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En Argentina


Como ya consignamos en el capítulo XXV de este libro, al estallar la guerra civil española el 18 de julio de 1936, la familia Arniches hallábase veraneando en El Escorial, lugar también de descanso de sus buenos amigos los comediógrafos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero.

Tan pronto como los acontecimientos adquirieron caracteres bélicos, la familia Arniches regresó a Madrid. Al poco, los padres marcharon a Alicante y, las hijas, a Valencia. En la casa madrileña, Montesquinza, 14, piso segundo, quedó doña María Arniches, hermana del escritor, al cuidado de Juana Navarro y la doncella Ángeles228. Igualmente siguieron en Madrid los hijos Fernando y Carlos.

Con toda probabilidad, el matrimonio Arniches buscó el refugio alicantino en la segunda quincena de septiembre, instalándose en el hotel Mediterráneo, sito en la playa de San Juan. Aquí, en la tierra nativa, junto al mar de su infancia, lejos del estruendo de los cañones y de las bombas, pero con el alma profundamente dolorida, el hijo ilustre de Alicante escribió escenas de El Padre Pitillo y maduró el proyecto de trasladarse a la República Argentina, desde donde le llamaban sus ahijados Valeriano León y Aurora Redondo, de una parte, y, de otra, el matrimonio Juan Reforzo y Lola Membrives. Especialmente, la insistencia cariñosa de los primeros contribuyó de modo casi decisivo. A mayor abundamiento, cooperó también el hecho natural de que la situación económica se agravaba día a día y de que su hija Rosario, esposa de José Bergamín, iba a fijar su residencia en París -14 Avenue Charles Floquet-, a la que no tardó en unírsele su hermana Pilar, casada, como ya dijimos, con Eduardo Ugarte, quienes, en los primeros meses de la conflagración, moraron en Valencia.

Con el ánimo resuelto y el corazón amargo, Carlos Arniches y señora dejaron Alicante en los primeros días de diciembre de 1936 para pasar por Valencia y marchar a Barcelona, de donde salieron, el día 18, hacia Marsella.

El 16 y desde Valencia, Carlos Arniches se despide así de Juana Navarro y de su patria:

«Querida Juana: Te escribo en nombre de la señora y en el mío, para agradecerte cuanto has hecho para tenernos siempre al corriente de las cosas de nuestra casa y para lamentar que no hayas podido irte a vivir a ella, como hubiera sido nuestro gusto. Sentimos que Ana, sabiendo mejor que nadie cómo te estimamos, no haya pensado lo mismo, pero dicen las señoritas que puedes irte a vivir a cualquiera de sus casas: o a Serrano o a Claudio Coello. Tú verás.

Nosotros, Juana, pensamos irnos a Buenos Aires a ver si allí podemos vivir. Los pocos recursos que teníamos se van agotando y, antes que llegue una situación aflictiva, optamos por correr a la vejez esta aventura.

Tanto la señora como yo habíamos pensado llevarte, pero el pasaje es muy caro y ahora no podemos; pero si allí nos va bien, mandaremos por ti, para que vengas a servir a la señora, a la que tanto quieres.

Las señoritas se van a París, donde le han dado una colocación al señorito Pepe. La señora y yo nos vamos solos. ¡Y tan lejos...!»



Aquel temor a tener que pasar por las difíciles circunstancias vitales y económicas que se presagiaban aceleró el viaje y fue una de sus causas determinantes. Así lo reitera el propio Carlos Arniches en cartas posteriores, verbigracia, en la que lleva fecha 19 de febrero de 1937, escrita en Montevideo, donde dice: «Nos ha traído a estas lejanas tierras el horror a la miseria, pues el dinero se nos acabó e hicimos la señora y yo el viaje con una maleta y una sombrerera, sin ropa y con poquísimo dinero».

Ya hemos mencionado el gran interés que, en el viaje del escritor y señora, pusieron los admiradísimos actores Aurora Redondo y Valeriano León. Agreguemos que éstos ya habían actuado años antes -1931 y 1934- en los teatros Maipo y Avenida, de Buenos Aires. Ahora -1936-, procedentes de Marsella, arribaron a la capital argentina el 25 de noviembre, a bordo del vapor Mendoza, al frente de una compañía, compuesta por Teresa Molina, Carmen Romero Pérez, José Porres López, Carmen Carcua Gallardo, Vicente Aznar Placentia, Francisco Prado Melgares, Angelita López Vázquez, Rafaela y José Rodríguez Montesinos, José Mula Navarro, Francisco Antón Palazón, Manuel Marín, Pacomio Peribáñez Antón, José Alfayate, Isabel Redondo Pérez, Julián Pérez Avilla, Herminia Mas Hurtado, José Marco Davó y Rosendo R. Puig Artigas.

Esta notable agrupación se presentó al público bonaerense en la escena del teatro Cómico el 28 del mismo mes de su llegada con Yo quiero, de Arniches, obra «llena de frescura espiritual, alegre y graciosa, sana, con mucho jugo, mucha vida y una gran animación», según palabras de Amelia Monti229.

Tanto la obra como su interpretación conquistaron el unánime y fervoroso aplauso del público, éxito que abrió, expedito, un camino de triunfos para autor y actores. Así, con tal seguridad, se deducía de cuanto dijeron los periódicos tras el estreno de Yo quiero. Por ejemplo, escribió M. L. F.: «[...] observador de las costumbres populares, que sabe reflejar en una pintura que agrada por su fresco color, el escritor alicantino, en los últimos años de su carrera de autor dramático, permanece fiel a su más preciada característica su raigambre profunda, españolista y clásica. En sus sainetes, en sus tragedias grotescas y en estas obras de los últimos tiempos de corte cómico-sentimental, figura indefectiblemente el pícaro peninsular, mezcla de bondad, de estoicismo y de sinvergüencería, gozoso incluso de su infortunio y de su suerte, que substancia y vitaliza cada una de sus piezas. Es, tal vez, el autor más representativo del alma popular española. Y, como nadie, recoge el pensamiento del pueblo en sus comedias, comentando con estilo inimitable sus esperanzas, sus ambiciones, sus miserias»230.

En virtud de un tan exacto como lúcido conocimiento de la obra y personalidad del insigne comediógrafo alicantino, era indudable que su. estancia en Hispanoamérica discurriría por sendas victoriosas. Y así realmente: «el autor más representativo del alma popular española» fue de triunfo en triunfo, aclamado por los fraternos pueblos de Argentina y Uruguay, identificados sin duda con ese genuino espíritu popular, racial, que refleja y singulariza en esencia el gran teatro arnichesco.

Desde el puerto de Marsella y a bordo del vapor Campana, Carlos Arniches y señora llegaron a la Dársena Norte del gran puerto de Buenos Aires cuando aún no había salido el sol del día 9 de enero de 1937. En el muelle les esperaban varias personalidades del teatro y del periodismo tanto argentino como español. Saludaron al matrimonio Arniches, entre otros, González Castillo, Malfatti, Llanderas, Ramos de Castro, Acevedo, Valeriano León, Aurora Redondo, María Luisa Rodríguez, Fernando Fresno, Rafaela Rodríguez, Herminia Mas, César Ratti, etc.231

Los periódicos acogieron la llegada del escritor alicantino con vivas muestras de admiración y afecto. Algunos le llamaban «el dios del sainete español», y otros le calificaban de «forjador del idioma y el creador de una manera de hablar». El cronista de Última Hora Ilustrada puso de relieve que «Arniches es aquí el autor español más conocido, más admirado, más querido. Su gracia le conquistó todo eso desde hace treinta años. Sus éxitos en el género chico español -donde siempre fue un dios- se repetían aquí con análoga o mayor intensidad que en España. No debe olvidarse que muchas veces se estrenaba al mismo tiempo en cuatro teatros porteños el último éxito que Arniches lograba en el Apolo de Madrid».

Contestando a la obligada pregunta, en aquel entonces trágico, sobre la situación de España, el autor de Yo quiero dijo así:

«-No, por favor... No me hagan hablar de España... Supongo que sea ésta la misma respuesta que hallen de los labios de todos los que salimos de allí... No, no... Política, no... Si la razón corresponde a los unos o a los otros, si es too aquello, por favor, no me interroguen... Como español que soy, como hermano de los hombres que luchan en los dos bandos, no puedo hablar... No puedo decirles más que lo que debemos decir todos los españoles: que acabe pronto la batalla, que termine cuanto antes la guerra para que España pueda proseguir su historia gloriosa.»



Tres días después de su llegada a Buenos Aires, el 12 de enero, la compañía de Aurora Redondo y Valeriano León rindió un homenaje al ilustre comediógrafo, representando, en el Cómico, la tragedia grotesca Es mi hombre, que su autor presenció, emocionado, desde el palco escénico. Al final del primer acto, acompañado por los principales actores de la citada compañía y por el sainetero argentino Alberto Vacarezza, Carlos Arniches apareció en escena ante la sala totalmente abarrotada de público, que le tributó una enorme ovación. Dijo un periodista testigo: «[...] un mismo sentimiento de respeto, de espontánea afectuosidad levantó al auditorio. Y así, de pie, como debe saludarse a la fama -y a los caballeros-, así el tableteo de las palmas continuó su repique por largos minutos. Bien podía decir en aquellos instantes el señor Arniches como Omar Khayyam: "¡Mira la rosa que a vuestra vera florece!". Porque en esa salutación era posible percibir el mismo perfume, semejante delicadeza, parecida emoción que la que puede brindar una flor bella, en ese afecto, esa ternura comprensiva y respetuosa que se le tributaba al huésped ilustre, al ingenio que deleitara con su obra a toda una generación»232.

Tras los aplausos de bienvenida, pronunció un breve discurso el comediógrafo Vacarezza y, acto seguido, «don Carlos Arniches se dirigió al público. Pidió disculpas, pues iba a leer su agradecimiento, pero afirmó que la emoción le impediría, de otra manera, expresar toda la verdad de su pensamiento. Así era, en efecto: la serena presencia del hombre robusto había sido traicionada por sus nervios, y las cuartillas vibraban en sus manos. Dijo que siempre había acariciado la idea de visitarnos, pero que hubiera deseado cumplir ese deseo en otras circunstancias. Quiero hablarles con toda sinceridad, agregó, pues así obliga el agasajo de ustedes y así se cumple con la propia dignidad. En un "gracias" repetido, afirmó Arniches encontrar la única forma adecuada para agradecer ese espontáneo, sincero y cariñoso recibimiento que se le tributaba»233.

Luego y después de hablar también Valeriano León, prosiguió la representación de Es mi hombre.

Finalmente y para formarnos una idea más cabal del significado y trascendencia de aquel homenaje, traigamos este anónimo, pero elocuentísimo texto de un periódico:

«Arniches, autor de un sinnúmero de piezas simples y profundas, ingeniosas y emotivas, es el autor español más arraigado en el alma de su nación, porque el autor de Es mi hombre no se ha preocupado de hacer vana literatura, ni paradojas sutiles, como tampoco juegos malabares con frases retóricas, para ir a la fuente misma del dolor y de la alegría del pueblo, de ese pueblo heroico de España, que, en la contienda, carga las armas de combate con balas y chascarrillos. Ese sentimiento colectivo de una multitud, volcado con fidelidad y amor en todas sus obras es el secreto de la simpatía que goza Arniches en su patria, y que no es admiración hacia el talento creador, ni respeto por el genio que se eleva ególatra sobre la propia multitud que lo aplaude, sino el cariño modesto, sumiso, de los españoles que tributan así el merecido homenaje al intérprete que lo comprende y que tan bien sabe expresar las costumbres populares y la fraseología del lugar, que anda de boca en boca, pero que necesita del corazón sensible que las acoja para expandirla y darle internacionalidad, sin que pierda el sabor de lo legítimo ni su neto nacionalismo. Y el alma de ese pueblo se escapó anteanoche para reencarnarse en el nuestro y tributar así un homenaje a su autor predilecto y significarle que la admiración le acompaña en esta embajada artística, para florecer en el aplauso, clamoroso y sincero, del público porteño»234.



Incorporado a la compañía Redondo-León en calidad de director artístico de su propia obra, Carlos Arniches es recibido entusiásticamente en Montevideo el 21 de enero, pocas jornadas después del fervoroso homenaje que le ofreció Buenos Aires. Aquí, en la capital uruguaya, se repitió el entusiasmo y la emoción. Fue en el teatro Dieciocho de julio. El escritor es acogido con muestras vivísimas de admiración y cariño por un numerosísimo público. Requerido por tan unánime aplauso, Arniches pronuncia, antes de empezar la representación inaugural de aquella gira, una oración de gracias y de dolor, también, al pensar en su lejana y ensangrentada patria. Con el alma emocionada, dijo así Carlos Arniches:

«Señoras y señores: Perdonadme que las breves palabras que voy a tener el honor de dirigiros las lea en lugar de improvisarlas. Y he aquí el motivo.

Desde que llegué a América, dejando allá, en la lejanía remota, a mi adorada patria, una honda y sincera emoción entorpece la espontaneidad de mis ideas, quitando a mis palabras su natural claridad expresiva.

Pensad que no es para menos. Cuando salí de mi pobre España, lacerada por todos los horrores de la guerra, la abandoné llorando; y lloré porque me dejaba en ella toda mi vida y todos los afectos más queridos y profundos del alma, para convertirme en un emigrante de la patria y de la felicidad familiar; emigrante de todos los bienes que la dignidad y el trabajo humano proporcionan al hombre; y teniendo que emprender mi peregrinación, dolorido y amargado por todas las inquietudes que ofrece una salida al campo de la aventura cuando ya no son muchas ni pujantes las energías que nos quedan. Comprended mi desaliento espiritual. Pero llegué a América, a la América del Sur, a nuestra querida América latina, donde a las coincidencias idiomáticas se unen las espirituales con tan alto y noble sentido, y al comprobar la hospitalidad y el afecto con que se me acogía, me sentí invadido por una gratitud tan emocionada y tan cordial que llegué a pensar que tenía aquí otra familia y otra patria, acogedora y generosa como ninguna y que hasta siente mi propio dolor; porque yo creo que el dolor español tiene en estos momentos un sentir unánime y compasivo en todo los corazones uruguayos.

Pensad todos en el drama de mi exilio, sin ser útil a mi patria por mis años provectos y teniendo, sin embargo, el íntimo dolor de mis apremios cotidianos; pensad en esto y comprenderéis mi gratitud y cómo han de emocionarme en estos instantes todas las expresiones de afecto, todas las palabras alentadoras y todas las manifestaciones de cordialidad, y así veréis que no puedo ser dueño de mi pensar, porque las lágrimas no sólo enturbian los ojos, sino también los pensamientos.

A estos queridos actores, un poco hijos de quien con ellos luchó; a estos queridos ahijados míos, Aurora Redondo y Valeriano León; así como a la ilustre actriz argentina Lola Membrives y a Juan Reforzo, mis amigos de siempre, debo el encontrarme entre vosotros y sentir, pisando la tierra de esta noble y generosa República Oriental, una honda emoción hispánica, que es el más noble consuelo de mis tristes horas de emigración y un estímulo -quizá el más fuerte- para seguir trabajando y luchando, no en busca de un porvenir -dichosa aspiración de juventud-, sino para hallarle un fin decoroso a mi vida, triste y única aspiración de una digna vejez.

Y poco más, señores; cúmpleme sólo pediros perdón por haberos defraudado quizás. Vosotros esperaríais una salutación más alegre de la musa regocijada de un sainetero, pero hoy esto no es posible.

Cuando los viejos tambores redoblan para llorar los duelos de la patria, aflojan sus cuerdas y suenan roncos; y también los alegres clarines apagan con las sordinas sus sones marciales; pues lo mismo hoy los alegres cascabeles del tirso de la comedia -para los autores españoles- se han desprendido de sus gránulos y se agitan, mudos y vacíos, en un silencio angustioso.

Por eso mis palabras no han podido ser alegres. ¿Qué se diría del hijo que ríe cuando la madre llora?

Permitidme, pues, que os pida en súplica fervorosa que disculpéis mi dolor; y, si quisierais acompañarlo con vuestro afecto, yo diría a mi patria afligida la unánime piedad de vuestros corazones para todas sus amarguras.

Y nada más. Recibid, puesto que sois una noble representación del pueblo uruguayo, el cálido homenaje de mi respeto»235.



Sobrecoge la honda y sincera y desgarrada tristeza de estas palabras, dichas con tanta autenticidad. Carlos Arniches, el escritor que, momentos después de dejar constancia estremecida de su dolorido sentir, despertó la carcajada con las andanzas de «Salivilla», de su Yo quiero, como hombre y hombre español lloraba su exilio y la tragedia que asolaba su patria. Por ello, su estancia en Hispanoamérica, aun con caracteres triunfales, fue en todo momento a modo de una densa y constante inquietud que le nubló cualquier brote de alegría. Las satisfacciones nacían amargas. Era imposible gozar, temiendo la suerte de sus hijos y de su patria. Así lo confiesa continua, reiteradamente: «De salud, bien. Sufriendo con la ausencia de hijos y nietos y todas las personas queridas, y confiando en poderlas ver de nuevo, si la suerte nos ayuda»236.

«Estamos muy tristes -dice a la misma destinataria- y muy solos, dos pobres viejos, a quienes el destino ha mandado a estas lejanas tierras; pero tenemos ánimos y aún conservamos los gratos recuerdos de una vida feliz que pasó»237.

A veces, la melancolía se tiñe de un cierto regusto sensual, como se observa en la carta del 10 de abril del mismo año. En ella, Arniches le dice a Juana que «no podemos olvidar aquellas sopas de ajo y aquellas tortillas, mejor dicho, aquellos huevos fritos con tomate y las magritas de jamón. ¡Qué tiempos aquéllos!».

Sobreviviendo en aquel trágico Madrid, Juana Navarro permanecía fiel al cariño que sentía por los ausentes. Sus noticias eran casi las únicas que recibía el matrimonio Arniches. Ella les informaba de sus familiares, amigos y hasta de la vida o la muerte en su alrededor, como cuando les confiesa: «Estoy escribiendo y no sé cómo lo estoy haciendo, porque nos están asando a cañonazos y cada dos minutos me tengo que levantar de la silla, asustada, y sin saber dónde meterme»238.

Por su parte, el matrimonio Arniches testimoniábale su gratitud, comunicándole que sus informaciones «son las únicas que nos sirven de lazo de unión con todo lo que por ahí nos queda». Y, ayudándole, le mandaba dineros «para que nunca te falten unas pesetas, con que puedas atender a la niña y a mi pobre hermana María, que, dila cuando la veas, que nunca la olvidamos y que, mientras podamos, no le faltará nada». Junto a la gratitud y el cariño, la terrible nostalgia: «Nos acordamos mucho de todo lo que pasó, del bien que perdimos, de aquellas horas felices que ahora, desde lejos, son para nosotros los dulces recuerdos de un bien querido; pero ¡qué le vamos a hacer! Si la suerte vuelve a juntarnos, que no tenemos otra ilusión, ése será el mejor premio al sacrificio que hemos hecho de alejarnos de todo lo que más queremos»239.

Si de la familia se ocupaba Juana Navarro, y lo hacía con la máxima solicitud -«siempre soy la misma (les dice en carta de 28 de marzo de 1937) y no puedo tan fácilmente olvidarme de quienes con tanto cariño me han tratado siempre y que ahora más que nunca es el momento de demostrarlo»-, don Eduardo Ayala quedó encargado de cobrar las liquidaciones de autor y de atender a otros asuntos oficiales ante el Montepío y Sociedad General de Autores.

También, desde París, las hermanas Rosario y Pilar Arniches giraban dineros a Juana para que ésta cuidara de los intereses de aquéllas en Madrid.

La gira teatral por Uruguay finalizó en marzo, regresando todos a Buenos Aires. El matrimonio Arniches se instaló en el Gran Hotel España, Avenida de Mayo, número 492, hasta marzo de 1938, que alquilaron un piso en la calle Diagonal Norte, número 868, 4.º

En las habitaciones que ocupaban en el Gran Hotel España, terminó Carlos Arniches la famosa comedia El padre Pitillo, que, como dijimos, fue escrita en su mayor parte durante la estancia del escritor en la alicantina playa de San Juan. La obra la estrenó la compañía de Aurora Redondo y Valeriano León, para quienes fue escrita, en el teatro Cómico bonaerense el 9 de abril de 1937.

Al día siguiente del estreno, el celebrado comediógrafo comunica a Juana Navarro el acontecimiento con estas sencillas palabras: «Anoche estrené una obra en el teatro Cómico con gran éxito. Te mandaremos recortes de prensa para que los leas, si los recibes, que puede que sí». Y doña Pilar, su esposa, informa -17 del mismo mes- a la citada Juana: «No sé si sabrá que se estrenó la obra y tuvo un gran éxito. Y sigue trabajando con otras obras; no hay que descuidarse para seguir ganándose la vida».

El estreno de El Padre Pitillo supuso un acontecimiento de verdadera trascendencia artística. A la primera representación asistieron destacadas personalidades argentinas, entre ellas, el doctor julio A. Roca, entonces vicepresidente de la República. La comedia gustó de tal modo, que el 21 de septiembre de aquel año alcanzaba su trescientas representación, «primera vez, entre nosotros, que una pieza española en tres actos, interpretada por actores peninsulares, se mantiene en el cartel tan lisonjeramente, favorecida por la cordial acogida del público»240.

El mismo Arniches, tan parco siempre en informar de lo suyo, se expresa ahora así en carta a Juana Navarro, de 24 de abril: «Las cosas nuestras, gracias a Dios, marchan bien y creemos que podremos ocupar aquí la posición que siempre tuvimos , aunque con la modestia que los medios actuales nos permitan. El éxito de mi última comedia, El Padre Pitillo, ha sido grande; desde luego, el más grande de esta temporada en Buenos Aires, donde hay dieciocho o veinte teatros y ciento y pico de cines».

Mientras tanto, en la sala Rialto, de Madrid, se estrenaba -julio del mismo año 1937- la película Centinela alerta, realizada sobre un tema arnichesco. Acerca del éxito que logró, bástenos leer lo que Juana Navarro dice a Carlos Arniches: «La película ha entrado en la cuarta semana, con ésta; ya se ve el éxito; yo he querido verla, y no he podido encontrar localidades, que los domingos, desde por la mañana se agotan y, eso que es en Rialto, que no sé como se atreven a ir allí, porque los obuses tienen toda esa parte deshecha y además es un peligro grande transitar por allí, porque no se puede ir con tranquilidad, pero la gente no mira nada y va a donde hay una cosa que les gusta. Eduardo me dijo que había reclamado lo que le deben de ella, pero que le habían contestado con una evasiva»241.

Aquel mismo mes de agosto, Centinela alerta, con otra también de Arniches, fue proyectada en las pantallas bonaerenses.

El 29 de noviembre de 1937, termina, en el Cómico de Buenos Aires, la ininterrumpida y triunfal temporada de la compañía Redondo-León con El Padre Pitillo. La función número cuatrocientas de esta obra -el 12 del mencionado mes- fue hecha a beneficio de Valeriano León, que, en aquella velada, estrenó el entremés El ateo penitente, que Arniches escribió expresamente para aquella solemnidad.

El 6 de diciembre, con la primera actuación en La Plata, inicia la compañía española, con el matrimonio Arniches, una nueva gira teatral, que se desarrolló como sigue: Diciembre: del 6 al 8, en La Plata; el 10, en el teatro Municipal de Santa Fe, hasta el 15; el 16, en el teatro Odeón, de Rosario, y, de allí, al teatro Rivera Indarte, de Córdoba, donde finalizaron el 11 de enero de 1938. Después de unos días de descanso en Buenos Aires, marcharon a Montevideo, donde debutaron el 14 del citado mes de enero. Durante el mes de febrero no actuaron, y el 4 de marzo abren nueva temporada en el Cómico, de Buenos Aires, con Angelina o El honor de un brigadier, de Enrique Jardiel Poncela.

Relatando estos viajes, escribe Arniches: «Estamos ya en plena gira por las ciudades de esta República, y en pleno verano, además ayer llegamos a esta ciudad (se refiere a Rosario), que es grande y hermosa, debutó la compañía y tuvo gran éxito. Mucha gente y muchos aplausos. Hoy he ido yo a dar una conferencia por radio y he vuelto a casa a las tres de la tarde, empapado en sudor, que me caía a chorros por la frente. El calor aquí es insoportable. No se tiene idea por ahí de cómo se estila en estas tierras cuando aprieta. Pero, en fin, lo vamos pasando con alegría, resignación y, gracias a nuestra suerte, con salud, porque pensamos que así es la única manera que podemos ayudar a nuestros hijos». Más adelante se queja de los caminos y del silencio de los suyos: «Aquí estamos sin noticias de nadie. Las chicas, que no acaban de conocer nuestras inquietudes, se descuidan en escribir, y resulta que v amos rodando por estos polvorientos y horribles caminos de la Pampa sin tener noticias de nadie, pero de nadie»242.

El día último del año 1937, Arniches vuelve a escribir acerca de aquel viaje: «La gira por estos pueblos del interior de la Argentina, mediana de resultados. Ni hay afición al teatro, ni les importa nada que sea cultura ni arte. De América, Buenos Aires y nada más. Ahora veremos la República del Uruguay cómo se porta»243.

El matrimonio Arniches no pudo continuar aquella vida nómada con la compañía. Cansados, regresaron a Buenos Aires. El 5 de febrero de 1938, dice doña Pilar Moltó de Arniches a Juana Navarro: «Nosotros estamos aquí hace ya quince días, pues nos cansamos y nos vinimos antes que terminara la actuación de la Cía.»

Por aquel entonces, además, a Carlos Arniches le hacía falta tiempo y tranquilidad para retocar y poner a punto su nueva obra El tío Miseria, estrenada por Valeriano León en el Cómico el 18 de mayo de aquel año con éxito parejo al de El Padre Pitillo. Así lo manifiesta la esposa del escritor, según carta de 4 de junio: «[...] el resultado de la última obra estrenada por Vale fue grandísimo y ha ido en creciente, pues cada día es más celebrada y reída. Es una obra pintoresca, animada, graciosa e interesante y con un fin profundo, como todas».

Según dijimos, en marzo de este año, el matrimonio Arniches dejó el Gran Hotel España para instalarse en el cuarto piso de la casa número 868 de la calle Diagonal Norte. Apartamento amueblado.

Al objeto de estar mejor atendidos, consiguieron los servicios de una muchacha española, residente hacía ya bastante tiempo en Argentina, que, aunque sabía guisar, dice doña Pilar Moltó en carta del 30 de abril, «es muy desigual, y unas veces comemos estupendamente y otras mal, pero siempre nos parece demasiado, pensando en nuestros pobres hijos y en todos ustedes, y, a veces, al empezar a comer y acordarnos, se nos quitan las ganas y nos dan remordimientos de no poder compartir las privaciones con ellos».

Empero los rotundos éxitos teatrales y el creciente bienestar económico, la amargura de la separación y de la distancia, la soledad y la carencia de noticias, todo ello contribuyó a que la vida en Buenos Aires se les hiciera más penosa, por lo que, en muchas cartas usan el término «destierro» para calificar su estancia en tierras americanas. Otras veces, la tristeza y el malhumor se manifiestan en los juicios que les merece la sociedad bonaerense: «Aquí -dice Carlos Arniches, en carta de marzo de 1938- nunca sabes lo que van a ser las cosas hasta que han sido. Todo es incierto e inestable. Te ofrecen una amistad entrañable y, a los dos días, no vuelves a ver más a la persona que te la ofreció. Y todo lo mismo. Así que en nada se puede confiar. Trabajar y seguir adelante siempre sin hacer caso de nada». El origen de este pesimismo no era otro que la soledad y la profunda inquietud de sus almas doloridas.

Medida saludable fue la de pasar las Navidades de 1938 en París con sus hijas Rosario y Pilar. A tal fin, salieron de Buenos Aires el 25 de noviembre. Gozando de familia, el matrimonio Arniches vio transcurrir los meses de diciembre de 1938 y enero de 1939. Abandonaron Francia el 19 de febrero y embarcaron rumbo a Argentina a bordo del vapor Cabo Norte. A su regreso, volvieron a tomar habitaciones en el Gran Hotel España.

Por este tiempo, la salud del ilustre comediógrafo alicantino empezó a resquebrajarse, precisamente del mismo órgano que fue operado por el doctor Peña en Madrid el 1 de abril de 1935. A los pocos días de regresar de París -exactamente el 17 de marzo-, el escritor tuvo que guardar cama. El 19 de abril, la esposa del escritor dice a Juana Navarro que su marido «se levanta hace más de una semana y sale a paseo hace cuatro días y mejora de estado general, pero de lo que dio lugar a la sonda, todavía anda igual, aunque esperamos que se restablezca». Y añade que encargaron a su hijo Fernando, en Madrid, «se lo dijera a su médico para ver qué le aconsejaba, pues, desde que le operó, no había tenido ningún otro tropiezo como éste». Días más tarde -el 26 de dicho mes- vuelve a escribir doña Pilar: «Carlos sigue mejor de estado general, pero de la enfermedad no adelanta nada, pues precisa la sonda casi siempre permanente, porque no se restablece la función, y, cuando no, hay que sondarle. Estamos aburridos por esto y sólo hemos podido salir unos cuantos días en coche, a las horas de sol, aprovechando el tiempo que ha hecho hermoso».

En España, la guerra había terminado, y, en Argentina, Carlos Arniches y Pilar Moltó ansiaban con toda el alma regresar a la patria y abrazar entrañablemente a los suyos. El anhelo se oscurecía de inquietud al tener conocimiento de la anómala y peligrosa situación en que se hallaba su hijo Fernando.

La enfermedad del escritor impidió el inmediato regreso. Esa dolorida impaciencia se refleja en las cartas de aquellos días. Dice doña Pilar el 24 de mayo, refiriéndose a la situación de Fernando: «A Carlos no quise decirle nada hasta hoy, pues aquel día estaba en la clínica sometiéndose a las pruebas preparatorias para la operación que parece inminente, pues no adelanta nada en su enfermedad y, en estas circunstancias, tampoco está para ponerse en camino, como tanto les extraña no hayamos hecho. ¡Como si nadie fuera capaz de creer que no estamos ansiando irnos a ver a nuestro hijo del alma, que es nuestra mayor preocupación en estos momentos».

Y el escritor, enfermo y angustiado, escribe: «Yo sigo mediano. Pedirle a Dios que me devuelva pronto la salud para bien de todos». Después de consultar a varios médicos y verificar las oportunas pruebas, se decide la operación, y el hombre Carlos Arniches se siente generacional y tradicionalmente alicantino. Acude al santo Patrono de su ciudad nativa. Y escribe: «A mi hermana María, miles de abrazos y que rece a San Nicolás, patrón de nuestra casa para que me devuelva la salud y podamos volver pronto a ésa».

La intervención quirúrgica se realizó el 20 del mes de junio «con toda felicidad -escribe doña Pilar con fecha 28 de dicho mes- y sin presentarse complicación ninguna hasta ahora (gr. a D.). Sólo esperamos la completa reposición para emprender nuestro regreso, que tanto deseamos».

Restablecido totalmente, Carlos Arniches abandonó la clínica a mediados de julio.

Y ya sólo se pensó en el viaje de vuelta a España, al mismo tiempo que las hijas Rosario y Pilar, desde París, preparaban su viaje hacia Méjico.

En agosto, Carlos Arniches confía poder salir de Buenos Aires, rumbo a la patria, cualquier día de septiembre. Mas, el 21 de octubre, todavía en la capital argentina, expresa su esperanza de emprender la marcha en noviembre: «Si Dios quiere -dice-, el mes que viene en un barco italiano pensamos salir de aquí. ¡Ya es hora! Tres años de ausencia, de soledad y de amarguras continuadas! Si Dios nos permite llegar a casa, ¡cuántas cosas hemos de contar!».

No en noviembre, sino en diciembre y en su día 14, salió de Buenos Aires el barco italiano, en el que regresaron a España Carlos Arniches y señora en enero de 1940.

El «destierro penoso» había dado fin.




ArribaAbajo- XXXI -

Las últimas obras


Quinientas treinta y siete representaciones consecutivas, a partir de su estreno absoluto el 9 de abril de 1937, alcanzó, en el teatro Cómico, de Buenos Aires, la Comedia arnichesca El Padre Pitillo, cuya figura central fue magistralmente encarnada por el inolvidable Valeriano León, para quien ciertamente fue escrita. El éxito tuvo caracteres tan rotundos y populares que fue necesario radiar la comedia para que fuera conocida por todos, incluso por las religiosas de clausura, que solicitaron y consiguieron la debida autorización para ello.

La clave de tal triunfo no es otra que la ya sabida y profunda humanidad que late y vitaliza toda la obra arnichesca, junto al donaire gracioso del diálogo y la asombrosa maestría en la técnica teatral.

La anécdota de El Padre Pitillo, sencilla, nos recuerda a la de La sobrina del cura: un buen párroco se ve obligado a hacer frente a la colectiva murmuración del beaterío pueblerino, erigiéndose en defensor de una muchacha, vilmente abandonada por su seductor, un señorito sin conciencia. El cura es la voz justiciera, pero la calumnia y la torpe maledicencia consiguen que el obispo exonere al buen clérigo, le destierre y retire las licencias. Don Froilán, que éste es el nombre del ex párroco, lo soporta todo con resignación íntima, espiritual alegría, porque sabe que está en la verdad. Al fin, cuando ya se disponía a salir del pueblo, el seductor confiesa su culpabilidad, sus padres piden perdón, el pueblo aclama a su párroco y el obispo restituye a don Froilán cargo y licencias. Triunfa la verdad, el bien y la justicia. El cura, tanto en la desgracia como en la victoria, se mantiene dentro de su humanísima sencillez: «Yo, para vosotros, quiero ser siempre el "Padre Pitillo". Ya veis: una cosa liviana, menuda, breve, que arde, que se consume en humo sutil, azul, que va siempre hacia arriba, camino del cielo. Ya veis: pitillo, una cosa tan pequeñita [...], ¡y qué destino tan alto!» (Act. III; esc. XV.)

Junto a la expresiva naturalidad de este personaje, resalta el realismo picaresco-rural de otros excelentes tipos -Alejo, Tobías, Rufo...- y la perfecta observación del peculiar «clima» social y psicológico de las murmuradoras y oscuras beatas aldeanas. En este sentido, es ejemplar toda la escena VIII del acto II, en la que la estampa realista se deforma dramática y sugestivamente en un extraordinario retablo grotesco.

Sobre lo dicho, esta obra, teatralmente hablando, presenta un primer acto logradísimo, nacido de la más genuina y brillante tradición sainetesca del ilustre alicantino.

Volviendo al personaje que da vida a la comedia sainetesca-melodramática, digamos que don Froilán aparece trazado con toda la carga de humanidad y bondad, base de su fortaleza de ánimo, al que no le arredra «ni el caciquismo, ni la influencia, ni el dinero, ni el temor a discrepar de su opinión, ni los gritos de las devotas... Que a los altos que desobedezcan la ley de Dios y a los bajos que brutalmente la escarnecen, les haré cumplir con su deber». Y ello, como consecuencia lógica de la naturaleza sacerdotal: «Sacerdote es el que no tiene más ley que la ley de Dios..., y, dentro de ella, ¡tos iguales! ¡Los que visten sedas y los que llevan andrajos!» (Act. II; esc. VII y Act. III; esc. IV, respectivamente.)

Al día siguiente de su estreno, el diario bonaerense La Nación destacaba que esta obra es muy meritoria «por la habilidad con que está compuesta, por su diálogo muy vivo, a veces muy gracioso y noble por momentos y, sobre todo, por una suave y simple poesía popular que envuelve a las figuras central es».

Comentando la primera representación de esta comedia en Barcelona, Ángel Zúñiga afirmó la auténtica raíz arnichesca de la obra, en la que resplandece toda la personalidad artística de su autor: «Posee -dice- el mismo ingenio de ayer para construir la comedia; para hacer viva la trama con la inclusión de tipos pintorescos; para provocar la risa con el chiste oportuno, la alusión inspirada, no encajada a viva fuerza como en el género es, casi siempre, costumbre, sino traída mansa, fluidamente. Y el protagonista -el Padre Pitillo- puede ponerse al lado de las buenas figuras de este autor, sin que el retrato desmejore con la vecindad. En él, en su lucha con la injusticia, en su breve, sencilla humanidad está cuanto hizo célebre la vena del ilustre sainetero. No se pretende renovar nada; esto es cierto. Pero es que Arniches ya cumplió en su tiempo esa misión. Ahora sólo está para que veamos en qué forma y manera ha entrado en la historia de la escena española»244.

Aunque, como estreno en España, se ha venido considerando por algunos la representación verificada en el teatro Alcázar, de Madrid, el 26 de abril de 1946, patrocinada por la Asociación de la Prensa y representada por sus más geniales intérpretes -Aurora Redondo y Valeriano León-, lo cierto es que la primera escenificación en nuestra patria de El Padre Pitillo es la que celebraron los citados actores en el madrileño teatro Lara el 6 de octubre de 1939, presentación que, por circunstancias del momento, no fue bien acogida oficialmente, causa de su retirada inmediata del cartel. Muy expresiva es, al respecto, la crítica reprobatoria de Luis Araújo-Costa: «Por desgracia, se ha inspirado ahora Arniches en ciertas corrientes turbias de romanticismo trasnochado. Es muy difícil sacar al teatro y llevar a la novela figuras de sacerdotes sin conocer previamente la teología, la filosofía, la liturgia, la moral, el derecho canónico, la disciplina eclesiástica [...]»245.

Huelga cualquier comentario a tal censura.

Sobre un tema conocido y clásico -el del avaro-, Carlos Arniches escribió durante su estancia en Argentina la comedia El tío Miseria, a instancias de Valeriano León: «Yo quería hacer -declaró éste- un avaro. Una españolada rural y no andaluza. Una españolada en Castilla, con procesión y sangre y hombría. He aquí El tío Miseria»246.

La comedia fue estrenada por la compañía del mencionado gran actor el 18 de mayo de 1938 en el teatro Cómico, de Buenos Aires, y representada por vez primera en España, a cargo de los mismos intérpretes, el 15 de diciembre de 1940 en el teatro Barcelona, de la capital catalana. Su reestreno en Madrid -teatro Alcázar- lo ejecutó la misma compañía el 3 de abril de 1946.

Esta gran comedia responde en un todo perfecto a la concepción arnichesca del melodrama, resultado de una justa y ponderada aleación de la risa y el llanto, oleadas que surgen de un fondo vivo y estremecido de humanidad. La pieza conmueve des de el principio al fin. Todos sus tipos -incluidos el del avaro y el del matón- participan en mayor o menor grado de ese fondo de experiencia vital y de esa filosofía de la conducta que nutre toda la producción del insigne comediógrafo. Todo tiende al triunfo del amor. No hay mayor bien que el del cariño. Tal es la tesis de la comedia.

Junto al magnífico trazado psicológico del avaro, Arniches presenta con insuperable maestría técnica y riqueza de observación una estupenda, veraz y ágil estampa del vivir pueblerino, algunas de cuyas escenas -recuérdese, verbi gracia, la quinta del acto primero pueden pasar a-la más exigente antología. Y todo cuanto en la obra hay de caricaturesco o de grotesco brota necesaria y naturalmente ese fondo caudaloso de humanidad que inmortaliza la sin par obra de nuestro escritor.

La tragicomedia El hombrecillo, ofrendada por su autor a su primer nieto Eduardo Ugarte Arniches, se estrenó en el teatro Barcelona, de la ciudad Condal, el 10 de diciembre de 1941. La representación corrió a cargo del elenco de Aurora Redondo y Valeriano León, para quienes sin duda fue escrita la pieza.

Esta tragicomedia implica dos evidentes situaciones dramáticas la personal del protagonista -hombre jorobado, un tanto repulsivo, sumido en el desprecio de los demás, todo lo cual contribuye a que sienta el peso de su desgracia, sobre todo cuan do comprueba el desamor femenino- y la social del campesinado y la honda y muda de la tierra, estéril, si no se la cuida con permanente y esforzada voluntad.

Al lado del personaje central se mueven otros de indudable importancia dramática: el tío Modorro, perezoso y frescales; don Onofre, oscura voz de nefastos presagios; la tía Barullo, cuya ternura se conjuga con la destemplanza; Malena, muchacha que se abisma en el dolor por ingenuidad; los hermanos de Sindo, típicos señoritos de aldea; el padre, imagen del sacrificio; la dureza de don Elías... Incluso el ambiente rural adquiere categoría de personaje, dentro del marco dramático de la obra.

La tragicomedia, que finaliza con la victoria del bien y del trabajo, el arrepentimiento de Malena, y la profunda alegría de Sindo, tuvo que ser rectificada por su autor mientras se verificaban las primeras representaciones. Así lo prueban algunas cartas que Arniches dirigió a León. Por ejemplo, con fecha 17 de diciembre, le escribe: «Cuanto en ella me dices me parece de perlas. Haré en seguida una escena preliminar para que la vuestra, que, a mi juicio, es de las menos malas de la obra, sea oída con atención y pueda el público apreciar vuestro enorme trabajo [...]». Y días más tarde -el 23 del mismo mes- agregaba: «Te incluyo, hechos, los arreglos que me indicas. Primero, una escena que acabo de hacer para empezar la obra y que tú reclamabas acertadamente para no tener que levantar el telón con la escena vuestra, de Aurora y tuya... Segundo, te envío, hecha, la escena del padre y la chica, cuando él se va tras la "Mica" y el "Modorro" por el dinero que les acaba de dar el padre. Creo que encaja mejor y se consigue el efecto de diferenciar las dos apariciones de la "Malena" en los actos segundo y tercero».

Comentando la obra, escribió Alfredo Marqueríe: «La escena entre Sindo y Malena, al comienzo de la obra, tiene el encanto de una pastoral y el vigor y la fuerza humanos de un estupendo arranque dramático. Y el instante en que el corcovado se lanza rabiosamente contra su sombra grotesca, reflejada en la tapia, alcanza la intensidad altísima de la mejor tragedia. La invención teatral de Sindo no es una variante caprichosa y arbitraria de un artificioso Rigoletto. Sindo es un Esopo que, en lugar de hacer literatura, supera su defecto físico agigantando el esfuerzo de su voluntad al servicio del amor»247.

El 10 de julio de 1942 y en el teatro Gayarre, de Pamplona, la compañía titular del Infanta Isabel, de Madrid, estrenó la farsa Ya conoces a Paquita, juego escénico, en el que su autor, Carlos Arniches, sólo pretendió hacer una pieza distraída y brindar una lección de convivencia, tanto para el marido celoso como para la esposa un tanto casquivana. La farsa tiene su moraleja, puesta en boca de la mujer: «Prefiero seguir siendo como soy, alegre y clara, y que cuando tú digas a alguien: "Ya conoces a Paquita", no puedan pensar en silencio, maliciosamente: "El que no la conoces eres tú"». (Act. III; esc. IX.)

La obra es intrascendente. Su enredo carece de hondura. Es una simple farsa de gracioso entretenimiento. Comentando el estreno, dijo el crítico de El Pensamiento Navarro, de Pamplona:

«Hay un momento en que Arniches, el autor astuto y de finísimo olfato teatral, ha encontrado la escena en que su talento indiscutible percibe como emocional: el "dúo" de Paquita y Prudencio. Es el único instante en que Arniches logra arañar la sensibilidad del espectador.

Pero entran otros personajes: la emoción se desvirtúa, el diálogo se alarga [...]».



Aunque representada por vez primera en España el 10 de noviembre de 1943 -año del fallecimiento de su ilustre autor-, La fiera dormida, que tan magistralmente interpretó Társila Criado, se estrenó en el Cómico bonaerense en la segunda quincena de marzo de 1938 con escaso éxito, ya que apenas si se mantuvo un mes en el cartel.

La pieza, que Arniches denominó «comedia de amor, dolor y alegría», participa tanto de la naturaleza de la comedia en sentido estricto como del sainete y del melodrama. En realidad, conforman su estructura todos estos elementos arnichescos; pero el predominante, a nuestro criterio, es el melodramático. Y al igual que en todas las demás obras de este talante, el dolor se resuelve en una mayor alegría y el mal da origen a un caudal de bondades. La obra gira en torno a una gran enseñanza moral y la anécdota demuestra que «ser bueno es el mejor negocio de la vida» (Act. III; esc. XIII.)

Cuando finalizó la representación de esta comedia en el Alcázar, una corona de laurel con crespones negros, sola en el escenario, recibió el aplauso emocionado y unánime de los espectadores.

El 27 de octubre de 1943, Aurora Redondo y Valeriano León escenificaron con el máximo acierto otra obra escrita para ellos por Carlos Arniches. Era la última que trazó su pluma. La tituló Don Verdades y «puso la palabra fin a esa comedia -declaró Valeriano León- precisamente el día antes de su muerte. No se me olvidará nunca la lectura hecha por su viuda en medio de un silencio impresionante, de una emoción y de una tristeza que a todos nos envolvían»248.

Esta tragicomedia, basada en un asunto de la escritora «Blancaflor», es una página de la vida real, teatralmente resuelta. Lo trágico con fuerte dosis de grotesco se personifica en una existencia tejida de contradicción: de una parte, el arraigadísimo sentimiento de fidelidad a lo verdadero; de otra, la concesión inevitable a la mentira por un humano afán de vana justificación y autoengaño. La tragedia de Paulino -«Don Verdades»- radica en la imposibilidad de que su amor no declarado sea correspondido, y, en cambio, ha de aceptar el que él no corresponde. El primer aspecto de esta íntima y agónica oposición se refleja en las palabras que cierran el segundo acto, proferidas por Paulino al ver, desesperado, cómo Rosita va a contraer matrimonio con el joven al que ama: «¡No, no vale pelear, Paulino! ¡Me arrastra la vida! ¡He caído sin remedio en esa perdición asquerosa de la mentira!... Porque es mentira, es mentira todo! ¡Todo lo que pienso!... ¡Todo lo que digo! ¡Todo!... ¡No quiero que se vaya!... ¡Si no quiero que se la lleven!... ¡No quiero! ¡Porque tengo en el alma un ansia que me devora, que me despedaza y que me matará sin remedio! ¡Si es...! (Era furiosa exaltación.) ¡Mentira lo que hago, mentira lo que digo, mentira todo, todo! ¿Y a mí me llaman Don Verdades?... ¡Yo Don Verdades! ¡Y no he dicho que la quiero!... ¿Yo Don Verdades y he dicho que se la lleven? ¡Yo Don Verdades! ¡No!...».

El otro lado trágico aparece al término del tercer acto y de la obra, después que Paulino ha decidido casarse sin amor con Balbina, con cuyo acto, su vida se despliega entre dos mentiras: la de su amor oculto a Rosita y la de su desamor en el matrimonio que realiza. Vida real y amarga. Contradicción de nuestro existir. Así escribió Arniches las últimas y tristes palabras, reflejo de la humana existencia y eco de la desolación que habitaba en su alma.

«Ésa ha sido siempre -digamos con Miguel Ródenas- la gran habilidad del sainetero no hace mucho tiempo fallecido: la creación de tipos dotados de humano calor, con nervios y sangre, llevando aupadas sobre el espíritu esas pequeñas tragedias de la vida vulgar que dan como cosecha lágrimas, amores, penas, alegrías y gracejo: humanidad en suma»249.

Aquí acaba el teatro que escribió Carlos Arniches Barrera, que, como justamente afirmó Alfredo Marqueríe, ha «entrado en esa zona serena y permanente que constituye un nuevo clasicismo escénico. Sólo nos compete admirar y aplaudir y desear que las nuevas generaciones de autores sean tan fieles a la honradez de la labor escénica, a la creación de los géneros, como lo fue el genial inventor de la tragicomedia moderna, el padre de tantas y tantas criaturas de ficción que con la fama cantan su nombre, pregoneras»250.




ArribaAbajo- XXXII -

La muerte


Con el fallecimiento, en Méjico, de su hija Rosario, casada con José Bergamín, ocurrido el 22 de febrero de 1943, se quiebra mortalmente la existencia del insigne comediógrafo alicantino. La ausencia, primero, tan dilatada; la trágica noticia, después, hirieron hasta lo más profundo el corazón dolorido del padre amantísimo, del hombre que vivía casi totalmente entregado al cariño de sus hijos. Evocando aquellos días amargos y la nobilísima figura del padre, su hija Pilar, hoy, señora viuda de Ugarte, me escribe lo que sigue: «Este dolor fue, sin duda alguna, el que le provocó la muerte. Mi padre solía decir siempre: "Yo sería capaz de soportar todo en la vida la ingratitud, el desengaño, los ataques de la opinión pública, la calumnia, todo. Todo menos la muerte de un hijo mío". Y así fue. Mi padre, fiel a los sentimientos de su alma, perdió la vida por el dolor de la vida truncada de s u primera hija muerta».

Aquel infinito y radical dolor de toda su vida de padre se refleja con patética evidencia en la carta que, con fecha 27 de marzo, escribió a su hija Pilar, y cuyo texto dice así:

«Adorada hija Pilar (ya supondrás este singular, con qué desgarradora tristeza lo escribo) : El día que recibimos -a la una de la madrugada- el primer radio de Eduardo, avance fatídico de una catástrofe inevitable, se nos desgarró el alma. Luego, el otro radio; luego, a nuestras preguntas, el silencio, y, por fin, un radio de Santiago de Chile de Juan Ignacio Luca de Tena, dándonos el pésame. Esto fue todo. Desde ese día, vivimos porque Dios quiere. Ni hay para nosotros consuelo ni resignación; hay esa conformidad cristiana, que es la única reacción ante lo inevitable. Y, luego, este laconismo de los radios y el silencio de la enorme distancia, agravado por la anormalidad de los correos. Aún no sabemos qué día murió nuestra hijita inolvidable, ¡ni cómo ni cuáles fueron sus sufrimientos! Todo son conjeturas tan amargas como pueda ser la realidad misma. Suponemos tu enorme sufrimiento, la desolación de todos, de la tía Mercedes, de los niños, de Pepe, de Eduardo... Os hemos acompañado en todas las horas de nuestro vivido dolor con una pena y una amargura imponderable. Nos conocéis, ¿qué deciros? Mamá y yo y los hermanos sufrimos la crueldad de esta ausencia impensada y trágica.

Ansiamos que nos lo cuentes todo; que nos hables de los niños, para los cuales nos hallamos dispuestos a los máximos sacrificios. Si no fuera por la guerra, ya estaríamos en México. Pero como esto no es posible, por ahora, te pedimos una carta larga con cuanto creas que necesitamos saber.

Entre nuestras amistades, el dolor ha sido enorme y sincero. Todo el mundo nos ha compadecido y nos ha acompañado en este trance tan amargo de nuestra vida. Del último retrato que nos mandó hemos hecho muchas copias para los hermanos, para los verdaderos amigos y toda nuestra casa está llena de ellos, con flores y besos. ¿Cómo olvidarla?... ¡Lo que habrás sufrido tú con la ausencia de la compañerita y hermana inseparable!...

No quiero, hija mía del alma, afligirte más. Y sentimos todos un ansia infinita de veros y abrazaros a todos. ¡Veremos lo que Dios quiere!

Esta carta, no por su doloroso contenido, sino para procurar la más cierta rapidez en que llegue a vuestras manos, la confiamos a un señor amigo que la va a llevar a Portugal y depositarla allí en el Cliper.

Siento tener que empañar el intenso dolor de esta carta con una nota de amargura -no de queja-. ¿Por qué Pepe no nos ha dicho, aunque hubiera sido de un modo indirecto, ni una sola palabra del triste vacío en que ha dejado su hogar una hija nuestra, madre de sus hijos y que tanto le ha querido? Toda su familia ha estado a vernos con muestra de profundo pesar.

Dile a Eduardo que cuando se serene mi espíritu y pueda ocuparme del trabajo, le escribiré, enviándole mis últimas comedias y cuanto desee, todo en provecho de mis adorados nietitos y de todos vosotros.

Y nada más, Pilarcita de mi vida, hija querida, nuestros corazones están contigo. Deja unas flores nuestras sobre la tierra santa en que reposa nuestra Rosarito inolvidable y recibid todos, niños y mayores, los besos más puros de nuestro imborrable dolor».



Los días de Carlos Arniches estaban contados. Recluido en su triste hogar, el escritor trazó las últimas escenas de su comedia Don Verdades, obra que terminó exactamente el 15 de abril. Tres días antes redactó la última carta de su vida. Está dirigida a su hija Pilar y, entre otras cosas, dice: «Con ésta son cuatro las cartas que por distintos conductos os hemos escrito desde la terrible desgracia que nos ha afligido para siempre; pero ésta tenemos la esperanza de que llegue, porque la confiamos a unas personas cariñosas y amables que la dejarán en vuestras manos. En todas os decimos aproximadamente lo mismo: que deseamos detalles de la enfermedad de nuestra inolvidable Rosario, de la fecha de su muerte, que ni aun en los recordatorios hemos podido ponerla; del estado de los niños, de quién se ha quedado con ellos y los pormenores de todos los sufrimientos que tan amarga y dolorosamente habréis pasado, especialmente tú y la tía Mercedes. No necesito deciros la desolación de esta casa, donde acabó para siempre la alegría. Toda ella está llena de retratos de aquella hija adorada, que nos parece un sueño que haya desaparecido del mundo. En fin, suplicamos noticias de todo y de todos. Tú, que te figurarás cómo las deseamos, nos las darás cuando puedas con la extensión que apetecemos»..

Según hemos dicho, el día 15 de abril trabajó normalmente y consignó la palabra «telón» al término de Don Verdades. A la hora de costumbre se acostó sin ningún síntoma que presagiara el fatal des enlace que habría de producirse inminentemente, y cuyos detalles nos los ha revelado doña Juana Navarro, testigo presencial. Ocurrió así: alrededor de las cinco de la madrugada del día 16, suena el timbre de la habitación de Carlos Arniches. Juana acude a la llamada, pues doña Pilar, esposa del escritor, hallábase algo enferma. La fiel sirvienta contempla al comediógrafo sentado sobre el lecho y con las facciones descompuestas. Conmocionada, solicita la urgente presencia del médico don Eusebio Oliver Pascual, cuyo diagnóstico fue terminante: angina de pecho. Doña Pilar avisa con trágica premura a sus hijos, pero antes de que llegaran fallece Carlos Arniches Barrera en brazos de su esposa y después de pronunciar estas últimas palabras: «Pilar, me muero; dame un beso; me muero». Con el doctor Oliver Pascual y la señora del ilustre escritor, hallábanse presentes en el momento del óbito Juana Navarro y la cocinera Ángeles Lázaro. Eran exactamente las seis de la mañana del viernes día 16 de abril de 1943. Según el certificado de defunción, Arniches murió a consecuencia de angor péctoris y arterioesclerosis.

En la capilla ardiente, instalada en el domicilio del finado, calle de Montesquinza, número 14, velaron el cadáver durante toda la noche del 16 al 17, con los familiares, Aurora Redondo, Valeriano León, Celia Gámez y otros artistas.

A las pocas horas del fallecimiento, el director de la Sociedad de Autores, don Francisco Serrano Anguita, envió al alcalde de Alicante, don Román Bono Marín, el siguiente telegrama: «Ante fallecimiento insigne autor alicantino Carlos Arniches, acaecido hoy, la Sociedad Autores, consternada por dolorosa pérdida, expresa su pésame a ciudad Alicante. Entierro verificaráse once mañana, sábado. Notificámosle por si desean enviar representante. Saludos, Serrano Anguita, director general».

El alcalde alicantino contestó con otro telegrama, manifestando su dolor y anunciando que la ciudad nativa de tan preclaro escritor estaría representada por el ex alcalde don Luis Pérez Bueno.

El sepelio, que constituyó una extraordinaria manifestación de duelo en Madrid, se verificó el sábado día 17 a la hora mencionada once de la mañana. Presidieron el entierro los hijos del escritor don Carlos, don José María y don Fernando; el vicepresidente de las Cortes, don José María Alfaro; el alcalde de Madrid, don Alberto de Alcocer; los tenientes de alcalde señores Conde de Casal y Olmedo; el representante del Ayuntamiento de Alicante, señor Pérez Bueno; el delegado nacional del Sindicato del Espectáculo, señor Ramos; doña Pilar Millán Astray; el director de la Sociedad de Autores, señor Serrano Anguita; el presidente de la Asociación de la Prensa madrileña, don Víctor Ruiz Albéniz, y el delegado provincial de Madrid del Sindicato del Espectáculo, señor Mas. Entre las muchísimas personalidades que integraban el cortejo fúnebre, citaremos a don José María Pemán, don Ramón Artigas, señores Ardavín y Fernández Shaw, don Adolfo Torrado, don Emilio Carrére, maestro Guerrero, don Casimiro Ortas, señor Lucio, doña María Brú, don Miguel Ligero, maestro Alonso, señor Muñoz Román, doctor Tapia, señor Fernández Sevilla, don Luis G. de Sicilia, señor González del Toro, don Ernesto Giménez Caballero, don Tirso Escudero Tejedor, don Antonio Quintero, señor Moreno Torroba, don Felipe Sassone,- etc. El sepelio se detuvo frente al teatro Alcázar para que Aurora Redondo y demás actrices de su compañía colocaran flores sobre el féretro, mientras la Banda Municipal de Madrid interpretó una selección de obras líricas, con letra de Arniches. El duelo se despidió ante el edificio de la Sociedad de Autores. El cadáver recibió cristiana sepultura en el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena.

Recogiendo una famosa anécdota que indica el amor sincero del pueblo madrileño al inmortal sainetero alicantino, escribe Alfredo Marqueríe: «Cuando se efectuaba el entierro de Arniches y el cortejo fúnebre atravesaba las calles de la capital, un guardia urbano, de esos guardias de Madrid que don Carlos había reflejado tantas veces en sus obras costumbristas, preguntó a alguien que figuraba en la comitiva: "¿Quién es el muerto?" Y cuando el guardia oyó el nombre del sainetero, se quitó el casco, abandonó su puesto y se sumó al cortejo con lágrimas en los ojos. Esta mínima y breve, pero expresiva, anécdota popular revela eficazmente la longitud de onda de la obra arnichesca»251.

Loreto Prado y Enrique Chicote, geniales intérpretes de la obra de Arniches, junto a los citados Aurora Redondo y Valeriano León, se hallaban en Toledo cuando la muerte del escritor. Al poco enviaron al periódico Dígame la siguiente cuartilla, expresiva del afecto y admiración que sentían por el comediógrafo y amigo: «Los actores -dicen Prado y Chicote- tenemos momentos crueles en escena. Nosotros acabamos de pasar uno con el corazón sangrando de dolor. Como en el repertorio llevamos muchas obras de Arniches, estrenadas por nosotros, estábamos representando hace muy pocas noches La casa de Quirós cuando llegó la noticia de su muerte. El público reía, nosotros decíamos sus chistes con la voz velada por las lágrimas. Grande era nuestro esfuerzo para poder seguir la representación. Hace muchos años le estrenamos El tío de Alcalá; después Los granujas, Los chicos de la escuela, Las estrellas, Alma de Dios, Gente menuda y muchas más. Cada una, doscientas, trescientas y hasta setecientas representaciones consecutivas. Éxitos inmensos. Aún están en la memoria del público. ¡Cuántas luchas, cuántas esperanzas, cuánto recuerdo! ¡Nuestra juventud! Al desaparecer Arniches desaparece un trozo de nuestra vida. Pero la alegría de haber estrenado muchos de sus mejores sainetes no se puede borrar. ¡Carlos Arniches! Descansa en paz. Aquí dejas, por breve plazo, a los más humildes de tus intérpretes, a los más fervorosos de tus admiradores».

No debemos cerrar este capítulo sin reproducir el lúcido autorretrato que el ilustre comediógrafo escribió no mucho antes de su muerte. Es una página perfectamente definitoria de su vida y de su pensamiento. Nadie podría superarla. Dice así:

«Soy un hombre viejo, de muchos años; pongan ustedes los que quieran, que no me molesto. Yo tengo la culpa por haberlos vivido. Alto, todavía esbelto, hasta cierto punto; correcto y moderado en el vestir, y de no mala facha, pues, según han dicho varios biógrafos, tengo un cierto aire de personaje yanki. No sé si esto será cierto, porque yo no me he sentido nunca ni personaje ni yanki; pero como el trazo no me disgusta, aquí queda. Guapo, no lo soy -no quiero engañar a nadie-, y además, a estas alturas, ¿para qué? Tengo los ojos pequeños..., y cuidado que he visto cosas... ¡Y la nariz grande y de mala calidad; me acatarro mucho! La boca..., no sé cómo la tengo...; desde luego, harta de decir lo que no quiere, y, claro, así, ¡quién la tiene presentable!... Yo soy un poco cargado de espaldas; de espaldas y de otras muchas cosas. ¡Hay en la vida tanta cosa cargante!...

Esta es mi cuadratura física. La moral es peor..., peor para mí, naturalmente. Soy un trabajador infatigable. Presumo de esto con cierta razón. Estoy en el yunque desde los catorce años. Al principio, de dependiente de comercio; luego, de aprendiz de periodista, y, por último, desde los dieciocho, de autor cómico. Y, aquí me quedé, y con no mala suerte. Cuando cumplí veinte primaveras, y se cobraba por una obra en un acto ocho o diez pesetas, a repartir entre los dos o tres colaboradores -y ahora se explicarán ustedes lo de primavera-, me llamaban el rey del trimestre; porque los hubo que llegué a cobrar tres y cuatro mil pesetas, que es lo que se cobra ahora en dos días de buena entrada con una comedia de regular fortuna. El público me ha querido bien; la prensa, así, así...

Con mis colaboradores también he tenido suerte. Mucha parte de mi labor teatral está hecho en colaboración; y todos mis colaboradores han sido superiores a mí en talento y aptitud. Se ha llegado a decir -impreso está- que a algunos de ellos los he explotado. Esto es una pequeña exageración. Explotar a nadie, no. No sé. Si hubiera sabido explotar, me hubiera explotado a mí mismo y no hubiera colaborado con nadie.

Ni he sabido explotar ni adular. Por eso, mis éxitos me han costado carísimos; y, por eso, me ha ocurrido con ellos lo que le ocurría al individuo aquél que pescaba las truchas con mazo. Y que una vez, ante aquel extraño sistema, le preguntó un curioso:

-Oiga usted, amigo, ¿y así, con el macito, pesca usté muchas?

-Hombre, no; pesco pocas; ahora que la que pesco ¡la hago polvo!

Eso me ha pasado a mí con mis éxitos. No sé cuántos, pero el que he pescado, extraordinario. Díganlo Alma de Dios, El Santo de la Isidra, El puñao de rosas, Es mi hombre, El Padre Pitillo, en Buenos Aires... La chica del gato..., y varias más... Cuatrocientas, quinientas..., setecientas representaciones... Pero cifras todas de una exactitud capaz de complacer a Pitágoras. Tan exactas han sido mis numeraciones que, a este propósito, voy a referir una anécdota curiosa.

En una ocasión, para que coincidieran las doscientas representaciones de una comedia mía con el día de mi cumpleaños (todos proyectamos tonterías), le pedí a Valeriano León que adelantara la numeración tres fechas:

-No es serio, don Carlos -me dijo.

-¡Hombre, ya lo sé; pero hazme ese favor, que se trata de mi cumpleaños!

-Pues cúmplalos usted tres días después.

Y así lo hice: en vez de cumplirlos el miércoles los cumplí el sábado.

Y volvamos a mi autorretrato. Tengo grandes defectos. El primero, que no soy hombre práctico; y lo sospecho porque he ganado varios millones y no tengo ninguno. Otros: no voy a los cafés, ni hablo mal de los compañeros por motivos que tenga y no he negado nunca favor que haya podido hacer.

Ahora, eso sí, he tenido, en cambio, dos condiciones magníficas. La primera, que he sido un trabajador de una perseverancia heroica. Todos los días, a las nueve, estoy trabajando. Estreno; tengo un gran éxito; al día siguiente, a las nueve, trabajando. Estreno; me dan una grita que me aturden; al día siguiente, a las nueve, trabajando. ¡Que se necesita ánimo!..., después de un fracaso... «Probad y os convenceréis», como se recomienda en algunos anuncios. Pero así he podido sobrellevar cincuenta y cuatro años de profesión... y hacer trescientas comedias...

Y otra cualidad magnífica que me adorna -y ésta sí que es de excepción y que se la recomiendo a ustedes- es que en toda mi vida no me he movido de mi localidad.

Ustedes se preguntarán un tanto asombrados: "¿Y qué es esto de no haberse movido de su localidad?" ¡Ah, pues una cosa interesantísima, que les voy a explicar, y que es lo que nos trae revueltos a casi todos! Verán ustedes: Yo creo que el mundo es un teatro, y que cada uno tenemos designado, por nuestro mérito, un sitio en él para asistir a este espectáculo de la vida. Pero el mal gravísimo es que en este teatro casi nadie está en su localidad. Todos nos creemos preteridos con la que nos repartieron, y, desde luego, mal acomodados. ¿Por qué voy a estar yo en la fila vigésima y Fulanito en la primera? -se preguntan muchos-. Y se busca un acomodador amigo y se le dice:

-Oye, yo me voy a sentar en las primeras filas; tengo más derecho que los que están.

-Bueno, pues siéntese aquí, en la segunda, en el dieciocho, que está vacía. Si viene el ocupante, yo le avisaré.

Y como casi todo el público se halla colocado en iguales condiciones de interinidad que nuestro amigo, en cuanto se oye el taconeo de un nuevo espectador que entra todo el mundo se siente desasosegado e inquieto, pensando: "Ese viene a echarme", creyendo, claro, que le van a someter al bochorno de levantarlo, enviándole a la última fila, que es donde tiene usitio. Y de aquí viene el hablar mal de los que están delante, el renegar de los que llegan, la hostilidad hacia el que pide ser justamente acomodado..., etc.

Pues bien; a mí ese malestar no me ha torturado nunca. A mí me dieron una localidad, fila catorce número veintidós, y fui y me senté en ella, y en ella estoy; y no ha habido, en los años que tengo usufructuados, quien me eche de ella; y desde ella he visto el trasiego de tantos desesperados, que, de las primeras, han tenido que irse a las últimas filas, y no los han echado del local porque no estaba reservado el derecho de admisión.

Mi localidad es modesta, sí, ¡pero qué tranquilidad, qué apaciblemente leo el periódico en los entreactos, contemplando el ir y venir de los ambiciosos, de los envidiosos, de los audaces, que no acaban de encontrar su puesto; y no lo encuentran porque la vanidad tiene mala acomodación!

Tan tranquilo estoy en mi modesta butaquita que yo me permitiría decir a todos: "¡Señores, cada cual a su sitio!" Es lo justo y lo razonable; porque piensen ustedes que, al fin, cuando el espectáculo de la vida termine, hemos de ir a otro, donde no hay manera de sobornar al acomodador, porque el acomodador es el Tiempo, que no tiene amigos, y que ha de colocar a cada uno, sin apelación, en el sitio que merezca, el que lo merezca: o en el recuerdo o en el olvido.»



Desaparecido este ilustre y cordialísimo hombre, no tardó en derrumbarse la mayor parte de aquel sólido y feliz edificio familiar. Y fue así, trágicamente:

La esposa, doña Pilar Moltó Camporredondo, murió, a causa de arterioesclerosis y después de pasar una neumonía, a las cinco de la madrugada del día 27 de enero de 1945. Le asistieron en sus últimos momentos el doctor don Francisco Vegas y doña Juana Navarro. Las postreras palabras que sonaron en sus labios fueron para lamentarse de que su hijo Fernando no llegara a tiempo de darle un beso en vida. Dijo: «¡Fernando no llega!».

Después fallecieron los hijos: Carlos (Madrid, 12 de octubre de 1958); Fernando (Madrid, 14 de enero de 1960), y José María (Bilbao, 9 de julio de 1964).

Conmovido por la muerte del admirado escritor y amigo, José Luis Mairal, famoso crítico de teatro, escribió, en México, donde residía, los siguientes versos inéditos, los últimos de su vida, pues falleció muy pocas fechas después. Se titulan La muerte de Carlos Arniches, y dicen así:


Ha muerto Carlos Arniches.
¡Se fue el mejor de los buenos!
Las mocitas madrileñas
se ponen mantones negros.
Un hondo suspiro amargo
de Tetuán a Cabestreros,
de Chamberí hasta Rosales,
de las Ventas al Progreso,
conmueve a todo Madrid, llorando a su sainetero.
Ha muerto Carlos Arniches,
alma del alma del pueblo,
risa de risas alegres,
sentido de sentimientos...
Síntesis extraordinaria
de Bretón de los Herreros,
de Ricardo de la Vega,
de López Silva y Casero.
Lo sé, porque era su amigo
y tengo el convencimiento
de que no habrá otras Estrellas
de más garbo y más salero,
ni un «Quintín el amargao»
con más apasionamiento;
ni un Alma de Dios tan buena,
-¡cómo llorará Loreto!
ni unos Caciques más bárbaros,
ni un Don Juan más recompuesto,
ni aquella Chica del gato
-¡Catalina, qué recuerdos!-,
toda llena de amarguras
ante su gatito muerto...
¡Solterona de Trevélez!...
-amor entrañable, ingenuo-
sollozarás al saber
que tu defensor ha muerto!
No habrá una labor más clara
en el Teatro moderno,
ni habrá un autor más humano,
más brillante y más maestro.
¡Ay, Ramón Pérez de Ayala,
que proclamaste aquello
de que Arniches en España
era el autor señero!
¡Qué bien viste la figura!
de esta figura que ha muerto!
¡Qué expresión en sus palabras!
qué diálogo tan terso,
qué carne tan carne viva,
qué nobles los pensamientos!
Hablaban sus personajes
de un modo fácil y ameno
y su lenguaje era médula
de aquel vivir madrileño,
cuya evocación, tan grata,
cubre de angustia mi sueño
Madrid, todo estremecido,
une este nuevo dolor
que ataraza a todo el pueblo.
Pierde al padre que lanzase
sus palabras y conceptos
para lograr que los gatos
fueran honrados y buenos.
Sus comedias de costumbres
eran crítica y modelo,
y sus sainetes profundos,
eran, de vida, espejo...
Las mocitas madrileñas
se ponen mantones negros
y una lágrima de pena
vierte cada madrileño.
Quiero hacerte este responso,
mi amigo y mi compañero,
que mueres, sin duda, pobre
-millonario de talento-,
para decirle a las gentes,
a este público de México,
que ya Madrid no es Madrid,
que se acabó su venero
de aticismo y de elegancia,
de noblezas y de ingenio;
que se le escapó la risa...
¡porque Arniches ya se ha muerto!






ArribaAbajo- XXXIII -

Después


Pocos días después de la muerte de Carlos Arniches Barrera -exactamente el 24 del mismo mes-, el Ayuntamiento de su ciudad natal acuerda honrar la memoria de su Hijo Predilecto y dispone: primero, reponer, en la casa natalicia, la lápida que fue arrancada durante la guerra civil; segundo, labrar otra lápida de mármol con el nombre del escritor e instalarla en el antesalón de sesiones del Palacio Municipal, y tercero, erigirle un monumento.

Cumplidos sin tardanza los dos primeros acuerdos, el tercero lo realizó el insigne escultor alicantino Daniel Bañuls, en 1947, descubriéndose solemnemente el domingo día 20 de junio de 1948. (Este bello monumento, situado inicialmente en el castillo de Santa Bárbara, puede ser contemplado ahora en el parque de Canalejas.) Dentro del mundo teatral, Alicante rindió dos homenajes a su gran comediógrafo. Uno, el 28 de noviembre de 1943, en cuya fecha la compañía de comedias cómicas de Davó y Alfayate, representó la comedia arnichesca El pecado de ser guapa, en cuyo acto se leyeron unas cuartillas, firmadas por los citados primeros actores, y otras, originales del poeta alicantino don Juan Alemany Carsí, de las que traemos los siguientes párrafos: «Los personajes de sus sainetes -sus mejores creaciones, en mi concepto- son "corazoncitos del pueblo" que siente, ríe y llora y clama y maldice y hace, de una frase, un poema o sintetiza un poema en una frase. Toda la gama de sentimientos y de donaires saltan a la escena, triunfantes, con la arrolladora simpatía de la musa callejera, que pone siempre, en sus decires, un alma colectiva, nacida de un alma personal. Se pluraliza la paternidad en la poesía del arroyo, y recogerla, cuidarla y exhibirla en escena es tarea de ingenio y de voluntad esforzada [...]».

Un año más tarde -3 de noviembre de 1944- y también en el teatro Principal alicantino, la compañía de los ilustres Aurora Redondo y Valeriano León interpretó, en homenaje a Arniches, El hombrecillo. A continuación y tras unas palabras del mencionado poeta señor Alemany Carsí, Valeriano León dio lectura a un bello trabajo personal, en el que, entre otras cosas, dijo: «El teatro de Arniches, teatro de antologías, sin duda, ganará con los años como los buenos caldos, y habrá de ser España y, de España, su Alicante, quien podrá gozar de su gloria, que de España salió y saldrá más cada día su nombre... Se le atribuye con machacona insistencia sus copias del Madrid castizo, sin pararse a pensar que fue el castizo Madrid quien aprendió sus decires, cuajados de donaires filosóficos a la medida del pueblo por quien eran todos sus afanes. En todas sus creaciones triunfaba siempre el bien [...]».

En aquel acto de homenaje, organizado por la emisora Radio Falange, participó también con brillantez la Coral Ilicitana, que cantó varias partes del inmortal Misteri.

En Madrid, su ciudad adoptiva, el Círculo de Bellas Artes ofreció -30 de abril de 1943- un emotivo homenaje a la memoria del gran sainetero con la colaboración del Ayuntamiento, la Sociedad de Autores y la Asociación de Escritores y Artistas. Presidieron el alcalde de Madrid, señor Alcocer; el presidente del Círculo, don Marcelino Santamaría; el secretario, señor Varela, y los vocales señores Torres y Marquina. Después de que el señor Santamaría hiciera la ofrenda, la compañía de Aurora Redondo y Valeriano León representó Los milagros del jornal, a cuyo término hicieron uso de la palabra los señores don Francisco Serrano Anguita, miembro de la Sociedad de Autores; don Fernando José de Larra, en representación de la Asociación de Escritores y Artistas; don Eduardo Marquina, presidente de la Sociedad de Autores, y don José Vicente Puente, en nombre del Ayuntamiento. La Banda Municipal interpretó trozos escogidos de El puñao de rosas, Moros y cristianos y Alma de Dios. En el escenario, una corona de laurel orlaba un retrato de Arniches.

Años después, en 1946 -concretamente el 26 de abril-, y en acto patrocinado por la Asociación de la Prensa, la citada compañía de Redondo y León repuso en el teatro Alcázar la comedia El Padre Pitillo. También en aquel solemnísimo acto, ilustres personalidades exaltaron la vida y la obra de Arniches: el alcalde de Madrid, señor Moreno Torres, propuso la celebración de un homenaje nacional al insigne comediógrafo; don jacinto Guerrero sugirió la idea de celebrar anualmente el «Día de Carlos Arniches»; don Eduardo Marquina dio a conocer unos versos propios, dedicados al gran alicantino, y don Manuel Dicenta leyó los tres siguientes sonetos, originales de don José María Pemán, expresamente escritos para aquel homenaje:




De su nacimiento


    Llegaste de Alicante, de aquel fino
cielo de claridad, honda y entera,
donde dibuja, en alto, la palmera
un arrobado gesto palestino.

   También del Norte, don Miguel nos vino,
y, de Monóvar, Azorín. La austera
verdad de esta Castilla, prisionera.
Se abrió siempre esa flor al peregrino.

   Así es España: un corazón alzado,
requebrado de gentes levantinas
y de gentes norteñas requebrado.
¡Oh, las leves y ocultas gracias finas
de este Madrid, cercado y cortejado
de naranjas, de rosas y salinas!






De su figura


   ¿Quién hizo a quién? ¿La realidad o el arte?
¿Hizo el pueblo tus obras o tú hiciste
al pueblo que, por ser el que elegiste,
más que darse a imitar, quiso imitarte?

    Nunca sabe el amor cuál es su parte
en ese batallar gozoso y triste,
ni sabe quién asalta y quién resiste
en las almenas de su baluarte.

    Te pones a escribir: «Un café. Llega
la Isidra. Viene un chulo tieso».
¿Quién busca a quién? Junto a una fuerza ciega
personaje y autor con igual peso.
¿Se sabe quién ofrece y quién entrega
en el juego de amor el primer beso?






De sus obras


    La Isidra, Don Quintín. La oscura pena
del Quico, la sobrina de aquel cura,
don Adrián y la Petra, la ternura
de aquel «alma de Dios» y aquel Valbuena...

    La misma gente que llevó a la escena
don Ramón de la Cruz: mano segura
que iba alumbrando de la entraña oscura
de esta raza inmortal, la clara vena.

   La vecina, el chulón, el mozalbete,
la boticaria, el sastre, el bebé, el payo...
¡Todo un mundo con gracia de cohete
y alma fogosa de centella y rayo!
Porque el uno de Mayo fue sainete
lo que ya fue canción el Dos de Mayo.



También en Madrid y el 17 de septiembre del año 1965, quedó inaugurado el «Teatro Arniches», donde estaba el cine «Panorama» en la calle de Cedaceros. (Antiguamente, este local fue teatro con la denominación de «Rey Alfonso».)

La función inaugural fue patrocinada por la Sociedad General de Autores de España, constituyendo un homenaje a la memoria del insigne escritor, cuyo nombre honra el coliseo. En este acto, se estrenó la comedia Educando a una idiota, original de Alfonso Paso, y el presidente de la Sociedad General de Autores, don Joaquín Calvo Sotelo, exaltó la personalidad humana y artística de Arniches.

Finalmente, recordemos que el 16 de agosto de 1953, el Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial rotuló con el nombre de Carlos Arniches un paseo del Real Sitio. En el acto del solemne descubrimiento de la lápida, el ilustre actor Valeriano León leyó unas cuartillas, a las que pertenece el siguiente texto:

«[...] Ni un día completo siquiera había pasado de aquellas horas alegres en que puso la palabra "telón" a su Don Verdades, que, para mí, había escrito y que estrené en el teatro Alcázar, de Madrid, cuando mi llorado maestro reposaba su cuerpo, envuelto en tierra del pueblo al que amó tanto. De su corazón, repartido a pedazos entre sus hijos, que no he conocido padre más amantísimo, un pedazo gozaría de las delicias del cielo junto al alma de su hija Rosario, prematuramente desaparecida y causa, sin duda alguna, de la precipitación de la muerte de su padre. Conmigo, en solitarios paseos por las orillas del Plata, en conversaciones artísticas, me llevaba siempre al terreno de sus hijos y, si un resquicio quedase para otro recuerdo, el recuerdo sangrante de nuestra España lejana.

Don Verdades, como he dicho, fue lo último que de su pluma salió. Un canto a la verdad; y él mismo, aun convencido de que no siempre la verdad es saludable, le había salido al paso para convencernos de que la verdadera verdad, como es la muerte, acababa de vivirla con la serenidad de los bienaventurados. Arniches, desde aquella mañana, pertenecía a la inmortalidad.

Era una primavera, en la que San Isidro, como buen labrador, se cuidaba del campo de Castilla, vertiendo sobre el mismo el riego preciso para el crecimiento de su mies, que es el pan nuestro. Y hasta pensé que lloraba en unas leves gotas que, si para el campo no significaban nada, sobre el féretro querían decir llanto. Seguidamente, un rayito de ese sol madrileño rasgó las nubes para posarse también sobre la caja del muerto. El sol de la gloria, me dijo al oído el pintor más representativo de Castilla, don Marceliano Santamaría, tan llorado también por todos. La Banda Municipal, cobijada bajo el vestíbulo del Alcázar, por donde había de pasar por deseo expreso del que os habla, dejó verter las notas de El puñao de rosas, que, sobre libro de Arniches, había escrito aquel otro genio español, llamado Ruperto Chapí. Dos paisanos unidos hasta la eternidad. Con honda emoción recordé una de mis iniciales y favoritas representaciones, y repetía in mente: "¿No hay rosas, madre?" "¡Unos capullos corté esta mañana y se los puse a la Virgen, ahí están en el artá!" No sé si la fiebre de mi dolor o la tortura de la mala noche, el hecho fue que, de milagro, no salí corriendo camino de la iglesia de San José, donde me entregó a la compañera, razón de mi vida, para haberle robado a la Virgen, seguro de que la Virgen habría de perdonarme, las flores del altar para el maestro querido [...]

Y seguimos calle arriba en busca del cementerio, donde dejamos: yo, al padrino entrañable; Madrid, a su cantor más fervoroso; España, sin uno de sus valores más representativos, y el teatro español, haciendo agua en sus fondos. ¡Bendito sea Dios! [...]».







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