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ArribaAbajo- VI -

El Quechemarín García


Yo no entiendo una palabra de marina. El mar me parece hermoso, pero me detiene con el espectáculo de su majestad, diciéndome en el ignoto vocabulario de sus olas: «¡Soy inviolable!». He aquí por qué algunas veces he recorrido el muelle de Maliaño de Santander al lado de un viejo marino, empeñado en ponerme al corriente de los nombres con que en el mar cada cosa es conocida, y nunca he conseguido aprender la diferencia que media entre el bergantín y la goleta, ni saber si el bauprés va cerca del mascarón de proa, o si la escandalosa es una mujer o una vela... Pero esta vez me encuentro seguro de que el García era un quechemarín, un barco pobre, con solos dos palos, ennegrecidos y escuetos, con un casco sucio de polvo de carbón y de todas las inmundicias de los muelles, con velas de lona tan repugnantes y hediondas, que parecían los pañales de la miseria   -30-   colgados en la verga del desprecio. ¡Pobre quechemarín García! ¡Pobre barco, que representas en el mar la pobreza! Cuando aprovechando la subida de la marea alta, desenredas los cables que te aprisionan al muelle de Maliaño y arrancas del puerto triste y perezosamente, me pareces un mendigo del mar que vas a pedir una limosna de aire al padre Eolo y una limosna de piedad al implacable dios de las tempestades! ¡Pobre quechemarín García!

Fue ayer tarde cuando pisé la cubierta del quechemarín. Un olor fétido y asfixiante subía de la sentina. Había allí un cargamento de bacalao podrido y barriles de escabeche infecto. El capitán del quechemarín García estaba sentado en la cubierta, mirando con tristeza el agua negruzca que se movía en derredor del barco.

-¿Cuándo es la marcha? -le pregunté.

El capitán me miró de un modo extraño. Su faz cubierta por mitades iguales de cabellos y barbas, más tenía de cabeza de oso que de cabeza humana. Ojillos grises, nariz ancha, roma y abierta, que ensañaba en ambas fosas bosque cerdoso erizado, labios carnosos y prominentes: he aquí su rostro. Un gorrillo sueco coronaba su frente como un hongo una roca gris: una camiseta de punto se   -31-   ajustaba a sus músculos de Hércules, y delataba, un pecho enorme, dentro del cual debían resollar dos pulmones grandes como los fuelles de la fragua de Vulcano. Cuando se hubo fijado en mí, como no me conociera, respondió, procurando ser afable y urbano:

-Señor: ¡la marcha! ¡Mare de Déu! ¿Y quién lo sabe?... Los que navegamos en estos penosos barcos no sabemos cuándo vamos a salir del puerto ni cuándo vamos a entrar... Aquí estoy esperando cargamento... ¿Usted cree que vendrá?... Yo no, lo sé. Llevo más de un mes aquí en este banco, mirando salir y ponerse el sol... ¡Mi mujeruca me espera allá! ¡Mare de Déu! ¡Y como cuesta un real cada carta, yo no me determino a escribirla!... Y ella se figura cada mañana que las olas se me han tragado: todas las noches reza: «¡Por el quechemarín García!».

-Muchos afanes son ésos, capitán. Pero, ¿no dan un resultado en buena moneda contante y sonante?

El capitán García me miró con ojos asombrados, y una nube de humo salió de entre sus labios, que acababan de soltar la pipa llena de nauseabundo tabaco.

-¡Dinero! -digo- ¡Moneda contante y sonante! ¡Mare de Déu! ¿Usted viene de Madrid? Allí creen que un barco es una mina... ¿Sabe usted cuánto saco en cada viaje que hago a Marsella? Pues si   -32-   llevo cargado el quechemarín de manera que vaya hundido hasta la borda y tragando agua, sacó 1.000 reales. De estos 1.000 reales tengo que dar 300 a la Hacienda, 100 empleo, por lo menos, en reparaciones, porque nosotros tenemos un padrastro: el Nordeste, que arranca a los palos sus vestimentas para ponérselas él... Una peseta al día nos lleva la cocina...

-¡Una peseta tan sólo!

-El hambre es frugal...

Entonces el capitán García, quitándose de la boca la pipa, gritó:

-¡Demus!

Allá abajo, en lo profundo de la sentina, se escuchó una voz infantil que respondió:

-¡Nostramo!

Y asomó por la abertura de la cubierta un muchacho de edad de hasta diez años, medio desnudo, con una alborotadísima cabellera negra, erizada y rígida como una flor de cardo. Venía mondando terrosas patatas, y después de sacar en una pieza la piel, echábala al mar donosamente con un movimiento gracioso y juguetón.

-A ver si aparejas el almuerzo.

Demus volvió a dejarse tragar por la negra boca de la sentina, y allá abajo se oyó ruido de un fuelle que soplaba con la ansiosa y suspirosa intermitencia de un pulmón que se ahoga, y una humareda densa y acre salió de las entrañas del   -33-   barco, de tal manera, que no parecía sino que todas las podridas maderas que le formábanse habían prendido fuego. Imposible parecía que en hogar tan mal oliente pudiera aderezarse otra comida que el jigote infernal de los sábados. Tal espectáculo de miseria me horrorizó. Porque no se ha visto miseria mayor en las grandes ciudades, ni en el Gheto de Roma, ni en el barrio de San Antonio de París, ni en las Injurias del puente de Toledo. La miseria del quechemarín García era mucho más patética, porque balanceándose en el mar corría siempre sobre dos peligros: el hambre y el naufragio.

Como volví días después al quechemarín García, y siempre manifesté al capitán afectuoso interés, al cabo vino a revelarme sus desgracias de un modo completo.

-¿Usted me ve aquí, fumando esta pipa, tan tranquilo? Pues no sabe usted qué tormento paso. Porque no sé si al llegar yo a mi pueblo, que está a cuatro leguas de Vigo, me habrán arrebatado mi casita querida, mi palomar, donde mi mujer   -34-   me espera. Cuando salí de Arrueco, hace un mes, iba a vencer el trimestre de la contribución y no tenía un real para pagarle. -¡Nos quitarán la casa! -dijo mi mujer-. Yo no quise decirle que tales eran mis temores. La contribución es terrible, no tiene entrañas... ¡Ya ve usted! En aquella casita nació mi abuelo, que estuvo en Trafalgar y allí quedó manco. También nació allá mi padre, que sirvió, asimismo en la Real marina, y se paseó muchos años en barco de rey. Nunca pensaron en enriquecer... Seguro estoy de que cuando llegue mi mujer habrá dormido muchas noches al raso... ¡Dios sabe de quién será la casa! Si hubiese encontrado un buen flete, con lo que me hubiese producido habría pagado la contribución... Pero, ¡ya ve usted!, aquí llevo muchos días, y no viene ni un saco de harina... ¡Ay de nosotros!

El rostro de García se dulcificó por el dolor, y una lágrima saltó del oleaje de sus penas como una gota de espuma del oleaje del mar.

-¡Ah! -exclamó luego, después de una triste pausa- ¡Si no fuese por mi mujer!... Pero ella es un ángel, mi única dicha... ¡Si V, la viese! ¡Tan linda! ¡Ya comprenderá usted!... ¡Dieciocho años! ¡Una cabecita gallarda, pequeña, maliciosa! ¡Unos ojos negros, hondos... como el mar!... ¡Un talle y un cuerpo!... ¡Estoy enamorado, apasionado, loco! Sueño con ella, sin ella no puedo navegar... es mi brújula.

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A mí me dio miedo de ver a un hombre tan pobre y tan enamorado.

En efecto, cuando García llegó a su lugar se encontró como una golondrina sin nido. Había comprado su casa un acaudalado burgués que estuvo en la última guerra abasteciendo a los ejércitos. Con pretensiones de gran señor quería convertir la humilde casa en ostentoso palacio, y el mísero García vio cómo los albañiles arrancaban a sus redes familiares el tapiz de musgo que las cubría, los viejos marcos de las ventanas y el mohoso hierro de las rejas.

-¿Y mi mujer? -preguntó a un vecino.

El preguntado se escondió en su casa sin responder, y no halló el buen García quien le sacase de dudas. Al pasear por el pueblo ansioso de noticias de ella, las gentes se ocultaban dentro de los portales y salían a las ventanas a verle alejarse.

Cuando su dolor no inspiraba indiferencia inspiraba curiosidad.

Pero su mujer... se había marchado a América con el comprador de la casa.



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ArribaAbajo- VII -

El álbum de Quasimodo
Portada


Dos columnas salomónicas subían dando vueltas con sus cuerpos dorados hasta encontrar el arquitrabe de que caían guirnaldas de flores, sostenidas por parejas de faunos de hendida pezuña y corcovado lomo, y en el centro de este pórtico, sobre un tabladillo, hablaba a las gentes Guignol, el viejo desvergonzado, el novísimo Sileno a quien el vicio remoza y el placer fortalece. Sus ojos, hechos de dos cuentas de vidrio, colgaban sobre las mejillas pendientes de los mal disimulados hilos, saliéndosele del cráneo como sucede con los ojos de las langostas. Sus labios hundidos ajustábanse a una flautilla industriada de una caña de centeno, y su son era el de una pipiritaña ronca. Con la mano derecha sacudía un palo sobre una vieja caja de la Guardia civil, y de la unión del chirrido de la caña y el tañido tamborilesco,   -38-   resultaba una musiquilla loca, epigramática, burlona, algo como una quadrille de Offembach, ejecutada por una orquesta de monos y cotorras. Habían crecido sus dos jorobas y su corva nariz. Estaba más feo, más repugnante, pero más alegre y chistoso, y cuando callaba la música, su trabada y ceceosa lengua de loro prometía un Carnaval dichoso, enloquecedor, animado, abundante en aventuras, en el cual la humanidad corriese, y febrilmente se agitara como una pluma de avión en el remolino de un río.

Pero al otro lado del templete donde Guignol vaticinaba los festejos de Carnaval, hervía la plebe, formando un negro mar de cabezas ondulante e inquieto, que en oleadas irresistibles llegaba a hacer vacilar el tabladillo del cínico tramposo. El profeta del Carnaval iba a ser arrollado. Hubierais visto cómo la gente rodeaba la mesa del hijo de Vechia y la derribaba, y el jorobeta, temblando, caía entre el tumulto, mientras las cuadrillas de la alegría y las hordas del escándalo penetraban por el estrecho templete con una gritería espantosa y en medio de mil músicas indescriptibles o infernales. Unos se empujaban a otros. Era un torrente desbordado sobre cuyas aguas flotasen todos los trapos del Rastro, cintajos de seda, sombreros   -39-   típicos, penachos de marabú e ibis, cabezas de gigante y carátulas de monstruosas fieras. Un enano renqueaba tocando un cornetín de pistón; una dama barbuda se echaba aire con un abanico de plumas de pavo; una compañía de niños llorones, caballeros en asnos pacientísimos, agujereaba los oídos con un cencerreo descompasado. Las visiones de un cerebro enfermo de jaqueca, las siluetas de una linterna mágica, los cuentos de Offman y los sueños alcohólicos de Poe, las apariciones diablescas de San Antón... habían tomado cuerpo, forma, vida y realidad.


La copa de champaña

No quiero revelaros su nombre, ni hace al caso. Os hablaré de su rostro ovalado, pálido como el marfil viejo, de sus cabellos abundantes, que traía recogidos en apretado manojo de trenzas. No era la modista sensible, que han hecho prosaica las novelas por entregas, como han hecho prosaico al Trovador los organillos, y a la alondra los malos poetas pseudo-románticos; no era ese tipo social desacreditado en la literatura injustamente, que ha perdido el perfume de su poesía como pierde la mariposa el dorado polvo de sus alas. Era una pobre chica que vivía de su trabajo, cosiendo unos guantes que no había de ponerse, y sirviéndose de su mano menuda para molde. El Carnaval había   -40-   estado pasando todo el día debajo de sus ventanas, y no cesó de llamarla con una voz que bien claramente oía ella. La figura pequeñuela y cómica de Guignol había subido trepando por los balcones, hasta ponerse a horcajadas en el hierro del antepecho, y desde allí le había dirigido la palabra de este modo:

-¡Deja, muchacha bonita, ese par de guantes, blancos! Tíralos lejos... ¿No ves ese rojo dominó que está tendido sobre la silla? ¿No ves ese antifaz de raso negro que sobre él descansa? ¿No ves los ojos amarillos con que el raso te mira a través de los del antifaz? ¿No es cierto que parece un diablo fascinador, que se te quiere, llevar lindamente como a Margarita?... Pues no es un diablo: es un ángel; o más aún, un dios: Cupido, el dios eterno; más viejo que el mundo y joven siempre como las últimas flores que nacieron... Vente, vente conmigo. Te espera aquel don Juan, de bigote castaño, de faz descolorida... No hay más gallardo talle, ni ingenio más cortesano, ni hablar más dulce... Te espera un salón como tú no lo has soñado, lleno de esas bujías de porcelana y gas que arden siempre y no se acaban nunca, siendo comparables a estalactitas, en cuyo remate un topacio refleja, quiebra y desmenuza la luz, enviándola en haces de rayos a la vajilla china, que representa pescas de sollos dorados por hombres negros en lanchas amarillas, a las botellas puestas, en fila como soldados   -41-   de la embriaguez, con sus morriones de plata y sus nombramientos pegados en el abdomen... ¡Ja, ja, ja!... ¡Lindo cuadro!... ¡Cuadro magnífico!... No, no le has soñado. ¡Y cuando se derrame el primer copo de Champaña!... Es un vino que al caer en la copa, angosta y larga como el cáliz de una azucena, se trueca en encaje, brilla, fosforece, estallan los infinitos globillos que en su seno engendra el gas y al beberlo y aspirarlo -¡porque es fluido y líquido!- las cosas parecen más bonitas, las luces más vivaces, los colores más enérgicos, la vida más bella... El Champaña es el vino del amor, el brebaje de la felicidad... Tiene el jugo de las rosas y de la miel nueva que, según los griegos... se filtra en el alma primero... y enloquece después...

La muchacha no quiere oír aquella vocecilla traidora, y resiste y cose y no levanta sus ojos de la obra, con lo que parece que no hay luz en el cuarto, aunque es de día... porque aquellos ojos son la claridad misma, son la sustancia solar y brillan en el rostro conto una gota de agua en una madreperla.

Los rumores de la calle la hablan de todas las ideas que discuten en su alma; y cuando pasa una   -42-   estudiantina tocando un wals de Metra, oye que alguien le dice:

-«¡Vete! ¡Deja el trabajo! ¡Goza! ¡Esas manos deben divorciarse de la aguja».

Pero cuando la estudiantina se aleja, desde el sotabanco vecino viene el martilleo de un zapatero que no cesa de blandear suelas, clavar clavos y enderezar tacones torcidos; y entre aquel martilleo cree escuchar ella:

-«¡Esto es lo santo, lo bueno, lo honrado! ¡Tan, tan, tan!... ¡El trabajo, el trabajo!... ¡Ésa es la puerta de la dicha!».

Se hace de noche... ¡Y aquella muchacha se ha olvidado de comprar luz!... Porque hasta la luz se compra... cuando esa luz no es la del sol... ¿Qué hacerse?... Ya no puede coser más... Momento de lucha de vacilación... Y en un rincón del cuarto la siguen mirando los ojos encarnados del dominó por los agujeros ovalados del antifaz, y al mirarla la fascinan y la atraen... Sólo por el puro gusto de sentirse envuelta entre seda, echa sobre su gallardo cuerpo el capuchón.

Crujió la seda al moverse el esbelto talle de la muchacha, y las pupilas de ella no pudieron menos de contemplar con gusto la gallarda apariencia de su persona y el contraste del rostro pálido   -43-   sobre el capuchón rojo. En su alma se mezclaron los buenos y los malos propósitos, las ideas de virtud y los arrebatos de orgullo femenino... ¡Cómo se mezclan los cabellos de dos hermanas que duermen juntas en el mismo lecho!

Venció el mal. «Si el triunfo del mal se anunciase con clarines -dijo Byron-, viviríamos en una música perpetua» . Aquella linda criatura pasó el Rubicón y su hermosura descendió por las escaleras de cristal del placer. Como la salamandra, cruzó su virtud sobre las ascuas. El pecado es un monstruo que cual el Minotauro, se alimenta de seres inocentes.

Y para librarse de él es preciso el hilo de oro de Ariadna.

¡Un hilo que cuesta muy caro!

-¡La copa de Champagne!- seguía diciendo el seductor infame- Esos puntos brillantes que simulan partículas de azogue, que burbujean, suben del fondo y estallan espumajeando en la superficie, son unos duendecillos que luego se alojan en el cerebro, iluminándolo. Cada uno esplende como un globo de luz eléctrica. Mira a través de esa gasa plateada que forman en el borde de la copa, y verás la escena preliminar del baile... De los cofres antiguos donde yacían las galas de la   -44-   moda del siglo XVIII van saliendo los casacones de color violeta, los coletos y chupas bordadas con torzal y oro, que ofrecen hinchados escudos y pajarracos de plata. La mantilla de Cluny, en cuyo encaje las menudas flores de metal noble parecen gotas de agua helada, sentaría divinamente a tu rostro. ¡Qué marco de niebla para esa cara de luz! Ya empieza el baile, un baile distinguido aristocrático, de buen gusto, sereno como el rigodon y agitado como el wals. Las manos unidas, vecinas las frentes, los alientos mezclándose... El violoncello y el violín ejecutan ese minueto de Bocherini, baile propio de aquellos enciclopedistas volterianos que sólo creían en un ángel:

El amor.




Carnaval de ángeles

Se les viste de máscara pero no se les pone careta. A lo sumo un lunar negro en la comisura de los labios o un bigotillo de crepé rizado y tieso. ¡Y cómo les molesta! ¡El ángel no se acostumbra sin dolor a ser hombre!

A una la visten de raso amarillo, y en su carilla,   -45-   coloradita y menuda, nadando entre la crujiente y abundosa tela, parece una rosa entre dalias. Otros llevan la graciosa librea de Valois y con el puño sujetan el pomo del espadín, levantando la contera a la altura de los hombros. Pero también hay niños que se visten con trapajos y jirones de los vestidos maternos y van montados en una escoba -¡el hipogrifo de las brujas! -arrastrando un pedazo de estera. ¡Son los hijos de los pobres!... ¡Ángeles que van de camino a la gloria en la hacanea desmedrada del hambre!

Oíd la historia de uno de esos niños pobres. Es breve.

¡La historia de los niños suele ser, a lo sumo, una lágrima.

Iba en medio de alborotada comparsa un tristísimo diablo, un pobre diablo disfrazado con un vil traje de percalina bicolor, el lado derecho azul despintado, el lado siniestro amarillo pálido, los dos cuernos caídos como orejas de galgo cansado, la cola rellena de algodón y a la rastra. La careta era una mueca de cartón, una mejilla hundida y otra hinchada, un labio belfudo y otro partido   -46-   modo leporino, mostrando un colmillo de jabalí por bajo de una nariz de pimiento injerto en tomate. ¡Qué feo! ¡Qué desgarbado! ¡Inspiraba lástima aquel diablo que a sí mismo se iba dando broma y a quien sin duda alguna echaron de los infiernos... por tonto!

Quitémosle la careta. Debajo de esa tapadera de cartón asoma el rostro de un niño sonrosado, como debajo del espinoso capullo de la amapola aparecen las hojas sedosas y encendidas de la flor silvestre. Era Ángel, un cualquiera, un muchacho de la calle, hijo de una vendedora de billetes del Pardo y de un mayoral del tranvía. Tan ilustres padres, quisieron dedicar a Ángel a la carrera de la Iglesia, y quitándole de los estudios le pusieron a monaguillo. Su esbelta y delgada persona fue metida en una funda de paraguas, que tal parecía la sotana pardusca y raída, que cuentan estuvo muchos meses espantando los pájaros hambrientos prendida a una caña en unos trigos del Arroyo Abroñigal. Peláronle al rape, y sus hermosos mechones de negro pelo fueron cortados a cercen, quedando despejada de ellos la linda frente de Ángel, las correctas cejas y los ojos zarcos. Aprendió el arte de ayudar a misa, y en aquel templo que hay al fin de aquella calle pasó muchos   -47-   meses colgado de la cuerda de la campana como una araña del hijo porque se desliza, esgrimiendo el plumero sobre los bancos de la Cofradía, paseando el cepillo de ánimas por entre los fieles y llenando otros piadosos menesteres con singular aprovechamiento.

Ángel vio un Carnaval desde la torre, de la iglesia, tocando aquellos cencerros colosales, ensordecido por ellos, sin poder bajar a la calle, donde bullía un enjambre de máscaras. Él, él solo permanecía, triste y encerrado sin participar del regocijo universal. Hasta creyó que las torres de Santa María y San Ginés, y la cúpula de San Francisco el Grande, y el tejado del cuartel vecino, y todos los edificios notables que columbraba desde su campanario corrían por las calles vestidos de máscara, llevando, a guisa de careta, una nube agujereada, y dándose bromas de buen género sobre no sé qué secretos de las alturas. Y no sólo las torres... ¡hasta los gatos de los tejados que rodeaban la iglesia como un mar de olas negras petrificadas en el momento de más vivo oleaje..., hasta los gorriones y vencejos de aquel barrio iban en comparsas disfrazados, maullando y piando con carnavalesco rebullicio!

¡Pobre Ángel! ¡Pobre Ángel! ¡Los gatos tienen   -48-   más placeres que tú!... Esta triste idea echó raíces en aquel cráneo, y se prometió una revancha. Pasó un año entero formando planes para el venidero Carnaval. Mentalmente hizo y deshizo muchos disfraces.

-¿Me vestiré de moro? -se preguntaba- ¡No! ¿De torero? ¿Dónde me ataré la coleta, si estoy más pelado que una rata? -y con dolor y desprecio de sí mismo se pasaba la mano por la coronilla- ¿De diablo?... Eso, eso... Decidido...

¿Por qué eligió Ángel el vestido de diablo? Por esa secreta ley del contraste que hace ponerse a los calvos sobre el cráneo ebúrneo la cabellera monumental de un kalmuko.

Ya le habéis visto vestido de demonio, aburrirse lindamente en el tumulto de las máscaras. Sus sueños eran muchos más bellos que la realidad, y el Carnaval que había visto desde la torre cien veces más pintoresco que el Carnaval en que tomaba parte. Él había soñado con que el Carnaval era un alegre desfile de cosas bonitas, de ángeles y diablos, de muchachas hermosas que traían en los cabellos coronas de estrellas y danzaban enlazadas por las manos; un correr de sombras negras provocantes a risa; una cabalgata loca en que hacía de jefe el panzudo Baco, siguiéndole cien faunos   -49-   montados en carneros a cuyos cuernos se agarraban abrazándolos... ¡Qué diferencia! ¡Todo era peor de como él se lo imaginaba!

Su imaginación le había engañado. Había querido darlo una broma.

Como va el vilano en la ola del viento, fue Ángel en el torrente de las máscaras; y muchas veces quiso alejarse de él, volverse a su casa, quitarse aquellos viles harapos con que lo vistió la locura. Pero no conseguía evadirse de los abrazos de una veintena de zánganos vestidos de mujer que le rodeaban, sonando en sus oídos botes de sardinas llenos de clavos. Se puso el sol, y Ángel hubiera dado la propina del primer bautizo de su parroquia por que le dejasen irse. La caterva de pícaros y panivinajes llevándolo en volandas, sin dejarle descansar.

-¡Soltadme, por Dios! -gimió el chico.

¡Soltar! ¿Quién dijo soltar? A esta súplica respondieron con una chilladiza mareante y ensordecedora, y después de mantearlo como a Sancho en un capote de monte, le obligaron a seguir su carrera triunfal, con estaciones de reposo en las tabernas. Ángel lloró detrás de la careta. ¡Imposible contraste! ¡Debajo de aquella mueca burlona de diablo, caían unas lágrimas como granizos de   -50-   agosto! -¿No quieres beber? ¡Pues toma la taza llena!- Un embudo fue ingerido en los labios de cartón, y entre el gaznate y el pecho corrió un arroyo de peleón que dejó al infeliz medio ahogado y casi ebrio. Estuvo así tres días y tres noches, arrastrado por aquellos borrachos, sin desnudarse, sin descansar, con los huesos de punta, doloridos los talones, abrumada la espalda de cansancio, sofocado el rostro, jaquecoso y calenturiento. ¿Cómo le recibiría su madre, que tenía un genio como una Euménide? ¿Y el sacristán?... ¡Oh, qué horror!

Ángel iba vestido de diablo... y en realidad iba dado a todos los demonios.

No quiero cansaros narrando las peregrinaciones de Ángel por Madrid, ni sus esfuerzos por escapar de las malditas máscaras que lo rodeaban, ni siquiera su paso por dos bailes de la peor especie, donde se bailaban habaneras íntimas -¡ese sueño bailado!- sin compás ni bastonero. Sólo os contaré que el miércoles fue paseado en andas por la pradera del Canal, y que subido en un columpio en compañía de un albañil disfrazado de beata, acabó de perder lo poco que le quedaba de cabeza. Allí comió escabeche y nueces y asistió al   -51-   entierro de la sardina y a otras ceremonias de la liturgia de Baco.

Llegó la noche: dejáronle solo. ¡por fin!, ¡pero ya era tarde! Habían dado las doce. Miró el cielo nublado, tomó la cola de percalina en la mano izquierda y corrió hacia su casa. Inútilmente llamó. La madre no quiso recibirlo. ¡Ángel sin ventura!... Y tuvo que vagar hasta el amanecer como un alma en pena.

Entonces trepó a la torre de la iglesia a hurto del sacristán, y se apresuró a desnudarse. Quitose aquella cubierta del pecado, y debajo apareció de nuevo la sotanilla pardusca. No se detuvo más: con una mano arrojó fuera de la torre el forro de percalina que, flotando en el espacio, se extendió dio vueltas comme corpo morto cade.

¡Cuaresma, Cuaresma! Al llegar esta flaca dama quintañona, la culebra del pecado soltó su pellejo diablesco. El pecador no se arrepiente ni se enmienda, sólo cambia de traje.

Hoy se viste de arlequín; mañana de luto.





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ArribaAbajo- VIII -

El gusano de seda
Fantasía


Allá, lejos, donde el río tuerce en majestuosa curva, despeñándose loco y espumajeante desde la presa de Acabadómine, el agua se evapora, se enciende, se ilumina, se trueca en encaje, en caireles de cristal, en alambres de vidrio, en tirabuzones y espirales prodigiosos de luz... en polvo argentino, en una rizada cabellera blanca, que parece la de un dios de Siberia, o en penacho plumoso del bridón fantástico de Neptuno. Queda a la derecha el lugarejo de Güerizo, que sólo existe en la geografía ideal para mis cuentos, y por mi capricho creada, y sus casas cubiertas de pajizo sombrerete humean por la chimenea, como un matón jacarandoso por las narices. Mi caballo iba cansado, yo hambriento, el calor era grande; la disposición del pueblo agradable y pintoresca... ¡Qué mucho que diera con mi persona en una silla de lustrado nogal, instalada en el portalillo del   -54-   mesón y pidiera de beber y despachara en breves y ansiosos tragos el contenido de un rústico jarro vidriado con manchas negras que parecía el ánfora de Safo aforrada con la piel del tigre de Minerva!

En la vecina estancia, que detrás de flotante colgadura de percal se descubría, un rumor de hojas destrozadas se escuchaba. Era un roer de mil millones de pequeños dientecillos. A veces se le tomaba por el morder del tiempo en el árbol del olvido; por la obra lenta, incansable, continua e invasora de la carcoma en los macizos de una puerta añosa de catedral. No era, sin embargo, ni una ni otra cosa. No era la obra de la muerte, ni la obra del olvido. Era el primer aliento de una industria. El gusano de seda comía.

Yo no sé dónde fue. ¿En París? No, porque yo no he estado en París. Fue en España, en cierto hotel a la moda de veraniega ciudad que se adorna en el estío con las espigas de Ceres y los tules grises de la moda inglesa, donde vi yo a una dama delgadísima, esbelta, aérea, que al andar volaba, envuelta en un traje de raso blanco, lleno de encajes que por el seno se le escapaban en un a modo de desbordamiento de espuma nívea, o más bien como las plumas sedosas de unas alas de paloma, mal escondidas dentro del traje de mujer.

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Lánguida la cabecita morena, en que los matices de la piedra cubierta, de patina por el sol y el tiempo, y el dorado oscuro de los cabellos lasos y al desgaire pergeñados se confundían en uniformidad de tonos rafaelescos, sólo se movía para devorar con unos dientecillos como perlas yo no recuerdo qué pastel exquisito de corbeches à la Montreuil o perdreaux à la Balzac. Pasó un hora y la ama seguía comiendo. Pasó otra y la voracidad de aquel ángel no se saciaba. Pareciome primero la musa del realismo inspirándose en los secretos de la repostería francesa. Después al ver su traje de seda, su aéreo perfil de hada, su languidez de ser medio adormecido le puse un nombre poco galante, pero justo. Le llamé el gusano de seda.

Luego supe que aquella inocente criatura se había pasado la vida, ¡oh candor!, devorando caudales ajenos. Juzgad de su apetito: se había comido la fortuna de un lord y los sueños de un poeta andaluz, viandas de que ella decía en un cínico alarde de erudición culinaria:

-El alimento de los primeros años de mi vida ha sido: en un principio el jamón de York; luego el vino de Málaga...

-¿Y ahora?

-Ahora... ahora mezclo ambas cosas.

-¡Pobre lord!

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-¡Pobre poeta! Oiga usted una máxima: Bienaventurado el rico, porque nosotras no le haremos traición mientras tenga dinero.

-¿Y si se le acaba?

-Se le olvida.

-¿Será usted capaz de esa acción?

-Yo soy capaz de todas las acciones desde que un opulento me regaló las que tenía en el Banco de Inglaterra.

Pero no olvidemos al gusano por seguir a la mariposa.

¡El gusano de seda! ¿Dónde está? El señor... no recibe. Se ha encerrado en sus talleres y trabaja sin descanso. ¡Mosquitos, mariposas, luciérnagas, diamantes con alas, lancetas volátiles, chupadores de sangre... huid de aquí! Es primo vuestro, pero os abomina. Él es el laborioso industrial: vosotros los derrochadores de ajenos bienes, y mientras os bañáis en la luz, devoráis jugo de claveles y perdéis el tiempo dentro de las amapolas -¡las taberneras del reino alado y ornitológico! -él ha dispuesto sus telares, tendido sus hilos, enredado sus dedos ágiles en la trabazón delicadísima, y columpiándose en ella compone su obra como un poeta compone sus versos tumbado en la móvil hamaca. El gusano de la seda se ha   -57-   encerrado como un filósofo dentro de su propia obra.

¡Qué cuidado es preciso para que no se malogre esa menuda prole de insectillos! Vedlos despacio, ¿Quién diría que dentro de ese capullo duerme y medita el genio del lujo? Cada uno de esos elipses de dorado o blanco vellón encierra el génesis de un vestido de seda. ¡Cuánta lágrima puede cubrir un vestido de seda! ¡Cuántas pobres mujeres, al mismo tiempo que adornaban con él la estatua de la vanidad, amortajaban el cadáver de su honra... ¿Oís el ruido de esa falda de gro que se arrastra sobre el pavimento? Parece que se quiebra algo muy delicado y divino. ¡Es el ruido de la lluvia dando contra el muro; el ruido del otoño en los campos, cuando caídas las hojas, el viento las empuja al cementerio!

El gusano de seda en China es el segundo personaje del imperio. El primero es el elefante blanco. ¡Ved qué filósofo contraste! El gran monstruo comparte sus glorias con el vil gusanillo, como el sol con la luciérnaga. Cuidan del elefante los mandarines. Cuidan del gusano las vírgenes más bellas   -58-   de la tierra celeste y el perfume de sus manos de rosa queda en la obra del tejedor de Pekín.

Retazos de pensamiento, trozos de frases, restos de ideas, recortaduras de sueños, principios de remordimientos -ocasionados por el gusano de la seda.

-¡Aquella hebra de seda con que cosiste el botón del cuello de mi camisa, me atravesó el alma!... ¡Y te casaste con Pedro! ¡Y me olvidaste!... No digas que no: para ahogar a un hombre... puede bastar una hebra de seda.

«Te he visto remendar la levita de tu padre, hermosa Eladia. He visto tu dedo índice, marcado con la huella de la aguja, y hubiese querido beber con un beso aquella gota de sangre que brotó de tu piel sonrosada al pincharte. Contesta a mi amor. ¿No tienes tinta? Borda tu en un papel con una hebra de seda».



«Ibas tú delante volando, con unas maravillosas alas de arcángel. De tu mano pendía un hilo de seda y a él iba presa una mariposa que era mi alma... fue un sueño, pero es una realidad. La hebra de seda con que me encadenas es aquélla con que atas mis cartas».



-Tu chaqueta es muy recia, Juan. No se puede coser con seda -dice una muchacha del pueblo, con cara de princesa, a su tosco marido.

Lo mismo le sucede al alma del hombre brutal, con el alma de la mujer delicada. Ella es la seda, él es el paño recio. Dios y la ley les mandan hacer ese dobladillo del matrimonio... La hebra no puede más... ¡y se rompe!

«He visto el cadáver de mis sueños... ahorcado de un hilo de seda».



«¡Cosías con seda azul!... Hubiera jurado que cosías con hilos arrancados del tapiz celeste».





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