitana!

(17 junio 1903)



De la bondad de Carlos Arniches, tan manifiesta en la médula moral de toda su obra, habló también el maestro Guerrero con motivo del homenaje al escritor de Alicante, celebrado en Madrid el 26 de abril de 1946. Entonces, el famoso compositor dijo que, durante las sesiones de la Sociedad de Autores, Arniches solía permanecer en silencio, menos cuando se daba cuenta de que alguien solicitaba un anticipo, decía: «Que se lo den». Y volvía a su mutismo.

Hemos aludido al miedo que se apoderaba del escritor ante el estreno de sus obras. Este fenómeno lo explicó él mismo al periodista V. Sánchez Ocaña con las siguientes palabras:

«-Oiga usted, ¿es verdad que se pasa tanto miedo el día del estreno?

-Ya lo creo. Un miedo espantoso.

-Y la costumbre de estrenar, ¿no lo hace disminuir?

-¡Ca! Yo paso, ahora, el día que estreno algo, tanto pánico como en los primeros tiempos. Quizá más.

-Pero ¿por qué? A usted, por ejemplo, ¿qué le importa tener un fracaso o dos o diez, si ya tiene hecha una obra y ganado un prestigio?

-Es que uno, naturalmente, no quiere que ese prestigio sufra quebranto. En definitiva, mi posición y la posición de todos los que han trabajado y obtenido alguna consideración es comparable a la del hombre pobre que ha podido hacer algunos ahorrillos. Ese hombre, dueño de un poco de dinero, es, seguramente, más medroso que cuando no tenía sobre qué caerse muerto. Así, uno no tiene ahora menos temor al fallo del público que cuando es uno principiante insolvente, sino todo lo contrario: le teme más»131.



Lo mismo atestiguan quienes le trataron en la intimidad de los bastidores. Por ejemplo, Chicote asegura que «Arniches sentía un pánico terrible ante los estrenos»132. Y Valeriano León dice:

«Temeroso en sus estrenos, como nadie. Cuando menos podía sospecharse, desaparecía del teatro y vagaba por las calles. Si sus estrenos eran en Apolo, había que buscarle de Colón para arriba; si estrenaba en Eslava o la Comedia, huía hacia los barrios bajos, camino de la Ribera, y hasta se habría arrojado al Manzanares a no estar convencido de su inutilidad caudalosa. Con nosotros no se fue nunca porque no le dimos ocasión. Un camerino alejado lo más posible del escenario y una buena llave eran suficientes para evitar la fuga. El bote más grande de bicarbonato que fabricara Torres Muñoz lo consumía con sólo un acto de representación... Los actos siguientes los empleaba en desbicarbonatarse. Cuando, cogido por las manos de sus intérpretes, agradecía las ovaciones, hablaba incongruencias y a veces preguntaba si no serían pitorreo (frase textual) aquellos aplausos encendidos que provocaban su ingenio y su genio»133. Escribía con tan extraordinaria facilidad que llegó a imponerse un freno a su propia y caudalosa inspiración: «Yo tengo mucha facilidad -declaraba-. Lo que no me gusta es hacerlo de prisa. Hecha la obra, la leo, la vuelvo a leer y, así, una vez y otra, hasta no hacer nuevas correcciones». Y añadía que, una vez pensado el asunto de sus obras, seguía este camino: «lo voy pensando varios días, tomo apuntes, hago el plan y, luego, lo dialogo»134.

Sobre su peculiar modo de escribir, ya se ha dicho en muchas ocasiones que el comediógrafo alicantino usaba el lápiz y, frecuentemente, escribía de pie y ante un pupitre. Refiere San José que, durante su período de colaboración con García Álvarez, «para mejor compenetrarse con el ambiente popular de las obras que traían entre manos, escribían en una boardilla que mandaron pintar al notable escenógrafo Martínez Garí, y allí, para ponerse más a tono con su labor, se caracterizaban como auténticos inquilinos de una casa de vecindad de los barrios bajos madrileños»135.

Acerca del valor de su obra, Arniches la juzgó siempre al nivel de la característica humildad de su persona. «En mis obras no hay héroes -dijo-, ni genios, ni santos. A mí me interesa el lado humilde de la vida. No soy Shakespeare [...] Mi obra es toda humildad, porque nace del pueblo»136.

Y en su Autorretrato, explica de este modo lo que podríamos denominar su posición filosófico-moral dentro de la sociedad:

«Yo creo que el mundo es un teatro, y que cada uno tenemos designado, por nuestro mérito, un sitio en él para asistir a este espectáculo de la vida. Pero el mal gravísimo es que en este teatro casi nadie está en su localidad. Todos nos creemos preteridos con la que nos repartieron, y, desde luego, mal acomodados. "¿Por qué voy a estar yo en la fila vigésima y Fulanito en la primera?"... Pues bien: a mí, ese malestar no me ha torturado nunca. A mí me dieron una localidad, fila catorce, número veintidós, y fui y me senté en ella, y en ella estoy; y no ha habido, en los años que tengo usufructuados, quien me eche de ella; y, desde ella, he visto el trasiego de tantos desesperados, que, de las primeras, han tenido que irse a las últimas filas, y no los han echado del local porque no estaba reservado el derecho de admisión.

Mi localidad es modesta, sí, ¡pero qué tranquilidad, qué apaciblemente leo el periódico en los entreactos, contemplando el ir y venir de los ambiciosos, de los envidiosos, de los audaces, que no acaban de encontrar su puesto... Tan tranquilo estoy en mi modesta butaquita, que yo me permito decir a todos: "¡Señores, cada cual a su asiento!". Es lo justo y lo razonable; porque piensen ustedes que, al fin, cuando el espectáculo de la vida termine, hemos de ir a otro, donde no hay manera de sobornar al acomodador, porque el acomodador es el Tiempo, que no tiene amigos, y que ha de colocar a cada uno, sin apelación, en el sitio que merezca, el que lo merezca: o en el recuerdo o en el olvido»137.



¿Cuál fue, pues, la meta última o máximo ideal de Carlos Arniches, tan modesto y generoso -la generosidad «fue siempre una de sus cualidades cimeras», afirmó Marañón138-, como escritor teatral? He aquí su respuesta: «Mi ideal es sencillo y humilde. Corresponde a la modestia de mi rango literario. Aspiro sólo con mis sainetes y farsas a estimular las condiciones generosas del pueblo y hacerle odiosos los malos instintos. Nada más»139.

Aunque Carlos Arniches no visitaba su ciudad natal desde marzo de 1888, el espíritu de su querida tierra alentaba en él -recuérdese el fervoroso alicantinismo de Doloretes-, a la par que sus paisanos iban registrando con satisfacción creciente los triunfos que jalonaban el prestigioso camino del comediógrafo. Por ello, no despertó ninguna extrañeza que, ya en 1908, se pidiera que su nombre rotulara la calle donde nació. He aquí el texto de la solicitud, primera de las que se formuló en tal sentido:

«[...] Carlos Arniches es un alicantino que salió de nuestro solar en busca de la gloria y que, a fuerza de sacrificios, de trabajo, ha logrado hallarla, consiguiendo hacer popularísimo su nombre [...] Hagamos justicia a los de casa y festejemos el talento del autor de cien obras populares que han hecho nuestras delicias.

No queremos que se le eleve una estatua; solamente solicitamos que la calle de Golfín, en donde nació el ilustre autor, lleve el nombre de Arniches y, en la fachada de la casa humilde en donde vio la luz primera el autor de La fiesta de San Antón, se coloque una lápida modesta, en la que se advierta al público que allí vino a la vida el más fecundo de los autores dramáticos españoles contemporáneos.

Esta idea nuestra debe ser acogida con simpatía por nuestro Ayuntamiento, y, a la realización de nuestro proyecto, deben contribuir el Casino, la Asociación de la Prensa, el Centro de Escritores y Artistas y cuantas colectividades y hombres de buena voluntad quieran llevar a la práctica esta idea que vertimos»140.



Algunos días después -exactamente, el 12 de agosto- desde San Sebastián, lugar de su descanso veraniego, contestó Carlos Arniches con la siguiente carta, reveladora tanto de la humildad de su carácter como de su amor a la tierra nativa. Dice así:

«Señor director del Diario de Alicante.- Mi querido amigo y paisano: Hace pocos días me enviaron desde Madrid un número del periódico de su digna dirección. Profundamente conmovido, leí en él las nobles palabras que me dedica.

Ellas solas, por venir de donde vienen, son el mejor premio a mi modesta vida de trabajo y de lucha.

No me atrevo a rechazar su cariñosa iniciativa en favor de mi humilde nombre, porque esto me obligaría a alardes de modestia; y usted sabe, como yo, que la modestia es una de las varias formas de la vanidad.

Nada merezco porque nada me han permitido hacer en pro de la literatura teatral contemporánea mis escasas dotes.

Mis obras, desgraciadamente, vivirán quizá menos que yo mismo; y seguro estoy que no ha de valer la pena el recordarlas.

Basta, por tanto, para mi satisfacción completa que mis amigos de ahora de Alicante recuerden de vez en cuando al compañero de colegio que, alejado por azares de la suerte de la amada ciudad natal, no los ha olvidado ni aun en sus horas de amarga pelea con la vida; y que sepan que, cuando el éxito y la fortuna me han sonreído, del fondo de mi alegría ha brotado siempre un dulce recuerdo para la hermosa tierra donde nací.

No vale la pena que Alicante recuerde mi nombre. En cambio, Alicante lleva una lápida en un corazón, porque Alicante se llama mi niñez.

Abrace a todos los amigos.

Siempre suyo con la mayor gratitud, Carlos Arniches»141.



La propuesta del periódico no halló el eco oficial necesario para convertirse en realidad. Y siguió el silencio. Pero en junio de 1911, Arniches decide pasar unos días de descanso en su tierra nativa, a la que llega el 21, acompañado de su señora, hijo Fernando y amigo y colaborador Enrique García Álvarez. Al día siguiente hacen una visita al pueblecito y monasterio de Santa Faz.

El Diario de Alicante aprovechó la ocasión para recordar a las autoridades que «hace algún tiempo propuso al Ayuntamiento la celebración de un sencillo homenaje justo en honor de tan aplaudido autor alicantino.

Arniches nació en la calle de Golfín y de desear sería que, en lo sucesivo, llevara esa vía el nombre de este gran alicantino»142.

El día 23 lo pasan en Elche y admiran el famosísimo Huerto del Cura, en cuyo Álbum escribe Carlos Arniches: «Para un autor dramático nada tan grato como las palmas; por eso me resulta este huerto doblemente delicioso».

El 24 regresaron precipitadamente a Madrid, al ser requerido Arniches para firmar el contrato de compra de la nueva casa que iba a alojar a la Sociedad de Autores.

Aquel verano de 1911, Arniches y García Álvarez lo pasaron en la finca que el alicantino poseía en Torrelodones, preparando la próxima campaña teatral.

En Alicante y por segunda vez, el Ayuntamiento no quiso escuchar la justa petición que formuló el periódico. Y pasaron dos años más, hasta que, en 1913, la Asociación de la Prensa acuerda, a propuesta de su presidente -que era el director de El Correo-, conceder a Carlos Arniches Barrera el título de «Socio de Mérito», primer honor que los alicantinos dispensaron a su gran comediógrafo.

El escritor contestó con la siguiente carta:

«Sr. D. Florentino de Elizaicin y España, Presidente de la Asociación de la Prensa de Alicante.- Mi querido amigo y paisano:

A raíz del honroso nombramiento con que me enaltecieron ustedes, signifiqué a mi pariente el señor D. Jorge Pacheco cuánta era mi gratitud por la inmerecida distinción que recibía. No quiero, sin embargo, dejar de significar a usted directamente todo el orgullo y toda la alegría con que ostentaré el nombramiento que me enviaron y que es la única prueba de recuerdo que he recibido de la tierra donde nací.

Bien es verdad que la considero como el mejor y más alto homenaje que a mi vida modesta de escritor humilde pudiera tributarse. Dígalo así a los ilustres compañeros a quienes preside y reciban todos un cordial abrazo de quien, aun en los momentos crueles de lucha, no olvidó el filial amor que Alicante le inspira.-Suyo, Carlos Arniches.-Madrid, 24 mayo 1913»143.






ArribaAbajo- XV -

Sainetes y farsas. Ideas sociales y morales


Según hemos consignado en anterior capítulo, el año 1912 señala el fin de la colaboración literaria y aun de la amistad entre Carlos Arniches y Enrique García Álvarez. Lo primero benefició en gran medida al escritor alicantino que, al verse solo, siguió abriendo y ahondando su personal y gloriosa senda artística. Lo segundo, el término de aquella amistad, causó a Carlos Arniches grandes sinsabores, disgustos y hasta días de enfermedad. Así lo confesó a José María Carretero: «Usted sabe que he estado mucho tiempo malo a consecuencia de los disgustos que me produjo tener que cortar mi amistad con Enrique... Y de todo lo pasado, bien sabe usted que yo tuve la menor culpa»144.

Sin entrar en los íntimos pormenores, siempre desagradables, de aquel episodio de tragicomedia, según Diego de San José, tan lleno de «pintoresquismo», al decir de Augusto Martínez Olmedilla145, lo cierto es que se produjo un pequeño escándalo, sobre todo cuando un periodista -que por los muchos y grandes favores que debía a Arniches, días antes, le llamaba hermano y le hablaba de agradecimiento imperecedero- intentó arrojar cieno sobre el buen nombre y claro prestigio del ilustre comediógrafo.

Empero los nobles intentos de varios amigos comunes -entre ellos, José María Vivancos- para que los comediógrafos reanudaran su amistad, el deseado restablecimiento no se produjo.

Desde aquella turbulenta ruptura, Arniches continúa labrando con verdadero entusiasmo su propio camino literario, hacia su meta: la tragedia grotesca. Hasta alcanzar esta cumbre, en 1916, nuestro escritor atraviesa un período -1912-1915- caracterizado por la resurrección del sainete y la perfección de la farsa cómica, trascendidos ambos géneros de afanes de crítica social y dimensión moral, notas muy peculiares de toda su obra. Bien podemos afirmar que estos años marcan el tránsito a la madurez, tanto de su técnica teatral como de su ideología.

A lo largo de estos años, los intérpretes más ajustados a su teatro y que lograron mayor celebridad fueron, sin duda alguna, Loreto Prado y Enrique Chicote. También debemos citar a Casimiro Ortas.

De la cantera de los «frescos», sacó Arniches el tipo de «don Silvio», decrépito tenorio a lo «Tejada», protagonista de La pobre niña, comedia en tres actos, estrenada en la Comedia el 22 de noviembre de 1912, cuyas aventuras se despliegan en un rico ambiente costumbrista. Este medio social no es otro que el de la típica y tópica capital provinciana, dormida en la inercia, criadero de chismes, de maledicencias, de politiquerías. Su centro «vital» es el Casino, de cuyo mentidero surgen tales patrañas que, algunas, toman cuerpo y crean estados de violencia. «Pero ¿qué es esto, Dios mío? -se pregunta don Silvio-. ¿Qué me sucede? ¿Quizá iba yo a cometer una ligereza, una cobardía? Pero ¿quién, quién sino la opinión pública puso ante mis ojos sin crédito y sin honor a esa pobre muchacha? ¿Por quién, pues, sino por la opinión pública, creí yo, no sólo posible, sino fácil, su conquista? ¿A qué viene ahora esa ferocidad, ese encarnizamiento contra mí?». (Act. II, esc. III).

La materia social de esta comedia aparece constituida, de una parte, por esa maledicente «opinión pública», y, de otra, por el egoísmo materialista de una madre calculadora y taimada que sabe aprovecharse de la corrompida sociedad. Producto y víctima de esas fuerzas, «don Silvio Torres Dóriga», viejo senador, iluso tenorio y político de campanario, para el que los «lances de amor» categorizan toda su actividad. Realmente, en lo íntimo, «don Silvio» es bonachón e ingenuo, tan inocente que ha de llegar al trance del ridículo para comprender que «esta comedia que, en formas diversas, se repite muchas veces en la vida, cuando el protagonista no es un miserable, no puede tener otro final que éste, resignarse con la burla que merecimos». (Act. III; esc. XX).

Aceptar lo irrisorio y grotesco es el término de la farsa, en este caso, con aires de vodevil y caricatura. Humorada graciosísima e hilarante, con la que su autor no sólo se propuso hacer reír, sino que, más bien, intentó presentar una lección moral: la existencia bufonesca, nacida de una falsa y tonta vanidad, de lo que se vale «doña Luz» para agenciarse dinero, mediante su hija «Aurora», la «pobre niña», que «borda, pinta, canta, toca, graba, calca, modela y, si se la aprieta, esculpe», pero que, en verdad, es una pícara y zalamera actriz de melodrama.

La obra gustó muchísimo. El público rió de buena gana. Bonafé, en el papel de «don Silvio»; Irene Alba, en el de «doña Luz», y la señorita Pérez de Vargas, en el de «Aurora», destacaron por sus felicísimas interpretaciones.

La crítica no advirtió la trascendencia social que palpitaba en la comedia La gentuza, cuando su estreno en el Cómico el 12 de noviembre de 1913. Acaso se lo impidió la calificación tan rígida y unívoca que pesaba sobre su autor: Arniches era un escritor cómico, sin más preocupaciones. El error era mayúsculo, pues el alicantino, además de su caudalosa vena cómica y, tal vez, por ella, se esforzaba por penetrar y alumbrar otras galerías de la condición humana, intenciones que ya se ponen de manifiesto en La pobre niña al trazar la crítica de la sociedad provinciana, viciada de mojigatería y caduco tenorismo. Ahora, con La gentuza, el gran comediógrafo pone en la picota del ridículo la hipocresía y el fariseísmo de cierta clase social sacristanesca. Para su consecución enfrenta la llamada «clase baja» o «gentuza» a la burguesa y gazmoña que actúa artera y disimuladamente. Los individuos del primer grupo social son designados con los nombres de Justa, Ascensión, Santiaga, Manolo, Máximo...; los del segundo, Pelagia, Chicha, Inocencia, Piedad, Caridad, Crisanto, Virginio, Benigno, Pío... Aquéllos habitan principalmente en la calle, cauce de alegría, de luz y de vitales anhelos; éstos se desenvuelven dentro de moradas que huelen «a mirra... o estoraque. Creo más bien que a mirra. ¡Qué silencio se escucha!».

El modo social de la «gentuza» es la desnuda y limpia sinceridad; el de los burgueses hipócritas, el del astuto silencio. «En el mundo -dice «don Crisanto»- hay que hacer las cosas sin ruido, que no te sientan los demás, que no sepan por dónde llegas; ése es el éxito». (Act. I; cuad. I; esc. XIII).

El triunfo final es para la «gentuza», proclamado en estas palabras de «Jesusa»: «Oiga usté, amigo: ¿me lo llama usté porque dejo el dinero y el lujo por mi barrio y mi gente? ¡Pues sí, señor; a mucha honra; que si son gentuza los que hacen eso, ¡viva la gentuza!». (Act. II; cuad. III; esc. VII).

Adecuándose a la naturaleza de la obra, la estructura ambiental de sus dos actos tenía que resultar forzosamente distinta: si el primero se desarrolla bajo atmósfera sainetesca, madrileñísima, el segundo se desenvuelve bajo el signo de la farsa, de lo grotesco.

La interpretación, a cargo principalmente de Loreto Prado y Enrique Chicote fue extraordinaria.

La crítica periodística censuró injustamente el segundo acto.

El 15 de diciembre de 1913 y en el Cómico, estos dos grandes actores citados estrenaron la humorada cómico-lírica La piedra azul, obrita sin otra intención que la de provocar la risa. Con ella, Enrique Chicote, empresario entonces de este coliseo madrileño, inauguró un ciclo de «género chico» con el siguiente programa: a las seis y media de la tarde, La piedra azul; a las diez y media de la noche, La gentuza.

Arniches, autor de la humorada intrascendente, se encubrió bajo el pseudónimo de «Flores del Río».

Con Chicote, también al frente de Apolo, el sainetero alicantino vuelve a la «catedral del género chico», a la escena de sus pasados y grandes éxitos, para refrendarlos y alcanzar la victoria «más brillante de su vida artística», según dijo el crítico del Heraldo de Madrid. Ello ocurrió al estrenar -14 de mayo de 1914- el genial sainete El amigo Melquíades, exactamente interpretado por Consuelo Mayendía, María Montes, Rosario Leonís, Carmen Andrés, Casimiro Ortas, Moncayo, Rufart, García Valero...

Dentro de la atmósfera y del más vivo ambiente de hampa madrileña, reaparecen los castizos y chulapones tenorios -«Serafín el Pinturero», el «del trus de los placeres», y «Melquíades el Chufita», «exclusiva en el suspiro»-, la maja, la «tonta del bote», la verdulera, el joven y honrado albañil, etc. Todos los tipos más característicos del sainete madrileño con sus hábitos y su parla. El argumento demuestra una vez más el triunfo del bien, aquí gracias a la «tonta del bote» que salva a su hermana, «enguirlotada» por los arrumacos de «Serafín», sobre el que se desencadena el castigo merecido.

Toda la Prensa acogió la nueva obra de Arniches con unánime aplauso. Así, por ejemplo, El Liberal decía: «El amigo Melquíades alcanzó una victoria enorme, unánime, entusiasta, de las que ya no se veía en Apolo desde los estrenos de El dúo de la Africana y La verbena de la Paloma».

Para el propio autor, el sainete tuvo una significación especialísima. Respondiendo a la pregunta: «¿a qué obra suya le tiene más cariño?», el escritor respondió: «A El amigo Melquíades. Verá usted por qué. Cuando yo dejé de colaborar con... con otros compañeros, estrené varias obras con muy mala suerte: La pobre niña, La gentuza... Estos fracasos me desanimaron tanto que hice El amigo Melquíades pensando que, si fracasaba también, dejaría de escribir para el teatro. Pero no fue un éxito, uno de los éxitos mayores que yo he conseguido; y, además, me trajo la buena suerte porque, detrás de él, vinieron los de La sobrina del cura, La casa de Quirós, Serafín el Pinturero... Por eso le tengo más afecto que a ninguna a esa obra mía y, en casa, celebramos el aniversario de su estreno -que fue el 14 de mayo de 1914- como una pequeña fiesta nacional». Tal declaró en 1925146.

Entre gritos y palmas se representó -21 de noviembre de 1914-, en Apolo, La sombra del molino, zarzuela con música de Vicente Arregui. Obra de muy escasa gracia, no dejó apreciable huella, y hasta no parece escrita por el autor de El amigo Melquíades.

De nuevo y en la escena del Cómico, Loreto Prado y Enrique Chicote triunfaron clamorosamente con el melodrama arnichesco La sobrina del cura, el 12 de diciembre de 1914, pieza que contiene, en cabales medidas, todos los ingredientes precisos para absorber la atención del pueblo y hacerse centenaria en los carteles. Un cura párroco de aldea lucha contra la calumnia y la injusticia, encarnadas en el cacique. El interés humano del melodrama aumenta con la presencia del bandido «Tomasón», que sólo anhela ver a su hija, confiada a los cuidados del sacerdote, con quien convive también una sobrina, papel que elevó a arquetipo el genio de Loreto Prado. La última escena abre la ternura del espectador.

La tesis moral del melodrama aparece expuesta en estas palabras que pronuncia el sacerdote: «Consuela a los que lloran, ampara a la inocencia, lucha por la justicia y triunfarás siempre. ¡Es la ley de Dios!». (Act. II; cuad. III; esc. IX).

«¡Dios mío, pero por qué dará tanta pena la alegría de otro!». Este es el pensamiento primigenio (cuad. I; esc. III) de El chico de las Peñuelas, sainete que, para ser más clásico, cuenta con el subtítulo No hay mal como el de la envidia.

La obra es «un manojo de aciertos»147, tanto por la sabia técnica de entrelazar lo cómico con lo dramático como por la exactitud psicológica de los tipos y su contenido moral. Todo el argumento gira en torno de la envidia, vencida, al fin, bajo el peso de su más ejemplar castigo: «tener que vivir del bien que ha querido destrozar». Todos los personajes -un tanto caricaturizados los secundarios- proclaman la mano maestra que los trazó.

En cuanto a los intérpretes, si Carmen Andrés hizo una «Valentina» de sobrio y gracioso madrileñismo, Casimiro Ortas no estuvo menos acertado en el dificilísimo papel de «Paco Cebrián, Chico de las Peñuelas», héroe a la fuerza de la tauromaquia.

El 20 de noviembre de 1915, Loreto Prado y Enrique Chicote volvían a estrenar, sobre la escena del Cómico, una de las obras más significativas de Carlos Arniches: La casa de Quirós.

Según la calificación dada por su autor, esta obra es una «farsa cómica», género, añadimos, representativo de lo arnichesco, ya que, en él, hallamos toda clase de elementos sainetescos, cómicos y dramáticos, trascendidos por una fuerte concepción social. Nuestro comediógrafo se sirve del chiste y de la situación hilarante para fundamentar su tesis de que «los tiempos van borrando poco a poco esa línea ya muy débil de castas y privilegios que separaba y clasificaba a los hombres, y digo que hoy el que es bueno es noble, el que es trabajador es rico, el que es inteligente es privilegiado. Hoy los pueblos ya no dicen "mi castillo", sino "mi fábrica", y los hombres no dicen "mi tizona", sino "mi libro"». (Act. II; esc. III).

Para demostrar este fecundo pensamiento, el escritor se vale de una serie de episodios y lances de la mayor alacridad y del más depurado efecto escénico, trazados en derredor de unos amores entre la hija de un rancio noble y el vástago de un lencero. El aristócrata se opone medieval y violentamente a estas relaciones, oposición que sólo es vencida gracias a una serie de engaños -supuesto suicidio, en él, y locura, en ella-, motivos de risa constante en los espectadores.

La tremenda irascibilidad de «don Gil de Quirós» nos trae a la memoria el «don Rosario», de El espanto de Toledo, obra de Muñoz Seca, estrenada en 1926.

A nuestro criterio, la auténtica intención de Arniches al escribir La casa de Quirós no fue sino la de realizar la crítica de una clase social en trance de desaparición, pues, con sus palabras, «yo no sé de nobleza más alta, en los tiempos que corren, que hacer el bien, tener buena conciencia y ganarse la vida con un trabajo honrado». (Act. I; esc. XII).

Alguna escena de esta obra recuerda el viejo recurso regocijante de los fantasmas en las piezas primeras que escribió en colaboración con Cantó: La leyenda del monje, Las campanadas...

Basándose en la anécdota de Boule de suif, el famosísimo cuento de Guy de Maupassant, Arniches compone la zarzuela en un acto La estrella de Olympia, caricaturizando los elementos dramáticos de aquel relato y cambiando radicalmente su final, que, si, en Maupassant, cobra un violento matiz realista -el sacrificio de Bola de Sebo-, en Arniches se resuelve con el triunfo de la honestidad en Blanca de Lacour.

Prescindiendo del humor y comicidad de sus escenas, acaso Arniches pretendió poner en ridículo la hipocresía de la mujer y el feroz egoísmo de los humanos. El alto sentido moral de la zarzuela lo pone de manifiesto el personaje «Blanca de Lacour»: «Nada de cuanto existe en la tierra se debe despreciar; ni lo más ruin ni lo más miserable. Compasión debí inspiraros, no desprecio. Y si os sentíais fuertes en vuestra moral, ¿por qué vaciláis en ella? ¿No me queríais honrada? Pues honrada me tendréis». (Cuad. III; esc. XII).

Y ello, porque, como sentencia Arniches en boca de «Muller», «no es con el desprecio, sino con el amor y con la ternura como se puede hacer bueno a quien no lo sea». (Cuad. III; esc. XIV).




ArribaAbajo- XVI -

«Sociedad teatral Arniches»


Por los años de la primera Gran Guerra, Carlos Arniches era una figura preeminente tanto en el orden intelectual como en el social. Su justa fama le llevó a la presidencia del Círculo de Bellas Artes, en cuyo tiempo -1916- esta entidad cultural madrileña convocó un importante concurso literario, en el que resultaron premiados, entre otros, Wenceslao Fernández Flórez, por su novela Volvoreta, y Alberto Valero Martín, autor del poema Porque todo es un momento.

Nuestro comediógrafo habitaba, por aquellos años, el piso principal -luego, el segundo- de la casa número 21 de la calle de Jorge Juan, hogar feliz que gozaba, además, de abundancia económica.

El 12 de julio de 1918, la madre del escritor, doña María Antonia Barrera Mingot, fallecía en el tercer piso de la casa número 5 de la calle de Carranza.

Al año de este luctuoso suceso, en Alicante, el periodista y comediógrafo Eduardo García Marcili, «Aristarco», propuso públicamente, apoyando una idea del actor Emilio Duval, la creación, en la capital alicantina, de un «Teatro Arniches», como el mejor homenaje a su ilustre paisano. He aquí los más destacados párrafos del artículo de García Marcili:

«Una información que publica ayer El Día, de Madrid, firmada por El Lazarillo de Tormes y titulada Carlos Arniches, el rey de los autores cómicos, saca a flor de pluma algo referente a nuestro ilustre paisano, que habíamos de escribir cualquier día de ahora y que se anticipa. Queríamos, para hablar de Carlos Arniches, el ilustre alicantino, esperar por si un proyecto que ha de ser realidad algún día, comenzaba a cristalizar: la creación de un "Teatro Arniches" en Alicante, que el gran actor Emilio Duval acaricia como una ambición y que nosotros hemos de amparar como una justicia [...] Es un sueño de Emilio Duval, un sueño que ha de realizar el meritísimo actor como homenaje a Arniches. Le mueven a ello su admiración al autor y al costumbrista, su cariño entrañable al amigo; y ha de realizarlo y no descansa, y tiene para su sueño las mayores abnegaciones.

Ya hizo gestiones para el solar adecuado, donde el teatro se construya [...] El "Teatro Arniches" será un hecho [...] Alicante tiene una deuda con su hijo ilustre; Alicante debe a Arniches un homenaje, pero no un homenaje ceremonioso [...], sino un acto cordial [...], fraternal, como la obra de Arniches [...] Acaso el celebrado autor, en fuerza de copiar la vida madrileña y de vivirla, haya olvidado un poco que nació aquí, pero Alicante debe recordárselo. Alguna vez se intentó el acto en deuda, pero acaso por inoportunidad al pretenderlo, no ha pasado nunca de la indicación»148.



Al día siguiente de la publicación de este llamamiento -sin eco inmediato-, reunida la junta directiva del Centro de Escritores y Artistas de Alicante, eleva una moción al Ayuntamiento pidiendo que se rotule con el nombre del ilustre sainetero una calle de la ciudad. Era el 12 de julio.

Pero como a estas solicitudes siguiera el acostumbrado silencio oficial, el citado Centro creó en marzo de 1920 la «Sociedad Teatral Arniches», que bajo la presidencia de don Enrique Limiñana Anglés, estaba dirigida en la escena por el gran actor Miguel Soler, y en cuanto a lo musical por el maestro Rafael Campos de Loma. El primer acuerdo que adoptó dicha Sociedad fue el de nombrar presidente de honor de la misma a Carlos Arniches, quien, al tener conocimiento de ello, contestó con la siguiente carta:

«Sr. D. Enrique Limiñana Anglés.- Mi distinguido amigo y paisano: Lleno de orgullo legítimo he recibido su carta, en la que me participa la honrosa designación de presidente honorario con que me favorece la Sociedad que usted preside.

Todo cuanto venga de esa tierra en que nací y a la que amo con amor nunca extinguido me causa singular alegría. Comprenderá usted -aunque se lo diga sin alardes de vana retórica- con qué satisfacción acepto el cordial ofrecimiento que me hacen.

Nada me debe Alicante. Con ser yo hijo de esa tierra hermosa tengo el mayor galardón que acrecienta y avalora el recuerdo que ustedes -unos cariñosos paisanos- me ofrendan con sencilla generosidad en estos momentos.

Reciban en consecuencia mi cordial y sincera gratitud. Respecto a la obra que me piden la haré con mucho gusto; pero tendrán la bondad de esperar que termine mi sainete para Apolo, que todavía no he terminado y cuya conclusión no puedo demorar por ser estreno a fecha fija.

Deseo a la nueva Sociedad prosperidades sin cuento, me ofrezco a ella con alma y vida, y, singularmente, a usted, a quien saludo con la más efusiva y calurosa simpatía. Carlos Arniches.- Madrid, 19 marzo 1920»149.



Poco después, la misma entidad cultural alicantina solicita concretamente del Concejo que se denomine «Avenida de Arniches» al paseo existente en la zona NO. del castillo de Santa Bárbara. La propuesta, que lleva fecha del 21 de julio de aquel mismo año 1920, no llegó a convertirse en realidad, pero sirvió para que el pueblo de Alicante deseara con mayor entusiasmo el merecidísimo homenaje que se pedía para el hermano ilustre. Una muestra de ese sentir ciudadano es el artículo que escribió el doctor Francisco Figueras Pacheco, cronista oficial de la ciudad de Alicante, en el que, entre otras cosas, decía:

«[...] El nombre de Arniches, gloria de la escena española, es una honra de la ciudad que le vio nacer y, acaso, en el corazón del popularísimo autor, sólo falte el testimonio de admiración y respeto de su pueblo para conocer todos los testimonios de respeto y admiración de que es capaz un hombre. Desde que allá por el año 1888 se estrenó Casa Editorial, hasta los calamitosos tiempos que corremos, Arniches ha llenado el teatro español con la fecundidad de su pluma, tan pródiga en cantidad como acertada en calidad, gracia y dominio de la escena. Y esto sin poner en la cuenta del haber la fina intención moralizadora que se descubre en el fondo de sus producciones, hábilmente deslizada en la trama de la acción y en el dibujo de los caracteres para orientar bien al público sin abrumarlo con intempestivos sermones [...] No es, pues, extraño que, al leer la noticia del homenaje que se proyecta en honor de nuestro comprovinciano, se considere el lector obligado a batir palmas para alentar al que concibió tan feliz idea. Arniches es una página gloriosa de la biografía alicantina y nada más justo que Alicante le rinda un tributo de admiración y cariño, cuando las muestras de afecto y homenaje puedan llegar al paisano insigne y probarle que los alicantinos están orgullosos de ser hermanos suyos»150.






ArribaAbajo- XVII -

El Regeneracionismo y La señorita de Trevélez


Esta célebre farsa cómica, en el cauce ya de lo grotesco, de Arniches, que Marañón destacó como su obra maestra, «y, desde luego, una de las obras teatrales más importantes de nuestra dramática contemporánea»151, halló inspiración, sustancia y vida dentro del orbe sociológico «regeneracionista», fuente de las ideas noventayochistas.

El autor, si juzgamos por la calificación dada a su pieza, no apreció exactamente la trascendencia de su farsa cómica -designación humilde-; pero, en cambio, Ramón Pérez de Ayala, sí supo ver que La señorita de Trevélez «es, en el fondo e intención, una de las comedias de costumbres más serias, más humanas y más cautivadoras de la reciente dramaturgia hispana, y, en consecuencia, una comedia hondamente triste, bien que con frecuencia provoque la risa»152.

Por vía muy triste y amarga, en efecto, lo patético -así, el fondo de todo genuino humor- se deriva de la misma naturaleza de la parcela existencial-humana que, en ella, se recoge: la chata vida de una capital de provincias de tercer orden, ahíta de ocios estériles, anquilosada en un polvoriento ayer de ignorancias e injusticias. En cierto modo, el comediógrafo representa toda la España «vieja y tahur, zaragatera y triste» -que dijo Antonio Machado- en la paralítica imagen de «Villanea».

Ante la mezquina realidad de una patria caduca y casi inerte después -y aun antes- del desastre de 1898, la respuesta «por parte de los españoles capaces de expresión tuvo un nombre específico: la regeneración de España. Terrible palabra, si uno atiende a su significado propio. España, dicen todos, necesita regenerarse, volver a nacer»153.

En este «todos» que escribe Laín Entralgo descubrimos a un grandísimo número de españoles -sabios, literatos, sociólogos, políticos, artistas...- a quienes verdaderamente preocupaba y sentían el dolor de España. Todos convienen en la necesidad de regenerar a la patria. Las discrepancias surgen al proponer los remedios.

En el grupo de escritores propiamente regeneracionistas cabe distinguir los sociólogos de los noventayochistas, que atienden más a lo estético. Entre los primeros sobresale la voz poderosa de Joaquín Costa, cuya terapéutica a la enfermedad española la cifró en la fórmula «la despensa y la escuela», para cuya consecución habrá que «combatir las fatalidades de la geografía y de la raza, tendiendo a redimir por obra del arte nuestra inferioridad en ambos respectos, a aproximar en lo posible las condiciones de una y otra a las de la Europa central, aumentando la potencia productiva del territorio y elevando la potencia intelectual y el tono moral de la sociedad»154.

Este pensamiento radical del autor de Reconstitución y europeización de España alumbra con idéntica viveza en la mente del gran comediógrafo alicantino, tanto por ser hijo de su tiempo como por imperativo biológico-geográfico, ya que Alicante se ha venido caracterizando, desde su noble origen helénico, por una clara actitud liberal, cosmopolita e integradora, comprensiva y abierta, sin pérdida de su raíz. Así, pues, para un escritor de tal progenie, la España en «marasmo», que denunció Unamuno, en la que, con palabras de Azorín, «no hay escuelas, no hay caminos, no hay árboles, no hay hombres»155, y en la que, según el citado hijo ilustre de Monóvar, «el deseo formidable e íntimo de ser mejores no es todavía sino un rudimento en los pechos de unos pocos», tenía que levantar no sólo un agudo afán crítico, sino un hondo anhelo de moralización, tendencia que se advierte en los inciertos albores de su obra. Porque Carlos Arniches, además de tomar el pulso a nuestro pueblo -al de la España de 1900156-, lo hizo también como médico del alma. Recordemos sus palabras: «Aspiro sólo con mis sainetes y farsas a estimular las condiciones generosas del pueblo y hacerle odiosos los malos instintos»157.

A esta luz, al mismo tiempo sociológica y moralizante, luz regeneracionista, hay que entender la seria problemática humana, en general, y española, más particularmente, de La señorita de Trevélez, cuyo gran personaje no es -como se puede suponer- «Flora», sino su hermano «don Gonzalo de Trevélez», hombre «digno de veneración sin dejar de ser ridículo», que apuntó Pérez de Ayala, y que va ganando en densidad humana a medida que la obra llega a su término, pues su ridiculez es no sólo consciente, sino deliberada como procedimiento para ayudar a su hermana. Con él, sobresalen otros personajes, especialmente «don Marcelino», catedrático y humanista, partidario de la tesis regeneracionista y «Tito Guilo ya», parásito de Casino, ignaro señoritingo, cuya cabeza sólo fragua vayas más o menos crueles. Pero, a nuestro juicio, el verdadero personaje de esta farsa es la oscura, pegajosa y casi invencible atmósfera de necedad, hazañería, desalmamiento e ignorancia de tantos pueblos y ciudades de aquella España derrotada y desfallecida. Contra tantos males lanza Carlos Arniches su aguda crítica entre risas y lágrimas. Acerca de ese amorfo y tremendo personaje ha escrito Torrente Ballester: «[...] las ideas nuevas obligan a examinarlas, a tomar una postura, y esto repugna a la pereza infinita del mundo provinciano. Además, las ideas suelen poner en peligro el statu quo. Al que llega a la provincia con ideas, al que usa la cabeza para pensar, se le pone en ridículo, y a otra cosa. El ridículo es la gran apisonadora de la vida provinciana, y la burla su mejor instrumento. Quien desconoce la vida de provincias, quien no ha escuchado las interminables conversaciones de Casino, ignora la magnitud de la ironía humana, la crueldad de que es capaz un sujeto de buena familia con un empleíllo para ir tirando y muchas horas para estudiar a los demás y sacarles punta»158.

En labios de «Guiloya» pone Arniches las siguientes palabras definitorias de ese pequeño orbe de perversidades: «La burla es conveniente siempre; sanea y purifica; castiga al necio, detiene al osado, asusta al ignorante y previene al discreto. Y, sobre todo, cuando, como en esta ocasión, escoge sus víctimas entre la gente ridícula, la burla divierte y corrige». (Act. I; esc. I).

La broma de refinada sevicia, concebida por «Tito Guiloya» y madurada al detalle por los componentes del «Guasa Club», cumple su objetivo de destrozar la pobre y rancia vida de la doncellona Flora Trevélez, fea, además de vieja, que, cuando cree haber descubierto su amor, lo que en verdad se le abre es la cínica risotada del escarnio.

El desarrollo de mofa tan perversa ocupa los tres actos de la comedia, actos riquísimos, no tan sólo de vis cómica, sino de observación psicológica, de sugestiones sociales y de situaciones auténticamente dramáticas. Y todo ponderado y trazado de mano maestra.

Al final de la obra y a guisa de moraleja, el autor se sirve del catedrático «don Marcelino» para exponer los límites de su tríaca regeneracionista: «[...] la manera de acabar con este tipo tan nacional del guasón es difundiendo la cultura. Es preciso matarlos con libros, no hay otro remedio. La cultura modifica la sensibilidad, y cuando estos jóvenes sean inteligentes, ya no podrán ser malos, ya no se atreverán a destrozar un corazón con un chiste, ni a amargar una vida con una broma» (Act. III; esc. VIII.).

Esta moral de talante socrático -el mal es un producto de la ignorancia- conserva aún su vigencia.

Dos importantes consideraciones se desprenden, pues, del estudio de esta farsa: el amargo destino de la solterona, asfixiada por la estrecha y gazmoña ética provinciana, y la necesidad de ampliar al máximo la base de la educación popular, fundamento de una sociedad más laboriosa, justa y humana.

Recordando la noche del estreno de La señorita de Trevélez -14 de diciembre de 1916, en el teatro Lara-, señalemos que, con Arniches, triunfaron, entre otros, los actores Emilio Thuillier -a quien está dedicada la obra-, Leocadia Alba y José Isbert.

Al igual que en años anteriores, el 13 de abril de 1917, la graciosísima pareja Prado-Chicote presentó en el Cómico el consabido sainete de Arniches, victorioso como siempre. El «proveedor de los mayores éxitos del Cómico» -así calificó al escritor alicantino un anónimo crítico del diario ABC- escribió para esta ocasión La venganza de la Petra o Donde las dan las toman, cuyo sencillo argumento se reduce a demostrar cómo una esposa joven y bonita puede atraer a su marido descarriado. El remedio consiste en aparecer ante los ojos del esposo con cierto aire equívoco hasta despertar sus celos. Loreto Prado, una vez más, encarnó a la perfección el papel principal de la obra: «Petra». Enrique Chicote rayó a la misma altura en el del «señor Nicomedes».




ArribaAbajo- XVIII -

El madrileñismo de Arniches


El tema es obligado, y no tan sólo por razón «material» de las más famosas y perdurables obras arnichescas, sino también y principalmente a causa del fervoroso sentimiento madrileñista de nuestro comediógrafo, sin menoscabo del amor a su Alicante. Así, dijo: «No soy madrileño. Nací en una vieja y amada ciudad levantina, pero en esta Villa insigne ha vivido mi juventud sus horas de lucha y de alegría y ella es, por tanto, mi pueblo de adopción»159. La autenticidad de este madrileñismo cordial lo puso de relieve en todo momento. Recordemos aquellas encendidas palabras que figuran a modo de epílogo de un libro de Antonio Casero: «¡Oh pueblo de Madrid, famoso pueblo que llenas de regocijados dicharachos, rasgueos de guitarras y fanfarriosas hipérboles, las tortuosas y sombrías callejas del Avapiés y la Morería, del Humilladero y la Paloma, yo te admiro y te amo con todo el amor de mi corazón»160.

Este mismo Madrid castizo y personalísimo es el que Carlos Arniches rememoró en un solemne acto que tuvo lugar, bastantes años después, en su ciudad nativa: «En Madrid -dijo- hay una calle que se llamó siempre "Calle del Peñón" [...] En ella y en sus alrededores encontró mi señor y maestro don Ramón de la Cruz los héroes de sus sainetes inmortales: "El Pizpierno", "Mediodiente", "La Pintosilla" [...] En ella y en sus cercanías, el glorioso don Francisco de Goya y Lucientes halló los bravos modelos de sus cuadros imponderables y magníficos. Pues bien: esa calle, tengo el honor inmerecido de que lleve hoy mi modesto nombre, porque yo también, aunque torpemente, estudié en ella o en sus aledades los temas vivos de mis humildes obras teatrales [...]». Y confesó a continuación que lo que más alegró su alma fue «el ver unidos, sobre mi nombre, los de Madrid y Alicante, como si Dios, para gloria mía, hubiese querido escribir juntos el nombre de mi ciudad natal y el de mi tierra adoptiva»161.

Habida cuenta de su profunda pasión por Alicante, J. Pastor Williams162 le manifestó la extrañeza que le producía el hecho de que, siendo tan alicantino, hubiese «captado con tan pasmosa fidelidad el espíritu madrileño». Nuestro genial sainetero relató entonces sus años de bohemia y de cómo trabó amistad con la familia del regicida Otero, lo que le permitió observar de muy cerca los más populares ambientes de las calles de Toledo, Lavapiés... «Vi -dice-, oí y trasplanté al teatro lo que tenía ante mis ojos».

Idéntica explicación recogió Wenceslao Fernández Flórez, cuando éste inquirió por los modelos de los personajes arnichescos: «En la vida real -respondió Arniches-. Yo paseo frecuentemente por los barrios extremos, por calles que seguramente usted, que lleva en Madrid poco tiempo, no conocerá todavía. Voy a ver salir de la fábrica a las cigarreras [...]; entro en alguna taberna [...] Al principio, mi presencia extraña. Después, los mismos taberneros favorecen mis propósitos. "Don Carlos -me dicen-, hoy va a conocer usted un tipo...". Y me lo muestran; y charlo con sus parroquianos. "Este señor -les asegura- es un amigo mío". Invariablemente, la clientela me toma por un empleado del Ayuntamiento. Les oigo y paso ratos felicísimos. ¡Si pudiese traer al teatro a muchos de esos sujetos con toda su viva originalidad!»163

En consecuencia, el madrileñismo de Arniches nació de la más directa, pormenorizada y amorosa observación del vivir del pueblo madrileño, que si, primero, se limitó a su estrato más picaresco del hampa, «que nutre sus gloriosas huestes de organilleros, tomadores y pícaros de toda laya» (El amigo Melquíades, cuad. III; esc. I; nota prel.), pasó inmediatamente a otros niveles populares de gente trabajadora y honesta, «pobrecita y honrada, que, hasta cuando baila seguidillas, parece como que levanta los brazos al cielo, como diciéndole a Dios: "Alegría pa todos. Alegría pa todos"». (La gentuza, act. II; cuad. III; esc. VII).

Tal es, en gran medida, el pueblo madrileño que vive y vivirá siempre en la obra arnichesca. Las calles de estos barrios las forman casas que muestran, «por dentro, lo que Dios se ha servido dar; pero por los balcones, claveles, geranios y pájaros que alboroten. Algarabía y buena cara, y que se chinche la pobreza». (La gentuza, act. I; cuad. I; esc. V)..

Con tan rico mundo humano, con sus costumbres y habla, construyó el escritor alicantino su obra impar, y esto porque no se limitó a reproducir con ansia de absoluta fidelidad lo que se ofrecía a su observación. Digamos que, a este respecto, nuestro sainetero no siguió cabalmente la norma de su maestro Ramón de la Cruz. En efecto; el madrileño sentenció que «no hay ni hubo más invención en la dramática que copiar lo que se ve, esto es, retratar los hombres, sus palabras, sus acciones y sus costumbres», pues el comediógrafo ha de reflejar, en escena, lo que se representa en el «teatro de la vida». Pero la tesis del alicantino, aun siendo esencialmente la misma en su raíz, difiere en algunos aspectos, precisamente en aquellos que se derivan de su personalidad de escritor. Afirma Arniches que, «en contra de lo que mucha gente supone, la vida no es teatral; ni sus hechos ni sus personajes ni sus frases son teatrales. Su teatralidad la llevan en potencia, en bruto, precisando que el autor amolde unos hechos con otros, unos personajes con otros, que combine frases y dichos, que pula, recorte y vitalice el diálogo... En esta labor, el autor teatral recoge del pueblo unos materiales que luego le devuelve, aumentados con su observación y su trabajo. Por eso existe esa reciprocidad mutua entre el pueblo y el sainetero, cuando éste ha tenido el acierto de retocar la fisonomía del modelo sin que el interesado lo advierta»164.

He aquí una perfecta síntesis expositiva no sólo de la vinculación del pueblo con el sainetero y viceversa, sino de la propia estética teatral de nuestro autor, que, como decimos, no se limitó, como su gran maestro, a reflejar, tal un espejo, la realidad humana, sino que, después de estudiarla y transformarla en tema artístico, la devuelve a su origen, retocada por el genio del comediógrafo. En ese retoque hallamos el matiz diferencial entre el insigne autor de Manolo y el ilustre creador de Las estrellas.

Abundando en esta singularidad, dijo muy acertadamente el genial actor Valeriano León que Arniches es todo Madrid, «Madrid entero. Otros han cantado a Madrid: don Ramón de la Cruz, Ricardo de la Vega, López Silva, Casero..., pero han hecho de Madrid retratos al minuto. Han visto una castañera, más o menos picada, y, pum, le han tirado una placa. O un aguafuerte, según la época. Pero Arniches no se ha limitado a un retrato, sino que ha recreado los tipos madrileños»165.

Esa tonalidad madrileña tan intensa que tiene la obra arnichesca ha sido igualmente destacada por otros muchos comentaristas, v. gr., Antonio Díaz Cañabate, del que son estas palabras: «El madrileñismo llega a su ápice con Arniches. Pasarán y se transformarán las costumbres. Quizá desaparezca el madrileñismo -y yo no lo deseo, porque el madrileñismo no hay que confundirlo con el madrileñista. El madrileñista es el que vive de sacarle el jugo a Madrid, y el madrileñismo es el que proporciona este jugo-, pero si tal ocurriera, viviría eternamente en los sainetes de Arniches»166.

Aquel sustancioso retocar artísticamente el modo espontáneo del madrileño, que tan ostensible se muestra en la riquísima galería de retratos arnichescos -hágase memoria, por ejemplo, de «Paco el Metralla», «jovenzuelo de mediana estatura, enteco, amarillo, de mirada cínica, muy compuesto, con su traje flamante, sus botas de caña, su corbatita de nudo y su gorrilla inglesa, va con paso resuelto y marchoso Torrecilla del Leal abajo [...]»167-, aparece más elocuente aún en el lenguaje, llegando no sólo a retorcer, retocar y transformar voces y expresiones, sino a crear vocablos y frases que se han incorporado definitivamente al acervo del habla popular: «Efectivamente -dijo Arniches al tantas veces citado periodista J. Pastor Williams-, es cierto. Por ejemplo, ese dicho, ya popularísimo, de servidor y peón. Y, como él, muchísimos más, que la gente repite ya de memoria, por estar incorporados al lenguaje corriente y familiar».

No otro es el origen y fundamento de lo que se ha venido llamando la arnichesización de Madrid, proceso mucho más fuerte que su contrario, es decir, la madrileñización de Arniches. Así lo ratificó Valeriano León: «El lenguaje de Arniches ha sido imitado por los madrileños castizos. El arte se vale de la vida, pero luego es el arte quien crea la vida»168. Y de parecido modo lo proclamó, en el seno ilustre de la Real Academia Española, el señor marqués de Luca de Tena, cuando la solemne ocasión de su ingreso en la misma: «[...] inventó Arniches el pueblo de Madrid: con pericia y perfiles tan admirables que el pueblo de Madrid se sintió halagado y empezó a imitar a los personajes de Arniches. Así, podemos decir hoy con verdad, refiriéndonos a un madrileño castizo, que es un personaje de Arniches», pues, semejante a El Greco, pintó «superando la realidad y deformándola un poco [...]».

Los aspectos y problemas gramaticales que presenta y plantea el habla madrileña en la obra arnichesca han sido estudiados, entre otros, por Francisco López Estrada169 y Félix Ros170, a cuyos trabajos remito al lector interesado.

En torno a lo mucho que se ha divagado sobre la influencia de Arniches en el lenguaje popular madrileño o viceversa, la explicación más acertada, a nuestro criterio, nos la ofrece Enrique Díez-Canedo al escribir que Arniches sabía «oír y amplificar. Un autor dramático, atento a la palabra del pueblo, es algo así como un altavoz que devuelve, agrandado, lo que recoge. Pero ¿no es esta cualidad principal del teatro en todo? Aun la copia más fiel de la realidad que el teatro ofrezca no puede ajustarse a la escala ordinaria. Desde la sala, parece que los actores hablan como en una casa particular, y no es cierto: hablan poco menos que a gritos»171.

Este profundo conocimiento de la vida popular madrileña, unido a su gracia de escritor humorista y a su firme ideología moral, produjo, casi al margen de su producción teatral, una serie de diálogos, que, empero su naturaleza picaresca y cómica, nos recuerdan, en algo, a las moralidades de añejos tiempos. Cada uno de los «sainetes rápidos» -así denomina el autor a sus diálogos- que integran el libro Del Madrid castizo, desarrolla una tesis moral o social. Así, en Los pobres, observamos las tretas y engañifas que emplean los mendigos para la ejecución de sus industrias, y cómo se debe llegar al término de la mendicidad recogiendo, no a los que piden, sino a los que dan, pues sin la generosidad de éstos, aquéllos trabajarían. La sátira de Los culpables presenta todos los caracteres de la literatura regeneracionista y se dirige contra quienes, como «Valentín», pasan «el día en una postura apaisada y agarrao a un socialismo de en su lugar descansen». Este sostiene que el atraso de España radica en la plaga de los toreros, a lo que el «señor Lucas» responde que «la ruina nacional no está en los toros ni en los toreros; está en el publiquito», añadiendo, como «receta faztible pa salvar este país» la siguiente: «que durante diez años trabajase tóo el mundo y no hablase nadie. Y si al cabo de ese tiempo de aplicación y de silencio no habíamos progresao en un mil por mil, daba yo un vale con oción a que me se machacase la masa encefálica». Tal era el pensamiento arnichesco acerca del remedio a la enfermedad española: «trabajo y silencio».

El premio de Nicanor o ¿A quién le doy la suerte? es una apología graciosísima del ahorro y repulsa de los juegos de azar, concretamente, de la lotería, según nos dice Nicanor: «Soy un obrero honrao y práztico, que creo que el dinero del juego, con el juego se va; porque las pesetas son como los pájaros: no hacen nido más que en los sitios tranquilos».

El tema de Los neutrales lo extrajo Arniches de las discrepancias entre germanófilos y aliadófilos españoles durante la primera Gran Guerra, diferencias que se resuelven ante unos vasos de buen vino.

Lo difícil que es modificar los hábitos arraigados en vicios constituye el argumento de El zapatero filósofo o Año nuevo, vida nueva, en cuyo desarrollo se llega a sostener la lamentable inalterabilidad del pobre vivir español. Así habla un obrero dado a la bebida y a la lectura de los escritores noventayochistas: «Susistirán el impuesto de inquilinato y la basura en las calles. El pueblo seguirá creyendo que aquí lo que faltan son políticos, y los políticos que lo que falta es pueblo... Y lo peor es que los dos tendrán razón. Las susistencias estarán en las nubes y los jornales en el arroyo. La generación del noventa y ocho seguirá creyendo que es más ilustrada que la Historia de Don Pilimplín, que cada dos versos es una viñeta. Todos seguirán diciendo que esto está mal y nadie procurará que esté mejor. El que trabaja servirá de irrisión al que no trabaja. Las mujeres continuarán cada vez más cortas por abajo y más largas por arriba... Cambio yo, ¿y qué...?».

La risa del pueblo es un regocijadísimo diálogo, en el que, a la censura dirigida contra quienes se burlan y se alegran del mal ajeno, parece afirmar la existencia de ese mismo defecto moral en todos, aun en los más acres censores: «¡Conoce uno que no se debe de reír del mal de otro, y como si no...!».

Patética, tierna y humanísima defensa del golfillo madrileño contiene el diálogo La pareja científica. A la luz de la tesis que aquí mantiene el escritor alicantino, si el granujilla roba, lo hace movido por la necesidad y el hambre. Al término del sainetillo, el propio Arniches dirige su palabra a los que pueden evitar que el niño deje de serlo bajo las garras de la bellaquería: «¿No sentís -pregunta- dolor, inquietud, remordimiento, ante estas míseras criaturas hambrientas, ante esta simiente de criminalidad que puede fructificar en el abandono?

Ya sé que sois caritativos, señoras y señores, pero -perdonadme- vuestra caridad no está bien ejercida o es insuficiente, mientras haya criaturas que en las noches de invierno duerman en los quicios de las puertas o en las oquedades de los desmontes.

Las plazas de los asilos que sostenéis son para los hijos o los sobrinos de las cocineras, de las planchadoras, de los servidores y paniaguados, en fin, de esos mil funcionarios que forman la trama burocrática que rodea a la beneficencia oficial. A los verdaderos desvalidos no les alcanza nada.

Yo pido para ellos; para esos golfos peludos, roñosos, grotescos, famélicos, abandonados, sin hogar, sin parientes, sin nadie [...]». Probar con hechos más que con razones dialécticas que el pueblo español mantiene viva, aun soterrada, a veces, la fe en un espíritu divino es la tesis de Los ateos. Oigamos al «señor Eulalio»: «Cuando el hombre está bueno y sano y se encuentra en la taberna rodeao de cuatro necios que le ríen las gracias, el hombre es un valiente, que se atreve con to lo humano y con to lo divino; pero cuando cambia el viento, y viene la negra, y el dolor te mete acobardao y solo en el rincón de tu casa..., será uno to lo blásfemo que sea; pero yo te digo que no hay quien no levante los ojos pa lo alto y pida misericordia».

El fuerte arraigo del egoísmo en la naturaleza humana es lo que pretende mostrar el sainete Los ricos, cuya conclusión moral es la necesidad que tenemos de trabajar sin odios ni envidias. La anécdota la depara un carretero que, mientras predicaba el reparto general y equitativo, advierte que un compañero suyo intentaba sacarle un cigarrillo. Entonces el improvisado orador se revuelve, airado, defendiendo a ultranza la propiedad privada. Y el diálogo termina con esta sentencia: «Si este pobre fuera rico, pobres los pobres [...]!»

Finalmente, el diálogo Los ambiciosos gira en torno a la relación de interdependencia entre el dinero y la felicidad. Muy filosóficamente, Arniches sostiene que es feliz no el más rico, sino el que mejor se conforma con lo que tiene y no alimenta desmedida obsesión de dinero: «La felicidad del mundo no está en el dinero. Si es Dios el que la suministra, ¿cómo la va a poner precio fijo? [...] El cachito de alegría que se compra a veces un pobre con una peseta, ¡cuántos ricos lo quisieran por dos millones! [...]»

A esta serie, incluida en el volumen Del Madrid castizo, debemos añadir el también sainete rápido ¡San Isidro bendito!172, muy semejante temáticamente a Las estrellas. Como en este famoso sainete, aquél se basa en las desproporcionadas ilusiones, por falta total de fundamento, del que anhela ser torero, y de los peligros que, para su buen nombre, cercan a las muchachas que cifran todas sus ansias en ser «Miss Cuesta de las Descargas».

En cuanto a la redacción de estos «sainetes rápidos», auténticas joyas de nuestro teatro, debemos consignar que Carlos Arniches las empezó a escribir a iniciativa del ilustre director de Blanco y Negro: «Empecé -dice en el prólogo a Del Madrid castizo- a publicar en la prensa estos cuadros de ambiente popular madrileño por indicaciones de un amigo ilustre y queridísimo, D. Torcuato Luca de Tena».

(Advirtamos que se publicaron durante los años 1915 y 1916. Los ambiciosos apareció el 1 de enero de 1917 en La Esfera.)

Tal como venimos destacando, estas estampas escritas, no para su representación escénica, ostentan marcadísima intención moralizadora, muy propia de todo el teatro arnichesco y muy afín a la literatura regeneracionista de principios de nuestro siglo. Arniches no sólo captó la gracia dicharachera y chulapona de los barrios bajos madrileños, sino, en igual grado, la concepción del mundo, la sencilla y honda ideología de las gentes que los habitan.

Cuando en 1952 y en el teatro María Guerrero, de Madrid, Manuel Collado escenificó algunos de estos sainetes rápidos con el título general de «Fantasía 1900», el crítico Rafael Vázquez Zamora advirtió muy inteligentemente que «el diálogo es tan jugoso y vivo, los tipos están observados y sintetizados con tal agudeza, que poseen la calidad esencialmente teatral que los hace de interés permanente para cualquier público de una época cualquiera»173.

La misma sencillez formal de estos «sainetes rápidos» revela la impresionante captación del pensar y del sentir de todo un pueblo. Tal fue la enorme, la incalculable y casi inadvertida virtud del teatro arnichesco: entre chiste y chiste, bajo el fluir de un diálogo chispeante en boca de pícaros, discurre una caudalosa y recia y muy española filosofía moral.




ArribaAbajo- XIX -

Hacia el mundo de lo grotesco


«Del sainete pasé a la tragedia grotesca, porque creo que es necesario renovarse»174. Tal dijo Carlos Arniches; mas nosotros pensamos que, sin negar estos deseos de renovación, el tránsito que supone el ejercicio de la nueva modalidad estético-teatral fue consecuencia lógica tanto de la propia e íntima dinámica del escritor como del, «clima» teatral de la época en que se produjo.

En efecto; si leemos ciertos sainetes -concretamente, Las estrellas- advertiremos claros matices grotescos, nacidos de la misma sustancia del género: «tragedia para reír o sainete para llorar», según el subtítulo que don Ramón de la Cruz puso a su Manolo. Estos gérmenes grotescos se manifiestan también en algunas comedias de «frescos» y cristalizan como realidad totalizadora en La señorita de Trevélez y ¡Que viene mi marido!, ésta con la expresa calificación de «tragedia grotesca», por primera vez dicha.

A la luz de este proceso intimista, dijo verdad Antonio Ramos Martín cuando afirmó, refiriéndose al escritor alicantino, que las «farsas cómicas y tragedias grotescas, escritas ya en la madurez de su talento, han sido los sazonados frutos que confirman la promesa de los primeros balbuceos teatrales»175.

Lo grotesco, pues, en Arniches aparece primordialmente como etapa de su personal desarrollo de autor dramático, fundado en el profundo conocimiento de lo humano y en su constante afán moralizador. Digamos sin ambages que el sainete de raigambre melodramática engendró la tragedia grotesca, con lo que nuestro comediógrafo pudo alzarse a un nivel europeo sin menoscabo de lo característico español. A este respecto, dice Melchor Fernández Almagro «Castizo y universal en su última raíz impresionista: no cabe mayor transfiguración del sainete»176.

Esto fue: transfiguración o, mejor, transformación. No renovación en sentido estricto. Por ello, Luis Calvo no duda en escribir que Arniches, tan decididamente inclinado siempre hacia lo sentimental, «tuvo que valerse de la caricatura para no dar en el melodrama. De ahí sale la tragedia grotesca». Y agrega que Las estrellas, «el sainete madrileño más bello y perfecto que yo he leído, es ya una pura tragedia grotesca, aunque su autor no hubiera concebido todavía esa feliz enunciación»177.

Esta peculiar teoría de lo grotesco en Arniches quedó de igual modo expuesta por Enrique Díez-Canedo en las páginas del diario madrileño El Sol (12 de julio de 1931), donde dice: «Su antigua traza, la de corifeo del llamado "género chico", aún se percibe en Las estrellas, que es de 1904, aunque ya se advierte en su pensamiento y composición el perfil más severo del autor de las farsas cómicas y de las tragedias grotescas [...]».

A lo largo de este breve y hondo ensayo, Díez-Canedo define esencialmente el teatro europeo durante la segunda década de nuestro siglo, acudiendo «al conflicto del ser y el parecer». Dicha problemática de talante filosófico apenas si influyó en nuestro escritor, aunque en su obra grotesca observemos algo del carácter general del momento. Y es que, como venimos demostrando, Carlos Arniches escribió «grotescos» o «grutescos», según la preferencia de Ramón Pérez de Ayala, por necesidad de su propia estética, derivada en gran parte del sainete.

Contemplada la escena europea, bien se puede afirmar que, hasta 1910, predominaba el teatro de tendencia realista-naturalista en vía de desintegración por el crecimiento del simbolismo. Luego, las doctrinas vitalistas y espiritualistas y el psicoanálisis determinaron -con el expresionismo y el desarrollo de la novela psicologista- el triunfo de un teatro ostensiblemente subjetivista. Por este camino se ha podido señalar el año de 1918 -término de la primera guerra mundial- como el del comienzo de una nueva etapa en la estética teatral. Dijo Monner Sans: «Muy en redondo se delineaba el viraje estético alrededor de 1918, pues si el sello del teatro de preguerra era prevalecientemente realista, sello distintivo de la posguerra sería el de un manifiesto y generalizado antirrealismo... A partir de esa fecha bastante convencional del 18, el teatro pierde deliberadamente contacto con la menuda y rutinaria realidad de todos los días»178. El arte en general, añadimos, va a iniciar su proceso de deshumanización.

El progresivo fenómeno desrealizador siguió como secuela necesaria del simbolismo, modernismo y expresionismo. Ya en 1910 advirtió Pirandello el alba de la nueva estética: «Pienso -dijo- que la vida es una burla muy triste; pues hay en nosotros, sin que podamos saber ni conocer por qué ni por quién, la necesidad de engañarnos continuamente con la espontánea creación de una realidad ("una para cada uno, nunca la misma para todos") que bruscamente se revela vana e ilusoria. Quien advierte el juego no puede engañarse ya; pero quien no logra engañarse no puede hallar gusto ni placer en la vida [...] Mi arte está lleno de compasión por todos los que se engañan; pero esta compasión no puede evitar que la siga la feroz irrisión del destino que condena al hombre al engaño»179.

Se descubre aquí el conflicto pirandeliano entre el ser y el parecer, entre el vivir y el verse vivir. Hombre ante el espejo. Si la influencia de Freud llevó al gran comediógrafo siciliano a la delicuescencia ontológica del polipsiquismo, la recibida de Bergson se patentiza en su visión del hombre como ser fluctuante en lo temporal. Ambas direcciones son ostensibles en Seis personajes en busca de autor, en cuya obra se implica también el principio estético de la rebeldía del personaje frente al autor180.

Reduciéndonos a términos generales, bien podemos afirmar que el teatro europeo anterior a 1918 fue eminentemente psicológico y ético, o sea teatro girando en torno a la conducta humana; en cambio, desde dicho año y por las causas expuestas, la literatura teatral presenta un marcadísimo carácter gnoseológico, según Tilgher, y hasta ontológico, en el concepto de Monner Sans. Sin embargo, no sería prudente el establecer muy radical esta divisoria, ya que las corrientes filosóficas y estéticas -impresionismo, expresionismo, freudismo, bergsonismo y hasta existencialismo-, unidas a la comicidad chapliniana, transformó, antes de 1918, la estética teatral. El cambio más ostensible se produjo en el género dramático, en el que la tradicional alternativa entre lo cómico y lo serio queda fundida en el todo de la obra, originando así lo grotesco.

Traigamos algunos títulos significativos y coetáneos: La señorita de Trevélez (1916) y ¡Que viene mi marido! (1918), de Carlos Arniches; Misterio Bufo (1917), de Vladimir Maiakovski; El que se lleva las bofetadas (1917), de Leónidas Andreiev; Cada cual a su juego (1918), de Luigi Pirandello; La máscara y el rostro (1916) y La lágrima y la estrella (1918), de Luigi Chiarelli, y Vida de perro (1918) y Sunnyside (1919), films de Charles Chaplin.

Basta el enunciado de estos títulos para que quede bien marcado el nuevo «clima» teatral de aquella época. «Expresión, pues, de genuino humorismo. Contraste entre el yo superficial y el yo profundo bajo su máscara plácida o bajo una máscara que los demás juzgan estrafalaria, muchos personajes pirandelianos esconden el rostro dolorido [...], porque el autor ha combinado en su retorta la sal de la risa con el ácido del llanto, fiel a una concepción tragicómica del arte»181.

Obvio es decir que el único español que, caminando por la nueva dramática, «pisaba terreno firme», con palabras de Enrique de Mesa, era Carlos Arniches. Y añade el notabilísimo crítico: «Si el teatro ha de ser reflejo y trasunto de la vida social, del espíritu y de las costumbres de un pueblo, bien están las tragedias grotescas».

Es hora de preguntarnos por el ser de lo grotesco. Dice la Academia: «Grotesco, ca (Del ital. grottesco, de grotta, gruta), adj. Ridículo y extravagante por la figura o por cualquiera otra calidad. 2. Irregular, grosero y de mal gusto.-3. Grutesco». En su tercera acepción, con el término grutesco, supone, según la Academia, «adorno caprichoso de bichos, sabandijas, quimeras y follajes, llamado así por ser a imitación de los que se encontraron en las grutas o ruinas del palacio de Tito».

Apoyándose en la definición académica, Ramón Pérez de Ayala desarrolló una interesantísima teoría de lo grutesco, trascendiendo el plano biológico -sorprender «a la naturaleza en vías de transformación»- al estético, concretamente al literario. «Trasladando las observaciones anteriores -escribe- a la motivación psicológica, que es el terreno de lo dramático, clasificaremos como almas grotescas aquellas en que las formas superiores de la conciencia aparecen implicadas, apenas nacientes y absorbidas en las formas inferiores del instinto; almas oscuras que en vano se afanan hacia la claridad; pequeños monstruos inofensivos, porque ni el instinto ni la inteligencia están lo bastante deslindados para determinar acciones violentas. En estas almas hay un asomo de conciencia, que es lo que de ellas sale al exterior; pero la conciencia está reintegrada en el instinto, que es el móvil recóndito y confuso de los actos que ejecutan. La mayor parte de los hombres poseen un alma grotesca»182.

Concordando con esta teoría psicológica, lo que Arniches denominó «tragedia grotesca» no es sino, con palabras de tan ilustre crítico, «una tragedia desarrollada al revés». Y agrega: «En la tragedia, la fatalidad conduce ineluctablemente al héroe trágico a la muerte, a pesar de cuantos esfuerzos se realicen por impedir el desenlace funesto. El héroe trágico no tiene más remedio que morirse. Por el contrario, el héroe de la tragedia grotesca no hay manera de que se muera ni manera de matarlo, a pesar de cuantos esfuerzos se realicen por acarrear el desenlace funesto»183.

El agudo ensayo de Pérez de Ayala consagró, en cierto modo «oficial», a Carlos Arniches, cuyo ilustre nombre pasó a la nómina de los grandes comediógrafos españoles. Al mismo tiempo, el autor de Las máscaras denunció la miopía de los aristarcos, que, al enjuiciar la tragedia grotesca ¡Que viene mi marido!, sólo vieron «una astracanada lúgubre, una farsa macabra sin verosimilitud alguna».

Si el vocablo «grotesco» era nuevo en la terminología teatral española184, mucha más novedad entrañaba la alianza con el término «tragedia», ideada y enunciada por Arniches.

Es conveniente aquí insistir algo más en torno al concepto de lo grotesco. Desde un punto de vista especulativo, Teodoro Lipps lo contempla como una de las tres especies de que consta el género de lo cómico objetivo. (Las otras dos son lo bufo y lo burlesco). Según Lipps, lo grotesco es «aquella clase de cómico que nos ofrece la caricatura, la exageración, la contorsión, lo increíble, lo monstruoso, lo fantástico, cuando se emplea para producir un efecto cómico»185.

Hablando más desde los adentros de la condición humana, el conocimiento de la obra arnichesca inspira a Melchor Fernández Almagro la siguiente definición de la tragedia grotesca: «mirada al mundo de los más entrañables sentimientos por el agujero de la ingenuidad. El autor asiste al espectáculo cotidiano de los hombres y las mujeres como un niño que estima sin valorar, que llora o ríe porque sí; incluso a destiempo, porque sólo el hombre mayor conoce la oportunidad de sus reacciones. La tragedia grotesca, más que un género, es un estilo... hecho de sarcasmo, alegría a contrapelo, inocencia y análisis»186.

De conformidad con este juicio, lo grotesco arnichesco se nos aparece tan distinto del pirandelismo como del esperpento valleinclanesco. Del primero, por cuanto lo propio de Pirandello es lo intelectivo y hasta metafísico; del segundo, en atención a que el esperpento es, con palabras de su creador, «el dolor de un mal sueño», en consonancia con la tesis valleinclanesca de que «las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas»187.

Resumiendo: si tanto el grotesco pirandeliano como el esperpento valleinclanesco desembocan en la zona del arte deshumanizado -aquél por su idealismo solipsista; éste a causa de la excesiva deformación guiñolesca-, lo grotesco en Carlos Arniches no se desarraiga de su cauce realista y humano, empero el juego de formas psicológicas que implica el citado género. El teatro arnicheano siguió enarbolando su tradicional tendencia ética. Y es que, como venimos diciendo, lo grotesco en el alicantino es una consecuencia estética del sainete: «tragedia para reír o sainete para llorar».

El 9 de marzo de 1918 y en el escenario de la Comedia, una compañía encabezada por Carmelita Jiménez, Ana Siria, señoritas Suárez y Redondo y señores Bonafé, Zorrilla, González Espantaleón, Asquerino y otros, estrenó ¡Que viene mi marido!, la primera tragedia grotesca de Carlos Arniches. Su enredo se funda en el casamiento in artículo mortis, verificado para que una joven pueda, al enviudar, recibir una importante herencia. La muchacha aceptó esta boda con un desconocido porque le aseguraron su inmediata viudez, con lo que ya podría casarse con su novio. Pero he aquí lo imprevisible, lo trágico: el que parecía moribundo se restablece, convirtiéndose en la auténtica obsesión y hasta pesadilla de cuantas almas grotescas le rodean y le desean la muerte. Ante tan claros anhelos, el marido se justifica así: «¡Perdóneme usted, señora; perdóneme usted que no me haya muerto! [...]; pero es que materialmente no me ha sido posible... ¡Ni con dieciocho médicos, señora; ya ve usted! Todo ha sido inútil!». (Act. II; esc. VII).

La obra, como hizo ver Pérez de Ayala, se entronca con el mejor realismo español. Bermejo -que así se llama el marido- es un pícaro redomado. Después de enumerar, mintiendo, la serie de tentativas efectuadas para suicidarse, en vano todas, exclama: «¡Ah, ustedes no saben lo que hubiese dado por evitarles el conflicto de mi resurrección!» (Ibid.) Los parientes de la desventurada esposa se ingenian inútilmente trampas para atentar contra su vida. Bermejo las salva todas. Y cuando aquéllos llegan al límite de la desesperación -«¡Está visto; a este hombre le hacen la autopsia y engorda» (Act. III; esc. IX).-, todo el embrollo se resuelve satisfactoriamente al descubrirse que el tal Bermejo se llama en verdad Menacho, y que el auténtico Bermejo, cuya documentación usó Menacho para ingresar en el hospital, fingiéndose enfermo, había fallecido. Así las cosas, Carita era ya oficialmente viuda, con lo que podía entrar en posesión de la fabulosa herencia y casarse con su amado.

La crítica periodística, la mejor, apenas si se percató de la trascendencia de esta tragedia grotesca. Por ejemplo, «Filidor»188 sólo dijo que esta pieza «quedará como una de las obras del teatro cómico más divertidas por la originalidad del asunto y por la gracia del diálogo». Esto fue todo. Por ello, ante tanta superficialidad, Pérez de Ayala escribió casi solemnemente que «Arniches realiza una obra de estilo o, si se quiere, de estilización, sobre aquel rasgo característico de españoles: la insensibilidad. El autor ha tomado como punto de partida la insensibilidad (o senequismo o picarismo) del carácter español, y la va desarrollando y perfilando, sin cuidarse de la aparente verosimilitud, y sí sólo de la expresión, hasta consumar un edificio imaginario, que, no por artificioso, deja de ser en el fondo más real y sugestivo que la copia mecánica y naturalista de un suceso cierto, pero fútil»189.

Creemos que con lo dicho es suficiente no sólo para caracterizar la naturaleza de la tragedia grotesca en su puro entronque español, sino también para situar europeamente a Carlos Arniches.

Poco después de tan importante acontecimiento artístico, la Asociación de la Prensa de Madrid celebra, en Apolo, su tradicional y famosa Fiesta del Sainete. Para esta solemnidad, el escritor alicantino escribió El agua del Manzanares o Cuando el río suena..., obra de profundo casticismo madrileño y de graciosísimo diálogo, que representó con extraordinario acierto la compañía titular del teatro Novedades, encabezada por la señora Lacalle, señoritas Bonastre y Molina y señores Aparici, Gómez Bur, Lloréns y Cumbreras. El estreno tuvo tal éxito que Arniches, al dedicar su obra a los citados intérpretes, manifestó que había supuesto para él «una hora feliz, la más gloriosa, sin duda, de mi vida de sainetero». Acto seguido, el ilustre alicantino deja nuevamente constancia de su amor al pueblo de Madrid: «Para comprender -dice- la emoción de que me sentí poseído la noche en que el pueblo de Madrid me aplaudió en Novedades, es necesario amar como yo amo las pintorescas costumbres, la castiza y extraña psicología de estos buenos y alegres madrileños de los barrios bajos, vivos en el ingenio, prontos en la emoción, graciosos, burlones, jaraneros [...]».

La pieza no aporta realmente ninguna novedad con respecto a las del mismo género de nuestro autor. Sin embargo, debemos decir que el sainete es cabal en su casticismo y graciosísimo en su lenguaje. El tema es el consabido: la muchacha que rechaza al novio pobre, pero honrado, al tiempo que parece inclinarse ante el señuelo de las riquezas de un viejo donjuán. Al fin, triunfa lo natural y lo mejor: «que los granujas queden a un lado y las personas de bien a otro». (Cuad. II; esc. IV).

En el mismo coliseo y un año más tarde -exactamente el 30 de mayo de 1919-, la compañía de Casimiro Ortas -con Carmen Sobejano, Joaquín Montero, Rufart, Meana, etc.- estrenó el sainete arnichesco en dos actos La flor del barrio, madrileñísimo tanto por su naturaleza como por los elogios a Madrid, en el que se equilibran los factores ético-psicológicos, fundamento y medula, por otra parte, del teatro del gran sainetero.

La anécdota tiende, moralmente considerada, a purificar nuestra conducta con la concordancia entre la voluntad y su acto. Hay que evitar la violencia del corazón. A tal efecto, no se llega a consumar un matrimonio de conveniencia, gracias precisamente a un sujeto anarquizante, pero cuya existencia responde en un todo a la sinceridad y a la rectitud moral. El «supo impedir que la avaricia matara el amor de dos corazones juveniles y apasionados». (Act. II; esc. V).

El sainete, como de Arniches, «fue un éxito ininterrumpido y de los más resonantes de los últimos tiempos de Apolo»190, y Casimiro Ortas confirmó sus grandes cualidades de actor cómico. Debemos también decir que Joaquín Montero realizó una destacadísima interpretación del personaje «Sixto».




ArribaAbajo- XX -

Los caciques y la política


El día 13 de febrero de 1920 y en el teatro madrileño de la Comedia se verificó el estreno de la farsa arnichesca en tres actos Los caciques, obra perfectamente encuadrable en la serie de comedias regeneracionistas de nuestro autor.

Como en piezas anteriores, Arniches descubre en ésta el estrecho vivir de los tristes pueblos de España, «donde todo es extraño, temeroso, desconcertante», y ello porque «todo es viejo, solapado, sin sentido renovador... Todo tiene un misterio, un secreto, una mácula». (Act. II; esc. V). Pero en esta ocasión el habilísimo ingenio y facilidad para la caricatura de Arniches consigue hacernos ver con todas sus miserias e injusticias la figura destacada y detestable del cacique pueblerino de marcada y tópica brutalidad, cuyo arraigo epidémico fue, sin duda, una de las causas de la decadencia y postración de España. Así se expresa Arniches por boca de su personaje «don Sabino», médico, al que el Ayuntamiento le adeuda los honorarios de siete años: «¡Qué saben ustedes, los que viven lejos de estos rincones!... Treinta y cinco años, señor, me he pasado de médico titular, de médico rural, luchando siempre contra el odioso caciquismo bárbaro, agresivo; torturador; contra un caciquismo que despoja, que aniquila, que envilece... y que vive agarrado a estos pueblos como la hiedra a las ruinas... Yo he luchado heroicamente contra él con mi rebeldía, con mis predicaciones; porque yo, que la conozco, estoy seguro de que en esta iniquidad consentida a la política rural está el origen de la ruina de España». (Act. III; esc. VIII). Sobre tan lamentable y verídica realidad nacional, el escritor alicantino desarrolla con hondura las cómicas y grotescas peripecias de esta farsa.

Los pobres villalganceños soportan desde hace años a un alcalde, «don Acisclo», el cacique, «el amo, el rey del pueblo [...]; un hombre al que tóo el mundo le tie miedo». Según nos dice, «en este pueblo de mi mando, no hay más que dos partidos políticos, ¡dos!..., porque no quiero confusiones: el miísta, que es el mío, y el otrista, que son todos los demás». Naturalmente, aquéllos gozan de todos los beneficios y prerrogativas que les son negados a éstos. Bajo un «sistema» tan personalista, la vida pueblerina discurre por las vertientes de la ignorancia, de la miseria y de la barbarie. Mas, he aquí que inopinadamente se anuncia de un modo confidencial la llegada de un delegado gubernativo con el propósito de investigar la administración pública. Cunde el desconcierto entre los «miístas», el alcalde se alarma y, entre todos, discurren la manera de evitar que el dicho delegado les ajuste las cuentas. El remedio que van a poner en práctica es el sobornarle con regalos, homenajes y fiestas.

En circunstancias tan especiales se presentan en el pueblo «José Ojeda» y su sobrino, un par de frescos que acarician el proyecto de un «negocio» matrimonial. En virtud del pánico, se les confunde con el temido delegado y su secretario, y, a partir de este momento, se suceden las más regocijantes y típicas escenas arnichescas. El enredo por el equívoco ocupa casi los tres actos. Al final, aparece el verdadero delegado.

De las observaciones de Arniches se infiere que la figura rural del cacique es un típico producto del miedo, ya que estos politicastros en provecho propio son individuos que con «conciencias concupiscentes y claudicadoras que infamó el delito, quieren acallar el terror de verse castigadas con gritos de falso patriotismo». Y tras el diagnóstico, nuestro comediógrafo receta que España no podrá sobrevivir «si no nos hacemos todos un poco mejores. Viva España; pero viva con un ideal cierto, seguro, firme, que acabe para siempre con los miedosos, con los claudicadores, con los cobardes». (Act. II; esc. XIII).

Esta tesis regeneracionista, basada en la aniquilación de estos brutales parásitos, pone broche patriótico a la obra: «[...] que conste que los españoles no podremos gritar con alegría "¡Viva España!", hasta que hayamos matado para siempre el caciquismo».

Además de lo hasta aquí expuesto, Los caciques nace de una de las experiencias más dolorosas de Arniches. Nuestro comediógrafo jamás olvidó las tristezas y los sinsabores de su hogar a causa de las mutaciones en la politiquería local. Nos lo recuerda muy amargamente en un escrito de 1923, cuando, al evocar su niñez en Alicante, nos refiere cómo su padre, pagador de la Fábrica de Tabacos, quedaba frecuentemente cesante, según la dirección de los vientos políticos: «Abatido y lloroso -escribe- por la infausta noticia, corría a ocultarme en un rincón de mi casa, triste y desolada ante la perspectiva de una cesantía larga que significaba, para nosotros, la escasez y aun la miseria.

Aquel día mi padre no hablaba. Comíamos en silencio. Mi madre limpiaba a hurtadillas sus ojos enrojecidos, y en mi alma de niño se iba forjando, silencioso y fuerte, un odio invencible a la política»191.

Esta herida jamás cicatrizó, y, consecuentemente, Arniches detestó las ambiciones políticas y, en su independencia, proclamó que la verdadera y auténtica política no podía ser otra que la del trabajo honrado en pro de la comunidad social. Así lo puso de manifiesto, en 1931, a José M. Acevedo: «[...] si en España habláramos todos un poco menos y trabajáramos un poco más, sería éste un país grande y único». Y añadió: «Me asquea el hablar de política»192.

El justo criterio regeneracionista, fundado en las virtudes del trabajo, la honradez y el prudente silencio -explícito en algunos sainetes contenidos en el volumen Del Madrid castizo-, es la misma tesis de la dedicatoria de Los caciques a S. M. el Rey Alfonso XIII, a quien, como ya sabemos, ofrendó, en los años de su primera y bohemia juventud, la candorosa Cartilla y Cuaderno de Lectura (Trazos de un reinado). Ahora, después de tantos años, Carlos Arniches vuelve a dirigirse al Monarca con estas palabras: «Señor: La emoción que me produjeron las altas palabras que escuché a vuestra majestad la noche que presenció la representación de esta obra, me impulsa a dedicárosla.

Se consigna en ella una amarga y viva realidad de las costumbres políticas españolas, expresada sincera y noblemente; pero sería injusto no consignar también en su primera página, con la misma sinceridad y nobleza, que si todos los españoles se hubiesen penetrado de los altos propósitos renovadores de vuestra majestad, esta obra no hubiese podido ser escrita, porque el caciquismo ya no existiría.

Y esta rotunda afirmación tiene el valor de estar hecha por un hombre independiente, que no tiene su espíritu coaccionado por ninguna devoción política, ni desea del Trono otra cosa sino la egregia bondad de vuestra real estimación».

El ideal de Carlos Arniches, en cuanto a la política -entendida esta palabra en su acepción más prístina-, reside en el logro de una limpia y noble convivencia humana, cimentada y fecundada por el amor cristiano a nuestros semejantes. Su política -si así podemos hablar- es un entrañable y sencillo popularismo, ajeno por completo a cualquier tipo de uniones egoístas, al modo como son censuradas en Los caciques: «Unámonos -dice un personaje- y podremos hacer lo que nos dé la gana, que es para lo que se une todo el mundo». (Act. I; esc. X). Se trata, por tanto, de una política de amor y comprensión, ya que todos formamos el pueblo, la sociedad, que debe alimentarse de las grandes y esenciales virtudes cristianas. Oigamos al propio Arniches: «Si no vivimos cerca del pueblo, si no nos aproximamos a él, no conoceremos jamás su alma. Y quizá por no haber sabido dirigir bien y enérgicamente su alma -dijo en 1942-, es por lo que tal vez se produjeron los sucesos luctuosos que hemos lamentado. Yo, por mi profesión y por mi gusto, he querido siempre vivir en contacto con el alma popular española [...] Sí, señoras y señores, amemos al pueblo, porque el pueblo es bueno [...] Pero hay que ayudar al pueblo, señoras y señores. Hay que acercarse a él para conocer sus miserias y remediarlas. Ya os lo he dicho antes: es un problema inexcusable [...] Y ahora, para terminar, ungidos de emoción los labios, os digo que amemos ante todas y sobre todas las cosas a España»193.

Agreguemos finalmente que el estreno de Los caciques, interpretado por Irena Alba, Aurora Redondo, Bonafé, Tudela, Asquerino; y otros, no fue valuado como es debido. Recordemos, a guisa de notorio ejemplo, que «Filidor», en ABC, afirmó que, sobre el problema del caciquismo, nuestro comediógrafo estuvo «más atento a lo externo que a la substancia». Y esto, ya lo hemos visto, no es verdad.



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