Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoFrancisco Pizarro

ACTORES CONSULTADOS. -Impresos: Francisco de Jerez. Agustín de Zárate. Garcilaso Inca. Francisco López de Gomara. Antonio de Herrera. Pedro Cieza de León. -Inéditos: Memorias históricas y Anales del Perú, de don Fernando Montesinos. Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general de Indias, parte III. Las relaciones de Miguel de Estete, del padre fray Pedro Ruiz Naharro, mercenario; y otra anónima del tiempo de la conquista. Diferentes documentos de la misma época, y otros apuntes respectivos a ella comunicados al autor.

Ninguno de los capitanes del Darién podía llenar el vacío que dejaba en las cosas de América la muerte de Balboa. La hacha fatal que segó la garganta de aquel célebre descubridor parecía haber cortado también las magníficas esperanzas concebidas en sus designios. Habíase trasladado la Colonia española al otro lado del istmo, al sitio en que se fundó Panamá; más ni esta posición, mucho más oportuna para los descubrimientos de oriente y mediodía, ni las frecuentes noticias que se recibían de las ricas posesiones a que después se dio el nombre de Perú, eran bastantes a incitar a aquellos hombres, aunque tan audaces y activos, a emprender su reconocimiento y conquista. Ninguno tenía aliento para hacer frente a los gastos y arrostrar las dificultades que aquel grande objeto llevaba necesariamente consigo. El hombre extraordinario que había de superarlas todas aún no conocía su fuerza, y lo que raras veces acontece en caracteres de su temple, ya Pizarro tocaba en los umbrales de la vejez sin haberse señalado por cosa alguna que en él anunciase el destructor de un grande imperio y el émulo de Hernán Cortés.

No porque en esfuerzo, en sufrimiento y en diligencia le aventajase alguno o le igualasen muchos de los que entonces militaban en Tierra-Firme. más contenido en los límites asignados a la condición de subalterno, su carácter estaba al parecer exento de ambición y de osadía; y bien hallado con merecer la confianza de los gobernadores, o no podía o no quería competir con ellos ni en honores ni en fortuna.

Pudiérase atribuir esta circunspección a la timidez que debía causarle la bajeza de sus principios, si fuera cierto todo lo que entonces se contaba de ellos, y después se ha repetido por casi todos los que han tratado de sus cosas. Hijo natural de aquel Gonzalo Pizarro que se distinguió tanto en las guerras de Italia en tiempo del Gran Capitán y murió después en Navarra de coronel de infantería; habido en una mujer cuyo nombre y circunstancias por de pronto se ignoraron; arrojado al nacer a la puerta de una iglesia de Trujillo; sustentado en los primeros instantes de su vida con la leche de una puerca, por no hallarse quien le diese de mamar, fue al fin reconocido por su padre, pero con tan poca ventaja suya, que no le dio educación ni le enseñó a leer, ni hizo per él otra cosa que ocuparle en guardar unas piaras de cerdos que tenía. Quiso su buena suerte que un día los cerdos, o por acaso o por descuido, se le desbandasen y perdiesen: él de miedo no quiso volver a casa, y con unos caminantes se fue a Sevilla, desde donde se embarcó después para Santo Domingo a probar si la suerte, ya para él tan dura en su patria, lo era menos adversa en las Indias. Semejantes aventuras tienen más aire de novela que de historia. Gomara las cuenta, Herrera las calla, Garcilaso las contradice. Algunas están en oposición con los documentos del tiempo, que le dan sirviendo en las guerras de Italia en su juventud primera29, otras están verosímilmente exageradas. Él era sin duda alguna hijo natural del capitán Pizarro; su madre fue una mujer del mismo Trujillo, que se decía Francisca González, de padres conocidos30 y de Trujillo también. Su educación fue en realidad muy descuidada: se cree por los más que nunca supo leer ni escribir; pero si, como otros quieren, alguna vez aprendió a leer, fue ya muy tarde, cuando su dignidad y obligaciones le precisaron a ello: escribir ni aun firmar es cierto que nunca supo31. Lo demás es preciso darlo y recibirlo con aquella circunspección prudente que deja siempre en salvo la verdad; bien que para Pizarro, como para cualquiera que sube por sus propios medios a la cumbre del poder y de la fortuna, la elevación sea tanto más gloriosa cuanto de más bajo comienza.

La primera vez que se le mienta con distinción en la historia es al tiempo de la última expedición de Ojeda a Tierra-Firme (1510), cuando ya Pizarro tenía más de treinta años. Con él se embarcó, y en los infortunios, trabajos y peligros que se amontonaron sobre los españoles en aquella afanosa empresa hizo el aprendizaje de la carrera difícil en que después se había de señalar con tanta gloria. No cabe duda en que debió distinguirse al instante de sus demás compañeros, cuando Ojeda, después de fundar en Urubá la villa de San Sebastián, y teniendo que volver por socorros a Santo Domingo, le dejó de teniente suyo en la Colonia, como la persona de mayor confianza para su gobierno y conservación.

Contados están en la vida de Vasco Núñez los contratiempos terribles que asaltaron allí a los españoles; cómo tuvieron que abandonar la villa perdidos de ánimo y desalentados, y cómo fueron después vueltos a ella por la autoridad de Enciso, que los encontró en el camino. Todos estos acontecimientos, así como los debates y pasiones que después se encendieron entre los pobladores del Darién, no pertenecen a la vida de Pizarro, que ningún papel hizo en ellos. Contento con desempeñar acertada y diligentemente las empresas en que se le empleaba, se le ve obtener la confianza de Balboa como había obtenido la de Ojeda, y después la de Pedrarias, del mismo modo que la de Balboa. Todos le llevaban consigo a las expediciones más importantes: Vasco Núñez al mar del Sur, Pedrarias a Panamá. Su espada y sus consejos fueron bien útiles al capitán Gaspar de Morales en el viaje que de orden del último gobernador hizo desde Darién a las islas de las Perlas, y lo fueron igualmente al licenciado Espinosa en las guerras peligrosas y obstinadas que los Españoles tuvieron que man tener con las tribus belicosas situadas al oriente de Panamá. más como de estas correrías, muchas sin provecho, y las más sin gloria, no resultó ningún descubrimiento importante, ni Pizarro tampoco tuvo el principal mando en ellas, no merecen llamar nuestra atención sino por lo que contribuyeron a aumentar la experiencia y capacidad de aquel capitán, y el crédito y confianza que se granjeó con los soldados, los cuales no una sola vez se lo pidieron a Pedrarias, y marchaban más seguros y alegres con él que con otro ninguno de los que solían conducirlos.

A pesar de ello, su ambición dormía: ni lo que muchos de aquellos aventureros lograban en sus incursiones, que eran tesoros y esclavos, él tenía en abundancia; y después de catorce años de servicios y afanes el capitán Pizarro era uno de los moradores menos acaudalados de Panamá. Así es que cuando llegó el caso de la famosa contrata para los descubrimientos del Sur, mientras que el clérigo Hernando de Luque ponía en la empresa veinte mil pesos de oro, suyos o ajenos, Pizarro y Diego de Almagro, sus dos asociados, no pudieron poner otra cosa que su industria personal y su experiencia.

Precedieron al proyecto de esta compañía otras tentativas que, si no de tanto nombre y consistencia, fueron bastantes a lo menos para tener noticias más positivas de la existencia de aquellas regiones que se proponían descubrir. Ya por los años de 1522 Pascual de Andagoya, con licencia de Pedrarias, había salido a descubrir en un barco grande por la costa del Sur, y llegando a la boca de un ancho río en la tierra que se llamó de Biruquete, se entró por el río adentro, y allí, peleando a veces con los indios, y a veces conferenciando con ellos, pudo tomar alguna noticia de las gentes del Perú, del poder de sus monarcas, y de las guerras que sostenían en tierras bien apartadas de allí. La fama sin duda había llevado, aunque vagamente, hasta aquel paraje el rumor de las expediciones de los Incas: al Quito, y de la contienda obstinada que tenían con aquella gente belicosa sobre la dominación del país. más para llegar al teatro de la guerra era preciso, según los indios decían, pasar por caminos ásperos y sierras en extremo fragosas; y estas dificultades, unidas al desabrimiento que debió causar a Andagoya su desmejorada salud, lo hicieron abandonar la empresa por entonces y volverse a Panamá.

Acaeció poco tiempo después morir el capitán Juan Basurto, a quien Pedrarias tenía dado el mismo permiso que a Andagoya. Muchos de los vecinos de Panamá querían entrar a la parte de las mismas esperanzas y designios, más retraíanse por las dificultades que presentaba la tierra para su reconocimiento, con las cuales no osaban ponerse a prueba. Solos Francisco Pizarro y Diego de Almagro, amigos ya desde el Darién, y asociados en todos los provechos y granjerías que daba de sí el país, fueron los que, alzado el ánimo a mayores cosas, quisieron a toda costa y peligro ir a reconocer por sí mismos las regiones que caían hacia el sur. Compraron para ello uno de los navichuelos que con el mismo objeto había hecho construir anteriormente el adelantado Balboa, y habida licencia de Pedrarias, le equiparon con ochenta hombres y cuatro caballos, única fuerza que de pronto pudieron reunir. Pizarro se puso al frente de ellos, y salió del puerto de Panamá a mediados de noviembre de 1524, debiéndole seguir después Almagro con más gente y provisiones. El navío dirigió su rumbo al Ecuador, tocó en las islas de las Perlas, y surgió en el puerto de Piñas, límite de los reconocimientos anteriores. Allí acordó el capitán subir por el río de Birú arriba en demanda de bastimentos y reconociendo la tierra. Era la misma por donde había andado antes Pascual de Andagoya, que dio a Pizarra a su salida los consejos y avisos que creyó útiles para dirigirse cuando allá estuviese.

Pero ni los avisos de Andagoya ni la experiencia particular de Pizarra en otras semejantes expediciones pudieron salvar a los nuevos descubridores de los trabajos que al instante cayeron sobre ellos. La comarca estaba yerma, los pocos bohios que hallaban, desamparados, el cielo siempre lloviendo, el suelo, áspero en unas partes, yen otras cerrado de árboles y de maleza, no se dejaba hollar sino por las quebradas que los arroyos hacían: ninguna caza, ninguna fruta, ningún alimento; ellos cargados de las armas y pertrechos de guerra, despeados, hambrientos, sin consuelo, sin esperanza. Así anduvieron tres días, y cansados de tan infructuoso y áspero reconocimiento, bajaron al mar y volvieron a embarcarse. Corridas diez leguas adelante, hallaron un, puerto, donde hicieron agua y leña, y después de andar algunas leguas más se volvieron a él a ver si podían repararse en la extrema necesidad en que se hallaban. El agua les faltaba, carne no la tenían, y dos mazorcas de maíz, que se daban diariamente a cada soldado, no podían ser sustento suficiente a aquellos cuerpos robustos. Dícese que al arribar a este puerto se temían los unos a los otros, de flacos, desfigurados y miserables que estaban. Y como el aspecto que les presentaba el país no era más de sierras, peñas, pantanos y continuos aguaceros, con una esterilidad tal que ni aves ni animales parecían, perdidos de ánimo y desesperados, anhelaban ya volverse a Panamá, maldiciendo la hora en que habían salido de allí. Consolábalos su capitán, poniéndoles delante la esperanza cierta que tenía de llevarlos a tierras en donde fuesen abundantemente satisfechos de los trabajos y penuria en que se hallaban. Pero el mal era mortal y presente, la esperanza incierta Y lejana, y si a muchos las razones de Pizarro servían de aliento y consuelo, otros las consideraban como los últimos esfuerzos de un desesperado, que se encrudece contra su mala fortuna y no le importa arrastrar a los demás en su ruina.

Viendo en fin que el bastimento se les acababa, acordaron dividirse, y que los unos fuesen en el navío a buscar provisiones a las islas de las Perlas, y los otros quedases allí sosteniéndose hasta su vuelta como pudiesen. Tocó hacer el viaje a un Montenegro y otros pocos españoles, a quienes se dio por toda provisión un cuero de vaca seco que había en el barco, y unos pocos palmitos amargos de los que a duras penas se encontraban en la playa. Ellos salieron en demanda de las islas, mientras que Pizarro y los demás que quedaban seguían luchando con las agonías del hambre y con los horrores del clima.

Bien fueron necesarios entonces a aquel descubridor las artes y lecciones aprendidas en otro tiempo con Balboa. Él no sólo alentaba a los soldados con blandas y amorosas razones, que sabía usar admirablemente cuando le convenía, sino que ganaba del todo su afición y confianza por el esmero y eficacia con que los socorría y los cuidaba. Buscaba por sí mismo el refresco y alimento que más podía convenir a los enfermos y endebles, se los suministraba por su mano, les hacía barracas en que se defendiesen del agua y la intemperie, y hacía con ellos las veces no de caudillo y capitán, sino de camarada y amigo. Este esmero no bastó sin embargo a contrarestar las dificultades y apuros de la situación y del país. Como sólo se mantenían de las pocas y nocivas raíces que encontraban, hinchábanseles los cuerpos, y ya veinte y siete de ellos habían sido víctimas de la necesidad y de la fatiga. Todos perecieran al fin si Montenegro oportunamente no hubiese dado la vuelta, cargado el navío de carne, frutas y maíz.

Pizarro entonces no estaba en el puerto. Sabiendo que a lo lejos se había visto un gran resplandor, y presumiéndolo efecto de las luminarias de los indios, se dirigió allá con algunos de los más esforzados, y dieron en efecto con una ranchería. Los indios huyeron al acercarse los españoles, y solos dos pudieron ser habidos, que no acertaron a correr tan ligeramente como los demás. Hallaron también cantidad de cocos, y como una fanega de maíz, que repartieron entre todos. Los pobres prisioneros hacían a sus enemigos las mismas preguntas que en casi todas las partes del Nuevo Mundo donde se los veía saltear de aquel modo. «¿Por qué no sembráis, por qué no cogéis, por qué andáis pasando tantos trabajos por robar los bastimentos ajenos?» Pero estas sencillas reconvenciones del sentido común y de la equidad natural fueron escuchadas con el mismo desprecio que siempre, y los infelices tuvieron que someterse al arbitrio de la fuerza y de la necesidad. Aun uno de ellos no tardó en perecer, herido de una flecha emponzoñada de las que se usaban allí, cuyo veneno era tan activo, que le acabó la vida en cuatro horas. Pizarro al volver se encontró con el mensajero que le llevaba la noticia de la llegada de Montenegro, y apresuró su marcha para abrazarle.

Habido entre todos el consejo de lo que debían hacer, acordaron dejar aquel puerto, al que por las miserias, allí sufridas dieron el nombre del puerto de la Hambre, y se volvieron a hacer al mar para seguir corriendo la costa. Navegaron unos pocos días, al cabo de los cuales tomaron tierra en un puerto que dijeron de la Candelaria, por ser esta festividad cuando arribaron a él. La tierra presentaba el mismo aspecto desierto y estéril que las anteriores; el aire tan húmedo, que los vestidos se les pudrían encima de los cuerpos; el cielo siempre relampagueando y tronando; los naturales huidos o escondidos en las espesuras, de modo que era imposible dar con ellos. Vieron sin embargo algunas sendas, y guiados por ellas, después de caminar como dos leguas se hallaron con un pueblo pequeño, donde no encontraron morador ninguno, pero sí mucho maíz, raíces, carne de cerdo, y lo que les dio más satisfacción, bastantes joyuelas de oro bajo, cuyo valor ascendería a seiscientos pesos. Este contento se les aguó cuando, descubriendo unas hollas que hervían al fuego, vieron manos y pies de hombres entre la carne que se cocía en ellas. Llenos de horror, y conociendo por ello que aquellos naturales eran caribes, sin averiguar ni esperar más, se volvieron al navío y prosiguieron el rumbo comenzado. Llegaron a un paraje de la costa que llamaron Pueblo Quemado, y está como a veinte y cinco leguas del puerto de Piñas: tan poco era lo que habían adelantado después de tantos días de fatigas. Allí desembarcaron, y conociendo por lo trillado de las sendas que se descubrían entre los manglares, que la tierra era poblada, empezaron a reconocerla, y no tardaron en descubrir un lugar.

Halláronle abandonado también, pero surtido de provisiones en abundancia, por manera que Pizarro, considerada su situación a una legua del mar, lo fuerte del sitio, pues estaba en la cumbre de una montaña, y la tierra al rededor no tan estéril ni triste como las que habían visto, determinó recogerse en él y enviar el navío a Panamá para repararle de sus averías. Faltaban manos que ayudasen a los marineros el capitán acordó que saliese Montenegro con los soldados más dispuestos y ligeros a correr la tierra, y tomar algunos indios que enviar al navío y ayudasen a la maniobra. Ellos entre tanto se mantenían reunidos acechando lo que los castellanos hacían, y meditando el modo de echar de sus casas a aquellos vagamundos que con tal insolencia venían a despojarlos de ellas. Así, luego que los vieron divididos, arremetieron a Montenegro, lanzando sus armas arrojadizas con grande algazara y gritería. Los españoles los recibieron con la seguridad que les daban sus armas, su robustez y su valor; y todo era necesario para con aquellos salvajes desnudos, que no les dejaban descansar un momento, acometiendo siempre a los que más sobresalían. De este modo fueron muertos tres castellanos, y otros muchos heridos. Los indios, luego que vieron que aquel grueso de hombres se les defendía más de lo que pensaban, determinaron retirarse del campo de batalla, y por sendas que ellos solos sabían, dar de pronto sobre el lugar, donde imaginaban que sólo habrían quedado los hombres inútiles por enfermos o cobardes. Así lo hicieron, y Pizarro al verlos receló de pronto que hubiesen desbaratado y destruido a Montenegro; más sin perder ánimo salió a encontrarlos, trabándose allí la refriega con el mismo tesón y furia que en la otra parte. Animaba él a los suyos con la voz y con el ejemplo, y los indios, que le veían señalarse entre todos por los tremendos golpes que daba, cargaron sobre él en tanta muchedumbre y le apretaron de modo, que le hicieron caer y rodar por una ladera abajo. Corrieron a él creyéndole muerto, pero cuando llegaron ya estaba en pié con la espada en la mano, mató dos de ellos, contuvo a los demás, y dio lugar a que viniesen algunos castellanos a socorrerle. El combate entre tanto seguía, y el éxito era dudoso, hasta que la llegada de Montenegro desalentó de todo punto a los salvajes, que se retiraron al fin, dejando mal herido a Pizarro y a otros muchos de los españoles.

Curáronse con el bálsamo que acostumbraban en aquellas apreturas, esto es, con aceite hirviendo puesto en las heridas; y viendo por el daño recibido, que no les convenía permanecer allí siendo ellos tan pocos, los indios muchos y tan atrevidos y feroces, determinaron volverse a las inmediaciones de Panamá. Llegaron de este modo a Chicamá, desde donde Pizarro despachó en el navío al tesorero de la expedición Nicolás de Rivera, para que llevase el oro que habían encontrado, diese cuenta de sus sucesos, y manifestase las esperanzas que tenían de encontrar buena tierra.

Mientras que con tanto afán y tan corta ventura iba Pizarro reconociendo aquellos tristes parajes, su compañero Almagro, apresurando el armamento conque debía seguirle, se hizo a la mar en otro navichuelo con sesenta y cuatro españoles, pocos días antes de que llegase a Panamá Nicolás de Rivera. Llevó el mismo rumbo, conjeturando por las señales que veía en los montes y en las playas el camino que llevaban los que delante iban. Surgió también en Pueblo Quemado, en donde los mismos indios que tanto habían dado en que entender a Pizarro y Montenegro, le resistieron a él valientemente y le hirieron en un ojo, de que quedó privado para siempre. Pero aunque al fin les ganó el lugar, no quiso detenerse en él, y pasó adelante en busca de su compañero, sin dejar cala ni puerto que no reconociese. De esta manera vio y reconoció el valle de Baeza, llamado así por un soldado de este apellido que allí falleció; el río del Melón, que recibió este nombre por uno que vieron venir por el agua; el de las Fortalezas, dicho así por el aspecto que tenían las casas de indios que a lo lejos descubrieron; y últimamente el río que llamaron de San Juan, por ser aquél el día en que llegaron a él. Algunas muestras halló de buena tierra en estos diferentes puntos, y no dejó de recoger porción de oro; pero la alegría que él y sus compañeros podían percibir con ello, se convertía en tristeza pensando en sus amigos, a quienes creían perdidos, de modo que desconsolados y abatidos, determinaron volverse a Panamá. Pero como tocasen en las islas de las Perlas y hallasen allí las noticias dejadas por Rivera del punto en que quedaba Pizarro, volvieron inmediatamente la proa y se encaminaron a buscarle. Halláronle con efecto en Chicamá: los dos amigos se abrazaron, se dieron cuenta recíproca de sus aventuras, peligros y fatigas; y habido maduro acuerdo de lo que les convenía hacer, se acordó que Almagro diese la vuelta a Panamá para rehacerse de gente y reparar los navichuelos.

Hallóse al llegar con nuevas dificultades, que contrariaban harto desgraciadamente los designios de los dos descubridores. Pedrarias, que les había dado licencia para emprender su descubrimiento, se mostraba ya tan opuesto a la empresa como favorable primero. Trataba entonces de ir en persona a castigar a su teniente Francisco Hernández, que se le había alzado en Nicaragua, y no quería que se le disminuyese la gente con que contaba, por el anhelo de ir al descubrimiento del Perú. Ésta era la verdadera razón; pero él alegaba las malas noticias traídas por Nicolás de Rivera, y culpaba alta mente la obstinación de Pizarro, a cuya poca industria y mucha ignorancia achacaba la pérdida de tantos hombres. Pedrarias, según ya se ha visto, era tan pertinaz como duro y receloso. Decía a boca llena que iba a revocar la comisión y a prohibir que fuese más gente allá. La llegada de Almagro, más rico de esperanzas que de esperanzas y noticias, no le templó el desabrimiento, y todo se hubiera perdido sin los ruegos y reclamaciones que le hizo el maestre escuela Hernando de Luque, amigo y auxiliador de los dos, y eficazmente interesado en el descubrimiento. Todavía estas gestiones hubieran sido por ventura inútiles, a no hacerse a Pedrarias la oferta de que se le admitiría a las ganancias de la empresa sin poner él en ella nada de su parte, con lo cual halagada su codicia, cedió de la obstinación y alzó la prohibición que tenía dada para el embarque32. Puso sin embargo la condición de que Pizarro había de llevar un adjunto, como para refrenarle y dirigirle. Luque logró que este adjunto fuese Almagro, a quien para más autorizarle se dio el título de capitán; pero a pesar de la buena fe y sana intención con que este acuerdo se hizo, luego que fue sabido por Pizarro se quejó sin rebozo alguno de semejante nombramiento como de un desaire que se le hacía, y mal satisfecho con las disculpas que se le dieron, el resentimiento quedó hondamente clavado en su corazón, pudiéndose señalar aquí el origen de los desabrimientos y pasiones que después sobrevinieron y produjeron tantos desastres.

Es probable que Pizarro no quisiese presentarse en Panamá hasta la salida de Pedrarias a Nicaragua, que fue en enero del año siguiente (1526). Tratábase de proporcionar fondos para la continuación de la empresa, que faltaban a los dos descubridores, exhaustos ya con los gastos del primer armamento. El infatigable Luque los supo proporcionar, y entonces fue cuando se formalizó la famosa contrata, por la cual el canónigo se obligó a entregar, como lo hizo en el acto, veinte mil pesos de oro para los gastos de la expedición, y los dos ponían en ella la licencia que tenían del Gobernador, y sus personas e industria para efectuarla, debiéndose repartir entre los tres por partes iguales las tierras, indios, joyas, oro y cualesquiera otros productos que se granjeasen y adquiriesen definitivamente en la empresa33. Y para dar mayor solemnidad a la asociación y enlazarse con los vínculos más fuertes y sagrados, Hernando de Luque dijo la misa a los dos, y dividiendo la Hostia consagrada en tres partes, tomó para sí la una, y con las otras dos dio de comulgará sus compañeros. Los circunstantes, poseídos de respeto y reverencia, lloraban a la vista de aquel acto y ceremonia nunca usados en aquellos parajes para semejante proyecto; mientras que otros consideraban que ni aun así se salvaban los asociados de la imputación de locura que su temerario propósito merecía para con ellos. En los tiempos modernos todavía se ha tratado con más rigor aquella ceremonia, acusándola de repugnante y de impía, como que ratificaba en el nombre de un Dios de paz un contrato cuyos objetos eran la matanza y el saqueo34. Más por ventura para formar este juicio sólo se ha fijado la vista en la larga serie de desastres y violencias que siguieron a aquel descubrimiento, sin poner la atención al mismo tiempo en la idea predominante del siglo, y en las que principalmente animaban a los aventureros de América. Extender la fe de Cristo en regiones desconocidas e inmensas, y ganarlas al mismo tiempo a la obediencia de su rey, eran para los castellanos obligaciones tan sagradas y servicios tan heroicos, que no es de extrañar implorasen al emprenderlas todo el favor y la intervención del cielo. No plegue a Dios jamás que la pluma con que esto se escribe propenda a disminuir en un ápice el justo horror que se debe a los crímenes de la codicia y de la ambición; pero es preciso ante todas cosas ser justos, y no imputar a los particulares la culpa propia del tiempo en que vivieron. No estamos ciertamente los modernos europeos tan ajenos como pensamos de estas contradicciones repugnantes, y llamamos tantas veces al Dios de paz para que intervenga en nuestros sangrientos debates y venga a ayudarnos en las guerras que emprendemos, tan poco necesarias por lo común, y por lo común tan injustas, que no hemos adquirido todavía bastante derecho para acusar a nuestros antepasados de iguales extravíos.

Con dos navíos y dos canoas cargados de bastimentos y de armas, y llevando consigo al hábil piloto Bartolomé Ruiz, volvieron a hacerse al mar los dos compañeros, y continuando el rumbo que antes habían llevado, llegaron cerca del río de San Juan, ya reconocido antes por Almagro. Allí les pareció hacer alto, porque la tierra tenía apariencia de ser algo más poblada y rica, y menos dañosa que las anteriores. Un pueblo que asaltaron, donde hallaron algún oro y provisiones y tomaron algunos indios, les dio aquellas esperanzas, sin embargo de que el país de lejos y de cerca no presentase más que altas montañas, ciénagas y ríos, de manera que no podían andar sino por agua. Quedóse allí Pizarro con el grueso de la gente y las dos canoas; Almagro volvió a Panamá en uno de los navíos, para alistar más gente con el oro que habían cogido, y en el otro navío salió Bartolomé Ruiz reconociendo la tierra costa arriba, para descubrir hasta donde pudiese.

El viaje de este piloto fue el paso más adelantado y seguro que se había dado hasta entonces para encontrar el Perú. Él descubrió la isla del Gallo, la bahía de San Mateo, la tierra de Coaque, y llegó hasta la punta de Pasaos, debajo de la línea. Encontróse en el camino con una balsa hecha artificiosamente de cañas, en que venían hasta veinte indios, de los cuales se arrojaron once al agua cuando el navío se acercó a ellos. Tomados los otros, el piloto español, después de haberlos examinado algún tanto, y los efectos que traían consigo, dioles libertad para que se fuesen a la playa, quedándose solo con tres de los que lo parecieron más a propósito para servir de lenguas y dar noticias de la tierra. Iban, según pareció, a contratar con los indios de aquella costa; y por esto entre los demás efectos que contenía la balsa había unos pesos chicos para pesar oro, construidos a manera de romana, de que no poco se admiraron los castellanos. Llevaban además diferentes alhajuelas de oro y plata labradas con alguna industria, sartas de cuentas con algunas esmeraldas pequeñas y calcedonias, mantas, ropas y camisetas de algodón y lana, semejantes a las que ellos traían vestidas; en fin, lana hilada y por hilar de los ganados del país. Esto fue ya para los españoles una novedad extraña y agradable; pero mucho más lo fue su buena razón y las grandezas y opulencia que contaban de su rey Huayna-Capac y de la corte del Cuzco. Dificultaban los castellanos dar fe a lo que oían, teniéndolo a exageración y falsedad de aquél las gentes; pero sin embargo Bartolomé se los llevó consigo, tratándolos muy bien, y desde Pasaos dio la vuelta para Pizarro, a quien no dudaba que darían contento las noticias que aquellos indios llevaban.

Casi al mismo tiempo que él, llegó Almagro con el socorro que traía de Panamá, compuesto de armas, caballos, vestidos, vituallas y medicinas, y de cincuenta soldados venidos nuevamente de Castilla, que se aventuraron a seguirle. Contaba Almagro las precauciones de que había tenido que valerse para entrar en la ciudad. Mandaba ya en ella el nuevo gobernador Pedro de los Ríos; y aunque se sabía que a fuerza de representaciones y diligencias del maestre escuela Luque, traía encargo expreso del Gobierno de guardar el asiento convenido con los tres asociados, era tal sin embargo el descrédito en que había caído la empresa en Panamá, que tuvo recelo de ser mal recibido, y se detuvo hasta saber las disposiciones del Gobernador. Éste a la verdad sentía la pérdida de tantos castellanos; pero no por eso dejó de asegurar a Hernando de Luque que les daría todo el favor que pudiese35. Entró pues Almagro en el puerto de Panamá, el Gobernador le salió a recibir para hacerle honor, confirmó los cargos que su antecesor Pedrarias había dado a su compañero, y a él, y permitió que se alistase gente y se hiciesen las provisiones necesarias. Estas noticias, unidas a las de los indios tumbecinos, levantaron algún tanto los ánimos desmayados; y los dos amigos, aprovechando tan buena disposición, se hicieron al instante al mar, siguiendo el mismo rumbo que antes había llevado Bartolomé Ruiz. Llegaron primeramente a la isla del Gallo, donde se detuvieron quince días, rehaciéndose de las necesidades pasadas; y continuando su viaje, entraron después en la bahía de San Mateo. Allí resolvieron desembarcar y establecerse hasta tomar lenguas de las tierras que estaban más adelante. Dábanles confianza de lograrlo los indios de Túmbez, a quienes Pizarro hacía con este objeto instruir en la lengua castellana. Por otra parte, la tierra, abundante en maíz y en yerbas saludables y nutritivas, como que les convidaba a permanecer en ella. más los naturales, tan intratables y agrestes como todos los que hasta entonces encontraron, les quitaban la esperanza de poderse sostener, a lo menos mientras no fuesen más gente. Pusiéronse pues a deliberar lo que les convenía hacer. Los más decían que volverse a Panamá, y emprender después el descubrimiento con más gente y mayor fuerza. Repugnábalo Almagro, haciéndoles presente la vergüenza de volverse sin haber hecho cosa de momento, y pobres, expuestos a la risa y mofa de sus contrarios y a la persecución y demandas de sus acreedores: su dictamen era que se debía buscar un punto abundante de vituallas donde establecerse, y enviar los navíos por más gente a Panamá. Las razones con que Almagro manifestó su opinión no fueron por ventura tan circunspectas y medidas cuanto la situación requería; porque Pizarro, o dejándose ocupar de un sentimiento de flaqueza que ni antes ni después se conoció en él, o arrastrado de una impaciencia que no es fácil disculpar, le contestó ásperamente que no se maravillaba fuese de aquel dictamen quien, yendo y viniendo de Panamá con el pretexto de socorros y vituallas, no podía conocer las angustias y fatigas que padecían los que por tantos meses estaban metidos en aquellas costas incultas y desiertas, faltándoles ya las fuerzas para poderlas conllevar. Replicó Almagro que él se quedaría gustoso, y que Pizarro fuese por el socorro, si eso le agradaba más. Los ánimos de aquellos hombres irritados, no pudiéndose contener en términos razonables, pasaron de las personalidades a las injurias, de las injurias a las amenazas, y de las amenazas corrieron a las armas para herirse. Pusiéronse por medio el piloto Ruiz, el tesorero Rivera y otros oficiales de consideración que los oían, los cuales pudieron sosegarlos y atajar aquel escandaloso debate, haciéndoles olvidar su pasión y abrazarse como amigos. ¡Dichosos si con aquel abrazo hubiesen cerrado la puerta para siempre a los tristes y crueles resentimientos en que habían de abrasarse después!

Establecida así la paz, Pizarro se ofreció gustoso a quedarse con la gente, yendo Almagro, como lo tenía de costumbre, por los socorros a Panamá. Reconocieron antes todos los sitios contiguos a la bahía en que se hallaban, y desengañados de que ninguno les era conveniente, determinaron retroceder y fijarse en la isla del Gallo, punto mucho más oportuno para sus fines. Almagro, por tanto, dio la vela para Panamá, y Pizarro, con ochenta y cinco hombres, único resto que quedaba después de tantos refuerzos, se dirigió a la isla, desde donde a pocos días envió el navío que le quedaba para que se quedase en Panamá y volviese con Almagro.

Este concierto y disposiciones de los dos capitanes alteraron en gran manera los ánimos de los soldados, que ya no a escondidas, sino en corrillos y a voces, se quejaban de su inhumanidad y dureza. «¿No eran bastantes por ventura tantos meses de desengaños, en que no habían hecho otra cosa que hambrear, enfermar, hincharse y perecer? Corrido habían palmo a palmo aquella costa cruel, sin que hubiese punto alguno en ella que no los hubiese rechazado con pérdida y con afrenta. ¿Qué peligros dignos del nombre español habían encontrado allí, qué riquezas que correspondiesen a las magníficas esperanzas que se les habían dado al salir? El poco oro recogido en los asaltos que de tarde en tarde hacían, se enviaba por ostentación a Panamá, y a servir también de incentivo que trajese más víctimas al matadero; y ellos en tanto, perdidos siempre entre manglares, sin más alimento que la fruta insípida de aquellos árboles tristes, o las raíces mal sanas de la tierra, cayéndoles continuamente los aguaceros encima, desnudos, hambrientos, enfermos, arrastraban penosamente la vida para estar martirizados mortalmente por los mosquitos, asaeteados por los indios, devorados por los caimanes. Ochenta eran los que al principio habían salido de Panamá, y después de tantos refuerzos como Almagro había traído, eran ochenta y cinco los que quedaban. Bastar les debiera tanta mortandad, y no empeñarse en sacrificar aquel miserable resto a su inhumana terquedad y a sus esperanzas insensatas. La rica tierra que estaban siempre pregonando se alejaba cada vez más de su vista y de su diligencia, y el continente de América se les defendía por aquel lado con más tesón y rigor que se había resistido el opuesto a los esfuerzos obstinados y valientes de Ojeda y de Nicuesa. Tanto tiempo, en fin, perdido, tan inútiles tentativas, tantas fatigas, tantos desastres, debieran ya convencerlos de que la empresa era imposible, o por lo menos temerario quererla llevar a su cima con medios tan desiguales.»

No era fácil responder, ni mucho menos acallar estas quejas amargas del desaliento. Los jefes, recelando que fuesen todavía más ponderadas las noticias que se enviasen a Panamá, y que así la empresa se desacreditase del todo, resolvieron que Almagro recogiese todas las cartas que se enviasen en los navíos; pero este abuso de confianza produjo entonces lo que siempre, mucha mengua y ningún fruto. La necesidad, más sutil que la sospecha, supo abrirse paso seguro, a despecho de los dos capitanes, para las nuevas que quería enviar. Escribióse un largo memorial, en que se contenían los desastres pasados, los muchos castellanos que habían muerto, la opresión y cautiverio en que gemían los que restaban, y concluían con la súplica más vehemente y lastimera para que se enviase por ellos y se los libertase de perecer36

. Este memorial se metió en el centro de un grande ovillo de algodón que un soldado enviaba con el pretexto de que le tejiesen una manta, y llegó a Panamá con Almagro. Hallóse modo de que la mujer del Gobernador pidiese el ovillo para verlo, y desenvuelto entonces y encontrado el escrito, el Gobernador, que se enteró por su contenido de la extremidad en que aquella gente se hallaba, determinó enviar por ellos y excusar más desgracias en adelante, ya que las pasadas no se podían remediar. Ayudó mucho a esta resolución ver confirmadas las noticias del memorial con lo que decían algunos de los que venían con Almagro, no muy acordes en esto con las miras de su capitán.

Así, a pesar de los ruegos, reclamaciones y aun amenazas que hicieron los dos asociados en la empresa, el Gobernador, sordo a todo, dio la comisión a un Juan Tafur, dependiente suyo y natural de Córdoba, de ir con dos navíos a recoger aquellos miserables y traérselos a Panamá.

Hallábanse ellos entre tanto en la isla del Gallo, donde pasaban las mismas angustias que siempre, menos las que nacían de las hostilidades de los naturales; porque los indios, por no estar cerca de ellos, les habían abandonado la isla y acogídose a tierra firme. Llegaron los dos navíos, y mostrada por Tafur la orden del Gobernador, fue tanta la alegría de los soldados, que se abrazaban como si salieran de muerte a vida, y bendecían a Pedro de los Ríos como su libertador y su padre. Pizarro sólo era el descontento: sus dos asociados le escribían que a todo trance37 se mantuviese firme y no malograse la expedición volviéndose a Panamá; que ellos le socorrerían al instante con armas y con gente. Viendo pues el alboroto de los soldados, y su voluntad determinada de desamparar la empresa, «volveos en buen hora, les dijo, a Panamá los que tanto afán tenéis de ir a buscar allí los trabajos, la pobreza y los desaires que os esperan. Pésame de que así queráis perder el fruto de tan heroicas fatigas, cuando ya la tierra que os anuncian los indios de Tumbez os espera para colmaros de gloria y de riquezas. Idos pues, y no diréis jamás que vuestro capitán no os ha acompañado el primero en todos vuestros trabajos y peligros, cuidando siempre más de vosotros que de sí mismo.»

Ni se persuadían ellos por tales razones, cuando él, sacando la espada y haciendo con ella una gran raya en el suelo, de oriente a poniente, y señalando el mediodía como su derrotero, «por aquí, dijo, se va al Perú a ser ricos; por acá se va a Panamá a ser pobres: escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere.» Dicho esto, pasó la raya, siguiéndole solos trece de todos cuantos allí había: arrojo magnánimo, y que las circunstancias todas que mediaban hacen verdaderamente maravilloso. La historia expresa los nombres de todos estos valientes españoles; pero los más memorables entre ellos son el piloto Bartolomé Ruiz, por sus conocimientos y servicios; un Pedro de Candía, griego de nación y natural de la isla de su nombre, que después hizo algún papel en los acontecimientos que se siguieron; y un Pedro Alcón, que a poco perdió el juicio y dio en los disparates que luego se contarán38.

Con la restante muchedumbre se volvió Tafur a Panamá, no queriendo dejar a Pizarro uno de los navíos, como ahincadamente se lo rogaba, y consintiendo a duras penas que quedasen con él los indios de Tumbez y una corta porción de maíz por toda provisión. Él, viéndose solo con tan poca gente, determinó abandonar la isla del Gallo, donde los naturales podían volver y exterminarlos, y se pasó a otra isla situada a seis leguas de la costa y a tres grados de la línea, que por despoblada no presentaba el mismo peligro.

Esta ventaja era lo único que podía resarcir los demás inconvenientes de aquella mansión infernal. Fuele puesto el nombre de Gorgona, por las muchas fuentes, ríos y gargantas de agua que bullen en la isla. Jamás se ve el sol allí, jamás deja de llover, y las altas montañas, los bosques espesos, la destemplanza del cielo y la esterilidad de la tierra la dan un aspecto salvaje y horrible: propia estancia solamente de desesperados como ellos. Hicieron barracas para abrigarse, construyeron una canoa para salir a pescar a mar abierto, y con los peces que cogían y la caza que mataban, ayudados del maíz que les dejó Tafur, se fueron sustentando trabajosamente todo el tiempo que tardó el socorro, que fueron cinco meses. Pizarro, como siempre, era el principal proveedor; pero toda su diligencia y todos sus esfuerzos no bastaban a cerrar la entrada a las enfermedades que en aquel país insalubre necesariamente habían de contraer, ni al desaliento consiguiente a ellas, pues, aunque al parecer de hierro, sus corazones eran de hombres. Pasábanse los días, y el socorro no llegaba: cualquier remolino de olas, cualquiera celaje que viesen a lo lejos se les figuraba el navío. La esperanza, engañada tantas veces, se convertía en impaciencia, y al fin en desesperación. Ya trataban de hacer una balsa en que irse costeando a Panamá, cuando se divisó el navío, cuya vela al principio, aunque patente a los ojos, no era creída por el alma, escarmentada con tantos engaños. Acercóse al río, y no cabiendo ya duda, se abandonaron a toda la alegría que debía inspirarles el gusto de verse socorridos y la satisfacción de no perder el fruto de tantos sufrimientos.

Pero el socorro no era tan grande como esperaban y como merecían. Venía el navío solo con la marinería necesaria para la maniobra, y conducíalo Bartolomé Ruiz, a quien Pizarro había enviado con Tafur para que apoyase con su reputación y experiencia lo que él escribía al Gobernador y a sus asociados. Sus razones y sus esperanzas pudieron menos que las lástimas de los demás. Al oírlas se desbandó toda la gente que Almagro tenía alistada para enviar a su compañero: el Gobernador, pesaroso de la pérdida de tantos castellanos y ofendido de la tenacidad del descubridor, amenazaba abandonarle a su mal destino, bien que, vencido al fin por los ruegos y quejas de los dos asociados, permitió que saliese el navío, pero con la intimación, tan precisa como severa, de que Pizarro dentro de seis meses había de volver a dar cuenta de lo que hubiese descubierto.

Él, oídas estas noticias, tomó inmediatamente el partido que a su situación convenía; y dejando en la isla a dos de sus compañeros, que, por enfermos y débiles no podían seguirle39, y todos los indios de servicio que allí tenían, con los once españoles restantes y con los indios tumbecinos, monta en el navío y dirige su rumbo por donde le había antes llevado el piloto Bartolomé Ruiz. A los veinte días halla y reconoce la isla que después se llamó de Santa Clara, puesta entre la de Puna y Tumbez: paraje desierto, pero consagrado a la religión del país, donde un adoratorio y diferentes alhajuelas de oro y plata que allí hallaron, construidos en figuras de pies y manos, a modo de nuestras ofrendas votivas en los altares milagrosos, les presentan ya una muestra de la industria y la riqueza del país que iban buscando. Al día siguiente, navegando siempre adelante, se encuentran con balsas cargadas de indios vestidos de camisetas y mantas y armados a su usanza. Eran de Tumbez y iban a guerrear con los de Puna. Pizarro les hizo a todos ir con él, asegurándoles que no trataba de hacerles mal sino de que lo acompañasen hasta Tumbez. En medio de la extrañeza y maravilla que unos a otros se causaban, se iban acercando a la costa, la cual, baja y llana, sin manglares ni mosquitos, parecía a los castellanos tierra de promisión comparándola con las que habían visto hasta allí. Surge en fin el navío en la playa de Tumbez;, los de las balsas tuvieron libertad de ir a tierra, encargándoles el capitán español que dijesen a sus señores que él no iba por aquellas tierras a dar pesadumbre a ninguno, sino a ser amigo de todos.

Coronaba la orilla cuando salieron una muchedumbre de indios, que contemplaban pasmados aquella máquina nunca vista, y se admiraban de ver venir en ella y saltar en las balsas gente de su propio país. La maravilla y la curiosidad crecían cuando, llegando a tierra aquellos indios y dirigiéndose al instante al curaca del pueblo, que así llamaban allí a los caciques, le dieron cuenta de lo que habían visto en los extranjeros y de lo que les contaron los indios intérpretes que traían. Avivado con estas noticias el deseo de conocerlos mejor, fue enviado al navío en diez o doce balsas todo el bastimento que tuvieron a mano. Hallábase allí a la sazón uno de aquellos nobles peruanos a quienes por la deformidad de sus orejas y por el adorno que en ellas traían pusieron después los nuestros el nombre de orejones. Éste quiso ser del viaje, proponiéndose observarlo todo con el mayor cuidado para poder dar noticia de ello al rey del país. Pizarro, que recibió el presente y a los que le llevaban con el mayor agrado y cortesía, no pudo menos de admirarse del reposo y buen seso y de las preguntas atinadas y prudentes que el orejón le hacía. diole por tanto alguna noticia del objeto de su viaje, de la grandeza y poder de los reyes de Castilla, y de los puntos esenciales de la religión católica. Todo lo oía con atención y sorpresa el peruano, y entretenido con las novedades que veía y escuchaba, se estuvo en el navío desde la mañana hasta la tarde. Comió con los castellanos, alabóles su vino, que le pareció mejor que el de su tierra, y al despedirse lo dio Pizarro unas cuentas de margaritas, tres calcedonias, y lo que fue de más precio para él, una hacha de hierro. Al Curaca envió dos puercos, macho y hembra, cuatro gallinas y un gallo. Despidiéronse de este modo amigablemente, y rogando el orejón a Pizarro que dejase ir con él algunos castellanos para que el Curaca los viese, condescendió el Capitán, mandando que fuesen a tierra Alonso de Molina y un negro.

Llegados al pueblo, la maravilla y sorpresa de los indios subió al último punto cuando tocaron por sus ojos lo que les habían dicho los de las balsas. Todo los desatinaba: la extrañeza de aquellos animales, el canto petulante y chillador del gallo, aquellos dos hombres tan poco semejantes a ellos y tan diferentes entre sí. Quién cuando el gallo cantaba preguntaba lo que pedía; quién hacía lavar al negro para ver si se le quitaba la tinta que a su parecer le cubría; quién tentaba la barba a Alonso de Molina y le desnudaba en parte para considerar la blancura de su cuerpo. Todos se agolpaban sobre ellos, hombres, viejos, niños y mujeres, regocijándolos el negro con sus gestos, sus risas y sus movimientos, y respondiéndoles Molina por señas, según podía, a lo que le preguntaban. Las mujeres sobre todo, más curiosas y más expresivas, no cesaban de acariciarle y de regalarle, y aun dábanle a entender que se quedase allí y le darían una moza hermosa por mujer. Pero si los indios estaban admirados del aspecto de los extranjeros, no lo estaba menos Alonso de Molina de lo que veía en la tierra. A ojos acostumbrados tantos meses a no ver más que manglares, sierras ásperas, pantanos eternos, salvajes desnudos y feroces, y miserables bohios, debió sin duda causar tanta alegría como asombro hallarse de pronto con un pueblo ajustado y gobernado con alguna especie de policía, con hombres vestidos, con habitaciones construidas de un modo regular, un templo, una fortaleza; a lo lejos sementeras, acequias, rebaños de ganados, y dentro oro y plata con abundancia en adornos y utensilios.

Contábalo él de vuelta al navío, y lo encarecía de tal modo, que Pizarro, no atreviéndose a darle fe, quiso que saliese a tierra Pedro de Candía para informarse mejor. Candía tenía otro ingenio y otra experiencia de mundo que Molina; era además alto, membrudo, de gentil disposición; y las armas resplandecientes de que salió vestido, en que los rayos del sol reverberaban, le presentaron a los ojos de los simples peruanos como objeto de respeto y de veneración, tal vez como un ser favorecido de su numen tutelar. Llevaba al hombro un arcabuz, que por las noticias que dieron los indios de las balsas, le rogaron que disparase; él lo hizo apuntando a un tablón que estaba allí cerca, y lo pasó de parte a parte, cayendo al suelo unos indios al estrépito, y otros gritando despavoridos de asombro40. Agasajado y acariciado con tanto afecto como Molina, aunque no con tanta sorpresa ni confianza, reconoció la fortaleza, y visitó el templo a ruego de las Vírgenes que le servían. Llamábanlas mamaconas; estaban consagradas al sol, y su ocupación, después de cumplir con las ceremonias del culto, era labrar tejidos finísimos de lana. El agasajo y expresión viva y afectuosa de aquellas criaturas simples e inocentes interesarían sin duda menos al curioso extranjero que las planchas de oro y plata de que estaban cubiertas a trechos las paredes del adoratorio y prometían tan largo premio a su codicia y a la de sus compañeros. Despidióse en fin del Curaca, y regalado con cantidad de provisiones diversas, entre las cuales se señalaban un carnero y un cordero del país41, se volvió al navío, en donde refirió cuanto había visto con expresiones harto más ponderadas y magníficas que las de Alonso de Molina.

Entonces no quedó ya duda al capitán español de la grandeza y opulencia de la tierra que se le presentaba delante, y volvió con dolor su pensamiento a los compañeros que le habían abandonado, y cuya deserción le privaba de emprender cosa alguna de momento. Sin duda en recompensa de aquel buen hospedaje que recibía, sentía que sus pocas fuerzas no le consintiesen ocupar violentamente el pueblo, hacerse fuerte en su alcázar y despojar a los habitantes y a su templo de aquellas riquezas tan encarecidas. Su buena fortuna lo excusó entonces el peligro de este mal pensamiento. Las divisiones en el imperio de los incas no habían empezado aun: Huayna-Capac vivía, y las fuerzas todas de aquel grande estado, dirigidas por un príncipe tan hábil como firme, cayendo de pronto sobre aquellos pocos advenedizos, fácilmente los hubieran exterminado, o por lo menos no les dejaran destruir aquella monarquía tan a su salvo como lo hicieron después.

Las noticias adquiridas en Tumbez no llenaron todavía los deseos de Pizarro, que determinó pasar adelante y descubrir más país. Su anhelo era ver si podía hallar o tener noticia de Chincha, ciudad de la cual los indios le contaban cosas maravillosas. Siguió pues su rumbo por la costa, tocaron y reconocieron el puerto de Payta, tan célebre después, el de Tangarala, la punta de la Aguja, el puerto de Santa Cruz, la tierra de Colaque, donde después se fundaron las ciudades de Trujillo y de San Miguel, y en fin el puerto de Santa, a nueve grados de latitud austral. Allí, ya navegadas y reconocidas más de doscientas leguas de costa, sus compañeros le pidieron que los volviese a Panamá; que el objeto de tantas fatigas y penalidades estaba ya conseguido con el descubrimiento incontestable de un país tan grande y tan rico. Él lo juzgó así también, y el navío volvió la proa al occidente, siguiendo el mismo camino que había llevado hasta allí.

A la ida y a la vuelta los indios, prevenidos por la fama, salieron en todas partes a su encuentro con igual curiosidad que inocencia y confianza. Admiraban la extrañeza del navío en que iban, su figura, sus armas y la ventaja inmensa que les llevaban en fuerza y en industria. «Juzgaban de ellos entonces por lo que habían visto en Tumbez,» según la candorosa expresión de Herrera; y la liberalidad, el agasajo, la fiesta y regocijo con que los trataban eran consiguientes a la idea que tenían de su humanidad y cortesía. Indio hubo que les tuvo guardados, y les presentó un jarro de plata y una espada que se les había perdido en un vuelco de balsa que padecieron a la ida. Bastimentos les llevaban cuantos podían desear; presentes muchos de mantas y collares de chaquira; oro no les daban, porque los castellanos, según las juiciosas disposiciones de su capitán, ni lo pedían ni lo tomaban ni mostraban anhelarlo. Viendo esta amigable disposición de los naturales y la abundancia de la tierra, Alonso de Molina y un marinero llamado Ginés pidieron licencia para quedarse, y Pizarro se la dio, encomendándolos mucho a los indio, y encareciéndoles el valor de esta confianza. Molina quedó en Tumbez, y Ginés en otro punto más atrás. Ya antes Bocanegra, otro marinero, se había escapado del navío en la costa de Colaque por disfrutar de la bondad de la gente y de lo risueño del país, sin que las diligencias que hizo su capitán para reducirle a que volviese produjesen efecto alguno. En fin, como para aumentar más los vínculos entre unos y otros y procurarse medios de comunicación para lo futuro, pidió Pizarro que le diesen algunos muchachos que aprendiesen la lengua castellana y pudiesen servirle de intérpretes cuando volviese. Diéronle dos, uno que después bautizado se llamó don Martín, y el otro Felipillo, harto célebre después por la parte que algunos le atribuyen en la muerte del inca Atahualpa.

Pero de todas cuantas conferencias tuvieron con los indios, y de cuantos agasajos y obsequios de ellos recibieron, ninguno igualó en gala y cortesía ni alcanza en interés, al modo que tuvo de acogerles y regalarlos una india principal en un puerto cercano al de Santa Cruz. Ansiaba ella ver y tratar aquellos extranjeros que la fama le presentaba tan extraños, tan valientes y tan comedidos. Pizarro, aunque sabedor de sus deseos y buena voluntad, no había podido satisfacerla a la ida, y había prometido visitarla cuando volviese. Con efecto, luego que estuvo de vuelta trató de cumplirla esta palabra, y con tanta más razón, cuanto que Alonso de Molina, que casualmente había tenido que quedarse en la tierra todo aquel tiempo, había sido tratado por aquella señora con una atención y un agasajo sin igual, que él no se cansaba de ponderar y aplaudir. Señalóse pues el punto donde iría el navío para las vistas, y no bien llegaron a él, cuando se le acercaron muchas balsas con cinco reses y otros mantenimientos de parte de Capillana, que así entendieron los españoles que se llamaba la india. Envióles a decir además «que para dar más confianza a los extranjeros, ella quería fiarse primero del capitán, y iría al navío a verlos a todos, y después les dejaría en él prendas bastantes para que estuviesen seguros en tierra todo el tiempo que quisiesen».Pizarro, para corresponder a esta atención delicada, mandó que saliesen del navío al instante y fuesen a saludarla el tesorero Nicolás de Rivera, Pedro Alcón y otros dos españoles.

Recibiólos ella con una cortesía igual a sus demostraciones primeras. Hízolos sentar y comer junto a sí, dioles ella misma de beber, diciendo que así se usaba hacer en su tierra con sus huéspedes; y después añadió que quería inmediatamente ir al navío y rogar al capitán que saltase en tierra, pues ya iría fatigado de la mar. Contestaron ellos que viniese en buen hora, y al instante se puso en camino. Llegada al navío, Pizarro la recibió con toda urbanidad y respeto, la regaló con cuanto su estado y posición permitía, y los castellanos se esmeraron en conducirse con ella con la mejor crianza y comedimiento. Ella enseguida manifestó que pues siendo mujer se había atrevido a entrar en el navío, el capitán, que era hombre, podría mejor salir a tierra, quedando allí cinco de los más principales de sus indios para que lo hiciese con toda confianza; a lo que contestó Pizarro que por haber enviado delante de sí toda su gente y venir con tan poca compañía no lo había hecho; pero que ahora, visto el afecto con que los favorecía, saltaría contento en tierra sin que fuesen para ello necesarias prendas ningunas de seguridad. La india con esto se volvió a su albergue a disponer la solemnidad con que habían de ser recibidos y agasajados huéspedes que tanto codiciaba.

Al romper el día ya estaban al rededor del navío más de cincuenta balsas para conducir al capitán. Iban en una doce indios principales, que luego que entraron en el buque dijeron que ellos se quedaban allí para seguridad de los españoles; y así lo hicieron, por más que Pizarro porfió en que saltasen a tierra con él. Bajó, en fin, a la playa seguido de sus compañeros, y la india salió a recibirlos acompañada de mucha gente, todos en orden, con ramos verdes y espigas de maíz en las manos. Llevólos a una enramada preparada al intento, donde en el sitio principal estaban dispuestos los asientos de los huéspedes, y otros algo desviados para los indios. Siguióse el banquete, compuesto de todos los alimentos que daba de sí el país, diversamente aderezados. Al banquete sucedió la danza, que los indios ejecutaron con sus mujeres, admirándose los españoles cada vez más de hallarse entre gentes tan atentas y entendidas. Tomó Pizarro luego la voz, y por medio de los intérpretes les manifestó su gratitud por las honras que le hacían y la obligación en que por ellas les estaba. Para acreditarla en el momento les indicó la errada religión en que vivían, la inhumanidad y barbarie de sus sacrificios, la nulidad y repugnancia de sus dioses. Díjoles algunos de los principales fundamentos de la religión cristiana, y les prometió que a su vuelta les traería personas que los adoctrinasen en ella. Y concluyó con hacerles entender que era preciso que obedeciesen al rey de Castilla, monarca poderosísimo entre cristianos, y pidiéndoles que en señal de obediencia alzasen aquella bandera que en las manos les ponía. A juzgar por nuestras ideas presentes, el tiempo a la verdad no era el más a propósito para hacerles esta extraña propuesta. Los indios ciertamente fueron más corteses y comedidos: sin disputar sobre la preferencia ni de religión ni de rey, tomaron la bandera, y por dar gusto a su huésped, la alzaron tres veces, bien así como por burla, no creyendo que se comprometían nada en ello, y bien seguros de que no había en el mundo otro rey más poderoso que su inca Huayna-Capac.

Los españoles, agasajados y honrados de este modo, se volvieron al navío, donde Pedro Alcón, viendo que ya se preparaban a partir, rogó a Pizarro que le dejase en la tierra. Era Alcón de aquellos hombres que adoran en su persona, y su manía en ataviarse y engalanarse llegaba a tal extremo que sus compañeros se burlaban de él, y decían que parecía más bien soldado galán de Italia, que miserable descubridor de manglares. Cuando de orden de Pizarro bajó del navío a saludar a la india, creyó que aquélla era la propia ocasión de lucirse, y se vistió su jubón de terciopelo, sus calzas negras, un escofión de oro con su gorra y medalla en la cabeza, y la espada y daga a los dos lados. Así salió pavoneándose y presumiendo rendir toda la tierra con su bizarría. La presencia de Capillana acabó de trastornarle la cabeza, porque, sea que ella fuese de hermosa disposición, sea que su dignidad y cortesía le cautivasen la voluntad, él luego que estuvo en su presencia empezó a echarla ojeadas, a suspirar y a mostrar su afición y sus deseos con las simplezas pueriles de un amor tan importuno como insensato. Ella no se dio por entendida; pero Alcón, que la había ya marcado como conquista suya, y no quería perder tan grata esperanza, resolvió quedarse en la tierra, y en su consecuencia pidió a su capitán licencia para ello. Negósela resueltamente Pizarro, conociendo su poco juicio; y él, viendo venirse al suelo la torre de sus vanos pensamientos, perdió de improviso la cabeza, y empezó a grandes gritos a insultar a sus compañeros y a dar muestra de querer herirles con una espada rota que acaso se halló a la mano. Y aunque el desventurado había enloquecido de amor, no era amor lo que deliraba; sus improperios y voces se dirigían todos a llamarlos «bellacos usurpadores de aquella tierra, que era suya y del rey su hermano»; por donde se venía en conocimiento que las ideas de ambición y mando habían fermentado en su cabeza tanto como las de galantería y presunción. Para excusar pues los inconvenientes de sus amenazas y de sus insultos, tuvieron que amarrarle a una cadena y ponerle debajo de cubierta, y allí recogido, no fue de peligro ni de enojo a sus compañeros. No se sabe si en adelante sanó de su frenesí, si bien inclina a creerlo verle comprendido después en las gracias y honores que el Emperador concedió a los esforzados moradores de la Gorgona.

Sin este desagradable incidente todo hubiera sido bonanza en aquel dichoso viaje. Pizarro, ya impaciente por terminarle, no quiso detenerse más en la costa desde que salió de Tumbez, y dirigiéndose a la Gorgona, recogió a uno de los dos soldados que allí había dejado, pues el otro era muerto; y con él y los indios que la acompañaban siguió su rumbo a Panamá (a fines del año 1527). Allí entró al fin, después de más de un año que había salido, andadas y reconocidas doscientas leguas de costa, descubierto un grande y rico imperio, y vencedor de los elementos y de la contradicción de los hombres.

Los tres asociados se abrazarían sin duda en Panamá con la alegría y satisfacción consiguiente a la gran perspectiva de gloria y de riqueza que se les presentaba delante. Pero aunque el descubrimiento de las nuevas regiones estuviese conseguido, faltaba realizar su conquista: empresa por cierto harto más ardua y costosa. Medios no los tenían, gente tampoco. El gobernador Pedro de los Ríos les negaba resueltamente uno y otro; en Pedrarias no podían o no querían confiarse; y por otra parte, depender de ajena mano en empresa de tanta importancia era exponerse a los mismos inconvenientes que acababan de experimentar. Resolvieron pues acudirá la corte, darla cuenta de lo que habían hecho, y pedir los títulos y autorización competente para dar por sí mismos cima a lo que tenían comenzado. Ofrecióse aquí otra dificultad, y fue quién había de tomar este encargo sobre sí. Pizarro, o deseoso de descansar, o no teniendo bastante confianza en sí mismo para negociar en la corte, no se prestaba fácilmente a ello. Luque, conociendo el carácter de sus dos compañeros, quería que se diese la comisión a un tercero, o que por lo menos fuesen los dos a negociar. Pero Almagro, más franco y confiado, dijo que nadie debía ir sino Pizarro; que era mengua que el que había tenido ánimo para sufrir por tanto tiempo la hambre y trabajos nunca oídos que había pasado en los manglares, le perdiese ahora para ir a Castilla a pedir al Rey aquella gobernación; que esto se hacía mejor por sí que por comisionados; y que el mismo que había visto y reconocido el país podía hablar mejor de él y disponer los ánimos a la concesión de lo que se iba a solicitar. La razón estaba evidentemente a favor de este dictamen desinteresado: Pizarro se rindió al fin, y Luque, condescendiendo también, no dejó por eso de anunciar lo que después sucedió, en aquellas palabras proféticas: «¡Plegue a Dios, hijos, que no os hurtéis uno al otro la bendición, como Jacob a Esaú! Yo holgara todavía que a lo menos fuérades entrambos.»

Determinóse en seguida que la negociación debía dirigirse a pedir la gobernación de la nueva tierra para Pizarro, el adelantamiento para Almagro, el obispado para Luque, el alguacilazgo mayor para Bartolomé Ruiz, y otras diferentes mercedes para los demás de la Gorgona. Y habiendo reunido con harta dificultad mil y quinientos pesos para esta expedición, Pizarro se despidió de sus dos asociados, prometiéndoles negociar fielmente en su favor; y llevando consigo a Pedro Candía y algunos indios vestidos a su usanza, con muestras del oro, plata y tejidos del país, se embarcó en Nombre-de-Dios, y llegó a Sevilla a mediados de 1528.

Mas apenas había saltado en tierra cuando fue preso a instancia del bachiller Enciso, en virtud de una antigua sentencia que tenía ganada contra los primeros vecinos del Darién, por razón de deudas y cuentas atrasadas. De este modo recibía su patria a un hombre que le traía tan magníficas esperanzas; y el que poco tiempo después había de eclipsar con su fasto y su poder a los próceres y aun príncipes de su tiempo se vio vergonzosamente encarcelado como un tramposo, y embargado el dinero y efectos que traía consigo. No duró mucho, sin embargo, la prisión; porque noticioso el Gobierno de sus descubrimientos y proyectos, dio orden de que al instante se le pusiese en libertad y se le proveyese de sus dineros mismos para que se presentase en Toledo, donde la corte a la sazón se hallaba.

Su presencia y discreción no desmintieron en este nuevo teatro la fama que le había precedido. Alto, grande de cuerpo, bien hecho, bien agestado; y aunque de ordinario era, según Oviedo, taciturno y de poca conversación, sus palabras cuando quería eran magníficas, y sabía dar grande interés a lo que contaba. Tal se presentó delante del Emperador; y al pintar lo que había padecido en aquellos años crueles, cuando por extender la fe cristiana y ensanchar la monarquía había estado tanto tiempo combatiendo con el desamparo, con el hambre y con las plagas todas del cielo y de la tierra, conjuradas en contra suya, lo hizo con tanto desahogo y con una elocuencia tan natural y tan persuasiva, que Carlos se movió a lástima, y recibiendo sus memoriales con la gracia y benignidad que solía, los mandó pasar al consejo de Indias para que allí se le hiciese favor y se le despachase. La ocasión no podía ser más oportuna: Carlos V, entonces halagado por la victoria y por la fortuna, se veía en la cumbre de su gloria. Humillada Francia con la derrota de Pavía y la prisión de su rey, puesta en respeto Italia con el escarmiento de Roma, árbitro de la Europa, disponiéndose a partir para recibir de las manos del Pontífice en Bolonia la corona imperial; y como si todo esto junto fuese aun poco, puestos dos españoles a sus pies, aquél acabando de darle un grande y rico imperio, éste presentándose a ofrecerle otro más vasto y más opulento.

Viéronse en efecto en aquella ocasión Hernán Cortés y Pizarro, que se conocían ya desde su primera residencia en Santo Domingo, y aun se dice que eran amigos. Cortés venía a combatir con su presencia las dudas que se tenían de su fidelidad, y es cierto que si realmente las hubo, fueron desvanecidas como sombras al esplendor de la magnificencia, bizarría y discreción maravillosa que desplegó en aquel afortunado viaje. Los honores brillantes que recibió del Emperador y de la corte, pudieron servir a Pizarro de estímulo noble y poderoso para animarle a hechos igualmente grandes. Los dineros con que se dice que el conquistador de Méjico ayudó entonces al descubridor del Perú, le fueron por ventura menos útiles que la prudencia y maestría de sus consejos. Útil le fue también la especie de ingratitud usada entonces con Cortés, a quien, a pesar de las honras y mercedes que se le prodigaban, no fue concedido el mando político de un reino en cuya conquista había hecho muestra de un valor y de unos talentos tan sublimes como singulares. Pizarro lo tuvo presente al extender su contrata para la pacificación de las regiones que había descubierto, y no consintió que se le pusiese en ellas ni superior ni aun igual.

La ambición, hasta entonces o dormida o suspensa en su ánimo, se despertó con una violencia tal, que le hizo romper todos los vínculos de la fe prometida, de la amistad y de la gratitud. No sólo se hizo nombrar por vida gobernador y capitán general de doscientas leguas de costa en la Nueva Castilla, que tal era el nombre que se daba entonces al Perú, sino que procuró también para sí el título de adelantado y el alguacilazgo mayor de la tierra, dignidades que, según lo convenido, debía negociar la una para Almagro, la otra para Bartolomé Ruiz. La alcaldía de la fortaleza de Tumbez, la futura del gobierno en caso de faltar Pizarro, la declaración, en fin, de hidalguía, y la legitimación de un hijo natural, no podían ser para Almagro mercedes y honores suficientes a disminuir la distancia y superioridad inmensa que su compañero se ponía respecto de él. Menos descontento pudo quedar Bartolomé Ruiz, puesto que el título de piloto mayor de la mar del Sur, y el de escribano de número de la ciudad de Tumbez para un hijo suyo cuando estuviese en edad de desempeñarlo, no eran gracias tan desiguales a su mérito y a sus servicios. Pedro de Candía fue hecho capitán de la artillería que había de servir en la expedición, y todos los famosos de la Gorgona declarados fidalgos los que no lo eran, y caballeros de la espuela dorada los que ya tenían aquella calidad. Sólo Fernando de Luque pudo quedar satisfecho de la consecuencia y buena fe de su asociado. Por fortuna los títulos y dignidades eclesiásticas a que él aspiraba no podían competir con la preeminencia y prerogativas del nuevo gobernador, y a esto debió sin duda ser electo para el obispado que debía establecerse en Tumbez, y nombrado, mientras las bulas se despachaban en Roma, protector general de los indios en aquellos parajes, con mil ducados de renta anual42.

Logró además Pizarro para sí la merced del hábito de Santiago; y no contento con las armas propias de su familia, consiguió que se les añadiesen nuevos timbres con los símbolos de sus descubrimientos. Una águila negra con dos columnas abrazadas, que era la divisa del Emperador; la ciudad de Tumbez murada y almenada con un león y tigre a sus puertas, y por lejos, de una parte el mar con las balsas que allí usaban, y de la otra la tierra con hatos de ganado y otros animales del país, fueron los blasones nuevos añadidos a las armas de los Pizarros. La orla era un letrero que así decía: Caroli Caesaris auspicio, et labore, ingenio, ac impensa ducis Pizarro inventa et pacata. Ofende la soberbia y se extraña la ingratitud que encierra en sí esta leyenda; pero no sé si todo desaparece con aquella jactancia, o llámese bizarría verdaderamente española, conque daba por logrado todo lo que no estaba emprendido, y como conquistado y vencido lo que no hacía más que acabar de descubrir. Habíase obligado por la capitulación hecha con el Gobierno a salir de España para su expedición en el término de seis meses, y llegado a Panamá, emprender el viaje para las tierras nuevamente descubiertas en otro término igual. Erale pues forzoso ganar tiempo y aprovechar los pocos medios que le quedaban. más a fin de que se supiesen prontamente en Indias los despachos que iba a llevar, y no se hiciese novedad en la conquista, luego que tuvo junta alguna gente, envió delante como unos veinte hombres, los cuales llegaron en fines de aquel mismo año a Nombre-de-Dios. La diligencia no podía ser más oportuna, pues ya Pedrarias en Nicaragua, aparentando quejas de que le hubiesen separado de la compañía, en que al principio le admitieron, trataba de tomar la empresa por sí y otros asociados. Y aun a duras penas pudieron escapar de su ira y de sus garras Nicolás de Rivera y Bartolomé Ruiz, que de parte de Almagro habían ido en un navío a Nicaragua a publicar grandezas del Perú, y a excitar los ánimos a entrar y disponerse para la empresa luego que Pizarro volviese.

Él entre tanto se hallaba en Sevilla continuando los preparativos de su viaje. Había anteriormente pasado por Trujillo, con el objeto sin duda de abrazar a sus parientes, y disfrutar la satisfacción, tan natural en los hombres, de presentarse aventajados y grandes en su patria, si antes en ella fueron tenidos en poco por sus humildes principios. Su familia, que quizá no había hecho caso ninguno de él en el largo discurso de tiempo que había mediado desde su partida, le recibió sin duda entonces con el agasajo y respeto debidos a quien iba a ser el arrimo y principal honor de toda ella. Cuatro hermanos que tenía, tres de padre y uno de madre, se dispusieron a seguirle y a ser sus compañeros de trabajos y de fortuna. Con ellos se presentó en Sevilla, y con ellos, luego que tuvo adelantados algún tanto los preparativos de la expedición, se embarcó en los cinco navíos que componían su armamento.

Faltaba mucho para completar en él lo que había capitulado con el Gobierno. Sus medios eran tan cortos, y la empresa tan desacreditada, a pesar de sus magníficas esperanzas, que no había podido completar la leva de ciento y cincuenta hombres que debía sacar de España. El plazo señalado estrechaba: ya el consejo de Indias, receloso de la falta de cumplimiento, y acaso también instigado por algún enemigo de Pizarro, trataba de examinar si los navíos aparejados para partir estaban provistos de la gente y pertrechos prescritos en la contrata. La orden estaba expedida para que fuesen visitados y reconocidos, y hallándoseles en falta no se les dejase salir. Él, temeroso de esta pesquisa y ansioso de evitar dilaciones, dio la vela (19 de enero 1530) al instante en el navío que montaba, sin embargo de tener el tiempo, contrario, dejando encargado el resto de la escuadrilla a su hermano Hernando Pizarro y a Pedro de Candía, con la advertencia de que en el caso de ser reconocidos y echándose de menos la gente que faltaba para el número convenido, respondiesen que iba en el navío delantero. De este modo el que a su llegada de Indias había sido preso en Sevilla por deudas atrasadas, también por no poder ocurrir a los gastos en que se había empeñado tenía que salir de España como un miserable fugitivo.

Fueron con efecto reconocidos los navíos, y preguntados judicialmente los religiosos dominicos que iban en la expedición, Hernando Pizarro, Pedro de Candía y otros pasajeros43. La contestación fue tal, que satisfechos los ejecutores del registro, se permitió la salida, y los buques siguieron el rumbo de su capitana, que los esperaba en la Gomera. Reunidos allí, continuaron felizmente su navegación a Santa Marta, donde Pizarro diera algún descanso a su gente a no habérsele empezado a desbandar, desalentada con las tristes y desesperadas noticias que corrían de los países adonde iban. Huyó pues de allí como de una tierra enemiga, y diose priesa a llegar a Nombre-de-Dios, donde desembarcó al fin con solos ciento veinte y cinco soldados.

A la nueva de su llegada corrieron al instante a saludarle sus dos compañeros, y el recibimiento que se hicieron los tres no desdijo de la amistad antigua y de los vínculos que los unían. No dejó, sin embargo, Almagro de darle sus quejas a solas: «era extraño por cierto, le decía, que cuando todos eran una cosa misma, él se hallase como excluido de los grandes favores de la corte y limitado a la alcaidía de Tumbez: gracia en verdad bien poco correspondiente a la amistad antigua que había entre los dos, a la fe jurada, a los trabajos padecidos, a la mucha hacienda empeñada por él en la empresa. Y lo más sensible para un hombre tan ansioso de ser honrado por su rey, era la mengua que recibía a los ojos del mundo viéndose así excluido de sus justas esperanzas con tan poca estimación, o más bien con tanto vilipendio.» A esto contestó Pizarro que no se había olvidado de hacer por él cuanto debía; que la gobernación no podía darse más que a uno; que no era poco lo hecho en haber empezado a negociar, pues lo demás vendría fácilmente después, mayormente cuando la tierra del Perú era tan grande, que habría sobrado para los dos; por último, que como su intención era siempre de que lo mandase todo como propio, eran excusadas por lo mismo las dudas y las quejas, y debía quedar satisfecho.

El descargo a la verdad era bien insuficiente; pero en la sencilla y apacible condición de Almagro hubiera bastado acaso a sosegar todas las inquietudes sí Pizarro no trajera sus cuatro hermanos consigo. Pues ¿cómo presumir después de lo pasado que el Gobernador pospusiese los intereses de ellos a los de su amigo? Ni ¿cómo, aunque así fuese, conllevar entre tanto la arrogancia y la soberbia de aquellos hombres nuevos, que todo lo despreciaban y todo les parecía poco? No hay duda que al valor y prendas de alma y cuerpo que desplegaron después se debieron en gran parte las grandes cosas que se hicieron en la conquista; pero no es menos cierto que a su orgullo, a su ambición y a sus pasiones se deben atribuir principalmente las guerras civiles que después sobrevinieron, y aquel torbellino espantoso de desastres, de escándalos y de crímenes que los devoró a todos ellos.

Eran tres hermanos de padre, como ya se ha dicho: legítimo Hernando, y los otros dos, Juan y Gonzalo, bastardos como el Gobernador; Francisco Martín de Alcántara, el cuarto, era hermano suyo por su madre. De ellos el más señalado y el que influyó más en los acontecimientos fue Hernando, no tanto por la preponderancia que le daba su legitimidad y mayoría, como por las grandes y encontradas calidades que se hallaban en su persona. Desagradable en sus facciones, gentil y bizarro en la disposición de su cuerpo, de modales finos y urbanos, de amable y gracioso hablar; su valor era a toda prueba, su actividad infatigable; en cualquiera objeto, en cualquiera acontecimiento, por inesperado que fuese, veía con presteza de águila lo que convenía hacer, y con la misma presteza lo ejecutaba. No había cuando estaba en España cortesano más flexible, más artero, más liberal; no había en América español más altivo, más soberbio ni más ambicioso. No miraba él la corte sino como instrumento de sus miras; no consideraba los hombres sino como siervos de su interés o como víctimas de sus resentimientos. Templado y humano con los indios, odioso y temible a los castellanos, astuto, disimulado y falso, incierto en sus amistades, implacable en sus venganzas, eclipsaba con sus grandes calidades las de su hermano el Gobernador, a cuya elevación y dignidad lo sacrificaba todo, y parecía el mal genio destinado a viciar la empresa con el veneno de su malicia y con la impetuosidad de sus pasiones44.

Era imposible que un hombre de este temple se aviniese a depender de Almagro, que feo de rostro y desfigurado además con la pérdida del ojo, pobre de talle, llano y simple en sus palabras, ganoso de honores en demasía, por lo mismo que tardaba en conseguirlos, convidaba más al desprecio que a la estimación cuando no se le consideraba más que por lo exterior sólo. Hernando Pizarro y sus hermanos recién venidos no le pedían considerar de otro modo, y más al experimentar la escasez de recursos que les proporcionaba, hallándose gastado y consumido con los muchos dispendios que había hecho. El desprecio que tenían en su corazón traspiraba a veces en sus ademanes, y a veces también en sus palabras. Almagro, resentido, se conducía cada vez con más indiferencia y tibieza, como quien no quería afanarse por ingratos; y esta triste disposición se acababa de enconar en sus ánimos con los chismes, sospechas y sugestiones traídas y llevadas todos los días por amigos, enemigos y parciales. Llegaron a tanto en fin los sentimientos de una y otra parte, que Almagro estuvo ya dispuesto a que entrasen en la compañía otros dos sugetos para hacer frente con ellos a los Pizarros, y el Gobernador empezó a tratar con Hernando Ponce y con Hernando de Soto, ricos vecinos de León, en Nicaragua; los cuales, propietarios de dos navíos y soldados experimentados en las cosas de Indias, podrían con sus personas y bienes ayudarle en la expedición y suplir abundantemente la falta de Diego de Almagro.

Pero el rompimiento que por instantes estaba para estallar, pudo al fin contenerse con las advertencias y reclamaciones de Hernando de Luque y del licenciado Espinosa. Hallábase éste a la sazón en Panamá, y además de ser amigo de todos ellos, tenía en la empresa, según se ha sabido después, una parte harto más considerable que Hernando de Luque. Mediaron ambos, y las diferencias se concertaron con un convenio, cuyas condiciones principales fueron que Pizarro se obligase a no pedir ni para sí ni para sus hermanos merced ninguna del Rey hasta que se diese a Almagro una gobernación que comenzase donde acababa la suya, y que todos los efectos de oro y plata joyas, esclavos, naborías y cualesquiera bienes que se hubiesen en la conquista se dividiesen por partes iguales entre los tres primeros asociados.

Conciliados algún tanto los ánimos por entonces con este acuerdo, los preparativos se adelantaron con mayor actividad, y pudo darse principio a la expedición. Almagro, como la primera vez, se quedó en Panamá a completar las provisiones y pertrechos necesarios y a recibir la gente que de Nicaragua y otras partes acudía a la fama de la conquista. más Pizarro dio luego a la vela en tres navichuelos provistos de las municiones de boca y guerra suficientes, y llevando a sus órdenes ciento y ochenta y tres hombres45. Con este miserable armamento, más propio de pirata que de conquistador, se arrojó a atacar el imperio más grande y civilizado del Nuevo Mundo. Hubo sin duda en esta empresa mucha constancia, valor grande, y a las veces no poca capacidad y prudencia; pero es preciso confesar que hubo más de ocasión y de fortuna, y a tener noticias más puntuales de la extensión y fuerzas del país, es de creer que no se aventurasen a tanto con fuerzas tan desiguales. más los españoles entonces sólo se informaban de las riquezas de una región, y no de su resistencia; ésta en su arrojo era nula: allá iban, y allá se perdían si no les ayudaba la fortuna, o se coronaban de poder y de riquezas cuando les era propicia: héroes en un caso, insensatos en otro.

El primer punto en que la expedición tomó tierra fue la bahía de San Mateo; allí se determinó que la mayor parte de la gente con los caballos tomase su camino por la marina, y los navíos fuesen costeando casi a la vista unos de otros. Vencieron con su acostumbrada constancia las dificultades que les ofrecía el país en aquella dirección, por los ríos y esteros que tenían que atravesar; y llegaron, en fin, al pueblo de Coaque, rodeado de montañas y situado cerca de la línea. Los indios, viéndolos venir, los esperaron sin recelo, como que ningún mal merecían de aquella gente extranjera. más ya su marcha era enteramente hostil, el pueblo fue entrado como por fuerza, las casas y habitantes despojados de cuanto tenían, los indios, despavoridos, se dispersaron por aquellos valles y asperezas. Hallaron al Cacique escondido en su propia casa, y traído delante del Capitán, dijo que no se había atrevido a presentarse, receloso de que le matasen, viendo cuán contra su voluntad y la de los suyos se había entrado el lugar por los españoles. Pizarro le aseguró, diciéndole que su intención no era de hacerle mal ninguno, y que si hubiera salido a recibirle de paz no les tomara cosa ninguna. Amonestóle que hiciese venir la gente al lugar, y volvió con efecto la mayor parte al mandato del Cacique, y proveyeron por algún tiempo de bastimento a los castellanos; pero sentidos del poco miramiento con que eran tratados, se dispersaron y desaparecieron otra vez, sin que por más diligencias que se hicieron pudiesen después ser habidos.

Fue considerable el botín, pues de solas las piezas de oro y plata se juntaron hasta veinte mil pesos, sin contar las muchas esmeraldas que también se hallaron y valían un tesoro46. Hízose de todo un montón de donde se sacó el quinto para el Rey, y se repartió lo demás según lo que a cada uno proporcionalmente correspondía. La regla que invariablemente se observaba en esta clase de saltos y saqueos, era poner de manifiesto cada uno lo que cogía, para agregarlo a la masa, que después había de distribuirse. Fuerza les era hacerlo así, porque tenía pena de la vida el infractor de la regla, y la codicia, que todo lo vigila, nada perdona tampoco.

Los tres navíos salieron de allí, dos para Panamá y uno para Nicaragua, a mostrar las piezas de oro ricas y vistosas habidas en el despojo, y estimular con ellas los ánimos para venir a militar en la expedición. Pizarro daba cuenta a sus amigos de su buena fortuna, y les pedía que le enviasen en los navíos hombres y caballos. Él entre tanto se quedó a aguardar su vuelta en aquella tierra de Coaque, donde los españoles volvieron a experimentar todos los males y trabajos de sus peregrinaciones anteriores. Era éste como el último esfuerzo que hacía la naturaleza contra ellos para defenderles el Perú, y es preciso confesar que fue harto doloroso y cruel. Acostábanse sanos, y amanceban unos hinchados, otros tullidos, algunos muertos. Y como si este azote no fuese bastante, acometió a la mayor parte de ellos una enfermedad tan penosa como horrible, en la que se les llenaba el cuerpo y la cara de berrugas grandes, blandas y dolorosas que les incomodaban y afeaban, sin saber de qué manera se las podrían curar. Los que se las cortaban se desangraban, y a veces hasta morir; los otros tenían por mucho tiempo que sufrir sobre sí aquella peste, que se pegaba de unos a otros y cada vez se hacía más cruel. Renovábanse a los veteranos sus antiguas aflicciones y agonías, mientras que los de Nicaragua recordaban con lágrimas las delicias del país que habían dejado, y maldecían la hora en que salieron de allí fascinados por esperanzas tan traidoras. Consolábalos Pizarro lo mejor que podía; pero el tiempo se pasaba, los navíos no venían, y ya desalentados y afligidos, pedían a quejas y gritos pasar a otra tierra menos adversa y cruel.

Al cabo de siete meses que allí aguardaban, apareció un navío que les traía bastimentos y refrescos. En él venían Alonso de Riquelme, tesorero de la expedición, y los demás oficiales reales que no habiendo podido salir de Sevilla al tiempo que Pizarro, por la priesa y cautela con que emprendió su viaje, habían, en fin, llegado a Indias y venían con algunos voluntarios a incorporarse con él. Alentados con este socorro, y más con la esperanza que Almagro daba de acudir prontamente con mayor refuerzo, determinaron pasar adelante, y por Pasao, los Caraques y otras comarcas habitadas de indios, llegaron por último a Puerto Viejo, donde fronteros a la isla de Puna y próximos a Tumbez, pudieron considerarse a las puertas del Perú. En unas partes habían sido recibidos de paz o por temor a sus armas o por el deseo de quitarse de encima aquellos huéspedes incómodos; en otras encontraron con hostilidades que al fin se convertían en mayor daño de los naturales; porque no eran los obstáculos puestos por los hombres los que podían detener la marcha de aquellos audaces extranjeros: harto más arduos eran los que la naturaleza les ponía, y ya los habían vencido.

Acrecentóse en gran manera la confianza de Pizarro con la llegada de treinta voluntarios que vinieron de Nicaragua, entre ellos Sebastián de Belalcázar, uno de los capitanes que más se señalaron después en el Perú. Querían algunos, cansados ya de viajar, que se poblase en Puerto Viejo; más el Gobernador tenía otras miras, y su intención era pasar a la isla de Puna y pacificarla amigablemente o a la fuerza, para después venir a Tumbez y sujetar a aquel pueblo con el ayuda de los insulares si se resistían a recibirle. Duraba entre aquellas gentes la animosidad antigua, y sobre ella fundaba el conquistador su plan, que a pesar de las razones que tuviese para preferirle, no tuvo éxito correspondiente a sus esperanzas y deseos, pues no le excusó al fin la molestia y peligro de tener a unos y otros por enemigos, y dos guerras en lugar de una.

Pudo evitarse la de la isla, a proceder los Españoles con más confianza o más espera. más esto no era posible atendidas las sospechas que, según las relaciones antiguas, infundieron los intérpretes a Pizarro sobre la buena fe de los isleños. Los castellanos, conducidos a Puna en balsas proporcionadas por los indios, asegurados por Tomalá, su principal cacique, que vino a Tierra-Firme a disipar las dudas que Pizarro podía tener de su buena voluntad, fueron agasajados, regalados y divertidos con toda clase de demostración amistosa. más nada bastaba para aquietar sus ánimos prevenidos, que tomaban aquellas pruebas de benevolencia por otras tantas celadas alevosas con que los indios trataban de exterminarlos a su salvo. ¿Eran fundadas estas sospechas, o no? La decisión es difícil cuando no tenemos a la vista más que las relaciones de los vencedores, parciales por necesidad, y que han de propender siempre a justificar sus procedimientos. Y en este caso hay más motivos de duda, puesto que los intérpretes que tanto enconaban a los castellanos eran tumbecinos, enemigos naturales de los insulares, y por consiguiente inclinados a procurarles todo el mal posible de parte de aquellos huéspedes poderosos. De cualquier modo que esto fuese, Pizarro, informado un día de que el principal cacique se avistaba con otros diez y seis, y recelando comprometida en esta conferencia la seguridad de los españoles, envió a buscarlos a todos, y traídos a su presencia, los reconvino ásperamente por el mal término que con él usaban. Mandó en seguida que se reservase a Tomalá y se entregasen los otros a los indios tumbecinos, que habiendo entrado con él en la isla bajo el amparo y sombra de los castellanos, todo lo estragaban en ella con robos y devastaciones. Ellos viendo en poder suyo a sus víctimas, se arrojaron a ellas como bestias feroces, y les cortaron las cabezas por detrás a manera de reses de matadero.

Los de Puna viéndose atropellados de este modo por los extraños, insultados por sus enemigos naturales, preso su señor y descabezados sus caciques, acudieron a las armas, y en número de quinientos acometieron a los españoles no sólo en el real donde tenían hecho su asiento, sino hasta en los navíos, que por más desamparados, parecían más fáciles de ofender; pero bien pronto conocieron la diferencia de armas a armas, y de brazos a brazos. ¿Qué podrían hacer aquellos infelices medio desnudos, con sus armas arrojadizas hechas de palma, contra cuerpos de hierro, contra espadas de acero, contra la violencia de los caballos y el estruendo y estrago de los arcabuces? No perdieron el ánimo sin embargo, aunque rechazados con pérdida por todas partes; y volvían una vez y otra al ataque con nueva furia, para dispersarse después y esconderse en los pantanos y manglares del país. Duró esta guerra, si tal puede llamarse, muchos días, sin que los españoles, fuera de los cortos despojos que en los primeros encuentros recogieron, sacasen más que sobresalto, cansancio, y algunas veces heridas. Pizarro, conociendo que no le era ventajoso continuarla, hizo traer delante de sí a Tomalá, y le dijo que ya veía los males que sus indios habían traído sobre si con su doblez y alevosía: a el, como su cacique, convenía atajarlos, y por lo mismo le amonestaba que les mandase dejar las; armas y recogerse pacíficamente a sus casas: cuando esto se realizase los castellanos cesarían de hacerles guerra. A esto repuso el indio «que él no había dado motivo a ella, siendo falso cuanto se le había imputado; que le era por cierto bien doloroso ver su tierra hollada de enemigos, su gente muerta, y todo asolado y destruido. Todavía por complacerle era gustoso de mandarlo que quería, y daría orden a los indios para que dejasen las armas.» Así lo hizo, y no una vez sola; pero ellos no quisieron obedecerte, y enconados y furiosos, decían a gritos que nunca tendrían paz con gente que tanto mal les había hecho.

En tal estado de cosas llegó de Nicaragua Hernando de Soto con dos navíos, en que venían algunos infantes y caballos. Fue este capitán considerado desde entonces como la segunda persona del ejército, bien que ya estuviese ocupado por Hernando Pizarro el cargo de teniente general que a él se le había ofrecido en las conferencias tenidas anteriormente en Panamá. Supo Soto disimular este desaire con la templanza y cordura que siempre le acompañaron; y su destreza, su capacidad y su valor, manifestados en todas las ocasiones de importancia, le granjearon desde luego aquel lugar distinguido que tuvo siempre en la estimación de indios y españoles. El socorro que trajo consigo pareció bastante a Pizarro para emprender cosas mayores, con tanta más razón cuanto que los soldados estaban ya cansados de aquella guerra infructuosa, muchos de ellos enfermos aun del contagio de las berrugas, y todos deseosos de establecerse en otra parte. Estas consideraciones lo hicieron resolverse a dejar la isla y pasar a tierra firme.

Si la guerra de Puna pudo fácilmente excusarse, la de Tumbez, por el contrario, ni pudo esperarse ni prevenirse. Todo al parecer alejaba la idea de un rompimiento de parte de aquella gente: el trato antiguo desde el primer reconocimiento, el concepto favorable que los castellanos dejaron allí entonces, la buena acogida que hicieron a los que se unieron a ellos. Juntos habían pasado a Puna, allí los tumbecinos habían hollado y desolado a su placer la tierra enemiga, allí habían tenido la feroz satisfacción de sacrificar por su mano a los caciques, y seiscientos cautivos que los de Puna guardaban destinados, parte al sacrificio y parte a las labores del campo, fueron puestos en libertad por Pizarro de resultas de su primera victoria, y enviados al continente con todo lo que les pertenecía. Beneficios eran éstos que debían asegurarla buena voluntad y amistosa acogida de aquellos naturales; y sin embargo no la aseguraron, y los españoles fueron recibidos por los tumbecinos con toda la alevosía y la perfidia que pudieran temerse del enemigo más encarnizado. Los españoles al verse asaltados así debieron sentir tanta sorpresa como indignación, y acusar altamente la perversidad de aquellos bárbaros sin fe. más la causa no estaba en los indios, estaba en ellos mismos. Cuando la otra vez vinieron, se hacían interesantes por su novedad y se presentaban comedidos en sus acciones, corteses en sus palabras, generosos en dar, agradecidos al recibir, indiferentes a las riquezas, fieles observadores de la hospitalidad. Ahora armados y feroces, maltratando los pueblos pobres, saqueando los ricos, y llevándolo todo al rigor de la violencia, aparecían a los ojos de los indios, sabedores por fama de lo sucedido en Coaque, como bandoleros pérfidos y crueles, indignos de todo obsequio y respeto y acreedores a toda doblez y alevosía. No tenían pues los castellanos por qué quejarse de los tumbecinos, a los cuales el instinto de su propia conservación debía necesariamente instigar a repeler de cuantos modos pudiesen a sus odiosos agresores.

El paso de la isla a la tierra firme se hizo parte en los navíos y parte en las, balsas, donde se pusieron los caballos y el bagaje. Llegaron primero los que iban en las balsas, y a tres que los indios pudieron coger por ir más delanteros, después de ayudarles cortésmente a salir a tierra, los llevaron al lugar como para aposentarlos, y al instante que llegaron se echaron sobre ellos, les sacaron los ojos, les cortaron los miembros, y aún vivos y palpitantes los echaron en grandes ollas que tenían puestas al fuego, donde tristemente perecieron. Las demás balsas iban llegando cuál con más cautela, cuál con menos, y los indios las acometían y robaban el herraje y ropa que llevaban, perdiéndose en este despojo la mayor parte del equipaje del Gobernador, que iba en una de ellas. Los hombres que salían a tierra, como se vieron sin capitán y sin guía, mojados y cogidos de sobresalto, empezaron a dar voces pidiendo ayuda. A la grita y al bullicio del desorden, Hernando Pizarro, que con los caballos había saltado en tierra algo distante de allí, se arrojó para socorrerlos por medio de un estero que había entre unos y otros. Siguiéronle los que se hallaban con él, y a su vista y arremetida los indios no tuvieron aliento para sostenerse, y abandonaron el campo. De este modo pudo la gente de las balsas acabar de desembarcar, y a poco llegó Pizarro con los navíos.

Hallóse el pueblo no sólo yermo, sino enteramente arruinado. La guerra con los de Puna, enconada nuevamente con las divisiones del imperio, le tenía en un estado harto diferente de aquél en que le vieron la primera vez los españoles. Desalentábanse ellos mucho con el aspecto de aquellas ruinas, y más los de Nicaragua, al comparar los trabajos que allí padecían y la devastación que miraban, con las delicias de su paraíso, que este nombre daban a aquella bella provincia. Llegó en esto un indio, que rogó a Pizarro no se le saquease su casa, una de las pocas que se veían en pié, y prometió quedarse en su servicio. «Yo he estado en el Cuzco, añadía, yo conozco la guerra, y no dudo que toda la tierra va a ser vuestra.» Mandó el Gobernador al instante señalar aquella habitación con una cruz para que fuese respetada, y prosiguió oyendo al indio lo que contaba del Cuzco, de Vilcas, de Pachacamac y otras poblaciones de aquella región; de las grandezas de su rey, de la abundancia de oro y plata, empleados no sólo en los utensilios y cosas más comunes, sino también en chapear las paredes de los palacios y de los templos.

Cuidaba Pizarro de que estas noticias cundiesen entre los españoles; pero ellos, escarmentados e incrédulos, no les daban acogida, teniéndolas por invenciones suyas para levantarles el ánimo con la esperanza y cebarlos en la empresa. Tal concepto habían hecho anteriormente en la isla de Puna de un papel encontrado en la ropa de un indio que había servido al marinero Bocanegra, escrito, según se decía, por él, y donde había estas palabras: «Los que a esta tierra viniéredes, sabed que hay más oro y plata en ella que hierro en Vizcaya.» El artificio era a la verdad harto grosero, y no produjo más efecto que cerrarles la fe y los oídos a las grandes cosas que aquel indio contaba después, y que otros que iban llegando repetían.

Quiso también Pizarro saber de él cuál había sido el paradero de los dos españoles que quedaron en Tumbez en su primer viaje. respondió que poco antes que llegase el ejército habían sido muertos los dos, uno en Tumbez y otro en Cinto. De la muerte no se dudó, porque jamás parecieron; pero del motivo de su desgracia y de los sitios en que sucedió variaban las noticias según la pasión o las miras de los que las daban. Quién decía que fueron muertos por su insolencia y libertades con las mujeres del país, quién que yendo con los de Tumbez a un combate con los de Puna, habían sido cogidos, alanceados por los insulares; quién, en fin, que llevados a que los viese el inca Huayna-Capac, sabiendo sus conductores que era muerto, los mataron en el camino.

De cualquier modo que esta desgracia sucediese, y a pesar de la perfidia y crueldad usada por los tumbecinos con los castellanos en su travesía desde Puna, Pizarro creyó conveniente darles la paz que le pedían, y permitirles que volviesen a poblar su lugar desamparado. Revolvía ya en su pensamiento fundar en aquellos contornos un pueblo donde dejar los soldados enfermos y cansados; y que siendo cómoda entrada para los socorros que pudiesen venirle de las otras partes de América, fuese también refugio seguro para su retirada en caso de descalabro. Conveníale pues pacificar la comarca y no dejar enemigos a sus espaldas. Con este objeto no sólo se reconcilió con los indios de Tumbez, sino que salió de allí para hacer por sí mismo un reconocimiento con el grueso del ejército en los llanos (16 de mayo de 1532), y con una parte de él envió a Hernando de Soto a hacer otro por la sierra. Los indios de los valles se sometieron sin dificultad con la fama que ya había entre ellos del poder y valor de los españoles, y más todavía con los castigos que hicieron en los que con razón o sin ella sospecharon que se les querían oponer. A Soto hicieron alguna resistencia los serranos, menospreciando su gente por tan poca; más luego que hicieron prueba de sus fuerzas con ella, se pusieron en huida, y los castellanos siguieron su marcha hasta descubrir parte del camino real que el inca Huayna-Capac había hecho construir en aquellas alturas. Los despojos que hubieron de la refriega con los indios, y las muestras de oro y plata que por todas partes les presentaba la tierra, acrecentaron la alegría y las esperanzas de sus compañeros cuando volvieron al real: de manera que el Gobernador, viendo esta buena disposición, determinó aprovecharse de ella para poner en ejecución sus intentos.

Procedióse en seguida a la fundación del nuevo asiento, que se llamó la ciudad de San Miguel, en los valles de Tangarala, a treinta leguas de Tumbez, veinte y cinco del puerto de Payta, y ciento y veinte de Quito. Fue la primera población española en aquellas regiones, y después, por ser mal sano el sitio primero, se trasladó a las orillas del río Piura, de donde le quedó el nombre. Pizarro arregló con todo esmero y según las instrucciones que traía, su policía y regimiento, y le dio las reglas más oportunas para su conservación y defensa en medio de tanta gente enemiga, como que había de ser en todo caso el fundamento y apoyo de sus operaciones. Al mismo tiempo hizo por vía de depósito el repartimiento del territorio, según tenían de costumbre los españoles en todas las demás partes de Indias. En esta distribución cupo Tumbez a Hernando de Soto, sea que el Gobernador quisiese indemnizarle así del cargo de su segundo, que había conferido a su hermano, sea que por este modo quisiese manifestarle el aprecio que le merecían su persona y sus servicios. Hízose también entonces repartimiento del oro habido en los últimos acontecimientos, y con el quinto del Rey despachó el General a Panamá los navíos que estaban en Payta, escribiendo a su compañero Almagro que se diese priesa a venir con toda la gente que pudiese. Sospechábase de él que trataba de hacer armada y gente para salir a descubrir y poblar por sí mismo, y Pizarro le rogaba en sus cartas, por todo cuanto había mediado entre ellos, que no diese lugar ni a sospechas ni a enojos pasados, y se viniese para él. Dispuestas así las cosas, todavía se detuvo algún tanto en arrancar con su gente. Necesitaba tomar más amplias noticias de las fuerzas, recursos y costumbres del pueblo que iba a someter, y por otra parte, daba lugar con la dilación a que le pudiesen llegar nuevos refuerzos, necesarios a la consecución de su empresa, vista la poca gente que tenía consigo. Pero estos refuerzos no llegaban; y no queriendo perder reputación con los indios si más se detenía, ni tampoco la ocasión que le presentaban las divisiones de los dos incas para sojuzgarlos a uno y otro, movióse al fin de los valles donde estaba, y con solos ciento setenta y siete hombres de guerra, de los cuales sesenta y siete iban a caballo, tomó su camino por las cumbres, dirigiéndose a Caxamalca (24 de setiembre de 1532)47.

La monarquía que los españoles iban a destruir se extendía de norte a sur por aquella costa del nuevo continente sobre setecientas leguas, y su origen subía, según la tradición de los indios, a una época de cerca de cuatro siglos. Habitaron aquel país desde tiempo inmemorial tribus dispersas, rudas y salvajes, cuya civilización comenzó por las regiones australes, entre las gentes que habitaban los contornos de la gran laguna de Titicaca, en la tierra del Collao. Estos indios probablemente eran más activos, más belicosos e inteligentes que los otros; y como apenas hay nación alguna que por superstición o por orgullo no ponga sus orígenes en el cielo, también los peruanos contaban que en medio de aquella gente aparecieron de improviso un día un hombre y una mujer, cuyo aspecto, cuyo traje y cuyas palabras les infundieron veneración y maravilla. Llamáse él Manco-Capac, ella Mama-Oello, y diéronse por hijos del sol, cuyo culto y adoración predicaban; amaestrados por él en todas las artes de buena policía y de virtud, y venidos por orden suya a enseñarlas en la tierra. Con este prestigio consiguieron reunir al rededor de sí algunas tribus errantes de la comarca, enseñando Manco a los hombres el cultivo de los campos, y Oello a las mujeres a hilar y a tejer y demás labores propias de su sexo. La sumisión y obediencia que por este camino se granjearon de ellos eran correspondientes a los beneficios que les proporcionaban, y cuando ya estuvieron seguros de su dominación y de su influjo, los llevaron a fundar una ciudad en un valle montuoso, a ochenta leguas de la laguna. Esta ciudad fue el Cuzco, silla en adelante y cabeza del imperio de los incas. Allí hicieron su palacio, allí elevaron un templo al sol, allí dieron a su culto más pompa y aparato, mayor autoridad y majestad a sus leyes. El reino quedó vinculado en tu descendencia, que siempre era reputada por sangre pura del sol, casándose aquellos príncipes con sus hermanas, y heredando el trono los hijos que de ellas tenían.

Desde Manco hasta Huayna-Capac se contaba una sucesión de doce príncipes, que, parte por la persuasión, parte por las armas, fueron extendiendo su culto, su dominación y sus leyes por la inmensa región que corre desde Chile hasta el Ecuador, atrayendo o sojuzgando las gentes que encontraron en las serranías de las cordilleras y en los llanos de la marina. El monarca que más dilató el imperio fue el inca Topa-Yupangui, que llevó sus conquistas por la parte del sur hasta Chile, y por la del norte hasta Quito; bien que, según la mayor parte de los autores, no fue él quien conquistó esta última provincia, sino su hijo Huayna-Capac, el más poderoso, el más rico y el más hábil también de todos los príncipes peruanos. El desvaneció con su valor los intentos de sus rivales, que quisieron disputarle el imperio después de muerto su padre; contuvo y apagó la rebelión de algunas provincias, sujetó otras nuevas a su imperio, visitólas todas para mantener en ellas el buen orden, dio leyes sabias, corrigió abusos en las costumbres, rodeó el trono de una grandeza y esplendor no visto hasta él, y se granjeó más veneración y respeto de sus pueblos que otro monarca alguno de sus antepasados. Estableciéronse en su tiempo, o se perfeccionaron mucho, tres grandes medios de comunicación, necesarios en provincias tan distantes y diversas: el uso de un dialecto general a todas ellas; el establecimiento de las postas para la prontitud de los avisos y de las noticias; en fin, los dos grandes caminos que conducían del Cuzco al Quito en una extensión de más de quinientas leguas. De estos dos caminos uno iba por las sierras, otro por los llanos, y ambos estaban provistos a la distancia propia y conveniente, de estancias o aposentamientos, que llamaban tambos, donde el Monarca, su corte y el ejército que llevaba, aunque fuese de veinte a treinta mil hombres, tomaban descanso y refresco, y renovaban, si era necesario, sus armas y sus vestidos. Obras verdaderamente reales, emprendidas y ejecutadas por los peruanos en gloria de su inca, y que al principio tan útiles, después les fueron tan perjudiciales por la facilidad que dieron a los movimientos y marcha de los españoles para la conquista del país.

Huayna-Capac murió en Quito, dejando el imperio a Huascar, su hijo mayor, habido en la Coya o emperatriz, hermana suya. Pero como de su matrimonio con la hija del cacique principal de Quito le quedase un hijo, a quien quería mucho, llamado Atahualpa, joven de grandes calidades y de no menores esperanzas, dejóle heredado en aquella provincia, que fue de sus abuelos maternos, no previendo los tristes efectos que de semejante partición se seguirían. Suponen otros que esta desmembración no fue obra de Huayna-Capac, sino de Atahualpa, que, hallándose bienquisto del ejército de su padre, y ganando con promesas y lisonjas a los dos generales principales Quizquiz y Chalicuchima, quiso al amparo de ellos ser y quedar por señor del país que había pertenecido a sus mayores. Esta diferencia de tradiciones en hechos tan recientes manifiesta lo mal informados que estaban los españoles, o el influjo que sus pasiones tenían en lo que contaban, según que cada uno quería disculpar o acriminar la resistencia de Atahualpa a la voluntad de su hermano48, el cual, queriendo absolutamente mantener la integridad del imperio, mandó que el ejército se volviese al Cuzco, y que Atahualpa, so pena de ser tratado como enemigo, viniese a rendirle la obediencia y le restituyese las mujeres, alhajas y tesoros del inca difunto.

Las amenazas de que iba armado este mandamiento, en vez de intimidar a Atahualpa, le estimularon más a sostener con la fuerza sus pretensiones o sus derechos; y dando el primero la señal a la guerra civil, salió con su ejército de Quito, dirigiéndose hacia la capital. Iba ocupando militarmente las provincias, ganando los naturales a su partido y engrosando sus fuerzas al paso que marchaba. Llevaba esperanza de que su hermano, más joven que él y de índole más mansa y más pacífica, vista su resolución y temiendo su poderío, se allanase a dejarle en la posesión en que estaba y se confederase con él. más Huascar envió a su encuentro un ejército, cuyos generales, reforzados con la gente de algunos valles que desertaron de la causa de Atahualpa, le dieron batalla junto al tambo de Tomebamba, y después de tres días de un obstinado combate, le vencieron y le hicieron prisionero. Llevado al tambo y guardado allí estrechamente, no por eso perdió el ánimo, pues aprovechándose del descuido en que los vencedores estaban, entregados a la algazara y borracheras de la victoria, con una barra de cobre que le dio una mujer rompió la pared de su prisión, y pudo escaparse a los suyos. Dícese que para darles aliento a seguirle y volver a la pelea, les hizo creer que el sol su padre le había libertado, convirtiéndole en culebra para que pudiese salir por un pequeño agujero, y que le prometía la victoria sobre sus enemigos si renovaba el combate. Esta astucia, y más que ella su diligencia y valor, ayudados de su popularidad, le dieron fuerzas bastantes para volver sobre sus vencedores y trocar la fortuna de la guerra. Él los atacó, los desbarató, y el estrago de una y otra parte fue tal, que largos años después se veían con asombro en el campo de batalla las reliquias miserables de la muchedumbre que pereció en ella.

Ya vencedor Atahualpa, se aprovechó de la ventaja que acababa de conseguir con la habilidad y denuedo propios de un gran corazón, y no puso límite alguno ni a sus pretensiones ni a sus deseos. La roja borla, insignia real de los incas, con que se ciñó la frente en Tomebamba, anunció al agitado Perú que era ya capital la contienda entre los dos hermanos, y que la suerte toda del imperio estaba comprometida en sus odios. Atahualpa, como bastardo, no podía sentarse en aquel trono, herencia sagrada y exclusiva de los hijos legítimos del sol. Pero la falta de título se suplía con su atrevimiento y arrogancia, y sus acciones y sus palabras eran menos de usurpador artificioso que de monarca ofendido e irritado. Desdoran con efecto su victoria y su fortuna las muestras le severidad y de rigor, o por mejor decir, de crueldad, que iba dando según adelantaba en su marcha. Asoló a Tomebamba, castigó las tribus que habían abandonado su partido, y una de ellas, la de los cáñaris, de quien tenía mayores quejas, no pudo aplacar su enojo por más demostraciones de humillación y arrepentimiento que le hizo. Mandó matar de ellos hombres a millares, y que sus corazones fuesen esparcidos por las sementeras, diciendo «que quería ver el fruto que daban corazones fingidos y traidores». Con esto siguió su camino hacia el Cuzco, y se situó en Caxamalca, desde donde podía atender a los movimientos de su competidor y a la marcha y miras de los castellanos, cuya entrada ya sabía y empezaba a darle cuidado.

Fue pues indispensable a Huascar juntar nuevo ejército y salir personalmente a defender su trono. Las fuerzas de los dos hermanos eran casi iguales entonces, bien que ni por la experiencia, ni por la calidad, ni por la confianza, pudiesen las del Cuzco compararse con las del Quito. Atahualpa envió delante la mayor parte de los suyos al mando de los generales Quizquiz y Chalicuchima; y éstos, más hábiles o más felices que los caudillos enemigos, sorprendieron un destacamento, en el que por su mal iba Huascar, y le hicieron prisionero. Con esta desgracia su ejército se dispersó y se deshizo; los vencedores se adelantaron a ocupar la capital, y Atahualpa, noticioso de su fortuna, ordenó que su hermano fuese llevado vivo a su presencia49.

Entre tanto Pizarro al frente de su pequeño escuadrón avanzaba para encontrarle. La marcha era lenta, parte por la dificultad de los caminos, parte por ta circunspección necesaria para transitar por pueblos desconocidos, cuya voluntad era preciso ganar y asegurar imponiéndoles respeto y confianza. Así es que, aunque de San Miguel a Caxamalca no hay más que doce grandes jornadas, los españoles tardaron cerca de dos meses en recorrer aquella distancia, y no es exceso, atendidos los estorbos que tenían que superar. Mientras más avanzaban más noticias tenían del poder y fuerzas del monarca que buscaban. Estas noticias, si en unos acrecentaban la ambición y la esperanza, en otros ayudaban al recelo, considerando su corto número y sus pocas fuerzas. Pizarro quiso desde el principio atajar este desaliento, y con resolución verdaderamente bizarra y propia de su carácter hizo entender a sus soldados que los que quisiesen volverse a avecindarse en San Miguel podían hacerlo en buen hora, y allí se les señalarían indios con quien sustentarse, como a los demás que habían quedado, pues él no quería que nadie le siguiese con flojedad y tibieza, confiando más en el valor de los pocos que le acompañasen con buen ánimo, que en el número de muchos desalentados. Cinco de a caballo y cuatro infantes fueron los únicos que se aprovecharon de esta licencia, la cual parecerá por ventura más temeridad que valentía a los que consideren bien cuánto valía cada hombre en aquellos descubrimientos y conquistas, y cuán difícil era poder suplir el vacío de cualquiera que faltaba.

Purgado así el ejército de aquellos pocos cobardes, los demás siguieron alegres y animosos adonde su capitán los llevaba. Por fortuna en todos los pueblos fueron recibidos de paz, y si noticias equivocadas o siniestras interpretaciones les infundían tal vez recelo en algún paraje, este recelo se disipaba al punto que llegaban, con la amistosa disposición de los indios y con el buen hospedaje que de ellos recibían. Díjose a Pizarro que en un pueblo llamado Caxas había gente de guerra de Atahualpa esperando a los castellanos. Él envió allí un capitán con algunos soldados para que cautelosamente lo reconociese, y haciendo otro día de marcha sentó su real en el pueblo de Zarán, y allí esperó las resultas del reconocimiento mandado. El capitán encontró en Caxas un recaudador de tributos, el cual le recibió con franqueza y amistad, y le dio bastante noticia de la marcha que llevaba su rey, del modo que allí tenían de cobrar las contribuciones y de otras costumbres del país. El capitán español, que no sólo reconoció a Caxas, sino a Guacabamba, otro pueblo cercano a él y más grande, volvió maravillado de las grandes calzadas que iban por aquel distrito, de los puentes que vio sobre los ríos, de las acequias, de las fortalezas que tenían construidas, de los almacenes de vestuario y provisiones para el ejército; en fin, de la fábrica de ropas que había en Caxas, donde muchedumbre de mujeres hilaban y tejían vestidos para los soldados del Inca. Contaba también que a la entrada del pueblo vio ciertos indios ahorcados por los pies, en castigo de haber uno de ellos entrado en aquel retiro a gozar de una mujer, y de habérselo consentido los porteros que las guardaban. Esta severidad de justicia, esta autoridad y poder, ejercidos a lo lejos con una obediencia tan puntual; estos preparativos de guerra, hechos con tanta previsión e inteligencia; en fin, una policía y un orden tan bien observados y tan fuera de lo que se conocía en las regiones que habían recorrido, debió dar a entender a los españoles que era muy diferente gente la que iban a experimentar, y bien digno de respeto y de recelo el poder del monarca a cuya presencia se dirigían.

Llegó al ejército al mismo tiempo un indio que se dijo enviado de Atahualpa, y traía de regalo al general español dos vasos de piedra para beber, artificiosamente labrados, y una carga de patos secos para que hechos polvo se sahumase con ellos, según el uso de los principales del país. Añadió que el Inca le encargaba decirle que quería ser su amigo, y que le aguardaba de paz en Caxamalca. La calidad y cortedad del presente de parte de un monarca tan poderoso pudieran dar que sospechar a cualquiera aun menos cauteloso que Pizarro. Él sin embargo aparentó recibir el regalo con estimación y agrado, y dijo al indio que recibía agradecido aquella demostración de amistad de parte de tan gran príncipe, y le encargó le manifestase de la suya que noticioso de las guerras que sostenía contra sus enemigos, se había movido para servirle en ellas con aquellos compañeros y hermanos suyos, y muy principalmente además para darle una embajada de parte del vicario de Dios en la tierra, y del rey de Castilla, un príncipe muy grande y poderoso. Mandó en seguida que el indio y los que le acompañaban fuesen bien tratados y agasajados, y añadió que si algunos días quería estar con ellos descansando lo podía hacer en buen hora. Él se quiso volver el instante a su señor, y entonces le mandó dar una camisa de lino, un bonete colorado, cuchillos, tijeras y otras bujerías de Castilla, con las cuales aquel emisario se fue muy contento. Los vasos del presente, con mucha ropa de algodón y lana entretejida con oro y plata, habida en los diferentes pueblos por donde habían transitado, se enviaron a San Miguel, adonde el Gobernador escribió contando los términos en que se hallaba con el Inca, y encargando a aquellos españoles que conservasen a toda costa la paz con los indios de la comarca.

Siguiendo su camino por diferentes pueblos, donde los recibieron de paz, los españoles se hallaron a orillas de un caudaloso río muy poblado de la otra parte. Recelando algún impedimento, mandó Pizarro a su hermano Hernando que lo pasase a nado con algunos soldados, para divertir a los indios, y pasar él entre tanto con la demás gente. Los moradores de aquellos pueblos huyeron luego que vieron atravesar el río a los españoles: sólo pudieron alcanzarse algunos pocos, a quienes Hernando Pizarro procuraba aquietar; y como ninguno de ellos respondiese a lo que se los preguntaba de Atahualpa, hizo dar tormento a uno, el cual declaró que el Inca, mal enojado con los castellanos y resuelto a acabar con ellos, los aguardaba de guerra, dispuesta su gente en tres puntos, uno al pié de la sierra, otro en la cima, y el último en Caxamalca. Dijo además que así lo había oído, y que tenía motivos de saberlo, por ser hombre principal. Diose noticia de esto al Gobernador, que hizo al instante cortar árboles en las riberas, y en tres pontones pasó la gente y los equipajes, llevando los caballos a nado. Alojóse en la fortaleza de uno de aquellos lugares, y enviado a llamar un cacique de las cercanías, este vino, y de él entendió que Atahualpa se hallaba más adelante de Caxamalca, en Guamachuco, con más de cincuenta mil hombres de guerra. Ésta era la verdad, y así el tormento dado al indio a quien antes se apremió fue una crueldad bien superflua, pues su declaración era falsa.

Tal variedad de avisos y de noticias puso en perplejidad el ánimo del Gobernador, que por lo mismo resolvió saber directamente la verdad, enviando a un indio de su confianza que espiase la estación, fuerzas y movimientos de Atahualpa. Escogió para el caso uno de la provincia de San Miguel, el cual no quiso ir por espía, sino por mensajero, pareciéndole que así podía hablar con el Inca y traer mejor relación de todo. Túvolo a bien Pizarro, y le mandó que fuese y le saludase de su parte, haciéndole saber que iba caminando sin hacer a nadie violencia, con el objeto de besarle las manos y darle la embajada que llevaba, y ayudarle al mismo tiempo en las guerras que tenía, si quería aceptar su amistad y su servicio. El indio partió con su embajada, encargado también de avisarle con uno de los compañeros que llevaba, si había en la tierra gente de guerra, como se les había dicho antes.

Después de tres días de camino por tierras fáciles y apacibles, llegaron ya cerca de las sierras intermedias entre Caxamalca y ellos. Eran ásperas y tajadas, de dificultosa subida, y acaso imposibles de vencer si gente de guerra las defendiera. A la derecha tenían el gran camino llano y derecho que los llevaba hasta Chincha sin dificultades ni peligros. Por esta razón se inclinaban muchos a que se tomase esta dirección y se abandonase la idea de subir por las alturas. más el General, altamente convencido de que todo el buen éxito de su expedición consistía en avistarse cuanto antes con el Inca, les hizo entender cuán impropio era de españoles huir de las dificultades y perder reputación. ¿Qué pensaría de ellos el Inca cuando supiese que torcían el camino, después de haberle anunciado que iban derechos a buscarle? Diría que no osaban de miedo. Así los despreciaría, y en este desprecio consistía el peligro, pues que no podían vivir tranquilos en medio de aquellas gentes sino teniéndolas admiradas con su valor y atemorizadas con su audacia. Era preciso pues marchar por la sierra, una vez que lo más arduo no sólo era para ellos lo más glorioso, sino también lo más seguro. Todos a una voz respondieron que los llevase por el camino que quisiese, prometiéndole alegres y animosos seguirle adonde quiera, y hacer cumplidamente su deber cuando la ocasión se lo mandase.

Llegaron en esto al pié de la sierra. Pizarro, tomando consigo cuarenta caballos y sesenta infantes, comenzó a subirla el primero, dejando atrás el resto de los soldados con el bagaje, encargándoles que fuesen siguiendo poco a poco sus pasos según las órdenes y avisos que él les daría. La subida, como se ha dicho, era agria y dificultosa; los caballos iban del diestro, porque montados era imposible, y los pasos a veces tan escarpados, que iban subiéndolos como por escalones. Una fortaleza que había en un cerro bien empinado le sirvió de punto de dirección, y a ella llegaron al mediar el día. Era de piedra y puesta o un sitio todo de peña tajada, salvo el paso por donde habían subido. Maravilláronse mucho que Atahualpa hubiese dejado desamparado aquel punto, donde cien hombres resueltos podían desbaratar un ejército con sólo arrojar piedras desde arriba. Mas no había por qué admirarse de que el Inca, que según todas las apariencias los esperaba de paz, no guardase aquel derrumbadero ni les estorbase el camino.

Avisóse a la retaguardia desde allí que podía seguir su marcha sin recelo, y el Gobernador avanzó por la tarde hasta otra fortaleza que estaba más adelante, situada en un lugar casi enteramente desamparado. Allí pasó la noche; pero antes de que espirase el día llegó a su presencia un indio enviado por el mensajero que había despachado anteriormente para el Inca. Éste iba a avisarle que en todo el camino que había andado ninguna gente de guerra había visto, ni otro estorbo ninguno; que él iba adelante a cumplir con su comisión, y que tuviese entendido que al día siguiente se presentarían a él dos enviados de Atahualpa. Pizarro, entendido esto, no quiso que los embajadores le hallasen con tan poca gente como allí tenía, y avisó a los que quedaban atrás que se apresurasen para juntarse con él. Entretanto siguió su camino, llegó a lo alto de la sierra y mandó plantar allí sus tiendas para esperar a sus compañeros. Éstos llegaron, y poco tiempo después los mensajeros del Inca, que presentaron al capitán diez reses de su parte, y le dijeron que iban a saber el día en que pensaba llegar a Caxamalca, para enviarle bastimentos al camino. A este comedimiento respondió Pizarro no menos cortésmente que iría con toda la brevedad posible. Mandó que se les agasajase y regalase bien, y preguntóles noticias del país y de la guerra que el Inca sostenía. El Inca, según ellos quedaba en Caxamalca sin gente de guerra, porque la había toda enviado contra el Cuzco: contaron largamente las diferencias de los dos hermanos y las glorias de su rey, entre ellas el haber vencido a Huascar y héchole prisionero por medio de sus capitanes, que ya se le traían con las grandes riquezas que le encontraron. A esto, por si acaso era dicho con intención de espantarle, respondió arrogantemente el capitán castellano que el Rey su señor tenía criados mayores señores que Atahualpa, y también capitanes que, le habían vencido grandes batallas y preso reyes más poderosos. Éste era quien le enviaba para dar al Inca y a sus vasallos noticia y conocimiento del verdadero Dios, y tal era el objeto que le llevaba a su presencia. Que deseaba ser su amigo y servirle en las guerras que tenía, si de ello era gustoso, y se quedaría en sus dominios, aun cuando sus intentos eran de ir con sus compañeros a buscar la otra mar. En fin, que él iba de paz si de paz le recibían; y aunque no buscaba la guerra, no rehusaría hacerla si se la declaraban.

Despedidos aquellos mensajeros, llegó a la noche siguiente el primero que había buscado a Pizarro de parte del Inca en la estancia de Zarán, junto a Caxas y Guacabamba, y llevádole el presente de los vasos de piedra. Ahora venía con mayor autoridad: acompañábanlo muchos criados, traía vasos de oro, en que bebía su vino, y con él brindaba a los castellanos, diciéndoles que se quería ir con ellos hasta Caxamalca. Presentó otras diez reses de regalo, hizo algunas preguntas, y hablaba más desenvueltamente que primero, ensalzando hasta el cielo el poder de su señor. A pocos días de estar este indio con los castellanos, volvió el mensajero que Pizarro había enviado al Inca antes de emprender la subida de la sierra, y no bien hubo entrado en el campamento y avistado al otro indio, cuando se agarró furioso con él y empezó a maltratarle cruelmente. Separólos inmediatamente el Gobernador, y preguntado el recién llegado por la causa de aquel atrevimiento, «¿cómo queréis, contestó, que yo lleve con paciencia ver aquí honrado y regalado por vosotros a este perverso, que no ha venido sino a espiar y a mentiros, mientras que yo, embajador vuestro, ni he podido ver al Inca, ni me han dado de comer, y apenas he podido escapar con la vida, según me han maltratado?» Refirió en seguida que él había encontrado a Caxamalca sin gente, y a Atahualpa con su ejército en el campo; que no se le habían dejado ver bajo el pretexto de que estaba recogido ayunando y entregado a sus devociones; que había hablado con un pariente del Inca, al cual había referido toda la grandeza, valor y armas de los españoles; pero que aquel indio lo había tenido todo en poco, menospreciando por su corto número a los extranjeros. El otro indio replicó que si en Caxamalca no había gente, era por dejar sus casas desocupadas a los nuevos huéspedes; y si el Inca estaba en el campo, era porque lo acostumbraba hacer así desde que duraba la guerra. «Tú no has podido verle, añadió dirigiéndose a su adversario, porque ayunaba, y en tal tiempo nadie le ve ni le habla, y si le hubieras aguardado y dicho de parte de quién ibas, él te recibiera y oyera y te mandara regalar, pues no hay duda en que son pacíficas sus intenciones.

¿A quién creer? El Gobernador, según la propensión de su genio, más cauteloso que confiado, y midiendo la disposición del Inca por la suya, se inclinaba más bien a lo que decía el indio amigo, que no al que se decía mensajero. Disimuló sin embargo, en lo que era gran maestro, reprimió y contuvo a su emisario, y siguió honrando y tratando bien al del monarca peruano50.Y sin detenerse más tiempo, dio cuanta priesa pudo a su viaje para llegar a Caxamalca, de donde ya no estaba distante. Vinieron a la sazón otros mensajeros de Atahualpa con bastimentos, que recibió con muestras de mucha gratitud, y con ellos envió a pedir al Inca su amistad, rogándole que procediese de buena fe, y asegurando que por su parte no habría falta en corresponderle con la misma.

De allí a poco se descubrió a Caxamalca con sus campos bien labrados y abundosos, los rebaños paciendo a trechos, y de lejos el ejército del Inca, acampado a la falda de una sierra en toldos de algodón, y con un aparato no visto antes por los españoles. Como una legua antes de llegar, el Gobernador hizo alto para reunir su gente, dividióla en tres trozos, y señalando a cada uno su capitán, se puso en marcha otra vez, y entró en Caxamalca a hora de vísperas del 15 de noviembre de aquel año (1532). No era ciertamente motivo de confianza hallarse con el pueblo sin gente alguna más que unas pocas mujeres en la plaza que, según se dice, daban demostraciones claras de la lástima que tenían de aquellos extranjeros por su manifiesta perdición. Pizarro, en consecuencia, después de reconocido el pueblo y visto los diferentes puntos que ofrecía para la seguridad, halló que la mejor estación militar era la plaza, que cercada toda de una pared bastante fuerte y alta, con solas dos puertas que caían a las calles de la ciudad, y aquellas casas para su alojamiento en medio, le ofrecía la mejor y más oportuna posición para resguardarse de cualquiera sorpresa, y sostenerse en caso de ataque contra aquella muchedumbre. Si Pizarro, como todo lo manifiesta, concibió al instante el plan de atraer allí al Inca para acorralarle y apoderarse más fácilmente de su persona, es preciso confesar que su talento militar era tan pronto en concebir como su ánimo duro e inexorable en resolver.

Viendo pues desierta a Caxamalca y que el Inca no daba muestras devenir, acordó enviarlo a Fernando e Soto con quince caballos y el intérprete Felipillo, a fin de que le hiciese acatamiento de su parte, y le pidiera que diese las disposiciones que estimase oportunas para que él le fuese a besar las manos y declararle la comisión que llevaba de parte de su señor el rey de Castilla. Soto partió, y el General, contemplando la multitud de indios que el Inca tenía consigo, envió tras él otros veinte caballos para que le hiciesen espaldas, al mando de su hermano Hernando, que fue el que le advirtió el peligro que corrían los primeros si no eran sanas las intenciones de Atahualpa. Uno y otro llevaban orden de conducirse con la mayor circunspección y respeto, sin inquietar ni molestar a nadie en su camino.

Acercóse Hernando de Soto al campamento a vista de los indios, que contemplaban admirados la fiereza y docilidad del caballo que montaba. Llegado allá y preguntado a qué iba, contestó que llevaba una embajada para el Inca, de su servidor y amigo el gobernador de los cristianos. Entonces el Inca salió grandemente acompañado y representando majestad y gravedad: sentóse en un rico asiento, y mandó se preguntase a aquel embajador lo que quería. Soto se apeó del caballo, y haciéndole reverencia, respetuosamente le dijo que don Francisco Pizarro, su capitán, deseaba mucho besarle las manos, conocerle personalmente, y darle cuenta de las causas por que había ido a aquella tierra con otros negocios que holgaría saber; que por eso le había enviado a saludarle y suplicarle que se sirviese de ir a cenar aquella noche con él a Caxamalca, o a comer al otro día, pues aunque extranjero en la tierra, no dejaría de regalarle y obsequiarle con la reverencia y respeto debido a tan gran príncipe. El Inca contestó, no por sí mismo, sino por medio de un indio principal que a su lado estaba, que agradecía la buena voluntad de su capitán, y que por ser ya tarde, otro día iría a verse con él en Caxamalca. Soto ofreció decir lo que se le mandaba, y preguntó si había otras órdenes que llevar.«Iré, añadió el Inca, con mi ejército en orden y armado, mas no tengáis pena ni miedo por ello.» Había ya en esto llegado Hernando Pizarro, y dijo a Atahualpa las mismas razones que Hernando de Soto. Advertido el Inca de que aquél que hablaba era hermano del Gobernador, alzó los ojos, que hasta entonces por representar gravedad los había tenido bajos, y le dijo «que Mayzabelica, un capitán suyo en el río Turicara, le había avisado de haber muerto a tres castellanos y un caballo, por haber tratado mal a los caciques del contorno51. Él sin embargo quería ser su amigo, y se iría a ver al otro día con su hermano el General.» A esto replicó arrogantemente el español que Mayzabelica mentía, porque todos los indios de aquel valle eran como mujeres, bastando un solo caballo para toda la tierra, como lo conocería cuando los viese pelear: añadió que el gobernador era muy su amigo y le ofrecía su ayuda contra cualquiera a quien quisiese hacer guerra. «Cuatro jornadas de aquí, repuso el Inca, hay unos indios muy bravos con quienes yo no puedo, y allí podéis ir a ayudar a los míos. Diez de a caballo enviará el Gobernador, contestó Hernando, y éstos bastarán: tus indios no son necesarios sino para buscar a los que se escondan. «Sonrióse Atahualpa, porque ignorante todavía de las fuerzas y armas castellanas, las razones que oía debieron parecerle baladronadas pueriles.

En esto se presentaron unas cuantas mujeres con vasos de oro en sus manos, en que traían la chicha o vino que ellos hacían del maíz, y por orden del Inca les ofrecieron de beber. Rehusábanlo los castellanos por su repugnancia a aquel brebaje; pero al fin, importunados y por no parecer descorteses, lo aceptaron. Y como si quisiesen pagar un agasajo con otro, advirtiendo que el Inca no apartaba los ojos del caballo de Hernando de Soto, este capitán saltó en él, y empezó a escaramucear y a revolverle y corvetear de una parte a otra, haciéndole echar mucha espuma. Mirábalo Atahualpa con atención y maravilla; pero sin mostrar espanto ni recelo alguno, aun cuando Soto acercó alguna vez tanto el caballo, que con el resuello le hizo mover los hilos de la borla; y aun se dice que reprendió y castigó a algunos de los suyos porque se dejaron vencer del temor del animal y huyeron al acercarse a ellos. Despidiéronse en fin los embajadores con el encargo de decir a su general que el Inca iría otro día a visitarle, y que entre tanto se aposentase con su gente en tres de los salones grandes que había en la plaza, dejando el de en medio para él. Vueltos a Caxamalca, dieron cuenta de su comisión, ponderando la majestad y entereza del Inca y las fuerzas de su ejército, que a su parecer subiría a más de treinta mil hombres de guerra. Esto empezó a amedrentar a muchos de los soldados, considerando que eran cerca de doscientos para cada castellano. Pero su general, menos receloso de aquella fuerza aparente que contento de que el Inca se viniese tan incautamente a poner en sus manos, les dijo que no tuviesen recelo de aquella muchedumbre, la cual, en vez de servir a los indios de provecho, iba a ser su perdición, y que si ellos fuesen hombres como hasta allí lo habían sido, él les aseguraba una felicísima victoria.

Al día siguiente Atahualpa, después de avisar al general español que ya iba a verificar su visita, advirtiéndole que a ejemplo de los castellanos que habían ido armados a su real, él también llevaría armada su gente, dio la señal de marchar, y el ejército se puso en movimiento con dirección a Caxamalca. Iba formado en tres cuerpos, según las diferentes armas que cada uno de ellos traía. Uno como de doce mil hombres era el delantero, armados de ondas los unos, y otros de pequeñas mazas de cobre guarnecidas de puntas muy agudas. Detrás de ellos otro como de cinco mil, que llevaban astas largas, llamadas aillos, armadas de lazos corredizos, que solían servirles para enredar y coger a los hombres y las fieras. El último a retaguardia era el cuerpo de los lanceros, con quienes iban los indios de servicio y el sin número de mujeres que seguían el campo. En el centro se veía al Inca sentado en sus andas tachonadas de oro y guarnecidas de vistosas plumas, y llevado en hombros de los indios más principales. Su asiento era un tablón de oro, y encima de él un cojín de lana exquisita sembrada de piedras preciosas. Toda esta riqueza, sin embargo, y todo este aparato no daban tanta dignidad y decoro a su persona como la borla encarnada que le caía sobre la frente y le cubría las cejas y las sienes: insignia augusta de los sucesores del sol, venerada y adorada de aquel inmenso gentío. Trescientos hombres marchaban delante de las andas limpiando el camino de piedras, pajas y cualquiera estorbo que hubiese. Iban formados los orejones a los lados del Monarca, y con ellos algunos indios principales, llevados también en andas y en hamacas para ostentación de grandeza. La marcha presentaba un orden concertado al son de las bocinas y atambores, como si fuera una procesión religiosa, y tan despacio andaba, que tardó cuatro horas en la legua que mediaba entre el real y Caxamalca.

Caía ya la tarde, y Pizarro viendo a los indios hacer alto a un cuarto de legua del pueblo y que empezaban a plantar sus toldos como para acampar allí, temió perder el lance que ya tenía preparado, y envió a rogar al Inca que apresurase su marcha y le viniese a ver antes que llegase la noche. Condescendió Atahualpa con su ruego, y le contestó que allá iba al instante, y también que iba sin armas. Con efecto, dejando en aquel punto todo el grueso de su gente, y tomando consigo como unos cinco a seis mil indios de los de la vanguardia, continuó su camino para entrar en el pueblo, siguiendole también en gran parte los mismos señores principales que le habían acompañado hasta allí. Entre tanto el caudillo español daba las últimas órdenes a sus capitanes y acababa de tomar las disposiciones necesarias para conseguir sus intentos con el menor riesgo posible. Mandó que estuviesen escondidos infantes y caballos en los aposentamientos de en medio, colocó en una eminencia que había a un lado los mosquetes, al mando de Pedro de Candía, y unos pocos arcabuceros en una torrecilla de una de las casas que dominaba el terreno. Los caballos, guarnecidos con pretales de cascabeles para que hiciesen más ruido, fueron divididos en tres bandas de a veinte cada una, al mando de los capitanes Hernando de Soto, Hernando Pizarro y Sebastián de Belalcázar. Pizarro tomó consigo veinte rodeleros, hombres robustos y valientes a toda prueba, los cuales debían seguirle y ayudarle dondequiera que se dirigiese. A todos se encargó silencio y sosiego hasta que él diese a la artillería la señal de disparar, y con sus veinte esforzados, arrimado a las casas y a la vista de la puerta, se puso a esperar a Atahualpa.

Empiezan, en fin, a entrar los indios en la plaza, ordénanse en ella según su costumbre, y en medio de ellos el Inca se pone en pié sobre sus andas como registrando el sitio y buscando con la vista a los extranjeros a quienes venía a encontrar. En esto se le presenta con un intérprete el dominicano Valverde, enviado por el Gobernador a hacerle las intimaciones y requirimientos de estilo52. Llevaba en una mano una cruz, en la otra la Biblia. Puesto delante del monarca peruano, le hizo reverencia y le santiguó con la cruz, y después le dijo que él era sacerdote de Dios, cuyo oficio era predicar y enseñar las cosas que Dios había puesto en aquel libro, y le mostró la Biblia que llevaba; añadió, según se dice, alguna cosa de los misterios de la fe cristiana, de la donación de aquellas regiones hecha por el Papa a los reyes de Castilla, y de la obligación en que el Inca estaba de ponerse a su obediencia; y concluyó diciendo que el Gobernador era su amigo, que quería la paz con él, y se la ofrecía con la misma voluntad que hasta allí lo había hecho. Él como sacerdote se lo aconsejaba también, pues Dios se ofendía mucho de la guerra; y que entrase a ver al Gobernador en su aposento, donde le esperaba para conferenciar con él sobre todos aquellos puntos. Dicho esto, presentóle la Biblia, que el Inca tomó en sus manos y volvió algunas hojas, y la arrojó al fin al suelo con muestras de impaciencia y de enojo. Ni el libro ni en gran parte las palabras del religioso podían en manera alguna ser inteligibles para él, por bien interpretadas que fuesen, lo cual es muy de dudar. Pero lo que si entendió perfectamente bien, fue lo que se le decía de las intenciones pacíficas de aquellos extranjeros, pues al tiempo de arrojar el libro, «bien sé, dijo, lo que habéis hecho por ese camino y cómo habéis tratado a mis caciques y tomado la ropa de los bohios». Quiso disculpar el religioso a los suyos echando la culpa a los indios, pero él insistió en su reclamación, afirmando en que habían de restituir cuanto habían tomado. Entonces Valverde, cobrado su libro, se fue para el Gobernador a darle cuenta del mal suceso de su conferencia. Las antiguas memorias varían sobre las razones con que lo hizo; pero todas convienen en que no dejaban tregua al ataque ni lugar al disimulo. Al mismo tiempo el Inca se volvió a poner en pié y habló a los suyos; de que resultó entre ellos ruido sordo y movimiento, que probablemente fue la causa inmediata de precipitarse la acción, tomando aquel aspecto atroz y espantoso con que ha pasado a los siglos posteriores.

Hace entonces Pizarro la señal, y al instante Pedro de Candía dispara sus mosquetes, los arcabuces le responden, las cajas y trompetas comienzan a sonar, los caballos se arrojan furiosos y embisten por tres partes a aquel murallón de hombres desnudos, y los infantes los siguen haciendo todo cuanto estrago pueden con las lanzas, con las ballestas, con las espadas. Al estruendo, tan espantoso y terrible como imprevisto y repentino, de armas, hombres y caballos, parecía venirse abajo el cielo, la tierra temblaba, y no quedó entre los indios ni hombre seguro ni valor en pié. Todos, despavoridos y atónitos, o recibían pasmados la muerte sin osar moverse, o buscaban azorados salida para huir, y no encontraban por dónde. Tomadas las puertas, alta la muralla, y ellos confusos y perdidos, se estorbaban y abogaban, mientras que los castellanos los herian y mataban a su salvo. No puede en modo alguno darse el nombre de batalla a esta carnicería cruel. Ovejas alanceadas en redil quizá hicieran más resistencia que la que aquellos infelices opusieron a sus encarnizados enemigos. Tal fue la agonía, en fin, tal la fuerza con que los unos se apiñaron sobre los otros, que la pared no pudo resistir al empuje, y reventó por un lado, abriéndose un portillo, que concedió ancha puerta a su fuga. Por allí salieron, y también los castellanos, que los fueron siguiendo hasta que la noche y una lluvia que sobrevino puso fin al alcance. La confusión y el estrago fueron mayores hacia la parte donde estaba el Inca. Pizarro con sus veinte rodeleros acometió por aquel lado con intento de apoderarse a toda costa de la persona del Príncipe, bien persuadido de que en esto consistía todo el buen éxito de aquel lance. Allí no se pensó en huir, sino en sostener al Inca en las andas a toda costa. Herian y mataban; pero derribando uno, entraba otro al instante a suplirle con un ánimo y denuedo que admiraba a los españoles y los cansaba también. Es de maravillar ciertamente que aquellos infelices supiesen morir con tal brío, y no acertasen ni a defenderse ni a herir. Cuando Pizarro vio que algunos de sus compañeros, dejando de herir en los indios, se acercaban a las andas, dio voces diciendo que no le matasen, sino que le prendiesen; él mismo hizo entonces un esfuerzo para apoderarse de su presa, y llegado a las andas, asió con mano vigorosa de la ropa del Inca y le hizo venir al suelo. Esto terminó la acción, porque los indios, no teniendo ya a quien guardar ni respetar, se desparramaron y desaparecieron del todo. Dos mil de ellos fueron muertos, sin que de los castellanos pereciese ninguno ni aun fuese herido tampoco, sino es Pizarro, que recibió una ligera herida en la mano, que un castellano le hizo sin querer al tiempo de extender el brazo para coger a Atahualpa53.

El príncipe prisionero fue tratado al principio por sus vencedores con todo el miramiento y respeto que a su dignidad se debía. A la fama de que estaba vivo y sin lesión, esparcida de propósito por los españoles, fueron acudiendo muchos indios, dícese que hasta en número de cinco mil, a consolarle y servirle. Y como en el reconocimiento que se hizo en el campamento indio al día siguiente de la acción, entre el riquísimo despojo de alhajas de oro y plata y tejidos de lana y algodón finísimos, se hallasen también muchas mujeres principales, bastantes de la sangre real, y algunas mamaconas, o sean Vírgenes consagradas al sol: llevadas también a Caxamalca, y aplicadas al servicio y asistencia de su príncipe, le componían una especie de corte que, en cuanto podía conciliarse con su cautiverio, no desdecía absolutamente de su majestad y dignidad antigua. Ayudaba a ello también la cortesía y respeto con que el Gobernador le trataba. Él le alentó y consoló, haciéndole las reflexiones propias de su desgracia y situación; se ofreció a servirle conforme a su grandeza, le dijo que si sabía que alguna de sus mujeres estuviese en poder de algún español, se la mandaría buscar y restituir; y que le avisase de cuanto fuese su voluntad, pues en todo se cumpliría según su deseo. El Inca se mostró agradecido a estos ofrecimientos de Pizarro, y con sus modales, semblante y procedimientos desde que se vio en poder de los españoles no desmereció jamás aquel trato reverente y respetuoso, ni desdijo un punto de la gravedad y decoro que su carácter le prescribía, diciendo frecuentemente, cuando se trataba de su desgracia y veía gemir y sollozar a los suyos, que no debían extrañar lo que le sucedía, «pues era uso de guerra vencer y ser vencido.»

La codicia, tan poco disimulada de los españoles en aquellas regiones, le dio al instante esperanzas de libertad, y a pocos días de estar preso empezó a tratar de su rescate con sus vencedores. Ofrecióles al principio que les cubriría con alhajas de oro y plata el piso del aposento en que estaba, que era bastante espacioso; y como ellos lo tomasen a burla y se riesen de la oferta como de cosa imposible, se levantó en pié, y alzando la mano cuanto pudo, hizo una señal en la pared y dijo resueltamente que no sólo cubriría el suelo, sino que le henchiría también hasta allí. Venía a tener el aposento veinte y dos pies de largo y diez y seis de ancho, y la altura a que el Inca hizo su señal era de más de tres varas. Entonces el Gobernador, viendo que no era de despreciar el tesoro inmenso que se le ponía delante, y creyendo que era preciso contentar, aunque fuese sólo en apariencia, las esperanzas del Inca para apoderarse de aquella riqueza, le dio su palabra con la firmeza que Atahualpa quiso, de que le dejaría libre en el momento que él cumpliese lo que acababa de ofrecer. Dada y tomada esta fe por los unos y por los otros54, echóse una raya roja en toda la pared del aposento a la altura que el Inca señaló; y al instante envió mensajeros a los principales pueblos de sus estados, mandando que cuanto oro y plata hubiese en los templos y en sus palacios se enviase al instante a Caxamalca para el rescate de su príncipe, A este mandato añadió otro no menos esencial, que fue el de que no se tratase de mover guerra a los castellanos, con los cuales no le convenía sino la paz, y que en todas partes fuesen obedecidos y respetados como él mismo.

Puede venirse en conocimiento del estado en que se hallaba la subordinación y policía del país, y de la manera con que las órdenes de los Incas eran cumplidas, con el caso de los tres españoles que a ruegos del Inca fueron enviados al Cuzco para ordenar y activar la remisión de aquellos tesoros. Pizarro accedió a ello con el doble objeto de que aquel negocio particular se llevase adelante, y de ser exacta y cumplidamente informado de las cosas de la capital. Nombró con este fin tres soldados particulares, que fueron Pedro Moguer, Francisco Martínez de Zárate y Martín Bueno, los cuales, llevados en hombros de indios, reclinados en hamacas, anduvieron las doscientas leguas que hay de Caxamalca al Cuzco, no sólo sin peligro, pero seguidos del respeto y reverencia de todo el país, y regalados y agasajados con todo lo más rico y lisonjero de la tierra: ellos se dice que iban admirados de la buena razón de los indios, del buen orden que tenían puesto en sus casas, del aseo, comodidad y abundancia de sus caminos. Llegaron a la ciudad, y debió sin duda acrecentárseles la admiración con el arreglo que hallaban en ella, con la riqueza de sus templos y con la policía de sus artes. Los agasajos, los aplausos y los respetos fueron mayores allí: creían los seres superiores a ellos, hijos de la divinidad, venidos para remediar los males que sufría entonces el Estado. Las Vírgenes del templo los servían, humillábanseles los sacerdotes, y todos los demás los adoraban. Y ¿cómo correspondieron estos insensatos a aquella buena fe, a aquella benevolencia, a tan alta estimación? ¿De qué manera supieron conservar este concepto y buen nombre, en que tanto iba a su nación y a ellos mismos? Mofándose con risa y escarnio de las reverencias que aquella simple gente les hacía, sacrificando a su desenfrenada lujuria el pudor de las Vírgenes que los asistían, echando mano a cuanto su codicia anhelaba, cometiendo toda clase de sacrilegio en los templos, de indecencia y grosería delante de los hombres, dieron a entender fácilmente a los indios que en vez de ser hijos de Dios, eran una nueva plaga que para su daño les enviaba el cielo. Dudaron si los matarían: el respeto de Atahualpa los detuvo; pero procuraron aligerar cuanto antes la remesa del oro que se les pedía, y con él los despacharon a Caxamalca, y así se libraron de ellos. A vista de tan insigne ejemplar, acaso singular en la historia, en el cual no se sabe qué admirar más, si la temeridad, si la insolencia o si la grosería, se podría preguntar cuáles eran los bárbaros aquí, si los europeos o los indios, y la respuesta no es dudosa. Cúlpase mucho a Pizarro por esta desatinada elección, que comprometía en tanto grado los intereses y el honor de la nación castellana en aquellas regiones; y a menos que lo hiciese o por la confianza que tenía de estos hombres para la comisión que llevaban, o por estar más diestros en el lenguaje del país, o en fin por cualquiera otra causa particular que ahora se nos oculta, la acusación queda sin réplica, y es otro cargo que la posteridad tiene que hacer a su memoria55.

De cualquiera modo que fuese cometido aquel yerro, el resultado inmediato que tuvo fue el de ocultar los indios en el Cuzco cuanto oro pudieron, en odio de los castellanos, y hacer lo mismo después en Pachacamac. El templo de este nombre era el más rico de todo el Perú, y la codicia de adquirirlo y el recelo de que se disipase con las disensiones civiles que había en el imperio movieron a Pizarro a pedírsele a Atahualpa. Vino él en ello, pero con la condición de que el tesoro que de allí se trajese debía entrar a llenar su cupo en la estancia del rescate. Tomado este asiento, el Gobernador nombró a su hermano Hernando para que acompañado de veinte hombres de a caballo y doce escopeteros, fuese a cogerlo, y al mismo tiempo a reconocer la tierra, y saber si eran ciertas las reuniones y asonadas de guerra que se contaban de los indios. Salió con efecto aquel capitán a principios del año de 1533 (5 de enero), y en las cien leguas que anduvo desde Caxamalca a Pachacamac no encontró más que indios pacíficos y tranquilos, o bien los que, cumpliendo las órdenes del Inca, iban cargados de oro y plata a Caxamalca. más antes de que estos españoles llegasen a Pachacamac ya les había precedido allí la noticia de las demasías y escándalos cometidos en el Cuzco; y los sacerdotes del templo, no queriendo dar lugar a semejantes desórdenes ni a que se despojase de sus riquezas aquel antiguo y venerado santuario, sacaron de él y escondieron todo el oro y plata que les fue posible. No contentos con esto, apartaron también de allí las Vírgenes del sol, para no exponerlas a la desenfrenada lujuria de aquellos insolentes extranjeros. Por manera que cuando Hernando Pizarro llegó ya el templo estaba despojado de sus mejores preseas. No fueron tan pocas, sin embargo, las que no pudieron alzarse, que con ellas y los presentes que le hicieron los caciques comarcanos no trajese a Caxamalca veinte y siete cargas de oro y dos mil marcos de plata.

Tanta riqueza podía contentar a la codicia; pero todavía los castellanos pudieron complacerse más de ver venir con él al guerrero Chaliquichiama, el primero de los generales de Atahualpa, y por su valor, su capacidad, su crédito y sus servicios, la segunda persona del imperio. Hallábase en Jauja, al frente de unos veinte y cinco mil hombres de guerra, cuando Hernando Pizarro llegó a Pachacamac. Sus intenciones eran dudosas, y el capitán español conoció al instante la importancia de reducirá la obediencia a un hombre de tanta autoridad, y la necesidad de tenerle siempre a la vista para quitar toda ocasión de inquietudes y novedades. Fiado pues en las disposiciones pacíficas tomadas por el Inca, y todavía más en su arrojo y su valor, avanzó con su pequeño escuadrón otras cuarenta leguas más para avistarse y conferenciar con él. El indio receló al principio y estuvo dando largas por algunos días; más tales fueron las artes de Hernando Pizarro, tales las palabras y seguridades que le dio, que Chaliquichiama al fin se vino a juntar con él, trayendo consigo algunas cargas de oro que había juntado para venir a Caxamalca. Llevado en andas, seguido de indios principales atentos a sus órdenes, en el séquito y cortejo que traía y en la ostentación y riqueza que llevaba se mostraban bien claros el honor y la dignidad que alcanzaba en aquella monarquía; pero este soberbio sátrapa, luego que llegó a las puertas donde estaba preso el Inca, no entró por ellas sin descalzarse primero los pies y echar sobre sus hombros una mediana carga que tomó de un indio: costumbre usada en el país en demostración de sumisión y respeto; y cuando en fin estuvo en presencia de Atahualpa, alzó las manos al sol como en acción de gracias de dejarlo ver a su príncipe: llegóse a él con todo acatamiento, besóle el rostro, las manos y los pies, y lloró y lamentó aquel desastre y afrenta, la cual, exclamaba, no aconteciera a su señor a hallarse entonces él en Caxamalca. Notaban los españoles con extrañeza y maravilla aquellas señales de lealtad y sentimiento en personaje tan principal y en situación como aquélla, y se admiraban todavía más de ver a Atahualpa, que sin perder un momento su entereza y gravedad acostumbrada recibía majestuosamente aquellos respetos, y sin contestar palabra alguna se dejaba acatar y reverenciar como un dios.

Antes de que Hernando llegase vinieron dos sucesos a alterar considerablemente la situación en que el Inca y los castellanos se hallaban, y contribuyeron en gran manera al desenlace trágico en que vino a terminar. La una fue la muerte del Inca Huascar, a quien los generales de Atahualpa, después de vencida, enviaron vivo a su señor para que dispusiera de su suerte. Tuvo él aviso de esta ventaja y de que su hermano venía, a poco tiempo de su rota y prisión en Caxamalca, y dícese que no pudo menos de reírse de los caprichos de la fortuna, diciendo que en un mismo día le hacía vencido y vencedor, prendedor y prisionero; más viniendo después a considerar lo que debía hacer en este caso, y temiendo que si Huascar era traído a los españoles, podía mejorar su partido haciéndoles todavía ofertas más grandes que las suyas, y tal vez contribuir a completar su destrucción con la ventaja que le daban su legitimidad, su juventud y su misma inexperiencia, determinó quitar de en medio este estorbo y sacrificar la naturaleza a la política, mandando que le diesen muerte; más antes de ponerlo por obra quiso, según se dice, experimentar con qué ánimo tomaría Pizarro la muerte de aquel príncipe. Para ello fingió tristeza y aflicción, y preguntándole la causa, respondió que sus capitanes, después de haber vencido y preso a su hermano, le habían muerto sin conocimiento suyo luego que habían sabido que él estaba prisionero: lo que le causaba mucha pesadumbre, porque al fin, aunque enemigos y émulos en el imperio, siempre eran hermanos. El Gobernador le consoló, diciendo que aquéllos eran trances de fortuna a que estaban sujetos los acontecimientos de guerra; y no hizo más demostración de imputarle aquel negocio, aunque tal vez en su interior daba gracias a la suerte, que le libraba así de uno de sus enemigos por la mano misma del que tenía en su poder. Vista por Atahualpa esta especie de indiferencia, envió la orden cruel, y el desdichado Huascar, implorando la justicia del cielo y la fe de los hombres, quejándose a gritos de la iniquidad de su hermano, y votándole a la venganza y castigo de los españoles, murió ahogado por los ministros de su rival en el río de Andamarca, y echado la corriente abajo para que su cadáver no fuese encontrado ni sepultado. Manera de muerte muy cruel, pues según la superstición de aquellas gentes, eran destinados a condenación y pena eterna los ahogados y quemados que no recibían sepultura. Este príncipe, que apenas tenía veinte y cinco años cuando murió, era bueno, clemente, liberal, y por lo mismo muy amado de los de su bando; pero sin experiencia ninguna en la guerra ni en los negocios, era incapaz de sostenerse contra su émulo, más activo, más valiente, más capaz, y asistido de los mejores soldados y generales del Estado. La victoria estuvo por Atahualpa; más por quién estaba la razón y la justicia no es fácil decidirlo ahora, si bien los españoles entonces todos a boca llena se la daban al príncipe de Cuzco. Así era natural que lo hiciesen los que poco después pusieron esta muerte como cargo capital en el proceso que fulminaron contra su desgraciado vencedor. Sin insistir más en esta cuestión, ya por lo menos inútil, lo cierto es que uno y otro pagaron bien cara su sangrienta discordia, y que el fin trágico que ambos tuvieron, y la ruina total del imperio y religión peruana, fueron el fruto amargo de sus funestas querellas y del error cometido por su padre en la partición de la monarquía.

La otra novedad ocurrida en este tiempo fue la llegada del capitán Almagro al Perú y su pronta venida a Caxamalca. Venía ya condecorado por el Rey con el título de mariscal, y traía cuatro navíos y doscientos hombres consigo, entre ellos varios oficiales excelentes, que venían de Nicaragua con Francisco de Godoy a servir en el Perú, y se pusieron a las órdenes de Almago en el camino. Parecía ya signo de estos dos antiguos compañeros y descubridores que no pudiesen estar juntos sin rencillas y desconfianzas. Apenas Almagro llegó a San Miguel y se puso en comunicación con el Gobernador, cuando a éste se dijo que su amigo, con más fuerza y poderío, tenía a menos juntarse con él, y pensaba buscar otros descubrimientos y conquistas por sí solo. A Almagro querían persuadir que el Gobernador trataba de quitarle de en medio, y le inducían a que se guardase y cautelase de sus asechanzas. Esta vez a lo menos supieron uno y otro corresponder a su dignidad y a sus mutuas obligaciones. Pizarro envió mensajeros a su amigo dándole el parabién de su venida, y rogándolo que se apresurase con los caballeros que le acompañaban a venir a juntarse con él y a participar de su buena fortuna. Almagro, enterado de que el origen de aquellos chismes venía de una falsa relación enviada por un Rodrigo Pérez, escribano de oficio, y que le servía de secretario, le hizo proceso como abusador de su cargo, y le mandó ahorcar por su mala fe y alevosía. ¡Dichosos los dos si se hubieran conducido siempre con igual franqueza y resolución! Hecho esto, Almagro con sus soldadosse puso en marcha para Caxamalca, adonde llegó sin encontrar impedimento alguno en el camino (14 de mayo de 1533), antes bien toda buena acogida, servicio y agasajo de parte de los indios. Salió a recibirle el Gobernador, y haciéndose ambos las demostraciones de gusto y de cariño propias de su amistad antigua, entraron en la ciudad, donde al instante el Mariscal pasó a hacer reverencia al Inca y como a ponerse a sus órdenes. Él, aunque probablemente se doliese en su interior de que el número de sus enemigos se aumentase, le recibió con el mismo buen semblante que a los demás castellanos. Todo se presentaba allí entonces con aspecto tranquilo y agradable a los españoles y al príncipe prisionero: reinaba entre ellos la confianza y reinaba también la alegría; él tenía la esperanza de verse pronto en libertad, ellos la perspectiva del poderío y la opulencia.

Llegó de allí a poco Hernando Pizarro (25 de mayo de 1533) con las riquezas del templo de Pachacamac y ton el general peruano. Saliéronlos a recibir el Gobernador y los principales capitanes del ejército; más a la vista inesperada de Almagro no pudo el orgulloso Hernando tener la rienda a su aversión antigua, llegando a tanto la demostración de su disgusto, que ni le cumplimentó ni le saludó tampoco. Pesó a todos de esta grosería, y más al Gobernador, que le reprendió de ella cuando estuvieron solos, y en seguida pasaron a la estancia del Mariscal, y excusándose el recién venido del descuido usado con él, Alma gro recibió las disculpas con su buena fe y facilidad natural, y aquel sinsabor quedó entonces desvanecido, a lo menos en apariencia. Incidentes pequeños a la verdad, pero absolutamente precisos para pintar el carácter moral de los personajes históricos. En la narración presente todavía son más indispensables, pues estas rencillas, aunque leves, son las chispas que forman después el grande incendio en que vienen a ser abrasados Todos los actores de este drama triste y sangriento.

Según llegaban las cargas del rescate a Caxamalca, se iban poniendo en un sitio señalado a este fin y custodiado con una buena guardia. Las distancias eran largas, las cargas pequeñas, la estancia espaciosa, y por consiguiente, hacía poco bulto a los ojos de los codiciosos castellanos. impacientábanse ellos de ver que tanto tardaba la reunión del tesoro prometido, y temían que se les desvaneciesen como humo las esperanzas de oro que centelleaban en su acalorada fantasía. Alguna vez, echando al Inca la culpa de la tardanza; y sospechando que esto lo hacía para dar lugar a que se alborotasen las provincias y los castellanos fuesen destruidos antes de recibir su rescate, proponían que se le diese muerte y se saliese de una vez del cuidado y susto en que los tenía: peligro del que entonces salvaron a Atahualpa los respetos de Hernando Pizarro, que se opuso siempre a que se le ofendiese.

Señalábanse en esta impaciencia los de Almagro, como creyéndose acreedores a la parte de aquel rico botín; y también los oficiales reales, que dejados prudentemente por Pizarro en San Miguel, se vinieron con Almagro a Caxamalca para entender en las atenciones de sus encargos respectivos y hallarse presentes a la repartición de los despojos. más cuando los castellanos vieron llegar la muchedumbre de indios cargados con los tesoros del Cuzco, y que acumulados a los que allí había, el montón se agrandó, haciéndose de repente mayor que su codicia, entonces a la impaciencia que antes tenían porque se llegase a reunir, sucedió otra impaciencia más viva, que fue la de disfrutar; y aunque, según toda apariencia, no estuviese lleno aun el cupo prometido por el Inca, empezaron a pedir a voces que se repartiese al instante56. Quiso Pizarro satisfacer este deseo, que era por ventura igual en jefes y en soldados, y a todos estaría bien. más antes era preciso allanar la dificultad que ofrecían las pretensiones de los de Almagro, que querían entrará la partición como los que habían venido primero y desbaratado al Incas en Caxamalca. Para la igualdad no había razón; más dejarlos también sin nada era poco cortés y aun peligroso. Habido pues su consejo los dos generales con los cabos principales del ejército, se acordó que se sacasen del montón cien mil ducados para los de Almagro, con lo cual se dieron por contentos, y se procedió sin estorbos a la distribución.

Ejecutóse ésta con la mayor solemnidad (17 de junio de 1533). Pizarro hizo constar judicialmente la autoridad y facultades que tenía por las provisiones reales para que estos repartimientos se hiciesen según los servicios y merecimientos de cada uno, a juicio del mismo Gobernador; y pidiendo formalmente el auxilio divino para guardarles justicia, se dio principio a la operación. Pesóse el oro y la plata que resultaban después de fundidos y aquilatados. Sacáronse primero los quintos reales, el importe de un donativo que además se hizo al Rey, la joya que llamaban del escaño, con otras que por su hechura o por su singularidad se querían presentar enteras en la corte; los cien mil ducados de los almagristas y los derechos del quilatador, fundidor y marcador, con las costas de estas diferentes labores. El resto se repartió entre el General, capitanes y soldados, según sus méritos y graduación respectiva, o según las condiciones que cada cual había ajustado en su contrata. Por lo mismo las porciones no tuvieron la igualdad que resulta en los historiadores cuando hacen esta regulación, en la cual también difieren mucho entre sí. Pero de la acta judicial de repartimiento, que va puesta a la letra en el Apéndice57, se viene en conocimiento de que la parte de cada soldado de a caballo fue, generalmente hablando, de cerca de nueve mil pesos en oro y sobre trescientos marcos en plata, y la de cada infante con corta diferencia la mitad. Los capitanes y soldados distinguidos recibieron a proporción: la parte de Pizarro subió a cincuenta y siete mil doscientos veinte pesos de oro, y dos mil trescientos cincuenta marcos de plata, sin contar el tablón de oro de las andas del Inca, que como general se adjudicó, valuado en veinte y cinco mil pesos. Botín prodigioso, y si se atiende al corto número de soldados entre quienes se distribuyó, sin ejemplar en la historia de estas correrías o latrocinios que se llaman guerras y conquistas. Si tal recompensa es debida al esfuerzo, a la constancia, a la actividad y a la audacia, sin duda aquellos castellanos la merecían, porque de todo esto habían hecho muestra en el grado más alto, no ciertamente contra los hombres, que poca o ninguna resistencia les podían oponer, sino contra la tierra y los elementos, que tantas veces pusieron, su valor y constancia a las pruebas más crueles. Pero la opinión humana, justamente guiada por la razón y la conveniencia pública, al paso que honra y respeta a la opulencia cuando es hija de la aplicación, del talento y de la industria, ha marcado con el sello de su reprobación eterna estos frutos precoces y sangrientos de la violencia y de la rapiña.

Pizarro había cumplido a sus compañeros la palabra que les había dado de hacerles más ricos que lo que ellos acertasen a desear58. Faltábale hacerlo ver en América y hacerlo ver en España. Para esto determinó enviar a su hermano Hernando Pizarro para que llevase los quintos del Rey y el donativo que el ejército le había dicho, con la relación de todo lo sucedido y del estado en que las cosas se hallaban. Iba también con el encargo de pedir para el Gobernador y sus hermanos honras, dignidades y mercedes. El mariscal Almagro escribió también al Rey representándole sus servicios, y pidiendo en merced que se le diese la gobernación de la tierra que estuviese más adelante de la del gobernador Pizarro, con el título de adelantado. Sin duda por consideraciones de cortesía y consecuencia dio la procuración de este negocio a Hernando Pizarro; pero no confiando mucho ni en su buena voluntad ni en su eficacia, dio al mismo tiempo poder secreto a sus dos amigos Cristóbal de Mena y Juan de Sosa, que se venían a España, para que ayudasen a sus pretensiones en el caso de que el primero las mirase con descuido. Hernando Pizarro partió acompañado de algunos capitanes y soldados, que cuerdamente resolvieron volverse a su patria a disfrutar en ella con sosiego de las riquezas que les había proporcionado la fortuna. Llegaron a Panamá, y de allí se esparció por todas las Indias el crédito de los tesoros del Perú. Pasaron el mar, arribaron a Sevilla, y como eran tan altos los quintos del Rey, tan grandes los caudales que trajeron consigo los que se volvían, y tan crecidas las remesas que enviaban a sus familias los que se quedaban allá, hicieron, como dice Gomara, la contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y deseo.

Distribuidos los tesoros del Inca, parecía llegado el caso de determinar acerca de su persona. Pedía él que se le pusiese en libertad, pues por su parte estaba cumplido lo que prometido había. más otros eran por cierto los pensamientos de su artificioso y duro vencedor. No hay duda que la situación en que estaban los españoles, y en el supuesto de estar decretada irrevocablemente la destrucción de aquel imperio, cualquiera partido que se tomase con Atahualpa estaba expuesto a inconvenientes muy graves Darle libertad era impolítico, mantenerle en prisión embarazoso, quitarle la vida, cruel y sobremanera injusto. Cuando por su culpa o por la ajena los ambiciosos se ven metidos en estos atolladeros siempre se abren camino a toda costa, aunque sea pasando por encima de la humanidad y de la justicia. Pizarro lo hizo así entonces; y si ya mucho antes no tenía en su corazón condenado a muerte al Inca, sin duda lo determinó cuando satisfecha la pasión primera, que era la de adquirir, pudo dar oído solamente a las sugestiones de la ambición. Por desgracia el mismo Atahualpa le había dado el ejemplo y allanado el camino, dejándole con el sacrificio de Huascar sola una víctima para llevar a su cima la empresa en que estaba empeñado. Esta resolución fue al principio secreta, y nadie llegó a entenderla hasta después. Entre tanto, para dar alguna disculpa al trecho y hacerlo menos odioso, empezaron a correr noticias de sediciones, de movimientos de indios, de proyectos de sus generales para salvar al prisionero. Daban calor a estos rumores los indios de servicio o yanaconas, los cuales, como la clase más perjudicada en el Estado, tenía odio a las demás, y sólo veían su restauración futura en el trastorno del imperio y destrucción de sus jerarquías. Dobláronse las guardias al Inca, y fue preso el general Chialiquichiama como fautor de estas inquietudes; y a pesar de la firmeza y sinceridad con que negaba los cargos y demostraba su falsedad, sin duda fuera quemado entonces por voluntad del Gobernador si no lo estorbara Hernando Pizarro, que aún no había partido para España. Crecían las sospechas de guerra y la fama de los alborotos: los soldados de Almagro activaban la pérdida del príncipe peruano, porque pensaban que mientras viviese no estaban con los de Pizarro en aquella igualdad que apetecían, y anhelaban por ir a buscar nuevas tierras y tesoros nuevos. Los oficiales reales la instaban también de puro miedo, en el concepto le que la muerte de Atahualpa llenaría de temor a los indios y allanaría todas las cosas: entre ellos el más caviloso, el más inquieto y el más cruel de todos era Alonso Riquelme el tesorero, que con sus continuas y vehementes gestiones, ayudadas de la autoridad de su oficio, no parecía que lo pedía, sino que lo mandaba.

No deseaba otra cosa el Gobernador, como quien ponía todo su artificio entonces en suponerse forzado a lo mismo que estaba en su interés, y por consiguiente en su deseo. Y como los agresores quieran siempre tener una apariencia de justicia aun para los mismos a quienes ofenden, Pizarro, en medio de estos rumores y recelos, entró a ver al Inca, y le dijo que extrañaba mucho que habiendo sido tan bien tratado, y estando bajo la buena fe y confianza en que le tenían los castellanos, él tratase de destruirlos con los ejércitos que públicamente se decía mandaba venir a Caxamalca. Creyó al principio Atahualpa que se burlaba, y le rogó que no usase de aquellas chanzas con él. más viendo después en el tono y semblante del Gobernador la realidad y continuación del enojo, viendo agravarse las prisiones y doblarse las guardias, «no sé, decía a los españoles, cómo me tenéis por hombre de tan poco seso, que teniéndome en vuestro poder y cargado de cadenas, haya de haceros traición y mandar que se mueva mi gente contra vosotros, pues al instante que la veáis venir y sepáis que viene podéis cortarme la cabeza. Y estáis por cierto bien mal informados del poder que tengo si receláis que nadie se mueva y venga contra mi voluntad. Si yo no quiero, ni las aves vuelan ni las hojas de los árboles se menean en mi tierra.» más estas reflexiones, sacadas del sentido común más obvio y de la razón más sana, no bastaban a disculparle contra quien estaba resuelto a encontrarlo delincuente; y después de aquello triste conferencia y unas demostraciones de rigor tan desusadas antes con él, debió el miserable Inca presentir cuál iba a ser su destino. Así es que, quejándose de Pizarro y de los castellanos, decía que, después que le habían tomado su tesoro bajo la fe jurada y prometida, trataban contra toda justicia darle la muerte.

Todavía el Gobernador quiso dar otra prueba de circunspección y detenimiento en negocio tan grave, enviando a Hernando de Soto y a otro capitán con algunos caballos para que reconociesen la parte en donde se decía que estaban los enemigos, y con su aviso proceder a lo que conviniese. Ellos salieron y no encontraron en todo el país que atravesaron más que indios de servicio que venían pacíficamente a Caxamalca. Quizá esta comisión fue un medio de alejar de allí a Soto, que era el único valedor que quedaba al Inca después de la ida de Hernando Pizarro; siendo éstos dos capitanes los que mejor supieron ganarle la voluntad, y con quien él más se complacía en sus conversaciones y en sus juegos.

Después de la salida de Soto se levantó un grande alboroto entre los castellanos, como si los enemigos se acercasen y el peligro se aumentara. Entonces ya pareció todo maduro y dispuesto para procesar a aquél sobre quien no tenían más jurisdicción que la fuerza59. Imputósele la muerte de Huascar y las supuestas tramas contra la seguridad de los españoles; y probados estos cargos a su modo, fue llevada la causa a fray Vicente Valverde. Este religioso, todavía menos instruido en las formalidades de la justicia que en las máximas sanas de la predicación evangélica, aseguró que aquello era suficiente para condenar al Inca, y ofreció que si menester fuese él firmaría este dictamen. Apoyados con su voto los dos generales, pronunciaron su sentencia, y por ella el desdichado Atahualpa debía ser quemado vivo. Al saberse en el ejército un fallo tan atroz, muchos de los españoles protestaron noblemente contra él, y reclamaron los derechos de la justicia, de la equidad y de la gratitud en favor del príncipe prisionero. Indignábanse de que se desluciesen sus hazañas con aquel hecho tan inhumano, y no querían que se echase eternamente tal mancha sobre el nombre y honra española. Nombraron a este fin un protector al Inca y apelaron formalmente de la sentencia para el Emperador, pidiendo que Atahualpa y su proceso fuesen enviados a España. Los de esta opinión eran muchos, y a su frente estaban los hombres más distinguidos del ejército. Todo fue en vano: el nombre y la acusación de traidores con que se les amenazó los redujo al fin al silencio, la sentencia fue intimada al Inca, y él se dispuso a morir.

Quejóse al principio altamente de la perfidia que con él se usaba, y acordándose de su familia, preguntaba con lágrimas «en qué había delinquido él, sus mujeres ni sus hijos». Dado este desahogo indispensable a la naturaleza, se resignó noble y esforzadamente a su fin y se mandó enterrar en el Quito, donde estaban sepultados sus antepasados por línea materna. Dejaron los ejecutores fenecer el día, como si temieran la luz, para la consumación de su crimen, y dos horas después de anochecido le sacaron al suplicio, consolándole el padre Valverde en el camino, que sin duda quiso piadosamente asistir por sí mismo al remate de aquella tragedia a que en algún modo había dado principio. Persuadíale que se hiciese cristiano y pidiese el bautismo, añadiendo, por ventura para persuadirle mejor, que de este modo no sería entregado al fuego. Entendió bien el pobre moribundo lo que le convenía, y pidió el bautismo, que le fue administrado según el tiempo y lugar lo permitieron60. Hecho esto, el sucesor de Manco-Capac fue entregado en manos de los verdugos, que atándole a un madero, inmediatamente le ahogaron.

Tenía entonces treinta años, y según dice Gomara, que como contemporáneo pudo saberlo de los mismos que lo trataron, «era hombre bien dispuesto, sabio, animoso, franco, muy limpio y bien traído». La idea que de él han dejado las relaciones antiguas le es en verdad bien favorable, a pesar de los visos de artificio, crueldad, injusticia y tiranía que han querido dar a su carácter. Estas calidades odiosas se avienen mal con las prendas y virtudes que manifestó en el largo tiempo de su prisión, y que le ganaron el interés y el afecto de tantos castellanos, que a boca llena, como ya se ha dicho arriba, apellidaban inicua e inhumana la sentencia dada contra él61. Se avienen también mal con los elogios que en estas mismas relaciones se le dan, donde después de su muerte apenas se le nombra con otros dictados que los del gran Monarca, el buen Rey, y otros de la misma dignidad. Están finalmente en contradicción con el amor y con el deseo que dejó impresos en la nación peruana, la cual, considerando por ventura reflejadas más bien en él que en otro ninguno de sus príncipes las grandes prendas del inca Huayna-Capac, lloraba cifrada en su deplorable muerte la catástrofe de su imperio.

Luego que se divulgó en Caxamalca, las esposas del Inca, las indias que le servían y toda su familia en general empezó a herir el aire con sus lamentos y a invocar al cielo con sus gritos. Las más queridas salieron desesperadas y frenéticas a enterrarse con él; y como los españoles no se lo permitiesen, se esparcieron por los contornos, y cuál con cordeles, cuál con sus propios cabellos, se ahorcaban para seguirle. Satisfacieron así algunas de ellas su cariño y su deseo, y otras muchas más lo hicieran si Pizarro no atajase aquel furor, mandando a sus soldados que las siguiesen y contuviesen.

El cadáver, enterrado con decencia entre otros cristianos, fue a pocos días sacado secretamente por los indios, y llevado según unos al Quito, y según otros al Cuzco. Jamás pudo después saberse de él, aun cuando por codicia de los tesoros que se suponían en su sepulcro muchos españoles hicieron en uno y otro paraje diligencias exquisitas para encontrarle. Viéronse en las otras provincias del Perú, cuando llegó a ellas la noticia, las mismas demostraciones de fidelidad y adhesión, dándose muerte hombres y mujeres para ir a servir en el otro mundo a su idolatrado inca. El sentimiento fue general en todo el imperio, y como se sabía en todo él la constancia y buena fe con que se había conducido en su prisión, y las órdenes positivas y eficaces que había dado prohibiendo tomar las armas en su favor y hacer guerra a los castellanos, comparaban con esta conducta el inicuo modo usado por ellos; y no sólo sus amigos y parciales, más también los que no lo eran, levantaban el grito contra los castellanos y envidiaban la suerte de los incas anteriores, que no habían alcanzado tiempos tan desastrados y crueles.

Este fue el último acto con que se consumó la destrucción de aquella gran monarquía. Ya desde la prisión del Inca y dispersión de su ejército, los capitanes que le inundaban se fueron a diversas partes, y ejercieron, según se dice, mil tiranías y violencias. Perdido el temor a la autoridad, y rota la armonía que reinaba en el Estado, los vínculos que le unían se desataron de golpe y todo se desconcertó, no encontrando los grandes freno a su ambición, ni los pequeños a su licencia. Los almacenes y propiedades públicas comenzaron a saquearse, las posesiones privadas a invadirse: todo fue confusión y desorden; y la obra de la civilización, que había costado siglos de sabiduría y perseverancia, se veía destruir por momentos. La religión se perturbó, las costumbres se corrompieron, y hasta las Vírgenes del sol, tan recogidas y veneradas, salieron libremente de sus clausuras, y abandonadas a su albedrío, se hicieron el despojo de los suyos y de los extraños, y la burla y el desprecio de unos y otros62. Una mudanza y turbación tan fuerte en aquella arreglada policía y en aquel concierto de leyes divinas y humanas llenaba entonces de tristeza el corazón de todos los hombres de bien, y de temor para en adelante, pues recelaban que sus males no habían de parar en aquello. Y con efecto fue así, porque muerto el Inca, los desórdenes, escándalos y usurpaciones crecieron hasta el punto más lastimoso: las clases, largo tiempo comprimidas, levantándose contra las superiores, ejercieron sus desquites y venganzas; ninguna provincia se entendió con otra, ni apenas hombre con hombre, y falseada la clave de la cúpula que mantenía el edificio, todo él con espantosa ruina vino al suelo.

Esta pronta disolución del imperio era favorable a los designios del conquistador, que pudo ver en ella abierta más fácil entrada a la nueva monarquía que se proponía fundar. más si la muerte de Atahualpa allanó las dificultades que podían oponer su capacidad, su valor y su poderío, también sobrevinieron otras de pronto que debieron poner a los castellanos en justo cuidado y grave pesadumbre. Detúvose al instante el raudal de plata y oro que venía a Caxamalca para el rescate del Inca, el servicio de los indios empezó a entorpecerse, los bastimentos a disminuirse, a eludirse las órdenes, y a amagar los levantamientos y las hostilidades. Si era grande el desprecio de los españoles hacía gentes que a tan poca costa y peligro suyo habían desbaratado, prendiendo y dando muerte a su rey, el aborrecimiento de los naturales hacía ellos era infinitamente mayor. La tierra era grande, los indios muchos, y los castellanos poquísimos. Pareció pues a Pizarro necesaria la creación de un nuevo inca que fuese su instrumento principal para la obediencia de los indios y punto central de sus intereses y voluntades, y excusarse las disensiones y guerras que necesariamente de otro modo, se habían de acrecentar. Llamó con este objeto a los orejones que allí estaban, hízoles entender que no era su ánimo deshacer su monarquía, y les pidió consejo sobre la persona que contemplaban más digna de recibir la borla del imperio. Ellos, como hechuras que eran de Atahualpa, le propusieron a un hijo de este príncipe llamado Toparpa. Sus pocos años y su inexperiencia le hacían muy a propósito para los fines del general español, el cual dio su aprobación a ello, y el hijo de Atahualpa fue reconocido por rey y coronado con todas las ceremonias acostumbradas en el Cuzco, aunque no con la misma pompa y majestad. Así los bárbaros que ocupaban la Italia en los últimos tiempos del imperio romano solían crear estos césares de farsa, y Toparpa al lado de Pizarro nos representa bien al vivo a Avito y Antemio al lado de Ricimer, a Julio Népos y Augústulo al de Orestes.

Resolvióse en seguida la marcha a la capital. más antes era preciso dejar asegurados a San Miguel de Piura y su distrito, que podían considerarse como la llave del Perú. Para esto fue elegido el capitán Sebastián de Belalcázar, que recibió sus instrucciones y partió al instante a su destino. Esta elección hace honor al discernimiento y penetración del general castellano; porque Belalcázar, ya se le considere empeñado en las guerras porfiadas y sangrientas que mantuvo contra los indios del Quito, ya emprendiendo nuevos descubrimientos y viajes atrevidos en las regiones equinocciales, ya en fin tomando a veces parte en los acontecimientos del Perú, hizo prueba de una capacidad tan grande y de un juicio tan seguro, y desplegó un genio tan audaz y belicoso y una actividad tan incansable, que en gloria y en esfuerzo no reconoce ventaja en ninguno de los más señalados descubridores.

Cumplidos en fin siete meses de su estación en Caxamalca, salen de allí los españoles, dirigiéndose al Cuzco por el camino real de los Incas. Eran ya en número de cuatrocientos ochenta hombres, que para lo que se acostumbraba en Indias podían considerarse como un mediano ejército. Con ellos iba el nuevo inca llevado en andas, y seguido y cortejado de los orejones que se hallaban allí entonces. Señalábase en aquella comparsa el general Chialiquichiama, llevado también en andas para demostración de su autoridad y grandeza. El Gobernador, que no tenía motivos bastantes para mantenerle preso, le había dado libertad, aconsejándole que se mantuviese quieto y sosegado. En esta buena armonía iban indios y españoles por los hermosos valles que forman allí las sierras, sin que en los primeros días encontrasen nada que recelar en su camino. Todo estaba de paz: los indios de las diversas poblaciones por donde pasaban los salían a recibir y agasajar con sumisión y respeto, y los castellanos marchaban ricos y contentos con lo pasado, alegres y animados con las esperanzas de mayor ventura que se les ofrecía en lo venidero.

Mas luego que pasaron la provincia de Guamachuco y llegaron a la de Andamarca se recibió aviso de que había más adelante un grueso de indios con intenciones en la apariencia hostiles. Creyó conveniente el general español que un hijo del inca Huayna-Capac fuese a sosegarlos; pero los que fueron con él volvieron tristes, anunciando que sin respetar su nacimiento, los enemigos le habían dado muerte como traidor a su país. Entonces no quedó duda a los castellanos de que se les aparejaba una guerra bien áspera, Y que a pesar de sus precauciones les era preciso abrirse paso con las armas a la capital.

El primer efecto de esta novedad fue la prisión del general Chialiquichiama, a quien Pizarro volvió a poner en la cadena o por seguridad o por venganza. También empezó el ejército a marchar con más cautela y en mejor orden, llevando Almagro con Hernando de Soto la vanguardia, y siguiendo Pizarro con el resto del ejército y el bagaje. más los indios no se dejaron percibir armados hasta que los castellanos entraron en el valle de Jauja, sesenta leguas más allá de Caxamalca. Allí, creyéndose seguros a la otra orilla del río que corre por medio del valle, empezaron a denostar y a provocar a sus enemigos: «¿Qué querían en tierra ajena? ¿Porqué no se iban a la suya? Contentos debían estar con los males que habían hecho y con la muerte de Atahualpa.» El río, ya grande de suyo, y crecido entonces con las nieves derretidas, al que además habían quitado el puente, les parecía un valladar seguro para decir injurias a su salvo. Pero al ver a los castellanos entrar denodadamente en el río, despreciando igualmente el furor de su corriente que los clamores y amenazas que les enviaban, y no teniendo valor para esperar la arremetida de los caballos, se pusieron en fuga, unos hacia el norte y otros al poniente, quedando todavía bastantes en el campo para probar y aun cansar las espadas castellanas.

Con este triste escarmiento y el éxito igual de algunos otros encuentros, se allanaron los indios de aquel valle, cayendo en poder de los castellanos los tesoros del templo que allí había, buen número de tejidos de lana y algodón, y muchas mujeres hermosas, entre ellas dos hijas de Huayna-Capac. Allí determinó Pizarro fundar un pueblo, movido de lo delicioso y feraz del terreno, de lo muy poblado que estaba, y de la proporcionada distancia que tenía a todas partes. Entre tanto que lo ponía por obra, envió a Hernando de Soto con sesenta caballos para que fuese despacio reconociendo el camino del Cuzco. Puesto en marcha, descubrió a lo lejos en Curibayo un grueso de indios fortificado para defender el paso, y dio aviso al Gobernador, pidiéndole que enviase delante al nuevo inca para ver si su presencia los aquietaba. Pero Toparpa enfermó a la sazón gravemente y falleció luego, dejando a Pizarro con el sentimiento de su pérdida, y sin saber cómo repararla; conociendo cuán útil le había sido la presencia de aquel rey, aunque de burla, para excusar tropiezos y dificultades en la marcha que llevaba.

No necesitó Soto del auxilio que pedía, porque llegando con sus caballos adonde estaban los indios, los dispersó fácilmente con sólo acercarse al puesto en que se hallaban: tanto era el pavor que los ocupaba cuando sentían a los caballos. Mas no abatidos por eso, determinaron esperarle en un paso áspero y dificultoso que hay en la sierra de Vilcaconga, a siete leguas del Cuzco. Allí llamaron más gente, se proveyeron de vitualla, se fortificaron a su modo, y añadiendo dificultades a la aspereza del terreno, hicieron hoyos ocultos con estacas puntiagudas para que se mancasen los caballos. Los castellanos, creyéndolos de huida, siguieron el alcance, pasaron a Curambo, atravesaron el río de Abancay, y por el camino real de Chinchasuyo llegaron al punto ocupado por los indios. Al verlos empeñados en el paso peligroso, los bárbaros, creyéndolos ya destruidos, alzaron a su usanza la gritería de guerra, y fieros con las hondas, con las macanas, con sus dardos, y con los atilos se mostraban por todas partes en la sierra con el propósito de morir o vencer. Retraíanse de acometer los soldados españoles a vista de aquella gran muchedumbre, de la posición fuerte que habían sabido escoger, y sobre todo de su obstinación. Viéndolos Soto así inciertos, «ni el parar aquí, les dijo, nos conviene, ni dejar de vencer tampoco. Mientras más nos detengamos la dificultad y el peligro se van a hacer mayores, pues los enemigos se acrecentarán en número y atrevimiento. Al contrario, todo está llano si aquí vencemos: seguidme.» Y dicho esto, arremetió el primero a los enemigos, que le recibieron a él y los suyos con ánimo igualmente resuelto y denodado. La refriega fue obstinadísima de parte de los indios. Quien los vio dejarse alancear y acuchillar como corderos en Caxamalca, y los viera aquí combatir como leones, no diría que pertenecían a la misma gente. morían a la verdad muchos de ellos, pero también caían caballos y españoles; y en la desproporción inmensa de número en que unos y otros se hallaban cada gota de sangre castellana que le vertía era una pérdida irreparable. La noche los separó: los indios cansados se arremolinaron junto a una fuente, y los castellanos en un arroyo; pero estaban a tiro de bala unos de otros, y los peruanos en ademán de embestir luego que rompiese el día. Hernando de Soto, que al hacer el recuento de su gente, se halló con cinco españoles muertos, otros once heridos; y de los caballos, muertos dos, y heridos catorce; considerando además cuán poco bastimento traía consigo y la poca gente que le quedaba, y no sabiendo si a pesar de los avisos que había enviado desde el camino, sería o no socorrido a tiempo, empezó a padecer en su ánimo por la dificultad de su posición, y a arrepentirse de su temeridad. En medio de estos recelos, que se aumentaban más con la oscuridad de la noche, la trompeta castellana se dejó ir al pié de la sierra, anunciando en sus ecos auxilio y esperanza. Respondió la trompeta de los combatientes desde arriba, a cuyo son pudo encaminarse a toda priesa el socorro conducido por el mariscal Almagro, y reunirse al escuadrón de Hernando de Soto. Unos y otros se abrazaron con el contento que es de presumir, y esperaron a la mañana para renovar el combate. La sorpresa y sentimiento de los indios al hallar con el día doblado el número de sus enemigos, y que se les escapaba la victoria que ya tenían en las manos, fueron grandes; pero no perdieron el ánimo, y aguardaron el ataque de los castellanos, que siendo ya entonces más en número y peleando con más ardor y confianza, fácilmente los desbarataron y ahuyentaron. Ganado así el campo, los vencedores acordaron aguardar allí el resto del ejército, que a largos pasos venía a juntarse con ellos.

Entre tanto Pizarro, después de haber dado en Jauja las disposiciones para la nueva población que allí proyectaba, dejó por su teniente al tesorero Riquelme, para desembarazarse así de aquel hombre díscolo y bullicioso. Al mismo tiempo envió un destacamento a la costa de Pachacamac para ver si podía fundarse otro pueblo en la marina, y pasó a Vilcas, punto central del imperio de los Incas, puesto a igual distancia entre Quito y Chile. Allí pudo admirar la magnificencia de aquellos monarcas, pues Vilcas, con el Cuzco y Pachacamac, era uno de los tres sitios en que ellos a porfía se habían esmerado en prodigar su grandeza y poderío, así en et templo y adoratorios, como en los aposentos reales y sitios de recreo que tenían construidos en aquel delicioso paraje. Desde allí pasó sin tropiezo ninguno a encontrar a su vanguardia, que le esperaba; más él, que desde Caxamalca podía decirse que había marchado con el decoro y gravedad que correspondían a un conquistador civilizado, pacificando pueblos, proyectando fundaciones, y absteniéndose de toda acción bárbara e indigna, llegado a Vilcaconga, dio segunda prueba de cuán pocos respetos le merecían la humanidad y la justicia cuando estaban encontradas con su seguridad o su resentimiento. Los movimientos hostiles de los indios en los diferentes encuentros que se habían tenido con ellos llevaban una apariencia de orden y de concierto, y mostraban que eran dirigidos por alguna cabeza capaz y ejercitada en el arte de la guerra. Sabíase en el campo español que al frente de aquella muchedumbre levantada estaba Quizquiz, uno de los generales más hábiles de Atahualpa, y compañero de Chaliquichiama en las guerras contra Huascar. Empezóse a susurrar si había comunicaciones entre los dos capitanes, y aun se dijo que Chialiquichiama había enviado avisos a su amigo de que los castellanos se dividían, y cómo debía aprovechar aquella buena ocasión. Estas inteligencias no estaban suficientemente probadas para el rigor que se usó después con el general prisionero. Pero el aprieto en que acababan de hallarse los sesenta caballos de Hernando de Soto había llenado el ánimo de los españoles de tanta ira como cuidado. Añadíase a esto la fama de haber vencido cinco batallas en favor de su rey, la seguridad con que los indios decían que si él se hallara con Atahualpa cuando el suceso de Caxamalca no acontecieran las cosas de aquel modo; en fin, su misma capacidad, reconocida tal vez por sus opresores en el largo trato que con él habían tenido. Temíanse pues las dificultades que iba a traer sobre los españoles si llegaba a cobrar su libertad, y aun se decía que para proporcionársela venían sobre ellos una gran muchedumbre de enemigos. Todo esto era más de lo que se necesitaba para aparecer culpable a los ojos del conquistador receloso: y Pizarro, para no tenerle que temer, le hizo inmediatamente quemar. Así terminó la triste serie de injusticias cometidas con este guerrero, que probablemente debió su deplorable fin a su misma reputación. Chialiquichiama desde la estaca en que fue puesto para ser quemado podía triunfar de su verdugo, echándole en cara su falta de fe, sus injusticias, y en fin, su inhumanidad con un hombre que no le había dado motivo ninguno justo para ella, confesando por este mismo hecho que valía más que él63.

Dado semejante ejemplo de rigor, el ejército se puso al instante en marcha para el Cuzco. Todavía los indios, antes de ver perdida su capital, quisieron probar fortuna en un paso estrecho que hace el valle de Xaquixaguama por una sierra que le ciñe al oriente. Allí esperaron la vanguardia castellana, que mandada por Almagro, Soto y Juan Pizarro, empezó a escaramuzar con ellos y a embestirles y herirlos con las lanzas. Sosteníanse ellos con bastante firmeza, animados de su valor y protegidos del terreno, cuando Mango Inca, uno de los hijos de Huayna-Capac, que había salido de la ciudad con buen número de los suyos a juntarse con los combatientes, desesperando de la fortuna de su patria, se pasó a los españoles y se presentó al Gobernador, que le recibió con toda clase de honor y de agasajo. Entonces los indios, desalentados y furiosos, dejado el combate, corrieron al Cuzco a quemar aquel emporio y esconder los tesoros que en él había. Volaron a estorbarlo, por mandado del Gobernador, Hernando de Soto y Juan Pizarro; pero no pudieron impedir que fuese casi enteramente saqueado el templo del Sol, escondidas sus riquezas, llevadas a otra parte las sagradas Vírgenes que en él vivían, y puesto fuego en algunos puntos de la población; con la misma prisa salieron de allí llevándose todos los jóvenes de uno y otro sexo, y no dejando más que los viejos y los inútiles. En tal estado encontraron los españoles la capital del imperio, entrando Pizarro en ella a fines de noviembre de 1533, y tomando posesión con las formalidades acostumbradas a nombre del rey de Castilla64.

Apoderados a tan poca costa los españoles de aquella opulenta ciudad, su primer anhelo, después de haber contenido el fuego que los indios encendieron, fue buscar las riquezas que allí se atesoraban. Muchas habían distraído y ocultado los indios, pero todavía quedaban muchas. Los templos se acabaron de desnudar de las planchas que los vestían, metiéronse a saco la fortaleza y los palacios, revolvióse de arriba abajo cuanto se encontró en las casas particulares. Pasó después el ansia a los sepulcros, y los huesos de los muertos tuvieron que salir al aire otra vez y ceder a las manos avarientas las alhajas y preseas con que los habían enterrado. Lo que con más anhelo se buscaba eran las sepulturas de Huayna-Capac, Atahualpa y otros incas, cuyas riquezas, exageradas por la fama, acrecentaban la impaciencia y los deseos. Preguntaban a los indios dónde estaban, y ellos, ladinos y reservados, o respondían con efugios o se negaban a responder. De aquí los insultos y las amenazas, después los golpes, y al fin el tormento. Pero ni la arrogancia ni la crueldad pudieron arrancar nada, a unos porque lo ignoraban, a otros porque fueron más fuertes que sus verdugos; y así aquellos venerables monumentos se salvaron para siempre de la rapacidad de los vencedores. El producto de este saqueo, unido a los despojos habidos en el camino, y puesto todo en común, según la costumbre de aquella tropa, fue todavía mayor que el botín de Caxamalca. Pero ya eran muchos más a partir, y por esa razón no les tocó a tanto. Dícese que sacado el quinto del Rey, se hicieron de lo demás cuatrocientas ochenta partes, y que cupieron a cada una cuatro mil pesos. Esta enorme masa de metales preciosos puestos en tráfico de repente en un solo punto, y falto de cosas y comodidades trocables con ellos, hizo su efecto natural, que fue el de envilecerlos. La plata no se estimaba por pesada y embarazosa, la pedrería se abandonaba a quien la quería tomar: por manera que, aquellos hombres tan ansiosos de oro y plata, viendo, rebosar el vaso de su codicia con el raudal inmenso que vino a henchirle de pronto, debieron conocer fácilmente que aquel tesoro anhelado les servía más de carga y pesadumbre que de satisfacción y provecho.

No por atender a estos cuidados, propios del capitán y del aventurero, se olvidaba Pizarro de las obligaciones políticas y religiosas que le prescribía su oficio de gobernador. dio al instante a la ciudad la forma de policía castellana, estableció ayuntamiento, nombró alcaldes; y derribados y destruidos los ídolos del país, señaló el lugar en que debía erigirse templo donde se predicase el Evangelio y se celebrasen dignamente los oficios divinos. Pero en medio de la fácil prosperidad con que se sucedían estos acontecimientos, vino a acibarar su alegría la nueva del armamento que se preparaba en Guatemala para venir al Perú, y la sospecha amarga de que los mismos españoles eran los que venían a poner en contingencia lo que ya tenía en su poder.

Estaba entonces de adelantado y gobernador en Guatemala aquel Pedro de Alvarado, uno de los principales conquistadores de Nueva España, y quizá de todos sus compañeros el más querido de Hernán Cortés. Muy pocos podían disputarle la palma del valor y del esfuerzo, ninguno el de la gentileza y bizarría. Los indios mejicanos le llamaban Tonatio, comparándole así por su hermosura con el sol, y entre los españoles era el que se llevaba la gala del donaire y apostura. Su trato y sus modales correspondían al atractivo que tenía su persona: hablaba a la verdad con algún exceso, pero sus palabras eran blandas y graciosas, su agasajo grande, sus lisonjas dulces, daba mucho, prometía más. El corazón por desgracia no era semejante a esta apariencia seductora: vano, ingrato y aun falso, los españoles no podían sufrir su arrogancia ni los indios sus vejaciones. La edad y los negocios fueron mostrando en él estos vicios, que al principio no se descubrían. Había allanado y pacificado la provincia de Guatemala, adonde le envió Cortés, acabada la guerra de la capital; y célebre y poderoso con el nombre y las riquezas que había granjeado en aquella conquista, vino a la corte en el año de 527 a hacer ostentación de sus servicios, y demandar el galardón que se les debía. La buena fortuna que había tenido en las Indias le acompañó también en España. Su buena gracia, quizá también sus presentes, le conciliaron el favor del comendador Cobas, secretario del Emperador, y así cuando volvió a Nueva España se presentó condecorado con el hábito de Santiago, hecho adelantado y capitán general de Guatemala, casado con una dama principal, que se hizo célebre por la idolatría con que le amó, y seguido de muchedumbre de caballeros y hombres distinguidos, que llevaban colgadas sus esperanzas en su favor y en su fortuna. De aquí una vanidad y una arrogancia que no cabían en los ámbitos de aquel Nuevo Mundo. Sus pretensiones eran altas, sus proyectos magníficos, y sus preparativos y armamentos eclipsaban en ostentación y en grandeza a los mismos de Hernán Cortés.

Había prometido en España aprestar una armada para hacer descubrimientos en el mar del Sur y abrir nuevos rumbos en la navegación de las islas de la Especería: proyecto a la sazón muy del gusto de la corte. Y con efecto, luego que llegó a su provincia por los años de 1530, empezó a buscar los medios de realizar aquella oferta con todo el calor que correspondía a su palabra empeñada, a las esperanzas de la corte, y a su vanidad y ambición, ya exaltadas a lo sumo. No hubo gasto ni empeño ni vejación que le detuviera para llevar su intento adelante; y en menos tiempo del que pudiera creerse tuvo prestas ocho velas de diferentes tamaños, entre ellas un galeón de trescientas toneladas, que comparado con los demás buques que entonces se veían en aquellos mares, debía parecer colosal, y por lo mismo fue llamado el San Cristóbal. Las prevenciones de armas, caballos, bastimentos y demás efectos de guerra fueron correspondientes a la importancia de este armamento, el mayor que hasta ento tices se había construido y aportado en los puertos de las Indias. Ni era menor la porfía y ansia de gente de todas clases y oficios para ser ocupada en él. El gran Cortés, ya marqués del Valle, quiso entrar a la parte de la empresa; pero Alvarado se negó resueltamente a ello, y el que ya en España le había desdeñado por pariente, no quiso tampoco en las Indias tenerle por compañero65.

Iban ya a completarse los preparativos, cuando empezó a esparcirse por la América la fama de las riquezas del Perú. Entonces el Adelantado, viéndose dueño de unas fuerzas tan superiores, que con ellas podía a su parecer, dar la ley en todas partes, mudó de miras y de propósito, y abandonando los descubrimientos inciertos del mar del Mediodía, publicó decididamente su jornada para el Perú. A esta declaración fue mayor la porfía de los aventureros, que volaban a tomar parte en las ricas esperanzas que pregonaba. En vano los oficiales reales se oponían al intento, ponderando los inconvenientes que iban a seguirse de tan injusta demanda, contraria a las órdenes expresas del Gobierno y a las obligaciones que tenía contraídas con él; en vano la audiencia de Méjico le enviaba órdenes sobre órdenes para que se abstuviese de ir a perturbar a los descubridores del Perú en sus conquistas y pacificación; en vano, en fin, la ciudad de Guatemala le representaba el desamparo en que quedaba aquella provincia sin armas, sin soldados y sin él, abandonada a la merced de las tribus belicosas, que de dentro y fuera le amenazaban. Sordo a todas estas reclamaciones y abusos, seguía sin detenerse poniendo a punto su armamento. A los oficiales respondía que su comisión para la mar del Sur no le señalaba rumbo ni límite alguno, y podía ir adonde mejor le conviniese; a la audiencia, que don Francisco Pizarro no tenía fuerzas suficientes para acabar la empresa que había comenzado, y él iba a ayudarle con las suyas; al ayuntamiento de Guatemala, que para la seguridad de su provincia ya llevaba consigo los principales caciques y señores que con aquel fin tenía presos; y por último, a los que podía hablar con más franqueza y desahogo, que se iba a buscar otras tierras más ricas y mayores, porque Guatemala era poco para él.

En ésta llegó del Perú el piloto Juan Fernández, que se había hallado en los acontecimientos de Caxamalca, y dio al Adelantado larga noticia de los enormes tesoros que allí se habían repartido, del viaje de Pizarro con el ejército por las sierras hacia el Cuzco, y de que el Quilo, donde estaban los tesoros de Huayna-Capac y de Atahualpa, caía fuera de los límites señalados a aquel gobernador, y estaba aún por ocupar. Esto fue poner espuelas al deseo del Adelantado, que tomando en su servicio a aquel piloto, al instante se hizo a la vela con su armada, compuesta de doce buques de todos tamaños en que se embarcaron quinientos soldados bien armados, doscientos veinte y siete caballos y una infinidad de indios, algunos en rehenes, otros como auxiliares, y los más de servicio. Esto era expresamente contra las ordenanzas, que prohibían semejantes traslaciones de naturales; pero al Adelantado entonces no contenían ni el respeto ni la conveniencia ni las leyes. Iban con él muchos caballeros y personas distinguidas, principalmente de aquéllos que habían pasado con él desde España a probar fortuna en las Indias. Distinguíanse entre ellos sus dos hermanos Gómez y Diego de Alvarado, Juan de Rada, que fue quien tanto se señaló después en las tragedias sangrientas que se siguieron, y Garcilaso de la Vega, padre del historiador. más de doscientos hombres quedaron sin embarcar por falta de navíos. Llegado al puerto de la Posesión (23 de enero de 1554), le vino a encontrar allí el capitán García Holguín, a quien de antemano había enviado para que fuese a la costa del Perú y le trajese completa información del estado de las cosas. Holguín confirmó las noticias que había dado Juan Fernández. La armada volvió a hacerse a la vela, y de paso entró en el puerto de Nicaragua, y allí el Adelantado, para suplir la falta de buques, se apoderó a la fuerza de dos navíos que se hallaban en el puerto. Teníalos apercibidos el capitán Gabriel de Rojas, antiguo amigo de Pizarro, para llevar doscientos soldados a aquel gobernador, que le enviaba a llamar con ahínco para que le acompañase y fuese a participar de su fortuna. Ni los respetos de Rojas, que sin duda merecía muchos, ni sus reclamaciones fueron bastantes para excusarle aquel desabrimiento, y él no tuvo otro recurso que ponerse en camino al instante con unos pocos españoles que le siguieron, a buscar a su amigo en el Perú y darle cuenta del indigno despojo y violencia usada con él.

Alvarado prosiguió su viaje, llegó a los Caraques, cerca de Puerto-Viejo, y allí desembarcó su tropa. Dícese que en aquel punto, y aun antes de llegar a él, dio muestras de querer pasar adelante costeando (marzo de 1531), y no empezar sus descubrimientos hasta la otra parte de Chincha, donde él sabía que se acababa la gobernación de don Francisco Pizarro. más ya se hiciese esto con cautela y para salvar las apariencias, ya se hiciese de buena fe, el ejército, cansado ya de navegar, y no soñando más que las grandezas y la opulencia que en el Quito se prometía, pidió a voces a su general que le condujese allá, y la marcha se dirigió al Quito.

No tardaron mucho tiempo en arrepentirse. Los primeros días a la verdad les salió todo según su deseo, y en algunos pueblos de indios que encontraron al paso pudieron adquirir alguna riqueza, bastante por ventura a contentar ánimos menos enfermos de ambición y de codicia. Pero cuando se vieron después enredados en aquellos desiertos inmensos, sin guía ni intérprete alguno, no hallando más que sierras, ciénagas o ríos, y la parte más llana erizada de malezas y espesuras, por donde sólo podían abrirse paso a fuerza de hierro y de fatiga; cuando enflaquecidos con el hambre, abrasados de sed, fueron también acometidos de calenturas que les quitaban la vida al día siguiente de sentirlas, o los dejaban sin seso y sin acuerdo por muchos días, debieron maldecir la hora y la ocasión en que su mal deseo los trajo a agonizar y perecer en tan horrible país. El mismo General, atacado de ellas, estuvo diez días luchando con el peligro, y pudo a fuerza de cuidado escapar con la vida. Salieron después a parajes menos ásperos, donde encontraron algunas tribus y rancherías de indios, divididas y dispersas, sin relación ni noticia alguna entre sí, diversas en lengua y costumbres, y diversas también en ritos, si ritos tenían. algún oro hallaron, y ese recogieron; pero al cabo de cinco meses que así andaban, la tierra, el clima y el cielo volvieron a encrudecerse de pronto, y a dar con un rigor implacable nuevo castigo a su temeridad. Volvió a cerrarse el país, tuvieron que vencer ríos caudalosos, y dieron por último con unas sierras nevadas, que les era forzoso atravesar. Iba el ejército en tres cuerpos: la vanguardia, que llevaba delante Diego de Alvarado para reconocer; detrás el Adelantado con el segundo, y en fin el grueso del campo con el bagaje al cargo del licenciado Caldera, un letrado que tenía todo el aprecio y confianza del General. Cuando empezaron a internarse por las sierras venteaba reciamente, y la nieve caía a copos grandes y espesos. Los primeros castellanos que iban con Diego de Alvarado, como iban más expeditos y ligeros, pudieron, aunque con inmensa fatiga, atravesar las seis leguas que tenían los puertos, y llegaron a un pueblo situado en los llanos, donde pudieron repararse algún tanto del trabajo del camino. Desde allí Diego de Alvarado envió a advertir a su hermano el general de los peligros que tenía aquel paso, y de la necesidad que había de atravesarle para llegar al buen paraje en que ya se encontraba la vanguardia. Recibido este aviso, y no pudiendo excusar el peligro y rigor del tránsito, el Adelantado prosiguió su marcha. Continuaba la ventisca y su furor se acrecentaba: la mortandad de la gente, que ya antes era considerable por las descomodidades y fatigas pasadas, se empezó a hacer mayor con aquel frío cruel. Los españoles al fin, más robustos, más bien vestidos, y habituados a la variedad de temperamentos, podían resistir mejor; pero los miserables indios, desnudos de abrigo, faltos de vigor, nacidos y acostumbrados al clima apacible y templado de Guatemala y Nicaragua, podían defenderse menos del rigor del temporal; y cuál perdiendo la vista, cuál los dedos, cuál las manos y los pies, cuál quedándose enteramente helado; todos, en fin, horriblemente padecían. Arrimábanse a los peñascos, llamaban a sus amos para que los socorriesen, durando aquellos clamores lastimeros hasta que se les helaba la voz y se les helaba la vida. Cogiólos la noche así, y el tormento y el desmayo fueron mayores, porque a excepción de algunas pocas tiendas que los más acomodados y ricos tendieron para su abrigo, los demás tuvieron que pasarla sin fuego, sin defensa, no oyéndose más que alaridos, lástimas o maldiciones. Oíalos congojosamente el Adelantado, y ya pesaroso de la temeraria empresa que su ambición le había hecho intentar, temblaba de que llegase el día, por no ver el triste estrago que su imaginación le presentaba. Vino la luz, y al aspecto de la muchedumbre de indios y negros que amanecieron helados, todos sin orden ni consejo, como gente rota en batalla, se volvían ciegamente al lugar de donde habían salido. Entonces Alvarado, desalentado y confuso, viendo en este rumbo su perdición, corría de unos a otros, diciéndoles que el pasar aquella sierra era forzoso; que el mismo frío habían de sufrir marchando adelante que volviéndose atrás; que no fuesen pusilánimes, y avanzasen hasta donde los esperaba la vanguardia. Para darles más aliento hizo pregonar que los que quisiesen oro lo tomasen de las cargas públicas, con tal que se obligasen a pagar su quinto al Rey; pero los que habían arrojado ya los metales preciosos que llevaban, para quedar más expeditos, se mofaban del pregón, y estaban bien ajenos de aprovecharse de aquella oferta tan forzada como inoportuna66. Ya en esto era llegada la retaguardia con Caldera, que no había sufrido menores trabajos en su tránsito. Todos, en fin, más animados unos con otros, volvieron a tomar el camino que primero, y buscaron la salida de las sierras. Pero el día era más áspero que el pasado, y por consiguiente la agonía y los desastres también mayores. Llegó ya el frío a entorpecer los caballos, ya los españoles morían. Un soldado robusto se bajó a apretar las cinchas de su yegua, y ella y él quedaron helados. Gómez el ensayador murió con su caballo, embarazados uno y otro con el peso de las muchas esmeraldas que había recogido y que su codicia no le consintió arrojar. Éste, en fin, pagó la pena de su locura; pero la piedad de Huelmo merecía otro destino: ya bastante adelantado, oyó los gritos de su mujer y dos hijas doncellas que llevaba, y acudiendo a su socorro, quiso, más bien que salvarse, quedarse en su compañía y perecer con ellas, como en efecto pereció. Entre tanto la nieve y el viento arreciaban cada vez más; el que se distraía o se paraba era perdido, el que más andaba libraba mejor; todo se arrojaba para quedar más libres: oro, armas, ropa, preseas quedaban esparcidas por la nieve. Lo que había costado tantos sacrificios, y aun por ventura delitos; aquello por lo que se habían aventurado a los peligros y fatigas de aquel temerario viaje, se despreciaba y se aborrecía como cosa vil y aun perniciosa. Tan imperiosas influyen sobre el hombre la ocasión y necesidad del momento. Flacos, en fin, abatidos y casi difuntos, pudieron salir de aquellas nieves, y llegaron al pueblo de Pasipe, cerca de Riobamba, dejándose en el camino muertos ochenta y cinco castellanos, seis mujeres españolas, muchos negros, dos mil indios, el resto casi todo fuera de servicio, sin los caballos muertos, las armas arrojadas, los tesoros abandonados. Pérdida inmensa, de que sólo podían consolar las esperanzas de encontrarse con un país rico y desembarazado. Pero estas esperanzas se desvanecieron bien pronto; porque apenas se habían reparado algún tanto y puesto otra vez en marcha, cuando al llegar al camino grande de los Incas que atravesaba el país, las frescas huellas de caballos que encontraron de improviso les dieron a entender que ya andaban por allí otros españoles. Ultimo golpe para el ambicioso Alvarado, que tras desastre tan grande empezó ya a temer con fundamento que, descubierto antes y recorrido el país por otros castellanos, les era forzoso abandonarle o conquistarle a la fuerza.

No se engañaba por cierto en su siniestra conjetura. El mariscal Almagro, que había sabido en Vilcas por Gabriel de Rojas los intentos y marcha de Alvarado, partió tan ligero como el rayo a contenerle, y reforzando la poca tropa que llevaba con alguna gente de San Miguel de Piura y con el destacamento que tenía Belalcázar, a quien hizo al instante venir cerca de sí, se situó en Riobamba y envió ocho caballos a reconocer la comarca. Dieron estos corredores con Diego de Alvarado, que para tomar también lengua y conocer la tierra había sido enviado con buen golpe de gente, y acertó a tomar el mismo camino. Eran pocos los de Almagro, y tuvieron que rendirse prisioneros. más tratados con la mayor urbanidad y cortesía por Diego de Alvarado, fueron conducidos a su hermano, que los acogió igualmente bien, diciéndoles que su intención no era buscar escándalos, sino descubrir nuevas tierras y servir en ello al Rey, lo cual todos estaban obligados. Esto dicho, los agasajó y regaló noblemente, y los envió al Mariscal con una carta en que manifestando los mismos sentimientos moderados, le avisaba que iba a acercarse a Riobamba, donde lo arreglarían todo amistosamente y a su satisfacción.

A esta carta contestó Almagro con tres comisionados que le envió, encargados de darle de su parte la bienvenida, de manifestarle el sentimiento que tenía por los trabajos padecidos en los puertos nevados, añadiendo que no dudando de su buena voluntad, como tan leal caballero, le aseguraba que la mayor parte de aquellos reinos caía bajo la jurisdicción de don Francisco Pizarro, y que él mismo estaba aguardando de un día a otro los despachos para gobernar al oriente todo la que caía fuera de los límites señalados a su amigo. Con esta insinuación, dejada caer como al descuido, cerraba a Alvarado las puertas de allá al mismo tiempo que las de acá, y le daba a entender que, así como defendía la gobernación de su compañero, decender también la que esperaba obtener para sí propio. Alvarado, incierto y dudoso del partido que le convenía, respondió que cuando estuviese cerca de Riobamba enviaría propios mensajeros con la contestación, y prosiguió su camino hacia allí.

Hasta aquí las comunicaciones eran más corteses que hostiles. Mas no por eso cuando ya los campos comenzaron a acercarse dejaron los dos partidos de hacerse la guerra de intriga, frecuente siempre en las discordias civiles cuando los ánimos no están enconados. Los recién venidos ponderaban su fuerza; los de Almagro, con más cautela y mejor efecto, les insinuaban que las ricas provincias de aquella gobernación estaban aún por repartir, y que más cuenta les tenía entrar con ellos pacíficamente a la distribución, que ir con su general a buscar tierras inciertas, y acaso otros puertos de nieve donde acabar de perecer67. Empezó también la deserción: de la parte de Almagro se pasó a la de Alvarado el intérprete Felipillo, y al Mariscal se pasó Antonio Picado, secretario del general de Guatemala. No pudo éste llevarlo en paciencia, pues al instante mandó salir el grueso de su gente; tendidas las banderas y en son y aparato de guerra se acercó a Riobamba, con ánimo de no guardar miramiento ninguno y romper las hostilidades si no le entregaban su secretario. Almagro, que no tenía más que ciento y ochenta hombres contra cuatrocientos que venían sobre él, no desmayó por eso; y fiado en el valor y resolución de su gente y en los manejos secretos que tenía en el campo enemigo, aguardaba a su adversario sin temor, y animaba los suyos con palabras de esfuerzo y confianza.

Todavía para excusar en lo posible el escándalo que amenazaba, con la autoridad y entereza de un hombre que manda en el país envió a decir a Diego de Alvarado, que se acercaba con la vanguardia, que hiciese alto; y así lo hizo. Entonces el Adelantado volvió a pedir que se le entregase su secretario Picado, pues era criado suyo. «Picado es libre, contestó Almagro, y puede irse o quedarse, sin que nadie le haga fuerza para ello.» Y para acabar de poner las formalidades de su parte, así como estaba la justicia, envió en seguida al alcalde y escribano de la nueva población de Riobamba, que en aquellos mismos días quiso fundar allí, para alegar en todo caso la primacía de posesión. Estos comisionados intimaron judicialmente al Adelantado que se fuese a su gobernación de Guatemala, que no usurpase la ajena, y que de lo contrario le protestaban todos los daños y perjuicios que de la contienda se siguiesen. «Yo soy gobernador y capitán general por el Rey, replicó vivamente Alvarado, y puedo entrar y andar en el Perú por donde quiera que no se haya dado a otro en gobernación. Si el Mariscal tiene poblado en Riobamba, yo no entiendo de hacerle perjuicio, ni pretendo otra cosa que tomar por mi dinero lo que hubiere menester para mi ejército.»

Blandeaba Alvarado: ni su orgullo ni su vanidad ni su pujanza le podían defender del desaliento que le inspiraba su propia sinrazón. Contra el parecer de todos había salido de Guatemala, contra el parecer de todos estaba en el Perú. Veía a los suyos inciertos, divididos en opinión, y muy poco ganosos de pelear; mientras que los contrarios se mostraban animosos, inflexibles, sin dar la más mínima señal de flaqueza. Cedió pues, y con los comisionados de Almagro envió dos capitanes suyos para que conferenciasen con él y tratasen de concierto. De aquí resultó la vista entre los dos generales, que se apalabró para el día siguiente, y se verificó en Riobamba, adonde pasó el Adelantado acompañado de unos pocos caballos.

Recibióle el Mariscal con toda especie de honor y cortesía; y luego que estuvieron en presencia uno de otro, habló primero Alvarado: «Públicos, dijo, son en las Indias los grandes servicios que tengo hechos a la corona, y públicas también las mercedes y honores que he recibido del Rey. Gobernador y capitán general de un pueblo tan grande y rico como Guatemala, pudiera contentarme con esto y reposar en tan gran dignidad y confianza; pero el ocio dice mal con la profesión de un soldado que ha trabajado y servido toda su vida y se halla todavía en edad de trabajar. He querido pues merecer más honra de mi rey y más celebridad en el mundo. Habilitado por su majestad para descubrir por mar, dejé el designio que tenía de tomar mi rumbo a las islas del poniente, llevado de la fama que corría de las riquezas de estas tierras del sur. Arribé y me interné en ellas, no creyendo que estuviesen bajo los límites del gobernador don Francisco Pizarro. más pues Dios lo ha dispuesto de otro modo, y la tierra, según veo, está ya ocupada, por mi parte, señor Mariscal, no se dará escándalo ninguno en ella, ni el Rey será deservido.» Almagro en pocas razones, según su índole y su costumbre, alabó mucho su propósito, diciendo «que no había creído jamás otra resolución en tan honrado caballero». En esto llegaron Belalcázar y otros principales capitanes de Almagro, y besaron las manos al Adelantado; lo mismo hicieron los de éste con Almagro, y todo se volvió cortesías, amistades y ofrecimientos urbanos y caballerosos. Pareció también allí Antonio Picado, y su general le perdonó; del mismo modo que el intérprete Felipillo, que fue restablecido en la gracia del Mariscal.

Tratóse luego del concierto que debía tomarse para que todo quedase allanado, y mediando el licenciado Caldera, Lope Idiáquez y otros caballeros principales de uno y otro bando, se acordó que el Adelantado se apartase de aquel descubrimiento y conquista, y dejada la gente y los navíos en el Perú, se volviese a Guatemala, abonándole cien mil pesos de oro por los gastos que había hecho y en precio y paga de la armada68. De todo se hizo pública y formal escritura (26 de agosto de 1534); y aunque de semejante transacción pudiese pesar a algunos de les jefes del ejército de Alvarado, que perdían por el mismo hecho el grado que llevaban en él, la mayor parte de los soldados se alegraron, porque de aquel modo se evitaba una guerra civil y quedaban en tierra rica. Así se lo manifestó su general cuando se despidió de ellos, añadiendo con tanta gracia como cortesanía, que nada perdían sino sola su persona, y que pues ganaban tanto en la del señor Mariscal, les rogaba que le reconociesen gustosamente por su caudillo, de cuyo valor y liberalidad estaba seguro que siempre se hallarían muy satisfechos. Esta noble confianza fue realizada y aun excedida por el generoso carácter de Almagro. Los oficiales del Adelantado se fueron presentando a él a ofrecerle sus respetos y a darle su obediencia. Él los recibía con tanta afabilidad y agasajo, y los metió después tan dentro de su estimación y confianza, que verdaderamente los hizo suyos no sólo durante la vida, sino hasta después de la muerte; pudiéndose tal vez asegurar que este gran séquito y corte de tantos caballeros con que se vio de allí en adelante Almagro, fue, por las pretensiones desmedidas que en él produjo y por la envidia que causó en sus rivales, ocasión muy principal de los males que después sobrevinieron, y en que al fin se perdieron caudillo y capitanes69.

Los dos generales enviaron aviso de este concierto al Gobernador, que recibió a los mensajeros con grandes demostraciones de alegría, y les dio ricas preseas en albricias. Almagro, antes de volver a las provincias de arriba, dejó de gobernador en su lugar para las de abajo a Sebastián de Belalcázar, con quien se quedó buena parte de la gente de Alvarado, y le dio orden de que la población comenzada en Riobamba se trasladase a los aposento que tenían los Incas en el Quito. Envió un capitán para que poblase en Puerto-Viejo, a fin de evitar los males que solían hacer en la tierra los recién llegados al Perú, y vuelto a San Miguel de Piura con Alvarado, pasaron de allí al valle de Chimo, donde dejó a Miguel Estete para que procediese a fundar la población que después se llamó Trujillo. Ordenadas estas cosas, el Mariscal y el Adelantado prosiguieron su camino hasta Pachacamac, donde a la sazón se hallaba Pizarro. Fueron grandes los comedimientos y cortesías que pasaron entre los tres, si bien no faltaron malsines que quisieron inducir sospechas en el ánimo del Gobernador, avisándole que mirase por sí, porque Almagro y Alvarado venían muy conformes en trabajar para quitarle el gobierno y desautorizarle. Supo él entonces dar la acogida que merecía tan absurda sugestión, recibió con dignidad y honradez las excusas que le dio Alvarado, y a la recomendación que le hizo de sus oficiales y soldados prometió hacer tanto en su favor, que así él como ellos tuviesen lugar de quedar enteramente satisfechos. Juntos fueron después a ver el gran templo de aquel valle, donde Alvarado pudo, por los clavos y vestigios que aún quedaban en las paredes, considerar la riqueza que le adornó en otro tiempo. De allí a poco llegó Hernando de Soto, encargado de traer los cien mil pesos para Alvarado, el cual se despidió del Perú, rico a la verdad con aquel oro y con los magníficos presentes que el Gobernador y Mariscal le hicieron; pero solo, sin ejército, sin armada, y puede también decirse que sin honra. La expedición, a la verdad, no tuvo el éxito tan desastrado como su desacuerdo y temeridad prometían; pero él había salido de Guatemala con el atuendo y arrogancia de un gran conquistador, y volvía cargado de cajones de oro y plata a manera de mercader70.

Esto pasaba a fines del año de 1534 y principios del siguiente, en que Pizarro se ocupaba en reconocer los diferentes puntos de aquella comarca, propios para asentar una ciudad que fuese la capital del nuevo imperio. El valle de Linac o de Rimac (que estos dos nombres le dan los escritores) le ofrecía todas las comodidades que podía desear para este fin: posición central en las provincias, proximidad a la mar, suavidad de clima, fertilidad y amenidad de terreno, comodidad de un buen puerto. Resolvió pues fijar allí el grande establecimiento que proyectaba, y eligió un sitio a dos leguas cortas del, mar y cuatro de Pachacamac, junto a un río, no grande, pero fresco y delicioso. Hizo venir allí a los pobladores de Jauja, repartió los solares, y celebró la solemnidad de la fundación con todas las ceremonias acostumbradas, en 18 de enero de 153571. Púsole el nombre de los Reyes, acaso porque en su festividad andaba buscando y encontró al fin el punto en que había de fundarla. Pero el nombre que tenían el valle y río que se sentó ha prevalecido sobre el primero, y la capital del Perú español no tiene ya otro dictado que el de Lima.

Marchó en seguida al valle de Chimo a examinar la población que allí había proyectado el mariscal Almagro a la vuelta de su última expedición, y de que quedó encargado Miguel Estete; y como hallase muy de su gusto el sitio elegido, aprobó y confirmó cuanto se había hecho, y en obsequio y honor de su patria le dio el nombre de Trujillo. Allí se ocupó también en arreglar el estado de aquellas provincias: confirmó en su cargo a Sebastián de Belalcázar, repartió la tierra, se ganó la afición de todos los vecinos de ella, y procuró con medios suaves atraer de paz a los indios. Bien sabía él usar estas artes cuando quería, y más entonces, que viejo y cascado, menos a propósito para los trabajos activos e impetuosos, gustaba con preferencia de entender en fundar pueblos, hacer repartimientos, dar leyes, distribuir mercedes; en suma, hacer vida de príncipe objeto a que se habían dirigido todos sus trabajos y sus esfuerzos desde que su ambición se despertó. Así puede llamarse esta época una de las más afortunadas de su vida si se ha de medir la fortuna por la ambición satisfecha; puede llamarse también quizá la más gloriosa en, realidad, siendo cierto que vale más la fama que se gana en conservar y edificar, que la que se adquiere en destruir. Pero este período duró poco, y ya las semillas de la discordia civil se iban a sembrar en los ánimos para producir la ponzoña que causó después tantos estragos.

Hallábase aún en Trujillo cuando apareció allí un mozo desconocido que dijo traer las provisiones reales para que don Diego de Almagro fuese gobernador desde Chincha en adelante. Oída que fue esta noticia por Diego de Agüero, uno de los capitanes que habían servido con Almagro en la expedición del Quito, voló al instante a ganarse las albricias de la noticia, y alcanzó a Almagro junto al puente de Abancay, cerca del Cuzco; y sin tener ni orden ni comisión para ello, le dio la noticia y el parabién de parte de don Francisco Pizarro.

A esto contestó Almagro con su buena fe acostumbrada, «que le agradecía el trabajo que se había tomado, y tenía en mucho la merced que el Rey le hacía, y se holgaba de ella, porque así nadie se entrase en la tierra que él y su compañero habían ganado; pero que en lo demás tan gobernador era él como don Francisco Pizarro, pues mandaban lo que querían.» dio en seguida a Agüero en albricias por valor de siete mil pesos, y continuó su viaje al Cuzco. Iba a residir allá con poderes amplios de su compañero para tomar a su nombre el mando de aquellas partes, y facultad de descubrir por sí o por otros hacia lo que llamaban Chiriguana, al mediodía, corriendo los gastos por mitad. Acompañábanle los dos hermanos de Alvarado y demás principales oficiales de aquel ejército que se habían puesto en sus manos, cifrando toda su fortuna en su amistad y en sus ofertas. Para ellos, por consiguiente, era tan grata como para él aquella noticia, pues le veían ya con poder y autoridad para realizar sus promesas. Llegó al Cuzco, fue recibido con todo honor y respeto por Hernando de Soto, los dos Pizarros, Juan y Gonzalo, y demás gente principal que allí había. Y como a poco tiempo se le presentó aquel mozo con un solo traslado de las provisiones, pues las originales las traía Hernando Pizarro, el mal aconsejado Mariscal se desvaneció de modo, que no quiso usar de los poderes que llevaba de su compañero, porque no estando el Cuzco dentro de la primera gobernación, y sí de la segunda, que se le confería a él, fuera menoscabar su autoridad, cuando ya sus poderes emanaban del Rey mismo.

No dudaba entonces el Gobernador que el Cuzco caía fuera de los límites de su mando. Dolíale sin embargo perder de aquel modo la más rica joya de su conquista, y mucho más no haber repartido la tierra, y ver que otro había de llevar la gloria y las ventajas de tal beneficio. Aconsejado pues de amigos más interesados por él que por el Mariscal, y todavía más impelido de su propia ambición y anhelo de mando, revocó los poderes que había dado a su compañero, poniendo por pretexto en las cartas que escribió, así a él como a la ciudad, que lo hacía con el fin de que así quedase el Mariscal más desembarazado Para sus descubrimientos, y también porque en el caso de que llegasen las provisiones del Rey en la forma que sonaban, no era bien que le encontrasen gobernando con poderes suyos. Los poderes para gobernar se enviaron a Juan Pizarro, pero con expresa orden de que era para el solo caso en que Almagro quisiese usar de los que llevaba suyos; porque si no se aprovechaba de ellos debía seguir con el mando Hernando de Soto, que a la sazón le ejercía. Con este despecho envió a toda priesa a un Melchor Verdugo, y él se puso en camino para Lima. Verdugo llegó al Cuzco mucho después que el Mariscal, a quien no hubo que notificar nada, porque no hacía caso de los poderes que el Gobernador le había dado; y se trataba ya en particular, y hablaba, disponía y prometía como si lo fuera en realidad de aquella tierra. Ofendiéronse los dos Pizarros de ello, la ciudad se dividió en bandos, el mayor número seguía a los dos hermanos; pero los principales y mejores, cansados de su orgullo y su soberbia, se inclinaban al Mariscal. Fueron y vinieron quejas y chismes de una parte a otra, las pasiones se inflamaron, y hubo día en que salieron los dos bandos a la plaza ya casi echando mano a las armas y dispuestos a verter la sangre española. La prudencia y entereza de Soto, unidas a la moderación de Almagro, pudieron entonces contener el escándalo, aquietándose con la providencia que Soto tornó de que los Pizarros y sus principales amigos tuviesen sus casas por cárcel, y el Mariscal guardase la suya para que los otros obedeciesen mejor.

Llegó la noticia de estos alborotos a Lima, y llegó con la exageración que las malas nuevas llevan desde lejos cuando van contadas por la voz de las pasiones. Pizarro, juzgando en peligro la vida de sus hermanos, determinó ir al Cuzco al instante, y se llevó consigo al licenciado Caldera y a Antonio Picado, a quien había hecho su secretario. En el camino tuvo diferentes avisos; porque recibió el mensaje que le llevaba Luis Moscoso de parte de Almagro, en que le daba cuenta de lo que había pasado, y después una carta de un Carrasco, en que le decía que se diese priesa si quería ver a sus hermanos vivos. Él se alteró, llamó a Moscoso y le reconvino por su falta de verdad; más insistiendo el otro en que la carta mentía, envió con él a Antonio Picado para que le informasen con certeza del estado de las cosas; y sabiendo por ellos que todo estaba quieto, prosiguió su camino y llegó al Cuzco. No consintió que se le hiciese recibimiento ninguno, y se fue derecho a la iglesia, donde al instante le fue a ver el Mariscal. Abrazáronse con lágrimas, y luego prorumpió Pizarro: «Mirad cómo me hacéis venir por esos caminos, sin cama, sin tienda, comiendo sólo maíz. ¿Dónde estaba vuestro juicio, que habiendo lo que hay de por medio, os ponéis en tales reyertas con mis hermanos? ¿No les tengo yo mandado que os respeten como a mí mismo? -No era necesaria esa priesa, contestó Almagro, pues que yo os he informado al instante de todo lo que ha pasado: a tiempo estáis y lo sabréis. Vuestros hermanos han mirado mal en este caso, y no han podido desimular el pesar que les causan las honras que el Rey me ha hecho.» Llegó en aquel punto Hernando de Soto, acompañado de muchos caballeros, a darle la bien venida; y luego que estuvo en su posada, reprendió mucho a sus hermanos, y ellos se disculpaban diciendo que ya el Mariscal se tenía por gobernador del Cuzco y trataba de repartir la tierra entre sus amigos, y que ellos en tal caso no habían hecho más que lo que convenía a su honra y servicio.

El porte del Gobernador en este paso no desdecía de la amistad antigua ni del decoro que se debía a sí mismo y a su antiguo compañero; no así el del Mariscal, a quien verdaderamente no se puede excusar de inconsideración y ligereza, y sobre todo de falta de miramiento a los respetos que debía a su gobernador y su amigo. Sin embargo, como los ánimos no estaban todavía enconados con ningún agravio positivo, y acaso más bien por creer cada uno que la presa que se disputaban vendría a su poder sin nuevos escándalos ni dificultades, dieron fácilmente oídos a las gestiones de la conciliación que el licenciado Caldera y otros mediadores interpusieron (21 de junio de 1555)72; y la amistad y compañía de los dos capitanes se volvió a renovar y confirmar en los altares. Celebróse pues la misa delante de ellos, partióse la hostia entre los dos, y se añadieron todos los juramentos y solemnidades que al religioso acto convenían. Votáronse una y otro, si faltaban a la sinceridad y buena fe en el trato, a la conservación y mantenimiento de su amistad y compañía, y a la repartición igual de los provechos, a todos los males que deben sobrevenir en este mundo y en el otro a los perjuros; esto es, perdición de hacienda y de honra, perdición de vida y perdición de alma. Por honor a la religión de los dos me inclinaría yo a creer, a pesar de las sospechas que en esta ocasión manifiestan los historiadores, que uno y otro procedían de buena fe y que tenían ánimo de cumplir lo que entonces ofrecían. Es cosa deplorable por cierto que promesas tan santas, y amistad tantas veces confirmada y jurada se rompiese después de un modo tan sangriento y cruel. Pero estos actos religiosos, si infunden respeto y veneración en el momento en que se celebran, no acaban por eso con los intereses ni con las pasiones: el corazón queda el mismo, y a la menor ocasión se escapa otra vez como primero, sin que pueda acusársele de falso y de sacrílego, aunque con razón se le tache de perjuro.

Publicóse después la jornada del Mariscal para Chile: prefirió él para su viaje esta dirección, así por las riquezas que le decían había en aquellas provincias, como por caer en los términos de la gobernación que aguardaba. Alistáronse para seguirle todos los aventureros que no habían hecho todavía su fortuna, y aun algunos que la tenían, en la confianza de mejorarla con él. Su amable trato y su liberalidad sin límites le ganaban todos los corazones: de manera que apenas había quien no le quisiese seguir. Ciento y ochenta cargas de plata y veinte de oro salieron de su casa para repartirla entre los capitanes que no tenían con que equiparse, sin recibir por ello más obligaciones que la de pagarlo de lo que ganasen en la tierra donde iban; y eso los que quisieron de su voluntad hacerlas, que muchos ni aun de aquel modo se obligaron73. Esta profusión más que real con que se preparaba a su viaje le quitó los medios que necesitaba para sus proyectos en Castilla. Trataba de casar a su hijo don Diego con una hija de un consejero de Indias, y también de comprar alguna renta en España. Pidió para esto a su compañero que le mandase dar cien mil pesos de su recámara, y Pizarro se los ofreció gustoso. Desembarazado de este cuidado dio prisa a la expedición, nombró por su teniente general a Rodrigo Orgóñez, hizo marchar muy delante de sí a Paullo Topa, un indio principal de quien se hablará después, hermano del inca Mango, y al Vilehoma o sumo sacerdote, acompañados de tres castellanos, para que le preparasen y allanasen los ánimos de los naturales; y dando las instrucciones oportunas a los capitanes que dejaba en el Cuzco y en Lima para que acabasen de reunir la gente y se la condujesen, se puso en marcha para sus descubrimientos.

Al despedirse los dos compañeros, Almagro dijo a Pizarro que amándole como a verdadero hermano, y no deseando otra cosa sino que su amistad y buena armonía se conservase y no hubiese nunca impedimentos y estorbos que la perturbasen y rompiesen, le pedía como hermano, como amigo y como compañero, que enviase sus hermanos a Castilla, dándoles de la hacienda que a él pertenecía todo el tesoro que quisiese, «En esto, le decía, daréis a la tierra un general contento, pues no hay nadie en ella a quien estos caballeros no den en rostro con la confianza de ser vuestros hermanos.» A esto respondió el Gobernador, que le tenía ya amor de padre y no darían jamás ocasión a escándalo ninguno. Consejo áspero sin duda para los oídos de un hermano, difícil de seguirse atendido el carácter del Gobernador; pero honrado, seguro, e inspirado como por instinto, previendo ya las desgracias que a toda prisa venían sobre ellos74.

No bien partió Almagro para su expedición, cuando el Gobernador hizo el repartimiento de las tierras del Cuzco, y dejando a su hermano Juan por su teniente en la ciudad, se volvió a Lima a dar calor a las obras que allí se construían; lo cual era entonces su pensamiento favorito y al parecer el primero de sus cuidados. Como en aquellos días todo estaba tranquilo en el Perú, los indios en paz, los españoles contentos, la voluntad del General respetada y obedecida como suprema ley; y no siendo esta voluntad, como le sucedía siempre en tiempos serenos, ni dura ni enojosa, se puede decir que ésta fue otra época de su vida honorífica y afortunada, en que disfrutó sin pesadumbre y sinsabores de la alta fortuna que se había sabido granjear. Era espectáculo por cierto bien curioso ver a aquel hombre, de una educación tan descuidada y tan falto de noticias, disputar con los artífices sobre la dimensión de las calles, altura de los edificios, situación de los templos, edificios y casas públicas; defender con razones tomadas de la política, del comercio y de la salubridad, la posición que había elegido para el emporio que levantaba, y enseñar a sus compañeros y recién llegados a apreciar y disfrutar aquel paraíso en donde los ponía. Ejercitábase también en repartir dádivas que le ganasen concepto y amigos; y si a la verdad su compañero le llevaba en esta parte ventaja, no por eso Pizarro era considerado como escaso, y sabía dar con gracia y con magnificencia cuanto era menester. Al licenciado Caldera, al clérigo Loaisa, a los dos hermanos Henríquez, a Tello y Luis de Guzmán, a Hernando de Soto cuando se despidió de él para venirse a España; en fin, a otros muchos caballeros y soldados dio presentes de príncipe sin ostentación y sin violencia, como convenía a un gran conquistador75.

En Lima encontró esperándole al obispo de Panamá, que venía con comisión del Rey para arreglar los límites de las dos gobernaciones, la suya y la de Almagro. Pero como las provisiones originales que debían servir de base a la operación las traía Hernando Pizarro, y éste no acababa de llegar, nada pudo hacerse en negocio tan necesario. Insintióse también al Obispo que su comisión era ya superflua, hallándose tan conformes las voluntades de los dos gobernadores por la última concordia que habían hecho. La verdad era que ninguna de las dos partes lo quería; y el prelado, muy poco satisfecho de la sinceridad y buena fe con que en aquel país se procedía en éste y otros negocios, se valió de este pretexto para volverse a su iglesia, rehusando el gran presente que el Gobernador quiso hacerle, y admitiendo sólo la limosna de mil pesos de oro que le dio para los hospitales de Panamá y Nicaragua.

En este tiempo fue también cuando Pizarro dio al capitán Alonso de Alvarado la comisión de ir a pacificar los Chiachapoyas, nación situada al oriente, para ensanchar por allí la dominación española y la propagación del Evangelio. Los diferentes sucesos de Alvarado en su expedición no son de este lugar; pero él hizo prueba en ella de la prudencia, templanza y honradez de carácter que siempre le distinguieron y supo conservar aun en medio del furor de las guerras civiles, sin embargo de que en éstas no fuese tan afortunado como solía serlo en las de los indios.

Llegó en fin a Lima Hernando Pizarro de vuelta de Castilla. Allí había sido admirado y atendido como correspondía a las grandes riquezas que trajo a la metrópoli, y a los descubrimientos y conquistas que se habían hecho. España toda se conmovió a su llegada casi como lo había hecho al tiempo en que Colón vino a presentar el Nuevo Mundo a los Reyes Católicos. Ahora se cumplían las esperanzas de entonces, y por ventura excedía la realidad a la esperanza. El mensajero, que tanta parte había tenido en aquellos acontecimientos, fue altamente honrado y favorecido, y se le despachó por la corte a medida de su deseo. Las prerogativas de criado de la casa real, el hábito de Santiago, la facultad de llevar ciento y cincuenta soldados de Castilla, la preeminencia de general de la armada en que volviese a las Indias; en fin, la recomendación de su persona, y el encargo expreso de toda diligencia y buen despacho a todos los gobernadores, comandantes y demás empleados públicos, por quienes hubiesen de correr los negocios y los preparativos de su vuelta, no parecieron gracias superiores a su mérito y a su opinión. A su hermano el Gobernador se le dio el título de marqués y setenta leguas más de gobernación por luengo de costa y cuenta de meridiano. Al Mariscal, por quien también pidió, estimulado de las diligencias que empezaron a hacer en su favor los capitanes Mena y Sosa, se le concedió, con el título de adelantado, la gobernación de doscientas leguas de costa, línea recta de este, oeste, norte y sur, desde donde se acabasen los límites de la jurisdicción de don Francisco Pizarro; con la facultad de nombrar por sucesor de ella después de sus días a la persona que quisiese. Llamóse en los despachos Nueva Castilla a las tierras sujetas a Pizarro, y Nueva Toledo a las de Almagro; pero estos nombres no han subsistido. Las cartas con que el Rey contestó a los dos descubridores fueron graciosas, muy apreciadoras de sus servicios, y prometiendo honrarlos y hacerlos siempre merced. Al padre Valverde se le recompensó con el obispado del Cuzco, para el cual fue presentado a su santidad. En fin, como Hernando Pizarro prometía montes de oro, y la corte tenía tanta necesidad de él, se le encargó que volviese pronto con todo lo que hubiese recogido de quintos, y con el producto de un servicio extraordinario que se obligó a sacar de los conquistadores. Con esto se volvió al Perú, seguido de un número considerable de caballeros y soldados que quisieron ir con él a adquirir honores y riquezas en Indias; y llegó a Lima poco tiempo después que su hermano había vuelto del Cuzco, y Almagro partido a Chile.

Dícese que a vista de las provisiones que enviaba la corte se renovó en el Gobernador el sentimiento de emulación y de envidia contra su compañero; y que receloso de que el Cuzco saliese de su poder, reconvino a su hermano por haber consentido que se diese a Almagro la gobernación de Nueva Toledo. A esto Hernando Pizarro contestó que los servicios del Mariscal eran tan notorios en la corte, que aun aquel galardón parecía corto al Rey y al Consejo; que por lo demás, en las setenta leguas que le traía añadidas a su gobernación, debía estar comprendido el Cuzco, y también más allá, con lo cual debía desechar aquel cuidado. No omitieron sin embargo los dos hermanos las diligencias oportunas para asegurarse más y más de aquella gran posesión. En primer lugar dilataron entregar a Juan de hada, capitán de Almagro, los despachos originales en favor de su general, que sin cesar les pedía para llevárselos con el refuerzo de gente que estaba reuniendo en Lima para seguirle. Hernando Pizarro se los negó bajo diferentes pretextos, y al fin le dijo que en el Cuzco se los entregaría: todo para dar lugar a que el Adelantado se alejase más y más cada vez, y las provisiones le encontrasen a tanta distancia, y acaso envuelto en dificultades y negocios que no le permitiesen dar la vuelta. También juzgó el Gobernador oportuno que su hermano fuese allá a tomar el gobierno de la ciudad, que a la sazón estaba encargado a Juan Pizarro, pues en el caso de contradicción de parte de Almagro, y suponiéndole con miras hostiles a su vuelta, quería que el mando y la dirección de aquellas cosas estuviesen en manos más firmes y más capaces.

Entre tanto que se disponía esta jornada, Hernando Pizarro, ansioso de cumplir las promesas que había hecho en la corte, hostigaba a los conquistadores para que hiciesen al Rey un servicio extraordinario y le ayudasen a hacer frente a los enemigos y guerras que tenía en Europa. No daban ellos fácil oído a estas persuasiones: decían que bastante hacían por el Rey en enviarle aquellos grandes quintos que de ellos recibía, ganados a fuerza de sudor, de trabajos y de sangre, sin que el Rey de su parte les hubiese ayudado con nada para ello; que no querían contribuir más con sus haciendas para que él y su hermano solos fuesen los agraciados por el Rey. De tantas mercedes y honores como les había prometido al partir, ¿qué había traído sino el hábito de Santiago para sí, y el título de marqués para su hermano? Amagábalos él con que les haría restituir el rescate de Atahualpa, el cual por ser de rey pertenecía al Rey; y abandonándose a su genio arrogante y orgulloso, los tachaba de ingratos y hombres viles, que no merecían la fortuna que tenían. La cuerda era delicada, y el Gobernador tomó la mano en la contienda, volviendo por sus compañeros. Él los defendió de los insultos de su hermano, les dijo que merecían tanto como los que asistieron a don Pelayo en la restauración de España, y añadiendo que la lealtad castellana no se ponía nunca a controvertir servicios con su príncipe, les pedía que se la mostrasen con generosidad en la ocasión presente, dándoles de paso la esperanza de que tal vez les concedería a perpetuidad los indios que hasta entonces no tenían más que en depósito. Estas palabras, dichas con la afabilidad que solía cuando trataba de ganar los ánimos, dispusieron a la generosidad a los conquistadores ricos que a la sazón se hallaban en Lima: de modo que reunida gran cantidad de dinero para el servicio ofrecido, Hernando Pizarro apresuró su partida al Cuzco a ver si podía conseguir de sus vecinos un donativo igual, y estar entre tanto a la mira de los acontecimientos.

Bien era menester que tomase el mando allí entonces un hombre de su esfuerzo y de su resolución. Agolpáronse al instante con celeridad espantosa las dificultades, los peligros y aun los desastres. Creíase que sólo habría que defender el Cuzco contra las pretensiones aun inciertas del adelantado Almagro; pero el Cuzco y todo el Perú empezaron a titubear en las manos españolas; y el alzamiento general de la tierra y la discordia civil, que casi a un tiempo estallaron, vinieron a poner en mortal peligro lo que tanto trabajo había costado adquirir. más para dar al estado de las cosas la claridad que corresponde, es preciso tomar la narración desde más arriba, y llevar la vista y atención a los indios, de quienes mucho tiempo ha que no habíamos.

No por ver al Inca desbaratado y prisionero en Caxamalca desmayaron sus generales, ni faltaron a lo que debían a su rey y a su país. Si no pudieron inspirar más despecho y fuerza a la muchedumbre que dirigían, y si no acertaron a prevalecer contra la disciplina y armas tan superiores de sus enemigos, a lo menos mantuvieron en cuanto estuvo de su parte la libertad de su patria: combatían cuantas veces tuvieron soldados con que guerrear, y al fin murieron todos libres e independientes, sin reconocer ni sufrir el ajeno señorío. Irruminavi, que estaba en el ejército de Atahualpa cuando aquella sorpresa, se escapó al Quito con los cinco mil indios que mandaba, y allí puso la provincia en un estado de defensa tal, que vencedor unas veces, vencido otras, haciendo siempre frente a Belalcázar, sucumbió a la verdad bajo la superior destreza y esfuerzo de su contrario; pero quitándole del todo el fruto de su victoria, frustrándole para siempre de los tesoros a que aspiraba, y pereciendo en medio de los tormentos sin dar ninguna muestra de flaqueza76. Ya hemos visto cómo pereció Chialiquichiama en poder de Pizarro, y su suplicio acredita menos su culpa que el temor que infundía con su crédito y con su valor, y la poca esperanza que se tenía de ganarle en favor de los invasores.

En fin, Quizquiz cubrió y defendió las provincias de arriba, llevó sus indios muchas veces al combate, y luego que vio perdido el Cuzco se hizo recibir por capitán de los más valientes mitimaes de las provincias comarcanas del Cuzco, que eran los guamanconas, oriundos de las provincias del Quito, y probó otra vez la fortuna de la guerra, Primero en el puente de Apurimac, cerca del Cuzco, contra el Gobernador; y luego contra los castellanos de Jauja, acaudillados por Gabriel de Rojas, que se hallaba a la sazón en aquel valle. Allí se peleó más obstinadamente: los castellanos vencieron, pero no hubo ninguno de ellos que no quedase herido, uno fue muerto, y también tres caballos, y además prendieron a sesenta yanaconas, que Quizquiz hizo matar luego como sus más implacables enemigos. Él prosiguió su camino al Quito, adonde había ofrecido llevar sus mitimaes. Allí tuvieron un encuentro con Belalcázar, en que también fueron vencidos. Entonces los capitanes aconsejaron a Quizquiz que hiciese paz con los españoles, pues ya veía que eran invencibles. Él los llamó cobardes; y acalorándose la disputa sobre si habían de rendirse o no, uno de los principales le dio un bote de lanza, y los demás le acabaron a golpes de maza y de hacha.

Estos ejemplares sangrientos y terribles debían poner escarmiento en cualquiera que quisiese hacerse campeón de la independencia peruana. Mucho más cuando los españoles después de la muerte de Toparpa continuaban la farsa de tener un inca con representación de rey, para que fuese su primer esclavo, y mandar y aun castigar en su nombre a la gente del país. Pero el daño les vino, como frecuentemente sucede, de la misma precaución. Había don Francisco Pizarro a poco tiempo de estar en el Cuzco hecho poner la borla de rey, con todas las ceremonias acostumbradas en el país, a aquel Mango Inca que se pasó tan oportunamente a él en los encuentros anteriores a la entrada de la capital. Como todos decían que, a la ley de hijo de Huayna-Capac, era a quien con mejor título pertenecía el reino, se recibió general contento de esta elección, los indios permanecieron tranquilos bajo su marido, y el Inca en sus principios no desmereció por su conducta reverente y oficiosa el puesto a que el Gobernador le había elevado. Duró este sosiego hasta que empezaron a romper las pasiones de los dos capitanes españoles en el Cuzco: los indios se dividieron también, unos siguiendo un partido, otros otro, siendo lo extraño en este caso que el inca Mango siguiese más bien el bando de Almagro que el de su bienhechor. En vano procuraron ellos, después de estar conformes entre sí, conciliar también a los naturales, pues aunque en una junta que tuvieron con los más distinguidos persuadieron, rogaron y aun interpusieron su autoridad para que cesasen en sus divisiones, nada pudieron conseguir, y el Inca y sus parientes quedaron enemistados77. Después, cuando Almagro partió a su jornada de Chile, pidió a Mango que le diese dos señores para que se fuesen con él y le dio, según ya dijimos antes, a su hermano Paullo Topo, y al Vilehoma; dando a entender que alejaba al uno por celos políticos de mando, y al otro porque le tenía por inquieto y peligroso en razón de su poder. Esto, a lo menos en cuanto al sacerdote, no era más que pura apariencia, pues antes de partir dejó concertado con Mango el plan del levantamiento, y apenas supo que estaba empezado, cuando volvió apresuradamente a tomar parte con él y a dirigirle.

Luego que llegó el tiempo oportuno para el intento, el Inca convocó secretamente a los principales señores de las tres provincias convecinas, y hechos muchos sacrificios y ceremonias a su usanza, les propuso el estado de las cosas, y les pidió consejo sobre lo que se debía hacer para salir de la sujeción en que aquellos extranjeros los tenían; recordóles la mansedumbre y justicia con que los habían gobernado los Incas sus antepasados, y la prosperidad con que iban entonces todas sus cosas; manifestó el desorden y trastorno que todo había padecido con la llegada de los castellanos, el sacrílego robo de los templos, la corrupción de las costumbres por el desenfreno de su lujuria; tenidas por mancebas sus hijas y sus hermanas, y por esclavos los hombres, sin más ocupación que la de buscarles metales y servir a sus caprichos. Ellos habían hecho alianza con los yanaconas, la clase más vil de aquella tierra, y les habían dado alas y soberbia para insultar a sus señores y aun vilipendíarle a él; lo mismo sucedía con muchos mitimaes: de modo que ya no faltaba sino que le despojasen de la borla. ¿Qué había hecho el Perú a aquellos hombres insolentes para haber entrado en él a mano armada y dar muerte a Atahualpa, a Chialiquichiama y demás personajes, la flor y el esplendor de aquel reino? Advirtióles del aumento progresivo y espantoso que iban tomando, y que si se descuidaban en el remedio, ya después sería tarde para conseguirlo. La ocasión presente no podía ser más oportuna: los más valientes y mejores se habían alejado con Almagro, y era probable que no volviesen de Chile; los demás, divididos y situados a grandes distancias, podrían ser atacados y oprimidos a un tiempo, sin que pudiesen valerse unos a otros. Era preciso pues aprovechar la coyuntura inmediatamente, y aventurarlo todo para conseguir la ruina y destrucción de hombres tan injustos y crueles. Respondiéronle primero con llantos y gemidos, y después a una le dijeron que hijo era de Huayna-Capac, y todos darían la vida por él; que los sacase de aquella dura servidumbre, y el sol y los dioses estarían en su favor. Y pasando después a consultar las disposiciones que deberían tomarse, la primera en que convinieron, como base principal de todas, fue en que procurase el Inca salir del Cuzco con la mayor cautela que pudiese, y se volviesen a reunir todos en paraje seguro.

No estuvieron estos tratos tan secretos, que al fin los yanaconas no los rastreasen y avisasen de ello a los españoles. Así es que aun cuando Mango logró escaparse dos veces del Cuzco, dos veces fue vuelto a él, y la última puesto preso con buena guarda para que no lo intentase la tercera. Temieron los indios segunda catástrofe como la de Atahualpa, pero por fortuna los castellanos ni le estimaban ni le temían, y además Juan Pizarro estaba muy lejos de tener la autoridad de su hermano para atreverse a tanto, ni tampoco su resolución. En esto llegó Hernando, y sea compasión o desprecio, sea política o codicia, como lo suponían sus enemigos, lo primero que hizo fue poner a Mango en libertad. Él usó de ella al principio con discreción y con recato. Supo ganar los oídos del nuevo comandante con su artificio y sus lisonjas, su compasión con sus lástimas, y su confianza con su porte obsequioso a un tiempo y desahogado. más nada le movió tanto para ello como la oferta que hizo de alhajas y tesoros. Sobre todo le hablaba de una estatua de oro de su padre del tamaño del natural, cuyo paradero era conocido de él. La codicia es tan crédula como ciega: diole fe Hernando Pizarro, y pidiéndole el Inca licencia para ir a buscarla, se la concedió gustoso. Mango pues salió del Cuzco a ciencia y presencia de todos, acompañándole, además de los indios que llevaba, dos castellanos y el intérprete del comandante. Éste a los ocho días conoció el yerro que había cometido, y salió con ochenta caballos a buscar al Inca en Calca, lugar poco distante de la capital. Al acercarse allá encontró a los dos castellanos, que le dijeron cómo iban despedidos, habiéndoles mandado Mango que se fuesen, pues no necesitaba de ellos. Quiso, sin embargo, dar vista a Calca, y fue acometido de los indios, que le dieron en que entender toda la noche, y al fin tuvo que volverse al Cuzco a la mañana siguiente, cargándole ellos y molestándole hasta que le encerraron en la ciudad.

Ya entonces la guerra estaba abiertamente declarada, y los indios la hicieron con tanta resolución como porfía. La lucha, aunque desigual, no lo era tanto como al principio, porque más habituados a la vista de los caballos y al estrépito de los arcabuces, no llevaban tanta disposición al terror ni a la sorpresa, y sabían suplir la desigualdad de sus armas con la muchedumbre de gente, y la falta de robustez con la impetuosidad y el tesón. Inundaron pues como diluvio las avenidas del Cuzco, tomaron de sorpresa y rebato la gran fortaleza exterior, ganaron también una casa fuerte inmediata a la plaza en que los castellanos querían atrincherarse, ocuparon las casas, barrearon las calles, y haciendo en las tapias sus agujeros y troneras, se comunicaban a su placer por todas partes, pareciendo todavía más de los que eran. Los españoles, reducidos a doscientos, y a mil yanaconas que peleaban en su compañía, no tuvieron otro recurso que recogerse a la plaza, y allí acuartelados en dos casas y en sus toldos, se defendían como podían de las piedras, flechas y armas arrojadizas que a manera de espeso granizo venían disparadas contra ellos. Hacían a veces salidas de aquellos reparos, y entonces llevaban de vencida a los indios por las calles, deshaciéndoles sus trincheras y alanceando y derribando a los que alcanzaban; pero luego tenían que volverse a sus guaridas, y los indios, rehechos, repetían sus ataques y sus insultos. Pudieron en fin los castellanos ganar la casa fuerte de la plaza, y aun echar a sus enemigos de la ciudad; mas no por eso los pudieron alejar mucho de allí, y mientras los indios tuvieron en su poder la gran fortaleza exterior les molestaban con ventaja. Tratóse de ganársela también, y con efecto se consiguió; pero fue a costa de la vida de Juan Pizarro, que recibió una pedrada mortal en la cabeza al tiempo en que por la fatiga del día se acababa de quitar la celada. Era de los cuatro hermanos el de menos orgullosa y arrogante condición, y por eso su pérdida fue sentida generalmente de todos sus compañeros de armas. Mientras se combatia la fortaleza, se combatia también en la ciudad, y los indios añadiendo golpe a golpe, la pusieron fuego por diferentes partes. Las casas, cubiertas de paja, según el uso general del país, ardieron en un momento; los Españoles veían quemarse sus moradas y sus efectos, al paso que el humo, dándoles en los ojos, los imposibilitaba de pelear. Pasábanse las días y aun los meses; socorro, por más que lo esperaban, no venía; los bárbaros les arrojaban las cabezas de los cristianos que mataban en diferentes puntos del país según los encontraban; y la imaginación, ya aterrada, se figuraba en todas partes el mismo peligro con mayor estrago. Defenderse allí era heroico, pero aguardar insensato; y no una vez sola estuvieron a punto de abandonar la ciudad y volverse por los llanos a Lima. El Ayuntamiento se inclinaba a ello y aun lo pedía; pero Juan Pizarro antes de su desgracia, su hermano Gonzalo, Gabriel de Hojas y Hernando Ponce, sugetos todos de carácter indómito, lo contradijeron siempre, diciendo que era bajeza y que antes se debería perecer. Este dictamen prevaleció, como era regular que sucediese entre hombres tan valientes; y la conservación del Cuzco se debió entonces sin duda a la resolución verdaderamente heroica de aquellos capitanes.

En tal estado de cosas, Hernando Pizarro pensó que sería conveniente ir a atacar al Inca en el tambo del valle de Yucay, punto situado como a seis leguas del Cuzco, en donde por la fuerza del sitio había fijado Mango su residencia78. Tomó a su cargo la expedición, y con sesenta caballos, algunos infantes y buen golpe de indios amigos llegó cerca del tambo y ahuyentó los diferentes cuerpos enemigos que le salieron al encuentro. más llegado junto al muro del tambo, la espesa nube de piedras que empezaron a lanzar sobre él le desordenó los caballos, y fuele preciso retirarse a un llano frontero de la puerta del lugar para rehacerse. Entonces los indios cobrando ánimo, salieron a él con tal gritería y tal intrepidez y en tan excesivo número, que los castellanos empezaron a temer, y mucho más cuando vieron que en un momento sacaron de madre el río que pasaba por el lugar, y se lo echaron encima, y los caballos se atollaban. Añadíase a su confusión, que oían y sentían disparar mosquetes contra ellos: señal de que ya los indios estaban apoderados de armas castellanas y sabían usarlas a propósito. Llegada la noche, trató el general español de retirarse, lo que hizo con grandísima dificultad y fatiga: los enemigos a cada paso le cargaban y le detenían, y el suelo, erizado de espinos y de púas agudísimas y fuertes, embarazaba la marcha de los caballos, que apenas podían caminar. Los indios lo habían previsto todo, y el general español se volvió al Cuzco no sólo con la mengua de que le fallase su empresa, sino con el triste convencimiento de lo aguerridos y terribles que se iban haciendo sus enemigos. Experimentólo todavía más en otra salida que hizo después con ochenta caballos y algunos infantes. Habían aflojado los indios en el sitio, y retirádose a sus asientos una gran parte de la muchedumbre, creyendo Hernando Pizarro por lo mismo que le sería fácil sorprender al Inca en el tambo, adonde antes fue a buscarle. La fuerza que llevaba, el secreto con que salió, la rapidez de su marcha, no fueron bastantes a salvarle de otro desabrimiento tan triste como el primero. Hallóse de repente sorprendido con el estruendo de las bocinas y a tambores, y con el alarido de guerra de más de treinta mil indios que le aguardaban apostados junto a las tapias del tambo, defendidos en unas partes con fosos, en otras con terraplenes y trincheras, y entorpecido también con una represa el vado del río. Veíase a lo lejos a Mango montado a caballo con su pica en la mano, gobernar y contener su gente en aquel punto inaccesible, mientras que algunos de los suyos, armados de espadas, rodelas y morriones quitados a los nuestros, salían de sus reparos, arrostraban los caballos y se entraban furiosos por las lanzas castellanas. Fue pues forzoso a Pizarro, con pérdida de bastantes indios auxiliares, retirarse a la capital, adonde de allí a pocos días dieron los indios de improviso, por disposición de su inca, un rebato tan fuerte, que a duras penas se les estorbó la entrada, y muchos españoles quedaron heridos en la refriega. Este tesón, esta audacia, esta pericia militar, aunque imperfecta y grosera, mostraban cuánto pudieran hacerlos indios en su defensa si tuvieran caudillos dignos del espíritu que ya los animaba. Pero entonces faltaban capitanes al ejército, así como al principio de la conquista faltó ejército a los capitanes.

Al mismo tiempo que fue atacado el Cuzco fue embestida también Lima. allí a la verdad no con tanto efecto ni con tanto daño y peligro de los españoles, porque la tierra, más llana, dejaba toda su fuerza y pujanza a los caballos, siempre temidos de aquella muchedumbre; y la proximidad del puerto ayudaba a reforzarse con gente y provisiones. Pero la angustia y congoja que el Gobernador no sentía allí ni por sí mismo ni por la población, la tenía por el Cuzco y por sus hermanas. Nadie venía de aquella parte: los indios tenían interceptado el camino y aun la tierra; todos los castellanos dispersos eran muertos; los diferentes destacamentos enviados o por noticias o en socorro tuvieron la misma suerte, menos los pocos que habían podido volver fugitivos y espantados a Lima, y otros pocos también reservados por el Inca para servirse de ellos como esclavos. Por manera que llegaban ya a setecientos los españoles que en unos parajes o en otros habían sido sacrificados por los indios a su defensa o a su venganza. El fiero conquistador conoció entonces la temeridad de haberse extendido tanto en aquel inmenso país, y temió que la rica presa adquirida con tantos esfuerzos se le iba a escapar de las manos. Almagro estaba lejos, los demás establecimientos españoles de América lo estaban también, y él no osaba abandonar el punto central y necesario en que se hallaba para ir al socorro del Cuzco. Dispuso pues que Alonso de Alvarado, a quien hizo venir de los Chiachapoyas, fuese con quinientos hombres de a pie y de a caballo a sacar de peligro a la capital, y escribió además a Panamá, Nicaragua, Guatemala, Nueva España y Santo Domingo, encareciendo el riesgo en que estaban las cosas del Perú y pidiendo a toda prisa socorros. Por la eficacia de las expresiones que usaba en estas cartas podía conocerse la fuerza de los recelos que tenía. En la que escribió a Alvarado a Guatemala le decía «que si le socorría le dejaría la tierra, y se iría a Panamá o a España»79. De todas partes le acudieron a su tiempo los refuerzos que pidió. Hernán Cortés le envió dos navíos con armas, gente, caballos; y añadiendo a estos efectos regalos de amigo, le envió doseles, colgaduras, ornatos de casa, ropa blanca, vestidos, y entre ellos una ropa de martas, con la cual Pizarro se engalanó toda su vida en los días solemnes. De Panamá le llevó el licenciado Gaspar de Espinosa bastante número de españoles, entre ellos una manga de arcabuceros; asimismo de las demás partes le vinieron refuerzos iguales o mayores. Es verdad que todo esto llegó al Perú cuando ya sus conquistadores por sí solos habían sabido sacudir de si el peligro, y aun el Gobernador fue notado de pusilánime por haberse creído tan sin fuerzas. Pero no era de hombre pusilánime, por cierto, la resolución tomada en el momento del mayor apuro de alejar todos los navíos del puerto, quebrantando así a los indios la soberbia y la confianza, y quitando a los suyos el recurso de la mar. Era obligación suya mantener y asegurar el país que había conquistado y gobernaba; y miradas sus precauciones por este lado, no desdecían de su posición y atribuciones, aun cuando por ventura sus palabras fuesen sobradamente desalentadas. De cualquier modo que se considere, Pizarro debió a esta diligencia hallarse en pocos días con un ejército numeroso, compuesto en gran parte de veteranos ya tiempo en que más lo había menester, no contra los indios, sino contra los españoles que iban inmediatamente a disputarle el imperio.

Nueve meses hacía que duraba este áspero conflicto entre indios y españoles, cuando empezó a oírse en el Cuzco que el Adelantado volvía. Los diferentes sucesos de su jornada a Chile no tienen inmediata conexión con esta Vida, aun cuando por sus resultas no dejen detener relación con ella. Vendríase por otra parte a coincidir en su narración con la serie uniforme, y por lo mismo cansada, de los trabajos y fatigas que siempre tenían que sufrir los castellanos en sus descubrimientos y correrías por aquellas desconocidas regiones. Al ir, caminos fragosos, sierras nevadas, ventiscas crueles, en que padeció Almagro iguales angustias que su émulo Alvarado en las serranías del Quito, y se dejó allí helada la quinta parte de la gente. Al llegar, indios robustos y feroces, con quienes tenía que estar continuamente combatiendo, y que si a veces se podían vencer, no por eso eran fáciles de subyugar. Hacia acá, arenales desiertos, falta absoluta de agua, y todas las molestias consiguientes, como si caminaran por los yermos abrasados de la Arabia. Por otra parte, ningún descubrimiento importante, ningún establecimiento útil, ningún hecho curioso: Chile quedó intacto para el valor de Valdivia y para la musa de Ercilla. Aquel bizarro y florido ejército que salió del Cuzco con tan grandes esperanzas, después de haber corrido más de trescientas leguas al mediodía, viendo que la tierra era más pobre mientras más se internaba en ella, y no hallando más que despoblados, sierras heladas, pocos alimentos, menos oro y muchos desengaños, se fatigó de marcha tan trabajosa y estéril, y pidió ansiosamente volver atrás. Los cabos que le mandaban estaban mal acostumbrados, y la fácil adquisición de tesoros, de poder y gloria que habían hecho ya tantos otros, y aun ellos mismos en los campos de Méjico, de Guatemala y del Perú, les hacía mirar con ceño y desden todo lo que no fuese un imperio que rendir y templos y palacios que saquear y que robar. Estaban ya en poder del Adelantado las provisiones originales de su gobernación, que Juan de Rada le había traído, entregadas al fin en el Cuzco por Hernando Pizarro. Éste era muy poderoso estímulo para tomar la resolución de volver, en la impaciencia que él tenía de mandar y gobernar, y ellos a su sombra de disfrutar y adquirir. Uno le decía que si le aconteciese morir allí, no quedaría a su hijo más que el nombre de don Diego. Otros le aconsejaban que pues ya era gobernador efectivo de la Nueva Toledo, fuese allá al instante, y advirtiese que el Cuzco entraba en sus límites y que ellos tenían voluntad de vivir en aquella ciudad y gozar de su abundancia y sus delicias. Con tales dichos y otros semejantes la cabeza de aquel hombre, ya desvanecida con los honores y mercedes que la corte le hacía, y que por otra parte era padre idólatra de su hijo, y general tan condescendiente y fácil como liberal con sus oficiales, no podía mantenerse firme contra las sugestiones de la ambición, y era difícil que no se decidiese a contentar la suya y la ajena a toda costa. Diose pues la orden de retroceder, y el ejército se puso en marcha para el Cuzco.

Pasado el desierto que divide el Perú del reino de Chile, supo el levantamiento general de los milios y el peligro y trabajos de los españoles. Esto le pareció que daba a su vuelta los visos de necesaria; y más satisfecho de sí mismo, aceleró su viaje para dar por su parte el remedio y socorro que las cosas necesitasen. Como antes de salir a su expedición eran tan estrechas las conexiones entre él y el Inca, desde Arequipa, donde descansó algunos días, le envió un mensaje para manifestarle la extrañeza que le causaban aquellas novedades, el deseo que tenía de saber las causas que habían tenido y la buena voluntad con que venía a él para favorecerle en todo lo que pudiese. Respondióle Mango que holgaba de su vuelta; echó la culpa de su alzamiento a la avaricia de Hernando de Pizarro, y en obsequio de Almagro prometió suspender las hostilidades hasta verse con él, y efectivamente así lo hizo.

Esta negociación, que duró algunos días, fue entendida por las castellanos del Cuzco, que casi a un mismo tiempo supieron la llegada de Almagro al Perú y que un ejército de españoles estaba en el valle de Jauja. Era el de Alvarado, enviado, como ya se dijo arriba, por el Gobernador en socorro del Cuzco, y que por motivos que después se expresarán se había detenido allí como cinco meses. Hernando Pizarro entonces lo primero a que atendió fue a romper las inteligencias de Almagro con el Inca, sin duda para quitar al Adelantado el mérito y la gloria de haberle sosegado y reducido. Envió pues con un muchacho mulato una carta a Mango, en que le decía que no hiciese paz con don Diego de Almago, porque no era el señor, sino don Francisco Pizarro. Mango dio la carta a dos castellanos de Almagro que a la sazón estaban con él, añadiendo que bien sabía que los del Cuzco mentían, porque el verdadero señor era don Diego de Almagro, y por tanto quería que a aquel mensajero se le cortase la mano por mentiroso. Rogaron mucho por él los dos castellanos, y al fin se contentó con sólo cortarle un dedo, y con este escarmiento y respuesta le dejó volver a los que le enviaron.

La segunda diligencia del comandante del Cuzco fue tratar de inquirir el designio del Adelantado, el cual va se había acercado a Urcos, lugar distante seis leguas de la ciudad. Decía él, y no sin alguna apariencia de razón, que si las intenciones de don Diego fuesen sanas, al entrar en Urcos habría avisado de su llegada, o se hubiera ido a la ciudad amigablemente a poner en seguridad a la capital y a los españoles que en ella había, y tratar allí de conformidad lo que a todos conviniese; pero que no era buena señal estar tan cerca y ponerse en comunicación con los enemigos antes que con sus compatriotas. Acordaron pues que saliese Hernando Pizarro con su hermano Gonzalo y otros capitanes, acompañados de la mayor parte de la gente, y caminasen hacia Urcos a ver si podían averiguar la intención de Almagro, la cual se les hacía cada vez más sospechosa viendo la insolencia y oyendo la gritería de los indios de guerra que les entorpecían y dificultaban el camino, y a voces les decían que ya era llegado Almagro, que había de matar a todos los castellanos del Cuzco.

Los indios, con efecto, habían creído de buena fe que el Adelantado se iba a juntar con el Inca en daño de la gente de la capital. Había el general español, por medio de los frecuentes mensajes que él y Mango se enviaban, aplazado vistas entre los dos en el valle de Yucay. Para ello salió Almagro de Urcos con la mitad de su gente, dejando la otra mitad a cargo de Juan de Saavedra, con orden de que allí le esperase sin hacer novedad ninguna. más las vistas aplazadas no pudieron verificarse, porque como los indios que andaban en las dos divisiones del ejército de Chile viesen que alguna vez hablaban y conferenciaban entre sí los castellanos del Cuzco y los recién venidos, sin hacerse mal ninguno, antes bien con demostraciones de urbanidad y de benevolencia, tuvieron por trato doble el del Adelantado, y avisando de ello a Mango, el Inca, en lugar de acceder a la conferencia, mandó tratar hostilmente a unos y a otros, empezando también la guerra entre los naturales y los españoles de Chile.

Entonces Almagro, considerándose en mayor apuro que antes, pues en lugar de uno, tenía ya sobre sí dos enemigos, dio la vuelta hacia el Cuzco, y mandó a Juan de Saavedra que viniese a juntarse con él. Había tenido entre tanto este capitán una conferencia con Hernando Pizarro cuando éste salió al reconocimiento de que ya se habló arriba, sin resultar nada positivo de las propuestas que uno a otro se hicieron, ni atreverse todavía a decidir el negocio con las armas, a pesar del deseo que ambos partidos tenían. Saavedra se contuvo por no faltar a las órdenes de su general; Pizarro, por no dar lugar a que se dijese que ellos eran los agresores. También por su parte el Adelantado había enviado un mensaje a Hernando Pizarro, en que le avisaba de su venida con el objeto de socorrer a los españoles del Perú y a su amigo el Gobernador en el aprieto en que estaba; que era su intento también tomar posesión de la gobernación que el Rey le había dado, pues que esto podía hacerlo sin perjuicio de los pactos y capitulaciones hechas entre él y su hermano, pues no entendía separarse de ellas ni de la amistad y compañía que había entre los dos. A Lorenzo de Aldana y Vasco de Guevara, que llevaron este mensaje, preguntó en particular Hernando Pizarro, rogándoles por su paisanaje y por su amistad antigua que le dijesen cuál era en realidad la intención del Adelantado: ellos le declararon que la de no separarse de la compañía y amistad de su hermano ni de dar ocasión a escándalos y a sediciones. «Como tal sea su intención, dijo Hernando entonces, suyo será el homenaje, y hará de todos a su voluntad.» Acordóse en suma por los Pizarros que se contestase al Adelantado que fuese su señoría bien venido, que no creían que hubiese cosa que impidiese la buena armonía que había entre él y el Gobernador; que le suplicaban entrase en la ciudad, donde sería muy bien recibido, y que para su alojamiento se le desocuparía la mitad de ella.

Esta respuesta lo concertaba todo al parecer, y no dejaba lugar a dudas ni a contiendas. Mas no fue así; porque el concepto de falso y doble que Hernando Pizarro tenía, y el desprecio y mofa con que a la sazón hablaba de la persona del Adelantado, como siempre lo hacía, agriaban cuantas buenas palabras podía dar, y quitaban toda confianza a sus promesas. Por eso Almagro ordenó a Saavedra que se viniese a juntar con él, y para más facilitar esta operación, puso en marcha su gente para el campo de las Salinas, donde Saavedra vino a encontrarle. Reunidas allí las dos divisiones, marcharon al Cuzco en orden de guerra, con las picas altas y las banderas tendidas; y haciendo alto antes de entrar, aunque sin dejar la formación que llevaban, envió el Adelantado al regimiento de la ciudad las povisiones reales con la intimación expresa de que en virtud de ellas le recibiesen por gobernador.

Eran quinientos soldados los que llevaba consigo, hombres a toda prueba, regidos por capitanes experimentados y valientes, todos ganosos de honra y de riquezas, fieles a los intereses de su caudillo, y prestos y determinados a perder la vida por él. En la ciudad, al contrario, no había más que doscientos hombres de guerra divididos en opinión, muchos de ellos aficionados a Almagro por su buen carácter y liberalidad, y casi todos los principales cansados y ofendidos de la insolencia y orgullo de los Pizarros, y por consiguiente, poco dispuestos a sufrir una guerra civil por los intereses de hombres tan odiosos. Mas no por eso los dos hermanos decayeron de ánimo; antes bien con toda diligencia y esfuerzo alababan a los valientes de su bando, animaban a los tibios, confirmaban a los dudosos, ponían de por medio los respetos de su hermano, ofrecían a unos, daban a otros, no omitían nada de cuanto con la diligencia, con el ingenio, con el trabajo, podía contribuir a la defensa y seguridad de la plaza que se les disputaba.

Llegados a Hernando Pizarro los comisarios de las provisiones, les envió al Ayuntamiento, diciendo que éste vería lo que había de hacer. Los pobres regidores no sabían a qué atenerse ni qué decidir: dentro tenían una especie de tiranos, a quienes no querían ofender; y fuera, una fuerza superior, a la que en su concepto no era posible resistir. Declararon pues que las provisiones eran claras respecto de la gobernación del Adelantado, pero no de la ciudad, de la cual no se hacía mención ninguna; que ellos no eran letrados ni geógrafos para decidir si el Cuzco entraba en aquellos límites; pero que siendo el caso grave, convenía mirarlo bien, y para tratarlo con más quietud convendría que se hiciese suspensión de armas por algunos días. El Adelantado, a quien se comunicó esta declaración por medio de Gabriel de Rojas y del licenciado Prado, que la ciudad diputó para hablarle, no venía al principio en la suspensión de armas que se le proponía, ni quiso admitir el alojamiento que se lo tenía preparado en la ciudad; más al fin, por honor y respeto a los comisionados, accedió a la tregua con la condición de que él permanecería en el sitio en que se hallaba, y Hernando Pizarro no pasaría adelante en las fortificaciones que hacía. Es de creer que él viniese en este concierto de buena fe; no así sus capitanes, cuyas pasiones desenfrenadas le arrastraban al precipicio, así como las propias suyas despeñaban a los Pizarros. Juzgaban los confidentes de Almagro, y tal vez no se engañaban, que aquello no era más que ganar tiempo para dar lugar a que llegase Alonso de Alvarado, que ya, según fama, se hallaba en el puente de Abancay; y por lo mismo decían que era preciso ganarlos por la mano, y valiéndose de la oscuridad de la noche, acometer la ciudad y prender a los dos hermanos. Esto no era a la verdad proceder según las reglas más estrechas del pundonor militar; pero trataban con un enemigo cauteloso y arrojado, que no se paraba en ellas cuando no se ajustaban a su conveniencia o a su orgullo. Arrastraron pues en este dictamen a su general, que dio por ventura contra su inclinación la orden de embestir, encargando con toda eficacia que se abstuviesen de muertes, de robos y de toda violencia que pudiese causar pesadumbre al vecindario.

La sorpresa se hizo con la mayor facilidad por ser la noche oscura y lluviosa y haber abandonado sus puestos casi todos los soldados de la guarnición, fatigados de las velas de las noches anteriores y descontentos de aquellas diferencias. Sólo en casa de los dos Pizarros había veinte hombres de guerra y unos mosquetes montados a la puerta. El Adelantado con la mayor parte de sus capitanes y gente se dirigió a la iglesia, Rodrigo Orgóñez con tropa suficiente se encaminó a casa de los Pizarros, y Juan de Saavedra y Vasco de Guevara ocuparon las calles que iban a parar allí, para que no les fuese socorro. Los dos hermanos, oído el rumor, se arrojaron a sus armas, y partiendo entre sí los pocos soldados que tenían, se pusieron a defender las puertas y ventanas de la casa con un arrojo y una entereza digna de mejor causa y de mejor fortuna. Decía Orgóñez a Hernando Pizarro que se diese, y le ofrecía todo buen tratamiento. «Yo no me doy a tales soldados», contestó él, y seguía combatiendo. «Vos no sois más que un teniente de gobernador en una ciudad, replicó Orgóñez, y yo soy general del nuevo reino de Toledo; el caso no es para entrar en esos puntos, y es preciso entregarse o aparejar las manos y pelear.» Peleábase en efecto con todo el furor que cabe en ánimos desesperados, y Orgóñez, juzgando a mengua que aquello durase tanto, y queriendo también evitar la efusión de sangre, mandó que se pusiese fuego a la casa, cuyo techo de paja al instante empezó a arder. Afligió esto a los cercados; pero no a Hernando Pizarro, en cuyo semblante feroz se veía el contento de morir asé, y no por la mano y superioridad de sus enemigos. Él insistía en combatir; pero el fuego cundía a toda prisa, el humo los ahogaba, dos grandes maderos quemados caían sobre ellos, la casa toda amenazaba por momentos desplomarse, y socorro no había que esperarlo. En aquel conflicto todos de tropel, así el que quiso como el que no quiso, cubiertos con sus adargas, se arrojaron entre sus enemigos, que inmediatamente los desarmaron y prendieron, mientras que la casa, no bien habían salido de ella cuando con espantoso estruendo vino al suelo.

Si hubo algo de inconsiderado y cauteloso en la conducta de Almagro desde que entró en el Perú a su vuelta de Chile, no se puede negar que lo hizo desaparecer todo con el modo noble y moderado que tuvo en el uso de su primera ventaja. Excusó a los dos prisioneros la humillación de verse en su presencia, los hizo guardar con decoro y hasta con holgura, y cumplidas que fueron por el ayuntamiento las provisiones reales que llevaba (18 de abril de 1537), y él recibido y publicado por gobernador, anunció que no se trataba de hacer novedad ni de alterar el estado de las cosas; y nombrando por su teniente en la ciudad a Gabriel de Rojas, caballero y capitán que no era de su bando, pero muy estimado y de grande autoridad con todos, dio a entender que no iba a mandar como cabeza de partido, sino como un magistrado público amante del bien común.

A la toma y posesión del Cuzco se siguió la derrota y prisión de Alonso de Alvarado en el puente de Abancay. Este general, que cinco meses antes había sido enviado por el Gobernador para socorrer la capital, amenazada de los indios, se detuvo todo aquel tiempo en Jauja pacificando aquellos naturales. Decía, para justificar su tardanza, que así se lo había mandado el Gobernador; pero sus enemigos para acriminarle le imputaban que se había detenido allí por los intereses particulares de su amigo Antonio Picado. Lo cierto es que su socorro llegó tarde, y que el Cuzco se libertó sin él de los indios, y no pudo libertarse por su falta de caer en manos de sus adversarios. A la noticia de su venida el Adelantado le envió comisionados de toda su confianza para que le intimasen que pues se hallaba en los límites de una gobernación ajena, o diese la obediencia al que la tenía, o se volviese al distrito de la gobernación de don Francisco Pizarro. Iban por cabezas de esta embajada los dos Aclarados, hermanos del gobernador de Guatemala, amigos entonces y principales confidentes de Almagro; con los cuales escribió una carta amistosa a Alonso de Alvarado, convidándole a seguir su opinión y haciéndole toda clase de ofertas. más estos embajadores nada hicieron, sin embargo de ser al principio recibidos con mucha urbanidad y cortesía por el general adversario. Sea que sus importunaciones le enojasen, o que temiese sus intrigas, o acaso más bien que resolviese guardarlos en rehenes de la seguridad de los dos Pizarros, Alonso de Alvarado no permitió que se lo hiciese requerimiento ninguno, y luego los hizo desarmar a poner en prisión, contra la fe pública y el carácter de que iban revestidos: con esto las cosas se pusieron en hostilidad manifiesta, y no podían menos de venir segunda vez a rompimiento.

Cuando Almagro, pasados ocho días, vio que no volvían sus amigos, sospechó al instante lo que era y llamó a consejo a sus capitanes para determinar lo que debía hacerse en semejante coyuntura. Todos opinaron por la guerra, siguiendo el dictamen del general Orgóñez, el cual resueltamente opinó que empezasen dando muerte a los dos Pizarros presos, y luego fuesen a encontrar con Alonso de Alvarado, en cuyo ejército tenían ellos tantos amigos que al instante que viesen sus banderas se pasarían de su parte, y así se pondrían en libertad aquellos caballeros, a quienes el Adelantado tenía tanta obligación, pues estaban presos por su servicio. Esquivaba él todo derramamiento de sangre, y le detenían todavía los respetos de su amistad antigua con el Gobernador, aunque aborrecía a los dos hermanos, especialmente al insolente Hernando. Por lo mismo no quiso que se tratase más de aquellas muertes, diciendo que la grandeza se conservaba mejor con los consejos cuerdos y moderados que con los vehementes y violentos. «Mostraos en buen hora piadoso, replicó Orgóñez, ahora que podéis; más tened entendido que si una vez Hernando Pizarro se ve libre, se vengará de vos a toda su voluntad, sin misericordia ni respeto alguno»: palabras que anunciaban al pobre Almagro la suerte que le aguardaba si al fin venía a caer en manos de aquel hombre inexorable y cruel.

Resueltos a combatir, salen los castellanos del Cuzco y van a encontrarse con Alvarado en el puente de Abancay. Los dos ejércitos eran iguales en gente, pero muy desiguales en fuerza; los de Alvarado estaban desunidos en opinión y poco deseosos de pelear. Pedro de Lerma, el capitán de más reputación entre ellos, mantenía inteligencias con Orgóñez80. Alvarado, sospechándolo, le había mandado prender; pero él pudo escaparse, atravesar el río y pasarse al Adelantado. Acrecentóse con esto la confianza a aquel ejército, que ya la tenía tan grande en el crédito de valor que gozaba y en lo bien pertrechado que se veía. Alvarado dispuso minuciosamente su tropa según la naturaleza del puesto que ocupaba: tenía delante el río, colocó en el puente y en los dos vados conocidos la gente que le pareció suficiente para su defensa, dando el encargo del puente a Gómez de Tordoya, el del vado fronterizo a Juan Pérez de Guevara, y el de arriba a Garcilaso. Él con otro cuerpo quedó para acudir adonde conviniese. Llegado Almagro al río, todavía quiso enviar un mensaje de paz a Alvarado pidiéndole sus amigos; más Orgóñez su general no lo consintió, diciendo que aquellas eran dilaciones dañosas, en que se perdían el crédito y el ánimo del mismo modo que el tiempo. dio en seguida las disposiciones para pasar el río: amonestó a los soldados en pocas palabras que allí era preciso o vencer o morir, porque la guerra no quería corazones muertos; recordóles que iban a pelear, no con indios, sino con españoles tan esforzados y valientes como ellos, y que por lo mismo era preciso redoblar el esfuerzo para vencerlos. Esto dicho, se arrojó al río al frente de ochenta caballos, los mejores, y seguido de los capitanes de mayor reputación. Era de noche, el río hondo y crecido, el paso peligroso, y en medio de la oscuridad y del rumor se oían las voces de aquel hombre denodado: «Caballeros, ánimo, apriesa; que ahora es tiempo;» con las cuales se guiaban y alentaban los soldados que le seguían. Tiraban los contrarios adonde oían el rumor, más los tiros se perdían y no hacían efecto alguno. Los caballeros, según iban pasando el río y llegando a la orilla, se apeaban; y terciando las lanzas como picas y formándose en batalla, cerraban con sus contrarios y los comenzaban a herir. No hubo allí mucha resistencia, porque desde el principio fue herido en un muslo y puesto fuera de combate el capitán Guevara, que mandaba en aquel punto. El Adelantado, que con sesenta caballos y alguna infantería se había quedado para embestir el puente a su tiempo, luego que por el ruido y el estruendo de los mosquetes conoció que Orgóñez estaba en la otra orilla, arremetió con su impetuosidad acostumbrada, y arrollando cuanto se le puso delante, ganó el puente y se juntó a los suyos. Pasábansele y a algunos de sus contrarios; más Alonso de Alvarado, con el cuerpo que se había reservado y alguna gente que pudo recoger, restableciendo el combate junto al puente, hacía con el mayor valor rostro a las picas y a las ballestas. Era de noche todavía; mezclábase el nombre del Rey con el de Almagro en los gritos de los unos, y en los de los otros con el de Pizarro; y estos ecos, que al parecer debieran ser de paz, servían entonces para aumentar su desesperación y su furia. Allí acudió Orgóñez, allí fue herido de una pedrada en la boca; pero aunque el golpe fue crudo y le hizo saltar los dientes y arrojar a borbotones la sangre, él, cada vez más feroz, alzando la espada y exclamando, «aquí me han de enterrar o he de vencer,» se entró por los enemigos, mandando a los suyos que sin piedad ni remisión hiriesen y matasen, pues era ya una vergüenza que aquellos insolentes Pizarros se defendiesen de soldados tan valientes. Inflamados con estas palabras, peleaban ellos como leones, y ya sus adversarios no los podían resistir. Alvarado, que al romper el día vio su desorden, y mezclados ya muchos de los suyos con los de Almagro, desmayó de todo punto, y desenredándose de la refriega, pudo con unos pocos subirse a un cerro, donde se detuvo, dudoso de lo que haría. Al fin determinó juntarse con Garcilaso, que estaba en el vado de arriba y no había entrado en combate. Pero el incansable Orgóñez, que a todo atendía, se abalanzó con una banda de caballos por aquel camino, cortóle el paso, desbarató su gente y le hizo rendirse prisionero. En este tiempo los cuarteles de los vencidos se ganaban sin resistencia alguna por el capitán enviado a tomarlos, y Garcilaso, sabido el suceso, se vino también para el Adelantado: de modo que al salir el sol el campo era todo suyo y fuera de duda la victoria.

Esta fue la primera batalla que se dio entre aquellos dos bandos tan encarnizados después. Por fortuna no se derramó en ella mucha sangre ni de vencedores ni de vencidos; ni después de la acción se afligió el ánimo con aquellas ejecuciones funestas que en semejantes casos suele prescribir la inexorable razón de estado o permitirse la venganza. Almagro, tan humano como generoso, no quiso consentir en el decreto de muerte que ya el fiero Orgóñez tenía fulminado contra el general prisionero cuando le llevaban al Cuzco81; mandó que se volviese a los vencidos lo que era suyo, y lo que no se encontrase, que se pagase de su hacienda propia: en fin, se condujo con tal humanidad y cortesía, que los hizo suyos en gran parte, y si bien muchos le faltaron después o por flaqueza o por inconstancia, no por eso perdieron jamás el interés que inspiraba su hidalga y benigna condición. Cuando Diego de Alvarado, ya libre de sus prisiones, llegando a abrazarle y a darle el parabién de su victoria, le pidió, con generosidad también harto noble de su parte, la suspensión de la terrible orden de Orgóñez, «ya eso está hecho,» respondía él con una satisfacción y una alegría que daba a entender bien claro la bondad de su corazón y cuán poco había nacido para aquella terrible crisis en que la ambición propia y ajena le tenía puesto. En la conferencia que tuvo con Alonso de Alvarado su conversación era más propia de hombre que justifica sus procedimientos y manifiesta la razón que le asiste, que de vencedor envanecido y enojado que acusa y acrimina. Quejóse sí, con discreción y templanza, del agravio hecho a sus embajadores, y concluyó asegurándole que su tratamiento sería conforme a su persona; y en lo que tocaba a disponer de sí, viese él lo que le convenía, y cualquiera que fuese su resolución, siempre le tendría por amigo.

Sin embargo de estas palabras de benevolencia y blandas disposiciones del Adelantado, el fiero y resuelto Orgóñez opinaba en el consejo de guerra que se tuvo después de la batalla, que lo que convenía era cortar al instante las cabezas a los dos Pizarros, al general Alvarado y al capitán Gómez de Tordoya, y marchar inmediatamente sobre Lima para deshacerse del Gobernador, y acabar así a un tiempo con las principales cabezas del bando contrario. Providencias, decía él, duras a la verdad, pero las únicas en que podían cifrar su seguridad, pues la experiencia tenía acreditado mil veces en América que quedaba encima el que se adelantaba primero y ganaba por la mano; y que si ellos no lo hacían así con los Pizarros ahora que los tenían en su poder, ellos lo harían con Almagro y sus amigos cuando los tuviesen en el suyo. Corrieron entonces gran peligro los prisioneros: la autoridad de Orgóñez, la energía de su carácter daban sobrada fuerza a sus palabras, que además de lisonjear el orgullo de aquellos capitanes embravecidos con su victoria, eran ayudadas poderosamente también del odioso concepto que justamente se habían adquirido los objetos de su proscripción y de su ira. Así es que llegó ya a tomarse un acuerdo conforme con aquella opinión rigorosa; pero en fuerza de los ruegos y consideraciones de Diego de Alvarado y otros mediadores, Almagro no quiso ponerlo en ejecución, y el ejército se volvió al Cuzco quince días después de la batalla sin coger fruto alguno de la victoria.

Hernando Pizarro entre tanto se quejaba desesperado de la fortuna, considerando en aquella derrota de su bando cerradas por mucho tiempo las puertas a su libertad y a sus proyectos vengativos. Íbale a consolar y a divertir Diego de Alvarado con aquella atención cortesana y amable simpatía que, eran tan geniales en él. Jugaban para entretener el tiempo, y jugaban largo, como se ha acostumbrado siempre en América, y todavía más entonces. Perdió Alvarado en diferentes veces hasta ochenta mil pesos, que enviándoselos a Hernando Pizarro, éste se los devolvió rogándole que se sirviese de ellos. Desde entonces Alvarado hizo por gratitud y con mucha más eficacia lo que antes había hecho por mera compasión y conveniencia. Él fue el principal defensor que tuvo el prisionero contra las fieras y continuas sugestiones de Orgóñez, y se tuvo siempre por cierto que a no estar él de por medio, acaso el Adelantado, a pesar de su blanda condición, diera acogida al fin a los consejos de su general y sacrificara los presos. más ya es tiempo de volver la vista al Marqués gobernador: él a la verdad no había intervenido ni directa ni personalmente en los acontecimientos que se acaban de referir; pero su nombre, su grandeza y su fortuna están siempre en medio de ellos, como blanco principal a que se dirigían los esfuerzos de los que peleaban en el Cuzco y en Abancay.

La primera noticia que tuvo de la sorpresa del Cuzco y prisión de sus hermanos fue la que le envió Alonso de Alvarado de resultas de sus primeras comunicaciones con Almagro, pidiéndole al mismo tiempo sus órdenes sobre lo que debía hacer. Halláronle las cartas de Alvarado en Guarco, al frente de cuatrocientos españoles que había reunido con los refuerzos llegados de diferentes partes de las Indias. Turbóse en gran manera con aquella inesperada novedad, y no pudo disimular su pesadumbre a los ojos de los que le observaban. más cobrado algún tanto después, y considerando que por su parte no había habido culpa en el rompimiento, «siento, dijo, como es razón los trabajos de mis hermanos, pero mucho más me duele que dos tan grandes amigos hayamos a la vejez de entender en guerras civiles, con tanto de servicio de Dios y del Rey, y tanta miseria y desventura como ellas ocasionan.» Dichas estas palabras de desahogo o de disimulo, y dada cuenta al ejército de lo que pasaba, contestó a Alvarado que agradecía su aviso, y que aunque las cosas habían venido a un estado tan áspero, esperaba que Dios pondría paz entre su amigo y él, y encargaba que mientras iba a unírsele con la gente que tenía, no se avistase con el Adelantado ni viniese a rompimiento. Llamó después a los principales de su campo; y ponderando el deservicio que al Rey se hacía en aquel atropellamiento cometido por su adversario, y diciendo que a él, como a su lugarteniente y gobernador, le tocaba contener y castigar a los que andaban alborotando la tierra y desasosegando las ciudades, les pidió que le ayudasen en aquella demanda, ofreciendo servirles y aventajarlos, como lo tenía de costumbre y ellos experimentarían. Después de este preámbulo artificioso, les dijo que como caballeros de honor y leales servidores del Rey le diesen su parecer, en la inteligencia de que él estaba dispuesto a seguirlo. La posición de la mayor parte de aquellos militares era a la verdad bien delicada: habían sido enviados para defender el país contra el levantamiento de los indios, y apenas llegaban cuando se encontraban con una guerra civil y convidados a mover sus armas contra españoles. Ignorantes de los sucesos y de las pasiones que agitaban a los castellanos del Perú, no podían saber con certeza a quién darían la razón. Lo regular era que viesen las cosas como se las pintaban aquellos con quienes estaban entonces: hablábales el primer descubridor del país, su principal conquistador, gobernador por el Rey, y que, lejos del sitio en que se habían verificado los sucesos, no tenía al parecer parte ninguna en la malicia de ellos: veían un pueblo de castellanos sorprendido y entrado a la fuerza por un capitán castellano; dos personas tan principales como los dos Pizarros puestos en prisión; ningún mensaje, ninguna propuesta, ninguna disculpa por parte de los ejecutores de aquel atentado: no era fácil, atendido todo, que dejasen de tomar parte en los pesares del general que tenían presente, y era muy natural que se ofreciesen a servirle. Sin embargo, al manifestar sus opiniones tuvieron más cuenta con lo que la razón dictaba que con esta inclinación, y pareció a todos que el mejor camino era enviar mensajeros al Adelantado para reducir las cosas a paz y a concordia, escribiéndosele con todo comedimiento y amor, y que entre tanto se enviase por gente y armas a Lima, por si acaso hubiese de venirse a rompimiento. Y no faltó quien propuso que lo primero que debía hacerse era averiguar si el Cuzco caía en la gobernación de don Diego de Almagro, pues en tal caso todo lo demás era excusado. Este dictamen heria la dificultad de lleno; pero también heria las pasiones, y no se hizo caso de él.

El Gobernador, queriendo a un mismo tiempo dar muestra de seguir la opinión ajena y contentar también la suya, envió delante a Nicolás de Ribera con un mensaje pacífico al Adelantado, pidiéndole que soltase sus hermanos, y se pusiese término a las dos gobernaciones sin ofensa de ninguno; y él se preparó a seguir su camino por la sierra para juntarse con Alvarado82. Pero en esto llegó la nueva de la rota de Abancay, de la prisión de su general y de la disolución total de su ejército; y desconcertado con este suceso tan impensado para él, se vio precisado a mudar de plan y a esperar del tiempo y del artificio lo que no podía esperar de la fuerza. Temíase a cada instante ver venir el ejército victorioso sobre sí, y cortar de una vez con un golpe decisivo todas sus esperanzas y sus designios. Estos recelos suyos acreditaban el acierto de la opinión del general Orgóñez cuando quería que desde Abancay se marchase derechamente a Lima, y se oprimiese a su adversario con celeridad y con sorpresa. Pizarro pues resuelto a negociar para rehacerse entre tanto, y romper con esperanzas aparentes el ímpetu y pujanza de su contrario para después combatirle de poder a poder, envió al Cuzco una embajada compuesta de las personas más distinguidas de su campo, y él se volvió a toda prisa a Lima a levantar gente y formar un ejército igual al de sus enemigos.

Iba por principal negociador en aquella embajada el licenciado Gaspar de Espinosa, uno de los principales y más antiguos pobladores y conquistadores de Tierra Firme, personaje muy respetado en Panamá, amigo antiguo de los dos gobernadores rivales, y según las noticias adquiridas después, compañero también de las ganancias de aquella empresa. Creyóse que sus respetos, y las atenciones que uno y otro le tenían, conducirían las cosas a un término favorable, con tanta mayor razón, cuanto era público que él y los demás comisionados llevaban poderes bastantes para fijar internamente los términos de las dos gobernaciones, y conseguir, sobre todo, la libertad de los presos. Llegados al Cuzco, donde fueron afable y honoríficamente recibidos, se empezó a ventilar el asunto, haciéndose recíprocamente las propuestas que a cada parte convenían. Consultábalas el Adelantado con los suyos, y los comisionados, permitiéndolo él, con Hernando Pizarro, el cual convino de pronto en las primeras propuestas de Almagro, por la necesidad, decía, que él tenía de salir prestamente de allí, y partir a Castilla a llevar al Rey sus quintos. No engañó a Espinosa este aparente celo y súbita conformidad, pues al instante le contestó que si como hombre oprimido se allanaba entonces a todo por cobrar su libertad y encender después la guerra para vengar sus resentimientos, sería mejor buscar otros medios de concordia, aunque fuesen más tardíos, una vez que lo que menos convenía era dar lugar y pábulo a aquellas pasiones tan perniciosas a todos, y a nadie más que a los Gobernadores mismos. Sintióse herido en lo vivo el prisionero; pero como era artero y disimulado cuando lo convenía, mostróse agradecido a la buena voluntad del mediador, y poniendo el negocio en sus manos, aseguró y protestó que por parte suya no habría nunca alteración en lo que se concertase.

Todavía estuvo Espinosa más ingenuo y entero con el Adelantado. Añadía Almagro propuestas a propuestas, según se le iban concediendo las que proponía primero. Entonces Espinosa le llamó la atención a lo que diría el mundo que los había visto a los dos en tan perfecta conformidad por tantos años, y acabando tan grandes cosas por ella, cuando los viese ahora enemigos entre sí, causadores de sediciones y guerras civiles, manchando y escureciendo con su ciega ambición la honra que por tan laudable amistad tenían adquirida. «Mas dejado aparte, añadió, el vituperio que inevitablemente se os sigue,¿dónde está vuestro juicio cuando aventuráis de este modo vuestra autoridad y vuestra existencia? ¿Pensáis que el Rey ha de mirar con indiferencia el peligro y los males que ha de producir vuestra discordia, y que no pondrá en el momento que la sepa la orden que conviene para estorbarlos? No os engañéis; presto o tarde ha de venir quien os ponga en paz y os juzgue, y por ventura os castigue: entonces, aun cuando el que venga carezca de la ambición, de la soberbia y de la codicia, tan comunes en los jueces comisionados que a estos parajes se envían, siempre os habéis de ver pesquisados, perseguidos y afligidos por hombres de ajena profesión, que, según su costumbre, ponderarán vuestros yerros y los desastres públicos para acrecentar su crédito y encarecer sus servicios. No permita Dios que yo os vea en tan miserable estado, sujetos al albedrío y voluntad ajena, y expuestos a sufrir en vuestra autoridad, en vuestra hacienda, y por desgracia acaso en vuestra vida, la decisión rigorosa de la justicia, o la ciega y violenta determinación de las pasiones. Consideradlo bien, os repito. ¿No son a la verdad harto anchas estas regiones para que extendáis vuestra autoridad y mando en ellas, sin que por unas pocas leguas más o menos vayáis ahora a enojar al cielo, a ofender al Rey, y a llenar el mundo de escándalos y desastres?» A estas palabras, dignas de notarse por ser cabalmente un letrado quien las profería, se contentó el Adelantado con responder que quisiera que aquellas mismas razones las hubiese dicho primeramente a don Francisco Pizarro, cuya gobernación era muy dudosa, según los límites señalados por las provisiones reales, que pudiese llegar hasta Lima, cuanto menos al Cuzco, objeto de la presente diferencia, y que indubitablemente caía en la suya; sobre lo cual, como cosa justa y autorizada, estaba dispuesto a perder la vida si menester fuese. «Según eso, señor Adelantado, replicó Espinosa, vendrá a suceder aquí lo que dice el refrán antiguo castellano: el vencido vencido, y el vencedor perdido.»

Podía Almagro haber añadido para justificar su poca inclinación a convenirse, que aunque el Gobernador había dado a Espinosa y sus compañeros poderes amplios para negociar, un Hernán González que venía con ellos le traía también secreto para revocar cuanto hiciesen. Esta cautela, tan fuera de sazón como poco conforme a la honradez y franqueza con que hombres que se precian de grandes y valientes deben tratar entre sí, llegó a rastrearse por los amigos y consejeros de Almagro, y no es extraño por cierto que sabida por él, agriase y alterase todas las benévolas disposiciones que pudiese tener para la paz.

La diligencia, sin embargo, y buenos respetos de Espinosa pudieran por ventura arreglar el asunto de modo que no estallase en rompimiento; pero cuando ya se trataba de formar ciertos artículos en que unos y otros se habían convenido, adoleció gravemente y falleció, de allí a poco. Sintiéronlo mucho todos los que deseaban sinceramente la paz, porque cifraban en él las esperanzas de conseguirla; sintiéronlo también los que le apreciaban por sus prendas personales, que sin duda eran estimables. Mas no así los soldados que habían militado con Balboa: acordábanse aun de haberle visto instrumento de la iniquidad de Pedrarias; y veinte años de servicios, de fatigas y de descubrimientos en Tierra Firme, de prudencia y moderación en su conducta, no habían lavado, ni lavarán ya jamás, la mancha puesta o su nombre con aquella injusta sentencia.

Muerto Espinosa, el Adelantado despidió a los embajadores con encargo de que dijesen al Gobernador que, para excusar revueltas y disensiones, lo mejor sería nombrar personas de buena conciencia que oyendo a peritos, declarasen lo que a cada uno tocaba, con obligación de restituirse recíprocamente lo que cada cual tuviese sin pertenecerle; y le avisasen al mismo tiempo que él iba a ponerse en camino para las provincias de abajo con el objeto de enviar al Rey el oro de sus quintos, y de paso iría pacificando la tierra. Movió en seguida su ejército a la marina, llevando consigo en prisiones a Hernando Pizarro, y dejando en el Cuzco a su hermano Gonzalo y al general Alvarado encargados a Gabriel de Rojas, que quedaba de gobernador en la ciudad. Este movimiento debía ya parecer nueva hostilidad a su contrario, y la arrogancia y soberbia de sus capitanes y soldados lo manifestaban mejor. Ufanos con la sorpresa del Cuzco y la victoria de Abancay, lo menos que decían era que iban a arrojar al Gobernador a mandar a sus anchos en las tierras de los manglares, y no había de quedar en el Perú ni una pizarra en que tropezar. Con estos fieros y esperanzas bajaron a los llanos, plantaron su real en Chincha, y trataron de fundar allí una ciudad que les asegurase la costa, y fuese punto de abrigo para recibir los refuerzos de gente y armas que pudiesen venir, los despachos reales y demás efectos que faltaban en las provincias de arriba. Este pensamiento se puso al instante en ejecución: poblóse la ciudad, que llamaron Almagro, y que por su localidad, por su nombre y por la ocasión parecía destinada a servir de padrón a la de Lima, de insulto y mengua a Pizarro, y de orgullo y riqueza a sus fundadores.

Entre tanto Gonzalo Pizarro y Alonso de Alvarado tuvieron modo de sobornar a sus guardas y escaparse del Cuzco con otros pocos españoles que les quisieron seguir. Tomaron su camino por las sierras, y atropellando peligros y dificultades harto trabajosas, lograron llegar a Lima y abrazar al Gobernador, que se holgó en extremo de su libertad. Esta noticia, llevada al real de Chincha, alteró los ánimos de modo que Almagro, arrepentido de no haber seguido los consejos rigorosos de Orgóñez, iba ya inclinándose a ponerlos en ejecución respecto de Hernando Pizarro. Jamás estuvo en mayor peligro este capitán; pero Diego Alvarado, constante en protegerle, templó la irritación del Adelantado y contradijo las razones que para despacharle daba siempre su general. Hizo más aún, que fue salvarle de las funestas resultas a que su genio áspero y altivo le arrastraba frecuentemente. Tal debió estar un día, que el alférez general de Almagro, que casualmente altercaba con él, no pudiendo sufrirle y perdiendo toda consideración y respeto, le puso una daga a los pechos para pasarle el corazón, a tiempo que Alvarado pudo venir a detener el golpe y apaciguar la contienda.

Dio el Gobernador oído a la proposición de poner el negocio en tercería, y los dos contendientes se convinieron al fin en poner sus diferencias al juicio del padre Francisco Bobadilla, provincial y comendador de la Merced, a quien uno y otro respetaban como sugeto de letras, probidad y pundonor. El primero que por su desgracia pensó en él fue el Adelantado, con mucha contradicción de Orgóñez, que viendo claro en esto como en todo, decía abiertamente que el padre Bobadilla era más aficionado a don Francisco Pizarro que no a él; que este juicio, en caso de fiarse a alguno, debía ser, no a un hombre exento como lo era aquel religioso, sino a personas que temiesen a Dios y también temiesen a los hombres; bien que, insistiendo siempre en su modo de pensar resuelto y desengañado, añadía que la verdadera seguridad no consistía en frívolas convenciones, sino en prepararse de modo que el enemigo no pudiese dañar ni ofender. A esto Almagro respondía que si no podía esperarse justicia de un hombre de las prendas que acompañaban al padre Bobadilla, no había en el mundo de quien poder fiar. Pero el suceso manifestó que Orgóñez no se engañaba, y el buen religioso correspondió bien mal a las esperanzas del Adelantado.

Es verdad que al principio mostró una grande imparcialidad, y su primera diligencia fue procurar que los dos competidores se viesen y hablasen a presencia suya. Esto era sin duda ir a cortar el mal de raíz si todavía quedaba en ellos algún rastro de la amistad y confianza antigua, pues viéndose, hablándose y abrazándose, podían disiparse las sospechas y los efectos funestos de los chismes traídos y llevados por terceros. Concertáronse pues estas vistas para Mala, donde el Provincial había fijado su residencia y establecido su juzgado; y se hicieron todos los juramentos y pleitos homenajes que se contemplaron necesarios para la seguridad de unos y otros, obligándose con ellos no sólo los Gobernadores, sino también sus respectivos generales, para que las tropas no se moviesen de los puntos que ocupaban mientras la conferencia durase. Prestóle Rodrigo Orgóñez; pero sospechando siempre, según su costumbre, la mala fe de sus contrarios, dijo a Almagro, levantando su mano derecha: «Señor Adelantado, no me contentan estas vistas: ruego a Dios que se hagan mejor de lo que yo lo adivino.» El adivinaba en esta coyuntura tan bien como en las demás, y sólo como por milagro se escapó el Adelantado de la celada que le tenían prevenida.

El primero que se presentó en Mala fue Pizarro, seguido, según el convenio hecho, de solos doce a caballo que eran sus principales amigos y confidentes. Poco tiempo después marchó el Adelantado, acompañado de otros tantos caballeros, y luego que se supo su llegada, el padre Bobadilla, el Gobernador y demás capitanes se pusieron a aguardarle a la puerta de la casa. Apeóse y fuese para el Gobernador con el sombrero en la mano, y le hizo reverencia, a la cual Pizarro correspondió tocándose con la mano la celada que tenía puesta, y saludándole fríamente. En otros tiempos se abrazaban cuando se veían, y lloraban o de placer o de sentimiento; pero la amistad traspiraba siempre en sus agasajos o en sus quejas. Aquí ya la falsedad, el resentimiento y la desconfianza tenían endurecidos los corazones, y nada se pudieron decir que pudiese satisfacerlos y aplacarlos. Con alguna más atención recibió a los caballeros que le acompañaban, y como viese que no llevaban armas, les dijo que iban de rúa; a lo que ellos cortésmente respondieron que para servirle. El Provincial rogó a los Gobernadores que subiesen a su casa, lo cual hecho, y hallándose algo apartados uno de otro, el primero que prorumpió a hablar fue Pizarro, que preguntó al Adelantado por qué causa le había tomado la ciudad del Cuzco, que él había ganado y descubierto con tanto trabajo; por qué le había llevado su india y sus yanaconas; por qué, en fin, no contento con estas tropelías, le había hecho la grande injuria de prender a sus hermanos. -«Mirad lo que decís, contestó el Adelantado, en eso de afirmar que ganasteis el Cuzco por vuestra persona: bien sabéis vos quién la ganó. Yo he ocupado el Cuzco porque era ciudad de mi gobernación según las reales provisiones expedidas en mi favor; mi intención era entrar con ellas sobre mi cabeza, y no por armas; vuestros hermanos me la defendieron, y ellos me dieron justicia para prenderlos. -Si mis hermanos, interrumpió el Gobernador, siendo mancebos os la defendieron, mejor os la defenderé yo. -Por estas causas, continuó Almagro, he entrado en el Cuzco y me hice recibir por gobernador. -No eran esas causas bastantes para el desacato de prenderlos ni para romper a Alonso de Alvarado en Abancay. Así pues volved al Cuzco y dad libertad a mi hermano, o de lo contrario debéis considerar que va a resultar gran daño. -El Cuzco está en mi gobernación, y no le devolveré si el Rey me lo manda. En cuanto a la libertad de vuestro hermano, letrados hay aquí, y ellos podrán determinar lo que sea justicia, y yo le soltaré si así lo declaran, con tal que se presente ante el Rey con el proceso. -Soy contento de ello, contestó Pizarro.»

Así altercaban los dos, cuando los amigos de Almagro llegaron a rastrear que Gonzalo Pizarro se había acercado con tropas a Mala, y aun se decía que tenía dispuesta una emboscada de arcabuceros en un cañaveral, aguardando a que las trompetas hiciesen señal para emprender su mal hecho. En un punto pues arrimaron un caballo a la casa, entró Juan de Guzmán, uno de los capitanes, en la sala, y le avisó como pudo de ello; y Almagro sin detenerse bajó, subió a caballo, y con él sus amigos, y a todo galope desaparecieron83. El Gobernador envió tras de él a Francisco de Godoy a saber la causa de aquella improvisa retirada, y a convidarle a que viniese a Mala a otro día para terminar su conferencia. Pero el juego estaba descubierto, y el Adelantado, que por las razones mismas de Francisco de Godoy llegó a entender mejor la mala fe de su adversario, le contestó secamente que para presentar las escrituras y oír la determinación bastaban los procuradores y no era necesaria su presencia.

A este desabrimiento sucedió el fallo del juez compromisario, que le enconó todavía más. El Provincial, vistas las escrituras, y oídos como peritos los pilotos que las dos partes presentaron, pronunció su sentencia, que fue tal como si el mismo Pizarro se la dictara; porque dejando para el resultado de observaciones mejor hechas la división de las distancias y de los términos de una y otra gobernación, se mandaba a don Diego de Almagro que volviese la ciudad del Cuzco a don Francisco Pizarro, que la poseía pacíficamente cuando él la tomó a fuerza de armas, y manifiestamente contra la voluntad del Rey, sin ser juez allí ni gobernador; que diese además el oro y la plata perteneciente a los quintos del Rey, y que dentro de seis días entregase los presos con sus causas, para que vistos por él, hiciese justicia y enviase el oro y la plata a la corte. Éste era el artículo principal o más bien esencial de aquel fallo, que publicado y comunicado a las partes, fue alabado y consentido por el Gobernador. Por el contrario, el procurador del Adelantado interpuso apelación para el Rey y su consejo de Indias, a lo que repuso el juez, como era de esperar, que de su sentencia no había apelación, porque era de consentimiento de ambas partes interesadas.

Mas cuando el aviso de aquella decisión tan parcial llegó al ejército, era de ver cómo en él se expresaban las pasiones de aquellos soldados, que de un golpe se creían despojados de lo que con tanto afán tantos trabajos y peligros habían adquirido. Turbóles la nueva, y la melancolía y el silencio manifestaban bien su amargura y desaliento; más luego se acordaron de que tenían en sus manos las armas mismas con que se lo habían adquirido, y entonces furiosos, decían que no debía sufrirse tamaña injusticia como la que aquel religioso había hecho; y volviendo después su cólera con ira su general, a voces y en corrillos clamaban contra su ignorancia, contra su vejez y flojedad. «Por ellas, decían, triunfarán los Pizarros, y ocuparán las ricas provincias del Perú, mientras que nosotros habremos de ir entre los charcas y collas, que ni aun le ha alcanzan para quemar. ¿No hubiera sido mejor, si habíamos de perder el Cuzco, pasar el río Maula y entrar en las provincias del estrecho de Magallanes? Esas a lo menos nadie nos las disputaría.» El alboroto y la agitación eran tales, que el Adelantado, aunque lo intentara, no los pudiera apaciguar; pero era preciso sosegarle primero a él, que confundido y irritado con aquel desengaño, estaba fuera de sí, y prorumpía en expresiones que desdecían de su carácter y ajaban su dignidad. «¿Por ventura se ignora en parte alguna lo que yo he hecho para descubrir este Nuevo Mundo, y los trabajos, fatigas y dispendios que treinta años hace estoy gastando en servicio del Rey y en esta empresa? Llámanme por desprecio tuerto y viejo; pues deben saber que si este viejo, este tuerto, no se hubiera arriscado a ella con la eficacia y tesón de que todo el mundo es testigo, Pizarro la hubiera dejado y vuéltose sin fruto alguno a Tierra-Firme; y ahora un fraile cauteloso y fementido ha venido a engañarme con sus mañas, para dejar en sus manos un juicio que sólo competía a letrados y juristas, y que él ha corrompido con tan inicua sentencia.»

Esta ira y exaltación del Adelantado no eran de extrañar: Bobadilla espontáneamente había dicho que si él fuera juez de aquellas diferencias partiría los límites de las gobernaciones de modo que la de Almagro empezase en la nueva ciudad de este nombre, con la mitad de la tierra que había desde ella hasta Lima. Juraba el fraile hacerlo por el hábito que traía, y el buen Almagro, creyendole, quiso que fuese él sólo quien fallase en el negocio. Es probable que estuviese adestrado por Pizarro para este caso, y el Adelantado cayó simplemente en el lazo que le tenía armado su rival. Orgóñez, viendo a su gobernador tan afligido, le consolaba a su modo, y le decía que no tomase pena por lo hecho, pues él mismo tenía la culpa por no haber querido dar crédito a sus verdades. El último remedio de este asunto era cortar la cabeza a Hernando Pizarro, retirarse al Cuzco y hacerse fuertes allí: «De este modo conocerá nuestro enemigo que no se quiere ni paz ni concordia alguna con él. Él podrá seguirnos con su ejército, pero por poderoso que sea, los caminos no son tan fáciles ni tan bien provistos, que en cualquiera punto no se le pueda desbaratar.» Repugnaba a Almagro aquel partido desesperado, y no se avenía bien con el derramamiento de sangre, y respondió a su general que se viese si Bobadilla quería otorgar la apelación, para evitar en cuanto fuese posible las guerras y los alborotos.

Entre tanto lo que más peligro corría era la vida de Hernando Pizarro, amenazada continuamente por los fieros de los soldados, y no segura de un instante de enojo en el corazón de Almagro. Su hermano lo veía bien; y así, prescindiendo ya de la declaración de Bobadilla, quiso y propuso que se tratase de otros medios de concordia y se diese libertad al prisionero. Queríala conseguir a todo precio, y con tanto más ahínco, cuanto en su corazón tenía propuesto no cumplir nada de lo que concertase por ella. Y como el Adelantado, aunque pronto a enojarse y tenaz en su ambición, procedía de buena fe y repugnaba todo partido violento, dio por fin oídos a la negociación que se entabló de nuevo, y en la cual no dejó de haber altercaciones y dificultades que serían prolijas de referirse. Pero todo vino a terminar en unos capítulos de concordia en que se convinieron, por los cuales el Cuzco quedaba en poder de Almagro interinamente hasta que el Rey otra cosa mandase, y Hernando Pizarro era puesto en libertad, haciendo primero pleito homenaje de partir a Castilla en cumplimiento de los encargos que de allí había traído.

A las deliberaciones que se tuvieron sobre esto no fue llamado Orgóñez; pero lo fue cuando ya en virtud de los artículos concertados se trató de realizar la soltura de Hernando Pizarro. Disculpóse el Adelantado del recato que se había tenido con él, y justificó su resolución con su deseo de la paz. más aquel hombre, tan ingenuo como leal, no pudo menos de exponer que el que en Castilla no había cumplido con su palabra, tampoco la cumpliría en las Indias; que donde no había confianza no podía haber amistad; que una y otra, fundadas en verdad y en virtud, no podían existir en compañía del fraude y la malicia: antes juzgaba que no eran muy necesarias las armas; más ya le afirmaba que le convenía apercibirlas para en adelante, pues nunca faltaban excusas a los pérfidos para faltar a sus promesas. Y haciendo enérgicamente con sus manos la demostración de cortarse la cabeza, «¡Orgóñez! Orgóñez! exclamó, por la amistad de don Diego de Almagro le han de cortar esta.» Otro soldado valiente dijo a voces: «Señor Adelantado, hasta ahora no truje pica, pero de aquí adelante la traeré de dos hierros.» Todo el campo, alborotado sabiendo lo que se trataba, y convencido del carácter pérfido, implacable y vengativo de Hernando Pizarro, manifestaba los mismos recelos que Orgóñez; y con cédulas, motes y escritos sin autor se daba a entender que si se deseaba paz no convenía descuidarse.

Pero la suerte estaba echada, Almagro resuelto, y todos en espectación. Él mismo fue al lugar en que se custodiaba el preso, mandó al alcaide que le sacase, y los dos se abrazaron. El Adelantado le dijo que olvidase las cosas pasadas, y tuviese por bien que en adelante hubiese paz y tranquilidad entre todos; a lo que respondió Hernando Pizarro que ninguna cosa más deseaba, y que por su parte no faltaría a ello. Hizo luego el juramento y pleito homenaje acordado en las capitulaciones. Almagro le llevó a su casa y le regaló espléndidamente: allí le visitaron y hablaron los capitanes y caballeros del ejército, y saliendo todos a despedirle como una media legua, acompañado de don Diego, hijo del Adelantado, de los dos Alvaradosy otros caballeros, llegó por fin al campo de su hermano. De él fueron recibidos con las demostraciones de alegría y agasajo propias de la ocasión: los regaló, les dio dádivas y joyas, principalmente al joven don Diego, y los despidió con todo agrado y cortesía. Vueltos al campo, aunque la mayor parte del ejército sospechaba que la paz no duraría mucho tiempo, Almagro no obstante seguía en su confianza, y más sabiendo el buen recibimiento que Pizarro había hecho a su hijo. Con estos pensamientos lisonjeros pasó su campo al valle de Zangalla, donde trasladó el pueblo que había empezado a fundar en Chincha, y no se ocupó entonces de otra cosa que de enviar los quintos del Rey a Castilla.

Diversas por cierto eran las disposiciones del campo contrario. Luego que los dos hermanos pudieron hablarse a solas, Hernando pidió al Gobernador venganza de las injurias que se habían hecho a los dos con la Loma del Cuzco, despojo de su hacienda, larga prisión, y demás violencias de Almagro: decíale que no era honor suyo dejarlas de castigar, y que para eso se debía seguir y prender al adelantado. Convenía el Gobernador en la razón del enojo y en la justicia del castigo, pero vacilaba en tomarla por su mano. «Temo, decía, la ira del Rey. -¿Y la temía él cuando se atrevió a entrar por fuerza en el Cuzco y ponerme a mí en prision?» No era pues posible contener el deseo de sangre y de venganza que ardía en aquel ánimo soberbio, aun cuando las intenciones del Gobernador estuviesen mejor dispuestas; que no lo estaban sin duda, visto el encadenamiento de fraudes y de artificios con que había conducido la negociación hasta llevar las cosas al punto en que se hallaban. Juntó sus capitanes, y en presencia de ellos pronunció auto en que, calificando de delitos todas las operaciones del Adelantado desde su vuelta de Chile, se constituía vengador y castigador de aquellos males, y mandaba que su hermano Hernando Pizarro no saliese del reino hasta pacificarlo, por la necesidad que allí de su persona había, pudiéndose enviar los quintos al Rey con otro sugeto de confianza. Resistió Hernando el cumplimiento de esta parte del auto, alegando el encargo especial que había traido de la corte; y para completar esta farsa indecente que a nadie podía engañar, se hizo repetir aquel mandato dos y tres veces, y aun amenazar con castigo si no le obedecía.

Hízose en seguida al Adelantado la intirnación de estilo para que, en cumplimiento de una provisión real que había venido algunos días antes sobre límites de las dos gobernaciones, se saliese de lo poblado y conquistado por el Gobernador, y de no hacerlo, fuesen de su cuenta los daños y males que se siguiesen de su resistencia. Aunque turbado con un golpe tan imprevisto para él, respondió que, en cumplimiento de aquel real despacho, no saldria del lugar donde se la notificaba; que hiciese lo mismo el Gobernador, y que los daños corriesen de su parte si otra cosa hacía. Esta diligencia era en realidad la declaración de la guerra, y los dos partidos se prepararon a hacérsela con toda la animosidad de sus recíprocos agravios y de sus pasiones exaltadas.

Las fuerzas no eran ya iguales ni la confíanza la misma. Los Pizarros tenían doble gente que Almagro, bien pertrechada, dirigida por capitanes experimentados, y todos adictos y fieles a la causa que defendían, los unos por creerla más legítima, los otros seducidos y fascinados por las magníficas promesas del Gobernador; y éste, más firme y más recio mientras más años tenía, redoblaba sus esfuerzos y su tesón para vindicar su autoridad desairada, de la cuál cada vez era más celoso. Almagro, al contrario, debilitado por la edad y por los achaques que ya empezaba a padecer, con un carácter infinitamente menos firme aunque más bueno, cansado de negociar inútilmente, y gastado con el tiempo, no podía comunicar a su gente la confianza y el ánimo que él no tenía. Orgóñez poseía las calidades de alma que faltaban a su jefe, y las poseía en alto grado; pero carecia de la autoridad y del influjo propios de un caudillo principal, centro de las operaciones y de los intereses de todos; y por una fatalidad singular sus dictamenes, que eran los más seguros, fueran siempre combatidos por Diego de Alvarado, que más blando, más comedido, y por lo mismo más acepto a Almagro, conseguía siempre al fin que los suyos prevaleciesen. Los demás capitanes, bizarros sin duda y valientes a toda prueba, tenían menos subordinación y menos unidad de intereses y de miras que los del Marqués. Los soldados, en fin, inferiores en número, intimidados unos con el superior poder de sus enemigos, y otros ganados con sus artificios para que abandonasen sus banderas cuando llegase la ocasión, no componían un cuerpo tan dispuesto a moverse con igualdad como el ejército contrario.

Así no es de extrañar que todas las operaciones de las tropas de Almagro, desde que volvió a estallar la guerra hasta que finalizó con la batalla de las Salinas, fuesen una serie no interrumpida de yerros y de desastres. Perdieron las alturas de la sierra de Guaytara, donde con poquísima gente pudieron deshacer a sus contrarios, y se dejaron sorprender porellos. Perdieron también la ocasión de desbaratarlos cuando, empeñados en el paso de la sierra, se hallaron los Pizarros atacados del frío intenso y cruel que allí reina, y transidos, pasmados, luchando con vértigos y bascas de muerte, presentaban fácil victoria a sus poco advertidos enemigos. No se atrevieron a seguir el dictamen de Ordóñez, que viendo a los Pizarros determinados a seguir su camino al Cuzco, propuso revolver impetuosamente sobre Lima, entonces desamparada de fuerzas, rehacerse allí de gente, escribir a España el verdadero estado de las cosas, y equilibrar la reputación ocupando la nueva capital del imperio, ya que el enemigo se apoderase de la antigua. Este parecer, en el cual Orgóñez daba la mejor prueba de su pericia y denuedo militar, era acaso el único camino de salvación que les quedaba. Pero aunque algunos capitanes le aprobaron, fue contradicho por otros, que aparentando no querer perder el fruto de sus fatigas en la posesión del Cuzco, no querían en realidad abandonar a sus contrarios las riquezas que en él tenían, ni alejarse de las delicias y regalos que allí disfrutaban. Siguióse por su mal el parecer de los últimos, y ni cortaron los puentes de los rios que habían de hallar sus contrarios en su marcha, ni los molestaron en ninguno de los pasos difíciles del camino. Vueltos en fin al Cuzco, en vez de atrincherarse y fortificarse allí para defenderse los pocos de los muchos, confiados en su valor, o más bien arrastrados de su mala fortuna, presentan en campo raso la batalla a sus enemigos, que si bien eran menos fuertes en caballería, les eran muy superiores en arcabucería y ordenanza militar.

Pizarro luego que los suyos arrojaron a los contrarios de las alturas de Guaytara, los llevó al valle de Ica para que se repusiesen de las fatigas y trabajos pasados en la sierra. Allí determinó entregar el ejército a sus hermanos para que persiguiesen a Almagro, que había ya tomado la vuelta del Cuzco. Hernando iba de superintendente, gobernador y cabeza de la expedición; Gonzalo con título de capitán general. Recomendólos el Gobernador a los capitanes y soldados, excusándose él de no mandarlos, con sus enfermedades y su vejez: animó a todos con la esperanza de una segura victoria sobre sus contrarios, vencidos ya y fugitivos; la cual no sería batalla, sino un justo castigo de hombres enemigos de su rey. Todos respondieron a voces que estaban prontos a ello, y con esta alegre disposición se dio la señal de marchar, tomando el ejército el camino del Cuzco, y el Gobernador el de Lima.

No faltó quien aun en el extremo a que ya eran llevadas las cosas, y entre gente tan olvidada al parecer de todas sus obligaciones, tuviese osadía para representar a los dos hermanos que bastaba ya la sangre española vertida en el levantamiento del país y en la prosecución de tantos desvaríos; que se acordasen de lo que debían a Dios, al Rey y a la patria, y suspendiesen los aparatos de guerra, ofreciéndose ellos a que por términos pacíficos se arreglase todo a su voluntad. más era ya tarde para que este último y generoso esfuerzo de la humanidad y de la razón fuese oido de aquellos hombres soberbios y vengativos. Hernando Pizarro respondía que don Diego de Almagro era el que había roto la guerra: bien seguro y tranquilo se bailaba él en el Cuzco, sin tener pensamiento de enemistad con ninguno, cuando el Adelantado con las banderas tendidas y al son de los atambores se había declarado enemigo de los Pizarros; bien era menester que entendiese a qué hombres había ofendido; y así, no había que pensar en más que en ir a buscar al enemigo, y que las armas decidiesen cuál era el partido que debía prevalecer. El Gobernador, aunque con menos violencia, resistía con igual dureza las sugestiones de paz: el que se atrevió a afirmar «que su jurisdicción llegaba hasta el estrecho de Magallanes84, devoraba ya en el deseo la inmensidad de su mando, y anhelaba el momento de arruinar sin recurso a su adversario para verse único y solo gobernador de aquellas dilatadas regiones. Los temores que pudiera darle el desagrado de la corte obraban como inciertos y lejanos, y seiscientos mil pesos de oro que tenía recogidos para enviar al Rey le parecían suficiente justificación o disculpa de cualquiera atentado. No había por consiguiente respeto que le enfrenase ni consideración que le moviese, siendo su ambición hidrópica más insaciable en él todavía, que en su hermano la venganza. A esta disposición tan enconada en los jefes se añadía la que animaba a oficiales y soldados, los unos ganosos de lavar la afrenta recibida en Abancay, los otros anhelando ir a apoderarse de las riquezas y gozar de las delicias que los de Almagro disfrutaban prometidas a ellos en premio de los trabajos y peligros que sufrían en aquella contienda. Cerróse pues el paso a todo buen consejo, y unos y otros se despeñaron en los horrores de la guerra civil.

Decidióse esta en el campo de las Salinas, a media legua del Cuzco, donde los dos bandos se encontraron (26 de abril de 1538). Estas batallas deAmérica, que en Europa apenas pasarían por medianas escaramuzas, llevan consigo el interés de los grandes resultados que tenían, y el del espectáculo de las pasiones, manifestadas en ellas frecuentemente con más energía que en nuestras sabias maniobras y grandes operaciones. Díjose la misa muy de mañana en el campo de los Pizarros, como si con esta muestra de devoción legitimasen y santificasen su causa. En seguida Hernando, armado de todas piezas, con una rica sobrevesta de damasco naranjado, y un alto penacho blanco en la cimera del yelmo, con que amigos y enemigos le distinguiesen de lejos, sacó su gente al combate, y atravesando un río y una ciénaga que había delante, se fue a encontrar con el ejército contrario. Las fuerzas no eran iguales: prevalecian a la verdad los de Almagro en caballería y en indios auxiliares; pero era doble el número de los españoles en el campo de los Pizarros, y una manga de arcabuceros que acababa de llegar de Europa les daba gran ventaja en esta parte esencial, y decidió la fortuna del día. Porque luego que vencieron los malos pasos que tenían que atravesar, y estuvieron al alcance de su armas aquellos diestros tiradores, animados por HernandoPizarro, que les gritaba: «¡A las astas arboladas!» pusieron fuera de combate a más de cincuenta de los caballeros contrarios. No ayudaba tampoco el terreno a la arremetida e impetuosidad de los caballos, que era en lo que podían llevar ventaja los de Almagro: Orgóñez, receloso de ser envuelto por la superioridad de su adversario, había elegido una posición más propia para resistir que para atacar. En esto quizá lo erró, y proporcionó al temor y a la fuga la ocasión que había quitado a la audacia. Su gente, hostigada con aquel fuego certero y sostenido, empezó a flaquear muypronto: unos dejaban la formación por irse a guarecer detrás de unos paredones arruinados que había en el campo, otros huían a la ciudad, otros en fin sin sacar la espada se pasaron vilmente al campo contrario, siguiendo el ejemplo que les dio Pedro Hurtado, alférez general de Almagro. Ya entonces, perdido el orden de batalla, empezaban a mezclarse unos con otros, y a campear solamente el esfuerzo personal de los hombres señalados. Pedro deLerma, conociendo de lejos a Hernando Pizarro, se arrojó a él llamándole a voces traidor y perjuro, y le encontró tan poderosamente, que le hizo arrodillar el caballo, y allí le matara si no fuera tan bien armado. Otros hacían por su parte iguales hechos con los contrarios que se les ponían delante. Orgóñez, que no había olvidado ninguno de los deberes y atenciones de general, hizo con su persona todo lo que podía esperarse de su arrojo y resolución. Dos soldados enemigos atravesó con su lanza, y oyendo a otro cantar victoria, cerró al instante con él y le pasó el pecho de una estocada. En esto viendo que algunos de los suyos se retiraban de la batalla, voló a ellos con su caballo para hacerlos volverá ella. Herido en la frente, de un arcabuzazo, muerto el caballo y caído debajo de él, todavía pudo desembarazarse, y defenderse peleando, de la muchedumbre de enemigos que le tenían cercado y le decían que se rindiese. Preguntó si había allí algún caballero a quien se pudiese entregar. Un Fuentes, criado de Hernando Pizarro, respondió que sí y que se diese a él. Así lo hizo, y luego que entregó la espada y le cogieron entre todos, el Fuentes arremetió a él y le degolló con una daga. Así murió este hombre, digno por su valor y su marcial franqueza de mejor guerra y de mejor fortuna. Matáronle a la verdad bajo el seguro de rendido, y esto hace más fea y vil la acción de su matador; pero a pensar con equidad, no tuvo peor suerte que la que él mismo destinaba a sus vencedores si hubiesen caído en sus manos. Era natural de Oropesa, había servido en las guerras de Italia, y se halló de alférez en el saco de Roma. Poco antes de su muerte le había dado el Rey el título de mariscal de la Nueva Toledo.

Ya en esto los capitanes Salinas, Lerma, Guevara y otros habían caído o heridos gravemente o muertos; y la gente de Almagro, enflaquecida y desalentada con tales desastres, acabó de desmayar de todo punto con la prisión y muerte de su general. Declaróse la victoria en favor de los Pizarros, el campo quedó por ellos, y la ciudad fue al instante ocupada por el vencedor. Lleno de ira y de soberbia y respirando venganza, era por demás esperar de él ni generosidad ni clemencia. Al tiempo que ponían la cabeza de Orgóñez en un garfio en la plaza, cargaban de prisiones a todos los capitanes y caballeros distinguidos del bando contrario, los soldados saqueaban las casas, y algunos saciaban su enojo a sangre fría en los infelices prisioneros, que no se les podían defender. Así mataron traidoramente al capitán Rui Díaz, llevándole un amigo a las ancas de su caballo; así pereció también Pedro de Lerma, que cubierto de heridas y casi exánime, fue sacado del campo por otro amigo suyo y llevado a su casa, donde no pudo defenderle de un bárbaro alevoso, que le pasó a estocadas en la cama donde yacia moribundo. Aumentábase el disgusto y horror de estos desastres escandalosos con la licencia y el gozo que se notaba en los indios. Vióseles acudir de todos aquellos contornos y tenderse por los cerros circunvecinos para gozar del espectáculo sangriento que sus opresores les daban; oyóseles al comenzarse la batalla herir los vientos con alaridos de sorpresa y de alegría; y después, cuando terminado el combate, el campo quedó abandonado y solo, bajaron como aves carniceras a despojar los muertos, rematar los heridos; y creciéndides la insolencia con la impunidad, entrar y robar el real de los vencedores.

Y ¿qué era entre tanto del sin ventura Adelantado? El día antes de la batalla, como si anteviera ya su acerba suerte, después de la revista de su tropa, a que estuvo presente en andas, porque no podía temerse en pié, prupuso a su general que se buscasen medios de paz y se excusase la sangre. Desechado esto fieramente por Orgóñez, animó noblemente a sus soldados antes de la pelea, y entregó el estandarte real a Gómez de Alvarado, recordándole su amistad y sus obligaciones. Después no pudiendo por su indisposición y flaqueza asistir al combate, se puso a mirarlo desde lejos en un recuesto, y vio con la congoja y agonia que son de imaginar sus amigos rotos y vencidos, y a él despojo de la fortuna y de las iras de un enemigo implacable e irritado. Recogióse huyendo a la fortaleza del Cuzco, adonde después de la batalla le fue a buscar Alonso de Alvarado, y le trajo a la ciudad para ponerle en el mismo encierro y con las mismas prisiones que habían sufrido él y los dos hermanos Pizarros. Hubo allí un capitán que viéndole por primera vez, y considerando su mala presencia y desagradable catadura, alzó el arcabuz para matarte, diciendo: «Mirad por quién han muerto a tantos caballeros.» Esta indignación soldadesca no dejaba de llevar consigo una especie de generosidad, porque ¡de cuantos sinsabores, de cuántas congojas y humillaciones le libertara aquel golpe si Alonso de Alvarado, que le contuvo, le hubiera dejado descargar!

Al principio le fue a ver Hernando Pizarro por ruego suyo, le consoló, le dio esperanza de vida, y le aseguró que esperaba a su hermano y que se conformarían los dos, y si se tardase en venir, daría lugar a que se fuese donde estuviese. Enviábale regalos a la prisión, le aconsejaba que estuviese alegre; y hubo vez en que envió a preguntarle que de qué modo iria mejor a ver a su hermano, si en silla o en andas: el prisionero, agradecido, respondió que iria mejor en silla, y con estas buenas palabras de día en día esperaba verse puesto en disposición de tratar sus cosas con su antiguo amigo y compañero. más entre tanto se le estaba formando un proceso capital, se admitian para hacerle cargos todas las delaciones y acriminaciones que pudieran agravar su causa, y fueron tantos los que acudieron a declarar contra él en obsequio de su perseguidor, que los secretarios no se daban manos a escribir, y el proceso llegó a tener más de dos mil fojas. Entregado así a las pesquisas y cavilaciones judiciales, que cuando se llevan por semejante estilo son una degradación todavía peor que el suplicio, el miserable prisionero estaba a orillas del sepulcro, y no conocía ni su daño ni su peligro. Habían ya pasado dos meses y medio desde el día de la batalla85, cuando pareció al vencedor que era ya tiempo de concluir aquella comedia tan grosera como cruel. Cerró el proceso, condenóle a muerte, y mandó que se le intimase la sentencia.

La tribulación y congoja que recibió el triste Almagro con aquella terrible nueva fueron iguales a la seguridad y confianza en que a la sazón se hallaba; y aquel hombre, que con tanta intrepidez y denuedo había arrostrado la muerte en el mar, en los rios, en los desiertos y en las batallas, no tuvo ánimo para considerarla en las manos de un verdugo. Dése todo lo que se quiera a la edad, a los achaques, al abatimiento que infunden los infortunios, al desaliento y soledad de una prisión prolija y rigorosa; pero no puede menos de considerarse con menos lástima todavía que indignación y vergüenza, a aquel miserable anciano postrado delante de su inexorable enemigo, y pedirle por amor de Dios que no lo matase, que atendiese a que no lo había hecho con él pudiendo hacerlo, ni derramado sangre de pariente ni amigo suyo aunque los había tenido en su poder; que mirase cómo él había sido la mayor parte para que su hermano Francisco Pizarro subiese a la cumbre de honra y riqueza que tenía; díjole que considerase cuán flaco, viejo y getoso estaba; cuán pocos podían ser los tristes días de vida que le quedaban, y pidióle que se los dejase vivir en la cárcel para llorar sus pecados. El lastimero tono en que estas cosas decía podrían ablandar las piedras, mas no aquel corazón de bronce, que con un desabrimiento y dureza digna de sus malas entrañas le respondió que se maravillaba de que hombre de tal ánimo temiese tanto la muerte; que no era ni el primero ni el último que así acabaría; y supuesto que presumia de caballero y de ilustre, la sufriese con entereza y dispusiese su alma, porque era una cosa que no tenía remedio86.

Pero el que tan pusilánime se había mostrado delante de su contrario pidiéndole la vida, luego que se desengañó de la inutilidad de sus ruegos y vio que era forzoso morir, se dispuso a este acto con decencia y gravedad, harto más propias de su carácter que su flaqueza anterior. Ordenó su alma y dispuso su testamento, dejando por herederos al Rey y a su hijo, declarando que tenía gran suma de dinero en la compañía con don Francisco Pizarro; pidió al Rey que hiciese merced a su hijo, y en virtud de la facultad real que tenía, nombróle por gobernador de la Nueva Toledo, dejando por administrador de este encargo, hasta que tuviese edad, a su caro y fiel amigo Diego de Alvarado, que hizo por él entonces todas cuantas gestiones y oficios correspondían a su lealtad y a su cariño. Y cuando el desdichado hubo cumplido con estos tristes y solemnes deberes, volvióse al capitán Alonso de Toro, que sin duda debía de ser uno de los más encarnizados contra él, y le dijo: «Ahora, Toro, os veréis harto de mis carnes.» La muerte se ejecutó en la prisión, dándole garrote en ella, y sacándole después a la plaza, donde públicamente le cortaron la cabeza. Después le llevaron a las casas de un amigo suyo, el capitán Hernan Ponce de León, donde estuvo de cuerpo presente, y luego le enterraron en la iglesia, acompañándole Hernando Pizarro y todos los capitanes y caballeros del Cuzco.

Era manchego87, hijo de padres humildes y desconocidos, y tenía sesenta y tres años cuando le mataron. Fue a las Indias con Pedrarias Dávila, y en el Darien se amistó y asoció con Francisco Pizarro, viviendo siernpre los dos en comunidad de granjerías y de intereses, tal vez por conformarse también los hábitos y los caracteres. Su persona y sus costumbres fueron tales cual resultan de la serie de los sucesos referidos. Indios y españoles todos le lloraron a porfía: los primeros decían que nunca recibieron de él pesadumbre ni mal tratamiento; los segundos perdían un caudillo generoso, a quien seguían y servían más por inclinación que por interés. Hubo de ellos algunos que a voces llamaron tirano a su matador, y le amenazaron con venganza. Hasta los del bando contrario juzgaron aquella ejecución no sólo rigorosa, sino injusta, y la tuvieron por muestra bien cruel de ánimo tan inicuo como desagradecido. Olvidábanse entonces la poca dignidad de su trato, su vanidad pueril, su inconsideración y su imprudencia, para no recordar más que la amable dulzura, incansable generosidad, fácil clemencia y afectuoso corazón con sus capitanes ysoldados. Nosotros simpatizamos fácilmente con el justo dolor y sentimiento de aquella agradecida muchedumbre; pero la afición que inspiran las amables prendas del Adelantado, y la compasión debida a su infortunio, no deben cegar los ojos de la razón y de la equidad; y dando lágrimas a su desastrada muerte, confesarémos sin embargo que él fue sin duda el agresor en aquella guerra civil. Aun cuando el Cuzco cayese en los términos de su gobernación, la cual estaba muy lejos de ser cierto88, no debía dar el escándalo de tomarse por sí mismo la justicia con las armas en la mano. Puso imprudentemente este debate al arbitrio y decisión de la fuerza, porque a la sazón era más fuerte; él fue flaco a su vez, y entonces la fuerza le arrolló.

La odiosidad de esta ejecución recayó al principio toda sobre Hernando Pizarro, como instrumento inmediato y visible de ella; más después se fijó con más encono en el Gobernador, como principal autor de aquel desastre hecho a su nombre y bajo su autoridad, sin que él, en tanto tiempo como duró el proceso, hiciese el menor esfuerzo para impedirle. Luego que recibió la noticia de la victoria de las Salinas, determinó ponerse en marcha hacia el Cuzco para gozar allí de su triunfo y ostentar su poderío. Al salir de Lima prometió a cuantos le aconsejaron la moderación y clemencia, que no tuviesen cuidado, que Almagro viviria y volverla con él a la amistad antigua. Lo mismo ofreció al joven don Diego, que le pidió humildemente la vida de su padre cuando se le presentaron en Jauja los capitanes que se le llevaban de orden de su hermano; y a las graciosas palabras con que le hizo esta promesa, añadió otras de consuelo, dando orden cuando le despidió, de que se le proveyese de todo lo necesario y se le tratase en su casa con el mismo regalo y respeto que a su hijo don Gonzalo. Buenas y loables demostraciones si el efecto y la verdad correspondiesen a ellas, y si entre tanto no se prosiguiera el proceso y no tuviera las funestas resultas que ya se han contado. Detúvose en Jauja cuanto le pareció necesario para ser desembarazado de su competidor, y la noticia de su muerte le cogió ya vuelto a poner en camino y cerca de la puente de Abancay. Sus amigos contaban que al oirla estuvo gran rato con los ojos bajos, mirando al suelo y derramando lágrimas; otros aseguraron que, cerrado el proceso, su hermano le envió a preguntar lo que había de hacerse, y que la respuesta fue que hiciese de modo que el Adelantado no los pusiese en más alborotos. No se opone lo uno a la otro, y estos grandes comediantes que se llaman políticos tienen a su mandado las lágrimas cuando ven que les convienen.

Llegado al Cuzco, le recibieron con los aplausos y el fausto que convenía a su poder. Conocióse allí cuanta se había alterado su condición con la mudanza y favores de la fortuna. Los indios, que antes eran acogidos por el con indulgencia y agrado, los recibia entonces con aspereza y desabrimiento; y a las quejas que le daban por los ultrajes que padecían de los castellanos, les respondía que mentian. El mismo semblante mostraba, y aun peor voluntad, a los soldados de Chile, como partidarios de Almagro, olvidándose de los grandes servicios que habían hecho al Rey, y no teniendo respeto alguno a sus necesidades. Presentósele Diego de Alvarado como testamentario del Adelantado su amigo, y le pidió que le mandase desembarazar la provincia de la Nueva Toledo, para que se cumpliera el nombramiento hecho por el Adelantado en su hijo. Usó Alvarado en esta demanda de aquel comedimiento y urbanidad que usaba en todas sus cosas, y tuvo el cuidado de advertir que dejaba aparte el debate de la ciudad del Cuzco hasta que el Rey determinase sobre ella. Ni esta circunspección ni el justo y amable proceder de Alvarado le defendieron de ser recibido con aspereza y soberbia. La respuesta fue «que su gobernación no tenía término, y llegaba desde el estrecho de Magallanes hasta Flándes»; dando a entender así que su ambición no tenía límites, y que con la felicidad excesiva había perdido enteramente aquella prudencia y compostura de ánimo en que antes sobresalía.

Era tan celoso de mando y tan irritable en su orgullo, que porque le dijeron que Sebastian de Belalcazar solicitaba de la corte el gobierno en propiedad de todas las provincias de abajo, le declaró al instante una ojeriza que no se le acabó sino con la muerte. Ni los servicios de Belalcázar, ni el respeto y reverencia que siempre le tuvo, ni la sumisión con que se envió a disculpar de la imputación que se le hacía, bastaron a sacudir de su ánimo las sospechas y el ansia de perturbarle de allí. Ejército no podía mandar contra él, porque el que tenía iba entonces persiguiendo al adelantado Almagro; pero dio comisión a Lorenzo de Aldana, uno de sus capitanes, para que fuese al Quito y despojase cautelosamente a Belalcázar de la autoridad que tenía delegada en él para gobernar aquel país, y procurase sobre todo prenderle y enviarle bien custodiado a Lima. Su anhelo entonces era que el Rey diese en gobernación las provincias de abajo a Gonzalo su hermano, y en esto consistía el delito de Belalcázar. Por fortuna este hombre infatigable y belicoso se hallaba entonces engolfado en sus aventuras y descubrimientos de la otra parte del Ecuador, y no podía atender al desaire que su antiguo general le hacía en el Quito. Aldana por consiguiente se estableció allí sin oposición ninguna, y mantuvo la provincia bajo la obediencia de su primer descubridor.

Cuando Pizarro llegó al Cuzco no encontró allí a sus hermanos, que se hallaban en la provincia del Collao pacificando indios y buscando minas. más como Hernando tuviese ya necesidad de volver a Castilla para cumplir sus promesas y el encargo que la corte le había hecho, apresuró su viaje recogiendo cuanto oro y plata pudo para sí y para el Rey por todos los medios buenos y malos que se le vinieron a las manos. Sabía él harto bien que un buen tesoro sería la mejor justificación de sus hechos en la corte. Al despedirse del Gobernador le dio por consejo que enviase a Castilla al hijo de Almagro, para quitar la ocasión de que el bando de Chile lo tomase por cabeza y pretexto para cometer algún atentado contra su persona; que no consintiese que aquellos hombres fieros y belicosos anduviesen juntos ni que viviesen en ninguna parte de diez arriba; sobre todo que mirase por sí y anduviese siempre bien acompañado. El Marqués se burló de estos avisos, y le respondió «que se fuese su camino adelante y se dejase de semejantes recelos, pues las cabezas de aquellas gentes guardarían la suya». El tiempo manifestó cuán fundados eran los temores de Hernando Pizarro, y que el consejo de enviar al joven don Diego de Castilla era de hombre que sabía ver las cosas de muy lejos. Fuese Hernando (1539), y el cúmulo de oro que llevaba consigo no le podía asegurar contra la inquietud que le infundian sus procedimientos en la guerra civil. No se atrevió a tocar en Panamá, temiendo que allí la Audiencia le pidiese razón de su conducta y le prendiese, como efectivamente así estaba dispuesto. Navegó hasta Nueva España, y desembarcando en Guatulco, le prendieron cerca de Guajaca y le llevaron a Méjico. más el virey don Antonio de Mendoza, que no tenía órdenes ningunas sobre su persona, y de sus culpas nada le constaba, le dejó proseguir su camino a Castilla, donde podrían hacérsele los cargos que se estimasen justos. Embarcado en Veracruz, y llegado a las islas de los Azores, no se atrevió a pasar adelante hasta saber por sus amigos si podía hacerlo con seguridad. Ellos le respondieron que sí, y con esta confianza se atrevió a entrar en España y a presentarse en la corte.

No halló en ella de pronto ni el castigo que merecía ni la buena acogida que sus amigos le anunciaron. Habíale precedido la fama de sus violencias, y estaba ya pidiendo justicia contra él aquél Diego de Alvarado, tan encarnizado ahora en su daño como constante otro tiempo en defenderle. Amigo el más querido del desdichado Almagro, él había recibido en su seno los pensamientos y últimos suspiros del anciano moribundo; a él encomendó su hijo, a él las esperanzas de su suerte, a él acaso también los intereses de su venganza. La desesperación de Alvarado al ver inútiles los esfuerzos y súplicas empleadas en favor de Almagro, fue igual a la confianza que por sus oficios anteriores con el vencedor había concebido de salvarle. Considerábase homicida de su amigo por la contradicción que había hecho a los rigorosos consejos de Orgóñez; lloraba su ceguedad, y llamaba a voces ingrato y tirano a Hernando Pizarro, diciendo que por haberle él dado la vida se la quitaba a su amigo jamás se le conoció consuelo desde aquel trance cruel; y después de haber probado en vano si el Gobernador reconocía los derechos del joven Almagro, vino a España a hacerlos valer ante el Rey, dejando sembrada en el camino la odiosidad debida a las iniquidades de hombres tan injustos y crueles. Llegado Hernando a la corte, se hicieron los dos la guerra al principio con demandas, con recusaciones, con cavilaciones de foro. Aveníase esto mal con la impaciente vehemencia de Alvarado, y no queriendo aventurar la venganza de su muerto amigo a medios tan inciertos y prolijos, apeló a las armas de caballero. Envió pues a Hernando Pizarro un cartel de desafío en que le provocó a salir al campo, obligándose a probarle allí con su espada que en su proceder con el adelantado Almagro había sido hombre ingrato y cruel, mal servidor del Rey y fementido caballero. No se sabe lo que contestó Hernando; pero el bizarro Alvarado falleció de una enfermedad aguda de allí a cinco días; y muerte tan oportuna, atendiéndose al carácter perverso que se conocía en su adversario, no se creyó exenta de malicia. Así acabó víctima de su amistad y de sus bellos sentimientos (1540) este hombre amable y leal, tan tierno y consecuente en sus cariños, tan franco y noble en sus odios, yetiyo carácter, en medio de las atrocidades y alevosías que al rededor de él se cometen, sirve como de consuela al ánimo afligido con ellas, y vuelve por el honor de la especie humana envilecida.

Su fiero y arrogante rival no disfrutó mucho tiempo la seguridad y sosiego que le proporcionaba esta muerte. Los jueces del proceso acordaron muy pronto que se le prendiese, y fue puesto en el alcázar de Madrid. Después, al trasladarse la corte a Valladolid, fue llevado al castillo de la Mota de Medina, donde hasta el año de 56089 permaneció sepultado y olvidado de los hombres el que tanto ruido había hecho en ambos mundos por sus riquezas y por sus pasiones.

Mas la víctima principal debida a los manes de Almagro y de Atahualpa estaba por sacrificar todavía, y la confianza imprudente de Pizarro, nacida de su soberbia y de su orgullo, le iban ya arrastrando por momentos al cuchillo de la venganza. Después de la muerte de su competidor todo reia al parecer a la ambición que le dominaba, y en las novecientas leguas que hay desde los Charcas hasta Popayan no había otra voluntad que la suya. La corte le trataba siempre con la mayor deferencia, y le había hecho marqués de los Charcas, dándole también facultad de agregar diez y seis mil vasallos a su mayorazgo. Sus hermanos, uno en España le defendía de los tiros del odio y de la malevolencia; otro, enviado por él al Quito de gobernador, le aseguraba por aquella parte, y aun se preparaba a extender su dominación y su nombre por las tierras ricas, según la opinión de entonces, de los Quixos y de la Canela. Él, roto y cansado por la edad, se entregaba a su gusto favorito de fundar y de poblar, y a estos últimos cuidados de su vida se deben las fundaciones de la Plata, de Arequipa, de Pasto y de León de Guanuco. La guerra del inca Mango, si bien daba algún disgusto por no estar ya terminada y pacificado el país, no causaba tampoco cuidado, por las pocas fuerzas de aquel príncipe y los escarmientos que había recibido en sus diferentes encuentros anteriores con los castellanos. En fin, aun cuando ya se tenía noticia de que venía al Perú un ministro del Rey a tomar informaciones sobre los acontecimientos pasados, sus amigos le escribían que en los despachos que aquel comisionado llevaba se guardaba la mayor consideración con su persona; y que así no tuviese pena ninguna por ello, pues iba más para favorecerle que para darle pesadumbre.

Estas noticias, propaladas por él o por sus parciales con más vanidad que prudencia, fueron tal vez lo que precipitó su desgracia, porque con ellas se acabaron de enconar los ánimos ya irritados de los soldados y capitanes de Chile. Da lástima y enojo ver la miseria y abandono en que desde la muerte de su jefe se hallaban constituidos. Andaban los soldados, hambrientos y desnudos, vagando por los pueblos de los indios y solicitando de ellos su sustento. Muchos de los capitanes habían bajado a Lima atraídos de su amor al joven Almagro, y cifrando en él sus esperanzas y su remedio. Pero este mancebo, privado de su herencia, echado de la casa del Marqués, arrojado de otras por adulación al poder dominante, acogido en fin por dos amigos viejos de su padre, que se aventuraron a todo por acudirle, aun cuando por las liberalidades ajenas pudiese subsistir con alguna decencia, no tenía medios para pagar a aquellos caballeros la buena voluntad que le tenían y aliviar sus necesidades. Éstas eran tales que no se pueden bastantemente encarecer: sin casa, sin hogar, manteniéndose de la caridad ajena, y no teniendo entre doce, y eran los más principales, sino una capa de que alternativamente se servían. Tal era el estado en que se hallaban aquellos fieros conquistadores, dueños un tiempo de los tesoros del Cuzco, y que en la opulencia que entonces los hinchaba tenían a menos las ricas tierras de los Charcas y de Chile. La amarga comparación que hacían con las riquezas y delicias en que nadaban otros, que en valor y en servicios les eran tan inferiores, irritaba más y más el sentimiento de sus males, y los ponía a punto de no poderlos sufrir. Sólo el furor de las pasiones y la ceguedad de la arrogancia pueden explicar esta falta de cordura y de cautela en hombre tan sagaz como el Marqués. Cuando en las discordias civiles cae un partido, su jefe es muerto y faltan las cabezas, es interés del vencedor que los ánimos se calmen, las pasiones se olviden, y se quite toda ocasión a desabrimientos y quejas parciales. La persecución prolongada después de la victoria no hace más que prolongar las pasiones y eternizar el espíritu de partido. Hubiera enviado a España a don Diego y separado aquella gente descontenta, dándoles comisiones en que entretenerse y sustentarse, como le aconsejaba su hermano, y él acabara sus días en paz y en todo el lustre de la gloria y poderío a que le subió la fortuna. No lo hizo así, y se perdió, y perdió aquel desgraciado país, que siguió ardiendo en guerras civiles por espacio de trece años, y sólo por culpa suya.

Alguna vez sin embargo trató de enmendar este mal y acudía a los trabajos que aquella gente padecía. Con este fin proyectó la población de León de Guanuco, y dio el cargo de hacer el establecimiento a Gómez de Alvarado, pensando en dar allí repartimientos a los de Almagro; pero los celos de los vecinos de Lima frustraron casi del todo aquel buen pensamiento. En otra ocasión envió a decir a Juan de Saavedra, a Cristóbal de Sotelo y a Francisco de Chaves, que les quería dar indios de repartimiento para que se sustentasen; pero ellos, rabiosos con la necesidad que habían padecido, querían antes perecer que recibir nada de su mano. Sonábase ya la llegada de Vaca de Castro, el ministro que el Rey enviaba, a quien pensaban ir dos de ellos a recibir en San Miguel de Piura y presentarse a él vestidos de luto, pidiéndole justicia de las crueldades usadas por los Pizarros contra ellos y contra su antiguo capitán. A esta comisión enviaron después un buen caballero de entre ellos, llamado don Alonso de Montemayor, y parecía que con tales disposiciones todo debía permanecer tranquilo hasta la llegada de Vaca de Castro. Pero la animosidad imprudente de unos y otros no se podía refrenar; y si no con amagos y amenazas descubiertas, se hacían la guerra a lo menos con insultos y escarnios mal disimulados. Un día amanecieron en la picota tres sogas tendidas con dirección la una a casa del Marqués, y las otras dos a las de su secretario Picado y su alcalde mayor el doctor Velázquez. Atribuyóse esta insolencia a los de Chile. El Marqués, incitado por sus amigos a que buscase y castigase a sus autores, respondía que harta mala ventura tenían aquellos cuitados viéndose pobres, vencidos y corridos. Pero el secretario Antonio Picado no tuvo tanto sufrimiento. Viósele de allí a pocos días pasar a caballo por la calle donde vivía don Diego de Almagro, vestido de una ropa francesa bordada, y sembradas en ella muchas higas de plata; paseóla gallardeándose y dando arremetidas al caballo: cosas todas de mofa y menosprecio, y mucho más enojosas de parte de un hombre que era en su concepto el que más fomentaba la pasión del Gobernador contra ellos. Por esta demostración y otras tales vinieron a sospechar que, después de los trabajos y miseria que habían padecido, se trataba de matarlos o desterrarles. Y como hacía este mismo tiempo se empezó a propagar por Lima la inclinación que el juez comisionado traía a las cosas del Marqués, y el contento verdadero o aparente de Pizarro y los suyos lo acreditaba, ellos se contemplaron perdidos del todo si no miraban por sí, y apelaron a lo único que les quedaba, esto es, a su desesperación y a su valor.

Empezaron a proveerse de armas cada cual según podía, y a andar atropados: veíase a don Diego y a Juan de Rada, su principal maestro y consejero, salir siempre seguidos de hombres determinados y valientes. Juan de Rada era uno de los antiguos capitanes del Adelantado, natural de Navarra, y hombre que, así por las distinguidas calidades de valor y capacidad que ya se han dicho de él, como por la confianza que en él ponía el joven Almagro, obtenía la primera autoridad entre aquellos hombres de hierro. Sabíase que había comprado una cota, y que la traía siempre consigo, y esto se notaba más en él y daba más que sospechar. Vino esto, como era natural, a noticia de los amigos del Marqués, y se lo avisaron, aconsejándole que se guardase y llevase siempre compañía consigo. Él se contentó por entonces con llamar a Juan de Rada, el cual, si bien se turbó algún tanto con aquel imprevisto llamamiento, se fue a presentar a él sin consentir que nadie le acompañase, aunque muchos se ofrecían a hacerlo. Llegó delante del Marqués, que a la sazón se hallaba en su huerta mirando unos naranjos; y luego que supo quién era, porque al principio por su cortedad de vista no pudo conocerle, «¿qué es esto, Juan de Rada, le dijo, que me dicen que andáis comprando armas para matarme? -Así es verdad, señor, contestó Rada, he comprado dos coracinas y una cota para defenderme. -¿Pues qué causa os mueve ahora a proveeros de armas más que en otro tiempo? -Porque nos dicen y es público que usía recoge lanzas para matarnos a todos. Acábenos ya usía, y haga de nosotros lo que fuere servido; porque habiendo comenzado por la cabeza, no sé yo por qué se tiene respeto a los pies. También se dice que usía piensa matar al juez que viene enviado por el Rey; y si su ánimo es tal, y determina dar muerte a los de Chile, no lo haga con todos: destierre usía a don Diego en un navío, pues es inocente; que yo me iré con él adonde la ventura nos quisiera llevar.» Conmovido y enojado el Marqués de lo que oía, respondió con grande alteración: «¿Quién os ha hecho entender tan gran maldad y traición como es esa? Nunca tal pensé yo, y más deseo tengo que vos de que acabe de llegar ese juez; que ya estuviera aquí si se hubiera embarcado en el galeón que le envié. En cuanto a las armas, sabed que el otro día salí a caza, y entre cuantos íbamos no había quien llevase una lanza: mandé a mis criados que comprasen una, y ellos han comprado cuatro. Plegue a Dios, Juan de Rada, que venga el juez, y estas cosas hayan fin, y Dios ayude a la verdad. -Por Dios, señor, repuso Rada ya más mitigado, que he invertido más de quinientos pesos en comprar armas, y por esto traigo una cota, para defenderme del que quisiere matarme. -No plegue a Dios, Juan de Rada, que yo haga tal.» Íbase ya el capitán, cuando un loco que para su diversión tenía el Marqués, y estaba presente, le dijo: «¿Por qué no le das de esas naranjas?» Eran entonces muy apreciadas por ser las primeras que se conocían. «Dices bien», respondió el Marqués, y cortando por su mano seis del árbol que tenía delante, se las dio, añadiendo al oído que le dijese si necesitaba de algo para franqueárselo. Besóle por ello las manos Juan de Rada, y se fue a encontrar con sus amigos, que viéndole salieron del cuidado en que su llamada los había puesto.

Esta escena, en que los dos al parecerse explicaban con ingenuidad, y que acabó de un modo tan pacífico y amistoso, no produjo otro efecto que prolongar la confianza del Gobernador, y animar a los conjurados a precipitar su designio. Temían ellos ser destruidos si el Marqués volvía a sus rencores o a sus sospechas, mientras que él, juzgando que ellos no trataban más que de defenderse, y no pensando por su parte hacerles mal ninguno, creía por esto sólo tenerlos seguros. Llovían sobre él avisos de lo que los conjurados trataban, principalmente en los dos días que precedieron a la catástrofe. Dos veces se lo advirtió un clérigo a quien uno de los de Chile se lo había descubierto: una de ellas cenando en casa de Francisco Martínez, su hermano; él respondió que aquello no tenía fundamento, y que le parecía dicho de indios o deseo de ganar un caballo por el aviso; y se volvió a la mesa sin hacer más diligencia, aunque a la verdad no volvió a probar bocado. Aquella misma noche al acostarse, un paje le dijo que por toda la ciudad se sonaba que al día siguiente le habían de matar los de Chile; y muy enojado, le envió en mal hora, diciéndole: «Esas cosas no son para ti, rapaz.» A la mañana siguiente, último día que había de vivir, le anunciaron lo mismo que le tenía dicho el paje, y se contentó con decir tibiamente a su alcalde mayor, el doctor Juan Velázquez, que prendiese a los principales de Chile. Habíaselo mandado otra vez y con igual tibieza, como si no se tratase de peligro suyo personal. El doctor, que ya le tenía dicho que mientras él regentase la vara que llevaba en la mano no tuviese temor ninguno, le volvió a dar la misma seguridad y le ofreció adquirir las noticias convenientes. Cosa por cierto bien digna de notarse, que ya que él tomaba este negocio con tanta indiferencia, ni su hermano Martínez de Alcántara ni su secretario Picado, a quienes tanto iba en ello, ni sus demás amigos, noticiosos como debían ya estar de estos rumores, no tratasen de reunirse, de acompañarle y de formar una guardia al rededor de su persona, que atajase los designios de aquellos hombres determinados. más la ciega confianza que él manifestaba se comunicaba a los otros, y prosiguió cerrando los oídos a todos los avisos de la prudencia, como si fuera mengua del valor o desdoro de la grandeza suponer que alguno se les atreva. Así en tales casos las hombres valientes se pierden por el exceso de su arrogancia, a la manera que los pusilánimes suelen precipitar su ruina por el exceso de sus temores.

Entre tanto los conjurados, si bien ya resueltos a matarle, no estaban ciertos aun ni del modo ni del día. Hallábanse aquella mañana (domingo 26 de junio de 1541) los principales en casa de don Diego, y Juan de Rada todavía reposando, cuando un Pedro de San Millán entra y le dice: «¿Qué hacéis? De aquí a dos horas nos van a hacer cuartos a todos. Así lo acaba de decir el tesorero Riquelme.» Salta Juan de Rada al instante de su lecho y toma sus armas, los demás se arman también; él los anima en pocas palabras, manifestándoles que la acción a que estaban resueltos, antes conveniente a su ambición y a su venganza, es ya absolutamente precisa para su salvación en el peligro en que se ven: todos le responden según su deseo, y se precipitan desesperados a la calle. Ondeaba ya en el aire a una de las ventanas de la casa el paño blanco, a cuya señal debían de armarse y venir a acudirles los cómplices que estaban lejos. Entraron en la plaza, y uno de ellos, Gómez Pérez, por no mojarse los pies en un charco de agua que acaso allí había derramado de una acequia, hizo un pequeño rodeo. Repara en ello Juan de Rada, y entrándose por el agua, se va a él mal enojado, y le dice: «¿Con que vamos a mancharnos en sangre humana, y rehusáis mojaros los pies con agua? Vos no sois para el caso; ea, volveos;» y sin consentirle pasar adelante, lo hizo al punto retirar, y Gómez no asistió al hecho90. Este hecho sin duda era atroz y criminal, pero no alevoso ni vil. A la mitad del día, y gritando furiosos: «¡Viva el Rey! ¡Mueran tiranos!» atraviesan la plaza y se abalanzan a las casas de su enemigo como quien a banderas desplegadas y al eco de la guerra y de los atambores asalta una plaza fuerte. Nadie les salió al encuentro en el camino, y sea indiferencia, sea odio a la dominación presente, de cuantos a aquella hora estaban en la plaza, y quizá pasaban de mil, ninguno se opuso a su intento, y los veían y dejaban ir, diciéndose fríamente unos a otros: «Estos van a matar a Picado o al Marqués.»

Estaban con él a la sazón un crecido número de sus amigos y dependientes, haciéndole la corte. Uno de los pajes, que estaba en la plaza, viendo a los conjurados en ella y conociendo a Juan de Rada, corrió al momento y se entró por la casa del Marqués, gritando. «Al arma, al arma; que los de Chile vienen a matar al Marqués mi señor.» Con estas voces se levantaron todos alterados, y bajaron hasta el primer descanso de la escalera a ver lo que sería, cuando ya estaban por el segundo patio los conjurados repitiendo sus temerosos clamores. El Marqués, intrépido y resuelto, se entró a su recámara para armarse, y desnudándose la ropa talar de grana que tenía vestida, se puso una coracina y tomó un arma enastada. Asistían a su lado su hermano Francisco Martínez de Alcántara, un caballero llamado don Gómez de Luna y dos pajes. Los otros circunstantes, cuál por un lado, cuál por otro, habían desaparecido, quedando en la sala sólo el capitán Francisco de Chaves con dos criados suyos. La puerta de la sala estaba cerrada, y si así permaneciera, como lo había mandado el Marqués, el hecho hubiera sido más difícil. Subían ya por la escalera los matadores, guiándolos Juan de Rada, que exaltado hasta el entusiasmo por verse en aquel día y en aquel paso tan deseado de su amistad y de su rencor, repetía el nombre del muerto Almagro en ecos de feroz alegría. Empezaron a combatir la puerta, que Chaves por aturdimiento o por miedo mandó abrir: entonces ellos entraron por la sala, buscando con los ojos a la víctima. Chaves les decía: «¿Qué es esto, señores? No se entienda conmigo el enojo del Marqués; yo fui siempre amigo; mirad que os perdéis.» Una estocada mortal puso término a sus voces, y sus dos criados perecieron con él allí. Pasan adelante y llegan a las puertas de la cámara del Marqués, ya preparado a defenderla con los pocos que le quedaban. Lucha por cierto bien desigual: de una parte un viejo de más de sesenta años91, dos hombres y dos muchachos; y de la otra diez y nueve soldados robustos y valientes, a quienes la misma atrocidad y desesperación aumentaba la fuerza y la osadía. Peleó sin embargo con ellos el Marqués, y les resistió la entrada con una destreza y un esfuerzo digno de sus mejores tiempos y de sus antiguas proezas. «¿Qué desvergüenza es ésta? ¿Por qué me queréis matar? A ellos, que traidores son.» Así clamaba él mientras que ellos gritaban: «Ea, muera; que se nos pasa el tiempo;» y diciéndose injurias y dándose cuchilladas continuaban la mortal refriega, sin conocerse ventaja de una parte ni de otra, en tal manera que los conjurados pedían a toda prisa armas enastadas para mejorarse. Al fin, Juan de Rada, dando un empellón a su compañero Narváez, que estaba delantero, le echó encima de Pizarro para que él y los suyos, embarazados en herirle, no estorbasen tanto la entrada a los demás. Así pudieron ganar la puerta, y ya entonces la suerte del combate no podía permanecer incierta mucho tiempo. Cayó muerto Martínez de Alcántara, muertos fueron también los dos pajes, y derribado en tierra gravemente herido don Gómez. El Marqués, aunque solo y teniendo que hacer rostro a todas partes, pudo defenderse algunos momentos más; pero desangrado, fatigado y sin aliento, apenas podía ya revolver la espada, y una grande herida que recibió en la garganta le hizo en fin venir al suelo. Respiraba aún y pedía confesión, cuando uno de ellos, que a la sazón tenía una alcarraza de agua en las manos, le dio con ella fuertemente en la cabeza, y a la violencia de aquel golpe inhonesto acabó de rendir el alma el conquistador del Perú.

No contentos con verle muerto de este modo deplorable, algunos de los conjurados empezaban ya a tratar de arrastrarle a la plaza y hacerle allí pasar por la afrenta del patíbulo. Los ruegos del Obispo lo salvaron de este último ultraje; y el cadáver, envuelto en un paño, blanco, fue llevado a toda prisa y como a escondidas por sus criados a la iglesia. Allí hicieron un hoyo de pronto, y sin pompa ni ceremonia alguna le enterraron, temiéndose a cada instante que le viniesen a cortar la cabeza para ponerla en el garfio de los malhechores. Saqueábanse entre tanto sus casas y su recámara, donde había por valor de más de cien mil pesos. Sus dos hijos92, niños aún, fugitivos y descarriados mientras sucedía la catástrofe, fueron buscados y puestos en seguro por los mismos fieles criados que hicieron los últimos honores al cadáver del padre. Su muerte no fue sentida ni vengada tampoco al pronto, porque unos capitanes que al rumor y al alboroto se armaron y acudieron a socorrerle, ya cuando llegaron a la plaza supieron que era muerto, y se retiraron a sus casas. Todo pues quedó allanado; y sumergida Lima en silencio y en terror, Juan de Rada proclamó solemnemente por gobernador a su joven alumno, que al instante pasó a ocupar el palacio del Marqués y a ejercer su autoridad desde allí.

Entonces el viejo Almagro, si pudiera levantar la cabeza y contemplar a su hijo sentado en aquella silla y debajo de aquel dosel, gozara en su melancólico sepulcro algunos momentos de satisfacción y de alegría. Pero ¡cuán cortos fueran y cuán acerbos después a su corazón paternal! Veríale al frente de un partido furioso, sin talento para dirigir y sin fuerza para contener; divididos sus feroces capitanes, y matándose desastradamente unos a otros sin poderlo él estorbar, arrastrado por ellos a levantar el estandarte de la rebelión y a pelear contra las banderas de su rey; vencido y prisionero, pagar con su cabeza en un patíbulo la temeridad y yerros de su mal aconsejada juventud; y llevado por fin a la sepultura de su padre, con quien se mandó enterrar, pudieran ver los dos en sus comunes infortunios. cuán peligroso poder es el que se adquiere con delitos.