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ArribaAbajoEl Príncipe de Viana

AUTORES CONSULTADOS.-Zurita. Aleson, continuación de los anales de Navarra, de Moret. Mariana, Historia de Poblet. Crónicas de don Juan II y don Enrique IV de Castilla. Nicolás Antonio. Varios manuscritos auténticos del tiempo, comunicados al autor.

El teatro de crímenes y sangre en que se hallaron los personajes pintados hasta aquí, se hacía menos horrible con la admiración de sus hazañas y el lustre de su gloria y su fortuna. Los mismos escándalos y mayores delitos se van a recordar ahora, con el desconsuelo de ver los talentos malogrados, los lazos de la sangre rotos del modo más bárbaro y más vil, la virtud perseguida y sacrificada, la injusticia triunfante; y al escribir la vida del desdichado príncipe de Viana, no pudiendo contenerse en la indiferencia histórica, la pluma se baña en lágrimas, y el estilo se tiñe con los colores que le prestan la indignación y el dolor.

Nació en Peñafiel a 29 de mayo de 1421, de don Juan, infante de Aragón, y doña Blanca, hija y sucesora de Carlos III, rey de Navarra, llamado, por la excelencia de su carácter, el Noble. ardía en aquella sazón Castilla en guerras civiles, atizadas por la ambición de los grandes, que viendo la flaqueza y la incapacidad de Juan II querían a porfía apoderarse de la administración y del gobierno. El Infante hacía un papel muy principal en estas discordias, aunque por entonces favorecía el partido al parecer más justo, que era el de la corte. Aragón sufría la calamidad de la guerra que sostenía su rey don Alonso en demanda del reino de Nápoles. Francia se hallaba desgarrada con sus divisiones intestinas y la invasión de los ingleses. Sólo el pequeño estado de Navarra gozaba de una profunda paz, debida a la prudencia de su rey, y a la habilidad con que había sabido granjearse el amor de las potencias convecinas, sin chocar jamás Pon ninguna. Carlos su nieto, que según los pactos matrimoniales ajustados entre doña Blanca y don Juan había de criarse en Navarra, fue llevado a ella por su madre, y puesto bajo la tutela y la educación de su abuelo. Un año había cumplido entonces; y el Rey, que tenía puesta en él toda la esperanza de su sucesión y de la felicidad del Estado, quiso condecorarle como su heredero, y erigió en principado el estado de Viana, para que fuese de allí en adelante el título y patrimonio de los primogénitos de Navarra. Institución que fue aprobada en cortes generales del reino celebradas en Olite (1422), al mismo tiempo que el niño jurado solemnemente heredero y rey de Navarra para después de los días de su abuelo y su madre doña Blanca.

Don más augusto y más grande que el del principado fue la excelente educación que recibió, y que si bien no pudo completarse en vida del rey anciano, fue seguida bajo el mismo plan por su virtuosa madre. Todo contribuyó a ello: ejercicios varoniles, máximas de virtud, estudios a propósito para enriquecer su entendimiento y formar su corazón; sobre todo, el espectáculo de un reino tranquilo y floreciente bajo una administración sabía y moderada. El fruto que se sacó de estos desvelos fue grande en los adelantamientos del Príncipe, cuya conducta y escritos son una insigne prueba de ellos; pero las esperanzas que los pueblos pudieron prometerse fueron tristemente anegadas en la borrasca de sus desventuras.

Era aún muy niño cuando murió su abuelo; más el fallecimiento de su madre le cogió ya en la edad de veinte y un años cumplidos (1442). Nombróle por heredero suyo universal en los estados de Navarra y de Nemours, según le competía de derecho y estaba pactado en las capitulaciones matrimoniales de su desposorio con don Juan; más le rogó que para usar del título de rey tuviese por bien tomar la bendición y consentimiento de su padre. Había muerto doña Blanca en Castilla, y por su ausencia era el Príncipe gobernador del reino: encargo en que quedó después con beneplácito de don Juan. Sus despachos de aquel tiempo manifiestan que el Príncipe, conformándose con los deseos de su madre, se intitulaba en ellos príncipe de Viana, primogénito, heredero y lugarteniente por su padre: particularidades que, aunque parecen demasiado menudas en la historia, son sin embargo necesarias para sentar la justicia del Príncipe en las divisiones que después se siguieron, viéndose por ellas que su moderación y su modestia fueron siempre iguales a su derecho.

Dejaba doña Blanca al tiempo de su muerte, demás del príncipe de Viana, una hija de su mismo nombre, casada con el príncipe de Asturias don Enrique; y otra llamada doña Leonor, que casó con Gastón, conde de Fox. El padre de todos estos príncipes, don Juan, había empleado casi todo el tiempo de su matrimonio en guerras intestinas dentro de Castilla, en cuya corte quería mandar solo. Pudo a los principios conseguirlo, cuando contra su mismo hermano don Enrique favoreció el partido del Rey; más después que se alzó con la privanza y el poder don Álvaro de Luna, hombre que no cedía a ninguno de aquella época en valor, en astucia y en orgullo, el rey de Navarra no logró con sus sediciosos esfuerzos otra cosa que hacerse aborrecible en todas partes. Los castellanos se quejaban porque no se iba a mandar y gobernar en sus estados, y los navarros se resentían de tener que contribuir para sus empresas, de ningún momento ni utilidad para ellos. Cuando murió su mujer la guerra civil se hallaba algo apaciguada en Castilla, y don Juan y sus parciales habían logrado el triunfo momentáneo de hacer salir de la Corte al condestable don Álvaro de Luna. Para mayor seguridad se habían convenido todos en mantenerse en igual valimiento con el Rey: convención absurda, contraria a lo que cada uno de ellos deseaba, e imposible de verificarse, atendida la flojedad y flaqueza de Juan II, el cual era incapaz de mantener su favor en un equilibrio prudente. Advirtió el rey de Navarra que el almirante de Castilla don Fadrique Enríquez adelantaba en la confianza del Rey, y como ambicioso, empezó a odiar aquel estado de cosas, recelando que don Álvaro iba a volver al mando, o que el Almirante iba a alzarse con él; y aunque éste era parcial suyo, ya le miraba con los ojos de un cortesano desgraciado, y le reputaba delincuente porque el Monarca le favorecía. El conde de Castro su amigo y gran confidente, viéndole desabrido y ocupado de estos pensamientos, después de manifestarle la injusticia de sus sospechas contra el Almirante, que siempre le había sido fiel, para acabarle de sosegar le dijo que sí quería asegurarse enteramente, estrechase los vínculos que le unían con aquel caballero; y puesto que doña Blanca era muerta, y concurrían en doña Juana Enríquez, hija de don Fadrique, todas aquellas prendas que podría imaginarse para un enlace digno, la pidiese en casamiento a su padre, y de este modo el nudo de su amistad y alianza sería indisoluble.

No bien fue dado el consejo cuando se puso en ejecución; y un rey de Navarra, lugarteniente al mismo tiempo por su hermano en los estados de Aragón, y heredero presuntivo de ellos, después de hacer en la corte de Castilla el papel de un cortesano intrigante, buscaba la hija de un particular en apoyo de sus pequeñas miras y de su ambición subalterna. El matrimonio se efectuó; pero ni el Almirante ni don Juan consiguieron de esta alianza el fruto a que aspiraban; porque, vuelto don Álvaro de Luna a la privanza, y asistiéndole la mayor parte de los grandes, los infantes de Aragón fueron vencidos en la batalla de Olmedo; y don Enrique, muerto de sus heridas, y el rey de Navarra, huido, perdieron de una vez sus estados y su autoridad en Castilla.

Gobernaba entre tanto el príncipe de Viana el reino de Navarra, que disfrutaba de la felicidad consiguiente a los sabios y moderados principios establecidos por Carlos el Noble. Alguna vez llegaban a él las chispas de la guerra que se hacía en Castilla, pero eran desvanecidas al instante; y aunque en el año de 1451 el rey de Castilla y su hijo don Enrique entraron poderosamente en Navarra y sitiaron la ciudad de Estella, el Príncipe, cuyas fuerzas no eran bastantes a resistir al castellano, tomó la resolución de irse desarmado a sus reales, y habló a padre y a hijo con tal persuasión, manifestándoles la injusticia de aquel procedimiento en la larga unión que había entre los dos estados, que ellos, convencidos de su razón y movidos de su elocuencia, alzaron el sitio de Estella y se volvieron a Castilla. No falta quien dice que esta condescendencia tuvo otro fin más político y profundo, y que don Álvaro de Luna, deseoso de librarse de los continuos tiros que hacía a su poder el rey de Navarra, quiso darle en qué entender en sus propios estados, para quitarle la ocasión de venir a inquietar los ajenos; y que hizo unirse estrechamente al rey y príncipe de Castilla con el de Viana, inspirando, a éste desconfianzas hacia su padre o abultando las quejas que ya tenía de él.

Los sucesos que siguieron dan verosimilitud a esta presunción. El rey de Navarra estaba muy malquisto de sus naturales; ellos eran los que sostenían la mayor parte de los gastos a que le obligaban las continuas empresas de su genio turbulento; ellos sufrieron el amago y aun los golpes de la venganza castellana, y parecíales que nada debían a un rey que sacrificaba su provecho y su quietud al interés de lo que deseaba en Castilla. Sentían que, según lo pactado anteriormente entre los reyes y con el reino, no hubiese ya entregado el dominio y la autoridad real en poder de su hijo, a quien competía por edad, por mérito y por derecho; por último, habían llevado muy a mal que se hubiese casado con la hija del Almirante sin haber dado cuenta de ello ni a su hijo ni al reino, y murmuraban que ningún respeto ni contemplaciones debían a un rey extraño, que no tenía por aquel estado atención ni amor alguno.

Estas centellas de descontento tomaron la fuerza de un volcán cuando la venida de su mujer a Navarra, con título de gobernadora, en compañía del Príncipe (1452). «¿Con qué derecho, decían, nos envía una mujer extraña a que nos mande, y hace esta injuria a su hijo, que ha gobernado tantos años con tal prudencia y acierto?» Los modales de la Reina, que en vez de ganarse las voluntades con la afabilidad y dulzura propias de su sexo afectaba una arrogancia y un imperio siempre odioso, pero más a ánimos descontentos, acabaron de apurar la paciencia y soplaron la llama de la sedición. Había dos parcialidades en Navarra, la agramontesa y beamontesa, nacidas anteriormente de celos de privanza. Toda la autoridad y cuidado de doña Blanca en el tiempo de su gobierno no pudieron extinguirlas, y se volvieron a encender de nuevo con más furia que nunca al darse la señal de la división entre padre e hijo. Había sido ayo de Carlos, y principal consejero en su gobierno, don Juan de Beamonte, gran prior de Navarra y hermano de don Luis, conde de Lerín y condestable, casado con una hija natural de Carlos el Noble. Éstos eran los jefes del bando beamontés; mientras que los agramonteses seguían por caudillo al mariscal del reino don Pedro de Navarra, señor de Agramont. Declaráronse los primeros por el Príncipe, y los segundos, por ser contrarios a aquel partido, favorecieron el del Rey. Dícese en prueba de ello que poco antes del rompimiento, saliendo el Príncipe un día a caza, se encontraron con él don Pedro de Navarra y su amigo Pedro de Peralta, y le dijeron: «Sepa vuesa Alteza que os conocemos por nuestro rey y señor, como es razón y somos obligados, y nadie en esto debe pensar otra cosa; pero si ha de ser para que el Condestable y su hermano nos manden y persigan, sabed, señor, que nos hemos de defender con la mayor honradez que pudiéremos; porque nuestra intención no es de faltar a vuesa Alteza, sino defendernos de nuestros enemigos, que nos quieren deshacer.» A lo cual respondió el Príncipe: «Yo no entiendo que el Condestable y su hermano os procuren tanto mal como decís: no penséis en eso; que Dios dará remedio a todo, y proveerá que mi padre y yo conozcamos que sois tan fieles servidores como debéis.»

Rompieron en fin padre e hijo, queriendo el primero mantener en Navarra su autoridad soberana como hasta entonces, y el segundo entrar en la posesión de ella, como estaba convenido anteriormente. A cuál de ellos asistía la razón no es necesario ya manifestarlo; pero siempre hubiera sido más sano que el Príncipe no apoyase la suya con las armas; porque este partido tenía siempre el mal aspecto de la irreverencia, y el inconveniente y los escándalos de una guerra civil. El rey de Castilla y el de Aragón pudieran ser unos mediadores autorizados y poderosos para ajustar las diferencias; y él quizá hubiera adquirido la autoridad a que aspiraba, sin llegar a la extremidad de alzar el brazo contra su padre. Las fuerzas no eran iguales, pues aunque la más sana parte de Navarra estaba por el Príncipe, casi todas las fortalezas, y el mismo estado de Viana, llevaban la voz del Rey, que desde que murió su mujer doña Blanca, y mucho más desde su segundo casamiento, había tenido cuidado de entregar los castillos y las alcaidías a sus servidores más fieles. Si a esto se añade la ventaja que le daban en la lucha su actividad, su artificio y el largo uso que tenía de la guerra, por sus alborotos en Castilla, se ve claramente que el partido más justo no era el más fuerte ni sería tampoco el más feliz.

Negóse el Rey a confirmar los conciertos que su hijo había hecho con Castilla; y Carlos, o que ya estuviese cansado de ejercer una autoridad subalterna correspondiéndole la soberana, o que fuese arrastrado del partido beamontés, dio la señal de la guerra; y ayudado de los castellanos, tomó a Olite, Tafalla, Aivar y Pamplona. Pasó después con sus aliados a sitiar a Estella, donde estaba la Reina su madrastra. A su peligro voló el Rey, ayudado de las fuerzas de Aragón y contando con las que le había prevenido la parcialidad agramontesa; más, sin embargo, hallándose menos fuerte para entrar en batalla, se volvió a Aragón por nuevos refuerzos, encargando a los suyos que entretuviesen mañosamente a los contrarios. «Engañó a don Carlos, dice Mariana, su buena, sencilla y mansa condición»; creyó que la ida del Rey a Aragón era para no volver tan presto; detestaba la guerra, y tal vez no quería hacerse odioso a los navarros teniendo por más tiempo en el reino tropas castellanas. Éstas a persuasión suya levantaron el sitio y se volvieron a Burgos, a tiempo que el Rey, nunca más activo que entonces, después de haber juntado con increíble celeridad las fuerzas que tenía en Aragón, volvió prestamente a Navarra, y se puso sobre Aivar con intento de tomarla.

Acudió el Príncipe a socorrerla, y sentó su campo a vista del de su padre. El Rey quiso dar luego la batalla para impedir que se engrosase el ejército enemigo, a quien llegaban por momentos nuevas compañías. Pusiéronse unos y otros en orden de pelear, cuando algunos eclesiásticos conociendo la abominación de semejante contienda hicieron aquella vez el papel que correspondía a su ministerio; y a fuerza de súplicas, de ruegos y amonestaciones pudieron traer a concierto los ánimos de los combatientes. dio al instante el Príncipe oídos a la composición, y propuso a su padre una concordia concebida en los términos siguientes: que recibiese en su gracia a él y a los suyos; se le restituyese el principado de Viana y sus fortalezas, y a los de su partido los lugares y villas que los contrarios les hubiesen usurpado; que él había de quedar en su plena libertad, y en la de disponer su casa como le pareciese; que había de gobernar el reino, como hasta allí, en las ausencias de su padre; que aprobase éste los conciertos hechos con Castilla, y se le diese tiempo de avisar a su rey de esta nueva concordia.

No eran éstas seguramente proposiciones de un rebelde, puesto que en ellas se dejaba al padre toda la autoridad soberana, por la cual se contendía. El Rey condescendió con algunas, negó y modificó otras; y al cabo el Príncipe, por amor de la paz, cedió a todo, y dijo que como su padre le recibiese en su gracia, volvería con todos los suyos a su obediencia. Firmóse la concordia primero por él, y después por el Rey; juróse solemnemente, y a pocas horas de haberse, jurado, los dos ejércitos vinieron a las manos. Cuál fuese la causa de esta revolución tan repentina y tan escandalosa no se sabe, aunque se hace verosímil la sospecha de Aleson, que conjetura que en la enemistad que se tenían las dos parcialidades, no es de extrañar saltase alguna chispa que causó aquel incendio, sin que ni hijo ni padre pudiesen contenerle. Por mucho tiempo tuvieron ventaja los del Príncipe. Su vanguardia encontró tan furiosamente con la del Rey, que aunque compuesta de sus mejores batallones le fue forzoso ciar. Pero hallábase en ella Rodrigo de Rebolledo, camarero mayor de don Juan, hombre de un esfuerzo extraordinario, acreditado ya en otras ocasiones. Éste se mantuvo peleando; a su ejemplo los fugitivos cobraron el valor perdido, y volvieron a la pelea. Huyeron de su encuentro los jinetes andaluces que habían venido al socorro del Príncipe; y él, viéndose arrancar de las manos la victoria, redobló su esfuerzo y osadía, y atacó con los que le acompañaban el batallón en que estaba su padre. Ya se hallaba éste acosado y próximo al peligro de venir a manos del Príncipe, cuando su hijo natural don Alonso de Aragón volé a socorrerle; y acometiendo por un costado con treinta lanzas a los beamonteses, que ya se juzgaban vencedores, los rompió, y dio lugar a los realistas para que los desbaratasen y ganasen la victoria. El Príncipe, hostigado a rendirse, no quiso hacerlo sino a su hermano don Alonso, a quien dio el estoque y una manopla (23 de octubre de 1452), que el otro recibió apeado del caballo y besando al Príncipe la rodilla.

El padre, irritado, no quiso verle; y él tenía la imaginación tan herida, que temía le diesen veneno en la comida; y ni en el real, ni en el castillo de Tafalla, adonde fue llevado, quiso probar bocado alguno si antes no le hacía la salva su hermano. Con este rigor de la una parte, y tales sospechas de la otra, los ánimos se enconaban más por momentos, y todos los medios de concordia parecían imposibles. Era signo de aquel tiempo feroz ser condenado a ver el espectáculo de estas guerras parricidas. El príncipe de Castilla trataba de quitar por fuerza la gobernación a su padre; el rey Carlos de Francia estaba en lid abierta con su hijo, el que fue después Luis XI; y Navarra vio darse la batalla de Aivar en su recinto.

Ganada esta victoria, el Rey partió a Zaragoza, donde le llamaba el cuidado de las cortes de Aragón, que iban a celebrarse allí. En ellas se determinó que se nombrasen cuarenta diputados de los que asistieron entonces, y que éstos interviniesen en la expedición de los muchos y graves negocios que en aquella sazón ocurrían: acuerdo molestísimo a don Juan, porque conocía la oposición que en esta comisión hallaría para sus miras ambiciosas. Ningún asunto más grave que las discordias de Navarra y la prisión de don Carlos: sus parciales, en vez de desmayar con aquella desgracia, tomaron fuerzas de su misma indignación, y ayudados del príncipe de Asturias soplaban con más fuerza el fuego de la guerra civil; se apoderaron de varios lugares, y acometieron las fronteras de Aragón. Lo mismo amenazaba por su parte el rey de Castilla: de modo que los cuarenta diputados trataron seriamente de concordar las cosas de Navarra, para atajar el incendio que iba apresuradamente entrándose por su casa. A estas razones políticas se allegaba también la conmiseración natural que inspiraba el rigor del Rey con el príncipe prisionero. Del castillo de Tafalla fue llevado al de Mallen, de Mallen al de Monroy, sin que el rencor sospechoso de su padre le creyese asegurado en parte alguna. Los ánimos más templados se ofendían Y murmuraban viendo al Príncipe, propietario de Navarra, heredero presuntivo de los estados de Aragón, y joven de tan grandes esperanzas por sus virtudes y sus talentos, conducido de prisión en prisión como un vil criminal.

La primera demostración que los cuarenta hicieron de su disgusto y de su resolución fue hacer jurar a las tropas que juntaban para hacer la guerra en las fronteras, que no asistieron al rey don Juan en la oposición a su hijo: «Si vos, como rey de Navarra, le decían, y lugarteniente de Aragón, tenéis dos guerras, nosotros no queremos tener más que una, y nos basta la de Castilla. «Después, sabiendo que todas las fuerzas de este reino se juntaban para entrar en Navarra y favorecer el partido beamontés, formaron los capítulos de una concordia, por la cual se había de poner al Príncipe en libertad; se le entregaba su estado de Viana; él había de rendir a su padre a Pamplona y Olite, que seguían su voz; las rentas del reino se dividirían entre ambos; todas sus diferencias se ponían en manos del rey de Aragón, que se hallaba en Italia; demás de esto el hijo debía disponer su casa a su gusto, y había de concederse perdón recíproco a los parciales de uno y otro bando.

El Príncipe firmó este convenio: el Rey, aunque le firmó, hizo limitaciones que no agradaban a su hijo; tales eran la de que no había de ir sin su permiso a verse con el rey de Aragón su tío, y que su casa se había de componer de sugetos de las dos parcialidades beamontesa y agramontesa. Creía don Juan que a trueque de conseguir su libertad vendría en cualquier concierto, por duro que fuese; y Carlos, seguro del armamento que en su favor se hacía en Castilla, quería mejorar su partido, aunque fuese a costa de alguna dilación. Pasábase así el tiempo sin concluir cosa alguna. Aragón veía amenazadas sus fronteras; su rey ausente no le acudía, y sus diputados no sabían qué hacerse para sacar el reino de aquel conflicto. Enviaron embajadores a Pamplona para tratar de concordia; y la ciudad contestó que sus amas no se movían en daño de Aragón, sino en defensa de su príncipe, cuya libertad y gobierno querían. Hicieron más los navarros, que fue enviar embajadores a las cortes de Aragón a asegurar esto mismo y agradecer los buenos oficios que hacían en favor del Príncipe, y ordenaron que en los lugares de la frontera se pregonase la paz entre los dos reinos.

La misma ciudad de Pamplona, viendo que nada se adelantaba en cuanto al Príncipe, nombró una diputación de tres sugetos principales, para que, auxiliándose de la intervención de las cortes de Aragón, se la pidiesen al Rey. Éste no pudo ya resistir a los ruegos reunidos de los dos reinos y a la fuerza de las circunstancias; y sacando a su hijo de la fortaleza de Monroy, le llevó a Zaragoza, y le entregó en la sala de las Cortes en 25 de enero de 1453. más la libertad concedida no era absoluta: había de tener por prisión a Zaragoza, y cuidaban de su custodia dos diputados de los cuarenta. Diéronsele treinta días para que concluyese la concordia: término que no siendo suficiente pará fenecer tantos puntos como se ventilaban, fue preciso prorogarle por dos veces, queriendo siempre el Rey apretar el rigor de la convención, y no allanándose su hijo sino a lo que fuese justo. Por último consiguió su libertad, quedando en poder de su padre en rehenes de lo pactado el condestable de Navarra y sus dos hijos don Luis y don Carlos de Beamonte, con otros caballeros que generosamente se ofrecieron a ello por ver libre al príncipe que adoraban.

Mas no por eso cesó la guerra en Navarra. El príncipe de Asturias don Enrique, que aborrecía mortalmente al rey don Juan su suegro, no quería entrar en ajuste ninguno, y siempre estaba armado sobre la frontera de Castilla, enviando fuerzas a la parcialidad beamontesa. Por este tiempo hizo también a la princesa su mujer el agravio de repudiarla y enviarla a su padre, pretextando que por algún hechizo oculto era impotente con ella. No había para esto, en caso de ser verdad, otro hechizo que haber estragado aquel príncipe su temperamento con los placeres ilícitos o infames a que se dio en la primera juventud. La desdichada Blanca fue arrojada de un lecho que sus virtudes honraban, para que después le ocupase aquella Juana de Portugal cuya imprudente conducta fue la ocasión de todas las desgracias de Enrique IV. Vivió algún tiempo en Aragón, y después se fue a Pamplona con el príncipe su hermano, a quien amaba entrañablemente: motivo por el cual vino a incurrir en el odio que su padre tenía a don Carlos. La discordia pues siguió en Navarra con el mismo furor que antes, sin que se remitiese más que el breve espacio de tiempo en que se ajustaban algunas treguas por las negociaciones, que siempre estuvieron abiertas. Mediaban en ellas Ferrer Lanuza, justicia de Aragón, enviado por el rey de Navarra al de Castilla a ajustar las diferencias que hubiese; y la reina de Aragón, a quien su esposo Alonso V, justamente afligido de los males que padecía España, envió desde Italia a componerlas todas. La paz se ajustó al fin con Enrique IV, que acababa de suceder a su padre Juan II, muerto en aquella sazón; pero las discordias de Navarra no pudieron apaciguarse. Estorbábalo el rencor de las dos parcialidades, y sólo pudo conseguirse que se concertasen treguas por un año (1455), que aunque no muy bien guardadas, todavía excusaban algún derramamiento de sangre.

Mas, cumplido el término de aquella suspensión, las hostilidades volvieron con más furor que nunca. ardía de saña el Rey porque no se acababan de entregar las fortalezas que, según el pacto hecho cuando la libertad del Príncipe, se habían de poner en poder de aragoneses; amenazaba con hacer morir a los rehenes que tenía; el Príncipe amagaba hacer lo mismo con algunos que tenía en su poder, de villas que habían tomado su partido, entro ellas la de Monreal. Hubo, no hay duda, exceso de parte de don Carlos en esta ocasión, pues que faltó a lo que él mismo había firmado y sus apoderados prometido. Pero así él como sus parciales conocían bien el ánimo del Rey, que en todo el proceso de las negociaciones con la reina de Aragón se había mostrado duro, inflexible, sin querer ceder nada del rigor y nulidad a que quería reducir a su hijo. Llegó en esta parte su furor al extremo, de hacer una alianza con su yerno el conde de Fox, por la cual éste se obligaba a socorrer al Rey con todo su poder y entrar en Navarra a castigar a los rebeldes, y el Rey a desheredar a sus dos hijos Carlos y Blanca, sustituyendo en su sucesión para después de sus días al conde y condesa de Fox. Así este insensato disponía de una herencia que no era suya, y daba un derecho que no tenía; y añadiendo la barbaridad a la injusticia, se obligaba también a no recibir jamás a reconciliación alguna ni perdonar a sus dos hijos, aunque quisiesen reducirse a su obediencia.

Ya el Conde había entrado en Navarra con sus tropas, y unido a los realistas ponía espanto en los parciales del Príncipe, no bastantes en número ni en fuerzas a resistirle. Ya habían sido sitiadas y rendidas Valtierra, Cadreita y Melida; Rada, famosa por su fortaleza, arrasada; Alvar también, que Carlos había recobrado, tuvo que rendirse a su madrastra, que en persona la había cercado y combatido. Aquel reino, que tan floreciente y tranquilo se había mantenido en los felices días de Carlos el Noble y Blanca, ya era un teatro sangriento de robos, escándalos, desolación y homicidios: frutos propios de la guerra civil, cuyos móviles no son ni el interés ni la gloria, sino el rencor y la venganza. El Conde instaba por la desheredación de los dos príncipes, y don Juan había nombrado letrados y juristas que les formasen el proceso por contumaces y rebeldes. Pero el rey de Aragón, irritado de la entrada de los franceses en España, y mal contento del rigor y dureza de su hermano, le envió a decir que pusiese en sus manos la querella que tenía con su hijo, como ya éste lo había hecho; y que de no hacerlo así, le quitaría el gobierno del reino de Aragón y ayudaría con toda su fuerza el partido y la razón del Príncipe. Temió el rey de Navarra la amenaza de su hermano, y suspendió el proceso abierto contra sus hijos. Don Carlos, no sintiéndose fuerte contra su padre y su cuñado, a quienes se creía que ayudaría también el rey de Francia, no fiando en los socorros del rey de Castilla, tuvo por más seguro irse a poner en manos del conquistador de Nápoles y pacificador de Italia, el cual, por sus hazañas, por su mérito personal y por la magnificencia de su corte, era entonces el primer monarca de Europa. Así, dejando encargado el gobierno de la parte de Navarra que le obedecía a don Juan de Beamonte, tomó por Francia el camino de Italia (1457).

Desde Poitiers envió a su tío un secretario suyo a que le informase largamente de los hechos ocurridos en aquel último tiempo, para que a su llegada estuviese bien prevenido a su favor. En la carta que le dio para que le sirviese de credencial le decía que por dos y tres veces había enviado a su padre gentes suplicándole que le quisiese tener como hijo, y se compadeciese del pobre reino de Navarra, que tan bien le había servido en otro tiempo; y que cuando las cosas estaban a punto de concordarse, el conde y la condesa de Fox le habían estorbado; «los cuales (son sus palabras), como se debía de esperar que fuesen propicios a la dicha concordia, han empachado aquélla, e han revuelto en tanto grado los escándalos e el mal entre nos, que no espero el reparo de ellos, si ya la piedad de Dios et vuestra autoridad o decreto, con aquella razón que ha sobre nosotros, no extingue este fuego».

Mas no sólo habían hecho este mal los condes de Fox, sino que también malquistaron al Príncipe con el rey de Francia Carlos VII, imputándole que había favorecido a los ingleses en Bayona, donde se hallaban sus parciales al tiempo que la ganaron los franceses: querían con esto ponerle de su parte, y le incitaban a que, haciendo alianza con ellos y el Rey su padre, entrase por Guipúzcoa, y entretuviese así las fuerzas del rey de Castilla, que confederado con el Príncipe se preparaba a socorrer poderosamente su partido. Carlos, que como señor de Navarra y duque de Nemours tenía tantas relaciones con la corte de Francia, siguió su camino a Paris, donde fue recibido por aquel monarca con todo honor y cariño; descargóse de las calumnias levantadas por sus hermanos, y separó al Rey de su rompimiento con Castilla. Hecho este bien a su país, se dispuso a partir a Nápoles, donde ya le llamaba el Rey su tío. Era su intento, si no le favorecía, pasar su vida en destierro, para no causar más enojo a su padre, y separarse de la guerra civil, que aborrecía. Por todas las ciudades que pasaba recibía los honores y aplausos que nacían de la estimación de sus virtudes y talentos y del interés que inspiraban sus desgracias. El sumo pontífice Calixto III, español, le agasajó mucho en Roma; más, requerido por él de que mediase en sus negocios, no se atrevió a hacerlo, y de allí partió el Príncipe a Nápoles por la vía Apia.

Recibióle el rey de Aragón con las mayores muestras de honor y de cariño; bien es verdad que le reprendió la resistencia que había hecho a su padre con las armas, diciéndole que aunque la razón y la justicia estaban claramente de su parte, debía obedecer y sujetarse al que le engendró, y disimular su dolor, aunque justo, y así hubiera cumplido con las leyes divinas y humanas. A esto replicó el Príncipe que sus vasallos y buenos amigos habían llevado muy a mal el gobierno de su padre después de la muerte de su madre doña Blanca; que todos deseaban le entregase a él el reino, que le tocaba según los pactos hechos, y que por su estado y su edad era capaz de gobernar. Confesó que él había dado muestras de conformarse con su voluntad en esta parte; más que las cosas no habrían llegado a aquel extremo si la hija del Almirante no hubiera venido a gobernar con tanta ofensa suya y de su reino; que así él como sus vasallos habían tenido esto a grande afrenta y mengua de su reputación, que no podía disimularse. Y concluyó, diciendo: «Cortad, señor, por donde os diere contento: sólo ruego que os acordéis que todos los hombres cometemos yerros, hacemos y tenemos faltas; éste peca en una cosa, aquél en otra. ¿Por ventura los viejos ino cometisteis en la mocedad cosas que podían reprender vuestros padres? Piense pues mi padre que yo soy mozo, y que él mismo lo fue también en algún tiempo.»

Fuera de este cargo, no recibió de aquel monarca sino aplausos y favores. Es cierto que aunque no hubiesen mediado los lazos del parentesco estrecho que los unían, y la calidad de heredero de todos los estados de Aragón y Navarra que acompañaba a don Carlos, sola la afición a las letras y buenos estudios que sobresalía en él, y por la cual ya era célebre, bastaba a darle autoridad y consideración a los ojos de Alfonso V. Es sabida de todos la pasión de este rey por la lectura y la sabiduría, Y en esta parte su sobrino debía tener mucho más precio a sus ojos que su hermano, el cual jamás hizo otra cosa que intrigar, alborotar y destruir. Tratólo pues como a hijo, pagó todas las deudas que había contraído en el camino, le hizo una consignación para sus gastos ordinarios, y así él como su hijo le daban cada día nuevas señales de cariño en joyas, en caballos y otras dádivas con que a porfía le agasajaban. Escribía Carlos todas estas particularidades a su leal ciudad de Pamplona, con aquella efusión de alegría que tiene un desdichado al ver por la primera vez reír el rostro a la fortuna. «Presto, les decía, placiendo a Dios, irán tales personas de la parte del dicho señor Rey nuestro tío, que reglarán estos fechos en la forma que cumple... E non danzarán más a éste son los que con nuestros daños se festejan.»

Luego que en España se supo la buena acogida que había tenido en Nápoles, su padre mudó de tono y empezó a darle en los despachos el título de «ilustre príncipe y muy caro y muy amado hijo», cuando antes se contentaba con llamarle a secas «príncipe don Carlos». Pero los condes de Fox, que ya devoraban con el deseo la sucesión de Navarra, intrigaron tanto con aquel rey rencoroso, que al fin dio el escándalo de juntar cortes de su parcialidad en Estella, y desheredó allí (1457) a sus dos hijos don Carlos y doña Blanca, pasando la sucesión a su tercera hija la condesa de Fox, y por ella a su marido. Acto por su naturaleza nulo si se atiende a la justicia, pero que de algún modo podía desconcertar el partido opuesto, engañando a los simples, abatiendo a los cobardes y determinando a los indecisos. más los parciales del Príncipe, y don Juan de Beamonte que estaba a su frente, no desmayaron por eso, y oponiendo a aquel acto otro, más justo sin duda, aunque temerario por las circunstancias, convocaron a cortes en Pamplona a los de su bando, y en ellas aclamaron y juraron por rey a don Carlos con todas las solemnidades legales, en 16 de marzo del mismo año, llamándole rey de allí adelante en los despachos que emanaban del Gobernador y del Consejo.,

Indignóse terriblemente don Juan, llamando desacato y desafuero lo que él mismo había provocado con su injusta y bárbara desheredación; y achacando aquella medida generosa y atrevida a las instrucciones que había dejado su hijo, redoblaba su cólera y su indignación contra él. En esta posición le halló Rodrigo Vidal, enviado por su hermano para ajustar un concierto; y como es de presumir, no era sazón de recabar cosa alguna. Entre tanto llegó al Príncipe la noticia de su aclamación, y no pudo dar otra prueba mayor de su inocencia que apresurarse a escribir al Gobernador, a los consejos y a la diputación de Pamplona, el sentimiento que le causaba aquella determinación, y la desaprobación solemne del acto que se le imputaba. Existe aún la carta que escribió entonces, cuyo contexto puede verse en el Apéndice, y toda ella es una respuesta convincente a la calumnia que los historiadores, de acuerdo con la injusticia, le han levantado después.

No fue ésta sola la gestión que hizo el Príncipe para allanar el camino a la concordia. Escribió también a su primo el rey de Castilla, que restituyese las plazas y castillos entregados a él por los beamonteses para seguridad de la alianza y del socorro que le pedían, al tiempo de los preparativos del conde de Fox. Pero estas gestiones, hechas por el amor de la paz, no impedían que en otras ocasiones el Príncipe sostuviese con entereza sus derechos, cuando veía que de abandonarlos habían de resultar inconvenientes. Así, cuando murió el obispo de Pamplona él presentó al Papa para aquella dignidad a don Carlos de Beamonte, hermano del Condestable y del Gobernador. Su padre se dio más prisa, y pidió el obispado para don Martín de Amatriain, deán de Tudela, que a la sazón estaba en Roma, y el Pontífice se le había concedido. No cedió el Príncipe, conociendo que la intención de su padre era poner en Pamplona un obispo de su partido; y así, representó eficazmente al Papa que revocase la gracia; ni cedió tampoco a las sumisiones y ofertas que desde Roma le hizo el nuevo electo; y el Papa, vencido de sus instancias, y creyendo que don Carlos no estaría tan firme sin la anuencia del Rey su tío, confirió la administración del obispado al célebre cardenal Besarión.

Todas estas incidencias cebaban el resentimiento del rey de Navarra, sin que las satisfacciones del Príncipe bastasen a calmarle. Rodrigo Vidal, después de haber apurado todos los medios de convenio que sus instrucciones le sugerían, propuso una suspensión de armas entre los dos partidos. Venían en él los beamonteses; pero el Rey, orgulloso y fiero con su poder, no quiso consentirle. Vidal entonces, creyendo que su misión era hacer la paz a cualquier costa, pensó otros medios de conseguirla más favorables al partido del Rey: propúsolos al gobernador Beamonte, quien le preguntó si aquellos artículos se habían propuesto con anuencia del monarca aragonés: respondió Vidal que no; y entonces el generoso navarro, «yo no tengo, dijo, orden del Príncipe sino para obedecer lo que el rey de Aragón ordene; y pues esos partidos son diversos de los que él quiere, yo y todos mis parciales nos expondremos a todo riesgo por obedecerle, antes que tener paz y sosiego tan infame.»

Por este tiempo (mayo 1457) tuvieron vistas los reyes de Navarra y de Castilla para negociar la paz entre sí: vino la corte de Navarra a Corella, y la de Castilla a Alfaro, a cuya villa acudió también el gobernador Beamonte, y propuso que se entregasen en secuestro al rey de Aragón todas las plazas fuertes del reino, así de un partido como del otro, y que estuviesen con bandera y gobernadores de su mano, hasta que el mismo rey diese la sentencia que cortase aquellos disturbios. Tampoco quiso el rey don Juan venir en este partido tenía fundadas esperanzas de reducir al rey Enrique IV así por sus gestiones propias como por las que hacía su mujer doña Juana con la reina de Castilla. Las dos se veían y se festejaban; y es de ver en los monumentos de aquel tiempo la extrañeza que causaba en los procuradores del Príncipe el lujo, la riqueza y la extravagan cia que ostentaban las damas castellanas. Acostumbrados a la modestia con que se habían presentado siempre la reina doña Blanca y la princesa Ana de Cleves, mujer del Príncipe, no podían menos de admirar la locura de las damas que acompañaban a la reina de Cas tilla. «La una trae bonet, la otra carmagnola, la otra en cabellos, la otra con sombrero, la otra con troz de seda, la otra con un almaizar, la otra a la vizcaína, la otra con un pañuelo; e de ellas hay que traen dagas, de ellas cuchillos victorianos, de ellas cinto para armar ballesta, de ellas espadas, y aun lanzas y dardos y capas castellanas, cuanto, señor, yo nunca vi tantos trajes de habillamientos.» Así escribía al Príncipe su procurador patrimonial Martín Irtirita, añadiéndole al fin: «Nuevas de acá otras, señor, buenamente no sé qué escriba, sino que tierra de vascos de ocho días acá está en vuestra obediencia, et todas las montañas, sino Gorriti; e los vuestros se esfuerzan lo más que pueden; más por Dios, señor, son pocos o pobres, e a la larga no se podrán sostener.»

No era pues extraño que el rey don Juan, fiero con su preponderancia, se negase a toda composición que no humillase completamente a su hijo. A las esperanzas que le daban sus tratos con el rey de Castilla, debieron unirse para este efecto las sugestiones de la condesa de Fox, que también se halló a aquellas vistas, y trataría de impedir toda concordia que perjudicase a sus miras codiciosas sobre la sucesión del reino de Navarra. Estaba entonces lisiada de una dolencia que no la dejaría alternar en bizarría con las dos reinas concurrentes, y que hacía decir con gracia a Rodrigo Vidal, escribiendo al Príncipe: «Dícese, señor, que la condesa de Fox vuestra hermana está cerca de perder un ojo. A la mi fe, señor, no tengáis dolor o penar, car quien entiende en la perdición de un tal hermano bien merece perder un ojo, aun el derecho. Ella viene sintiendo estos fechos a más que de paso, e hoy debe entrar en Tudela.»

Así todo se conjuraba en España en ruina del desdichado don Carlos: su partido desmayaba, el del rey su padre se hacía cada día más fuerte en Navarra, sus hermanos atizaban el fuego, y sus aliados le abandonaban; pero el monarca de Aragón creyó ya comprometida su autoridad en hacer obedecer a su hermano, y le envió nuevos embajadores que le hiciesen entender su voluntad y abandonar a su decisión los negocios de Navarra. Y aunque hasta allí lo había repugnado mucho, porque así se desvanecían sus tratos con los condes de Fox, malgrado suyo al fin tuvo que rendirse, y firmó a últimos del año de 1457, en Zaragoza, el compromiso en que puso las diferencias todas con su hijo en manos del Rey su hermano. Con esto cesó la guerra en Navarra, se dio libertad a los prisioneros, y después, a principios del año siguiente, revocó el rey don Juan los procesos que tenía abiertos contra el Príncipe y Princesa sus hijos, con la reserva de que si su hemano no daba sentencia en el término señalado, pudiese abrir otros nuevos: reserva inventada por el rencor y mala fe a fin de que no le faltase nunca pretexto para perseguirlos.

Más las esperanzas que el príncipe de Viana concibió de este tratado se desvanecieron todas con la muerte del rey de Aragón, que falleció en Nápoles en junio del año siguiente (1458). Conquistador de un reino, que supo hacer feliz con la prudencia de su gobierno; pacificador de la Italia, que le debió su sosiego; espléndido en su corte, la más civilizada y culta de Europa; honrador y apreciador apasionado del saber; monarca paternal, buen amigo, hombre amable, rey en fin de los reyes de su tiempo, reunió todos los respetos, se concilió todas las voluntades, y a su muerte el sentimiento de los pueblos y de las naciones fue universal. La Italia y la España perdieron a muy mala sazón un moderador, que contenía con su respeto y su autoridad toda la ambición de los diversos partidos que las agitaban. Pero nadie perdió más que el príncipe de Viana: sus diferencias iban a ajustarse, y según el amor que le tenía el Rey su tío, era de esperar que fuese muy a satisfacción suya la sentencia: la autoridad y poderío del juez arbitrador aseguraban la estabilidad del partido que iba a tomarse; y cesaban al fin aquellos escandalosos debates que ni hacían honor a su carácter y moderación, ni eran favorecidos de la fortuna, ni podrían venir a parar en otro fin que en destruirle a él y destruir su miserable reino. ¿Cómo ya sin nota de insensatez ponerse a luchar con el poder del Rey su padre, señor, por muerte de su hermano, de todos los estados de Aragón? Ni ¿qué esperanzas fundar en la protección de su primo el heredero de Nápoles, cuyo poder e influjo eran ya tan inferiores?

Si el Príncipe hubiera sido tan ambicioso como algunos quieren, ocasión se le presentó en la muerte de Alfonso, cuando mucha parte de los barones y nobles napolitanos se ofrecía a aclamarle rey suyo, no queriendo obedecerá don Fernando, hijo natural del conquistador. Dicen que él daba oídos a estos tratos, y que por no ver probabilidad de buen éxito se embarcó prontamente y se dirigió a Sicilia. más lo cierto es que nunca se rompió la buena armonía entre él y su primo, y que éste le pagó puntualmente mientras vivió la manda de doce mil ducados anuales, que el rey difunto le dejó en su testamento. El mismo amor y reverencia de los pueblos que se había granjeado en Nápoles por su moderación, mansedumbre, sabiduría y prudencia, le siguieron a Sicilia, donde se llevó también las voluntades de todos. Su padre, que conocía este atractivo de su persona, sabiendo las aclamaciones y el afecto de los sicilianos, hubiera entonces venido en cederle a Navarra y su independencia, con tal de sacarle de la isla. Y ¿qué hacía él entretanto para dar motivo a estas sospechas odiosas? Declarar en cortes del reino que su intención era volver a la obediencia y servicio de su padre; negarse a las repetidas instancias que se le hicieron para coronarle rey de Sicilia; castigar a tres sugetos, principales que no quisieron hacerle homenaje en nombre del Rey, y negarse a las gestiones de los barones de Nápoles, que otra vez le convidaban con aquel estado. Ocupado además en leer los excelentes libros de los monjes benedictinos de San Plácido de Mecina, en escribir algunas obras en prosa y verso, y en corresponderse con los hombres eruditos y humanistas de su tiempo, no aspiraba sino a reposar de tantas agitaciones y torbellinos, y volver al seno y amistad paternal.

Para esto exploró la voluntad del Rey por medio de embajadores enviados por él a darle razón de su conducta y negociar la reconciliación. Fue contento el Rey de que se viniese a España, y dio la vela desde Sicilia en una armada que se aprestó al efecto; pasó por Cerdeña (1459), donde obtuvo las mismas aclamaciones y respetos, y arribó a Mallorca, donde se le aposentó en el palacio real, entregándole el castillo de la ciudad. No se hizo lo mismo con el de Belver, según se lo había ofrecido su padre; y esto le dio a entender que la indulgencia y amistad que le prometía eran inciertas y sospechosas. Escribióle en fin una carta, que todos los analistas copian, y cuya sustancia viene a ser reducirse a su obediencia, cederle lo que por él se mantenía en Navarra, pedirle con ahínco la libertad y el perdón de sus parciales, suplicarle que diese estado a su hermana doña Blanca y a él mismo, proponerle que pusiese por gobernador de Navarra un aragonés libre de toda pasión, quitando aquel encargo a doña Leonor su hermana, y pedirle la restitución de su principado de Viana y ducado de Gandía, quedándose el Rey con los castillos para más seguridad. Entre otras razones le dice ésta, que pudiera ablandar a otro padre menos rencoroso y prevenido: «Y non tema ya usía de mí; ea dejadas las razones que Dios y naturaleza quieren, ya estoy tan farto de males y ausadas de mar, que me podéis bien creer.»

El Rey condescendió con unos artículos, alteró otros, y se negó a algunos; pero al fin el convenio se hizo (23 de enero de 1460): la parte de Navarra que obedecía al Príncipe se entregó al Rey, con poco gusto de los beamonteses, que se resistían a ello; el Condestable y de más rehenes se pusieron en libertad, diéronseles sus bienes, al Príncipe se le restituían las rentas de su estado de Viana, y quedaba desterrado de los reinos de Navarra y de Sicilia, donde su padre no quería que estuviese. Era tal el ansia que tenía de concluir el ajuste, que hizo venir de Navarra a dos hijos naturales que tenía, don Felipe y doña Ana de Navarra, y a la princesa doña Blanca, para que estuviesen al lado de su padre: cosa que ponía en gran sospecha a todos los suyos, que decían era entregarlos a sus enemigos para que completasen su perdición.

Hecho esto, dio la vela desde Mallorca y se vino a Cataluña: no había creído que para ponerse en manos de su padre debiese esperar su aviso; pero el Rey llevó a mal esta determinación, como una ofensa hecha a su autoridad. Temíale donde quiera que estuviese; temía a la correspondencia que seguía en Sicilia, Nápoles, España y Francia; temía a aquel interés que inspiraban sus desgracias, al respeto que se granjeaban sus virtudes, a la seducción que llevaba en la amabilidad de su carácter y en la moderación de sus costumbres. El aspecto de estas bellas prendas, y el de las esperanzas que prometían, hacía en la imaginación de los pueblos una oposición terrible con los sentimientos que inspiraba el rey don Juan, hombre de pocas virtudes o ninguna, ya anciano, gobernado por una mujer ambiciosa y arrogante, que por lo mismo que era nacida particular insultaba a los pueblos con la ostentación de su imperio y de su tiranía. Llegó a Barcelona, donde sus moradores quisieron recibirle en triunfo. él entró modestamente, pero no pudo negarse a las luminarias, a los vivas y a las diversiones que el contento de verle inspiraba. Tratáronle con la solemnidad de primogénito, y el Rey se ofendió también de esto, y ordenó que hasta que él le declarase por tal no se le diesen más honores que los debidos a cualquier infante hijo suyo. Quería el Príncipe verse a solas con su madrastra para terminar todos los puntos de diferencia: ella constantemente se negó, y en compañía del Rey vino a verle a Barcelona, saliendo el Príncipe a recibirlos hasta Igualada. Al encontrarse con ellos se postró a los pies de su padre, le besó la mano, le pidió perdón de todo lo pasado y su bendición; con el mismo respeto hizo reverencia a la Reina, y correspondiéndole los dos con muestras de benevolencia y de amor, entraron juntos en Barcelona, que hizo en aquella ocasión muchos festejos públicos en demostración de su alegría.

Pero no se acaba tan presto rencor tan largo y cebado con tantos agravios, sobre todo de parte de los ofensores. El Rey tenía ya apagado todo cariño hacia su hijo: entregado enteramente a su mujer, no veía sino por ella y para ella; la Reina aborrecía personalmente al Príncipe; el interés de su hijo le aconsejaba su pérdida, y su corazón, ardiente y perverso, no desdeñaba medio ninguno de conseguirla. ¿Qué acuerdo pues podía tomarse, ni qué concordia ajustarse, que fuese estable y segura? Faltaba casar al Príncipe y declararle los derechos y prerogativas de primogénito y sucesor. El Rey se negaba a lo último, a pesar de los ruegos que le hacían los estados de Aragón y Cataluña, que creían ser éste el medio más seguro para afirmarse la paz y evitar nuevos disturbios. No estaba tan negado en cuanto a casarle; pero quería fuese con doña Catalina, hermana del rey de Portugal. Accedió el Príncipe a este enlace, viendo que su padre le deseaba, aunque era más de su gusto y de su interés el de doña Isabel, hermana del rey de Castilla: unión que estrecharía más los nudos de la larga alianza que había tenido con aquella corte y de la protección que había hallado en ella. más los reyes de Aragón querían a Isabel para su hijo Fernando, y es preciso confesar que esta boda, por la edad igual de los dos príncipes, era más acertada que la de don Carlos, el cual llevaba treinta años a doña Isabel. Todo entregado a este trato, el rey don Juan descuidaba el casamiento del Príncipe como una cosa de poca importancia, y repugnaba el declararle su sucesor como si fuera una injusticia.

En este tiempo los grandes de Castilla, descontentos del gobierno de Enrique IV, conspiraron a reformarle, entrando en esta liga, a ruegos del almirante Enríquez, el rey de Aragón. Esperaba él por favor de los descontentos recobrar los muchos estados que había perdido en aquel reino: miserable achaque de hombre, no contentarse con tantos dominios y señoríos como tenía, y aspirar a revolver todavía el dominio ajeno para poseer lo que por sus turbulencias y agitaciones había perdido. Enrique IV y sus ministros, hábiles esta vez, creyeron conjurar la nube estrechando la confederación que tenía aquel rey con el príncipe de Viana, y ofreciéndole la mano de la infanta doña Isabel. Enviaron a este fin un emisario que secretamente se lo propusiese, y el Príncipe dio gustoso oído a este nuevo trato. Cuánta fuese su culpa o su imprudencia, o bien su razón y su derecho, en dar la mano a esta negociación, no es fácil determinarlo ahora; sería preciso para ello tener noticia de todos los chismes, de todas las palabras, de todas las acciones, indiferentes en la apariencia, que llevadas de una parte a otra y exageradas por la posición, causan sospechas, incitan a venganza o a temor, y hacen revivir los odios mal apagados. Lo cierto es que el Príncipe por la concordia se había atado las manos y privado de todos los recursos, sin querer más que las prerogativas de primogénito y sucesor de su padre; y que el Rey, retardando esta declaración, dilatando el darle estado, y teniéndole alejado de sí y de su cariño, se mostraba más en disposición de favorecer los intentos de sus enemigos que de cimentarle en su gracia.

Celebrábanse a la sazón cortes de Cataluña en Lérida, y de Aragón en Fraga. Los diputados de este reino habían pedido la jura del Príncipe, sin poderla conseguir, cuando el almirante de Castilla, que llegó a averiguar el trato secreto que había entre su rey y el príncipe de Viana, dio aviso de todo a los reyes de Aragón. Dicen que don Juan no quiso al principio dar asenso a esta noticia, y que fue menester para que la creyese que la Reina se la confirmase, llorando y maldiciendo su fortuna. El consentimiento y aun el poder que había dado don Carlos, para ajustar su matrimonio con la infanta de Portugal, pudo servir de fundamento a la incredulidad del Rey. Viéndose pues engañado, y teniendo a traición las pláticas de su hijo, determinó arrestarle, y envió a llamarle a Lérida, donde entonces se hallaba celebrando las cortes de Cataluña. Íbanse éstas a concluir; y el Príncipe, viendo que no se trataba de jurarle en ellas sucesor del Rey su padre, mostraba desesperación y abatimiento, como adivinando lo que iba a sucederle. Muchos de sus amigos y consejeros le advertían que no fuese allá a ponerse en manos de sus encarnizados enemigos. Su médico desenfadadamente le decía: «Señor, si sois preso, sed cierto que sois muerto, porque vuestro padre no os prenderá sino para haceros matar; y aunque os hagan la salva, os darán un bocado con que os enviarán vuestro camino.» Unos opinaban que debía escaparse a Sicilia, otros a Castilla: todo era propósitos y proyectos; y él, constituido en extrema urgencia, avisaba a varios pueblos de Cataluña que le socorriesen con dinero. Al fin resolvióse a obedecer a su padre, fiado en el seguro que daban las Cortes. Llegó a Lérida, y al otro día después de fenecidas, llamado por su padre, se presentó a él (2 de diciembre de 1460). diole el Rey la mano, y le besó, según costumbre de entonces, y al instante le mandó detener preso. A este terrible mandato el Príncipe se echó a sus pies, y le dijo: «¿Dónde está ¡oh padre! la fe que me disteis para que viniese a vos desde Mallorca? Adónde la salvaguardia real que por derecho público gozan todos los que vienen a las Cortes? Dónde la clemencia? ¿Qué significa ser admitido al beso de padre, y después ser hecho prisionero? Dios es testigo de que no emprendí ni imaginé cosa alguna contra vuestra persona. ¡Ah señor! no queráis tomar venganza contra vuestra carne ni mancharos las manos en mi sangre.» A éstas añadió otras razones que el Rey escuchó sin conmoverse, y fue entregado a los que estaba ordenada su custodia.

A la nueva imprevista de esta prisión toda Lérida se alteró, como si de repente fuese asaltada de enemigos. Atónitos al principio y pasmados, no sabían qué creer y qué juzgar, y pensaban si había alguna conspiración contra el Rey; más cuando fueron ciertos de lo que era, y se dijeron los motivos y las circunstancias de aquella novedad, entonces los ánimos, vueltos a la conmiseración, empezaron casi a gritos a exaltar las virtudes del Príncipe, a llorar su desgracia y a deprimir al padre inhumano que le perseguía. Los diputados de las cortes de Cataluña se presentaron al Rey, le recordaron el seguro que daban las Cortes, le pidieron que se le entregase la persona de Carlos: salían por fiadores de su seguridad, y ofrecieron servir al Rey con cien mil florines por esta condescendencia. Las cortes de Aragón, que aún se tenían en Fraga, enviaron también una diputación reclamando la clemencia del padre para con el hijo y expresando el interés que todo el reino tomaba en su libertad y seguridad; pedían también que se les entregase el Príncipe, y ofrecían condescender con las demandas que el Rey había hecho en ellas. Negóse ásperamente el Monarca a todo concierto, y por suma gracia concedió a su hijo que le llevaría a Fraga desde Aytona, en donde le había puesto; pero para ello le hizo renunciar todas las libertades y fueros de Aragón, y le dio a entender que esto se lo concedía a ruegos de la Reina su madrastra.

Entre tanto mandó que se ordenase de nuevo el proceso que anteriormente había fulminado contra él. Imputábanle sus enemigos que quería matar a su padre, valido del auxilio que esperaba en los facciosos de todos los estados que le obedecían; que tenía concertado irse secretamente a Castilla, y para ello había venido a la frontera gente de este reino, y se hablaba de una carta del Príncipe a Enrique IV, donde estaban las pruebas de su horrible conspiración. mas no existiendo tal carta, inventada sólo por el rencor y la calumnia, apelaron los perseguidores a otras pruebas. Había sido preso al mismo tiempo que el Príncipe su grande amigo y consejero don Juan de Beamonte, prior de Navarra, aquél que en la guerra civil defendió los intereses del Príncipe con tanto heroísmo y constancia. Éste fue llevado a la fortaleza de Azcón, tratado con todo rigor, y preguntado acerca de los capítulos de acusación que se hacían contra su señor. Horrorizóse él al oír la inculpación de parricidio, y aunque declaró los diversos propósitos en que vacilaba el Príncipe, atosigado de las sospechas y del peligro que le mostraban los procedimientos y el rigor de su padre, todos ellos eran dirigidos a la seguridad de su persona, y ninguno al perjuicio del Rey ni del Estado. Estas declaraciones no contentaban a la ira ni la apaciguaban; y el Príncipe desde Aytona fue llevado por el Rey a Zaragoza, luego a Miravet, y desde allí a Morella, donde al fin le creyó seguro, por la fortaleza de su situación.

Los catalanes, viendo desairadas las representaciones que sobre el caso habían hecho en Lérida las Cortes al Rey, acordaron formar un consejo de veinte y siete personas, las cuales, juntas con los diputados de las Cortes, ordenasen todas las providencias y actos concernientes a este negocio, y enviaron al Rey una diputación de doce comisarios, y al frente de ellos al arzobispo de Tarragona. Este prelado pidió al Rey que usase de clemencia: le representó los males que iba a causar su repulsa, lo extraño que aquel rigor parecería a los pueblos, todos persuadidos de la inocencia del Príncipe, y le recordó la obligación en que estaba de mantener en ellos la paz en que se los habían dejado sus antecesores. Respondió el Rey que las desobediencias de su hijo, y no odio u enojo particular que le tuviese, le habían precisado a prenderle; que el Príncipe estaba continuamente poniendo asechanzas a su persona y estado que nada aborrecía más que su vida; que había hecho liga con el rey de Castilla contra la corona; y al decirlo maldijo la hora en que le engendró. Viendo los veinte y siete el poco progreso que habían hecho estos embajadores, hicieron poner a toda Barcelona sobre las armas, y diputaron otras cuarenta y cinco personas, con un acompañamiento de caballos armados tan numeroso, que más parecía ejército que embajada. El abad de Ager, que iba al frente de ella, representó al Rey que el principado pedía a voces la libertad de su hijo; que sólo con ella podían sosegarse los pueblos, alterados con semejante novedad; que tuviese piedad del Príncipe y de sí; y por si acaso fiaba en los socorros del conde de Fox y del rey de Francia, recordóle que los franceses habían llegado un tiempo hasta Girona, y se volvieron vencidos, pocos y sin rey a su país; y le amonestó, por fin, que no diese lugar con su tenacidad a los últimos extremos de la indignación pública. Esto era más bien una amenaza que una súplica; y el Monarca, fiero y temoso por carácter, contestó que él haría lo que la justicia y la obligación le mandaban; y amenazándoles, añadió: «Acordaos que la ira del Rey es mensajera de muerte.»

En un dietario de la diputación general del principado, que tengo a la vista, se dice que el Rey no quiso aguardar en Lérida a estos últimos embajadores, y que teniendo miedo a su acompañamiento, salió para Fraga, huyendo a pié, de noche y sin cenar. Otros hacen esta salida posterior, cuando, convertida la amenaza en amago, vio ya la llama de la sedición arder en toda Cataluña, y la asonada de guerra retumbar en sus oídos.

Con efecto, no esperando ya remedio alguno de la sumisión ni de las representaciones, el principado apeló a las armas. A gran toque de trompetas se tremolaron sobre la puerta de la Diputación las banderas de San Jorge y la Real, se proclamó persecución y castigo contra los malos consejeros del Rey, se mandaron armar veinte y cuatro galeras, se cerraron unas puertas de la ciudad, se puso presidio en otras, y los diputados y oidores se encerraron en la casa de la Diputación con propósito de no salir de allí hasta la conclusión de aquel gran negocio. Empezáronse a convocar y alistar gentes de armas y ballestería, y los terribles gritos de vía fora somaten resonaban por todas partes, encendiendo y exaltando los ánimos a la defensa de su príncipe. No habían podido contener esta agitación el maestre de Montesa y don Lope Jiménez de Urrea, enviados antes por el Rey a este fin; el gobernador Galcerán de Requesens, a quien tenían por uno de los acusadores del Príncipe, huyó de Barcelona al acto de tremolar las banderas, pero fue preso después en Molins del Rey, llevado a Barcelona y puesto en la Veguería. Los capitanes catalanes que estaban en Lérida salieron tendidas sus banderas y se dirigieron a Fraga, de donde el Rey huyó a Zaragoza, y la villa y el castillo se rindieron a los malcontentos. En esta ocasión ya toda España estaba en armas en favor del Príncipe. El rey de Castilla arrimó sus tropas a la frontera de Aragón, amenazando; los beamonteses alzaron la frente en Navarra, y su caudillo el Condestable, ansioso de vengar las injurias del Príncipe y las de su familia, revolvió sobre Borja con mil lanzas castellanas; Zaragoza, alterada, pedía también a voces la libertad del primogénito de la corona, y el contagio cundiendo desde el centro hasta las extremidades, los mismos clamores se oían y el mismo daño amenazaba en Mallorca, Cerdeña y en Sicilia,

Triunfaba en su prisión el príncipe de Viana de sus viles enemigos, que faltos de consejo, desnudos de recursos, no sabían qué partido tornar. No era entonces como después de la batalla de Aivar, cuando, socorrido de una facción y ayudado de sus fuerzas aragonesas, el Rey oprimía la facción contraria y dictaba leyes a los vencidos: ahora todos los estados del reino pedían a voces al prisionero, y la conmoción universal y los progresos que hacía la gente armada no dejaban respiro a la agonía ni lugar a la dilación. Cejó, en fin, y concedió la libertad al Príncipe, dándosela como a ruegos de la Reina su madrastra. Ella se hizo este honor en la carta que escribió a los diputados del principado de Cataluña, avisándoles que ya había recabado del Rey la libertad de su hijo, y que ella misma iría a Morella para sacarle del castillo y llevarle a Barcelona. Así lo hizo; y el Príncipe dio al instante parte de su libertad a Sicilia, a Cerdeña y a todos los príncipes sus amigos y confederados. La carta que en aquella ocasión escribió a los de Barcelona es la siguiente «A los señores, buenos y verdaderos amigos míos, los diputados del principado de Cataluña. -Señores, buenos y verdaderos amigos míos: Hoy a las tres de la tarde ha venido la señora Reina, la cual me ha dado plena libertad; y ambos vamos a esa ciudad, donde personalmente os daremos las debidas gracias. Escrita de prisa en Morella el día 1.º de marzo. -El príncipe que os desea todo bien, Carlos

Estas demostraciones no engañaban a nadie, y menos a la Diputación, que envió embajadores a recibir y encargarse de la persona del Príncipe, y a intimar a la Reina que no llegase a Barcelona si quería evitar los escándalos que su presencia iba a ocasionar. Ella se quedó malcontenta en Villafranca del Panadés, y el Príncipe siguió su camino y entró en Barcelona el día 12 de aquel mes a las cuatro de la mañana. Su entrada fue un triunfo más solemne que el que pudiera celebrarse por una gran victoria sobre los enemigos, y más apacible, siendo inspirado por la alegría y el amor general de todo un pueblo. Desde el puente de San Boy hasta la ciudad todo el camino de una y otra banda estaba lleno de ballesteros y de gente armada a dos filas: salíanle también al encuentro cuadrillas de niños, que armados puerilmente a la manera de los hombres, mostrando gozo por su libertad y venturosa venida, le saludaban gritando: «¡Carlos, primogénito de Aragón y de Sicilia, Dios te guarde!» Toda Barcelona salió a recibirle en sus diputados, eclesiásticos y nobles, no en congregación, sino cada cual por sí y a caballo; llevando así el concurso, no el aspecto de ceremonia, sino el de regocijo ingenuo y alegría. Las filas de hombres armados estaban tendidas alrededor de la muralla por donde había de pasar, y la Rambla guarnecida de más de cuatro mil menestrales armados también. Barcelona en aquel aparato manifestaba los esfuerzos que había hecho para conseguir tan buen día; y las grandes luminarias que encendió por la noche completaban la demostración de su contento.

Comenzóse después a negociar para sosegar los movimientos de guerra que por todas partes amenazaban. El rey de Castilla se hallaba en Navarra con un poderoso ejército, y ya había tomado a Viana y Lumbierre. Al rey de Aragón, a pesar de su poder, le faltaban fuerzas para acudir a aquel reino, pues no podía servirse de las de Cataluña, y los aragoneses no se prestaban gustosos a ser opresores de los navarros ni a intervenir en lo que no les importaba. Por tanto, necesitaba hacer la paz con prontitud. Las proposiciones que el Príncipe hizo al Rey no eran seguramente de hombre orgulloso y desvanecido con su victoria: pedía ser declarado primogénito y sucesor; gozar las prerogativas de tal; que se pusiese en Navarra otro gobernador que la condesa de Fox, dando este encargo a una persona de la corona de Aragón; y las plazas y castillos los tuviesen hombres del mismo reino por el Rey basta su muerte, quedando después la sucesión expedita al Príncipe. También negociaba la Reina desde Villafranca; pero los diputados que Barcelona le envió al efecto, quizá en odio de ella, hicieron unas proposiciones tan duras, que más parecían escarnio que composición. Pedían que se declarasen válidos y firmes todos los actos hechos por ellos sobre la libertad del Príncipe y en defensa de sus privilegios; que se pusiese al instante en libertad la persona de don Juan de Beamonte; que fuesen declarados inhábiles y destituidos de los empleos todos los consejeros que tuvo el Rey desde que fue hecha aquella prisión, sin que pudiesen ser habilitados jamás; que el Príncipe fuese jurado primogénito, y como tal sucesor de todos los reinos de su padre, y gobernador de ellos; que la administración del principado y condados de Rosellón y Cerdeña fuese suya, con título de lugarteniente irrevocable; que el Rey no entrase en el principado; que no interviniesen en el consejo del Rey ni del Príncipe sino catalanes; que en caso de morir don Carlos sin hijos fuese nombrado al mismo fin don Fernando su hermano, con las mismas facultades: ofrecían heredarle allí, y al Rey, si venía en estas condiciones, un don de doscientas mil libras. Pidieron también que nunca se pudiese proceder contra alguna de las personas reales y sus hijos, sin intervención del principado de Cataluña o de los diputados y consejo de la ciudad de Barcelona. Y por último, no contentos con dar la ley en su casa, querían también ordenar las cosas de Navarra, y propusieron que la jurisdicción y fuerzas de este reino se encomendasen a aragoneses, catalanes y valencianos.

La Reina, asombrada de tales pretensiones, no atreviéndose a concertar nada, se vino a Aragón a comunicarlas con el Rey, y al instante dio la vuelta a Barcelona a dar en persona su contestación. más por segunda vez sufrió el desaire de que la diputación del principado le intimase que abandonase el intento de entrar en la ciudad. Sintió ella en gran manera estas demostraciones del odio que la tenían, y perseveraba en pasar adelante, cuando el Príncipe tuvo que enviarlo nuevos embajadores, excusándose de aquella necesidad; pero intimándola que no se acercase ni con cuatro leguas a Barcelona, y pidiéndola que declarase a éstos mismos la voluntad del Rey sobre los capítulos que se la propusieron en Villafranca. A este nuevo desabrimiento se añadió otro, que acabó de confirmarla en la inutilidad de sus gestiones sobre entrar en la capital. Pasó a Tarrasa con ánimo de detenerse allí a comer; pero los del lugar le cerraron las puertas, se alborotaron furiosos, y tocaron las campanas a rebato, como si sobre ellos viniese una banda de malhechores o foragidos. Ella con esto hubo de pasar a Caldas, donde comunicó a los catalanes la resolución del Rey.

¡Cosa verdaderamente extraña! Este monarca, tan temoso y tan fiero, vino en conceder al principado todos los artículos que se le propusieron, menos la jurisdicción real que se pedía para el sucesor, y la facultad de presidir y celebrar las Cortes; y aun ofrecía, a pesar de la vergüenza y humillación que le costaba, no entrar allí hasta que enteramente se sosegasen las diferencias; pero en lo que no quería consentir de modo alguno era en lo que se le pedía acerca del reino de Navarra, como si todo su honor y su gloria consistiesen en negarse a la condición más justa de las que se le proponían, que era restituir lo usurpado. De esto mostraron los embajadores tanto descontento, que ni aun quisieron oír el resto de las declaraciones que llevaba la Reina. Ella, viendo su tenacidad, les dijo que sus poderes para ajustar la concordia eran amplios, y así, que la dejasen entrar en Barcelona, y en el término de tres días compondría las cosas al gusto de la Diputación. Volvieron los emisarios con esta respuesta; más como en Barcelona se susurrase que había en la ciudad quien tenía inteligencias con la Reina, fue tal el tumulto del pueblo y tan grande su movimiento para salir contra ella, que tuvo que volverse a Martorell, y desde allí pasar a Villafranca.

En esta villa se firmó al fin por la Reina el convenio, cuyas condiciones principales eran que el Príncipe fuese lugarteniente general irrevocable del Rey en Cataluña, y que su padre se abstendría de entrar en ella. Esta nueva causó gran regocijo en Barcelona, que hizo procesiones, luminarias y toda clase de funciones para celebrarla. El Príncipe juró solemnemente conservar las constituciones del principado, los usos de Barcelona, y las demás libertades de la tierra; armó en aquel punto caballeros a varios ciudadanos, y salió de la iglesia paseando por las calles con estoque delante de sí, como correspondía a su dignidad, y seguido de las aclamaciones y aplausos de todo el pueblo.

Este nuevo poder no fue empleado en perseguir y destruir a los que en el proceso de todo aquel gran negocio habían sido contra él. Galcerán de Requesens, antes gobernador de Cataluña, acusado de muchos crímenes y grandes daños hechos a las libertades le la provincia y creído uno de los instigadores del Rey contra su hijo, no sufrió otra pena que la del destierro. De los demás que tenía por sospechosos y poco afectos de su partido, se contentó con enviar una lista a la Diputación, rogándola que no eligiesen a ninguno de ellos en adelante por diputados ni oidores. Un día salió de Barcelona a perseguir en Villafranca a un revoltoso, y llegado allá, le perdonó.

Mas a pesar de la concordia hecha, como su situación era violenta y su padre había venido en aquel ajuste a más no poder, la desconfianza de los dos partidos seguía siendo la misma. Los catalanes, para empeñar más su acción, hicieron al Príncipe juramento de fidelidad como a primogénito, en 30 de julio. Este acto se celebró solemnemente en la sala del palacio mayor. Cuando trató de leerse la fórmula no permitió el Príncipe que se leyese, diciendo que ya sabía él que aquella ciudad y sus regidores eran tales que no harían más que lo debido, así como sus antepasados lo tenían de costumbre; y cuando los síndicos nombrados, después de prestar el juramento, fueron a besarle la mano, él con rostro afable y palabras corteses los hizo levantar, alzándose de su sitial, inclinándose a ellos, y poniéndoles las manos sobre los hombros. Toda su confianza la tenía puesta en Castilla; pero su rey era de un carácter tan débil, que en esta parte no podía afianzar más seguridad que la que hubiese en los intereses del marqués de Villena, que absolutamente le gobernaba. El partido castellano del rey de Aragón, a cuya frente estaban el Almirante y el arzobispo de Toledo, procuraba hacer suyo al Marqués, y ponía ya en balanzas los conciertos que después de libre el Príncipe se habían seguido sobre su casamiento con la infanta doña Isabel. Demás que el rey de Castilla, cansado de lo poco que adelantaba en Navarra, trataba de volverse a su reino y dejar aquella empresa. En esta incertidumbre don Carlos y el principado enviaron al rey de Aragón una solemne embajada para que confirmase de nuevo la concordia ajustada con la Reina, y después pasase a Castilla a concluir el concierto de matrimonio.

El Rey, que aborrecía este enlace más que la muerte, detuvo a los embajadores bajo pretexto de que no era decente seguir en aquel concierto mientras el rey de Castilla tenía una guerra tan furiosa contra él. Envió además a Cataluña al protonotario Antonio Nogueras, el hombre de su mayor confianza, para que diese la causa de esta detención. Llegó, y presentado ante el Príncipe, éste, después de haber recibido su salutación, én dejarle comenzar su mensaje, y saliendo por entonces de su moderación y mansedumbre acostumbrada, le dijo: «Maravillado estoy, Nogueras, de dos cosas: una de que el Rey mi señor no haya escogido persona más grata que vos para enviarme, y otra de que vos hayáis tenido osadía de poneros en mi presencia. ¿No os acordáis ya de que estando preso en Zaragoza, tuvisteis el atrevimiento de venir con papel y tinta a examinarme y a entender por vos mismo que yo depusiese sobre las maldades que entonces me fueron levantadas? Quiero que sepáis que jamás me acuerdo de este paso sin dejarme arrebatar de la ira; y sed cierto que si no fuera por guardar reverencia al Rey mi señor, de cuya parte venís, yo os hiciera salir sin la lengua con que me preguntasteis y sin la mano con que lo escribisteis. No me pongáis pues en tentación de más enojo: yo os ruego y mando que os vayáis de aquí, porque mis ojos se alteran al ver un hombre que tales maldades pudo levantarme.» Quería responder Nogueras para satisfacerle; y él le dijo: «Idos, vuelvo a decir, y no sopléis el carbón que está ardiendo.» Salióse el enviado aquel mismo día de Barcelona; pero a ruego de los diputados permitió que volviese a entrar en ella y les dijese su embajada, sin consentir que se pusiese otra vez en su presencia.

Sintióse mucho el Rey de este caso, y el Príncipe no estaba menos indignado de la oposición que su padre ponía a sus designios. Sus quejas resonaban en España, en Francia y en Italia, al mismo paso que su poder y su dignidad eran respetados de muchos potentados de Europa, que ya se correspondían con él como con un soberano. A pesar de esto siempre se temía de las intrigas de su padre y su madrastra, que ya tenían casi vuelto a su favor al rey de Castilla, y tentaban la fidelidad y resfriaban el celo de muchos señores principales de Cataluña, que trataban de reducirse a su obediencia. En este conflicto buscó el socorro del rey de Francia Luis XI, que acababa de suceder a su padre y con quien había tenido alianza mientras era delfín. Quería que le ayudase a cobrar su reino de Navarra contra su padre y el conde de Fox, principal promovedor de los disturbios de aquel país; y le decía que, pues Dios le había constituido en tan alto lugar, le ayudase como deudo suyo, por ser su primo, y como mayor y cabeza, por el reino que tenía y descender los dos de una cepa; y decía que casaría con una hermana de aquel rey, ofreciendo también unir a su hermana doña Blanca con Filiberto, conde de Ginebra, príncipe heredero de Saboya y sobrino del rey Luis. Con estos enlaces y confederación pensaba él recuperar su dominio de Navarra y suplir la fuerza que perdía en la deserción del rey de Castilla.

Pero el desenlace de esta tragedia llegaba por momentos. La salud del Príncipe, que no había gozado día bueno desde que salió de la prisión de Morella, acabó de arruinarse con los cuidados e incertidumbre en que todavía veía su suerte; y adoleciendo gravemente a mediados de setiembre (1461), falleció en 23 del mismo mes. Asistieron a su enfermedad los conselleres de Barcelona; y conociendo que ya se acercaba su último momento, les dijo: «Mi proceso va a publicarse.» Después recibió los auxilios de la Iglesia, y pidió perdón a todos de las molestias y afanes que les había causado, con una mansedumbre y dulzura tal que prorumpieron en lágrimas: de allí a poco espiró entre las tres y las cuatro de la mañana. Movióse gran duelo en Barcelona por el amor que le tenían y las esperanzas que en él se malograban; y en sus exequias, que fueron celebradas con toda la pompa y majestad dignas de un rey, lo más hermoso y solemne fue el llanto Y sentimiento universal que en aquel concurso inmenso sobresalían. Su cuerpo estuvo muchos años en el presbiterio de la catedral, hasta que el Rey su padre lo mandó llevar a Poblet, donde yace en una arca cubierta de terciopelo negro, en el mismo panteón de los duques de Segorbe.

El fanatismo, y quizá la política de los catalanes, quisieron hacer de él un santo, y se empezaron a publicar al instante milagros que Dios había hecho por su intercesión. Pero sin recurrir a estos medios, que hoy día la razón y la circunspección desechan igualmente, se puede decir que en él se perdió el príncipe más cabal que entonces se conocía. Su padre don Juan II de Aragón, fuera de sus talentos militares, no puede ser considerado sino como un hombre faccioso y turbulento, que ni de particular ni de rey tuvo ni dio sosiego; Enrique de Castilla era un imbécil; Luis XI un déspota capcioso y sanguinario; Fernando de Nápoles otro político suspicaz, pérfido y malquisto; Alfonso de Portugal, inquieto, ambicioso y desgraciado, es sólo conocido por sus tristes y malogradas pretensiones sobre Castilla. El emperador de Alemania Federico III, débil, supersticioso, indolente y avaro, fue el desprecio universal de Italia y Alemania. Todos ellos, a excepción de Fernando, rudos y bárbaros: todos reinaron; y aquél que recibió de sus mayores la mejor educación; que criado en costumbres pacíficas se dio al estudio, no para pasar el tiempo vana y ociosamente, sino para instruirse en aquella parte de la sabiduría sin la cual los estados no pueden ser bien fundados ni instituidos; aquél que en los nueve años de su gobierno en Navarra hizo la prueba de su moderación y de su justicia; aquél a quien los votos, los aplausos y las aclamaciones de todos los pueblos que le conocían le llamaban al mando y al gobierno; éste acabó desgraciadamente, luchando por su existencia, aborrecido y perseguido de su padre y despojado de lo que era suyo.

Tenía cuarenta años cumplidos cuando murió. Estuvo, casado con Ana de Cleves, la cual falleció sin darle sucesión en 1448; de sus tratos y amores con otras mujeres tuvo después a don Felipe de Navarra, conde de Beaufort, en doña Brianda Vaca; a doña Ana en doña María Armendariz, y a don Juan Alonso en una siciliana de clase humilde, pero de extremada hermosura. Fue de estatura algo más que mediana, su rostro era flaco, su ademán grave y su fisonomía melancólica. Su madre para enseñarle a ser liberal le hacía distribuir diariamente cuando era niño algunos escudos de oro, y su magnificencia y su generosidad cuando joven y hombre hecho correspondieron a este cuidado. El estudio fue el consuelo que tuvo en la adversidad y el compañero y amigo de su soledad y retiro. La lectura de los autores clásicos, la composición de algunas obras en prosa y verso y la correspondencia con los hombres sabios de su tiempo llenaban aquellas horas que en otros príncipes hubieran sido de aflicción y de amargura o de crápula y disipación. Entre los hombres de letras con quienes se correspondía, el principal en su estimación fue el célebre Ausías Marc, príncipe de los trovadores de su tiempo. Duraba aún en Sicilia cien años después, cuando el analista Zurita pasó por allí, la memoria de las ocupaciones del Príncipe y de su afición a los libros. Escribió una historia de los reyes de Navarra, tradujo la filosofía moral de Aristóteles, y compuso muchas trovas, que solía cantar a la vihuela con gracia y expresión. Deleitábase mucho con la música, y tenía particular talento para todas las artes, especialmente para la pintura. Traía por divisa dos sabuesos muy bravos, que sobre un hueso reñían entre sí: emblema de la porfía que los dos reyes de Francia y Castilla tenían por el reino de Navarra, que con sus contiendas tenían ya casi consumido. Su condición y costumbres fueron las que se han pintado en el curso de esta relación, no amancillada por la parcialidad y la envidia, sino tal cual resulta de los hechos que las memorias del tiempo nos han trasmitido. Hasta los historiadores, que en la mayor parte son del partido que vence y han querido dar a su carácter algunos visos de ambición y rebeldía, no pueden dejar de confesar aquel atractivo que la reunión de los talentos, de las virtudes, de la discreción y de la liberalidad ponía en su persona y arrastraba tras de sí la afición de los hombres y de los pueblos. Al contemplarlas se ve la razón con que el severo Mariana, acabando de pintarle, dice: «Mozo dignísimo de mejor fortuna y de padre más manso.»

Cuando sus amigos le vieron cercano a morir quisieron todavía ser fieles a su memoria y no obedecer sino a su sangre: para esto le aconsejaron que celebrase su casamiento con doña Brianda Vaca y legitimase al hijo que de ella había tenido, don Felipe. Él no lo consintió, ya fuese por no dar ocasión a más disturbios, ya por no contemplar digna a aquella mujer del honor a que se la quería elevar. Poco satisfecho de su conducta, habíala poco antes apartado de su hijo, encomendándolo al celo de un caballero de Barcelona llamado Bernardo Zapila, y a ella la puso bajo la guarda de don Hugo de Cardona, señor de Bellpuig.

Al punto que su padre tuvo noticia de su muerte hizo jurar heredero del reino de Aragón a su hijo don Fernando, y la Reina le llevó a Cataluña para que el principado le hiciese el mismo homenaje, según estaba sentado en los artículos de Villafranca. No se negaron los catalanes a este acto, pero resistieron constantemente la entrada del Rey, a quien aborrecían. La Reina, o por ceremonia o por complacencia, fue a ver con sus damas la capilla donde estaba el cadáver del Príncipe, y llegando a él, hizo encima una cruz y la besó. Si el Príncipe hubiera hecho milagros, como sus parciales querían, debió entonces con alguna demostración repeler de si aquel obsequio, que, por quien le daba y al tiempo que se hacía, era un verdadero y escandaloso sacrilegio. A pocos días después falleció su repostero, y se comenzó a decir que su muerte venía de ciertas píldoras que había gustado de las que se sirvieron al Príncipe en el castillo de Morella. La Reina dio licencia para que le abriesen, y se le hallaron los pulmones podridos, como se habían encontrado los del Príncipe. Estas señales, unidas a la sospecha que antes ya habían levantado los furores de la madrastra, y sus condescendencias después que logró la libertad, irritaron los ánimos de tal modo que de allí a poco tiempo los catalanes, apellidando a su rey parricida y enemigo de la patria, le alzaron el juramento de fidelidad y se pusieron en rebelión abierta contra él. Diéronse primero al rey de Castilla, que aunque al principio oyó gratamente su oferta, al cabo se negó a ella o por moderación o por flaqueza. Llamaron después a don Pedro, infante de Portugal, a quien aclamaron rey de Aragón y conde de Barcelona; y éste murió de veneno. Trataron a su muerte de constituirse en república, pero prevaleció la idea de traer socorros de fuera, y llamaron a Renato de Anjou, que aunque viejo y cascado, vino a apoderarse de aquella dignidad con muchos franceses que trajo. Su muerte, acaecida de calenturas en lo más próspero de sus sucesos, destruyó las esperanzas de los catalanes, los cuales, después de una vigorosa resistencia, vinieron al cabo a la obediencia del rey don Juan bajo condiciones muy favorables. De este modo los estragos y los escándalos siguieron en Cataluña diez años después; y las muertes que esta guerra civil ocasionó fueron otras tantas víctimas que los catalanes consagraron a la memoria infausta del príncipe que fue su ídolo.

Los cronistas antiguos de Castilla aseguran que murió de perlesía, y que la acusación de veneno es una fábula como la de los milagros y la de la aparición del alma del muerto pidiendo venganza contra su madrastra, que dicen ellos fueron inventadas para alterar los pueblos y fomentar la sedición. En acusación tan grave no puede afirmarse nada sin una circunspección prudente; pero estos cronistas eran pagados por el rey Fernando el Católico, que fue el que sacó partido de la ruina de Carlos: por otra parte, el rencor de la Reina, la ambición de que reinase su hijo, el enojo del padre, la rabia de tener que soltarle de la prisión a los clamores de los pueblos indignados, el no haber tenido día ninguno bueno en su salud después que salió del castillo de Morella, la costumbre que aquel tiempo hacía de esta alevosía infame, la muerte del repostero, igual a la de su amo, todas son circunstancias que inclinan mucho a creer la acusación; y si a ellas se añade la manera bárbara con que el Rey trató a la princesa doña Blanca su hermana, toman el carácter de una evidencia casi completa.

Tenía esta desdichada contra sí parecerse mucho a don Carlos, haber seguido siempre su suerte, y ser legítima señora del reino de Navarra después de sus días. Habíala envuelto el Rey su padre en la misma proscripción del Príncipe; y las condiciones con que el conde de Fox vino de Francia a ayudarle en su guerra de Cataluña eran que Blanca había de renunciar el derecho de sucesión, o hacerse religiosa o ser entregada en poder del Conde. Después de la muerte de su hermano, la había el Rey tenido custodiada en diversas fortalezas porque no cayese en poder de los beamonteses; más cuando ya se resolvió a cumplir su inhumano concierto, la anunció que se preparase a pasar los montes con él, para ir a ver al rey de Francia, y casarla con el duque de Berri su hermano. Ella respondió que no quería ser homicida de sí misma y que de ningún modo iría Sus lágrimas y sus ruegos, en vez de ablandar aquel corazón de fiera, no hicieron más que endurecerle, y al fin mandó que la llevasen por fuerza, doblándola las guardias. Para más asegurarla dio el encargo de su persona a Pedro de Peralta, el agramontés más acérrimo y más duro. Éste la condujo a Marcilla y la aposentó en su misma casa. Dícese que allí la desventurada le pidió «que se compadeciese, como caballero, de una dama la más afligida y desamparada que se vio jamás; y como buen vasallo, de la hija de su reina doña Blanca, y nieta de don Carlos, a quien él y su familia habían debido su exaltación; que su padre llevaría a bien esta resolución cuando la mirase con ojos serenos; que no la sacase de su casa, y no la llevase a Beame, adonde la acabarían, como en España habían hecho con su hermano». Aquel hombre bárbaro la arrancó con violencia de allí, y la llevó al convento de Roncesvalles, donde ella tuvo forma de engañar a sus guardias y de hacer una renunciación de su derecho en favor del rey de Castilla o el conde de Armeñac; y declarando ser nulas cualesquiera renuncias que se viesen de ella en favor de su hermana la condesa de Fox o del príncipe don Fernando, porque serían arrancadas por la violencia y el miedo. Sabiendo después que iba a ser puesta en poder de sus enemigos, y que se trataba no sólo de la sucesión, sino de la vida, volvió a privar solemnemente de su herencia a sus hermanos, e hizo donación de sus estados de Navarra y demás que la pertenecían al rey don Enrique IV de Castilla, pidiéndole «que la librase, o vengase las desgracias suyas y de su hermano, y se acordase de su amor y unión antiguos, que aunque desgraciados, al fin habían sido como de marido y mujer». En San Juan de Pié del Puerto la entregaron, en nombre de los condes de Fox, al captal de Buch, el cual la llevó al castillo de Ortez, donde a poco tiempo fue envenenada de orden de su hermana, y murió en 2 de diciembre de 1464. Así el camino del trono fue allanado, a la iniquidad ambiciosa: por premio de un fratricidio, la condesa de Fox reinó en Navarra; el hijo de doña Juana Enríquez fue monarca de Aragón, de Sicilia y de Castilla; y si sus grandes talentos y la prosperidad brillante de su reinado templaron algún tanto el horror de tantos crímenes, no le han desvanecido enteramente todavía.