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Capítulo VI

De la humildad del padre Maestro Ávila

     Gran dificultad tiene el hablar de la humildad de los santos, porque, siéndolo con toda verdad, y grandes, y conociendo que han recibido de Dios mercedes y dones soberanos, ellos se tienen por viles y miserables pecadores, y lo afirman y publican, y no podemos decir que dijeron lo que no sentían, porque esto no podía ser sin fingimiento y culpa, que ellos tanto aborrecían. Del glorioso santo Domingo se cuenta que, antes de entrar en cualquier ciudad, o villa, donde iba a predicar, de rodillas pedía a Dios que no mirase sus culpas, y que, por entrar él en aquel pueblo, no mostrase contra él su ira y le castigase. Y su seráfico amigo decía que era el peor de los pecadores, siendo las dos mayores lumbreras de santidad que tenía entonces el mundo.

     Esta dificultad no es fácil de alcanzar prácticamente de los que no fuesen santos, y hubiesen alcanzado un grado altísimo de una humildad profunda, nuestro modo de discurrir ordinario halla grande repugnancia. Los que tratan la materia dicen que procede de un claro conocimiento, de una luz sobrenatural infundida por el Espíritu Santo en el entendimiento de los santos, con que alcanzan a entender lo que es un hombre por sí mismo, y lo que ha Dios sobrepuesto en él, y lo que los dones y favores divinos han obrado en sus almas, conociendo con gran claridad lo que sin ellas fueran, que su perseverancia pende de una influencia divina, de una continua manutención de Dios. Hacen por otra parte gran reflexión en su miseria, su ingratitud, su falta de correspondencia (anda siempre nuestro Señor adelantado), y que aquellas misericordias en otros cualesquiera sacaran mayores frutos: esto les hace prorrumpir en las voces que dijimos.

     De estas consideraciones, y otras que suelen traerse a este propósito, es necesario valernos para disculpar, si así puede decirse, la humildad del santo Maestro Ávila; fue sin duda a la traza de los dos santos patriarcas, obra de la mano de aquel Artífice grande, que en el taller de la Iglesia Católica labra santos, y cuando este Señor quiere levantar a una alma a grandes grados de santidad, comienza de la virtud de la humildad y conocimiento de sí mismo, y deshaciendo el sujeto, donde mora, le va ya llenando de sus dones, de riquezas y tesoros de virtudes; obra toda del espíritu divino.

     Fue el santo Maestro Ávila humilde de corazón, de voluntad, de entendimiento, con singular y notable extremo, y esta virtud fue de las más notables que tuvo este apostólico varón. El fondo de su humildad se descubre en sus escritos; su origen fue un continuo estudio de un profundo conocimiento de sí mismo, con que descubrió la flaqueza y malicia del corazón humano. Llámale un abismo profundísimo, que sólo le conoce aquel soberano Señor, que, estando sobre los querubines, descubre la malicia de nuestros corazones. De este principio y manantial cenagoso, nacía en él una continua ponderación de sus miserias y pecados, con un conocimiento claro de lo poco que son las fuerzas de la naturaleza. Fue el blasón de este varón venerable abatirlas, deshacerlas, mostrar al hombre lo que es en sí, lo que puede con la divina gracia; ésta es materia de muchas de sus cartas, descubrir las miserias del corazón del hombre, y hacerle por este camino humilde. Desde el capítulo cincuenta y seis del libro del Audi filia trata divinamente del propio conocimiento, sacando de esta mina el oro precioso de la humildad. Decía que era esta virtud tan esencial y necesaria para nuestra vida, que viene a resolver que todas las tentaciones y cegueras espirituales, ausencias y desamparos de nuestro Señor, y algunas caídas, son por él permitidas a fin de hacernos verdaderos humildes, no teniendo por cosa indigna comprar esta joya por tan caro precio.

     El conocimiento de todos estos principios, y de los afectos que de ellos se originan, que son faltas y pecados, le obligaban a andar tan humilde y descontento de sí, oliéndose como él dice «a perro muerto». Pinta el estado de su interior en una carta, en que se conoce el concepto de su bajeza y vileza. Son éstas sus palabras:

           ¿Cuál es el espíritu de verdad, sino es el que hace que el hombre se descontente y se parezca mal, y de entrañas y de corazón se parezca feo y abominable, y se espante como Dios le sufre sobre la tierra? Y esta es la verdad en que debemos de vivir, y sin esto en mentira vivimos, y algunas veces, cuando más bien parece que tenemos, estamos peores, faltándonos esto, porque, confiando en esto, y en otras cosas, parécenos que somos algo, y no así delante de los ojos de Aquél que mira los corazones, y dice: Nombre tienes de vivo, y estás muerto. Nombre tiene de vivo quien no cae en los pecados que el mundo tiene por malos; mas, si cae en los que el juicio de Dios condena, ¿qué importa que el mundo absuelva? No sabe el mundo tener por malo ni castiga a uno que se parece bien a sí mismo, y se contenta de sí con soberbia; mas en el juicio de Dios es tenido por soberbio y ciego, el que no se hiede a sí mismo, como si trajese un perro muerto a sus narices, y tiene entrañable vergüenza delante de los ojos de su Criador, como quien estuviese delante de un juez de acá, habiendo hecho un feo delito.

     Estas palabras descubren el concepto que este santo varón de sí tenía, y juntamente muestra cuán altamente sentía de la fineza de esta virtud.

     De aquí nacía tener de sí una vilísima estima; solía decir que el día que le menospreciaban y tenían en poco, era el día de su mayor alegría, y no esperaba que otros le despreciasen y hiciesen de él poco caso; él tomaba la mano y decía de sí lo que no cupiera en pensamiento de otro. Dijo un día en presencia de algunas personas, hablando de sí mismo: «Si Dios no nos hiciera de gente humilde, ¿quién se pudiera averiguar con nosotros?» Era común dicho suyo cuando le llamaban para consolar o acompañar algún ajusticiado, que llevasen a la horca, o al brasero: «Vamos a ver lo que fuéramos, si Dios nos dejara de su mano». De su profunda humildad, nació también el no admitir dignidades, ni obispados; para ninguna cosa se hallaba digno o capaz. Deseó Pedro Delgado, pintor de nombre en Montilla, retratar al venerable varón, por su devoción, y pedírselo personas afectas al Maestro. Fue tanta su humildad que no pudo conseguirlo, aunque lo procuró con cuidado.

     Fue tan humilde que parece había rendido el juicio a esta virtud. Con ser tan eminente en el púlpito, decía muchas veces que ningún sermón oía de cualquiera que fuese que no saliese muy consolado de él. De esta misma humildad nacía hablar con mucho gustó con los novicios de la Compañía de Jesús de Montilla, y con los hermanos simples. De esta humildad fue efecto, siendo hombre tan grave, de tanto nombre y letras, ponerse por su persona a enseñar la doctrina cristiana a los niños de la escuela, en las calles y plazas, hasta enseñarles coplas y cantares santos. Fue este empleo continuo de este apostólico varón; de tanta importancia juzgó esta enseñanza; esto hizo en todas las ciudades en que predicó; en lo mismo ejercitó a sus discípulos, hombres muchos de aventajadas letras y talentos en púlpito y cátedra.

     Descubrió cuán grande fue su humildad en su muerte, y cuán profundas raíces había echado en esta virtud, porque, cuanto hace al hombre tener mayor descontento de sí, tanto más le hace temer, mirandose a sí, donde no ve sino defectos y flaquezas; de aquí los temores que tuvo en aquella hora, como después veremos.

     No hay cosa alguna que así descubra la igualdad de ánimo y humildad de este varón de Dios, como esta ponderación. De todo el discurso de esta Historia, como otras veces hemos apuntado, se muestra claramente que tuvo intento el santo Maestro Ávila en fundar congregación de sacerdotes, que ayudasen a las almas; a esto miraba tanta junta de discípulos, hombres todos tan doctos y ejemplares, empleados en ministerios de salvación de almas, predicación, misiones, introducir frecuencia de sacramentos, y conseguido con esto copiosos frutos; ensayos todos de lo que pretendía. Después de tanto aparato, fue Nuestro Señor servido de escoger un soldado (dejando los doctos y maestros), que con su nombre levantase una Compañía que se ocupase en aquellos ministerios; concedió, pues, esta empresa al glorioso patriarca san Ignacio, dejando al padre Maestro Ávila, cuando gozaba de la mayor opinión de santidad y letras, que por ventura había en toda España; y, siendo tan natural en los hombres el deseo de lograr sus pensamientos y ejecutar sus trazas, mayormente de largo tiempo meditadas, parecía mirándolo a lo humano, que podía mostrar algún sentimiento de ver prevenidos sus intentos, y que le hubiesen ganado por la mano; estuvo tan fuera de ser hombre en esta parte, que, cuando vio a los de la Compañía y su instituto de vida, se alegró con un grande gozo en demasía; adoró el varón santo la voluntad de Dios, y providencia que tiene de su Iglesia; túvola por obra de su diestra; favoreció los hijos de san Ignacio, y los mostró el amor que si fueran sus discípulos.

     No deseaba el santo Maestro Ávila en sus intentos más que la gloria de Dios y provecho de las almas, y viendo esto conseguido, su humildad y rendimiento a la voluntad de Dios fue tan grande que no llegó a su imaginación, lo que al que no fuera tan humilde pudiera causarle sentimiento.

     Realza aun esta humildad la respuesta que dio en esta ocasión, digna de toda ponderación y estima. Deseaba mucho el santo padre Ignacio, como dejamos escrito en el libro primero, que alguno de los suyos, que estaban en España, fuese de su parte a visitar al santo Maestro Ávila, porque, aunque estimaba a los de la Compañía, y con su autoridad les daba favor en cuantas ocasiones se ofrecían, no estaba bastantemente informado de su modo de vivir. Escribióle la carta que pusimos, el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve; sobrevino después una gran persecución de un prelado de grande autoridad en estos reinos; deseó que el buen concepto que el santo Maestro Ávila tenía de los suyos no descaeciese; así envió orden desde Roma el año de quinientos y cincuenta y dos, que el padre Francisco de Villanueva, hombre de gran prudencia y santidad, y de los mayores y más celosos obreros que tuvo la Compañía de estos reinos, hiciese esta jornada; en tanto estimó san Ignacio al padre Maestro Ávila, y tenerle de su parte. Tomó el religioso Villanueva su manteo al hombro, como acostumbraba, partió de Alcalá al Andalucía en busca del padre Maestro Ávila, y diole el recado de san Ignacio, y cuenta muy particular de su instituto y trabajos. El padre Maestro Ávila recibió con grande amor al padre Villanueva; holgóse mucho de oírle; quedó maravillado que Nuestro Señor hubiese encomendado a alguno lo que él tanto tiempo había deseado, y dijo:

           Eso es tras lo que yo andaba tanto tiempo ha, y ahora caigo en la cuenta que no me salía a mí, porque Nuestro Señor había encomendado a otro aquesta obra, que es vuestro Ignacio, a quien ha tomado por instrumento de lo que yo deseaba hacer, y no acababa. Hame sucedido a mí como a un hombre que empieza una obra, y luego se le cae, o como a un niño que, a la falda de un monte, procura con todo su poder subir una cuesta arriba una cosa muy pesada, y no puede por sus pocas fuerzas, y después viene un gigante, que arrebata la carga, que no puede llevar el niño, y la pone donde quiere.

     Y añadió que todos los que viese aptos, de los que le seguían, para la Compañía, les aconsejaría entrasen en ella, como lo hizo. Trató a los de la Compañía como amigos; tuvo con ellos muy gran correspondencia, que se la han pagado, haciendo del venerable Juan de Ávila igual estima que de su gran fundador. Volvió el padre Villanueva muy edificado de la prudencia y santidad del padre Maestro Ávila, y muy satisfecho de sus sermones; solía decir que anduviera muchas leguas para oírle.

     En todo este discurso campea la humildad de el padre Maestro Ávila; hízose niño, con que aseguró el entrar en el reino de los cielos; a esta sinceridad y humildad manda Cristo que nos reduzcamos, y ésta tuvo en eminente grado el santo Maestro Ávila.

     De esta misma virtud de la humildad nació la pronta obediencia a sus prelados, pendiendo de los obispos, en cuyas diócesis predicaba. Por obedecer al arzobispado de Sevilla dejó su jornada de las Indias. Fue grande la observancia y reverencia que tuvo a la Sede Apostólica, y obediencia a sus mandatos.

     Aunque el padre Maestro Ávila no profesó obediencia por voto, estimó grandemente esta virtud en los religiosos. Estando el padre Francisco Vázquez, de la Compañía de Jesús, rector del Colegio de Montilla, y maestro de novicios, en conversación con el padre Maestro Ávila, pendiente de aquel su razonar admirable, llegó un novicio a preguntarle qué hacía en cierta cosa, el padre rector por no interrumpir la plática, dijo: «Vaya hermano, haga lo que quisiere»; el venerable Juan de Ávila le detuvo, diciendo: «Espere hermano»; y vuelto al rector, le dijo: «No le hagan tan grande agravio a este hermanico, de dejarle en manos de su voluntad, mándele lo que ha de hacer, que yo esperaré».

     Decía que los que eran gobernados por obediencia, eran llevados en silla de manos, que no corrían peligro, y carecían de una gran penalidad que padecen los siervos de Dios, que no están debajo de obediencia, que es traer atormentado su entendimiento en deliberar cuál será mayor servicio de Nuestro Señor, esto o aquello; en todo fue Maestro.



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Capítulo VII

Del particular conocimiento que tuvo del misterio de Cristo

     Uno de los más singulares dones con que la mano liberal de Dios enriqueció este gran siervo suyo, fue una clarísima luz, un conocimiento altísimo del misterio de Cristo, del beneficio de nuestra redención, de aquella invención maravillosa, llena de sabiduría y bondad, de haberse hecho el Verbo de Dios Hombre. Fue ésta una ilustración muy superior del entendimiento, con que penetró con grandes ventajas lo que abraza y comprende el misterio de nuestra reparación, la grandeza de esta gracia, las riquezas y tesoros que tenemos en Cristo.

     Esta gran misericordia fue premio de haber padecido injustamente por predicar la verdad, por hacer con fidelidad su oficio (así premia Dios, aun en esta vida, a los predicadores que se aventuran por cumplir su obligación). De la prisión, que dijimos, de la Inquisición salió con estas medras, y mientras sus enemigos pensaron apagar esta hermosísima antorcha, que Dios había puesto en su Iglesia, la infinita bondad suya la acrecentó nuevas luces, dándole más claras noticias, una estima superior de este soberano misterio de Dios Hombre, abrasándole la voluntad con el amor del Verbo encarnado. Afirmaba que en aquellos pocos días de su detención había aprendido más que en muchos años de estudio, porque fue el maestro Dios, obligado de ver padecer a su ministro por su causa.

     De aquí resultó un amor ternísimo que tuvo a Cristo Nuestro Redentor, y a su Humanidad santísima; hablaba de sus grandezas y misericordias noche y día, y con guardar tan gran silencio en sus sentimientos espirituales, con este afecto impaciente, prorrumpía muchas veces y decía: «Tráiganme muchos escribientes, que estaré dictando todo el día grandezas y lindezas de Dios hecho Hombre». Y si lo que abunda en el corazón, sale por la boca, ¿cuál estaría el pecho de este varón divino? Estaba lleno de Cristo, de su amor, de ternísimos sentimientos de sus misterios. Esto le oían en sus sermones, en sus pláticas; ésta era su conversación ordinaria predicar, engrandecer la caridad, la misericordia de Nuestro Señor; este resplandecer en esta junta de Dios y Hombre; la grandeza del remedio, y consolación, y salud que por Él nos vino, y los motivos grandes que en Él se nos dan para amar, y servir, y confiar en Él; que de esta fuente manan todos nuestros bienes; que estos merecimientos son todas nuestras riquezas. Pudo decir con san Pablo: A mí, el más pequeñuelo de los santos, se me ha dado esta gracia de predicar a las gentes las investigables riquezas de Cristo. Andaba tan actuado en esto que, cuando alguno se maravillaba de alguna merced que Nuestro Señor le había hecho, decía: «No os maravilléis de esto, sino maravilláos y espantáos de que os amó Dios tanto, que se hizo hombre por vos».

     Esta verdad campea maravillosamente en sus cartas, donde, para casi todos los intentos que en ellas trata, se vale con gran destreza de este soberano misterio; todas las razones y consideraciones van fundadas en Cristo, nuestro bien. De aquí saca motivos para la confianza, para el amor de Dios, aborrecimiento del pecado; con los dolores de este Señor consuela los afligidos; con sus aflicciones alienta los trabajos, con esta sangre cura todas las heridas, remedia todas las dolencias; aquí se cifra toda la doctrina de este gran Maestro. Viénenle bien las palabras que de sí dice el Apóstol: Que no sabía sino a Cristo y ése crucificado.

     Dio a entender este mismo sentimiento en una respuesta muy notable. Aconteció, estando en Córdoba, entrar con un sacerdote amigo suyo en un jardín amenísimo, donde la naturaleza competía con el arte. Iba el santo varón con gran mesura, sin divertir la vista, ni mudar el semblante y sosiego de su rostro; el compañero, que le quería hacer fiesta, le pedía mirase lo gracioso de los cuadros, la invención de aquella fuente, la beldad de las flores; él respondió con su acostumbrada mansedumbre: «No hace eso a mi caso». Esto dijo, como advertidamente lo pondera fray Luis,

           porque, cuando quería levantar el corazón a Dios, no se ayudaba de esta consideración de criaturas. Teniendo el misterio de Cristo por más excelente motivo para esto; porque si no podemos en esta vida conocer a Dios, si no es por sus obras, ¿qué obra más excelente que la sagrada Humanidad, para venir por ella en conocimiento de la soberana Deidad?

     Y así aconsejaba a los que se dan a leer las sagradas Escrituras, que señaladamente trabajasen en aquella parte que trata de este divino misterio, por la gran ventaja que hace a todas las otras; así en ésta empleó siempre la elocuencia, llevándole un poderoso afecto a pensar, discurrir, hablar siempre en Cristo, pareciendo que no había otra cosa.

     Sintió esto con agudeza el padre Francisco Arias, de la Compañía de Jesús, varón tan santo y docto como publican sus libros, que, entre varias poesías que en alabanza del padre Maestro Ávila adornaban la iglesia el día de sus honras, puso en una tarjeta solas estas palabras, aludiendo a verso antiguo:

                  Quidquid conabar dicere Christus erat.

     Así decía el venerable Maestro que estaba alquilado para dos cosas: para humillar al hombre, y glorificar a Cristo, porque en estas dos cosas se movió toda su predicación. Su principal intento, su espíritu y su filosofía, esto es: humillar al hombre hasta darle a conocer el abismo profundísimo de su vileza; y, por el contrario, engrandecer y levantar sobre los cielos la gracia y el remedio, y los grandes bienes que nos vinieron por Cristo; y así muchas veces, después de haber abatido y casi desmayado al hombre en el conocimiento de su miseria, revuelve luego con admirable elocuencia, y casi lo resucita de muerte a vida, esforzando su confianza con la declaración de este sumo beneficio, mostrándole que muchos mayores motivos tiene en los méritos de Cristo, para alegrarse y confiar, que en todos los pecados del mundo para desmayar.

     Muestra la verdad que hemos escrito en una notable carta, que llanamente descubre las riquezas de aquel pecho, y el profundo conocimiento que tuvo de este misterio, en particular para la confianza. No la escribió a algún personaje grande, sino a una humilde mujercita, y para consolarla le dio Nuestro Señor todas estas perlas preciosas, corriendo la pluma por el papel con tanta presteza y facilidad, como si fuera otro el que dictara, y él escribiera. Al que le pareciere larga, y que con ella se interrumpe la Historia, puede pasar al capítulo siguiente. En este libro hemos deseado dar a conocer algo del interior de este santo varón, ninguna cosa así lo explica como sus palabras. Dice así:

           No tengáis por ira lo que es verdadero amor, que así como la malquerencia suele halagar, así también el amor reñir y castigar; y mejores son, dice la Escritura, las heridas dadas por qu[i]e[n] ama, que los falsos besos de quien aborrece; y grande agravio hacemos a quien con amorosas entrañas nos reprende, en pensar que, por querernos mal, nos persigue. No olvidéis que entre el Padre Eterno y nosotros es medianero Nuestro Señor Jesucristo, por el cual somos amados, y atados con tan fuerte lazo de amor, que ninguna cosa lo puede soltar, si el mismo hombre no lo corta por culpa de pecado mortal. ¿Tan presto habéis olvidado que la sangre de Jesucristo da voces, pidiendo para vos misericordia, y que su clamor es tan alto, que hace que el clamor de nuestros pecados, quede muy bajo, y no sea oído? ¿No sabéis que si nuestros pecados quedasen vivos, muriendo Jesucristo, por deshacerlos, su muerte sería de poco valor, pues no los podía matar? Nadie, pues, aprecie en poco lo que Dios apreció en tanto, que lo tiene por suficiente, y sobrada paga, cuanto es de su parte, de todos los pecados del mundo, y de mil mundos que hubiera. No por falta de paga se pierden los que se pierden, sino por no querer aprovecharse de la paga, por medio de la fe y penitencia, y sacramentos de la Santa Iglesia. Asentad una vez con firmeza en vuestro corazón que el negocio de nuestro remedio, Cristo lo tomó a su cargo, como si fuera suyo, y a nuestros pecados llamó suyos por boca de David, diciendo: Longe a salute mea, y pidió perdón de ellos sin los haber cometido, y con entrañable amor pidió que los que a Él se quisiesen llegar, fuesen amados, como si para Él lo pidiera, y como lo pidió lo alcanzó. Porque, según ordenanza de Dios, somos tan uno Él y nosotros, que o hemos de ser Él y nosotros amados, o Él y nosotros aborrecidos; y pues Él no es ni puede ser aborrecido, tampoco nosotros, si estamos incorporados en Él con la fe, y amor, antes por ser Él amado lo somos nosotros, y con justa causa; pues que más pesa Él para que nosotros seamos amados, que nosotros pesamos para que Él sea aborrecido; y más ama el Padre a su Hijo que aborrece a los pecadores que se convierten a Él. Y como el muy Amado dijo a su Padre: Quiero, Padre, que donde yo estuviere, estén los míos, porque yo me ofrezco por el perdón de sus pecados, y porque sean incorporados a mí. Venció el mayor amor al menor aborrecimiento, y somos amados, perdonados y justificados, y tenemos grande esperanza que no habrá desamparo donde hay nudo tan fuerte de amor. Y si la flaqueza nuestra estuviere con demasiados temores congojada, pensando que Dios la ha olvidado, como la vuestra lo está, provee el Señor el consuelo, diciendo en el profeta Isaías de esta manera: ¿Por ventura puédese olvidar la madre de tener misericordia del niño que parió de su vientre? Pues si aquella se olvidare, yo no me olvidaré de ti, porque en mis manos te tengo escrito. ¡Oh escritura tan firme, cuya pluma son duros clavos, y cuya tinta es la misma sangre del que escribe, y el papel su propia sangre, y la sentencia de la letra dice: Con amor perpetuo te amé, y por eso con misericordia te atraje a mí. Tal, pues, escritura como ésta no debe ser tenida en poco, especialmente sintiendo en sí ser el ánima atraída con dulcedumbre de propósitos buenos, que son señales del perpetuo amor, con que el Señor la ha escogido y amado. Por tanto no os escandalicéis ni turbéis por cosa de éstas que os vienen, pues que todo viene dispensado por las manos que por vos, y en testimonio de amaros, se enclavaron en cruz.

Y un poco más abajo dice así:

           Y pues nos está mandado de parte de Dios que en ninguna cosa desmayemos, vamos a Él, fiados de su palabra, y pidámosle favor, que verdaderamente nos le dará. ¡Oh hermana, si viésemos cuán caros y preciosos somos delante los ojos de Dios! ¡Oh si viésemos cuán metidos nos tiene en su corazón, y cuando nosotros nos parece que estamos alcanzados, cuán cercanos estamos a Él! Sea para siempre Jesucristo bendito, que éste es a boca llena nuestra esperanza, que ninguna cosa tanto me puede atemorizar, cuanto Él asegurar. Múdeme yo de devoto en tibio; de andar por el cielo a escuridad y abismo de infierno; cérquenme pecados pasados, temores de lo porvenir, demonios que acusen y me pongan lazos, hombres que espanten y persigan; amenácenme con infierno, y pongan diez mil peligros delante, que con gemir mis pecados y alzar mis ojos, pidiendo remedio a Jesucristo, el manso, el benigno, el lleno de misericordia, el firmísimo amador mío hasta la muerte, no puedo desconfiar viéndome tan apreciado, que fue mi Dios dado por mí. ¡Oh Cristo, puerto de seguridad para los que acosados de las hondas tempestuosas de su corazón huyen a ti! ¡Oh fuente de vivas aguas para los ciervos heridos, y acosados de los perros espirituales, que son demonios y pecados! Tú eres descanso entrañable, fiucia que a ninguno de su parte faltó; amparo de huérfanos y defensor de las viudas, firme casa de piedra para los erizos llenos de espinas de pecados, que con gemidos y deseo de perdón huyen a ti. Tú defiendes de la ira de Dios a quien a ti se sujeta, Tú aunque mandas algunas veces a tus discípulos que entren en la mar sin ti, y que se desteten de tu dulce conversación, y estando Tú ausente se levanten en la mar tempestades, que ponen en aprieto de perder el ánima, mas Tú no los olvidas. Dícesles que se aparten de Ti, y vas a orar al monte por ellos; piensan que los tienes olvidados, que duermes, y estás las rodillas hincadas, rogando por ellos, y cuando son ya pasadas las cuatro partes de la noche, cuando a tu infinito saber parece que basta ya la penosa ausencia tuya para los tuyos, que andan en la tempestad, desciendes del monte y, como Señor de las ondas mudables, andas sobre ellas, que para Ti todo es firme, y acércaste a los tuyos, cuando ellos piensan que están más lejos de Ti, y dícesles estas palabras de confianza: Yo soy, no queráis temer.
     ¡Oh Cristo, diligente y cuidadoso pastor, cuán engañado está quien en Ti y de Ti no se fía de lo más entrañable de su corazón, si quiere enmendarse y servirte! ¡Oh si dijeses Tú a los hombres cuánta razón tienen de no desmayar con tal capitán los que quieren entrar a servirte, y como no hay nueva que tanto pueda entristecer, ni atemorizar al tuyo, cuanto la nueva de quien Tú eres basta para lo consolar! Si bien y perfetamente conocido fueses, Señor, no habría quién no te amase y confiase, si muy malo no fuese. Y por esto dices: Yo soy, no queráis temer. Yo soy aquel que mato, y doy vida, meto en los infiernos y saco de ellos; quiere decir: que atribulo al hombre, hasta que le parece que muere, y después le alivio, y recreo, y doy vida; meto en desconsolaciones, que parecen infierno y, después de metidos, no los olvido, mas sácolos, y para eso los mortifico, para vivificarlos; para eso los meto, para que no se queden allá, mas para que la entrada en aquella sombra de infierno sea medio para que, después de muertos no vayan allá, mas al cielo. Yo soy el que de cualquier trabajo os puede librar, porque soy omnipotente, y os querré librar, porque todo soy bueno, y os sabré librar, porque todo lo sé. Yo soy vuestro abogado, que tomé vuestra causa por mía, Yo vuestro fiador, que salí a pagar vuestras deudas. Yo Señor vuestro, que con mi sangre os compré, no para olvidaros, mas para engrandeceros, si a Mí quisiésedes servir, porque fuistes con grande precio comprados. Yo aquel que tanto os amé, que vuestro amor me hizo transformarme en vosotros, haciéndome mortal y pasible, el que de todo esto era muy ajeno. Yo me entregué por vosotros a innumerables tormentos de cuerpo, y mayores de alma, para que vosotros os esforcéis a pasar algunos por mí, y tengáis esperanza de ser librados, pues tenéis en mí tal librador.
     Yo, vuestro Padre por ser Dios, y vuestro primogénito hermano por ser hombre. Yo, vuestra paga y rescate, ¿qué teméis deudas, si vosotros con la penitencia, y confesión pedís suelta de ellas? Yo, vuestra reconciliación, ¿qué teméis ira? Yo, el lazo de vuestra amistad, ¿qué teméis enojo de Dios? Yo, vuestro defensor, ¿qué teméis contrarios? Yo, vuestro amigo, ¿qué teméis que os falte cuanto yo tengo, si vosotros no os apartáis de mí? Vuestro es mí cuerpo, y mi sangre, ¿qué teméis hambre? Vuestro es mi corazón, ¿qué teméis olvido? Vuestra es mi Divinidad, ¿qué teméis miseria? Y, por accesorio, son vuestros mis ángeles, para defenderos; vuestros, mis santos para rogar por vosotros; y vuestra, mi Madre bendita, para seros madre cuidadosa, y piadosa; vuestra la tierra, para que en ella me sirváis; vuestro el cielo, para donde vendréis; vuestros los demonios y infiernos, para que los holléis, como a esclavos y cárcel; vuestra la vida, porque con ella ganáis la que nunca se acaba; vuestros, los buenos placeres, porque a Mí los referís; vuestras, las penas, que por mi amor sufrís; vuestras, las tentaciones, porque son mérito y causa de vuestra corona; vuestra es la muerte, porque os será el más cercano paso para la vida. Y todo esto tenéis en Mí, y por Mí, porque ni lo gané para Mí solo, pues que, cuando tomé compañía con la carne con vosotros, la tomé en haceros participantes en lo que Yo trabajase, ayunase, sudase y llorase, y en mis dolores y muerte, si por vosotros no queda. No sois pobres los que tantas riquezas tenéis, si vosotros con vuestra mala vida no las queréis perder a sabiendas.
     No desmayéis, que no os desampararé, aunque os pruebe; vidrio sois delicado, mas mi mano os tendrá; vuestra flaqueza hace parecer más fuerte mi fortaleza. De vuestros pecados y miserias saco Yo manifestación de mi bondad y de mi misericordia. No hay cosa que os pueda dañar, si me amáis, y de Mí os fiáis. No sintáis de Mí humanamente, según vuestro parecer, mas en viva fe con amor; no por las señales de fuera, más por el corazón, el cual se abrió en la cruz por vosotros, para que no pongáis duda en ser amados en cuanto es de mi parte, pues veis tales obras de amor de dentro.
     ¿Cómo negaré a los que me buscáis para honrarme, pues salí al camino a los que me buscaban para maltratarme? Ofrecíme a sogas y cadenas, que me lastimaban, ¿negarme he a los brazos y corazones de cristianos, donde descanso? Dime a azotes y columna dura, ¿y negarme he a la ánima, que me está sujeta? No volví la faz a quien me la hería, ¿y volverla he a quien se tiene por bienaventurado en la mirar, para adorarla? ¿Qué poca confianza es esta, que, viéndome a mi voluntad despedazado en manos de perros, por amor de los hijos, estar los hijos dudosos de Mí, si los amo, amándome en ellos? Mirad, hijos de los hombres, y decid: ¿A quién desprecié que me quisiese? ¿A quién desamparé que me llamase? ¿De quién huí que me buscase? Comí con pecadores, llamé y justifiqué a los apartados y sucios. Importuno Yo a los que no me quieren, ruego Yo a todos conmigo; ¿qué causa hay para sospechar olvido para con los míos, donde tanta diligencia hay en amar, y enseñar el amor? Y si alguna vez lo disimulo, no lo pierdo, mas encúbrolo por amor de mi criatura, a la cual ninguna cosa le está tan bien como no saber ella de sí sino remitirse a Mí. En aquella ignorancia está su saber; en aquel estar colgada, su firmeza; en aquella sujeción, su reinar. Y bastarle debe que no está en otras manos sino en las mías, que son también suyas, pues por ella las di clavos y cruz, y más son que suyas, pues hicieron por el provecho de ella más que las propias suyas. Y por sacarla de su parecer, y que siga el mío, le hago que esté como en tinieblas, y que no sepa de sí. Mas si se fía, y no se aparta de mi servicio, librarle he, y glorificarle he, y cumpliré lo que dije: Sé fiel hasta la muerte, y darte he la corona de vida.

     Hasta aquí son palabras de la carta, que declaran muy bien el intento para que se han traído.



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Capítulo VIII

De su penitencia y abstinencia

     Trató el santo Maestro Ávila su persona, no como pedían sus estudios y continuo trabajo de predicar, y otros ministerios de almas, que piden fuerzas robustas, mas como si solamente se hubiera ofrecido a Dios, hostia viva, para pasar retirado en una celda, haciendo vida austerísima; porque verdaderamente excedió el rigor de los más reformados religiosos y muchas personas cuerdas atribuyeron su falta de salud (supuesta su templanza, y buena composición natural) al rigor con que trató su cuerpo; castigábale, reducíale a servidumbre, porque, predicando a otros, no quedase él reprobado; domábale con cilicios, disciplinas, armas de esta milicia. En una carta que escribe a un sacerdote (comienza «La enfermedad»), en que le da algunos avisos, le aconseja que, antes de recogerse, lea algún libro devoto, y también tome una disciplina; no aconsejó lo que él no hacía.

     La falta de una comodidad ordinaria en las cosas precisas para la vida, continuada por mucho número de años, en un hombre de perpetuos estudios, y quebrantado de un púlpito ordinario, es penalidad tan grande, como lo sabe quien lo ha experimentado, si hay alguno. El santo Maestro Ávila, profesando la pobreza en el rigor que hemos visto, expuesto a la providencia divina, que tal vez prueba a sus más fuertes soldados, es cierto padeció terribles menguas, y luchó continuamente con lo más duro de la necesidad y pobreza. Contaba el padre Molina que entraba algunas veces en su casa, en Córdoba, cansado de predicar, o de acudir otras obras santas, y le decía: «Hambre traigo, ¿tiene alguna cosa que darme de comer?» Tan al caso vivía, tan descuidado de cosa tan necesaria a la vida.

     Hermana muy familiar y conjunta es de la pobreza la abstinencia, porque el pobre no tiene manjares ricos, ni la abstinencia los consiente. Practicó toda la vida la extrema moderación que escogió para sí el apóstol san Pablo, cuando dijo: Teniendo alimentos, y con qué cubrirnos, estamos contentos. Imitó nuestro segundo Pablo con gran rigor al primero. De la modestia de su vestido, hablamos en el capítulo cuarto, tratando de su pobreza. No fue más costoso en los manjares; raras veces comía carne; su mantenimiento ordinario, hemos dicho, era alguna fruta, higos, pasas, granadas, hierbas o cosas semejantes, que se venden por las calles; decía que la comida era sólo para conservar la vida, para servir a Dios, y no para ofenderle con glotonerías y demasías.

     Entró en su casa un sacerdote grave; vio los dos buenos compañeros, nuestro santo Maestro y al padre Juan de Villarás, sin más cuido de ama, ni criado; preguntado cómo estaban solos, y quién les guisaba la comida, dijo el venerable Maestro que no se comía nada guisado, que bien lo pasaban con unas granadas, o naranjas que pasaban por la puerta, y que de esto cuidaba muy poco, que lo que le lastimaba era que Nuestro Señor fuese ofendido con tantos pecados como se hacían.

     Estaba tan firme en esta su gran templanza que no le descomponían ocasiones, en que suelen alargar algo la rienda aun los más austeros. Comiendo un día con los duques de Arcos, sirviéndose a la mesa los platos que suelen en las casas de los príncipes, el venerable Maestro con un donaire santo comenzó a decir: «Venga la cocina, venga la cocina», y pasó con poco más. Decía esto ordinariamente las veces que era convidado. En las comidas ordinarias con los suyos jamás dijo: «Quiero esto, o quiero lo otro»; comía lo que le ponían delante, no siendo cosa curiosa o regalada.

     Cenando en un convento de Santo Domingo, le pusieron un plato con cierto manjar, en otro unas sardinas, que él holgara de comer, acabado el primer plato; mas un niño, que servía a la mesa, ignorantemente levantó el plato de las sardinas; acudió el santo Maestro con su acostumbrada mansedumbre, diciéndole: «Sea así como vos queréis». Esta palabra tan sencilla y blanda es mucho de ponderar, porque declara cuán resignado estaba este santo varón, cuán sin voluntad, y tan ajeno de querer y no querer, pues no se atrevió a decir a un niño: « Deja el plato», porque siendo hombre el que servía, no había que maravillar tanto, de no querer dar nota de que tenía gusto en algo; mas guardar esta moderación con un niño es lo que más admira.

     Estando enfermo mitigaba algo el rigor, mas no en cuaresma, que, apretado de males muy pesados, nunca quiso comer carne; decía que predicando a otros no la comiesen, no había de dar contrario ejemplo. Y si sus achaques le daban lugar a predicar, aunque flaco y muy falto de salud, jamás quiso admitir el comer carne, esperando más las fuerzas de la providencia de Nuestro Señor que de los medios humanos. Estando en Granada, algo flaco y con necesidad de comer carne, la marquesa de Mondejar, viendo por una parte el fruto de sus sermones, y por otra el impedimento de la flaqueza, le dijo que le habían de obligar a comer carne en cuaresma, porque no se perdiese lo más por lo menos. Respondió que el predicador testificaba y predicaba que hay favores y socorros de Dios sobrenaturales, que es razón que testifique por obra lo que dice con la palabra, fiándose en muchos casos de Dios, cuando de los medios humanos se siguen algunos inconvenientes que tienen apariencia de mal, como es comer carne en cuaresma quien predica la abstinencia de ella. Confusión verdaderamente grande de los que por levísimos achaques, de ordinario imaginados, o temidos, quebrantan el precepto de la Iglesia, con informaciones hechas por el amor desordenado de la vida, que muchas veces se pierde tempranamente en pena de lo poco que de Dios le fía. El santo Maestro Ávila con rigurosa abstinencia llegó a la última edad; es Nuestro Señor dueño de la vida.

     Bebía el vino muy templado, y probándolo por ver si estaba bastantemente aguado; examinaba primero lo que había de meter en casa, para quedar perfectamente señor de sí, y no faltar en sus estudios, y ejercicios, para que, como aconseja san Jerónimo, después pueda el hombre leer y orar. Demás que el santo Maestro aconsejaba que, después de la refección ordinaria, se tuviese silencio, considerando que suelen los hombres desmandarse en palabras o porfías con el calor de la comida; finalmente, su vivir fue un continuado ayuno.

     El sueño fue moderado, desde las once a las tres de la mañana. La cama, como las demás alhajas, humilde, mas bien compuesta, como dijimos. Las noches de los jueves y los viernes casi las pasaba en oración, y si tomaba algún sueño, jamás en cama, por haber padecido Cristo Nuestro Señor tanto el jueves en la noche, y haber muerto el viernes. Tenía detrás de la cama unos haces de sarmientos, cubiertos, porque no se viesen, con un paño; aquí se recostaba estas dos noches; esta devoción aconsejó a sus discípulos, y que ellos lo aconsejasen a otros. En la carta que escribió a un sacerdote, en que le da la instrucción que dejamos escrita en el libro primero, casi al fin, le dice así:

           Jueves y viernes es bien dormir en alguna tabla, por acompañar al Señor, que padeció aquellos días.

     Y en el capítulo setenta y dos del Audi filia, aconsejando a la santa doña Sancha la meditación de la pasión por todos los días de la semana, remata así:

           Y particularmente os encomiendo que en la noche del jueves toméis cuan poco sueño fuere posible, por tener compañía al Señor, que después de los trabajos del prendimiento, y largos caminos a casa de Anás y Caifás, y después de muchas bofetadas y burlas, y otros males que le fueron hechos, pasó lo más de la noche muy aherrojado, y en cárcel muy dura, y con tal tratamiento de los que le guardaban, que ni a él vagaba dormir, ni habría quien cesase de llorar si bien supiese lo que allí pasó. Lo cual es tanto, como san Jerónimo dice, que hasta el día del juicio no se sabrá. Pedidle vos a él parte de sus penas, y tomad vos por él cada noche del jueves alguna en particular, la que Él os encaminare. Porque gran vergüenza es para un cristiano no diferenciar aquella noche de otras; y una persona decía que quién podía dormir la noche del jueves y aun también creo que tampoco dormía la noche del viernes.

     Hasta aquí el santo Maestro Ávila. La persona que lo decía y hacía era el venerable varón; así lo dice el padre fray Luis de Granada, tratando de los largos espacios de su oración; dice el gran orador:

           Y en estas vigilias entraban las del jueves y viernes, ca decía él que quién se acostaba y podía acabarla consigo de dormir toda la noche el jueves, habiendo sido preso en este día nuestro Salvador, y pasado tal noche, y el viernes, estando muerto, que no correspondía a la grandeza de este beneficio.


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Capítulo IX

De su compostura y modestia exterior, templanza en sus palabras

     Una de las cosas que hizo más admirable a este varón apostólico, fue la modestia y compostura exterior de su persona, porque verdaderamente fue maravillosa, y al modo que del concierto de tantas ruedas y partes que componen un reloj, da testimonio la muestra, así las innumerables virtudes que enriquecían el alma de este gran siervo de Dios, todas se descubrían en lo exterior de su rostro, en la compostura de sus ojos, en la templanza y moderación de sus palabras. Víase en él una gravedad acompañada de humildad, mansedumbre y una blandura natural. No hay exageración que pueda bastantemente explicar la rara suavidad, la apacibilidad con que a todos oía; la caridad con que satisfacía a todas las preguntas que le hacían; el afecto amoroso, el gusto con que acogía aun a los más extraños; mas en esta apacibilidad de palabras puso Dios tanta eficacia y virtud que con ellas convirtió, redujo y levantó a grado de perfección a innumerables almas. Sus palabras eran todas muy cuerdas, muy ejemplares, y de grande edificación para los prójimos, sin que jamás saliese de su boca palabra que fuese menos grave; juntó la humildad y gravedad con singular y peregrina modestia. Finalmente era mirar un apóstol, y su vista componía, aun a los más distraídos.

     Su semblante, siempre el mismo, y entre tanta variedad de negocios y de personas, con quien trataba, nunca mudaba la constancia y serenidad de su rostro; parecía haber llegado a tener una participación de la inmutabilidad de los bienaventurados; procedía esto del recogimiento y composición del hombre interior, que redundaba en el exterior, porque, a no tener tan firmes raíces dentro, fácilmente se alterara y destemplara y mudara, con tanta diversidad de negocios y sucesos que se ofrecían. Andaba tan en presencia de Dios que, aunque estuviese en negocios de mucha importancia, nunca la perdía. Acaeció estar diez o doce días en el Colegio de la Compañía de Montilla, y nunca en todo este tiempo perdió esta su acostumbrada mesura y suavidad; notó esto uno de los padres del Colegio; pensó que esta mesura y gravedad la conservaba allí por darles buen ejemplo, y así lo dijo a uno de sus discípulos; mas él le desengañó diciéndole que esto era perpetuo en el padre Maestro Ávila en todo tiempo y lugar, de modo que, aun andando por su casa, y lo que es más, estando enfermo en la cama, o encerrado a solas en su aposento, siempre conservaba esta misma serenidad y gravedad; tan grande era el hábito que tenía adquirido.

     La mesura y compostura de sus ojos fue un milagro, y era cosa rarísima el verlo ir por las calles. Yendo en Córdoba en la procesión del Corpus, con una vela en la mano, iba con tan grande mesura y gravedad, y tan rara modestia, que un caballero principal de esta ciudad se arrodilló y le besó la mano. Era su aspecto venerable y tan compuesto que apenas levantaba los ojos. Practicó la doctrina de san Vicente, que aconseja que el religioso no extienda la vista más de cuanto ocupa la estatura de un Crucifijo; así lo guardó el padre Maestro Ávila, porque poco más que esto extendía comúnmente la vista. Dijimos, a otro propósito, que en Córdoba entró con un sacerdote amigo suyo en un jardín muy ameno, donde había muchas cosas que mirar y que admirar; el venerable padre ni mudaba semblante ni aquella hermosura, pompa mayor de la naturaleza, atrajo a sí los ojos; tan enfrenado tenía este sentido indómito.

     La templanza y gravedad de sus palabras fue admirable. Donaire nunca se vio en su boca, y así entendía aquellas palabras del Apóstol: Scurrilitas, quae ad rem non pertinet. Explicábalas así: que palabras de chocarrería no pertenecían a la gravedad del instituto cristiano. Afirmaba el padre Alonso de Molina que, habiéndole conocido y tratado muchos años, nunca le oyó una palabra ociosa, y el padre Juan de Villarás, que en más de treinta años que le trató, diez y seis de ellos en una casa, nunca le vio reír, y el sonreír era tal que, como dice san Bernardo, más tenía necesidad de espuelas que de freno. No consentía que en su presencia se hablase de manera que la fama ajena padeciese el más ligero daño; y, si alguna persona se desmandaba en esta parte, impedía con brevedad la plática, y dando una palmada en la silla decía: «Basta, démosle treinta días de término para que responda por sí».

     No permitía, aunque se sospechase mal de una persona. Estando un día en conversación con unas personas espirituales, comenzó a cantar una vecina con voz alta que no les dejaba entender. El santo Maestro previniendo a los oyentes, para que no juzgasen mal, dijo con gran sinceridad: «Sirve esta doncella con alegría a Nuestro Señor».

     Fue muy cortés con todos, y decía que la santidad y urbanidad corren a las parejas. A príncipes seglares trató con notable cortesía; tal vez se juzgó a exceso. Diciéndole sus discípulos que por qué había hecho una humillación demasiada a cierto duque, respondió: «Quieren paja, démosles paja»; con cada uno usaba del cebo que gustaba para ganarle.

     Ésta su compostura y gravedad, mezclada con humildad, suavidad, y alegría, causó admiración tan grande en el padre fray Luis de Granada, habiéndole comunicado muchos días continuados en una misma casa, en una mesa que afirma que no vio en él una hora más que otra; y aun en acabando de comer, en que suele la lengua desmandarse en palabras alegres, o risas, no vio en él otro semblante que el que se ve en un hombre que sale de una larga y devota oración, lo cual dice no podía perpetuamente conservarse, si no fuera por el recogimiento y unión interior que tenía siempre con Dios, con la cual procuraba tener siempre el horno de su corazón caliente, y para que, al tiempo del recogimento, no fuese menester mucha leña de consideraciones, para meterle en calor.

     Esta compostura de su rostro, tan severa, humilde y alegre, era de suerte que cuantos le miraban se compungían y aficionaban a darle la obediencia, y seguir sus consejos. Tuviéronle los que le comunicaron una singular reverencia, y todos los señores y prelados con que trataba le veneraron y respetaron grandemente, porque su rostro era un sobrescrito, que declaraba lo que en el hombre interior estaba secreto. Decían algunos: «Este hombre con sólo verle nos edifica».

     Algunos de sus discípulos fueron eminentes en esta mesura y compostura santa, y salieron muy parecidos a su Maestro.



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Capítulo X

De la virtud de la castidad

     La castidad de padre Maestro Ávila fue como de ejemplar, quiero decir, de persona que puso Dios en su Iglesia por ejemplo, y dechado en que se mirasen muchos, y por él se gobernasen. Cuando la divina providencia, para gran bien del mundo envía algún varón santo para reformador de algún estado, o para plantar alguna virtud, o reparar algún abuso, o para que sea ejemplo del gobierno, sobre las virtudes que concurren todas en los santos, campea en particular aquella para cuyo magisterio les puso Dios en su Iglesia. El seráfico padre san Francisco fue ejemplar de la pobreza y humildad; santo Domingo, de la predicación evangélica; san Luis, para que se entendiese que pueden ser los reyes santos; san Carlos fue modelo a los perlados en el gobierno de la Iglesia; san Pedro de Alcántara, de la penitencia. Admiramos en estos santos, y en otros que pudiéramos traer para este intento, aquellas virtudes particulares, para que fueron ejemplo.

     Dio Nuestro Señor al santo padre Juan de Ávila a los sacerdotes, en especial de estos reinos, por Maestro y guía del estado clerical; alabamos en él todas las virtudes que adornan un perfecto sacerdote; mas, como la castidad y la limpieza de alma y cuerpo es la virtud más propia, y que más adorna a los profesores de este estado, y es el ornamento máximo, el honor, la gloria del sacerdocio católico, Nuestro Señor concedió al venerable Maestro esta virtud en grado heroico; resplandeció en él con tan notable excelencia que arrebató los ojos y admiración de todos, y el santo varón, conociendo su importancia, por ventura fue en la cosa en que puso más intenso cuidado, más vigilante desvelo.

     Túvose por cosa cierta que fue virgen, y es fácil de persuadir esta verdad al que con atención hubiere leído el discurso de su vida. Tomóle Dios para sí desde la cuna; prevínole con bendiciones de dulzura desde los primeros años; con él nacieron, con él fueron creciendo, el recato, la penitencia, la severidad de costumbres, el uso de sacramentos; no halló entrada el enemigo; estaba defendido de tantos baluartes; escogióle Dios para predicación de la castidad y Maestro de las vírgenes; enamoróse de esta virtud sobremanera, para que, tomando tan desde los principios la corriente, fuese el amor mayor, más poderoso el afecto.

     La virtud de la castidad en el santo Maestro Ávila fue rara, fue admirable, fue angélica; en el mirar, en sus palabras, en toda la compostura exterior parecía la castidad misma; comunicaba en la naturaleza con los hombres, en la pureza con los ángeles, sin que jamás se le oyese palabra que fuese menos recatada o advertida. Es maravilloso en sus libros; tocando en materias de castidad, el río de su elocuencia divina va creciendo más claro que el cristal, mayormente hablando con sacerdotes de la pureza y castidad que deben tener para cumplir con las obligaciones de su estado; remóntase sobre sí mismo, y la grandeza del afecto da aumentos a la elocuencia. Algunas cartas hay para vírgenes, exhortándolas o a emprender o a perseverar en este estado. Dictaba la castidad, el padre Juan de Ávila escribía; y el libro de oro del Audi filia por muchos capítulos habla de esta virtud, y del vicio, su enemigo, con tan gran magisterio, con tal conocimiento de la materia, que se muestra su cuidado en la conquista de esta virtud, la destreza en pelear con su contrario, la vigilancia en su conservación.

     Fue predicador de la castidad, mostrando los deseos que tenía de que todos la guardasen; fueron grandes las conversiones de personas entregadas al vicio sensual, que vivieron, no solo casta, mas ejemplarmente. Redujo a muchas doncellas a que se consagrasen a virginidad perpetua; sus palabras, tan vivas, salidas de un pecho casto, infundían castidad. Fue tan eminente en esta virtud que jamás, por enemigos que tuvo, padeció calumnia de ella; y fuera cierto valerse de esa nota, si la hubiera, aun imaginada, en un hombre que predicaba de las verdades que duelen; mas el gran crédito de su castidad enmudeció a la intención más depravada.

     El recato en el trato con mujeres fue grandísimo, por grave que fuese la persona, de cualquier edad y buena fama. Habiendo de hablar o tratar con él cualquier negocio, jamás consintió pisase los umbrales de su casa (siempre era en materias de conciencia); remitíalas a la iglesia; allí las hablaba y no en confesonario; si acaso era negocio, sentábase con ellas en un banco raso a vista de la gente, oíalas, y con suma brevedad las despedía; acrecentaba la compostura en los ojos, mostrábase más severo en el semblante, grande la concisión en las palabras, y aquella su mesura, que dijimos, en estas ocasiones se afinaba.

     Teníanle todos en opinión tan grande que jamás en su presencia se atrevió hombre humano a hablar o hacer ademán que no fuese honestísimo, y cualquier descuido que se cometiese lo reprehendía ásperamente. Componía su presencia los concursos de los hombres y mujeres, en verle pasar por una calle, o entrar en la iglesia, haciendo con un mirar lo que no alcanzan mandatos y censuras. Enseñó este espíritu a sus discípulos; hubo alguno que arriesgó tal vez la vida por volver por la honra de Dios, reprehendiendo con un celo de Elías unos personajes graves, que con poca modestia hablaban con mujeres.

     Esta virtud de la castidad plantó en sus verdaderos discípulos, con tan hondas raíces, con tan continuo riego de doctrina, que dio copiosos frutos; por ella sola los podían conocer, pues, a imitación de su gran Maestro, eran recatadísimos, y muchos de ellos se servían de hombres, o de amas tan ancianas que cesase todo inconveniente. Algo tocamos de aquellos primeros padres fundadores del Estudio de Baeza; fueron ejemplo raro de castidad y recato; hablarnos de la virginidad del venerable Diego Pérez y del Maestro Noguera todo fruto de la continua enseñanza del padre Maestro Ávila, del ejemplo, de la vigilancia que en él vían. Aconsejábales fuesen recatadísimos en la comunicación con mujeres; que le imitasen en aquel modo de hablarlas en la iglesia, y, si en el confesonario, con poquísimas palabras, y las que solamente pidiese la necesidad de la materia. Habíale enseñado la experiencia de muchos años, y continua práctica del confesonario, que muchas mujeres principales, no atreviéndose a desdecir de su honor, gastan mucho tiempo parlando con los confesores, satisfaciendo en esto a su apetito, y tomando esto por sensualidad, y se acusaban de ello; esto lo hizo recatado, y así aconsejaba a sus discípulos, por obviar estos inconvenientes, la breve comunicación del confesonario, que se diga lo preciso y con cautela, no salte alguna centella. Lo mismo aconsejó a doña Sancha Carrillo. En algunos capítulos, y en ella a todas las almas castas y que desean evitar peligros (en todo lo hay, si falta la advertencia), trata del modo de confesarse y portarse en estas ocasiones, en que se imagina algún riesgo. El venerable Diego Pérez, en el libro de Aviso de gente recogida hace un largo tratado del peligro que es la imprudencia en la confesión.

     Cuéntase en las informaciones de su vida que cierto sacerdote forastero le vino a pedir consejo, si tendría en su casa una ama que fuese de mucha edad. Respondióle que otro día, por la mañana, le daría la respuesta, y que fuese aquella noche su huésped. Ordenó al criado que le servía, que en el manjar que les diese a cenar echase algo más de sal de la ordinaria, y retirarse las vasijas del agua, que tenían su puesto, conocido, y que dejase en una vacía grande el agua en que lavase el vedriado, con que servían la mesa. Despertó el huésped, pasada parte de la noche, fatigado de la sed; fuese a buscar agua; no la hallando en los cántaros, echóse a beber en la vacía, sin reparar si estaba limpia o sucia, y satisfizo su sed. Preguntóle el venerable Maestro cómo le había ido; contó el huésped lo que le había pasado; entonces el santo varón le dijo que eso le daba por consejo, que es el apetito tan bruto, y tal vez tan desenfrenado, que se abalanza a la torpeza, sin reparar en deformidades, y así, cuando no hay gran seguridad en la persona, juzgaba por inconveniente el tener mujer en casa, que esto le daba por consejo. Así lo cuentan; es la doctrina por lo menos cierta.

     Todas las personas, y son muchas, que han depuesto en su causa en Montilla, donde el santo Maestro vivió de asiento algunos años (en las demás ciudades fue siempre peregrino), contestan casi todos en estas palabras: «Fue grande su recato, jamás se lo oyó palabra que no fuese muy casta, y honesta, ni permitía se pronunciase o dijese en su presencia». Dio raro ejemplo a los sacerdotes en el modo con que vivió. Su casa parecía un convento muy observante, la puerta siempre cerrada, al que llamaba respondía de dentro un criado: «Deo gratias»; y, sabiendo el recado, le llevaba al padre Maestro Ávila, y si daba licencia, entraba la persona, y no consintió entrase mujer ninguna por su puerta, y las que iban por consejo, o otra necesidad, las remitía a hablarlas en la iglesia; allí las daba audiencia, nunca a solas y aparte. Fue recatadísimo en la vista, traía los ojos de tal manera bajos que componían a los que le miraban aunque fuesen personas distraídas; y cuando venía por la calle, los que le veían venir de lejos, decían; «El Maestro Ávila viene, mudemos de conversación»; y así lo hacían, y se componían en lo exterior, y decían de él grandes alabanzas, ponderando su santidad, modestia y compostura y buen ejemplo, diciendo: «Este es verdadero siervo de Dios; todo es predicar con palabras y obras». Quedó como proverbio en Montilla, si alguien reprehendía alguna falta o vicio a otro, decir: «Mirad quien reprehende, ¿es por ventura el gran Maestro Ávila?» dando a entender que él solo pudo reprehender, por no haber cometido cosa digna de reprehensión.

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