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ArribaAbajoVasco Núñez de Balboa

AUTORES CONSULTADOS. -Impresos: Pedro Partir de Angleria, De rebus Oceanicis et Orbe Novo decades. Relación de los sucesos de Tierra-Firme, por el Adelantado Pascual de Andagova, impresa últimamente en el tomo II de viajes del señor Navarrete. Francisco López de Gomara, Historia de las Indias. Antonio de Berrera, Historia de las Indias, décadas 1.ª y 2.ª -Inéditos: Algunas relaciones del mismo Balboa. Oviedo, Historia general de Indias, lib. 29. Juan Cristóbal Calvet de Stella, De rebus indicis. Noticias historiales de las conquistas de Tierra-Firme, por fray Pedro Simón. Fray Bartolomé de las Casas, Historia cronológica. Diferentes documentos del tiempo respectivos a Vasco Núñez y Pedrarias.

Eran pasados ya doce años desde que Colón había descubierto la tierra firme de América, y todavía los españoles no tenían en ella ningún establecimiento permanente. Aquel gran navegante, que primero en 1498 recorrió y visitó el nuevo continente por las costas de Paria y Cumaná, intentó cuatro años después poblar en la de Veragua. Pero la imprudencia de sus compañeros, ayudada de la ferocidad indomable de los indios, le privó de esta gloria; y aquellos pobladores, desamparando la Colonia tan luego como empezaron a fundarla, tuvieron que abandonar la empresa a otros aventureros más felices.

Ya antes, en 1501, había Rodrigo de Bastidas recorrido las costas de Cumaná y Cartagena sin ánimo de poblar, y sólo con el intento de comerciar pacíficamente con los naturales15. Después Alonso de Ojeda, aventurero más célebre que Bastidas, compañero de Colón, y uno de los españoles más señalados por la audacia y tenacidad de su carácter, visitó también los mismos parajes, contrató con los indios, y no pudo, aunque lo intentó, establecerse en el golfo de Urabá, descubierto anteriormente por Bastidas. Pero los contratiempos que había experimentado en las dos primeras tentativas no le retrajeron de su propósito, y tercera vez quiso probar fortuna. Él y Diego de Nicuesa fueron a un mismo tiempo autorizados por Fernando el Católico para poblar y gobernar en la costa firme de América, señalándose por límites de sus jurisdicciones respectivas, a Ojeda desde el cabo de la Vela hasta la mitad del golfo de Urabá, y a Nicuesa desde allí hasta el cabo de Gracias-a-Dios. Las dos expediciones salieron primero de España, y después de Santo Domingo, casi a un mismo tiempo. Iba delantero Ojeda, que arribando a Cartagena perdió en diversos encuentros con los indios muchos de sus compañeros, y tuvo que dar la vela para el golfo, en donde entró buscando el río Darién, célebre ya entonces por las riquezas que según fama llevaba. Mas no siendo hallado entonces, determinó Ojeda fundar sobre los cerros al oriente de la ensenada un pueblo, que se llamó San Sebastián (1510) y fue el segundo que se asentó por manos europeas en el continente americano.

Su suerte, sin embargo, iba a ser igual a la del primero. Sin provisiones para subsistir mucho tiempo, sin paciencia y sin costumbre de cultivar, los españoles no podían mantenerse sino a fuerza de correrías. Recurso incierto, y más que incierto, peligroso, porque los indios del país, naturalmente feroces y guerreros, no sólo se defendían casi siempre con ventaja, sino que, terribles con sus flechas enhervoladas, los asaltaban a cada momento sin dejarlos reposar. Los bastimentos se acababan, la gente se disminuía con la fatiga y el hambre, y todos desalentados y abatidos con tanto contratiempo, no veían otro término a su miseria que la muerte, ni otro modo de evitarla que la fuga. La única esperanza de Ojeda era la llegada de Martín Fernández de Enciso, un letrado asociado a su empresa, que se había quedado en la isla Española preparando un navío para seguirle. Pero Enciso no llegaba, y los castellanos, descontentos y casi amotinados, precisaban a su capitán a tomar algún partido. Acordó pues salir él mismo a activar la venida del socorro, dejando el mando en su ausencia, o hasta tanto que llegase Enciso, a aquel Francisco Pizarro que después se señaló con tanta gloria y terror en el descubrimiento y conquista de las regiones del sur. dio palabra de volver antes de cincuenta días, y les dijo que si no parecía en aquel tiempo despoblasen y se fuesen adonde mejor les pareciese. Esto dispuesto, se embarcó para la Española, perdió el rumbo y fue a dar en Cuba, y por una serie de aventuras cuya exposición no es de este lugar, pasó al fin a Santo Domingo, en donde murió de allí a pocos años pobre y miserablemente.

Entre tanto los españoles de San Sebastián, viendo, pasarlos cincuenta días de plazo sin llegarles socorro alguno, determinaron embarcarse en dos bergantines y volverse a la Española. De doscientos y más que eran cuando salieron con Ojeda, estaban entonces reducidos a sesenta. más estos sesenta no cabían en aquellos buques, y tuvieron que aguardar a que la hambre y la miseria los redujese a menos. No tardó esto en suceder, y entonces se embarcaron. El mar se sorbió al instante uno de los dos navichuelos: Pizarro, atemorizado, huyó a guarecerse en Cartagena, en cuyo puerto entraba cuando descubrió a lo lejos la nave de Enciso, que acompañada de un bergantín venía hacia ellos. Esperóla, y Enciso, a quien por el título de alcalde mayor que tenía de Ojeda competía el mando en su ausencia, le reasumió y ordenó dar la vela para Urabá. Resistíanse aquellos infelices a arrostrar otra vez los trabajos y las miserias que habían allí sufrido; pero Enciso, parte con autoridad, parte con halagos, los hizo al cabo ceder a pesar de su repugnancia. Llevaba consigo ciento y cincuenta hombres, doce yeguas, algunos caballos, armas y buena provisión de bastimentos. Llegar empero a Urabá y descubrirse al instante con nuevos infortunios que aquel país no consentía europeos, todo fue uno. La nave de Enciso dio en un vajío y fue en un momento hecha pedazos, perdiéndose casi cuanto en ella venía, menos los hombres, que se salvaron desnudos. La fortaleza y casas que habían antes construido estaban reducidas a cenizas. Los indios, ciertos ya de su ventaja y de la flaqueza de sus enemigos, los esperaban y los acometían con una audacia y una arrogancia que no dejaba lugar ni a la paz ni a la reducción. Volvieron pues las voces de volverse a la Española: «dejemos, decían, estas costas mortíferas, de donde el mar, la tierra, el cielo y los hombres nos rechazan.»Nadie profería palabras que no fuesen de desaliento, ni otros consejos que de pusilanimidad y de fuga. Segunda vez iba a ser abandonado el establecimiento, y acaso para siempre, si en aquella consternación general no hubiera aparecido en medio de ellos un hombre que entonces con su aviso volvió a todos el ánimo y la esperanza, y después con su esfuerzo y sus talentos dio consistencia y lustre a la vacilante Colonia.

«Yo me acuerdo, dijo Vasco Núñez de Balboa, que los años pasados, viniendo por esta costa con Rodrigo de Bastidas a descubrir, entramos en este golfo, y a la parte del occidente saltamos en tierra, donde encontramos un gran río, y a su orilla opuesta vimos un pueblo asentado en tierra fresca y abundante, y habitado por gente que no ponía yerba en sus flechas.» Con estas palabras, como resucitando de muerte a vida, todos toman nuevo aliento, y siguiendo en número de ciento a Enciso y a Balboa, saltan en los bergantines, atraviesan el golfo, y buscan en la costa opuesta la tierra amiga que se les anunciaba. El río, el lugar y el país se hallaron tales como los había pintado Vasco Núñez, y el pueblo fuera al instante ocupado por los españoles a no salirles al encuentro los indios, que habiendo puesto en salvo sus mejores efectos y sus familias se situaron en un cerro y animosamente los esperaron.

Eran hasta quinientos hombres de guerra, y al frente de ellos Cemaco, su cacique, hombre resuelto y tenaz, dispuesto a defender su tierra a todo trance contra aquella nube de advenedizos. Temieron los españoles el éxito de la batalla, y encomendándose al cielo, ofrecieron si conseguían la victoria dar al pueblo que edificasen en aquel país el nombre de Santa María de la Antigua, una imagen en Sevilla de gran veneración. Hizo además Enciso jurar a todos, mantener su puesto a muerte o a vida sin volver la espalda, y hechas estas prevenciones, dio la señal de la batalla. Levantan al instante el grito, y con ímpetu terrible se arrojan sobre los indios, que con no menor ánimo los recibieron. Pero los españoles peleaban como desesperados, y las armas desiguales con que combatían no dejaron durar mucho tiempo la refriega, que fue terminada con el estrago y fuga de los salvajes despavoridos. Los españoles, alegres con su triunfo, entraron en el pueblo, donde hallaron muchas preseas de oro lino y abundancia de provisiones y ropas de algodón. Corrieron después la tierra, hallaron en los cañaverales del río todos los efectos preciosos que los indios habían allí ocultado; y hechos cautivos los pocos que no pudieron escapar, sentaron tranquilamente su dominación. Envió en seguida Enciso por los españoles que había dejado en la banda oriental del golfo, y todos contentos y esperanzados se pusieron a fundar la villa, que según el voto hecho antes de la batalla se llamó Santa María de la Antigua del Darién16.

La conducta de Enciso en estos principios no era desmerecedora del mando y autoridad que ejercía. Pero doce mil pesos, a que ascendía el oro de los despojados, habían excitado en sus compañeros la codicia y la esperanza, y él imprudentemente prohibiendo con pena de la vida que nadie contratase con los indios, contra, decía de un modo extraño estas dos pasiones, las más fuertes de aquellos aventureros. «Es un avaro, decían, que quiere para sí solo toda la utilidad de los rescates, y abusa en perjuicio nuestro de una autoridad que no le corresponde. Puestos ya como estamos fuera de los límites asignados a la jurisdicción de Ojeda, el mando de su alcaldía mayor es nulo y nuestra obediencia también17.» Señalábase en este bando de oposición Vasco Núñez, a quien la traslación de la Colonia había ganado crédito entre los más valientes y atrevidos. Acorde pues la mayor parte en su propósito, quitaron el mando a Enciso y determinaron proveerse de un gobierno municipal, formar un cabildo, crear regidores, nombrar alcaldes, y procediéndose a la elección, recayeron las varas de justicia en Martín Zamudio y en Balboa.

Los bandos sin embargo no sosegaran con este arreglo todavía el partido de Enciso decía que no estaban bien sin una cabeza, y quería que lo fuese él; otros decían que pues se hallaban en la jurisdicción de Diego de Nicuesa, se le enviase a llamar y se sujetasen a su mando; otros en fin, y estos entonces eran los más fuertes, insistían en que el gobierno que se había formado era bueno, y que en caso de dar el mando a uno sólo, Balboa era mejor para mandarlos que otro general cualquiera.

En estas contestaciones se hallaban cuando de repente oyen atronarse el golfo con los tiros que resonaban a la parte oriental de él. Vieron también ahumadas como de gente que hacía señales, y ellos respondieron con otras semejantes. De allí a poco vino a ellos Diego Enríquez de Colmenares, que con dos navíos cargados de bastimentos, armas y municiones, y con sesenta hombres había salido de la Española en busca de Diego de Nicuesa. Echado por las tormentas a la costa de Santa Marta, donde los indios le mataron bastante número de sus compañeros, con los restantes bajó al golfo de Urabá a tomar lengua de Nicuesa, y como no halló a ninguno de los compañeros de Ojeda en el sitio donde pensaba, tomó el arbitrio de disparar la artillería y hacer ahumadas para ver si se le respondía de alguna parte. Las ahumadas y tiros del Darién dirigieron su rumbo a la Antigua, donde preguntando por la suerte de Nicuesa y no sabiéndosela decir nadie, acordó detenerse y repartir con los que allí estaban los bastimentos y armas que traía. Esta liberalidad le ganó los ánimos y le dio en la villa crédito bastante para hacer preponderar el dictamen de los que querían se llamase a Nicuesa para que los gobernase. Así se acordó en cabildo, y en seguida fueron diputados para el mensaje el mismo Colmenares con Diego de Albítez y Diego del Corral, los cuales se embarcaron al instante y se dirigieron a la costa de Veragua en demanda de Nicuesa.

Con cinco navíos y dos bergantines montados de cerca de ochocientos hombres había salido de Santo Domingo este descubridor muy poco después de Ojeda, como ya se dijo arriba. Alcanzóle en Cartagena, ayudóle en sus refriegas con los indios y después se separaron uno de otro para ir a sus gobernaciones respectivas. Las diferentes aventuras y las plagas funestas que cayeron sobre el triste Nicuesa, desde que empezó a costear las regiones sujetas a su mando, forman el cuento más lastimoso, y al mismo tiempo el más terrible para escarmiento de la codicia y de la imprevisión humana. Pero como no son de nuestro propósito, baste decir que de todo aquel poderoso armamento, con que parecía iba a dar la ley al istmo de América y a todos los países convecinos no le quedaban al cabo de pocos meses más que sesenta hombres, los cuales, miserablemente fijados en Nombre-de-Dios, a seis leguas de Portobelo, esperaban la muerte por instantes, fallos y desesperados de todo recurso. En tal situación llegó Colmenares y dio a Nicuesa el mensaje que traía del Darién. El cielo parecía quo apiadado de sus trabajos, quería ponerles un término abriendo aquel camino a su remedio. Su desgracia o su imprudencia no lo consintió, y aquel llamamiento inesperado fue al fin el dogal funesto con que la fortuna le llevó arrastrando al precipicio.

Las desgracias, que por lo común hacen prudentes y circunspectos a los otros hombres, habían alterado la noble índole que se conocía en Nicuesa. De festivo, generoso y contenido que antes era, se había convertido en temerario, desabrido y aun cruel. No bien aceptó la autoridad que los del Darién le daban, cuando sin haber salido de Nombre-de-Dios ya los amenazaba con castigos, y decía que les quitaría el oro que sin licencia suya habían tomado en aquella tierra. Disgustóse Colmenares, y más se ofendieron Albítez y Corral, a quienes, como pobladores del Darién, tocaban más de cerca las baladronadas del Gobernador. Éstos llegaron al golfo un poco antes que Nicuesa, el cual añadió a su loca jactancia el yerro de dejar ir delante a hombres que le anunciasen tan siniestramente. Bramaban los de la Antigua a tal nueva, y la exaltación subió de punto cuando llegó el veedor de Nicuesa Juan de Caicedo, que también resentido de él, acabó de encender la discordia en los ánimos irritados, echándoles en cara la locura que hacían, siendo y viviendo libres, en someterse a un extraño.

Con esto levantaron la cabeza los dos partidos de Enciso y de Balboa, y se unieron, como era de esperar, en daño del desdichado Nicuesa. Llegó al Darién, y el pueblo le salió a recibir para decirle con gritos y amenazas que no desembarcase y que fuese a su gobernación. Zamudio el alcalde, con otros de su valía, acaudillaba este movimiento, mientras que Balboa, que secretamente los había excitado a él, en público manifestaba templanza y moderación. Sintió Nicuesa desplomarse sobre sí el cielo cuando se vio con aquella imprevista contradicción. En vano les rogaba que ya que no por gobernador, a lo menos por igual y compañero le admitiesen; y si aun esto no consentían, le metiesen en una prisión y le dejasen vivir entre ellos encerrado, pues menos duro le sería esto que volver a Nombre-de-Dios a perecer de hambre o a flechazos. Recordóles el enorme caudal que había expendido en la empresa y los infortunios deplorables que había pasado. Pero la política no tiene compasión ni la codicia oídos: el pueblo, cada vez más irritado, no se sosegaba; y él, contra el aviso secreto que la había enviado Balboa de que no desembarcase sino en su presencia, se dejó engañar de las promesas de algunos, y bajó a tierra, entregándose en manos de aquellos furiosos. Pusiéronle preso, y después le metieron en un bergantín con orden que saliese de allí al instante y se presentase en la corte. Protestó él contra la crueldad insigne que con él cometían; insistió en la legitimidad de su autoridad y mando en aquella tierra, y les amenazó de quejarse en el tribunal de Dios. Todo fue en vano: embarcado en el navichuelo más ruin que allí había, mal provisto de víveres y acompañado de solos diez y ocho hombres que quisieron seguir su fortuna salió de aquella inhumana Colonia (día 1.º de marzo de 1511), y se hizo a la mar, sin que ni él ni ninguno de sus compañeros, ni la barca tampoco, hayan parecido jamás.

Arrojado Nicuesa, sólo quedaba Enciso que pudiese contrarestar la autoridad de Balboa en el Darién. Pero el partido de aquel letrado en la villa era muy débil para poder sostenerse. Vasco Núñez le hizo cargo de haber usurpado la jurisdicción, no teniendo título para ello sino sólo de Alonso de Ojeda; le hizo proceso, le prendió, le confiscó los bienes, y al fin, dejándose vencer del ruego y de la prudencia, le mandó poner en libertad con la condición de que en el primer navío que saliese se iría a Santo Domingo o a Europa. Acordaron después enviar comisionados a una y otra parte para hacer saber los sucesos de la Colonia, dar idea de la calidad de la tierra y circunstancias de sus naturales, y pedir socorros de víveres y de hombres. Eligieron para este encargo al alcalde Zamudio y al regidor Valdivia, uno y otro amigos de Vasco Núñez y encargados de ganar con presentes la protección y favor de Miguel de Pasamonte, tesorero de Santo Domingo, y árbitro casi absoluto entonces en las cosas de América, por la gracia que alcanzaba con el Rey Católico y con su secretario Conchillos. Pero estos presentes o no llegaron a su poder o no fueron bastantes a contentar su codicia, porque no hay duda en que los primeros despachos de Pasamonte al Gobierno sobre las cosas del Darién fueron todos tan favorables a Enciso como contrarios a Vasco Núñez, y en este paso mal dado puede fijarse el origen de las desgracias y catástrofe final de este descubridor. Valdivia quedó en la isla a preparar y activar los socorros que necesitaba el Darién, y Zamudio y Enciso vinieron a España a sembrar el uno alabanzas y el otro querellas contra Balboa.

¿Quién era pues este hombre que sin título, sin comisión, sin facultades, así sabía influir en sus compañeros, y suplantar a los personajes cuya autoridad era legítima y los derechos al mando incontestables? Tan audaces todos, tan codiciosos como él, tan ambiciosos de poder y mando, ¿por cuál razón se dejaban guiar y dirigir así por un hombre oscuro, privado, menesteroso como el que más? Era Vasco Núñez de Balboa natural de Jerez de los Caballeros, de familia de hidalgos, aunque pobre. En España había sido primeramente criado de don Pedro Puertocarrero, señor de Moguer; y después se alistó entre los compañeros de Rodrigo de Bastidas para el viaje mercantil que este navegante hizo. del tiempo de la expedición de Ojeda se hallaba establecido en la Española, en la villa de Salvatierra, donde tenía algunos indios de repartimiento y cultivaba un terreno. Cargado de deudas, como los más de aquellos Colonos, y ansioso de gloria y de fortuna, quiso acompañar a Enciso, pero se lo estorbaba el edicto del Almirante que prohibía salir de la isla a los deudores. Para eludirle se embarcó secretamente sin conocimiento de aquel comandante en su navío, encerrado en una pipa, o como otros quieren, envuelto en una vela, y no se descubrió hasta que se hallaron en alta mar. Irritóse sobremanera Enciso, amenazándole que le dejaría en la primera isla desierta que encontrasen; pero mediaron ruegos de otras personas, Vasco Núñez se le humilló, y al fin aplacado, consintió en llevarle. Era alto, membrudo, de disposición bizarra y agraciado semblante18. No pasaba entonces de treinta y cinco años, y la robustez de sus miembros le hacía capaz de cualquier fatiga y vencedor de los mayores trabajos. Su brazo era el más firme, su lanza la más fuerte, su flecha la más certera, hasta su lebrel de batalla era el más inteligente y el de mayor poder19. Iguales a las dotes de su cuerpo eran las de su espíritu, siempre activo, vigilante, de una penetración suma y de una tenacidad y constancia incontrastable. La traslación de la Colonia desde San Sebastián al Darién, debida a su consejo, fue la que empezó a darle crédito entre sus compañeros. Y cuando puesto a su frente y entregado del mando, le vieron ser el primero en los trabajos y en los peligros, no perderse de ánimo nunca, tener en la disciplina una severidad igual a la franqueza y a la afabilidad con que en el trato los agasajaba, repartir los despojos con la equidad más exacta, cuidar del último de sus soldados como si fuera su hijo o su hermano, y conciliar del modo más grato y apacible los deberes y decoro de gobernador y capitán con los oficios de camarada y amigo, la adhesión que entonces le juraron y la confianza que en él pusieron no tuvieron límite ninguno, y todos se daban el parabién de la superioridad que en él reconocían. Pudo considerársele hasta la expulsión de Enciso como un faccioso artero y atrevido que, ayudado de su popularidad, aspira a la primacía entre sus iguales, y logra a fuerza de intrigas y de audacia desembarazarse de cuantos con mejor título podían disputarle el mando. más después que se halló solo y sin rivales, entregado todo a la conservación y progresos de la Colonia que se había puesto en sus manos, se le ve autorizar su ambición con sus servicios, levantar su pensamiento a la altura de su dignidad, y con la importancia y grandeza de sus descubrimientos ponerse en la opinión pública casi a la par con Colón.

Los contornos del nuevo establecimiento estaban habitados por diferentes tribus, bastante conformes entre sí por las costumbres, pero separadas y divididas, ya por las guerras que continuamente se hacían, ya por la naturaleza del terreno, áspero, fragoso y desigual. Aun que igualmente valientes y belicosos que los indios de la costa oriental, eran sin embargo los del Darién menos feroces y crueles. Peleaban aquéllos con flechas enhervoladas, no daban cuartel en la guerra, y se comían los enemigos que rendían: estos preferían pelear de cerca con mazas, macanas o dardos, no ponían yerba en las flechas de que usaban, y los cautivos que hacían, señalados en la frente, o con un diente menos, sufrían la servidumbre, y no la muerte. Dábase la nobleza entre ellos al que salía herido de la guerra; y recompensado con posesiones, con alguna mujer distinguida y con mando militar, era tenido por más ilustre que los otros, y trasmitía a sus hijos aquella distinción, con tal que siguiera la profesión de las armas. Obedecían a caciques que, según las antiguas relaciones, tenían sobre ellos más autoridad que la que generalmente lleva con sigo la condición de salvajes. De médicos y adivinos les servían los que llamaban tequinas, especie de embajadores, a quienes consultaban en sus enfermedades, en sus guerras, y generalmente en todas sus empresas. Tuira llamaban a la deidad que adoraban, y la superstición, en partes pacífica y dulce, le presentaba en ofrenda pan, aroma, frutas y flores; en otras cruel y abominable, le ofrecía sangre y víctimas humanas.

Tenían sus asientos junto a la orilla del mar y a las márgenes de los ríos, donde hallaban proporción de pesquerías. Cultivaban un poco y cazaban también, pero el pescado era su sustento principal. Sus casas eran de madera y cañas atadas con bejucos y cubiertas de yerba para defenderse de la lluvia. Llamábanlas bohios cuando estaban sentadas sobre la tierra, barbacoas cuando se construían en el aire, fundadas en árboles, y sobre el agua; y tales las había entre los principales, que en la desnudez general de la tierra podían pasar por palacios. Nunca sus lugares eran grandes, y los mudaban frecuentemente de un sitio a otro, según la necesidad o el peligro los constreñía.

Andaban los hombres generalmente desnudos, cubierto con un caracol el órgano de la generación, o con un estuche de oro. Las mujeres traían unas mantillas de algodón desde la cintura hasta la rodilla, bien que en algunos parajes ni los unos ni los otros se cubrían cosa alguna. Los caciques y principales, en ostentación de dignidad, traían a los hombros mantos de algodón. Todos se pintaban el cuerpo con el zumo de la bija o con tierras de color, principalmente cuando salían a las ba tallas; se adornaban las cabezas con penachos de plumas, las narices y orejas con caracolillos vistosos, los brazos y piernas con brazaletes de oro. Dejaban crecer el cabello. que se tendía libremente por la espalda, y por delante le cortaban sobre las cejas con pedernales. Preciábanse mucho las mujeres de la hermosura y firmeza de sus pechos; y cuando por la edad o los partos veían que faltaban, se los sostenían con barretas de oro atadas a los hombros y sobaco con cordones de algodón. Hombres y mujeres eran grandes nadadores, y estar continuamente en el agua era uno de sus más grandes placeres.

Sus costumbres eran muy libres, o por mejor decir, corrompidas, si esta calificación puede convenir a salvajes. Los caciques y señores casaban con cuantas mujeres querían: los demás sólo con una. Para divorciarse no era necesario más que la voluntad de entrambos, o la de un consorte sólo, mayormente cuando la mujer era estéril, que entonces el marido la dejaba, y a veces la vendía. La prostitución no era infamia. Las mujeres nobles tenían por máxima que era de villanas negar cosa alguna que se les pidiera, y se entregaban de grado a quien las quería, especialmente si los amantes eran hombres principales. Este gusto de libertinaje las llevaba hasta la costumbre inhumana de tomar yerbas para abortar cuando se sentían preñadas, para no perder el atractivo de sus pechos ni suspender sus placeres, y decían que las viejas pariesen, no las mozas, que tenían que divertirse. Sin embargo, estas mujeres tan libertinas y sensuales iban con sus maridos a la guerra, peleaban con ellos, disparaban flechas y morían valientemente a su lado. Otra abominación conocían, que era la prostitución de hombres, y los caciques tenían para sus placeres serrallos de mozos, que luego que eran destinados a este inmundo oficio se vestían de mujeres, se ejercitaban en los menesteres que ellas, y estaban exentos de guerra y fatigas. Sus diversiones públicas se reducían a areitos, especie de danza muy parecida a las de algunas provincias septentrionales nuestras. Uno guiaba cantando y haciendo pasos al compás del canto, los otros le seguían y le imitaban, y entre tano otros bebían de aquellos licores fermentados que hacían del dátil y del maíz: daban de beber a los que bailaban, durando todo horas y aun días enteros, hasta que fatigados y beodos, quedaban sin sentido.

Cuando algún cacique moría, sus mujeres y los criados más allegados a su persona acostumbraban darse la muerte para servirle en la otra vida en los mismos términos que antes, creyendo que las almas de los que esto no hacían morían con sus cuerpos o se convertían en aire. Daban tierra a los muertos; pero en algunas provincias, luego que el señor espiraba le sentaban en una piedra, y poniéndole fuego al rededor, le enjugaban hasta que quedase la piel y los huesos, y en este estado le colgaban en una estancia retirada que destinaban a este uso, o le arrimaban a la pared, adornándole de plumas, joyas de oro y aun ropas, y poniéndole al lado de su padre o antecesor muerto antes que él. Así con su cadáver se conservaba su memoria en la familia, y si alguno de ellos perecía o se perdía en la guerra, la faina de sus proezas quedaba consignada para la posterida1 en los cantares de sus areitos.

Por este bosquejo de las costumbres y policía de aquellos naturales, se ve la poca resistencia que harían a la sujeción o al exterminio si la Colonia europea llegaba a consolidarse y progresar. Habíase fundado la villa a las orillas de un río que los españoles tuvieron por el Darién, aunque no era más que una de sus bocas más considerables Tenían al oriente el golfo, que los separaba siete leguas de la costa y tribus feroces de los caribes; al norte el mar, al poniente el istmo, y al sur la llanura cortada por los diferentes brazos del Darién y llena toda de anegadizos y lagunas. Para un pueblo que hubiese de afianzar su subsistencia en el cultivo, hubiera bastado el valle que se forma entre las sierras de los Andes y las cordilleras menos altas que orillean la costa desde la boca principal del río hasta la punta occidental del golfo, a quien se dio el nombre de Cabo Tiburón. Este valle, excelente para plantíos, y los recursos de pesca y caza que presentaban el golfo, los ríos y los montes convecinos, eran más que suficientes para contentar y mantener a otros aventureros menos codiciosos y más quietos. Pero el ansia de los españoles era descubrir países, adquirir oro, subyugar naciones, y para esto tenían que luchar no sólo con los pueblos indómitos y errantes que poblaban el istmo, sino con la calidad del país, mucho más áspero y terrible que ellos. Y si a esto se añade la guerra que continuamente hacían a la salud y complexión europea el calor y humedad constante del aire y las lluvias grandes y frecuentes, se verá que sólo el tesón más incontrastable y la robustez más firme podían bastar a sostenerse y superar tan grandes dificultades.

En el tiempo que duraron las contiendas sobre el mando, iban y venían los indios al Darién, llevaban provisiones y las trocaban por cuentas, cuchillos y bujerías de Castilla. No los llevaba allí solamente la codicia del rescate, iban también a espiar, y deseando que los advenedizos les dejasen libre su tierra, les ponderaban la abundancia y las riquezas de la provincia de Coiba, distante treinta leguas de allí, al poniente. Vasco Núñez envió primero a descubrir a Francisco Pizarro, que se volvió después de haber tenido una corta refriega con un tropel de indios acaudillados por Cemaco; y después salió él mismo al frente de cien hombres en la dirección de Coiba. Mas no hallando en muchas leguas indio ninguno ni de guerra ni de paz, yermo y despoblado el país con el terror difundido a la redonda, tuvo que volverse a la Antigua sin sacar fruto alguno de esta expedición segunda.

Envió después dos bergantines por los españoles que habían quedado en Nombre-de-Dios, los cuales a su vuelta tocaron en la costa de Coiba, y allí vieron venir a ellos dos castellanos desnudos y pintados de bija a la usanza india. Eran marineros de la armada de Nicuesa, que en el año anterior se habían salido del navío de aquel desgraciado comandante cuando pasó en demanda de Veragua. Hospedados y regalados por el cacique de la tierra, habían permanecido allí todo aquel tiempo, aprendido la lengua y examinado las circunstancias y recursos del país. Pintáronle a los navegantes como rico y abundante de oro y todo género de provisiones, y en seguida se acordó que uno de los dos se quedase con el Cacique para servir a su tiempo, y el otro se fuese con ellos al Darién a dar noticia de todo al Gobernador.

Bien conoció Balboa cuánto se le venía a las manos con la adquisición de este intérprete, y así, después que se hubo informado por él de cuantas circunstancias necesitaba para conocer la gente a quien quería atacar, ordenó que se apercibiesen para la expedición ciento y treinta hombres, los más vigorosos y dispuestos. Proveyóse de las mejores armas que había en la Colonia, de los instrumentos propios para abrirse paso por las malezas de los montes, y de las mercancías útiles en los rescates, y embarcado en dos bergantines, dio la vela para Coiba. Llegado allá, salta en tierra y busca la mansión de Cáreta, que así se llamaba el Cacique. Cáreta esperóle sabiendo que iba en su busca, y a la demanda que se le hizo de provisiones para la tropa de la expedición y para los Colonos del Darién respondió sosegadamente «que cuantas veces habían los extranjeros pasado por su tierra, tantas los habían provisto de los bastimentos que necesitaban; pero que a la sazón nada podía dar por la guerra en que se hallaba con Ponca, un cacique vecino suyo; que nada habían sembrado, nada cogido, y estaban por consiguiente tan menesterosos como ellos». Manifestóse Vasco Núñez, por consejo de sus intérpretes, satisfecho de esta respuesta, bien que no diese crédito ninguno a ella. Tenía el indio a sus órdenes dos mil hombres de guerra, y reputó más seguro vencerle por sorpresa que atacarle de frente. Hizo pues demostración de volverse por donde era venido; pero a la media noche revolvió sobre el pueblo, arrolló y mató cuanto se le puso delante, hizo presa del Cacique y de su familia, y cargando en los bergantines cuantas provisiones había en el lugar, lo llevó todo al Darién. Cáreta, así escarmentado, se resignó a su destino y se humilló a su vencedor. Rogóle que le dejase ir libre, que admitiese su amistad, y ofreció dar a la Colonia bastimentos en abundancia con tal que los españoles le defendiesen contra Ponca. Estas condiciones no podían dejar de agradar al caudillo castellano, que ajustó así la paz y la alianza con aquella tribu, siendo prenda de ella una hermosa hija del Cacique, que él presentó a Balboa para que la tuviese por mujer, y él la aceptó y quiso siempre mucho.

Con esto los dos aliados se apercibieron para ir contra Ponca, el cual, no osando esperarlos, se refugió a los montes y dejó desierta su tierra, que fue saqueada y destruida por indios y españoles. Pero Balboa, dejando para más adelante la conquista, o como entonces se decía, la pacificación del interior, volvió a la ribera del mar, donde para la seguridad y subsistencia de la Colonia le convenía mejor tener amigos o esclavos. Era vecino de Cáreta un cacique a quien unos llaman Comogre, otros Panquiaco, jefe de hasta diez mil indios, entre ellos tres mil hombres de pelea. Deseaba él, oída la fama de valientes que tenían los castellanos, tratarlos y conocerlos; y habiéndose presentado como medianero de esta nueva amistad un indio principal, deudo de Cáreta, Vasco Núñez, que no quiso perder la ocasión de adquirirse un amigo, fue a verle con los suyos. Luego que el Cacique supo que llegaba, le salió a recibir seguido de sus vasallos más principales, y acompañado de sus hijos, que eran siete, habidos en diversas mujeres, todos ya mancebos. Fue grande la cortesía y agasajo que usó con sus huéspedes, los cuales fueron alojados en diferentes casas del pueblo y provistos de víveres en abundancia, y de hombres y mujeres que los sirviesen. Lo que más llamó la atención fue la habitación de Comogre, que según las memorias del tiempo, era un edificio de ciento y cincuenta pasos de largo y ochenta de ancho, fundado sobre postes gruesos, cercado de un muro de piedra, y en lo alto un zaquizamí de madera vistoso y bien labrado. Dividíase en diferentes compartimientos, tenía sus despensas, sus bodegas y su panteón para los muertos, puesto que allí fue donde los españoles vieron por la primera vez secos y colgados, como se dijo arriba, los cadáveres de los abuelos del Cacique.

Hacía los honores del hospedaje el hijo mayor de Comogre, que era el más discreto y sagaz de sus hermanos. Éste presentó un día a Vasco Núñez y a Colmenares, a quienes por su porte conoció eran los jefes de los demás, setenta esclavos y hasta cuatro mil pesos de oro en diferentes preseas. Fundióse al instante el oro y empezóse a repartir el resto, separado el quinto para el Rey. La repartición produjo una disputa que dio ocasión a voces y amenazas Lo cual visto por el indio, arremetiendo de improviso a las balanzas en que el oro se pesaba, y arrojando uno y otro al suelo, «¿por qué reñir, les dijo, por tan poco? Si es tanta vuestra ansia de oro, que por ella desamparáis vuestra tierra y venís a inquietar las ajenas, provincia os mostraré yo donde podáis a manos llenas contentar ese deseo. más para ello os conviene ser más en número de los que venís, porque tenéis que pelear con reyes poderosos, que defenderán vigorosamente sus dominios. Hallaréis primeramente un cacique muy rico de oro, que reside a distancia de seis soles, luego veréis el mar, que está hacia aquella parte, y señalaba al mediodía; allí encontraréis gentes que navegan por él en barcas a remo y vela, poco menores que las vuestras, y esta gente es tan rica, que como y bebe en vasos hechos de ese metal que tanto codiciáis.» Estas palabras célebres, conservadas en todas las memorias del tiempo, y repetidas por todos los historiadores, fueron el primer anuncio que los españoles tuvieron del Perú. Maravilláronse de oírlas, y empezaron a indagar del mancebo más noticias respecto de los países que decía. Él insistió en que necesitaban ser mil hombres cuando menos para subyugarlos, se ofreció a servirlos de guía, a ayudarlos con la gente de su padre, y puso su vida en prendas de la verdad de sus palabras.

A tales nuevas Balboa, exaltado con la perspectiva de gloria y de fortuna que se le presentaba delante, creyéndose ya a las puertas de la India Oriental, que era el, objeto deseado del Gobierno y de los descubridores de entonces, determinó volver cuanto antes al Darién a alegrar a sus compañeros con tan grandes esperanzas, y a hacer los preparativos necesarios para realizarlas. Detúvose, sin embargo, algunos días con aquellos caciques, y la amistad que tenía con ellos se estrechó de tal modo, que uno y otro se bautizaron con sus familias, tomando en el bautismo Cáreta el nombre de Fernando, y Comogre el de Carlos. Volvió en seguida al Darién rico con los despojos de Ponca, rico con los regalos de sus amigos, y más rico todavía con las esperanzas, hermosas que le presentaba el porvenir.

A esta sazón, después de seis meses de ausencia, arribó el regidor Valdivia con una carabela cargada de bastimentos. Traía además grandes promesas del Almirante de socorrerlos abundantemente de víveres y hombres luego que llegasen navíos de Castilla. Pero los socorros que trajo Valdivia se consumieron muy luego; las sementeras, ahogadas con los temporales y avenidas, no les prometían recurso ninguno, y volvieron a hambrear como solían. Acordó pues Balboa hacer correrías en tierras más apartadas, pues ya estaban gastados y consumidos los contornos de la Antigua, y enviará Valdivia a la Española a hacer saber al Almirante las noticias que tenía del mar del Sur y de las riquezas de aquellas regiones. Llevó Valdivia quince mil pesos que pertenecían al Rey de su quinto, y el encargo de pedir los mil hombres que necesitaba, así para la expedición como para sostenerse sin necesidad de exterminar las tribus y caciques enemigos, pues de otro modo, siendo tan pocos, les era preciso, si no querían perecer, asolar y matar cuanto no se les sometiese. Pero estos encargos hechos a Valdivia, con los ricos presentes de oro que los principales del Darién le dieron para sus amigos, se perdieron en el mar, donde sin duda fueron sumergidos el comisionado y la embarcación en que iba, pues no se volvió a saber de él.

A la partida de Valdivia (1512) siguió inmediatamente la expedición por el golfo y el reconocimiento de la tierra situada a la extremidad interior de él. Allí estaba el dominio de Dabaibe, de cuyas riquezas se hacían grandes ponderaciones, principalmente de un ídolo y de un templo que se suponía de oro. Allí se había refugiado Cemaco con los indios de su obediencia, y no había perdido el deseo ni la esperanza de arrojar de su país a los salteadores que se lo usurparon. Montó pues Balboa ciento y setenta hombres bien armados en dos bergantines al mando suyo y de Colmenares, y subió con ellos por el golfo arriba, hasta llegar a las bocas del río. El escaso conocimiento que los españoles tenían aun del terreno y de las circunstancias de aquel gran caudal de agua, les hizo creer que era diferente del Darién, y le dieron el nombre de el río grande de San Juan, por su magnitud y por el día en que le descubrieron. Pero en realidad el que bañaba la población de la Antigua y aquél no eran más que un sólo río, que naciendo a trescientas leguas de allí, detrás de la cordillera de Anserma, a la banda del sur, corre casi directamente al septentrión, atropellando con la impetuosidad de su curso cuanto se le pone delante. Ya unido con el Cauca hasta llegar a las sierras ásperas y quebradas de Antioquía; pero divididos por ellas, el Cauca va a perder su nombre en el de la Magdalena, con el cual junta sus aguas, mientras que el Darién, ceñido por las cordilleras de Abaibe más cercanas, y enriquecido con sus muchas aguas y con las que recoge de la parte de Panamá, sigue su curso hasta llegar a las cercanías del golfo. Tiéndese allí por las llanuras formando anegadizos y pantanos, y dividiéndose en diferentes bocas, que, ya más, ya menos, todas son navegables para botes; desagua por ellas en el mar, cuyas ondas endulza por el espacio de algunas leguas. Sus aguas son cristalinas, su pesca abundante y saludable. Llamósele al principio Darién, acaso del nombre de algún cacique que allí encontraron Bastidas u Ojeda cuando le descubrieron primero: los ingleses y holandeses le han dado en los últimos tiempos el de Atrato; y con las tres denominaciones de Darién, Atrato y San Juan le designan indistintamente la historia y la geografía.

Entrados en él Vasco Núñez y Colmenares, reconocieron algunos de sus brazos y las diferentes poblaciones que hallaron a sus orillas. Los indios al verlos venir las desamparaban o eran fácilmente arrollados en su débil resistencia; más las esperanzas de que la codicia española se alimentaba no se lograron entonces, y tal cual alhajuela de oro y algunos pocos bastimentos fueron los solos despojos que consiguieron en aquella fatigosa correría. Lo más singular que en ella vieron, fueron las barbacoas de la tribu de Abebeiba. Cubierta la tierra de aguas en aquel paraje, no consiente que se pongan habitaciones sobre ella, y los indios habían construido sus moradas sobre las palmas elevadas que allí crecen. Esta especie de edificios dio mucho que admirar a los castellanos. Nido había de éstos que ocupaba cincuenta o sesenta palmas, donde podían abrigarse hasta doscientos hombres. Estaban divididos en diferentes compartimientos para dormir, para rancho y para despensa. Los vinos los tenían debajo de tierra al pié, para que con el movimiento no se torciesen. Subíase arriba por unas escalas que pendían de los árboles, a cuyo uso estaban tan acostumbrados, que hombres, mujeres y muchachos andaban por ellas con cualquiera carga encima con tanta agilidad y despejo como por el suelo. Tenían al pié sus canoas, en que salían a pescar por aquellos ríos, y cuando la familia se recogía alzaban las escalas y dormían seguros de fieras y de enemigos.

Cuando llegaron los castellanos a la barbacoa de Abebeiba estaba él recogido en ella y alzadas las escalas. Diéronle voces para que bajase sin miedo, pero negóse a hacerlo, diciendo que él en nada les había ofendido, y que le dejasen en paz Amenazáronle con derribarle a hachazos los árboles de la casa, o con ponerles fuego; y añadiendo la acción a la amenaza, empezaron a hacer saltar astillas de los troncos de las palmas. Bajó entonces el Cacique con su mujer y dos hijos, quedando el resto de su familia arriba. Preguntáronle si tenía oro, y dijo que no, porque para nada lo necesitaba; y viéndose importunado, les dijo que iría tras de unas sierras que de lejos se descubrían, a buscarlo y a traerlo. Dejáronle ir, quedando en rehenes la mujer y los hijos, pero él no volvió a parecer. Balboa, después de reconocer otras muchas poblaciones, todas abandonadas de sus dueños, bajó a buscar a Colmenares, a quien había dejado atrás, y unido con él, dio la vuelta para el Darién, dejando un presidio de treinta soldados en la población de Abenamaguey, uno de los caciques vencidos, para guardar la tierra y que los indios no se rehiciesen.

Esto no bastó, sin embargo, a contenerlos; porque los cinco régulos cuyas tierras habían sido corridas y saqueadas formaron una confederación y se dispusieron a caer con todas sus fuerzas sobre la Colonia cuando los españoles estuviesen más descuidados. La conspiración se tramó con el mayor secreto, y los de la Antigua hubieran perecido todos, a no haberse descubierto el peligro por una de aquellas incidencias más propias de las novelas que de la historia, y que, sin embargo, no han dejado de ser frecuentes en los acontecimientos del Nuevo Mundo. Tenía Balboa una india a quien por su belleza, y tal vez por su carácter, amaba más que a sus demás concubinas. Un hermano de ella, disfrazado con el hábito de otros indios pacíficos que llevaban prisioneros a los nuestros, iba y venía a visitarla y a procurar su libertad. Y teniendo por segura la destrucción de los europeos, la dijo un día que estuviese sobre aviso y cuidase de sí propia, que ya los príncipes del país no podían sufrir por más tiempo la insolencia de los advenedizos, y estaban resueltos a caer sobre ellos por mar y por tierra. Cien canoas, cinco mil guerreros, provisiones abundantes acopiadas en el pueblo de Tichirí, eran preparativos suficientes para conseguir lo que ansiaban, y en esta seguridad los despojos estaban repartidos, los cautivos demarcados. Díjola cuál sería el día del asalto, y se fue, aconsejándola que se retirase a parte segura, para no ser envuelta en el estrago general.

No bien se vio sola, cuando de amor o de miedo descubrió a Balboa cuanto había oído. Hízola él llamar a su hermano bajo el pretexto de que quería irse con él; y venido, fue preso y puesto en el tormento para que declarase lo que sabía. Repitió el infeliz lo que había dicho a la mujer, añadiendo que ya anteriormente Cemaco había tratado de dar muerte a Vasco Núñez, y que para eso había apostado guerreros suyos disfrazados de trabajadores en una de sus labranzas. Pero intimidados por la yegua que montaba el Gobernador y por la lanza que llevaba, no se habían atrevido a ejecutarlo; lo cual visto por Cemaco, había buscado mejor medio de venganza en la liga y conspiración con los otros caciques ofendidos.

Patente así todo, Balboa marchó por tierra con setenta hombres, y Colmenares por agua con otros tantos, a sorprender a sus enemigos. El primero no halló a Cemaco donde pensaba, y sí sólo un pariente suyo con otros pocos indios, que se trajo prisioneros al Darién. Colmenares fue más feliz, porque sorprendió a los salvajes en Tichirí, cogió allí al caudillo nombrado para la empresa, con otros indios principales y mucha gente inferior. Perdonó a la muchedumbre, pero a su vista hizo asaetear al General y ahorcar a los señores, quedando los indios tan escarmentados con este castigo, que no osaron en adelante levantar el pensamiento a la independencia.

Tratóse luego de enviar nuevos diputados a España para dar cuenta al Rey del estado de la Colonia, y de camino pedir en la Española los auxilios que necesitaban, por si acaso Valdivia no hubiese podido llegar, como así había sucedido. Dícese que Balboa quería para si esta comisión, o ambicioso de ganarse la gracia de la corte, o temeroso de que le hallase en el Darién el castigo de su usurpación. No lo consintieron sus compañeros, diciéndole que sin él quedaban desamparados y sin gobierno: a él sólo respetaban y seguían con gusto los soldados, a él sólo temían los indios. Sospechaban también que salido de allí, no querría volver a padecer los trabajos que continuamente venían sobre ellos, como ya había sucedido con otros. Por tanto eligieron a Juan de Caicedo, veedor que había sido de la armada de Nicuesa, y a Rodrigo Enríquez de Colmenares, hombres los dos graves, expertos en negocios y seguidos de la estimación general. De éstos creían que desempeñarían bien su encargo y volverían; porque el uno se dejaba allí a su mujer, y Colmenares había comprado mucha hacienda y labranzas en el Darién: prendas unas y otras de confianza y de adhesión al país. No siéndole pues posible a Balboa ausentarse del Darién para mirar por sí mismo, trató de ganarse a lo menos la gracia del tesorero Pasamonte, y es probable que fuese en esta ocasión cuando le envió aquel rico presente de esclavos, piezas de oro y otras alhajas, de que había el licenciado Zuazo en su carta al señor de Chievres20. También llevaron los nuevos procuradores, con el quinto que pertenecía al Rey, un donativo que le hacía la Colonia; y más felices que los anteriores, salieron del Darién a fines de octubre, y llegaron a España en mayo del año siguiente.

Sucedió a su partida un ligero disturbio, que aunque pareció al principio que iba a destruir la autoridad de Vasco Núñez, sirvió a consolidarla más. Bajo el pretexto del abuso que Bartolomé Hurtado hacía de la privanza del Gobernador, se alborotaron Alonso Pérez de la Rúa y otros facciosos. Su verdadero intento era apoderarse de diez mil pesos que estaban aún enteros, y repartirlos a su antojo. Después de algunas contestaciones, en que hubo arrestos y animosidad bastante, los malcontentos trataron de sorprender a Vasco Núñez y ponerle en prisión. Súpolo él, y se salió del pueblo como que iba a caza, previendo que apoderados aquellos turbulentos de la autoridad y del oro, de tal modo abusarían de uno y otro, que los buenos lo habían de llamar al instante. Así sucedió: dueños del caudal Rúa y sus amigos, se portaron con tan poca cordura en el reparto, que los Colonos principales, afrentados y avergonzados viendo la inmensa distancia que había de aquella gente a Vasco Núñez, alzaron el grito, se arrojaron a los cabos de la sedición, los prendieron y llamaron a Balboa, cuya autoridad y gobierno volvieron a reconocer de nuevo.

Llegaron en esto de Santo Domingo dos navíos cargados de bastimentos, con doscientos hombres al mando de Cristóbal Serrano, entre ellos ciento y cincuenta de guerra. Todo lo enviaba el Almirante, y Balboa en particular recibió el título de gobernador de aquella tierra, enviado por el tesorero Pasamonte, que se suponía autorizado para hacer estas provisiones, y ya le era tan favorable como antes le había sido tan contrario. Lleno de gozo con el título y con el socorro, y seguro de la obediencia de todos, dio libertad a los presos, y determinó salir por la comarca y ocupar la gente en expediciones y descubrimientos. más cuando estaba haciendo los preparativos vino a acibararle su satisfacción una carta de su amigo y compañero Zamudio, en que le avisaba de la indignación que las quejas de Enciso y los primeros informes del tesorero habían excitado contra él en la corte. En vez de agradecerle sus servicios, se le trataba de usurpador y de intruso, se le hacía responsable de los daños y perjuicios que su acusador reclamaba, y el fundador y pacificador del Darién estaba mandado procesar por los cargos criminales que se le hacían.

Pero estas nuevas aciagas, en vez de abatir su espíritu, le dieron nueva osadía y le impelieron a empresas mayores. ¿Daría lugar a que otro, aprovechándose de sus fatigas, descubriese el mar del Sur y le arrebatase la gloria y las riquezas que esperaba? Faltábanle a la verdad los mil hombres que se necesitaban para aquella expedición; pero su arrojo, su pericia y su constancia le daban ánimo para emprenderla sin ellos. Borraría así con tan señalado servicio los defectos de su usurpación primera; y si la muerte le atajaba en medio del camino, moriría trabajando en bien y gloria de su patria, y libre de la persecución que le venía encima. Lleno pues de estos pensamientos, y resuelto a seguirlos, habló y animó a sus compañeros, escogió ciento y noventa los más bien armados y dispuestos, y con mil indios de carga, algunos perros de pelea y las provisiones suficientes, se hizo a la vela en un bergantín y diez canoas (l.º de setiembre de 1513).

Arribó primero al puerto y tierra de Cáreta, donde fue acogido con las muestras de amistad y el agasajo consiguiente a sus relaciones con aquel cacique, y dejando allí su escuadrilla, tomó el camino por las sierras hacia el dominio de Ponca. Habíase fugado este régulo como la vez primera; pero Vasco Núñez, que ya había adoptado la política que le convenía, deseaba componerse amigablemente con él, y a este fin le envió algunos indios de paz que lo aconsejasen volviese a su pueblo y ne temiese nada de los españoles. Volvió en efecto, fue bien acogido, presentó en don algún oro, y recibió en cambio cuentas de vidrio, cascabeles y otras bujerías, Pidióle además el capitán español guías y gente de carga para viajar por las sierras, que el Cacique proporcionó gustoso, añadiendo provisiones en abundancia; con lo cual se separaron amigos.

No fue tan pacífico el paso a la tierra de Cuarecuá, cuyo señor Torecha, receloso de la invasión, y escarmentado con lo que había sucedido a sus convecinos, estaba dispuesto y preparado para recibir hostilmente a los castellanos. Salió un enjambre de indios al camino, que feroces y armados a su usanza, empezaron a increpar a los extranjeros, preguntándoles a qué iban por allí, qué buscaban, y amenazándoles con su perdición si pasaban adelante. Los españoles avanzaron sin curarse de sus fieros: entonces se dejó ver el Régulo al frente de la tribu, vestido de un manto de algodón y seguido de sus principales cabos, y con más ánimo que fortuna dio la señal del combate. Acometieron los indios con grande ímpetu y vocería; pero aterrados primero con el rigor y los estallidos de las ballestas y escopetas, fueron fácilmente después destrozados y ahuyentados por los hombres y los lebreles, que se arrojaron a ellos. Quedó muerto el Régulo en la refriega con otros seiscientos más, y los españoles, allanado aquel obstáculo, entraron en el pueblo, que fue despojado de todo el oro y prendas de valor que en él había. Allí fue donde encontraron a un hermano del Cacique y a otros indios vestidos de mujeres y empleados en el uso inmundo de que se hizo mención arriba. Cincuenta fueron los que en este traje y por esta causa fueron abandonados a los alanos, que los hicieron en un instante pedazos con grande satisfacción de los salvajes, los cuales, según se cuenta, traían de lejos al castigo a otros muchos miserables de aquella especie. Debió la tierra con estos ejemplares quedar tan pacífica y sumisa, que Balboa dejó en ella los enfermos que traía, despidió los guías que le dio Ponca, y tomando allí otros nuevos, siguió su camino hacia las cumbres. La lengua de tierra que divide las dos Américas no tiene en su mayor anchura arriba de diez y ocho leguas, y en algunos parajes se estrecha hasta solas siete. Y aunque desde el puerto de Cáreta hasta el punto a que se dirigían los españoles no haya a lo sumo más que seis días de viaje, ellos gastaron veinte, y no es de extrañar que así fuese. La gran cordillera de sierras que atraviesa de norte a sur todo el continente nuevo, y le sirve como de reparo contra los embates del Océano Pacífico, atraviesa también el istmo del Darién, o más bien lo compone ella sola con las fragosas cimas que han podido salvarse del naufragio de las tierras adyacentes. Tenían pues los descubridores que abrirse camino por medio de dificultades y peligros, que sólo aquellos hombres de hierro podían arrostrar y vencer. Aquí tenían que penetrar por bosques espesos y enmarañados, allá atravesar pantanos fatigosos, donde cargas y hombres miserablemente se hundían; ahora se les presentaba una agria cuesta que subir, luego un precipicio profundo y tajado que bajar; y a cada paso ríos rápidos y profundos, sólo practicables en balsas mezquinas o en puentes trémulos y endebles; de cuando en cuando la oposición y resistencia de los salvajes siempre vencidos, pero siempre temibles; y sobre todo la falta de provisiones que, agregada al cansancio y al cuidado, abatía y enfermaba los cuerpos y desalentaba los ánimos.

En fin, los cuarecuanos que iban guiando muestran de lejos la altura desde donde el deseado mar se descubría. Balboa al instante manda hacer alto al escuadrón, y él se adelanta solo a la cima de la montaña (25 de setiembre de 1513). Llegado a ella, lleva ansioso la vista al mediodía; el mar Austral se presenta a sus ojos, y sobrecogido de gozo y maravilla, cae de rodillas en la tierra, tiende los brazos al mar, y arrasados de lágrimas los ojos, da gracias al cielo por haberle destinado a aquel insigne descubrimiento. Hizo luego señal a sur compañeros para que subiesen, y mostrándoles el magnífico espectáculo que tenían delante, vuelve a arrodillarse y a agradecer fervorosamente el beneficio. Lo mismo hicieron ellos, mientras que los indios atónitos no sabían a qué atribuir aquellas demostraciones de admiración y de alegría. Aníbal en la cima de los Alpes, enseñando a sus soldados los campos deliciosos de Italia, no pareció, según, la ingeniosa comparación de un escritor contemporáneo21, ni más exaltado ni más arrogante que el caudillo español, puesto ya en pié, recobrado el uso de la palabra, que el gozo le tenía embargada, y hablando así a sus castellanos: «Allí veis, amigos, el objeto de vuestros deseos y el premio de tantas fatigas. Ya tenéis delante el mar que se nos anunció, y sin duda en él se encierran las riquezas inmensas que se nos prometieron. Vosotros sois los primeros que habéis visto esas playas y esas ondas; vuestros son sus tesoros, vuestra sola es la gloria de reducir esas inmensas e ignoradas regiones al dominio de vuestro rey y a la luz de la religión verdadera. Sedme pues fieles como hasta aquí, y yo os prometo que nadie en el mundo os iguale en gloria ni en riquezas.» Todos alegres le abrazaron, y todos prometieron seguirle hasta donde quisiese llevarlos. Cortan luego un árbol grande, y despojándole de sus ramos, forman de él una cruz, que fijaron en un túmulo de piedras sobre el mismo sitio en que se descubría el mar. Los nombres de los reyes de Castilla fueron grabados en los troncos de los árboles, y en medio de aplausos y gritería alborozada descienden de la sierra y se encaminan a la playa.

Llegaron a unos bohios que cerca se descubrían, población de un cacique llamado Chiapes, el cual intentó defender el paso con las armas. El ruido de las escopetas y la ferocidad de los lebreles dispersaron en un punto aquella tropa, cogiéndose muchos cautivos. De éstos y de los guías cuarecuanos se enviaron algunos que ofreciesen a Chiapes paz y amistad segura si venía, o exterminio y ruina de pueblo y de sembrados. Persuadido de ello, vino el Cacique y se puso en manos de Balboa, que le recibió con mucho agasajo. Trajo oro, presentó oro, y recibió en cambio vidrios y cascabeles, con lo cual amansado y contento, no pensaba más que en agasajar y regalar a los extranjeros. Allí despidió Vasco Núñez a los cuarecuanos, y dio orden para que los enfermos que se habían quedado en aquella tierra viniesen a encontrarle. Entre tanto envió a Francisco Pizarro, a Juan de Ezcaray y a Alonso Martín a descubrir por la comarca y a buscar los caminos más breves para llegar al mar. El último fue quien llegó antes a la playa, y entrándose en unas canoas que acaso estaban allí en seco, dejó subir la marca, flotó así un poco sobre las ondas, y con la satisfacción de haber sido el primer español que había entrado en el mar del Sur, se volvió para Balboa.

Bajó, en fin, éste con veinte y seis hombres al mar, y llegó a la ribera al empezar la tarde del día 29 de aquel mes. Sentáronse todos en la playa a esperar que el agua creciese, por estar a la sazón en menguante; y cuando las ondas volvieron con ímpetu a cobrar tierra y llegaron adonde estaban, entonces Balboa armado de todas armas, llevando en una mano la espada y en la otra una bandera en que estaba pintada la imagen de la Virgen con las armas e Castilla a los pies, levantóse y empezó a marchar por medio de las ondas, que le llegaban a la rodilla, diciendo en altas voces: «Vivan los altos y poderosos reyes de Castilla: yo en su nombre tomo posesión de estos mares y regiones; y si algún otro príncipe, sea cristiano, sea infiel, pretende a ellos algún derecho, yo estoy pronto y dispuesto a contradecirle y defenderlos.» Respondieron los concurrentes con aclamaciones al juramento de su capitán, y se votaron a la muerte para defender aquella adquisición contra todos los reyes y príncipes del mundo. Extendióse el acto por el escribano de la expedición Andrés de Valderrábano22; el ancón en que se solemnizó se llamó golfo de San Miguel, por ser aquél su día; y probando el agua del mar, derribando y cortando árboles, y grabando en otros la señal de la cruz, se creyeron dueños efectivos de aquellas regiones con estos actos de posesión, y se retrajeron al pueblo de Chiapes.

Volvió después Balboa su atención a reconocer el país comarcano y a ponerse de inteligencia con los caciques que le señoreaban. Pasó en canoas un río grande que por allí desagua, y se dirigió a las tierras de un indio que llamaban Cuquera. Quiso éste resistirse; pero escarmentado con el daño que recibió en el primer encuentro, aunque de pronto huyó, se redujo al fin a venir a pedir amistad y paz al capitán español, persuadido de algunos chiapeses que Balboa le envió al intento. Trajo consigo algún oro; pero lo que llamó más la atención de los españoles fue una considerable porción de perlas, de que también les hizo presente. Preguntado dónde se cogían, dijo que en una de las islas que se veían sembradas por el golfo, y la señaló con la mano. Quiso Vasco Núñez reconocerla al momento, y mandó preparar las canoas para la travesía. Pero los indios, más expertos que él en la condición de aquellos mares, empezaron a disuadirle de aquel intento, aconsejándole que lo dejase para estación más benigna. Estaban a fines de octubre, y la naturaleza entonces se presentaba en aquel país con el aspecto más fiero y espantoso. El furor de los vientos embravecidos y de las tempestades asordaba la esfera y echaba por el suelo los bohios: los ríos, crecidos con las lluvias y salidos de madre, arrastraban consigo peñascos y arboledas; y el mar tempestuoso, bramando horriblemente entre las isletas, peñascos y arrecifes de que el golfo está lleno, quebraba sus ondas en ellos, y amenazaba con naufragio y muerte inevitable a los atrevidos que se aventurasen a navegarle.

Pero el ánimo intrépido de Balboa desconocía los peligros, y su impaciencia no le permitía dilación. Con sesenta castellanos tan arrojados como él se lanzó en el mar en unas canoas, donde también se embarcó Chiapes, que no quiso desampararle. más apenas habían entrado en el golfo, cuando embravecida la mar, les hizo arrepentirse de su arrojo temerario. Acogiéronse a una isleta, saltaron en tierra, y dejaron, por consejo de los indios, ligadas las canoas unas con otras. Creció el mar, cubrió la isla, y pasaron la noche con el agua hasta la cintura. Al amanecer se encontraron las barcas, hechas pedazos unas, abiertas otras, y llenas de agua y arena, sin comestibles ni equipaje alguno de los que dejaron en ellas. Calafatearon como pudieron las canoas hendidas con yerba y cortezas de árboles machacadas, y así volvieron a tierra hambrientos y desnudos.

El rincón del golfo en que arribaron estaba dominado por Tumaco, un cacique que también quiso resistirse como los otros y tuvo el mismo desengaño. Huyó, y en su fuga le alcanzaron los chiapeses que le envió Balboa para persuadirle que se viniese de paz a él y le manifestasen cuán amigo era de sus amigos, y cuán terrible a los que se le resistían. No quiso Tumaco fiar su persona a las promesas de sus emisarios, y envió a un hijo suyo, que agasajado y regalado por Vasco Núñez con una camisa y otras bagatelas de Castilla, fue restituido a su padre. Entonces él blandeó y se vino para los españoles; y o fuese movido de su buen trato, o porque se lo aconsejó Chiapes, envió luego un criado suyo a su bohío, y de él trajeron en don a los castellanos hasta seiscientos pesos en diferentes joyas de oro, y doscientas cuarenta perlas gruesas, sin otro gran número de menudas. Dilatóse el ánimo de los codiciosos aventureros con aquel tesoro, y ya les pareció que se acercaba el cumplimiento de las esperanzas que el hijo de Comogre les había dado. Sólo les dolía que el oriente de las perlas, por haber sido sacadas al fuego, no fuese más puro. Pero esto tenía remedio, y el Cacique fue tan bien tratado por aquella generosidad, que envió a sus indios a pescar más, y en pocos días trajeron basta doce marcos de ellas.

Allí fue donde vieron adornadas las cabezas de los remos de las canoas con perlas y aljófar engastados en la madera, de que se maravillaron mucho, y a petición de Balboa se extendió por testimonio, sin duda para que así se diese crédito a lo que pensaba escribir de la opulencia del país al gobierno de España, no menos necesitado y codicioso de oro que los descubridores. más todo era nada, según Tumaco y Chiapes le dijeron, respecto de la abundancia y grosor de las perlas que se criaban en una isla que se divisaba a lo lejos en el golfo como a cinco leguas de distancia. Los indios le daban el nombre de Tre o de Terarequi, y los castellanos la llamaron Isla Rica. Bien quisiera Balboa ir a reconocerla y subyugarla; pero el miedo de otro temporal como el pasado le contuvo, y dejó la empresa para otra estación. Despidióse pues de Tumaco, el cual, señalándole hacía el oriente, le dijo que toda aquella costa corría delante y sin fin, que era tierra muy rica, y que sus naturales usaban de ciertas bestias en que ponían y conducían sus cargas. Para darse a entender mejor hizo en la tierra una figura grosera de aquellos animales: los castellanos, admirados, decían que eran dantas, otros que ciervos, y lo que el indio quiso figurar era el llama, tan común en el Perú.

Hechos en aquella costa los actos de posesión que en la otra, y puesto a la tierra de Tumaco el nombre de provincia de San Lucas, por el día que en ella entraron, Balboa trató de volverse al Darién y se despidió de los dos caciques. Dícese que Chiapes lloró al tiempo de separarse de él; y en prueba de su confianza Vasco Núñez le dejó los castellanos enfermos que tenía en su tropa, encargándole mucho que los cuidase hasta que se restableciesen y pudiesen seguirle. Con el resto y muchos indios de carga se puso en camino por diferente rumbo que el que había traído, para descubrir más tierra. La primera población que encontraron fue la de Techoan, que Oviedo llama Thevaca, el cual les agasajó mucho, les dio gran cantidad de oro y perlas, provisiones en abundancia, los indios necesarios para la carga, y a su hijo mismo para que gobernase aquella gente y sirviese de guía. Llevólos él a la tierra de un enemigo suyo llamado Poncra, señor poderoso, y según los nuevos aliados, tirano insufrible de toda la comarca. Poncra huyó con su gente a los montes; pero tres mil pesos de oro hallados en su pueblo eran cebo bastante para empeñarse en hacerlo venir y declarar de dónde sacaba aquella riqueza. Vencido al fin de amenazas y de miedo, se puso por su mal en manos de sus enemigos, que no perdieron momento hasta completar su ruina. Preguntáronle de dónde sacaba el oro que tenía; dijo que sus abuelos se lo habían dejado, y que él no sabía más. Diéronle tormento, mantúvose en su silencio, y al fin fue echado a los perros con tres indios principales que quisieron seguir su triste fortuna. Dícese que era disforme de miembros, feísimo de cara, sanguinario en sus acciones, inmundo en sus costumbres. La culpa de su muerte es más de los indios que de los castellanos; pero éstos al fin no eran los jueces de Poncra.

Entre tanto los españoles que habían quedado con Chiapes, restablecidos ya de sus fatigas, se volvieron a su capitán. Pasaron por la tierra del cacique Bonouvamá, quien no contento con regalarlos y hacerlos descansar dos días en su pueblo, los quiso acompañar y ver a Vasco Núñez. Llegado a su presencia, «aquí tienes, le dijo, hombre valiente, salvos y sanos a tus compañeros del mismo modo que en mi casa entraron. El que nos da los frutos de la tierra y hace los relámpagos y los truenos te conserve a ti y a ellos.» Miraba, esto diciendo, al cielo, y dijo otras muchas palabras que no se entendieron bien, aunque parecían ser de amor. Agasajóle mucho Balboa, asentó con él perpetua alianza y amistad; y después de haber descansado treinta días en aquel paraje, prosiguió su camino.

Íbase haciendo cada vez más penoso y difícil, porque marchaban por tierras estériles y fragosas o por pantanos en que se sumían hasta la rodilla. El país estaba casi enteramente despoblado; y si tal vez hallaban alguna tribu, era tan pobre, que con nada podía socorrerlos. Tal era, en fin el trabajo y tal la estrechez, que algunos indios teochaneses murieron de necesidad en el camino. Yendo así despeados y desfallecidos, divisaron un día en un cerro a unos indios que les hacían señales de que aguardasen. Hicieron alto los españoles, y ellos llegaron delante de Balboa, y le dijeron que su señor Chioriso los enviaba a saludarle en su nombre y a manifestar el deseo que tenía de mostrar su amor a hombres tan valientes. Convidáronle a que se llegase al pueblo de su cacique y le ayudase a castigar a un enemigo poderoso que tenía, el cual poseía mucho oro, del que podría apoderarse. Y para obligarle más le presentaron de parte de Chioriso diferentes piezas de oro, que pesarían hasta mil y cuatrocientos pesos. Recibió Balboa con mucho gusto el mensaje; dio a los indios cuentas, cascabeles y camisas, y les prometió que a otro viaje iría a saludar a Chioriso. Partieron ellos contentísimos con su regalo, mientras que los españoles, cargados de oro y faltos de sustento, proseguían melancólicamente su viaje, maldiciendo las riquezas que los agoviaban y no los mantenían.

Entraron luego en el dominio del cacique Pocorosa, con quien hicieron amistad, y después se dirigieron al de Tubanamá, régulo poderoso temido en toda aquella comarca y enemigo de la tribu de Comogre. Este indio estaba de guerra, y era preciso subyugarle; más la gente de Balboa, consumida y fatigada con el viaje, no estaba a propósito para el trance de una batalla, y él prefirió la sorpresa al ataque descubierto. Eligió pues sesenta hombres los más bien dispuestos, hizo dos jornadas en un día, y sin ser sentido de nadie, dio de noche sobre Tubanamá, y le prendió con toda su familia, en la cual había hasta ochenta mujeres. A la fama de su prisión acudieron los caciques convecinos a dar quejas contra él y pedir su castigo, como se había hecho con Poncra. Respondía él que mentían, y que por envidia de su poder y de su fortuna le acusaban. Y viéndose amenazado de ser echado a los perros o atado de pies y manos en un río que cerca de allí corría, empezó a llorar dolorosamente, y llegándose acongojado a Balboa y señalando a su espada «¿quién, dijo, contra esta macana, que de un golpe hiende a un hombre, pensará prevalecer, a menos de estar falto de seso? Quién no amará más presto que aborrecerá a tal gente? No me mates, yo te lo ruego, y te traeré cuanto oro tengo y cuanto pueda adquirir.» Éstas y otras razones dijo en tono tan lastimero, que Balboa, que nunca tuvo propósito de quitarle la vida, le mandó poner libre. Tubanamá en retorno dio hasta seis mil pesos de oro; y siendo preguntado de dónde le sacaba, dijo que no lo sabía. Sospechóse que hablaba de este modo para que los extranjeros dejasen el país; por lo cual Balboa mandó que se hiciesen catas y pruebas en algunos parajes donde se encontró tal cual muestra de aquel metal. Hecho esto, salió del distrito de Tubanamá, llevándose todas sus mujeres y también un hijo del Cacique para que aprendiese la lengua española y pudiese servir de intérprete a su tiempo.

Era ya pasada la Pascua: la gente estaba toda cansada y enferma, y él mismo aquejado de unas calenturas. Resolvió pues apresurar su vuelta, y llevado en una hamaca sobre hombros de indios llegó a Comogre, cuyo cacique viejo había muerto, sucediéndole en el señorío su hijo mayor. Fueron allí recibidos los españoles con el agasajo y amistad acostumbrada; dieron y recibieron presentes, y después de haber reposado algunos días, Balboa se encaminó al Darién por la tierra de Ponca, donde encontró cuatro castellanos que venían a avisarle de haber llegado a aquel puerto dos navíos de Santo Domingo con muchas provisiones. Esta alegre nueva le hizo apresurar más su camino, y con veinte soldados se adelantó al puerto de Cáreta. Allí se embarcó, y navegó hacia el Darién, donde llegó por fin el día 19 de enero de 1514, cuatro meses y medio después de haber salido (1514).

Todo el pueblo salió a recibirle. Los aplausos, los vivas, las demostraciones más exaltadas de la gratitud y de la admiración le siguieron desde el puerto hasta su casa, y todo parecía poco para honrarle. Domador de los montes, pacificador del istmo y descubridor del mar Austral, trayendo consigo más de cuarenta mil pesos en oro, un sin número de ropas de algodón y ochocientos indios de servicio, poseedor en fin de todos los secretos de la tierra y lleno de esperanzas para lo futuro, era considerado por los Colonos del Darién como un ser privilegiado del cielo y la fortuna, y dándose el parabién de tenerle por caudillo, se creían invencibles y felices en su dirección y gobierno. Comparaban la constante prosperidad que había disfrutado la Colonia, la perspectiva espléndida que tenía delante, el acierto y felicidad de sus expediciones, con los infelices sucesos de Ojeda, de Nicuesa, y hasta del mismo Colón, que no había podido asentar el pié con firmeza en el continente americano. Y esta gloria se hacía mayor cuando ponían la consideración en las virtudes y talentos con que la había conseguido. Éste ponderaba su audacia, aquél su constancia; el uno su prontitud y diligencia, el otro la invencible entereza de ánimo con que jamás desmayaba y abatía; quién la habilidad y destreza cor que sabía conciliarse los ánimos de los salvajes, templando la severidad con el agasajo; quién, en fin, su penetración y prudencia para averiguar de ellos los secretos del país y preparar nuevas fuentes de prosperidad y riqueza para la Colonia y para la metrópoli. Sobresalía entre estos elogios el que hacían de su cuidado y de su afecto por sus compañeros, con quienes procedía en todo lo que no era disciplina militar más como igual que como caudillo. Visitaba uno por uno a los dolientes y heridos, consolábalos como hermano; si alguno se le cansaba o desfallecía en el camino, en vez de desampararlo, él mismo iba a él, le auxiliaba y le animaba. Viósele muchas veces salir con su ballesta a buscar alguna caza con que apagar el hambre de quien por ella no podía seguir a los otros: él mismo se la llevaba y esforzaba; y con este agasajo y este cuidado tenía ganados los ánimos de tal modo, que lo hubieran seguido contentos y seguros adonde quiera que los quisiera llevar. Duraba muchos años después la memoria de estas excelentes calidades, y el cronista Oviedo, que seguramente no es pródigo de alabanzas con los conquistadores de Tierra Firme, escribía en 1548, que en conciliarse el amor del soldado con esta especie de oficios, ningún capitán de Indias lo había hecho hasta entonces mejor ni aun tan bien como Vasco Núñez.

Recogidos ya a la Colonia los compañeros de la expedición, se repartió el despojo habido en ella, habiéndose antes separado el quinto que pertenecía al Rey. El reparto se hizo con la equidad más escrupulosa entre los que habían sido del viaje y los que habían quedado en la villa. Después Balboa determinó enviar a España a Pedro de Arbolancha, grande amigo suyo y compañero en la expedición, a dar cuenta de ella y llevar al Rey un presente de las perlas más finas y más gruesas del despojo, a nombre suyo y de los demás Colonos (marzo de 1514). Partió Arbolancha, y Vasco Núñez se dio a cuidar de la conservación y prosperidad del establecimiento, fomentando las sementeras para evitar las hambres pasadas y excusarse de asolar la tierra. Ya no sólo se cogía en abundancia el maíz y demás frutos del país, sino que se daban también las semillas de Europa, traídas por aventureros que de todas partes acudían a la fama de la riqueza del Darién. Envió a Andrés Garabito a descubrir diferente camino para la mar del Sur, y a Diego Hurtado a reprimir las correrías de dos caciques que se habían alzado. Cumplieron uno y otro felizmente sus comisiones, y se volvieron a la Antigua dejando las provincias refrenadas. Todo pues sucedía prósperamente a la sazón en el istmo23. Los contornos estaban pacíficos y tranquilos, la Colonia progresaba, y los ánimos, engreídos con la fortuna y bienes adquiridos, se volvían impacientes y ambiciosos a las riquezas que les prometían las costas del mar nuevamente descubierto.

Pero estas grandes esperanzas iban a desvanecerse por entonces. Enciso había llenado la corte de Castilla de quejas contra Balboa; y el miserable fin de Nicuesa excitó tanta compasión, que el Rey Católico no quiso dar oídos a Zamudio, que le disculpaba, mandó prenderle, y así se hiciera si él no se hubiese escondido. A Vasco Núñez se le condenó en los daños y perjuicios causados a Enciso, se mandó que se le formase causa y se le oyese criminalmente para imponerle la pena a que hubiese lugar por sus delitos. A fin de cortar de una vez los disturbios del Darién determinó el Gobierno enviar un jefe que ejerciese la autoridad con otra solemnidad y respeto que hasta entonces, y fue nombrado para ello Pedrarias Dávila, un caballero de Segovia a quien por su gracia y destreza en los juegos caballerescos del tiempo se le llamaba en su juventud el Galán y el Justador. A poco de esta elección llegaron Caicedo y Colmenares como diputados de la Colonia, que trajeron muestras de las riquezas del país y las grandes esperanzas concebidas con las noticias que dieron los indios de Comogre. Caicedo murió muy luego, hinchado, dice Oviedo, «y tan amarillo como aquel oro que vino a buscar». Pero la relación que hicieron él y su compañero de la utilidad del establecimiento fue tal, que creció en el Rey le estimación de la empresa y acordó enviar una armada mucho mayor que la que pensó al principio. Y como los aventureros que iban a la América no soñaban sino oro, y era oro lo que, buscaban allí, oro lo que quitaban a los indios, oro lo que éstos les daban para contentarlos, oro lo que sonaba en sus cartas para hacerse valer en la corte, y oro lo que en la corte se hablaba y codiciaba, el Darién, que tan rico parecía de aquel ansiado metal, perdió su primer nombre de Nueva Andalucía, y se le dio en la conversación y hasta en los despachos el de Castilla del Oro.

Era entonces la época en que el rey Fernando mandó deshacer la armada aprestada para llevar al Gran Capitán a Italia a reparar el desastre de Ravena. Muchos de los nobles que a la fama de este célebre caudillo habían empeñado sus haberes para seguirle a coger lauros en Italia, volaron a alistarse en la expedición de Pedrarias, creyendo reparar así aquel desaire de la fortuna y adquirir en su compañía tanta gloria como riquezas. La vulgar opinión de que en el Darién se cogía el oro con redes había excitado en todos la codicia y alejado de sus ánimos todo consejo de seso y de cordura. Fijóse el número de gente que había de llevar el nuevo gobernador en mil y doscientos hombres. Pero aunque tuvo que despedir a muchos por no ser posible llevarlos, todavía llegaron a dos mil los que desembarcaron: jóvenes los más, de buenas casas, bien dispuestos y lucidos, y todos deseosos de hacerse ricos en poco tiempo y volver a su país acrecentados en bienes y en honores.

Gastó Fernando en aquella armada más de cincuenta y cuatro mil ducados: suma enorme para aquel tiempo, y que manifiesta el interés e importancia que se daban a la empresa. Componíase de quince navíos bien provistos de armas, municiones y vituallas, y iban de alcalde mayor un joven que acababa de salir de las escuelas de Salamanca, llamado el licenciado Gaspar de Espinosa, de tesorero Alonso de la Puente, de veedor Gonzalo Fernández de Oviedo el cronista, de alguacil mayor el bachiller Enciso, y otros diferentes empleados para el gobierno del establecimiento y mejor administración de la hacienda real. Diose título de ciudad a la villa de Santa María del Antigua, con otras gracias y prerogativas que demostrasen el aprecio y la consideración del Monarca a aquellos pobladores; y en fin, para el arreglo y servicio del culto divino fue consagrado obispo del Darién fray Juan de Quevedo, un religioso franciscano predicador del Rey, y se le envió acompañado de los sacerdotes y demás que pareció necesario al desempeño de su ministerio. A Pedrarias se le dio una larga instrucción para su gobierno, se le mandó que nada providenciase sin el consejo del Obispo y los oficiales generales, que tratase bien a los indios, que no les hiciese guerra sin ser provocado; y se le encomendó mucho aquel famoso requerimiento dispuesto anteriormente para la expedición de Alonso de Ojeda, de que se hablará más adelante en la vida de fray Bartolomé de las Casas, donde es su lugar más oportuno.

Salieron de San Lúcar en 11 de abril de 1514, tocaron en la Dominica y arribaron a Santa Marta. Tuvo allí Pedrarias algunos encuentros con aquellos indios feroces, saqueó sus pueblos, y sin hacer ningún establecimiento, como se le había prevenido, bajó al fin al golfo de Urabá y surgió delante del Darién en 29 de junio del mismo año. Envió al instante un criado suyo a avisar a Balboa de su arribo El emisario creía que el gobernador de Castillo del Oro debería estar en un trono resplandeciente dando leyes a un enjambre de esclavos. ¿Cuál pues sería su admiración al encontrarle dirigiendo a unos indios que le cubrían la casa de paja, vestido de una camiseta de algodón sobre la de lienzo, con zaragüelles en los muslos y alpargatas a los pies? En aquel traje, sin embargo, recibió con dignidad el mensaje de Pedrarias, y respondió, que se holgaba de su llegada y que estaban prontos él y todos los del Darién a recibirle y servirle. Corrió por el pueblo la noticia, y según el miedo o las esperanzas de cada uno, empezaron a agitarse y hablar de ella. Tratóse el modo con que recibirían al nuevo gobernador: algunos decían que armados como hombres de guerra; pero Vasco Núñez prefirió el que menos sospecha pudiese dar, y salieron en cuerpo de concejo y desarmados.

A pesar de esto, Pedrarias, dudoso aún de su intención, luego que saltó en tierra ordenó su gente para no ir desapercibido. Llevaba de la mano a su mujer doña Isabel de Bobadilla, prima hermana de la marquesa de Moya, favorita que había sido de la Reina Católica, y le seguían los dos mil hombres a punto de guerra. Encontróse a poco de haber desembarcado con Balboa y los pobladores, que le recibieron con gran reverencia y respeto y le prestaron la obediencia que le debían. Los recién venidos se alojaron en las casas de los Colonos, los cuales los proveían del pan, raíces, frutas y aguas del país, y la armada a su vez les proporcionaba los bastimentos que había llevado de España. Pero esta exterior armonía duró poco tiempo, y las discordias, los infortunios y los sinsabores se sucedieron y amontonaron con la rapidez consiguiente a los elementos opuestos de que el establecimiento se componía.

Al día siguiente de haber llegado llamó Pedrarias a Vasco Núñez, y le dijo el aprecio que se hacía en la corte de sus buenos servicios, y el encargo que llevaba del Rey de tratarle según su mérito, de honrarle y favorecerle; y. le mandó que le diese una información exacta del estado de la tierra y disposición de los indios. Contestó Balboa agradeciendo la merced que se le hacía, y prometió decir con verdad y sinceridad cuanto supiese. A los dos días presentó su informe por escrito, comprendiendo en él todo lo que había hecho en el tiempo de su gobernación: los ríos, quebradas y montes donde había hallado oro, los caciques que había hecho de paz en aquellos tres años, y eran más de veinte, su viaje de mar a mar, el descubrimiento del Océano Austral, y de la Isla Rica de las Perlas. Publicóse en seguida su residencia, y se la tomó el alcalde Espinosa. Pero el Gobernador, no fiándose de su capacidad, por ser tan joven, comenzó por su parte con un gran interrogatorio a hacer pesquisa secreta contra él. Ofendióse de ello Espinosa, y ofendióse más Vasco Núñez, que vio en aquel pérfido y enconado procedimiento la persecución que Pedrarias le preparaba. Hubo pues de mirar por sí, y resolvió oponer a la autoridad del Gobernador, que le era adverso, otra autoridad igual que le favoreciese y amparase.

Para este fin acudió al obispo Quevedo, con quien Pedrarias, según la instrucción que se le había dado, tenía que consultar sus providencias. Rindióle toda clase de respetos y se ofreció a toda clase de servicios en su obsequio. diole parte en sus labores, en sus rescates, en sus esclavos; y el prelado, por una parte llevado del espíritu de granjería que dominaba generalmente a todos los españoles que pasaban a Indias, y por otra conociendo que ninguno de los del Darién igualaba en capacidad y en inteligencia a Vasco Núñez, pensaba hacerse rico con su industria, y todos sus negocios de utilidad se los daba a manejar. Hizo más, que fue poner de parte de Balboa a doña Isabel de Bobadilla, a quien el descubridor no cesaba de agasajar y regalar con toda la urbanidad y atenciones de un fino cortesano.

Así es que el Obispo le exaltaba sin cesar, encarecía sus servicios, y decía públicamente que era acreedor a grandes mercedes. Pesaban a Pedrarias estas alabanzas, y se ofendía quizá de que mereciese esta consideración un hombre nuevo, nacido del polvo, y que en Castilla apenas habría osado levantar sus deseos a pretender ser su criado. La residencia entre tanto proseguía: el Alcalde mayor, ofendido de la desconfianza del Gobernador, miró con ojos de equidad o de indulgencia los cargos criminales que se hacían a Balboa, y le dio por libre de ellos; pero le condenó a la satisfacción de daños y perjuicios causados a particulares, según las quejas que se presentaron contra él. Llevóse esto con tal rigor que poseyendo a la llegada de Pedrarias más de diez mil pesos, de resultas de la residencia se vio reducido casi a la mendicidad. Mas no satisfecho el Gobernador con este abatimiento, todavía quería enviarlo a España cargado de grillos para que el Rey le castigase según su justicia por la pérdida de Nicuesa y otras culpas que en la pesquisa secreta se le imputaban a él solo. Eran de esta opinión los oficiales reales, que en el Darién, como en las demás partes de América, fueron siempre enemigos de los capitanes y descubridores. Pero el Obispo, que yéndosela Balboa, creía que se le iba la fortuna, hizo ver a Pedrarias que enviarle así a Castilla era enviarle al galardón y al triunfo; que la relación de sus servicios y de sus hazañas hecha por él mismo y auxiliada de su presencia, necesariamente se atraería el favor de la corte; que volvería honrado y gratificado más que nunca, y con la gobernación de la parte de Tierra-Firme que él quisiese escoger, la cual, atendida la práctica y conocimiento que tenía del país, sería la más abundante y rica. Por lo mismo, lo que convenía a Pedrarias era tenerle necesitado y envuelto en contestaciones y pleitos, y entretenerle con palabras y demostraciones exteriores mientras que el tiempo aconsejaba lo que debía hacerse con él. El Obispo tenía razón; pero el mayor enemigo de Balboa no hubiera pensado en un modo más exquisito de perjudicarle que el que buscó su interesado protector para detenerle en el Darién. Persuadióse Pedrarias; se restituyeron a Vasco Núñez los bienes que tenía embargados, y se le empezó a dar por medio del Obispo alguna parte en los negocios del gobierno. Aun se creyó que volviese a tomar la autoridad principal, porque Pedrarias, habiendo adolecido gravemente a poco de haber llegado, se salió del pueblo a respirar mejor aire y dejó poder al Obispo y oficiales para que gobernasen a su nombre. Sanó empero, y la primera cosa que hizo fue enviar a diferentes capitanes a hacer entradas en la tierra, y dio particular comisión a Juan de Ayora, su segundo, para que con cuatrocientos hombres saliese hacia el mar del Sur y poblasen los sitios que le pareciesen convenientes. Díjose entonces que era con el objeto de oponerse a cualquiera gracia que la corte hiciese a Vasco Núñez en premio de su descubrimiento, pretextando que la tierra estaba ya poblada por Pedrarias, y que Balboa no había hecho otra cosa que verla materialmente y maltratar a los indios que encontró en ella.

Mas aún cuando no hubiera este motivo, la necesidad de desahogar la Colonia prescribía imperiosamente esta medida. Empezaban ya a escasear los alimentos que había llevado la flota. Un bohío grande que habían hecho junto al mar para almacenarlos había sufrido un incendio, y en él había perecido una gran parte; otra se había consumido, y el resto estaba para concluir. Adelgazáronse las raciones, y la falta de alimentos, la diversidad de clima y la angustia del ánimo empezaron a ejercer su influjo en los nuevos Colonos. Preguntaban ellos cuando llegaron, por el paraje en que se cogía el oro con redes, y los del Darién les respondían que las redes para coger el oro eran la fatiga, los trabajos y los peligros: así habían hallado ellos el que tenían, así los otros tendrían que procurarse el que codiciaban. Vinieron tras esto las enfermedades, la ración del Rey se acabó, creció la calamidad, y los que habían dejado en Castilla sus posesiones y sus regalos por correr tras la opulencia indiana, andaban por las calles del Darién pidiendo miserablemente limosna, sin hallar quien se la quisiese dar. Vendían unos sus ricas preseas y vestidos por pedazos de pan de maíz o galleta de Castilla; hacíanse otros leñadores, y vendiendo por algún poco de pan las cargas que traían, sustentaban algún tanto la vida; pacían otros a fuer de bestias las yerbas de los campos; y hubo, en fin, caballero que salió a la calle clamando que se moría de hambre, y a vista de todo el pueblo rindió el alma desfallecido. morían cada día tantos, que no podía guardarse ni orden ni ceremonial alguno en los entierros, y se hicieron zanjas para arrojarlos allí como en tiempo de contagio. Menos necesidad había entre los primeros pobladores; pero se advirtió en ellos una dureza en socorrer a los afligidos, que manifestó bien el poco gusto que habían tenido en su venida. Murieron en fin hasta setecientas personas en el término de un mes; y huyendo del azote, muchos de los principales desampararon la tierra con licencia del Gobernador, y se volvieron a Castilla o se refugiaron a las islas.

Salieron pues los capitanes de Pedrarias a reconocer la tierra y a poblar: Luis Carrillo al río que llaman de los Anades, Juan de Ayora al mar del Sur, Enciso al Cenu, otros en fin a diferentes puntos en diferentes tiempos. No es de mi propósito dar cuenta de sus expediciones, ni contar una por una las violencias y vejaciones que cometieron; cómo robaban, saqueaban, cautivaban hombres y mujeres, sin distinción de tribu amiga o enemiga. Los indios, pacíficos y tranquilos con la buena política y artes de Balboa, volvieron sobre sí a vengar tantas injurias, y en casi todas partes se alzaron, embistieron y ahuyentaron a los españoles, que tuvieron que volverse al Darién, donde, aunque sus excesos se supieron, ninguno, sin embargo, fue castigado. Hasta el mismo Vasco Núñez, que en compañía de Luis Carrillo salió a una expedición a las bocas del río y atacó a los indios barbacoas, participando ya de la mala estrella presente, fue atacado de improviso por aquellos salvajes en el agua, y roto y maltratado en la refriega, de que volvieron mal heridos Carrillo y él al Darién, donde al instante murió el primero. El temor y desaliento que causaban estos continuos descalabros fue tal, que llegó ya a cerrarse en el Darién la casa de la fundición: señal siempre de grande aprieto. Los árboles de las sierras, las yerbas altas de los campos, las oleadas del mar se les figuraban indios que venían a asolar el pueblo. Las disposiciones de Pedrarias, todas desconcertadas, en vez de dar seguridad, aumentaban el miedo y la confusión; mientras que Balboa mofándose de ellas les recordaba los días en que la Colonia bajo su mando, tranquila dentro, respetada fuera, era reina del istmo y daba leyes a veinte naciones.

Mal contento de esta situación Pedrarias, escribió a Castilla haciendo mucho cargo a Vasco Núñez por no haber encontrado en el país las riquezas y comodidades de que hablaba en sus relaciones con tanta jactancia. Los amigos de Balboa, por el contrario, escribieron que todo estaba perdido por el mal gobierno de Pedrarias y las insolencias de sus capitanes; que las reales órdenes no se ejecutaban, que no se castigaba a nadie, que a la llegada de Pedrarias el pueblo estaba bien ordenado, más de doscientos bohios hechos, y la gente alegre, que cada día de fiesta jugaba cañas; la tierra cultivada, y todos los caciques tan de paz, que un solo castellano podía atravesar de mar a mar seguro de violencias y de insultos. Pero ya en aquel tiempo mucha de la gente española era muerta; la que quedaba triste y desalentada, la campaña destruida y los indios levantados. Todo lo había causado la residencia tomada a Balboa. Hubiéranle dejado descubrir, añadían, y ya se sabría la verdad de los ponderados tesoros de Dabaibe, los indios estarían de paz, la tierra en abundancia y los castellanos contentos. También escribió Vasco Núñez al Rey acusando duramente y sin rebozo alguno por los males de la Colonia al gobernador y sus oficiales. Pudo darle confianza para ello la certeza en que ya se hallaba del favor que le dispensaba la corte de resultas del viaje de Pedro de Arbolancha. Hasta la llegada de Caicedo y Colmenares su opinión en Castilla había sido siempre muy baja. Puede verse en las Décadas de Anglería el horror y el desprecio con que se le miraba. Espadachín, revoltoso y aun rebelde, salteador y bandolero son los dictados con que aquel escritor le mienta siempre24. más después que llegaron aquellos diputados, aun cuando Colmenares no era amigo suyo ni le favorecía en sus relaciones, la pintura sin embargo que hicieron del establecimiento y de la conducta del jefe que le dirigía empezó a inclinar los ánimos en favor suyo y a darle consideración y aprecio. Decíase que era un hombre esforzado y necesario, un caudillo inteligente, a cuya prudencia y valor se debía la consolidación de la primera Colonia europea en el continente indio: especie de mérito negado a todos los descubridores anteriores, y reservado para él solo. Él conocía los secretos de la tierra: ¿quién sabe el provecho que podría producir a su patria un hombre de aquel tesón, de aquella pericia y fortuna? A este cambio de opinión pudieron contribuir eficazmente los informes favorables del ya ganado Pasamonte, el cual escribió de Vasco Núñez como del mejor servidor que el Rey tenía en Tierra-Firme, y el que más había trabajado de cuantos allí habían ido. Esto, sin embargo, no fue bastante para variar las disposiciones de la expedición, ya muy adelantadas, ni el mando conferido a Pedrarias. más cuando después llegó Arbolancha llevando consigo las riquezas, los despojos, las esperanzas brillantes que les habían dado las costas del mar Austral; cuando oyeron que con ciento y noventa hombres había hecho aquello para que se habían creído necesarios mil, y que de esos nunca había obrado sino con sesenta o setenta a la vez; que en cuantos encuentros tuvo no había perdido un soldado; que había pacificado tantos caciques; que sabía tantos secretos: cuando se entendió su porte religioso y moderado, y la reverencia y docilidad con que tributaba a Dios y al Rey el reconocimiento y sumisión debidas en todas sus prosperidades y fortuna, la gratitud y admiración se dilataron en alabanzas sin fin, y Anglería mismo decía que aquel Goliat se había convertido en Eliseo, y de un Anteo sacrílego y foragido, en Hércules domador de monstruos y vencedor de tiranos25. Hasta el anciano Rey, embelesado de lo que oía de Arbolancha, y con las perlas en las manos, salió de su genial indiferencia, y encargó formalmente a sus ministros que se le hiciese merced a Vasco Núñez, pues tan bien le había servido. Por manera que si Arbolancha llegara antes de que Pedrarias saliera, tal vez Balboa hubiera podido conservar su autoridad en el Darién, y los sucesos fueran muy diversos. No lo consintió su estrella, que ya le llevaba a su ruina, y las mercedes del Monarca llegaron al Darién a tiempo que sin ser útiles ni al Estado ni a Vasco Núñez, sólo habían de acibarar los celos y la envidia del viejo y rencoroso Gobernador.

Diose a Balboa el título de adelantado del mar del Sur y la gobernación y la capitanía general de las provincias de Coiba y Panamá. Mandósele sin embargo estar a las órdenes de Pedrarias, y a éste se le encargaba que atendiese y favoreciese las pretensiones y empresas del Adelantado, de modo que en el favor que le hiciese conociera lo mucho que el Rey apreciaba su persona. Pensaba así la corte conciliar los respetos que se debían al carácter y autoridad del Gobernador con la gratitud y recompensas que se debían a Balboa; pero esto, que era fácil en la corte, era imposible en el Darién, donde las pasiones lo repugnaban. Llegaron los despachos muy entrado el año de 1515. Pedrarias, que desconfiado y receloso solía detener las cartas que iban de Europa, hasta las de los particulares, detuvo los despachos de Balboa, con ánimo de no darles cumplimiento. No era de extrañar que así lo hiciese: las provincias que se le asignaban en ellos eran las que más prometían, así por su riqueza como por el talento del jefe que se les enviaba; mientras que las que quedaban sujetas a la autoridad de Pedrarias eran solamente las contiguas al golfo, y de ellas las de oriente indómitas y feroces, pobres y agotadas ya las de occidente.

No fue, empero, tan secreta la ratería del Gobernador, que no la llegasen a entender Vasco Núñez y el Obispo. Levantaron al instante el grito, y empezaron a quejarse de aquella tiranía, principalmente el prelado, que hasta en el púlpito amenazaba a Pedrarias, y decía que daría cuenta al Rey de una vejación tan contraria a su voluntad y servicio. Temió Pedrarias, y llamó a consejo a los oficiales reales, y también al Obispo, para determinar lo que había de hacerse en aquel caso. Eran todos de opinión que no debían cumplirse los despachos basta que el Rey, en vista de la residencia de Balboa y del parecer de todos, manifestase su voluntad. Pero las razones que les opuso el Obispo fueron tan fuertes y tan severas, cargólos con una responsabilidad tan grande si por escuchar sus miserables pasiones suspendían el efecto de unas gracias concedidas a servicios eminentes y notorios en los dos mundos, que puso miedo en todos, y más en el Gobernador, que resolvió dar curso a los despachos, tal vez porque pensó allí mismo el modo de inutilizarlos. Llamaron pues a Vasco Núñez y le dieron sus títulos, exigiendo previamente palabra de que no usaría de su autoridad ni ejercería su gobernación sin licencia y beneplácito de Pedrarias: ofreciólo él así, no sabiendo que en ello pronunciaba su sentencia, y se empezó a llamar públicamente Adelantado de la mar del Sur.

Esta nueva y reconocida dignidad no le salvó de un atropellamiento que sufrió poco después. Viéndose pobre y perseguido en el Darién, y acostumbrado como estaba a mandar, quiso buscar. camino para salir del pupilaje y dependencia en que allí se le tenía, y antes de esta época había enviado a Cuba a su compañero y amigo Andrés Garabito para que le trajese gente, con la cual por Nombre-de-Dios proyectaba irse a poblar en la mar del Sur. Volvió Garabito con sesenta hombres y provisión de armas y demás efectos necesarios a la expedición, cuando ya se había dado cumplimiento a los despachos y títulos de Balboa. Surgió a seis leguas del Darién y avisó secretamente a su amigo; Mas no fue tan secreto, que Pedrarias dejase de entenderlo. Furioso de enojo, y tratando aquel procedimiento como criminal rebeldía, hizo prender a Balboa, y quería también encerrarle en una jaula de madera. Esta indignidad sin embargo no se puso en ejecución: medió el Obispo, concedió el Gobernador a sus ruegos la libertad de Balboa, y volvieron a ser en apariencia amigos.

No se contentó con esto el infatigable protector. Era, como se ha dicho, Pedrarias viejo y de salud muy quebrada; tenía en Castilla dos hijas casaderas, y el Obispo emprendió formar entre él y Balboa un lazo que fuese indisoluble. Díjole que en tener oscurecido y ocioso al hombre más capaz de aquella tierra nadie perdía más que él mismo, puesto que perdía cuantos frutos pudiera producirle la amistad de Balboa. Éste al fin, de un modo o de otro, había de hacer saber al Rey la opresión y desaliento en que le tenía con desdoro suyo y perjuicio del Estado. Valía más hacerle suyo de una vez, casarle con una de sus hijas, y ayudarle a seguir la carrera brillante que la suerte al parecer le destinaba. Mozo, hijodalgo y ya adelantado, era un partido muy conveniente a su hija, y él podría descansar en su vejez, dejando en las manos robustas de su yerno el cuidado y estrépito de la guerra. Así los servicios que hiciese Vasco Núñez se reputarían por suyos, y cesarían de una vez aquellas pasiones, aquellas contiendas tristes que tenían dividido en bandos el Darién y entorpecido el progreso de los descubrimientos y conquistas. Lo mismo dijo a doña Isabel de Bobadilla, que más afecta al descubridor, se dejó persuadir más pronto, y al fin inclinó al Gobernador a dar las manos a aquel enlace (1516). Concertáronse pues las capitulaciones, el desposorio se celebró por poder, y Balboa fue yerno de Pedrarias y esposo de su hija mayor doña María.

Fuese con esto el Obispo a Castilla creyendo que con aquel concierto dejaba asegurada la fortuna y dignidad de su amigo26. Pedrarias le llamaba hijo, le empezó a honrar como a tal, y lo escribió así, lleno al parecer de gusto y satisfacción, al Rey y a sus ministros. Después, para darle ocupación, le envió al puerto de Cáreta, donde a la sazón se estaba fundando la ciudad de Acla, para que acabase de establecerla y desde allí tomase las disposiciones convenientes para los descubrimientos en la mar opuesta. Hízolo así Balboa, y luego que asentó los negocios de Acla, empezó a dar todo el calor posible a la construcción de bergantines para la ansiada expedición. Cortó allí la madera necesaria, y ella y las áncoras, la jarcia y clavazón, todo fue llevado a hombros de hombres de mar a mar, atravesando las veinte y dos leguas de sierras ásperas y fragosas que allí tiene el istmo de camino. Indios, negros y españoles trabajaban, y hasta el mismo Balboa aplicaba a veces sus brazos hercúleos a la fatiga. Con este tesón consiguió al fin ver armados los cuatro bergantines que necesitaba; pero la madera, como recién cortada, se comió al instante de gusanos y no fue de provecho alguno. Armó otros barcos de nuevo, y se los inutilizó una avenida. Volviólos a construir con nuevos auxilios que trajo de Acla y del Darién, y luego que estuvieron a punto de servir se arrojó en ellos al golfo, se dirigió a la isla mayor de las Perlas, donde reunió gran cantidad de provisiones, y navegó algunas leguas al oriente en demanda de las regiones ricas que los indios le anunciaban. No pasó, empero, del puerto de Piñas; y parte por recelo de aquellos mares desconocidos, parte por deseo de concluir enteramente sus preparativos, se volvió a la isla y diose todo a activar la construcción de los barcos que le faltaban.

Su situación era entonces la más brillante y lisonjera de su vida: cuatro navíos, trescientos hombres a su mando, suyo el mar, y la senda abierta a los tesoros del Perú. Iba entre la gente un veneciano llamado micer Codro, especie de filósofo, que venido al Nuevo Mundo con el deseo de escudriñar los secretos naturales de la tierra, y quizá también de hacer fortuna, seguía la suerte del Adelantado27. Presumía de astrólogo Y de adivino, y había dicho a Balboa que cuando apareciese cierta estrella en tal lugar del cielo corría gran riesgo su persona; pero que si salía de él sería el señor más rico y el capitán más célebre que hubiese pasado a Indias. vio acaso Vasco Núñez la estrella anunciadora, y mofando de su astrólogo, dijo: «Donoso estaría el hombre que creyese en adivinos, y más en micer Codro.» Si este cuento es cierto, sería una prueba más de que allí donde hay poder, fortuna, o esperanza de haberlos, allí ya al instante la charlatanería a sacar partido de la vanidad y de la ignorancia humana.

Así se hallaba, cuando de repente llegó una orden de Pedrarias mandándole que viniese a Acla para comunicarle cosas de importancia, necesarias a su expedición. Obedeció al instante sin sospecha de lo que iba a sucederle, ni se movió de su propósito por los avisos que recibió en el camino. Cerca de Acla se encontró con Pizarro, que salía a prenderle seguido de gente armada. «¿Qué es esto, Francisco Pizarro? le dijo sorprendido: no solíades vos antes salir así a recibirme.» No contestó Pizarro: muchos de los vecinos de Acla salieron también a aquella novedad, y el Gobernador, mandando que se le custodiase en una casa particular, dio orden al alcalde Espinosa para que le formase causa con todo el rigor de justicia.

¿Qué motivo hubo para este inesperado trastorno? Lo único que resulta en claro de las diferentes relaciones con que han llegado a nosotros aquellas miserables incidencias, es que los enemigos de Balboa avivaron otra vez las sospechas y rencor mal dormido de Pedrarias, haciéndole creer que el Adelantado iba a dar la vela para su expedición y apartarse para siempre de su obediencia. Una porción de incidentes que concurrieron entonces vinieron a dar color a esta acusación. Díjose que Andrés Garabito, aquel grande amigo del Adelantado, había tenido unas palabras con él a causa de la india hija de Cáreta, a quien Vasco Núñez tanto amaba; y que ofendido por este disgusto y deseoso de vengarse, cuando Balboa salió la última vez de Acla, había dicho a Pedrarias que su yerno iba alzado y con intención de nunca más obedecerle. Lo cierto es que de los complicados en la causa sólo Garabito fue absuelto. Sorprendióse también una carta que Hernando de Argüello escribía desde el Darién al Adelantado, en que le avisaba de la mala voluntad que se le tenía allí, y le aconsejaba que hiciese su viaje cuanto antes, sin curarse de lo que hiciesen o dijesen los que mandaban en la Antigua. Por último, teníase ya noticia de que el gobierno de Tierra-Firme estaba dado a Lope de Sosa; y Vasco Núñez, temiéndose de él la misma persecución que de Pedrarias, había enviado secretamente a saber si era llegado al Darién, para en tal caso dar la vela sin que los soldados lo supiesen, y entregarse al curso de su fortuna y descubrimientos. Los emisarios enviados a este fin y las medidas proyectadas por el Adelantado llegaron también a oídos del suegro suspicaz, pero con el colorido de que todo se encaminaba a salir de su obediencia. Reanimó pues todo su odio. que envenenaron a porfía los demás empleados públicos enemigos de Balboa, y soltando el freno a la venganza, se apresuró a sorprender su víctima y sacrificarla a su salvo. Fuele a ver sin embargo a su encierro, diole todavía el nombre de hijo, y le consoló diciéndole que no tuviese cuidado de su prisión, pues no tenía otro fin que satisfacer a Alonso de la Puente y poner su fidelidad en limpio. Mas no bien supo que el proceso estaba suficientemente fundado para la ejecución sangrienta que aspiraba, volvió a verle y le dijo con semblante airado e inflexible: «Yo os he tratado como a hijo porque creí que en vos había la fidelidad que al Rey, y a mí en su nombre, debíades, Pero ya que no es así y que procedéis como rebelde, no esperéis de mí obras de padre, sino de juez y de enemigo. -Si eso que me imputan fuera cierto, contestó el triste preso, teniendo a mis órdenes cuatro navíos y trescientos hombres que todos me amaban, me hubiera ido la mar adelante sin estorbármelo nadie. No dudé como inocente de venir a vuestro mandado, y nunca pude imaginarme que fuese para verme tratado con tal rigor y tan enorme injusticia.» No le oyó más Pedrarias y mandó agravarle las prisiones. Sus acusadores en el proceso eran Alonso de la Puente y los demás publicanos del Darién; su juez, Espinosa, que ya codiciaba el mando de la armada, que quedaba sin caudillo con la ruina de Balboa. Terminóse la causa, y terminaba en muerte. Acumuláronse a los cargo, presentes la expulsión de Nicuesa y la prisión y agravios de Enciso. Todavía Espinosa, conociendo la enormidad de semejante rigor con un hombre como aquél, dijo a Pedrarias que en atención a sus muchos servicios podía otorgársele la vida. «No, dijo el inflexible viejo, si pecó, muera por ello.»

Fue pues sentenciado a muerte, sin admitírsele la apelación que interpuso para el Emperador y consejo de Indias. Sacáronle de la prisión publicándose a voz de pregonero que por traidor y usurpador de las tierras de la corona se le imponía aquella pena. Al oírse llamar traidor alzó los ojos al cielo y protestó que jamás había tenido otro pensamiento que acrecentar ál Rey sus reinos y señoríos. No era necesaria esta protesta a los ojos de los espectadores, que llenos de horror y compasión le vieron cortar la cabeza en un repostero y colocarla después en un palo afrentoso (1517). Con él fueron también degollados Luis Botello, Andrés de Valderrábano, Hernán Muñoz y Fernando de Argüello: todos amigos y compañeros suyos en viajes, fatigas y destino. Miraba Pedrarias la ejecución por entre las cañas de un vallado de su casa a diez o doce pasos del suplicio. Vino la noche, faltaba aún Argüello por ajusticiar, y todo el pueblo arrodillado le pedía llorando que perdonase a aquél, ya que Dios no daba día para ejecutar la sentencia. «Primero moriría yo, respondió él, que dejarla de cumplir en ninguno de ellos.» Fue pues el triste sacrificado como los otros, seguidos de la compasión de cuantos lo veían, y de la indignación que inspiraba aquella inhumana injusticia.

Tenía entonces Balboa cuarenta y dos años. Sus bienes fueron confiscados, y con todos sus papeles entregados después en depósito al cronista Oviedo, por comisión que tenía para ello del Emperador. Alguna parte fue restituida a su hermano Gonzalo Núñez de Balboa, y así éste como Juan y Alvar Núñez, hermanos también del Adelantado, fueron atendidos y recomendados por el gobierno de España en el servicio de las armadas de América, «acatando, según dicen las órdenes reales, a los servicios de Vasco Núñez en el descubrimiento y población de aquella tierra.» No se explican así respecto de Pedrarias ni los despachos públicos ni las relaciones particulares. En todas se le acusa de duro, avaro, cruel; en todas se le ve incapaz de cosa ninguna grande; en todas se le pinta como despoblador y destructor del país adonde se le envió de conservador y de amparo. Por manera que ni a la indulgencia ni a la duda, aunque apuren todo su esfuerzo para justificarle y disculparlo, le será dado jamás lavar este nombre aborrecido de la mancha de oprobio con que se ha cubierto para siempre28. A Balboa, por el contrario, luego que callaron las miserables pasiones que su mérito y sus talentos concitaron en su daño, los papeles de oficio, igualmente que las memorias particulares y la voz de la posteridad, le llaman a boca llena uno de los españoles más grandes que pasaron a las regiones de América.