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ArribaAbajo- XI -

¡Noche de Reyes!


A mi excelente amigo y maestro
don José de Castro y Serrano.

¡Bien nevaba aquella noche! El camino de Lugareda habíase llenado de ese polvo blanco que hiela y mata, y cuando el doctor Prieto entró en el patio de su casa y se apeó del flaco caballuco, tres chorros de cristal pendían de los tres candiles de su monumental sombrero trípico. Llamó a Sancho, que dormía en la cuadra, y salió éste tiritando a recoger las bridas del jaco para conducirlo a la caballeriza. El doctor Prieto cruzó el dintel de su casa, y al abrir la puerta, una ola de ruidos mil llegó a su oído. Sonaban panderos, chirriaban rabeles, vibraban hierros, atronaban sartenes y cazos -esgrimida, tañida y aporreada toda esta variedad de instrumentos por las cien manos locas de la alegría. En el hogar un mediano   -136-   monte de leña se quemaba, asociándose al rebullicio de muchachos y criadas, con algunos disparos secos y chisporroteo jubiloso, parecido al cascar de muchas docenas de nueces. Llama viva y movible surgía de entre el blanco humo con que la paja que arropaba el fuego se ha tostando, y a veces una gran lengua de oro subía hasta las altas trébedes de hierro, como queriendo lamer las golosinas que condimentaba la cocinera más sabia del lugar, la tía Sátrapa, en desaforada caldereta de dorado cobre. Esta buena mujer, sentada sobre sus talones, more turquesco, sacaba y metía sus manos ágiles en la sabrosa miel que en un tarro cerca se columbraba, y empapando las pastillas de harina en un aceite aromado con romero y jerez, zambullíalas luego en la fritanga, dentro de la cual echaban mil maldiciones, crujiendo y quejándose como condenadas. Periquín, el hijo menor del doctor Prieto, ayudaba con sus dos manos morenas y chicas cual golondrinas a la tía Sátrapa, y ésta suspendía de cuando en cuando la operación de zambullir la pasta en el óleo para tomar al niño la cara delgada y pálida, exclamando con maternal efusión:

-¡Ay qué alhaja! ¡Si viviera tu madre, se iba a comer a besos a este cocinerito celestial!

Bastián, el hijo mediano de Prieto, que ya frisaba en los ocho años, golpeaba un cuero de oveja puesto en un aro de cuba, con una vara verde, sacándole   -137-   sones endiablados y bullanga infernal. Dos mozas carillenas, apechugadas, de no mala estampa, Venus sin descortezar, acompañaban el sonar del improvisado tambor abollando a puros martillazos un par de embudos de bodega, negros por de dentro del trato diario con heces y corambres. Una sola persona hallábase callada, quieta, pensativa... triste. Engracia, la hija del doctor Prieto, el amita de la casa, la que había heredado de su madre -que Dios haya- el manojo de llaves, la aguja incansable y el alma delicada y sensible como un pajarito. Esta tal Engracia quiero yo que la conozcáis, porque ha de gustaros. Eran sus ojos negros y aterciopelados, pero sin esos resplandores fulmíneos de noche tempestuosa, que más espantan que alegran y deleitan, si no mansos, apacibles y llenos de dulcísima calma. Sus pestañas sombrías semejaban hilos de seda por lo negras, largas y brillantes; sus cejas finas dibujaban un breve arco sobre la leve prominencia de una frente modesta, pequeña, que no tenía nada de la frente de Minerva, y que dando carácter al rostro de Engracia Prieto, parecía escribir sobre él estas dos palabras: «Belleza humilde». Traía el pelo re cogido en un manojo de bucles naturales y trenzas atadas reciamente con una cinta de terciopelo; nada de afeite ni artificio; ningún adobo en las morenas mejillas; ningún tinte en los labios, que parecían una parlante amapola. El talle esbelto amenazaba   -138-   quebrarse al andar, como una espiga de trigo asaz cargada del rubio grano; los brazos largos y tornátiles uníanse en un lazo, por hábito natural, formando un marco al seno, poco desarrollado todavía. Pensad en que sólo contaba Engracia quince años, y no la busquéis comparación con Venus, Diana o las otras deidades hermosas. Pero si os aprieta mucho el deseo de saber a quién se parecía Engracia, acordaos de esas Vírgenes que en los trípticos del siglo XIII pintó la musa mística de los iluminados.

-¿Qué escándalo es éste? -preguntó el doctor entrando serio a par que festivo.

-Déjelos usted, señor amo -repuso la tía Sátrapa-. Es noche de Reyes.

-Señor padre -preguntó el chiquitín levantándose de su asiento para colgarse a una pierna del médico- ¿ha encontrado usted a los Reyes en el camino de Nidonegro?

-¡Pues ya lo creo! -contestó el buen doctor- Iban allá lejos, lejos, lejos... con sus tres caballitos árabes y sus tres camellos muy cansados... Verás cómo llegan todos cubiertos de nieve, con las barbas llenas de hilo de hielo, como yo.

-¿Y la estrella del rabo ha salido? -preguntó también- el curiosillo.

-¡Bah! Hombre, eso no se pregunta. ¿Qué hacer sino salir? -repuso el médico- Yo la he visto bien clara, que trepa por el cielo como una culebra   -139-   de oro, dejando atrás chispas, llamas y pedacitos de luminosa materia.

-Es que va encendiendo pajuelas -dijo Bastián, que ya se andaba en letras mayores y la echaba de sabio.

El doctor Prieto se sentó cerca del fuego porque venía cansado y aterido. Estiró las manos ante la llama y las cerró y abrió cuidadosamente, acariciándose una con otra como si temiera quebrárselas o fuesen manos prestadas que había de volver en toda su integridad al verdadero dueño. Después se mesó la barba y miró a Engracia.

-¿Qué tienes, chiquilla? -le dijo.

-Nada, padre...

-Algo tienes... Estás triste.

-Es... que me acuerdo de madre; es... yo no sé lo que es, pero ¡me siento con tanta pena!...

Y era verdad. No había sino ver aquellos dulces ojos para comprender que estaban rebosando lágrimas.

-¡Lo mismo era su madre! -se apresuró a decir la tía Sátrapa mientras espolvoreaba la molida y bien oliente canela sobre el caldero de la fritanga- ¡Más parecidas! ¡Son como dos gotas de agua!

-Tía Sátrapa -gritó a este punto Periquín, para quien nada pasaba desapercibo- cuéntenos usted el cuento de las dos gotas de agua.

-Anda, tonto, que ya te le debes sabor de memoria...   -140-   Entretente en lamer ese cucharón, y calla...

-Lameré, pero cuente usted.

-Eso es, huevo y torrezno... miel y cuentecico.

-¡Y si no... lloro! -dijo el tiranuelo del muchacho, que amenazaba con su llanto como un monarca con su real desagrado.

Entre tanto habíase dividido en dos grupos la gente señoril y villana de la cocina. El médico y Engracia hablaban bajito en un lado, mientras las criadas, que al entrar su señor soltaron los embudos, siguieron la operación interrumpida de pelar el severo y lúgubre cadáver de un pavo de lustroso vestido y roja cresta. El tal cadáver, con el cuello medio cercenado por horrible tajo de la cuchilla de la tía Sátrapa, parecía pedir venganza con su pico entreabierto, que goteaba sangre, y con sus ojos de vidrioso reflejo. Era un drama de corral espantoso el que allí se revelaba. La cocinera habíaselas con su caldereta y Periquín, el cual, después de hechos varios pucheros, diez momos de llanto y treinta jipidos, obtuvo lo que pedía.

-¡Vaya con el tontuelo! -exclamó la tía Sátrapa- Siempre ha de salirse con la suya. Óyelo bien, que es la décima vez que te lo cuento.

Volviose a sentar el mozo en el suelo y cerró fuertemente los puños. Sus ojos movíanse como los de un gorrión que acecha el paso de un mosquito   -141-   en el alero de un tejado, y su boca abierta esperaba las palabras de la narradora como si fuese a devorarlas.

-Ello era -comenzó la Sátrapa -un río muy hondo, muy hondo... ¡qué!... lo menos medía once mil leguas de hondura, ¡mucho más! Pues, señor, que en ese río había dos gotas, una lo mismo que la otra, y una de ellas dijo una vez al río: «Padre, yo quiero irme a ver tierras». Y el río le contestó murmurando. A otro día la segunda gota quiso también irse a ver tierras, y el río la murmuró también... Las gotas estaban tan tristes, que se metieron en lo más oscuro del río, donde no las veía ni el sol... Pues, señor, que una mañana viene una nube y se acerca al río y se pone a beber.

-¿Cómo beben las nubes? -preguntó el maldito curioso de Periquillo.

-Como los caballos, alargando el cuello, metiendo los belfos en la corriente, y entre tanto el viento las silba, como hace el mayoral con el ganado para que beban más... Pues, señor, que las dos gotas se acercaron a la nube y le dijeron: «¡Bébanos usted!». La nube se las bebió, y luego levantó el vuelo y se fue ¡hala! ¡hala! ¡hala! por esos mundos del Señor. Una de las dos gotas era descastadísima, porque se alejaba de su padre, el río, sin sentimiento; pero la otra no pudo contener el dolor y se echó a llorar, con lo cual, convertida en lágrima, se cayó de la nube y fue a dar en un   -142-   camino polvoroso, que se la sorbió, y nadie supo nada más de ella. La otra gota ingrata fue dentro, de la nube muy a su sabor, y cuando la nube quería lloverse sobre un sembrado donde hacía falta para el pan, le decía a la oreja: «¡No se deje usted caer aquí. Vamos a otra tierra que sea más bonita!». Y como la nube era de esas de color de rosa, tonta como un alma de Dios, en todo la hacía caso... Hasta que un día la gota de agua le dijo: «-¿Quiere usted hacerme un favor? -Según lo que sea -contestó la nube tronando, que es su modo de hablar-. -Muy sencillo: convertirme en perla, como ha hecho usted con todas esas otras gotas que antes ha enviado a la tierra». La nube se echó a reír y dijo: «No seas boba. No las he convertido en perlas, sino en granizos, lo peor que puede ser una gota de agua, porque los granizos son los perdigones del cielo, y cuando queremos matar a los ganados, a los pájaros, a las mariposas, metemos un par de buenas almorzadas de ellos en un trabuco hecho de dos nubes pequeñas, le cargamos con viento, le disparamos con un relámpago y no queda títere con cabeza en todo el mundo». No se convenció la gota y dijo: «-Usted me engaña. Yo quiero ser perla, yo quiero ser perla». La nube le contestó: «Pues sélo», y la envió a la tierra con más de cuatrocientos mil granizos... Bajaba por los aires la gota pensando: «¡Ahora sí que me tendrán envidia todas las gotas!   -143-   Ahora soy una perla y me llevarán las grandes señoras colgada de un hilo sobre el pecho. ¿Dónde me pondrán? ¿En la corona de una reina? No, que es poco. ¿En la de una emperatriz? No, que es poco todavía». Así pensaba, cuando... ¡paf!... llega a la tierra y da... contra un ojo del tío Juanuco el herrero... La perla se convirtió en agua, y como venía con mucha violencia, el tío Juanuco se quedó tuerto... Colorín... colorado».

Cuando acabó la relación, Periquillo estúvose un rato callado y atento, recapacitando sin duda en lo hondo de su cerebro toda la trascendencia de la meteorológica novelilla; y ¡Dios sabe el espacio que habría pasado en tal postura si no se hubiese acordado de que tenía entre las manos el sabroso cazo lleno de un dorado almíbar, que escurría por los lados goteando verdaderas perlas de caramelo, las cuales quedábanse cristalizadas a la manera de estalactitas de confitería. El estómago goloso fue, pues, quien le sacó de la meditación. ¡El estómago! ¡El mayor enemigo de la filosofía!

Dieron dos golpes a la puerta, y abierta que fue entró por ella Pablo Prieto, un mozalbete como de dieciocho años, sobrino del doctor e hijo de una prima de éste que en el mismo pueblo vivía. Era alto, recio, hermosote, colorado, de facciones rudas, pero bellas, de ojos dulcísimos y lánguidos, sin los cuales su figura hubiera degenerado en basta. La salud latía en aquellas venas y la   -144-   honradez brillaba en aquellos ojos. Al entrar lo hizo muy torpemente. Tiró una silla y se apabulló el sombrero de fieltro contra la pared, sacando buena porción de cal en los codos de su casaca de estezado. Vestía pobremente, y en las prendas de su traje veíanse señas de haber servido a cuerpo más pequeño, pues los brazos, amorcillados dentro de las mangas, apenas podían usar, por la mucha tensión de la tela, del juego de las coyunturas, y las rodillas amenazaban estallar la menguada envoltura del calzón. Dígase si es fácil parecer gallardo con tan ridícula vestimenta. Pues, con todo eso, Pablo estaba guapo y agradable.

-Buenas noches, tío... Buenas noches, Engracia... Buenas noches, todos -dijo con una voz débil, aflautada, casi femenina.

-¡Oh! don Pablo, ven por acá y siéntate -repuso Prieto con alegría- ¿Has trabajado mucho?

-No es cosa -dijo él mirando a Engracia, que se había puesto colorada-. Hemos pasado buen frío en la torre componiendo el reloj.

Pablo era aprendiz de relojero, y en la órbita de su ojo derecho podía observarse el círculo azul que la presión del anteojo había marcado.

-Mi madre quería venir, pero no puede... ¡Canastolis! Está mala.

-Lo de siempre, su jaqueca... su... -dijo Prieto.

-¡No, no! Ahora ya a ser cosa de gravedad, según parece.

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Y el muchacho se puso serio, mirando siempre el rostro de su prima que estaba turbada, como se turba el cristal de un lago si en él cae un pájaro y aletea, queriendo salir a flote del ahogo. Y librar su vida del ahogo.

-¿Qué es ello? -preguntó el médico.

-Debe usted ir a verla... De cuidado, precisamente, no digo que... pero... en fin, ella quiere que usted vaya.

-¡Por Dios!, que eso debías haber dicho desde luego -repuso con perentorio ademán Prieto, y se levantó del asiento.

Buscó su capota, embozose en ella, tomó el farol y echose a la calle, no sin haberse antes persignado cristianamente. Seguía nevando, y los remolinos de nieve que caían sobre los cristales del farol semejaban enjambres de abejas blancas buscando furiosas su colmena. La luz reflejábase en la alba alfombra, virgen de paso humano, diseñando, con extrañas exageraciones la silueta del doctor. Hasta la puerta le acompañó Pablo; y cuando se hubo perdido de vista tras la esquina próxima, volvió a la cocina. Allí vio una cosa rara. ¡Su prima lloraba a lágrima viva! ¡Y era un dolor tan grande el ver llorar a aquella muchacha! Hubiera querido ver Pablo en su lugar al más cruel de los hombres, seguro de que se habría conmovido al mirar deslizarse por entre los dedos de aquellas lindas manos, que ocultaban la cara de Engracia,   -146-   las gotas de llanto que caían como un rosario de diamantes roto. ¿Por qué se sintió él tocado del mismo deseo de llorar? No lo supo; pero sí supo que le acongojaba de tal manera la pena de su prima, que el llanto acudió a sus ojos, y que a duras, penas la echaba de valiente y decía:

¿Por qué lloras, tonta?... ¿Por madre?... ¡Si no es cosa de cuidado!... Si lo fuese, no saldría yo de casa.

Esto ocurría en un rincón de la cocina, mientras en el resto de ella se había reanudado la baraúnda infantil. Nuevos brazados de sarmientos puestos sobre el hogar retorcíanse como miembros vivos de un cuerpo humano y huían de las llamas girando al rededor de ellas. Un grueso botón de la seca parra estallaba como un petardo al quemarse, y luego de inflamado, soltando poco a poco su fibrosa corteza hecha ascua, parecía una rosa de oro abriéndose lentamente. En lo alto de la chimenea el viento sostenía su monólogo eterno, que era a veces zumbón, a veces triste, y en el cual podían oírse gritos y carcajadas, y hasta palabras humanas, que decían: «Yo soy el invierno, yo mato, yo asesino... ¡Mueran las flores!». Y un baladro horrible seguía a tales voces, Luego soplaba mansamente y como que decía con quedo susurro: «Yo traeré también a la primavera. Yo traeré rosas, violetas, perfumes y pájaros. Cada grano de la tierra engendrará un grano de perfume. De las aguas del   -147-   río saldrá la diosa Flora con la hermosa espalda abrumada de azucenas, pensamientos, magnolias y claveles. La añosa parra que entra por la ventana de la cocina agitará su cuerpo verrugoso de culebra, y echará de sí, súbito, hojas de color de esmeraldas y uvas sabrosas. Os nacerán alas a los enamorados y a los pájaros nuevos. Yo no me llamaré Cierzo, como hoy, sino Céfiro, Brisa, o caso Favonio». Si no decía nada el viento, Pablo y Engracia acaso gracia creían oír buenas cosas y en lo alto de la chimenea, y es seguro que ambos interpretaban de igual modo los discursazos estupendos de ese tremendo orador llamado huracán, cuyos taquígrafos son el barómetro, el termómetro y la rosa de los vientos.

La tía Sátrapa comenzó a armar la mesa para la cena. Púsola cerca del hogar. Tendido el blanco mantel, distribuyó los vasos de vidrio tallado, las salvillas de loza y los tarros del vino generoso. Colocó a mano derecha del sillón paterno una cuchara de plata, en que cabía un océano de caldo, y al lado siniestro la cazuela de las aceitunas negras, que parecían ojos mirando curiosas a las bocas que iban a tragárselas. El pan partiolo en lonjas, y los platos, de barro vidriado con mañolas pintadas en su centro o cacerías de búfalos azules por indios verdes, púsolos a la redonda, como arcaduces de la noria del hambre. El soperón donde los huevos escalfados hervían ya estaba junto al   -148-   fuego, y al amor de la piedra enrojecida los pimientos conservados de la última cosecha, se encogían, confundiéndose primero con las lenguas rojas de los maldicientes que Dante refiere, y luego, al acabar de enroscarse, con los cuernos dorados de Amaltea... Todo eran vahos bien olientes y aperitivos en torno a la mesa. Las vituallas puestas para el banquete convidaban a él. ¡Lástima que sus dueños no convidaran!

Como el doctor Prieto tardaba, la conversación se hizo general, una vez cansadas manos y bocas de cantar, gritar y alborotar de todas suertes.

-¿Qué me traerán los Reyes? -preguntó Periquillo.

-Lo manos un buen par de azotes -respondía riéndose la tía Sátrapa.

-A mí -afirmaba Bastián, me traerán una casullita de papel dorado, para decir misa.

-Pues a mí -aseguraba el chiquitín -me traerán muchos dulces, un sable y un matalan. Matalan llamaban entonces los niños en algunos pueblos de Castilla a unos polichinelas que constituían a la sazón el summum en la fabricación de juguetes.

-A Engracia -añadió la tía Sátrapa -ya no le traerán nada este año.

-¿Por qué no?-preguntó ella.

-Porque ya eres grande -repuso Bastián.

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-Porque ya no piensas en matalanes, dijo la vieja.

-¿Pues en qué pienso?

-¡Qué sé yo! ¡Siempre estás triste!

¡Pobre criatura! ¿Qué tristeza era aquélla? Sentía su alma predispuesta y templada para toda emoción suave y delicada. El canto de una paloma estremecíala hondamente; la música, cuando el doctor tañía su violoncello viejo y cascado, hallaba dentro de ella ecos gratos, despertando en su memoria o en su fantasía remembranzas o imaginaciones soñadas o vividas en el mundo de su ilusión infantil. A veces se creía niña, y un ansia de correr la vibraba en las piernas; pero correr no era todo. Entonces quería volar, y al creerse niña deseaba ser pájaro... Otras veces pensaba, y hablaba con una gravedad casi lúgubre; y en estos ratos taciturnos... en estos ratos pensaba en su primo, en aquel muchacho tan bueno, tan guapo, tan cortés, tan tímido y tan respetuoso, que la trataba como hermana y que le parecía mejor que todos los hermanos posibles. Las fiestas la hacían llorar; las tristezas la hacían llorar... El amor dentro de su alma había causado verdaderos destrozos. ¡El amor sólo hace reí a los tontos!

-¡Es verdad que lloras! -murmuró bajo Pablo- ¡Siempre estás triste!... ¿Qué tienes?

¡La voz fina, infantil casi, de Pablo, le sonaba a ella tan bien!... ¡Música regalada de los cielos le parecía!

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-No lo creas -repuso Engracia.

Periquín había en tanto dicho la lista de las cosas que esperaba de los Reyes, y gritó:

-¡Rabia, rabia, Engracia, que no te traerán nada, porque ya eres grande!

Estas palabras más bien las cantaba que las decía, poniéndolas en esa música inventada por los niños cuando quieren burlarse de algo.

Pablo miró a Engracia frente a frente:

-Óyeme -dijo-. También a ti te traerán los Reyes su ofrenda... Pon tu zapatito a la ventana cuando te acuestes.

Ella calló. Tenía cerrados los ojos abrumada la cabeza bajo el peso de una atmósfera divina de que repentinamente se sintió rodeada. Había en esa atmósfera luces, aromas, armonías, besos... Cuando llegó el doctor, aún no había respondido a Pablo la muchacha...

Pietro dijo:

-No es cosa grave ni mucho menos... Ese Pablo nos asustó... Vuestra tía no puede venir a cenar con nosotros, pero me ha dicho: «Os envío a mi Pablo y a mi corazón...». ¡Hemos hablado tu madre y yo de muchas cosas!

El médico -bien se echaba de ver- venía alegre, y en sus ojos brillaba una chispa de gozo íntimo. Miró a Engracia, miró a Pablo y sonrió. Después dijo:

-¡A cenar! Cada uno a su sitio... Tú aquí, señor relojero, junto a mi Engracia.

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Y colocando el buen doctor juntos a los dos primos, apretó afectuosamente el hombro de Pablo y tomó la cara de la muchacha con verdadera complacencia. Algo raro le había sucedido en casa de su prima.

La cena fue alegre. Si Periquillo no se hubiese tragado una aceituna entera, después de estar un rato casi ahogado con el hueso en medio del gañote; si Bastián que, como hombre de ciencia que era, se obstinó en buscar la virgen que tenía el besugo en la cabeza, no se hubiese hecho saltar este sobre la cara de la tía Sátrapa, ningún incidente enojoso hubiese turbado la dicha de los comensales. Estos mismos percances fueron recibidos con broma, y dejaron un rastro de burlas y risas que regocijó el resto de la velada. En un cielo alegre, hasta las nubes tienen luz propia.

Cuando dieron las diez, la chiquillería se fue a acostar, y el doctor cogió el violoncello cascado, y sentándose en un banco, lejos del hogar, pulsó las cuerdas empolvadas. Ensayó sus recuerdos, ya borrados casi. Primero sólo acertaba con retazos incompletos, como los que de lejano concierto trae el aire. Luego fueron completándose, y al fin una gavota salió entera del ventrudo instrumento musical.

-¡Bailad, muchachos! -dijo Pietro a Pablo y a su hija.

Pablo cogió a Engracia de la mano y se puso   -152-   frente a ella con caballeresca postura, grave y reposado. La regocijada musiquilla tenía a veces bellos giros e inflexiones de inesperada originalidad. Era una música propia de un salón de Luis XV, cortesana, llena de gracia elegante y urbana alegría. La muchacha, trémula de dicha, llevaba el compás a duras penas. Recogíase el vestido de negra estameña, cuya cintura nacía bajo los brazos, y de cuando en cuando una mano se levantaba hasta la frente para sujetar el rizo rebelde que quería volar. Pablo iba derecho y serio, sin una sonrisa en el rostro, con toda la tiesura de un danzarín poseído de lo importante de sus funciones. Prieto tocó un buen cuarto de hora. Luego dejó el arco, y enjugándose una lágrima con el dorso de la mano, exclamó:

-¡Bien! ¡Basta!... Pablo, vete... Ya es tarde. Pablo buscó su apabullado sombrero, subiose hasta las orejas el cuello de la vieja casaca, y se despidió.

Al día siguiente Engracia fue a la ventana no bien amaneció, y buscó a tientas su zapato. Antes dio con los de sus hermanos, donde el médico había echado golosinas, humildes juguetes de aldea y alguna pieza de cobre. Luego encontró su zapatito... Cogiolo y fue al hogar, a cuya luz pudo ver que contenía la sortija de plomo que llevaba desde niño Pablo, y un papelillo. Desdobló éste, y rió que decía: «¡Toda mi alma, prima de mi vida!».

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Ella se puso roja de divino pudor, alegre como la mañana que amanecía, trémula de felicidad, y al ir a llamar a su padre, porque en tal hora salía a su visita, dijo a la Virgen de la Esperanza, que estaba en un cuadro junto al despacho del doctor:

-¡Gracias, Virgen adorada! ¡Cuando los Reyes Magos han dejado de hacerme ofrendas, me la has hecho tú de lo que más quería!



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ArribaAbajo- XII -

Venturiela
A. T. S.


Astroso y mal parado como Cardenio, iba aquel hombre que, delante de mí, caminaba al paso castellano de su caballo peludo y enteco, del cual podía decirse lo que del caballo de Gonela, que tantum pelis et osa fuit. Nada más extraño que su rota vestimenta. Traía gabán largo raído y desfilachado, pantalón comido por los tobillos, y unas chinelas viejas en los pies, con los que espoleaba ansiosamente a la cabalgadura. ¡Inútil espoleo! El venerable cuartago no dejaba su paso sino para tomar un trotecillo saltón, aún más lento que la andadura. Era un conjunto pintoresco el que ofrecían aquel jinete deseoso de correr y aquel caballo deseoso de dar con sus huesos en la fosa, anhelando el descanso del cruel matalotaje de su vida. Pudiera decirse que representaban a la inactividad cabalgando en la inercia.

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Cuando emparejé, con el desarrapado caballero, pude ver su rostro, que era profundamente simpático y lleno de atractivo. La tez morena, la barba negrísima y rizada, los ojos pardos y luminosos, el cabello muy oscuro y descuidado de peine y tijera, y no sé qué sombra de tristeza que le rodeaba, componían un semblante, si no bello, agradable, especialmente cuando miraba y hablaba (pues él me miró y me habló); y entonces adquirían poderosa animación todas las facciones, combinándose en una armonía extra-humana la dulzura de la voz con la dulzura de las pupilas.

-¿A dónde se va? -me preguntó después del saludo.

-A Nidonegro -dije refrenando mi jaca. ¿Y usted?

-¡Yo! -exclamó con pena, moviendo la cabeza, como quien tiene lástima de sí propio- ¡Si no lo sé!

-¡Singular viaje!

-Voy buscando cierto pueblo... y no sé hacia dónde cae. Usted puede que lo sepa.

-¿Cómo se llama ese pueblo?

-Se llama Villasoñada.

-¡Villasoñada! No le oí nombrar nunca.

-Todos me responden lo mismo. Nadie me quiere decir por dónde se irá a Villasoñada. ¿Es esto una conspiración de la humanidad para impedir mi dicha?

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Así dijo, entre suspiros y sollozos, y luego se quedó pensativo y mudo, con la cabeza hundida en el pecho y el mirar extraviado. Después alzó la noble y ceñuda frente y se expresó de esta manera:

-A usted le habrán chocado mis palabras.

-Confieso que sí me han llenado de curiosidad y confusiones -respondí.

-Pues no es maravilla, que a todo el mundo le pasa lo propio. La misma ruta llevamos, y a fe a fe que debe faltar no poco para llegar al primer pueblo en que descansemos, pues en esta gran llanura que desde aquí diviso no se columbra casa ni choza ni otro signo de existencia social... Así, pues, entretendremos el aburrimiento del camino con mi historia, que es interesante.

Prometí oírle con atención, y, ávido de sus palabras, le supliqué comenzara; él lo hizo de esta suerte:

-«Yo, señor, era estudiante de leyes, un verdadero estudiante, porque no estudiaba letra, ni iba a clase, y me curaba de Triboniano y de las Pandectas lo mismo que del primer cigarro que fumé. Vivía en Salamanca en una casa viejísima, medio gótica, medio árabe, ocupando un cuarto cuya ventana, de hermosa ojiva, daba a un abandonado patio, donde crecían, con abundancia paradisíaca, mil plantas olorosas, algunas higueras bravías e innumerable hueste de zarzales. Allí me   -158-   pasaba yo las horas muertas, soñando con lo quo faltaba en aquel hermoso retiro; en una mujer rubia o pelinegra, alta o baja, que se llamase Luisa o Clara, Anita o Pilar, Lucrecia... o X, dechado y cifra de la poesía viviente. Trascurrían los meses y no llegaba el esperado ser, dueño de mi alma; cuando un día llegó...».

-¿Llegó ella? -le interrumpí.

-«No, señor. Llegó el cartero con una carta para mí. Abrí el sobre, y eché una mirada indiferente sobre el pliego. Escribíame mi tío, hermano de mi difunta madre, suplicándome que fuese a pasar una temporada en su casa. Yo no conocía a aquel tío sino de nombre. Llamábase don Cipriano, y era maestro de latín en Villasoñada».

¿Ya pareció Villasoñada?

-«¿Dónde está? -dijo mi compañero enderezándose en la silla».

-En su cuento de usted

-¡Ah! ¡Creía que hablaba usted del pueblo! -repuso con amargo desaliento-. Dudoso estuve en aceptar aquella invitación; pero al cabo de muchas vacilaciones, y con el propósito de pasar en tal aldea no más que una semana, emprendí la caminata en una diligencia que desde Salamanca conducía a la residencia de don Cipriano. Llegué... -No hay otro verbo con que expresar la idea de la llegada al cielo. Este mísero idioma dice lo mismo: «llegué a gozar», que «llegué a sufrir»...

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Llegué y conocí a mi tío. Habitaba una casa pequeñita, blanca, con persianas verdes, rodeada de un grandísimo jardín en el que había más de 400.000 pájaros. Hallábase don Cipriano en su despacho, y así que me vio alzose de la butaca que le soportaba y vino hacia mí con los brazos abiertos. Al mismo tiempo gritó:

-»¡Venturiela! Ven, que está aquí el primo Andrés.

»Sentí detrás de mí unos pasos leves, y un grito de sorpresa, que me pareció de timbre celestial. Volvime y vi a una criatura como de dieciocho años, alta, esbeltísima y delgada sin ser flaca. Sutil ora su talle, ovalado e intensamente pálido su rostro, verdes sus ojos como los de Pepita Jiménez y castaño su cabello, puesto en trenzado rodete, que abrumaba la preciosa cabecita con su peso, como una corona de hermosura y juventud.

-»Aquí está tu primo -dijo mi tío, presentándome a Venturiela.

-»Bienvenido -murmuró ella bajando los ojos.

-»Señorita... Prima... Venturiela -exclamé yo.

»No sabía qué decir. Sorprendido con la inesperada presencia de aquella divina muchacha, cuya existencia y primazgo ignoraba, no acerté a buscar fórmula de salutación, bastante expresiva y cariñosa... Sí, señor mío, sí: Aquella era la mujer   -160-   que yo aguardaba en mi ventana ojiva de la ciudad, bien se llamase Pilar o Lucrecia, Luisa o Clara. Así pensaba que tendría los ojos, y del mismo modo, sencillo a par que pulcro, vestí yo su gentil persona en el taller de modista de mi fantasía... Alojáronme en un cuartito en que todo era blanco; las paredes, los muebles de madera sin pintar, las ropas del lecho, las colgaduras de la ventana. El sol entraba hasta besar la almohada del lecho, y las aves del jardín venían al alfeizar de un balconcillo a robar, ¡socialistas!, los cañamones del canario de Venturiela.

-»Este es el cuarto de Venturiela -me dijo don Cipriano sonriendo.

»No sé cómo pude contener esta respuesta: «-¡Eso ya lo sabía yo! ¿De quién sino de esa celestial Venturiela, puede ser este lecho, que exhala aroma de violetas, y esta estampita de la Virgen de la Concepción, que es su retrato, y este tocador tan modesto y hechicero?». Pero mientras pensaba esto, dijeron mis labios:

-»No consentiré en arrojar a mi prima de su cuartito. Alójeseme en cualquier parte, pero no aquí. Eso sería profanar un santuario.

»Diome gracias ella con una mirada por mi galantería, y abriéronse en su ebúrneo palmito las rosas del pudor... ¡Ay! Señor mío, ¡qué desgraciado soy! ¿Por qué me conserva Dios la vida después de tanta desventura! ¡Por qué no me mata,   -161-   o me da valor para que yo mismo me mate!».

Andrés, enardecido con el relato de su historia, había soltado las riendas del caballo, el cual se aprovechaba de la libertad para mordisquear las espigas que a un lado y otro del sendero salían a insultar su hambre con sus cabecitas de oro. Caballero y bridón no representaban ya a la actividad y a la inercia. Debajo de ellos hubiera podido grabar un escultor esta leyenda: «La poesía cabalgando en el hambre».

-»No pienso molestar a usted relatándole prolijamente mis amores con Venturiela... Porque Venturiela me amó, me amó muchísimo... De noche era cuando nos veíamos en la sala. Don Cipriano leía cerca de su mesa a Virgilio y algún periódico. Nosotros hablábamos en la ventana, el uno junto al otro, sin tener alma para más que para mirarnos de hito en hito. Era mi novia tan seria en sus afectos, que nuestra pasión parecía algo como culto religioso, y se delataba más por el perfume de las almas que por esos actos con que el orgullo de los amantes suele revelar al mundo el hilo de oro que une sus espíritus en dulce coyunda. Como estaba tres y cuatro horas seguidas mirándola desde tan cerca, luego, al que darme solo, mis ojos no podían ver nada sin verla a ella. Su imagen quedaba estereotipada en mi retina, y la reproducía por un efecto, creo que moral y físico, con todos sus detalles, con sus pestañas   -162-   larguísimas, tan largas que parecían enredarse unas en otras al mariposear ante la luz, con sus labios de tinte de amapola, con su color quebradito, con su seno poco exuberante, pero gallardísimamente colocado entre una garganta que era un fuste de columna y una cintura que parecía un tronco de olivo.

»Dos meses pasé en Villasoñada, y llegado que fue junio, mi tío me llamó un día a su despacho para decirme:

-»Sé que amas a Venturiela y sé que ella te quiere también. Esto me llena de alegría. Os casaréis... pero es preciso que concluyas tu carrera... Estamos en junio, el mes de los exámenes. Vete a Salamanca, examínate y vuelve a Villasoñada.

»Prometí hacerlo y lo hice. Despedime de Venturiela al anochecer de un día nublado y caliginoso. Ella no lloró, porque en la serena región sublime de su alma no cabía la idea de que yo pudiese olvidarla, dando al traste con mis juramentos... Llegué a Salamanca, pasé ocho días estudiando, si es estudio el devorar los libros con la inteligencia y apoderarse de sus ideas como se apodera un facineroso del dinero ajeno, haciendo acopio en una hora de lo que cien generaciones capitalizaron afanosamente; me examiné, me aprobaron y me dispuse a regresar a Villasoñada, a cuyo efecto enderecé mis pasos a la administración   -163-   de la diligencia que hacía el servicio entre Salamanca y la aldea de don Cipriano. No recordaba bien en qué calle estaba, y así hube de preguntar a varios por ella. Ninguno me sabía contestar.

-»¿Villasoñada? -me decían -¡No conozco ese pueblo!

»Al principio no me extrañó que hubiese en Salamanca gente que no conociese a Villasoñada; pero cuando pregunté a doce o catorce personas con el mismo negativo resultado, empecé a alarmarme.

»Fui a la estafeta de correos, y un viejo empleado a quien dirigí mi interrogación, me contestó, mirándome de arriba abajo:

-»¿Tiene usted gana de broma? ¡Villasoñada! No hay tal pueblo en el mundo.

-»¿Cómo que no, si he pasado yo dos meses en él?

-»¿Está usted riéndose de mí? Cuarenta años llevó sirviendo en correos; he viajado por toda España, y le aseguro a usted que no hay pueblo, aldea, lugar ni caserío que no conozca, de nombre al menos. Pues bien: Villasoñada no existe.

»Lleneme de congoja. Las ideas daban vueltas en mi cerebro como soles encendidos de una pirotecnia, y el rostro de Venturiela y el de don Cipriano aparecían y desaparecían en aquel tumultuoso oleaje de mis dudas.

»¡Señor! ¿Qué me sucedió a mí? ¿Qué horrible   -164-   y maravilloso acontecimiento era aquél? No sólo no acertaba a explicármelo, sino que ni aún sabía dar forma a mis preguntas ni a mi asombro... Cansado de recibir respuestas, negativas y burlas, me determiné a buscar yo mismo el pueblo, y aquí me tiene usted que, de nuevo don Quijote, voy, no en busca de aventuras, sino en la de mi idolatrada Venturiela, de Venturiela que me aguarda, de la que me está reservada para esposa, de la que es para todos, menos para mí, «fuente sellada y campo cerrado».

Cuando acabó su historia el caminante y se quitó el sombrero de paja que cubría su cabeza para secar el sudor que saltaba por su frente, como rezuma perlas de agua una vasija de barro, no pude menos de mirarle con pasmo y estupefacción, hasta que vino a sacarme de ella el ruido de una campana que nos saludaba anunciándonos la vecindad de un pueblo.

-Ya vamos a llegar -dijo Andrés- ¡Éste tampoco es Villasoñada!

En esto llegaron a nosotros dos policías civiles que, a buen paso, jadeantes y cubiertos de polvo, venían en dirección contraria a la nuestra. Detuviéronse al vernos, y dirigiéndose al desastrado viajero, dijo uno de ellos:

-Éste es el que buscamos.

-Deténganse ustedes -añadió el guardia civil.

  -165-  

-No -repuso su compañero señalándome-. Usted puede seguir su camino; éste es el que nos llevamos.

-¿A mí? -preguntó con susto Andrés.

-Sí, a ti -replicó uno de los guardias.

Y sin más miramientos apeáronle del caballo y le maniataron bonitamente.

-Sepa usted, caballero -me dijo un guardia- que este desdichado es un loco que se ha escapado esta mañana del hospital de Salamanca.

Profunda tristeza me causó la desgracia de aquel pobre joven, y no queriendo ser testigo de ella por más tiempo, piqué espuelas a mi caballo y partí al trote.

Allí se quedó él sin ventura, gritando a voz en cuello:

-¡Venturiela, Venturiela! Espérame, que yo he de ir a buscarte.



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