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ArribaAbajoAdvertencia preliminar a las dos vidas siguientes

Al publicarse el tomo I de esta obra tenía el autor delante de sí mucho tiempo y muchas esperanzas. Alentábale en ellas la indulgencia con que el público había recibido sus primeros ensayos; y confiado en su juventud y en la tranquilidad y posición ventajosa que entonces disfrutaba, se atrevió a prometer al frente de aquel libro lo que después no le había de ser posible realizar. Y aunque el título indeterminado y vago que le puso dejaba libertad para dar la forma y extensión que quisiese a su trabajo, bien se conocía que el intento era escribir una biografía de los hombres más eminentes que en armas, gobierno y letras hubiesen florecido en España. A aquellas cinco vidas primeras debían seguir las de los personajes más señalados en los fastos del Nuevo Mundo, Balboa, Pizarro, Hernán Cortés, Bartolomé de las Casas. Los célebres generales del tiempo de Carlos V y su sucesor formarían la materia del tomo III. El cuarto se compondría de las vidas de los estadistas más ilustres, desde don Bernardo de Cabrera hasta el conde-duque de Olivares. Y por último, en un tomo V se darían aquellos hombres de letras sobresalientes que en los acontecimientos que por ellos pasaron ofreciesen argumento a una relación interesante e instructiva: tales podrían ser Mariana, Quevedo, Cervantes y algún otro.

Sobrado espacio había en los veinte y seis años corridos desde entonces para completar este plan. Pero apenas salió a luz aquel primer volumen, cuando el clarín guerrero de Napoleón vino a despertar a los españoles del letargo en que yacían y a anunciarles una larga serie de combates y calamidades. Y no era esta guerra como las demás, en que una sola clase, llevada por su deber o impelida por la gloria y la ambición, se destina a los peligros y las fatigas y pasa por las vicisitudes de esta terrible plaga. La guerra de la Independencia fue para nosotros un sacudimiento general: todos los sentimientos se excitaron, todas las opiniones se controvertieron, y la prolijidad de la lucha las dio al fin convertidas en pasiones y en intereses. Yo he visto no servir da amparo el amor del sosiego a los prudentes, ni los consejos del miedo a los cobardes. He visto, también fallar sus cálculos al egoísta; y mientras que los valientes y los buenos, o si se quiere los Rusos, se arrojaban imprudentemente al golfo de los escarmientos, él, cogido en sus mismas redes, tenía que seguir a veces pendones que aborrecía y doctrinas que repugnaba; convertíase a pesar suyo, de hombre cauteloso, en hombre de partido, y se hallaba de repente envuelto en dificultades y peligros inaccesibles a sus arterias. De esta manera constreñidos todos a seguir el impulso general y a veces encontrado que agitaba las cosas públicas, cuando el labrador abandonaba su arado, su taller el artífice, y el mercader su mostrador, también el hombre estudioso desamparaba su gabinete, dejando interrumpidas sus pacíficas tareas y expuestos a la rapiña y al saqueo sus libros, colecciones y curiosidades. Diríase que la seguridad no estaba entonces en el retiro y en. la templanza, sino en el movimiento y en la agitación; y los pobres españoles se han visto, sin poderlo resistir, arrancados de repente a sus asientos y llevados acá y allá como por un incontrastable torbellino.

De esta variedad de casos y continuas alternativas de bien en mal y de mal en bien no ha sido poca la parte que ha cabido al autor de la obra presente. Sacado por la fuerza de los acontecimientos, de su estudio y lares domésticos, lisonjeado y exaltado excesivamente ahora, abatido y desairado después, cayendo en una prisión y procesado capitalmente, destinado a una larga detención y por ventura inacabable, privado en ella de comunicaciones y hasta de su pluma, saliendo de allí cuando menos lo esperaba, para subir y prosperar, y descendiendo luego para peligrar otra vez: de todo ha experimentado, y nada puede serle ya nuevo. No se crea por esto que lo alega aquí como mérito, y menos que lo presenta como queja. Pues ¿de quién me quejaría yo? ¿De los hombres? Éstos en medio de mis mayores infortunios, con muy pocas excepciones, se han mostrado constantemente atentos, benévolos y aun respetuosos conmigo. ¿De la fortuna? Y ¿qué prendas me tenía ella dadas para moderar en mí el rigor con que trataba a los demás? ¿No valían ellos tanto o más que yo? Las turbulencias políticas y morales son lo mismo que los grandes desórdenes físicos, en que, embravecidos los elementos, nadie está a cubierto de su furia. ¿Querrá Terencio que la tempestad le respete por autor de la Andria y de la Hecira, y salvarse él solo a fuer de poeta cómico, cuando el mar se traga su navío? Al tiempo en que pueblos enteros son sepultados debajo de las cenizas volcánicas del Vesubio, Plinio, que está en medio de ellas, ¿se quejará de que no las puede respirar sin que le ahoguen? Pretender pues quedar ileso en la convulsión larga y violenta por donde hemos pasado todos, a pretexto del ingenio, del saber o del mérito que cada uno se atribuye a sí mismo, es la mayor extravagancia que ha podido concebir un amor propio tan ridículo como insensato.

Pero estos recuerdos, importunos sin duda bajo el aspecto personal, no dejan de manifestar la razón de haber estado interrumpida tanto tiempo la publicación de estas Vidas, y de ser las que han salido últimamente a luz algún tanto diversas de las publicadas primero. Las obras históricas requieren para su composición el auxilio de archivos y bibliotecas, y consejos de sabios y eruditos a quienes en la necesidad pueda consultarse. Alejado casi siempre el autor de estos grandes depósitos de instrucción y del centro de las luces y de los conocimientos, ha carecido de las proporciones necesarias para proseguir su obra según el plan antes concebido y con la expedición que convenía. Y si bien no ha dejado de aprovechar la ocasión cuando se presentaba, de adelantar sus investigaciones y aumentar el caudal de sus noticias, esto era siempre casual y con mucha lentitud: por manera que el intento, nunca olvidado ni abandonado, era siempre interrumpido, Al fin, cuando templadas algún tanto las pasiones, pudo restituirse a sus hogares y respirar de las penas y contratiempos pasados, lo primero a que atendió fue a revisar los estudios que en esta parte tenía hechos, y poner en orden los más adelantados para su publicación. Fruto de estas tareas fueron las dos vidas de Vasco Núñez de Balboa y de Francisco Pizarro, que se dieron a luz en el año de 30, y las dos que ahora publica de don Álvaro de Luna y fray Bartolomé de las Casas. Bien conoce que la obra no presentará ya el interés general que hubiera recibido tal vez de su ejecución completa; pero a lo menos cada Vida por sí sola ofrece un trabajo más prolijo y meditado, y un conjunto histórico más lleno y satisfactorio. Esto es lo que al parecer ha conciliado algún favor al tomo II, y podrá por ventura conciliársele también a éste tercero, en que se ha empleado el mismo esmero y la misma detención.

De más vigor en el estilo y mayor severidad en los pensamientos debiera estar animada la Vida del condestable Don Álvaro. Su argumento lo requería, y no de otro modo pudiera añadirse algún interés a la narración de tantas intrigas de corte, de tantas guerrillas sin gloria y casi sin peligro, y de tanta porfía por arrancarse un poder incierto y vacilante, no hermanado con los intereses públicos ni apoyado en la majestad de las leyes. El tiempo y la posición particular del autor no le permitían tocar esta cuerda con la decisión conveniente. Pero bien se deja conocer por donde quiera, que abunda gustosísimo en aquella máxima del cronista Pérez de Guzmán: Ca mi gruesa e material opinión es ésta: que ni buenos temporales, ni salud, son tanto provechosos e necesarios al reino como justo e discreto rey93. Porque de no haberlo sido el rey Don Juan, ¿qué serie no resultó de turbulencias y calamidades? Batallas, quemas de pueblos, odios enconados, destierros e infortunios de hombres principales, muertes, entre otras, del duque de Arjona y del infante D. Enrique; suplicio del Condestable, fallecimiento del Rey, que no pudo sobrevivir mucho tiempo a su privado; devastación en fin y desastres de la malhadada Castilla, entregada a tales manos, y más digna de compasión que todos aquellos ambiciosos.

A objeción más grave es de recelar que esté expuesta la Vida de fray Bartolomé de las Casas. Se acusará al autor de poco afecto al honor de su país cuando tan francamente adopta los sentimientos y principios del protector de los indios, cuyos imprudentes escritos han sido la ocasión de tanto escándalo y suministrado tantas armas a los detractores de las glorias españolas; pero ni la exaltación y exageraciones fanáticas del padre Casas, ni el abuso que de ellas ha hecho la malignidad de los extraños, pueden quitar a los hechos su naturaleza y carácter. El autor no ha ido a beberlos en fuentes sospechosas, ni para juzgarlos como lo ha hecho ha atendido a otros principios que los de la equidad natural, ni a otros sentimientos que los de su corazón. Los documentos, multiplicados cuidadosamente con este objeto en los Apéndices, y la lectura atenta de Herrera, Oviedo, y otros escritores propios, tan imparciales y juiciosos como ellos, dan los mismos resultados en sucesos y en opiniones. ¿Qué hacer pues? ¿Se negará uno a las impresiones que recibe, y repelerá el fallo que dictan la humanidad y la justicia, por no comprometer lo que se llama el honor de su país? Pero el honor de un país consiste en las acciones verdaderamente grandes, nobles y virtuosas de sus habitantes; no en dorar con justificaciones o disculpas insuficientes las que ya por desgracia llevan en sí mismas el sello de inicuas e inhumanas. A los extraños, que por deprimirnos nos acusen de crueldad y barbarie en nuestros descubrimientos y conquistas del Nuevo Mundo, podríamos contestar con otros ejemplos de su misma casa, tanto y más atroces que los nuestros, y en tiempos y circunstancias harto menos disculpables. Pero esto ¿a qué conduciría? A volver recriminación por recriminación, y enredarse en un vano altercado de declamaciones inútiles y odiosas, que ni remedian los males pasados ni resucitan los muertos. El padre Casas a lo menos, cuando tronaba con tal vehemencia, o llámese frenesí, contra los feroces conquistadores, no lo hacía por una ociosa ostentación de ingenio y de elocuencia, sino por defender de su próxima ruina a generaciones enteras que aún subsistían y se podían conservar. Y de hecho las conservó, pues que a sus continuos e incansables esfuerzos se debieron en gran parte las benéficas leyes y templada policía con que han sido regidas por nosotros las tribus americanas. Ellas subsisten aun en medio de las posesiones españolas, mientras que en los países ocupados por otros pueblos de Europa sería por demás buscar una sola familia indígena; y esta respuesta, la más plausible que solemos dar a nuestros acusadores importunos, se la debemos también a aquel célebre misionero.

Estas grandes glorias y utilidades que resultan de las conquistas y dominaciones dilatadas se compran siempre a gran precio, ya de sangre, ya de violencias, ya de reputación y de fama; tributo funesto que se paga aún por las naciones más cultas cuando el impulso del destino las lleva a la misma situación. Glorioso fue sin duda para nosotros el descubrimiento del Nuevo Mundo; blasón por cierto admirable, pero ¡a cuánta costa comprado! Por lo que a mí toca, dejando aparte, por no ser de aquí, la cuestión de las ventajas que han sacado los europeos de aquel acontecimiento singular, diré que donde quiera que encuentro, sea en lo pasado, sea en lo presente, agresores y agraviados, opresores y oprimidos, por ningún respeto de utilidad posterior, ni aun de miramiento nacional, puedo inclinarme a los primeros ni dejar de simpatizar con los segundos. Habré puesto pues en esta cuestión histórica más entereza o desprendimiento que el que se espera comúnmente del que refiere sucesos propios; pero no prevenciones odiosas ni ánimo de injuriar o detraer. Demos siquiera en los libros algún lugar a la justicia, ya que por desgracia suele dejársele tan poco en los negocios del mundo.

Julio de 1831