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ArribaAbajoIntegración del Territorio

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ArribaAbajo Del ente historiable y de su nombre

Los seres históricos poseen, perogrullescamente, la calidad básica de ser historiables, de ofrecer resistencia a esa leve y a la par tremenda presión que sobre ellos ejercen los historiadores con sus definiciones, exámenes, críticas, cotejos, aumentos, menosprecios y más procedimientos que se suelen imponer a cuenta del método o de las distintas maneras de historiar. Cuando alguien se propone escribir sobre Historia, no lo hace sobre cualquier género de objetos, pues corre el riesgo de obtener lo que no persigue: no tomará, pues, las plantas o los moluscos para tratarlos con las tácticas del historiador, ni siquiera tomará las razas o los esqueletos humanos como puntos de partida, pues llegaría con ello a sistematizar conocimientos etnológicos, antropológicos o algo por el estilo. La misión del historiador le obliga a la búsqueda de seres lógicamente historiables, de aquellos que la crítica ha historificado o de aquellos que se pueden historificar. Sin embargo, la cosa ha parecido tan sencilla que nadie se ha hecho problema con ella, como no   —48→   hay memoria de un hambreado que se haya detenido a considerar la composición química del pan que devora.

Pero mi intento requiere que sea examinado el ente historiable, pues la atenta consideración del mismo nos proporcionará la fuerza de arranque para el estudio del Quito y de los problemas iniciales que plantea. Aquel cuerpo de realidades humanas permanentes, tenso allí sobre el tiempo, durable con duración de vida, y durable por sobrepasar la duración singular de los sujetos que la integran; aquella entidad que incita nuestras opiniones, que nos obliga a enunciarlas luego del conocimiento objetivo de la misma, puede pertenecer a la Historia, a la prehistoria, a la leyenda, a la tradición, quizás al mito; puede ser carne o pulpa antehistórica, y siéndolo de un modo o de otro, nos exige definirla en sus comienzos, nos pide el imprescindible don de la claridad, sin que nosotros podamos esquivar esa exigencia, bajo pena de caer en la confusión, en la arbitrariedad o en la repulsa del asunto.

Pues bien, aquella entidad que decimos Quito y por siglos está allí, necesita ser dicha de algún modo, nombrada, vuelta Historia; es decir, necesita ser historificada. Sin esto no tenemos el comienzo y la raigambre de nuestro conocimiento, y el árbol, privado de sus raíces, flota a merced del viento de la tempestad; acaso será tronco, hojarasca, ramaje, pero no el vegetal viviente cuyo subsistir ahondado en tierra y fijo, designamos con un nombre peculiar. Dicho sin metáfora: el ente historiable es aquella sustancia humana permanente que necesita recibir un nombre o lo ha recibido ya, a fin de entrar en el reino histórico; es aquella sustancia humana diversa de otras, subsistente como ellas, profunda, inextirpable, imborrable como todo lo que posee un nombre. Pero demanda, además, una segunda condición: que sea susceptible de traspasar los linderos del mito o de la leyenda; es decir, que salve su condición ante-histórica e ingrese, con temporalidad y dialéctica definitivas, en el orden de los sucesos humanos convertidos en actos, con signo y finalidad.

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Historificando un mito o una fábula, porque tal es nuestra condición inquisidora del fondo a veces invisible de las honduras pretéritas, vamos a ellas pidiendo respuesta a un enorme cuestionario que permanecería amenazador si no supiéramos contestar. Inquirir en el hombre, sea biográfica o sea históricamente, nos lleva en pos de este género de búsquedas y de respuestas. Historificamos una fábula o un mito, cuando entre sus olas revueltas pescamos al conturbado pez de la realidad profunda, movediza y fugaz, pero tan real que no osamos confundirla con el agua o con la piedra. Así ha crecido en siglos, hacia atrás, la concepción del hombre y el concepto de la Historia. Porque historificar es convertir la no historia en Historia, en una suerte de cosecha semejante a la del pescador de ostras, que al fondo, al fondo de todo, del mar o de las conchas, persigue la fija, la sustancial, la irisada y durable pupila de una perla.

Pero iba tras el ente historiable y su nombre. Se lo ha pronunciado ya por mucho tiempo, acaso los antepasados más añejos lo mentaron antes de que se supiera escribirlo, y quienes: encerraron la palabra en el corchete de la grafía europea y universal, no hicieron otra cosa sino tomar en sus labios y pasar a sus manos un nombre viejo de siglos y dificultosamente elaborado en las alquitaras, y en los matraces impresionantes e imprecisables de la prehistoria. El Quito, nombre difícil, decantado en prolongados experimentos de superposición humana y mezcla etnológica, de coloración racial y mixtura folklórica; el Quito, nombre de un ente historiable que aún nos resulta esquivo, no obstante descubre y encubre una realidad vetusta, múltiple y sobremanera compleja.

La sencilla relación que de los quitos, shyris, duchicelas y más actores del drama, donosamente ha labrado el P. Velasco en su Historia del Reyno de Quito, no es tan elemental, nítida o asequible como antaño se suponía. Sin apartar nuestro criterio actual, depurado por filtros dialécticos más precisos y aleccionado por severas advertencias de la técnica investigadora de antiguallas, sin apartar, repito, nuestro criterio de la realidad llamada el Quito, sin darle a priori contenido de ciudad   —50→   o de reino, sin agigantarle o sin empequeñecerle, bajo el nombre de este grupo humano quizás no del todo bien configurado antes de la avalancha cuzqueña, tenemos que convenir en que se han acumulado imponentes caudales de sucesos cuya nomenclatura se ha llevado casi a término, cuya catalogación se ha determinada con fijeza, cuyas vicisitudes se han diseñado bastante bien; pero cuya substancia humana e historiable, sin ser soslayada de hecho, no ha sido organizada todavía.

Uno de los mayores intérpretes de aquella alma difunta, de aquel complicado total de grupos humanos sin lengua común con la nuestra, ha sido el sabio quiteño Jacinto Jijón y Caamaño. Rindo mi tributo de agradecida admiración a este hombre, ejemplo de investigadores de nuestra remota profundidad temporal, por la forma en que ha cumplido su honestísima faena, sostenida a lo largo de décadas, con absoluta y abnegada entrega intelectual, a la nomenclatura, catalogación y diseño del crecido torrente de sucesos anteriores al Incario, anteriores al Quito, anteriores a lo más antiguo que otros científicos llegaron a rastrear. Pero, así mismo, con honestidad y franqueza agrego que el caudal de sucesos acumulados por el sabio quiteño, espera una mente capaz de organizarlos, de historificarlos, de volverlos Historia, de hacerlos entrar en el recinto histórico, pues extravagan todavía en el orbe antehistórico y demandan una buena voluntad que haga de ellos sucesos cumplidos y cabales, es decir actos con finalidad y dignos de una interpretación en teoría humana y filosófica.

Tenemos un ente historiable y su nombre. Mejor dicho, el nombre Quito expresa la real existencia de una entidad que vivió, forjada en serias circunstancias y en tremendo número de años, seguramente; que tuvo antecesores humanos misteriosos, lejanos, complicados y numerosísimos; que sucumbió dejándonos el rastro indeleble de su denominación; que en ella necesitamos ver no sólo lo que nos descubre, sino también lo que nos encubre, ayudándonos con la luz de investigaciones auxiliares, practicadas ya con pericia y con paciencia exquisitas. Sea cual fuere el concepto que nos formemos del Quito   —51→   preincásico, del nombre hemos de partir para determinar la existencia de una agrupación humana, más o menos numerosa y extensa, más o menos homogeneizada, hija y heredera de otras agrupaciones cuya vida cronológica no es dable precisar; pero cuya vida real también ha dejado huellas donde quiera que se aposentó esa existencia humana con sus urgencias y con sus realizaciones.

Si el nombre Quito no cubriera una vetusta realidad, habría sucumbido en sus transformaciones y, despojado de solidez, sin persistencia, no lo sintiéramos vivir, a causa de los cambios. El Quito se englobó en el Chinchasuyo, luego se reencarnó en la Real Audiencia o Presidencia de Quito para, al fin, convertirse en la República del Ecuador, donde sigue viviendo, no como pasado, sino como actualidad permanente. Por eso, más allá del simple dato cronográfico o de la mera constancia documental, cabe interrogar a la hondura pretérita, por qué subsiste un nombre si no cubrió, alguna vez, la real sustancia de un grupo humano viviente. La fábula tiene sus derechos, pero también sus límites; y cuando derrota a la temporalidad y llega a concretarse con fijeza, o cuando vence a la caducidad y toma cuerpo humano, se historifica y deja de ser fábula.



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ArribaAbajoLa fábula y la controversia del Quito

A comienzos del año 1534, don Sebastián Moyano de Benalcázar se alzó -bello término- en San Miguel y salió en busca de gobernación propia: cosa muy renacentista y muy hacedera en aquellos años. Supo a que atenerse entonces, sobre el lugar de sus ensueños o sobre el fin de sus aventuras. Buscaba, concretamente, dos cosas: el Quito y, luego de éste, mirado como punto de partida, el camino para llegar al gran río interoceánico, al mar de agua dulce, descubierto ya en su desembocadura atlántica por las navegaciones costaneras del Brasil llevadas a cabo, con mucho ruido, por Vicente Yáñez Pinzón y por Diego Lepe en 1500. La mal configurada geografía en la mentalidad de ese tiempo, no obstante sus limitaciones técnicas, gracias al descubrimiento del Mar del Sur por Balboa, dejó entrever a los navegantes, a los cosmógrafos y, mayormente, a los aventureros audaces, la posibilidad de una comunicación de este Mar y aquel otro donde desembocaba el famoso río. O sea, dejaba entrever la comunicación fluvial entre los océanos Pacífico y Atlántico si queremos llamarlos con voces modernas.

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Antes de que se completara la penetración guerrera y política en el Perú, corrieron por el Darién ciertas noticias incitantes, proporcionadas por un cacique centro americano a más de un español esforzado. Y como siempre ocurre en las épocas de aventura, de dos noticias se entreteje una fábula, y luego después la fábula crece y acaba por transformarse en el gran motor de acciones o de pasiones. Así ocurrió con la noticia del Dorado, con la oportuna entrada del oro peruano por la vista de los emprendedores y de los financistas de aventuras, con la fama sonada y dudosa del mar de aguas dulces y con la urgencia de hallar el paso a Oriente que franqueara la llegada más corta al país de la canela. Los que, tras la huella de Pizarro, fueron llegando en escuadrones cerrados al Perú, trajeron en el alma la fábula y en los ojos el deseo de verla cumplida. Ladislao Gil Munilla, en su libro Descubrimiento del Marañón hace notar este hecho general:

«Hubo Amazonas en todas las Indias. Esto creyeron, al menos, los descubridores, basados en datos imprecisos de su existencia. El Dorado se buscó en la totalidad de Hispanoamérica, porque era idea consustancial a los descubridores».



Y el mismo Gil Munilla llega a probar, como analizaré y recordaré más adelante, que Orellana, el amazonauta prototipo, formó idea de su empresa, al contacto con Benalcázar y sus proyectos de comunicación interoceánica. Quienes, siguiendo la usual corriente crítica, han visto en el alzamiento de Benalcázar sólo un acto de protesta contra sus amigos que, al dejarle en San Miguel de gobernador, le situaban en lugar secundario, han visto la mitad del asunto y han tomado como móvil de la empresa una mera pasión personalísima.

Incuestionable es lo que dice Fernández de Oviedo, que muchos obraron «para no ser segundos donde podían ser primeros»; pero, no es menos comprobable que el móvil de Benalcázar no fue un amorfo capricho o un punzador resentimiento sino una firme noción de lo que pretendía, la misma que le orientaba certeramente por   —54→   donde, en realidad, debía marchar. Es decir, le encaminaba hacia Quito, hacia el Quito como entonces se dijo, cuyo nombre no era sólo fama rodeada de atractivo y de fascinación, no era únicamente señuelo de empresas inconsistentes o simple oferta de prestigios aleatorios: Quito poseía, antes de ser conocido por los europeos, una categoría peculiar, no obstante la total nivelación impuesta par el Tahuantinsuyo, categoría que le dio resonancia, que le volvió apetecible objetivo de conquista e indujo a Benalcázar a encaminarse a una región que, con certeza garantizada por los hechos, vio de inaplazable integración a la obra fundacional española en el Nuevo Mundo.

¿Cómo se formó este nombre? Sin lugar a duda, el nombre Quito posee un origen extrahistórico, pasado del modo más natural al área histórica, lo que en sí mismo no aparece excepcional en una época durante la que el extraordinario sentido realista de los españoles de ese entonces, iba conquistando sueños, fábulas y mitos que incrustaba en el seno de la Historia, de la Geografía y de las demás ciencias naturales existentes. Como ejemplo, él más próximo al del nombre Quito, se puede recordar lo acaecido con el nombre Perú, asomado poco antes o casi simultáneamente con aquel. Dicho nombre, Birú, nacido de un equívoco, de una mera fonética mal captada por los oídos europeos no adaptados aún a las lenguas de estos lados del mundo, cobró tal consistencia y fortaleza que, antes de organizado el Virreinato de Lima, se comenzó a llamar Perú a casi todo el Nuevo Mundo, salvando, México, Tierra Firme y el Darién. O sea que el Perú se llamaba desde Panamá hasta Tierra de Fuego, comprendiendo los posteriores descubrimientos en tierras de Paraguay y de Argentina. Poco a poco fue delimitándose este nombre con, un cerco de nuevos Virreinatos, de Reales Audiencias y de Capitanías Generales, hasta que, terminada la era Hispánica, acabó por reducirse a la extensión geográfica y política con que figura en la actual existencia americana.

Del mismo modo que surgió el nombre Birú, surgió extrahistóricamente el nombre Quitó. Lo pronunciaron   —55→   labios españoles antes de que ocurriera el alzamiento de Benalcázar, tal vez en los mismos días en que Almagro, el viejo, andaba por Centroamérica en pos de partidarios, do mesnaderos y de audaces con quienes emprender la conquista del Tahuantinsuyo. Lo curioso de este nombre está en que asoma sin variantes de ninguna clase, claro, fonéticamente diáfano y bien captado, tanto que su grafía no sufrirá alteraciones posteriores. Al nombrar al Quito concuerdan cronistas, gobernantes y descubridores, por más que este nombre escueto designara una región varia y extensa, poblada por muchos grupos humanos diversos y partida en tres por accidentes orográficos que determinan climas y maneras de vivir opuestas o, por lo menos, diversas en apariencia.

Los cronistas y los papeles oficiales fueron, pues, los que historificaron una realidad preexistente, refiriéndose siempre al Quito como a una entidad humana plenamente definida, sin jamás poner reparos en lo que hacían y en la forma en que lo hacían. Ninguno de los escritores de aquel tiempo, que trató de modo oficial u oficioso, de manera incidental o extensiva la realidad del Quito, pensó, como tampoco pensaron otros que escribieron sobre distintas regiones y pueblos que iban historificando, que la tarea de ellos -simple tarea de escribir lo que sucedía o se encontraba- daba existencia para siempre a un pueblo todavía inexistente; en esos días, para la Historia. A los cronistas, debido a este empeño, se les podría denominar primeros historificadores del Quito, puesto que llevaron a esta realidad desde la fabulosa vida antehistórica hacia la plenitud histórica. Los cronistas fueron los primeros en hallar al Quito como ente digno de contarse entre las de más entidades parejas de la Historia, y procedieron con el nuevo grupo humano del modo más digno y conveniente.

Con toda naturalidad entró el Quito a formar parte de los pueblos del mundo, en un siglo en el que las maravillas de la naturaleza y -el ensanchamiento del orbe tenían como contrapartida el espíritu y la inteligencia de los hombres en perpetua apertura, en actitud contemplativa y comprensiva, que les permitía orientarse entre   —56→   el tumulto de los sucesos; con un tino y una seguridad envidiables. En el fondo de las desmesuradas empresas renacentistas de España y en la voluntad enérgica puesta al servicio de las mismas, en el fondo de los ensueños que se forjaban, para tornarse luego en realidades, se alojaba una considerable dosis de ponderación, no bien diseñada ni bien estudiada todavía, ponderación que obligaba a buscar, la realidad entre los pliegues de la fábula o entre los meandros del mito.

No hay duda, entonces, de que el nombre de la región anhelada por Benalcázar comenzara siendo fantasía que, en el corazón de aquel soldado, movió los resortes de la empresa. Puesto en marcha hacia su sueño, el gobernador no tuvo otro camino sino el simple y renacentista de salir adelante, con su empeño. Entre su alzamiento efectivo y su posible fracaso no mediaba sino la ruina personal y, quizás, también el peligro de perder la vida. Entonces, lo que después dijo Calderón de la Barca, era la solución definitiva: «A reinar, fortuna, vamos: no me despiertes si sueño». Y, en efecto, nadie le despertó del sueño, ni Diego de Almagro que le seguía los pasos por orden de Pizarro con el fin de atarle mediante nexos legalistas, ni la llegada de Pedro de Alvarado, no muy sorpresiva para él, pero sí muy temible por el número de gentes que traía.

Este último capitán, de ancho corazón para las aventuras y de oído perspicaz para captar noticias, seguramente escuchó con ardor la novedad del Quito y la más estupenda de las aguas del mar dulce; y sin más reparo navegó con escuadra propia y gentes propias hacia la costa del Perú, hasta parar en el conocido Puerto Viejo, incitado no sólo por las noticias del reino quitense, sino también por su afán de dar con un puerto desde donde zarparía hacia el anhelado país de la canela, que aún mantenía su incógnita luego del hallazgo del Mar del Sur.

Alvarado fue el primero en poner al Quito en el palenque de las controversias. Estas, que luego se suscitaron con diversos signos, desde las históricas hasta las   —57→   territoriales, dieron comienzo el día en que Benalcázar y Almagro por un lado, y Alvarado por otro, resolvieron liquidar el pleito a costa de Pizarro. A pesar de ello, esa edad no dejó de ser hermosa, porque a la manera de los griegos primitivos, una fábula podía llevar a los hombres hacia la acción heroica, transformándoles de simples soldados en varones capaces de descubrir el diamante de la verdad contenido en el fondo más oscuro del mito. En verdad, del Quito hallado y perdido en el mismo instante, sacó Alvarado su lección: no se deslumbró, ni se descorazonó. El fracaso le afirmó en su calidad de hombre de aventura, y, abierto a ella como vivía, tomó el camino de regreso al ver cerradas por aquí las rutas de su esperanza, pero confirmados, así mismo, sus sueños.



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ArribaAbajo Los cronistas y la historicidad del Quito

Es cosa notable que entre Cieza de León, Cabello de Balboa y Sarmiento de Gamboa se halle una coincidencia sobre el modo como, sin acuerdo de ninguna clase, han tratado las cosas del Quito cuando narran la penetración incásica. Y nombró sólo a estos tres historificadores de nuestra antigüedad preincaica, por ser ellos entre los primeros del siglo XVI quienes siguen ofreciendo a la curiosidad moderna los relatos más sistemáticos y minuciosos.

Cieza, tanto en la Primera Parte de la Crónica del Perú, como en la segunda que intituló Del Señorío de los Señores Incas, cuyas genealogías y hechos consignó puntualmente, pasa por ser uno de los mejores cronistas, ya sea del panorama, ya sea de los detalles. Sarmiento, a su vez, dispuso de gran talento ordenador, y, además, de un material de primera calidad, de un tipo de información que hoy diríamos prueba testimonial, adquirida de labios de casi un centenar de curacas, aravicos y quipocamayos, sabios conocedores del pasado incásico. Por su parte, Cabello de Balboa narró la penetración cuzqueña   —59→   en el Quito con tanta prolijidad y detalle, que Jijón y Caamaño llega a denominarle el cronista de estas guerras. Tales motivos me inducen a acudir de preferencia al testimonio de los tres cronistas nombrados, para demostrar, con palabras de ellos, una suerte de trato especialísimo que recibió el Quito desde el comienzo de su historificación.

En la Primera Parte de la Crónica del Perú, Pedro Cieza dedica nada menos que la notable cifra de veintiún capítulos a describir la realidad humana y geográfica del Quito, partiendo de la provincia de Popayán, hasta entrar en las tierras donde se había fundado la ciudad española de San Miguel, al sur de la región de los paltas. A cada paso destaca Cieza las diferencias que descubre entre las gentes y pueblos visitados antes, y los que ahora trata, sin regatear encomios a estos segundos, debido a la ausencia de vicios vergonzosos tan frecuentes entre los primeros, y debido también a la práctica de virtudes no usuales entre las tribus que antes de entrar al Quito había conocido. Pero lo más sugestivo fue que en el ánimo de este cronista siempre se hizo patente, a lo largo; de todos aquellos veintiún capítulos, el deseo de mostrar al Quito como a una entidad peculiar, con personalidad valiosa, valiosa por sí misma y sin menoscabo, a pesar de la sujeción al Incario, sobrellevada por casi un siglo.

Unos fragmentos de la Crónica del Perú, tomados casi al acaso entre los numerosos capítulos a los que me refiero, comprobarán la actitud crítica del cronista Cieza, y nos ayudarán al propio tiempo a penetrar en un aspecto notable, olvidado o mal visto de nuestra vida común:

»Ya que he concluido con lo tocante a la gobernación de la provincia de Popayán, me parece que es tiempo de extender mi pluma en dar noticia de las cosas grandes que hay que decir del Perú, comenzando en la ciudad de Quito.

»La ciudad de San Francisco del Quito está en la parte del Norte de la inferior provincia del reino del   —60→   Perú... Está asentada en unos antiguos aposentos que los ingas en el tiempo de su señorío habían mandado hacer en aquella parte, y habíalos ilustrado y acrecentado Huaynacapac y el gran Topainga su padre. A estos aposentos tan reales y principales llamaban los naturales Quito, por donde la ciudad tomó denominación y nombre del mismo que tenían los antiguos.

»Los naturales de la comarca en general son más domésticos y bien inclinados y más sin vicio que ninguno de los pasados, ni aun de los que hay en toda la mayor parte del Perú...

»Y como arriba dije, todos estos indios son dados a la labor, porque son grandes labradores, aunque en algunas provincias son diferentes de otras naciones, como diré cuando pasaré por ellos, porque las mujeres son las que labran los campos y benefician las tierras y mieses, y los maridos hilan y tejen y se ocupan en hacer ropa y se dan a otros oficios femeniles, que debieron aprender de los ingas, porque yo he visto en pueblos de indios comarcanos al Cuzco, de la generación de los ingas, mientras las mujeres están arando, estar ellos hilando y aderezando sus armas y su vestido, y hacen cosas más pertenecientes para el uso de las mujeres que no para el ejercicio de los hombres.

»Detenido me he en contar las particularidades del Quito más de lo que suelo en las ciudades que tengo escripto en lo de atrás, y esto ha sido porque (como algunas veces he dicho), esta ciudad es la primera población del Perú por aquella parte, y por ser siempre muy estimada, y agora en este tiempo todavía es de lo bueno que hay en el Perú».



En el estilo rápido, en la relación dinámica, pero al mismo tiempo inquisitiva que es usual en Cieza de León, pocas frases significan tanto. Comienza los relatos sobre el Quito con la oferta de extender su pluma, cuándo él acostumbra a cada paso calificarse de conciso y de sintético. Pero al llegar al Quito promete extenderse y, en   —61→   verdad, elogios, observaciones y hasta comentarios se dilatan por una crecida suma de páginas. En el lenguaje casi sin epítetos, es decir, en el lenguaje sustantivo de los hombres de acción, como era el que empleaban los mejores de aquellos cronistas soldados, aventureros, y renacentistas, no es frecuente que aparezcan los elogios con prodigalidad. Y cuando vemos a Cieza no escatimar loanzas al Quito, debemos creer que no son muchas las regiones que le interesaron a él, peculiarmente, o a sus compañeros de faena histórica. Y debemos creer, también, que el Quito, mantuvo siempre una fisonomía bastante destacada para llamar de este modo la atención.

Sin querer, o acaso con plena intención, el cronista descubre diferencias colectivas, y analiza profundidades culturales, procurando no detenerse, pero relatando de modo claro, tan clara, que deja los hechos visibles para siempre. Quito formó, como todos saben, parte del Chinchasuyo y por eso fue el enclave más septentrional del Incario en los Andes; pero la sumisión al Cuzco, así fuera bien lograda por el conquistador, no borró la personalidad de una región y de unos grupos humanos que en palabras del cronista Cieza, fue siempre muy estimada.

Leyendo a este escritor nos damos cuenta de que los pueblos situados al norte de Popayán eran distintos en sus costumbres, creencias, prácticas, ritos y relaciones humanas. Abundan en la Crónica del Perú los epítetos condenatorios de aquellas gentes no pulidas por la vida social ni por las ideas morales del Incario. Según el cronista, Pasto es región viciosa, los quillancingas son gentes desvergonzadas y los pueblos que se ubicaban más al norte, idólatras, politeístas, caníbales, sodomitas, etc. En cambio, las gentes del Quito, en palabras de Cieza, son de lo mejor que hay en casi todo el Perú. Han alcanzado un grado ético superior y lo mantienen a pesar de los ejemplos cuzqueños que bastardearon ciertos usos humanos, llevando la molicie a los hombres y convirtiendo en animales de labranza a las mujeres.

Además, y esto me parece digno de ponderación, anota Cieza con sencillez muy penetrante: casi todos los pueblos y grupos humanos que va encontrando al sur de   —62→   Popayán y al norte de San Miguel; creen en la supervivencia del alma después de la muerte corporal, tienen un acendrado culto a los muertos y mantienen sobre los regionales politeísmos, variados, y groseros, un uniformé culto heliolátrico que, como sabemos, es el más firme puente que la evolución de las ideas religiosas tiende entre el politeísmo y él monoteísmo. Todas estas ideas que muestran mentalidad más clara y desarrollada, sirven a Cieza para marcar con precisión los límites del Quito y sus aledaños, para diferenciar el tipo cultural que allí se alojó y para dejar limpiamente establecidos los contornos de un espíritu que es imprescindible conocer en la actual vida del Ecuador. A lo largo de los capítulos que recuerdo, con frecuencia sienta el cronista algunas tesis de formidable contenido ético, dado el modo de ser las cosas en ese tiempo; tesis en que se muestra la estimación o la fama de que gozaban los habitantes de las tierras conquistadas por el Incario hacia el norte de Túmbez:

«Por éstas tierras no se comen los unos a los otros, ni son tan malos como algunos de los naturales de las provincias que en lo de atrás tengo escripto».



Por lo que toca a Miguel Cabello de Balboa, escritor que residió algunos años en la ciudad de Quitó, narra por extenso, sin decirlo como Cieza, los hechos acaecidos en esta región del, Nuevo Mundo, desde el día en que llegó Tupac Yupanqui a la tierra de los paltas, hasta la fecha en que murió, víctima de las ambiciones políticas, el último Inca, Atahualpa. En la tercera parte de la Miscelánea Antártica hay capítulos en los que se hermanan la fuerza descriptiva sentimental, las observaciones geográficas y las experiencias humanas; recogidas directamente. Lo demostraré con dos fragmentos:

»Muchas y muy variadas fueron las naciones y gentes que Topa Inga Yupanqui (y sus valerosos caudillos) descubrieron, conquistaron y vencieron en este viage: mas el efecto que más se deve estimar de los   —63→   resultados de, esta jornada; fue la pacificación y conquista de la ynsigne, y florentissima Provincia del Quito competidora en fertilidad y abundancia (y en multitud de naturales) con, todas las de este Nuevo Mundo.

»En la distancia que ay de el Cuzco a Tumibamba no le sucedió a nuestro Guayna Capac cosa que, se deba notar mas de qué llegado que fue aquel Valle, y asentado su Real junto aquellos ríos le pareció tierra digna de ser constituida por cabeza de Ymperio en el Piru inferior. Aficionose a levantar con tal sublimado nombre aquella tierra, tanto por la amenidad y dispusición, de ella quanto por la natural afición que el hombre tiene, a la tierra de su nacimiento porque (como digimos en la vida de Topa Inga) Guayna Capac auia nacido en Tumibamba quando bajó, a Quito la vez primera. Fabricó suntuosos edificios y por grandeza y ostentación de su amor mando hacer unos sobervios Palacios (a quien llamo Mulo Cancha).



Según Cabello Balboa, buen conocedor de lo que afirma, Quito y su región merecen el dictado de insigne y florentísima provincia, términos que, bien medidos, con, todas las dimensiones mentales propias de la época, significan un total elogio de cuanto era el Quito o lo así considerado, antes de la penetración incásica en estos territorios. Dichas tierras, por lo menos en la fama, competían con las del sur, tanto en la abundancia de bienes naturales; como en la abundancia de pobladores, lo que en el vocabulario de los cronistas del mil quinientos, tomados de exclusiva admiración a las cosas incaicas y aztecas, equivale a un testimonio altísimo en favor de las antiguas gentes del Quito, de sus maneras y formas de vivir, de sus métodos de producción y de sus realizaciones como colectividad digna de ser mentada.

La descripción de Tomebamba, cuna de Huaynacapac y hoy ciudad de Cuenca, sigue el mismo diapasón admirativo, al contar uno a uno, los templos levantados en honor del sol, de la luna, del trueno, y los reales edificios   —64→   construidos para el Inca y los íntimos de su casa. Los principales entre todos fueron los hogares para el Soberano y para el sol. Pero, Cabello lo deja ver claramente, los reales aposentos de Tomebamba no habrían sido ennoblecidos de tal manera, si es que la región del Quito no fuera digna de merecer tales afanes, por parte de un Soberano cuya dinastía tuvo origen y alcanzó grandeza en lugar tan remoto como el Cuzco.

Cabello de Balboa se detiene a describir la disposición y traza de dichos edificios, a fin de conseguir, como llegó a ser usual entre las Incas del último período expansionista, una réplica del Cuzco, tanto en la disposición de los edificios, como en la repetición de los mismos. Lo acaecido en Tomebamba se repitió en Quito. El Inca Garcilaso de la Vega, a quien debemos dar completo crédito en esta materia, cuenta que hasta las piedras de tales arquitecturas eran traídas desde la región cuzqueña, sin que el Monarca reparase en el trabajo o en el tiempo que demandaba conducirlas. Traslado la noticia referente, que el imperial cronista escribió en sus Comentarios Reales:

«Pues como fuese gran favor permitir y dar licencia para hazer el templo del sol en cualquier principal provincia, porque era hazer a los naturales della ciudadanos del Cozco, y siendo tan estimada esta merced como los indios la estimavan, era mucho mayor favor y merced, sin encarecimiento alguno, mandar el Inca que llevassen las piedras del Cozco, sino que fuesen los mismos, pues eran hechos de las mismas piedras y materiales. Y los indios, por gozar desta grandeza, que la tenían por cosa divina, se les haría descanso cualquier trabaja que passassen en llevar las piedras por camino tan largo y tan fragoso como el que hay desde el Cozco a Tumipamba».



De pasada, anotaré que también Garcilaso asegura ser las del Quito provincias de las principales, a cuyos moradores se les concede el grave derecho de sentirse cuzqueños -por lo menos a los de Quito y Tomebamba y   —65→   dentro de sus recintos-, como en los viejos tiempos de Roma se otorgaba, al comienzo, la ciudadanía y la condición de sui juris, a determinados grupos humanos, preferidos o seleccionados entre otros. Pero vuelvo a Cabello de Balboa, cuyo empeño por describir minuciosamente las cosas del Quito, nos descubre que en este lugar halló lo que no encontraba en varias importantes regiones del Tahuantinsuyo, como ser en la de los Collas o en la de Chimú. En el Quito, en cambio, llegó a descubrir algo o mucho de lo que en esa época merecía llamarse insigne, principal, floreciente y lo demás que dijo. En suma, descubrió ese algo que siempre otorga fama. Y que por eso el Quito logró renombre posterior, es incuestionable.

Dicho renombre, sin ninguna clase de dudas, fue anterior a la penetración incásica, y era de tal naturaleza bien asentado en la realidad, que no sólo no se desvaneció durante las largas décadas del sojuzgamiento cuzqueño, sino que se acrecentó por los hechos posteriores a la muerte de Huaynacapac, hasta llegar a los oídos de los españoles desembarcados en Túmbez, y en algunos casos hasta alcanzar las playas del Darién e incitar o coadyuvar en la empresa hispana de la aventura por el mar, rumbo al sur. Los españoles, conocedores de la mentada fama, el momento que pudieron echarse a caminar por el sendero que conducía al Quito, lo hicieron sin consideración de un problema que después se ha planteado a nosotros: o sea, si aquellas tierras estaban pobladas por un solo pueblo, por una sola raza, o por un conjunto variado de grupos humanos unidos en un Estado o separados en pequeñas circunscripciones. Les llamó la fama del Quito, y a ella acudieron puntualmente.

Pero la fama del Quito debía emanar de algún centro fijo. No hay famas desarraigadas, pues son como los árboles y nacen en honduras firmes y ciertas. Lo que acontece con frecuencia es que la apresurada actividad de los historiadores, cuyos libros, en pocas horas se empeñan por vencer los años y los siglos, no repara en las profundas complejidades de la fama, y ansía definirla por la flámula que gallardea, en el palo más alto de la   —66→   novedad. Por mi parte, creo que no es empresa sobrehumana la de encontrar la raíz de dicha fama, tras la cual marcharon Benalcázar y Alvarado, con distinta fortuna, es cierto, pero ambos bien enterados de lo que se trataba. La cosa es comprobable si nos atenemos a los informes de los primeros cronistas.

La fama del Quito se explica teniendo en cuenta que dicha región constituyó, antes de la penetración incásica, no sólo un ente historiable con personalidad bien delimitada, un conjunto de pueblos larga o recientemente unidos, fuerte o débilmente aproximados, bien o mal dirigidos, ricos o pobres, trabajadores u holgazanes, que todo esto no viene formalmente al caso; sino que más bien constituyó un conjunto de pueblos capaces de mantener -no obstante muchas quiebras e infidelidades- un tipo de vida más o menos común y homogéneo, capaces de ofrecer una calidad humana peculiar, de ostentarse ante los demás pueblos americanos antiguos, con perfiles casi nítidos, propios y delimitantes. Y creo, fueron los señores Incas quienes primero descubrieron todo esto y lo acataron. Garcilaso, cronista de cepa imperial, tradicionalmente vinculado al espíritu de sus antepasados, claramente lo deja ver en muchos pasajes de sus Comentarios.

Y, ahora, me referiré al tercero de los cronistas antes mentado, es decir a Pedro Sarmiento de Gamboa, a quien se debería llamar el cronista de la vida política y administrativa del Incario, no obstante sus severas críticas al mismo. Pues, en verdad, Sarmiento fue uno de los pocos españoles cuya vista no se enturbió con las Maravillas del Nuevo Mundo, antes bien logró conservar la cabeza en su sitio, junto con el suficiente equilibrio para recibir la verdad, íntegra y cabal, y decir ante ella sus opiniones personales. Acaso por esta situación señera, los historiadores han encontrado a Sarmiento hostil a los Incas, lo cual en sí mismo es falso. Mas, por lo que mira a la forma de documentarse, es Sarmiento un cronista excepcional, debido a que tuvo la suerte de hallar a su alcance inapreciables testimonios vivos y, debido además, a los viajes que emprendió en medio de aquellos pueblos numerosos como fueron los de la costa occidental de Sudamérica,   —67→   no con ánimo de conquistador; mas con el deseo de ejercitar sus dotes de cronista. Por eso, Sarmiento ha reparado tanto en las situaciones geográficas, en las cronologías, en las genealogías, en los límites «jurisdiccionales», en los fundamentos del poder político, en las demasías de la autoridad y en los cargos y descargos que deban hacerse a ella, sobre todo en el caso de los Incas.

En verdad, no fue Sarmiento de Gamboa el primero en determinar el ámbito geográfico del Quito. La referencia de Cieza de León, repetida por Antonio de Herrera en sus llamadas Décadas, se puede decir que fue la primera demarcación territorial de las tierras quiteñas, cuando habló de su longitud, de su latitud y de las condiciones climáticas o agrícolas de las mismas. Con todo, una detenida lectura de la Historia de los Incas de Sarmiento de Gamboa, deja ante los ojos una serie de certeras indicaciones y de anticipados señalamientos de cuánto el Quito preincaico llegaría a ser dentro de la geografía político-administrativa de la era hispánica.

Así, por ejemplo: a este escritor se deben referencias claras sobre los límites impuestos por la suerte a la expansión incásica sobre las tierras del Quito; se le deben toponimias y detalles obre los confines septentrionales del Incario en el norte de su dominio; referencias y toponimias que luego después han sido repetidas por cronistas e historiadores, o por cuantos han escrito sobre Historia ecuatoriana. La precisa demarcación jurisdiccional que se encuentra en el relato de Sarmiento de Gamboa se debe, quizás, a la influencia del Virrey Toledo, el supremo organizador del Perú, como le llama el escritor argentino Roberto Levillier.

Sarmiento nos refiere, pues, los límites de máxima elasticidad alcanzados en las sostenidas andanzas de conquista desplegadas por el Incario durante el dominio de los últimos dinastas cuzqueños. Hoy se sabe, claramente, gracias a las precisas anotaciones de Sarmiento, hasta dónde logró imponerse la penetración expansionista, hacia dónde se orientó y desde dónde comenzó a retrogradar. Por lo que se refiere al Quito, en concreto, este cronista   —68→   nos dice -con la salvedad de las tierras del Marañón que poco después llegaron a formar parte de la Real Audiencia de Quito- las regiones del Incario que eran propias de aquel reyno, tardíamente caídas bajo el poder de los señores cuzqueños, y posteriormente vindicadas por el Padre Juan de Velasco. Regiones claras, antaño, indiscutidas e indiscutibles, y sin embargo puestas en tela de juicio, siglos más tarde, cuando la mirada de los hombres se enturbió por la codicia.

Por la crónica de Sarmiento sabemos los límites septentrionales del Incario, la impotencia que tuvo para expandirse sobre la selva tórrida trasandina, las tientas y los pequeños logros obtenidos en la región litoral hacia el Pacífico, la fabulosa emigración extracontinental del Inca hacia las Islas Encantadas que Sarmiento contribuyó, si no a descubrir, por lo menos a denominar, redescubriéndolas años después del célebre viaje de Topa Inga y del sorpresivo encuentro que de las mismas hizo el Obispo Berlanga.

También conocemos por Sarmiento las andanzas de los dos Incas -el mentado Topa y su hijo Huaynacapac- entre los huancavilcas, las desventuras entre bracamoros, etc. Este total de referencias, dadas con harta precisión sobre las de los otros grandes cronistas de la primera etapa, y usadas luego después en diversa forma por otros escritores que vinieron posteriormente, con variantes o sin necesitar de ellas, han servido para orientar casi todas las descripciones que a posteriori, oficial u oficiosamente, se han hecho del Quito y de su complicado territorio.

¿Por qué razones se encuentra en Sarmiento de Gamboa este empeño de limitar el Quito, con tantos detalles juntos o diseminados a lo largo de varios capítulos de su Historia de los Incas? Sin duda alguna; aquel empeño no se debía a la insignificancia de la región sojuzgada por los cuzqueños y englobada dentro del Chinchasuyo; sino, al contrario, se debía al aprecio con el que se le miraba, posiblemente a causa del vigor con que mantuvo dentro del Tahuantinsuyo su fisonomía, sin abjurar de la realidad de ella.   —69→   Sarmiento, muy buen testigo de vista y de oída, captó con finura dicha valía a través de las palabras, relatos y declaraciones judiciales de los quipocamayos y de los curacas reunidos en Lima por el Virrey Toledo.

No había perdido su importancia el Quito dentro del nuevo Perú y aquello estaba a la vista, pues los sobrevivientes del antiguo régimen incásico, no tuvieron empeño alguno por ocultar dicha tradicional importancia, antes bien la expusieron con sinceridad ante los vencedores europeos. Sarmiento halló fresca y copiosa la fuente que necesitaba beber, y vivo todavía el recuerdo de lo que era ya un pasado definitivamente muerto. Y, hombre ducho en averiguaciones de tipo etnológico, según ahora diríamos, aprovechó al máximo la coyuntura que las palabras de los sabios cuzqueños le ofrecían tan a la mano.

Pero no sólo este cronista fue testigo de vista y de oída. Fueron también los otros dos, Cieza y Cabello, quienes sin acuerdo previo, lograron subrayar con narraciones certeras, la importancia historiable del Quito. Gracias a ellos, se puede decir sin hipérbole, nuestra entidad historiable remonta en el tiempo algunos siglos y, de las grandes regiones que, sojuzgadas por el Incario en los últimos tiempos de su expansión formaron el Tahuantinsuyo, es la única dueña de Historia; más que de fábula y de prehistoria.

Esta Historia fue bebida en el curso de una tradición viviente aún, apasionada y agudizada por los últimos descalabros del Imperio; y también, aguda y apasionadamente, los cronistas la recogieron, sin ocultar la importancia que en dicha tradición tuvo el Quito. Importancia que debió ser real, pues si el Quito no la hubiera tenido, o si es que no hubiera ostentado la precisa calidad de ente historiable, la atención de los primeros grandes cronistas que no trataron exclusivamente de aquel, se habría dispersado sobre el sinnúmero de hechos, fenómenos y curiosidades que ofrecía el Perú recientemente descubierto. Una atención concentrada sobre un grupo humano secundario, aparentemente, indica una importancia bien cimentada.



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ArribaAbajo El Padre Velasco y la integración del Quito

Como la consecuencia de esta premisa bien sentada en el siglo XVI, al cabo de dos siglos el Padre Velasco dedujo la necesaria conclusión, pasando desde luego por el intermedio de otros cronistas del siglo XVII, tales como el Inca Garcilaso y el Padre Bernabé Cobo, ambos insignes tratadistas del Tahuantinsuyo. Porqué el Quito no permaneció, en lo que a su fijación historiográfica se refiere, en los mismos límites donde le dejaron los primeros grandes escritores de las cosas del Perú, antes bien, configurándose mejor, llegó a la mente del Padre Velasco, dotado de una personalidad y de una limpidez notables. Este escritor quiteño, al tomar en sus manos al ente historiable, de cuya necesidad histórica fue el primero en darse cuenta o, por lo menos, uno de los primeros, y al verlo tan nítido y preciso, no pudo menos que otorgarle el trato que le otorgara.

Lo cual no tiene en sí mismo nada de extraordinario, pues la historiografía nos muestra siempre procesos similares a éste, en los que un borroso mito, al tamizarse por varias mentes agudas y capaces de calar basta el fondo,   —71→   de la vida humana, acaba transformándose en un gran poema épico o en una teoría histórica de irrefutables caracteres. No será accidental el hecho de que la Historia aparezca siempre tardíamente entre las producciones mentales de las diversas culturas. Tucídides fue muy posterior a Homero, para citar un solo caso ejemplar o clásico. Igualmente, luego de dos siglos de historificarse el Quito en los relatos trémulos de asombro -las más- de tantos escritores llenos de fuerza y de veracidad, era preciso que aquellos diesen en un remanso donde, sedimentados, decantados, purificados, tomasen largamente el sol y resplandeciesen, al fin, repletos y maduros como un fruto magnífico.

Sin perder el respeto debido y sin romper la jerarquía que guardan entre sí las diversas creaciones de la cultura, se puede decir que, en muchos casos, la madurez del mito se llama Historia; esta ciencia de las verdades objetivas, subjetivamente juzgadas por la opinión personal de cada historiador, en su fuero interno nunca desampara un imbatible castillo de fábulas. Quien quiera prescindir de ellas, olvida o no sabe que los pueblos, como los niños, tienen una poética menor edad mental, donde agigantadas ven las cosas con los ojos del caballo, o donde poseen tal poder de imaginación que, a cada paso, encuentran reyes, héroes, semidioses, deidades, gigantes, monstruos y más productos, tan fantaseados como imprescindibles.

Desde Cieza, Cabello y Sarmiento, hasta dar con el Padre Velasco hay, pues, un camino de fijación creciente. El mito primitivo o la leyenda auroral convertida en relato firme o en suma de relatos desperdigados, llega a tomar cuerpo sintetizado, orgánico y viviente, con lo cual asume las definitivas proporciones de Historia. Quizás en el fondo de este proceso dialéctico, la falta o la sobra de autoridades que apoyen las afirmaciones del Padre Velasco, no sea tan necesaria como a primer a vista parece. Dígase, si no, ¿quién robustece, inapelablemente, la autenticidad homérica de los poemas de Homero o la de los relatos de Herodoto? Más allá de la necesaria, de la   —72→   metodológica, dé la auténtica crítica de las fuentes y de la faena hermenéutica, existen riquezas de las que los seres humanos no pueden abdicar: los oscuros, los subconscientes, los imprecisos hontanares de la vida colectiva, igualmente reales e igualmente poderosos que los de la existencia singular.

A partir de este hecho debemos comprender, situándonos un poco más allá de la crítica documental, el cómo y el por qué se hizo la Historia del Reyno de Quito. Una inquisición de tal índole no significa hundir de nuevo la Historia en el mito, pues como el árbol, aquélla siempre parte desde la oscuridad imprecisa, en busca de la luz y del perfil necesario que las cosas encuentran sólo en la claridad. Pues la clarificación de los mitos no equivale a la positiva, a la científica manía de asegurar la no existencia o la inanidad de los mismos. Acatando el vigor de estos íntimos sucesos psicológicos, debe comprenderse el modo operativo del Padre Velasco y el resultado que logró con los datos recogidos en las crónicas de los siglos anteriores, o en los labios de los que aún conservaban recuerdos del Quito: prehispánico.



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ArribaAbajo La base física del reino de Quito

Denominada con un título que después llegó a ser programa o pauta para escritores sucesivos, Historia General y Natural de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista influido por las ideas renacentistas, escribió la primera enciclopedia de las cosas pertinentes al Nuevo Mundo. Años después, pero en el mismo siglo, el Padre José de Acosta publicó, entre otros escritos suyos, su Historia Natural y Moral de las Indias. Y en el siglo XVII hallamos también crónicas redactadas sobre el mismo patrón. Citaré una sola, la Historia del Nuevo Mundo del Padre Bernabé Cobo, precisamente por no llevar el título pero sí la división consabida, pues los dos primeros tomos que contienen diez libros, siguiendo la corriente general del tiempo, se hallan dedicados a la historia natural: tierras, climas, meteoros, animales, plantas, etc.; y sólo a partir del libro undécimo comienza la historia propiamente tal, o, mejor dicho, la crónica de los sucesos humanos.

He mentado a estos tres escritores, no porque fueron los únicos, sino por el significado de sus escritos en la   —74→   Historia y en las letras americanas, tanto cama por el éxito posterior que, fuera de los países de habla española, alcanzaron sus obras. Pero, además, los he mentado para anotar la influencia ejercida sobre ellos, y sobre los otros que hicieron obra análoga, por la antigüedad clásica durante los años del Renacimiento, y para destacar la popularidad de los libros de Juan Bodino, renacentista representativo, autor de una célebre recopilación de lo que al respecto de la tierra y de sus moradores dijeron Hipócrates, Tucídides, Platón, Plinio, Estrabón y más maestros de la era clásica.

Por tanto, el Padre Velasco, al dar comienzo a la Historia del Reyno de Quito con una larga revista de la geografía y más aspectos de la naturaleza en la región, no hizo sino recoger una costumbre antaño muy usual, restablecida por los renacentistas del siglo XVI, continuada por los escritores de crónicas en el siglo XVII y digna de figurar entre las mejores tradiciones intelectuales o científicas del siglo XVIII. Como sabemos, el siglo XIX siguió adelante la empresa y, gracias al impulso positivista, la dio cima en la concepción geográfica o ambiental de la Historia, que adoptó su forma alta y más rígida en la antropogeografía de Ratzel.

No me atrevo a llamar al Padre Velasco antecesor espiritual de Ratzel, pues el historiador quiteño tuvo los suyos en los cronistas anteriores, éstos en los renacentistas de su época y, finalmente, estos últimos en los clásicos más representativos de la antigüedad. Destaco, sí, el mérito de Velasco al haber concedido una extensión respetable a la naturaleza física de la región quiteña, en un libro destinado, afectuosamente, a historiar la vida de los hombres que la poblaron. Su lección, desde este punto de vista, fue digna de loanza y es preciso revisarla brevemente.

El fundamento científico de las noticias geográficas del Padre Velasco se reduce a pocas fuentes: primero, a la realidad del territorio que lo recorrió en casi toda su amplitud, por lo menos en las zonas que entonces resultaban accesibles; luego después a los conocimientos de Maldonado y del Padre Samuel Fritz, que los aprovechó   —75→   de manera especial; y, finalmente, a las doctrinas científicas de la época y a los libros que entonces circulaban abundantemente sobre el Nueva Mundo y sus cosas. El mismo Padre Velasco nos enumera sus autores preferidos, en varios pasajes de su Historia, como sucede, para no citar sino un caso, muy al comienzo del tomo tercero y parte tercera de su obra, al referirse al modo que tenía él de computar los grados de longitud y de latitud, en un tiempo donde no se había fijado aún la referencia constante y, universal de los mismas. Dice:

«La longitud de cada lugar, y no pocas veces su latitud, se halla diversamente anotada en muchísimas cartas geográficas, particulares y generales, impresas y manuscritas. Yo me gobierno por la que tengo formada muchos años há, según las cuatro mejores que son las de los SS. Maldonado y Condamine, y de los PP. Fritz y Maguin, sólo añadiendo tal cual cosa de propia observación. Sé que muchos de los lugares están perfectamente medidas por dichos autores; mas no sabré asegurarlo de todos, ni menos ser responsable a las puntuaciones que hiciera por dichas cartas».



Era, pues, geógrafo, no especialista en ello, desde luego, pero versado en la ciencia con la amplitud que exigía la obra emprendida por él. Hizo sus propias cartas, y aquí en este pasaje se refiere a la que aparejó a los originales de su Historia, carta indispensable para comprobar la ingente cifra de referencias geográficas diseminadas en toda la extensa obra del Padre Velasco. Pero no solamente fundó sus conocimientos de la tierra quiteña en las cartas de los cuatro geógrafos que cita con honradez, sino que añade haber hecho algunas correcciones y, adiciones de índole personal, basadas en la propia experiencia. No fue, pues, un repetidor erudito, fue, mejor, un experto que elabora técnicamente los datos acumulados de manera inductiva que, debido a las circunstancias y a las limitaciones de la época, no resultaron del todo exactos. Los errores eran entonces naturales, y hasta hoy   —76→   no acabamos de extirparlos de los mapas ecuatorianos de última data.

Lo importante es considerar que con tales datos geográficos el historiador echó los fundamentos de la definitiva realidad física del Quito, realidad identificada con la vida ecuatoriana, que los ojos del Padre Velasco y los nuestros la ven inalterable. Y si consideramos esta coincidencia de mirajes, la obra del historiador adquiere una vigencia extraordinaria, porque no es una geografía a secas, sino un ensayo de interpretar la base terrestre de nuestro pueblo, como algo indispensable para el ser y la íntegra función del mismo.

Varios de entre los primeros cronistas que hablaron del territorio anduvieron -lejos, de inmiscuirlo en la vida de sus moradores. En cambio, el Padre Velasco no se para el hecho humano del suelo que lo soporta y del cual, por regla fija, toma los jugos indispensables. Los tomos primero y tercero de la Historia del Reyno de Quito, y la mayor parte de la Historia del Nuevo Reyno de Quito y Crónica de la Compañía de Jesús en el mismo Reyno, dibujan, en casi todos los aspectos posibles en ese entonces, la variada realidad del territorio audiencial.

El siglo XVIII quiteño, o lo que por tal debemos entender mirando el asunto desde el ángulo de la cultura, a pesar de los trabajos de Maldonado, de La Condamine, de Ulloa y de Juan, no ofreció de manera integral y organizada, una interpretación. completa del Quito, en la que cupiesen los hombres y el mundo en que moraban, los impulsos humanos y los recursos naturales, la sociedad conviviente y los elementos terrestres a su alcance. En cambio sin proponérselo a priori, el Padre Velasco nos legó un tratado -defectuoso y todo, primitivo y todo- dentro de cuyos límites se aposentaron las formas de vida, los trámites históricos, las vicisitudes, las potencias, las realizaciones de los grupos humanos llamados a fundirse en medio de un tipo especial de geografía, adusta en parte y en parte atractiva, geografía que en cada momento asoma determinante o determinada, poseedora del hombre y poseída por las fuerzas espirituales de éste.

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El elemental tratado de geopolítica o de antropogeografía o como quiera llamárselo, que el Padre Velasco nos deja al fondo de sus historias, nos permite asistir al intenso drama del conquistador europeo dominando la montaña fría, y a la intensa tragedia del misionero debatiéndose en una lucha a muerte con la selva tórrida. O sea, nos deja a la vista la batalla cruel del hombre con el medio, la contienda del espíritu por vencer a éste y, en todo momento, la sensación del acrecentamiento y de la integración de un suelo ajustado o en busca de perfecto ajuste con un tipo humano, destinado a poblarlo y a usufructuarlo. Este cuadro alcanza especial interés en nuestro tiempo decidido a seguir nuevos modos de comprender al hombre, no sólo como producto, sino como productor de su medio. Podrá ser modesto el cuadro, lo es en verdad; pero está definitivamente bocetado, anticipándose dos siglos a la actual comprensión del Nuevo Mundo.

Hablé de drama y de la Historia como drama; por tanto, no es posible olvidar al personaje y al escenario en que se mueve, por ser estos dos elementos imprescindibles en cualquier tipo de drama, terrenal o extraterreno, temporal o eterno, humano o divino. Personajes sin escenario es vana fantasmagoría inconsistente; y escenario sin personaje es menos que naturaleza muerta. Entonces, la Historia no puede ser otra cosa que una conjunción de hombre y de naturaleza, de personaje y escenario, de paisaje y habitante. Pero conjunción no quiere decir apacible armonía o estático intercambio de relaciones en que el hombre se muestra sumiso seguidor de la naturaleza.

El tipo de ayuntamiento a que me refiero significa, más acertadamente, una suerte de cercanía en la que no sólo es posible, sino necesaria la actividad hostil de la naturaleza sobre el hombre, y la reactividad imperativa de éste sobre aquella, hasta dominarla y exigirle lo que él anhela, busca, espera o pretende. En la llamada historia natural, la criatura está determinada por el medio. En la Historia el medio está subyugado por la criatura humana. Sin este sojuzgamiento habrá latencia, vitalidad   —78→   decadente, primitivismo elemental, pero jamás habrá cultura, jamás habrá ejercicio de la libertad, o jamás habrá vida humana en su cabal sentido.

Los relatos de los cronistas, por lo que toca a personaje y a escenario, se han orientado en dos sentidos. Algunos de ellos mostraran cierta inactiva relación entre los dos elementos citados, debido a que durante el siglo XVI la emoción se dejó subyugar por la inmensidad del mundo nuevo y admirable que se descubría o se organizaba en la mente de los escritores: el hombre se empequeñeció en un escenario de tan ingentes proporciones y potencias. Pero en otro sector del conocimiento o de la interpretación de lo americano, el hombre fue representado con magnitudes tales, que hoy mismo no ha vuelto a asumir.

Este segundo es el caso de la justificación de que fuera objeto dicho hombre americano en las visiones de Las Casas y, sobre todo, en las ecuménicas proyecciones mostradas por Francisco de Vitoria desde Salamanca. En el siglo XVII la corriente dual prosiguió sin dar originales sones, aunque hallara fuentes nuevas de información o motivos intactos todavía y dignos de merecer la deferente curiosidad de los cronistas. En verdad, fue el siglo XVIII, a causa del racionalismo que entronizó la mente humana en la cúspide del universo, el que enseñó la manera unitaria de considerar hombre y paisaje. El Padre Velasco aprendió las lecciones de su siglo y fijó, en consecuencia, la indisoluble identidad quiteña de pueblo y territorio.

Antes del Padre Velasco no se vio, porque no fue históricamente visible, el hecho poblacional que engendra el hecho pueblo. Los habitantes de las diversas regiones del Quito, antes de la penetración cuzqueña, fueron grupos dispersos, sucesivamente -en larguísimos siglos- sometidos a unificaciones externas y llamadas a fracasar, también, sucesivamente. La última de estas unificaciones estuvo en trance de consolidarse cuando llegaron los cuzqueños e impusieron la suya. Pero, hablando con toda verdad, no hubo pueblo, propiamente, antes del Incario. Y tampoco lo hubo bajo el dominio de éste, porque entonces   —79→   comenzó una gran fusión, por una parte, y, por otra, un tremendo trasplante de tribus y de gentes, hechos que perturbaron el lento proceso de sedimentación en que se forman los pueblos. En cuanto a los dos primeros siglos de la era hispánica, tampoco fueron adecuados para alojar en su seno un pueblo estrictamente configurado. Pero, como las etapas anteriores, ayudaron a formar la unidad necesaria y apresuraron el advenimiento de la realidad pueblo. El siglo XVIII fue el destinado a contemplar, nacidos ya, a los varios pueblos americanos que muy pronto adquirieron autarquía y plena historicidad. De este suceso dio fe la teoría histórico-geográfica del Padre Velasco.

Que comprendió este asunto en su hondura, nos prueba la distinción hecha, reiteradamente, entre lo que llama el Quito antiguo o propio, y el Quito impropio o nuevo, que sólo se ha adjuntado al viejo por la actividad humana desplegada luego después de la penetración española en el territorio. O sea, distingue lo que podríamos denominar, hablando en términos modernos, la naturalidad y la historicidad del Quito; pues el Padre Velasco no ignora ni rechaza el modo de crecer los países dentro del marco geográfico por obra de la naturaleza, y los pueblos dentro del marco temporal por obra de los hombres.

En el tomo tercero de la Historia donde el escritor dedica su atención a describir y juzgar lo que llama historia moderna, tanto como en la parte destinada a narrar la obra misional de la Compañía de Jesús en la Crónica, por lo menos en el curso de las páginas publicadas en la Biblioteca Amazónica, casi no se encuentra un solo hecho humano sin la correspondiente acomodación geográfica, pero no en forma accidental, sino con las precisiones pedidas por la crítica histórica de aquel tiempo y por la ciencia. La geografía histórica del Padre Velasco se hace más patente en la larga, sostenida y dolorosa crónica de la penetración misional de los jesuitas en la selva del Amazonas.

Lo que hoy decimos país, cobró nitidez a lo largo de la obra del Padre Velasco y fue integrándose, normalmente,   —80→   poco a poco. Primero por los relatos de los antiguos cronistas, después por las experiencias personales del historiador y por las de sus hermanos de misión. La historia de los pueblos del Viejo Mundo y de sus respectivos países no nos ofrece de modo tan punzante el problema de la integración territorial o de la unificación poblacional. A éstas las vemos tan lejanas, que no las sentimos de manera alguna: son distantes en el tiempo y distantes en el espacio. En cambio, no sucede lo mismo al historiar la integración de pueblos y de países en el Nuevo Mundo, hacia lo que no solamente la cercanía, sino la calidad y dramatismo de la naturaleza nos atraen, con la adehala de la empresa humana descubridora, sorprendente y heroica en grado que supera a la fábula. Por eso nos apasiona ver cómo se hace el pueblo ecuatoriano, cómo se forma su integridad territorial y, en el presente caso, siempre debe apasionarnos el modo de haber sido mirados estos sucesos por el Padre Velasco. En las páginas siguientes veré el modo como se formó el territorio.



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ArribaAbajo La base humana del Quito

Pero, antes, unas pocas palabras más sobre la base humana de la Historia del Ecuador, buscándola así mismo en la Historia del Reyno de Quito, porque en ésta, con la misma prolijidad con que se nombran las tierras, aparecen designados los moradores de las mismas. Aquí, una detallada revista de gentes agrupadas bajo las consabidas denominaciones de reynos, naciones o provincias, se despliega con frecuente persistencia, solicitando la curiosidad menos movediza, colmando la más exigente o suscitando problemas cuya solución ha comenzado a darse, apenas, en los primeros años de este siglo.

Pues la etnografía ecuatoriana, escasamente cultivada, aparte de dos o tres científicos europeos y de uno o dos nacionales, no ha encontrarlo mayores devotos o decididos cultivadores, aun cuando uno cualquiera de ellos vale por una legión; ya que nombres como los de Paul Rivet y Jacinto Jijón y Caamaño llenan una escuela o hacen una época. En estos mismos días, Emilio Estrada   —82→   Icaza ha emprendido la tarea de continuar la obra de Jijón, sobre todo en lo pertinente al litoral ecuatoriano, como quiera que la obra del sabio quiteño quedaba trunca por referirse, ante todo, al Ecuador interandino. Si contamos los devotos menores, quizás la lista se acreciente con relativa decencia; pero a estos últimos, las ciencias del hombre antiguo o las del hombre ecuatoriano considerado como antigüedad, nada las adeudan. De otro lado, y aunque parezca fuera de lugar, agrego que la arqueología ecuatoriana, a partir de su ilustre fundador, González Suárez, ha sido más afortunada, quizás porque el asunto sea más atractivo y espectacular o, acaso, porque exija de sus cultivadores una fuerza vocacional menor que las ciencias del hombre -antropología, etnografía, lingüística, etc.

La base humana que el padre Velasco ha situado en los cimientos de su faena histórica, es sin duda más importante que la base geográfica, a la que me he referido ya; pues si ésta consolida teóricamente la realidad territorial o la define, casi sin apelación posible entre los países americanos, la otra da fisonomía, carácter y apariencia perdurable a nuestro pueblo entre los demás del mundo. Pero hay algo cuya importancia llega más allá: y es la enumeración de los grupos humanos que encontramos en la Historia del Padre Velasco, semillero de las interrogaciones antropológicas o etnográficas; científicas o simplemente eruditas que podamos plantear sobre los más arcaicos moradores de nuestro territorio, sobre los grupos preincásicos más certeramente conocidos, -sobre los mismos incásicos y, en fin, sobre las peculiaridades que, en sus aspectos originales; ofrezca el hombre ecuatoriano, cuando le consideramos sea como sujeto de la biología, sea como miembro de una raza o, también, sea como un morador de un lugar del cosmos donde, paradójicamente, se dan cita y se entrecruzan múltiples extremos físicos y climáticos:

Tomemos con la debida atención el tomo segundo de la Historia del Reyno de Quito, y leamos atentamente lo que nos dice al comienzo del libro primero, con respecto de los grupos humanos con nombre conocido o que pasaba   —83→   por tal, dotados de antecedentes y dueños de ubicación peculiar. Descontando el hecho frecuente de que la toponimia sirve para designar a los moradores respectivos, hecho debido siempre a falta de conocimientos precisos o a la costumbre inveterada entre los primitivos, el mapa regional del país queda en dicha Historia lo más perfectamente claro, en lo que era dable a finales del mil setecientos

Tanto el centro donde se hallaba el Quito, como la parte sur, y las regiones costaneras, se revisan en cuanto sirvieron de morada de diversas familias, tribus, naciones y, hasta, reinos y confederaciones de pueblos. La lista de grupos humanos es exhaustiva, si se mira lo obtenible entonces, cuando los sabios europeos de mayor renombre, necesitaban orientarse con testimonios de americanos o con el documento aducido por escritores de asuntos americanos, comenzando por acudir al viejo, sólido e irreemplazable cronista de Indias.

Para nosotros, despreocupados usufructuarios del trabajo ajeno, del trabajo acumulado en el pretérito, la enumeración del Padre Velasco, acaso, nos parezca simplemente cuantitativa. Y, así, podríamos limitarnos a preguntar por el número de pueblos o de grupos mentados en las páginas dedicadas a tratar del asunto. Diríamos, entonces, luego de un cálculo elemental: treinta y cuatro en la región del Quito; algo como treinta en la región del norte, hacia Popayán; trece por la parte del sur, hacia los paltas, sin contar casos como el de Cañar que enumera, según aquella nómina, veintiún tribus en su seno; ocho, con numerosas subdivisiones, en la costa, etc. En total, la presurosa curiosidad moderna llegaría a enumerar algunas decenas o unos pocos centenares de grupos tribales concentrados en tantos o en cuantos grupos mayores, que adquirieron cierta estabilidad temporal y forma de gobierno más o menos sistematizada.

Pero, al Padre Velasco el problema no le pareció del mismo modo que a nosotros, es decir, que para él, los aspectos cuantitativos del mismo estarían al margen o por debajo del tema principal. Al Padre Velasco, en su   —84→   calidad de historiador, le interesaron aquellos grupos humanos en cuanto entidades típicas, diversificadas, distantes las unas de las otras no sólo por la acción de los valladares geográficos, sino por los modos de ser, de estar y de reaccionar los hombres ante los mismos accidentes. Aquellos grupos, antes que cifras o meras posiciones geográficas, fueron para él formas de vida o categorías de existencia y, primordialmente, complicados sujetos historiables, cuyo conocimiento ineludible venía a dificultar el trabajo que el historiador llevaba a cabo con el determinado fin de reducirlos a unidad mental duradera y explicable. O sea que, nuestra crítica del Padre Velasco, si pretende ser acertada, necesita dejar a un lado el aspecto enumerativo del tema, y ahondar en el mismo tal como logró hacer el historiador quiteño.

Sin el relato del Padre Velasco no sabríamos casi nada de los pueblos preincásicos, pues los cronistas más puntuales, como Pedro Cieza de León, no pasaron de nombrarlos, cuando lo hicieron, sin ahondar en sus condiciones etnográficas; pues tal faena estaba por encima de sus posibilidades o de sus ocupaciones; además de que ellos no vieron lo que, dos siglos más tarde, el protohistoriador del Quito halló de primordial: es decir su calidad de elementos forjadores del pueblo quiteño. En efecto, la unificación implantada por el Incario, en aquello que logró de positivo y de duradero, contribuyó a demoler las viejas separaciones humanas, al implantar en las regiones conquistadas, tanto al norte como al sur, la más severa uniformidad administrativa, como un antídoto a la mezcolanza de hombres de diversas procedencias y, sobre todo, con el empeño de mantener por doquiera el cuzqueñismo cultural y administrativo, sin el que no habría sido posible la existencia y la prolongación del Imperio.

Los primeros europeos, desviada por este hecho su atención del fondo étnico y fijada sobre las atractivas apariencias del régimen cuzqueño, no vieron la variedad que latía debajo del uniformado cuerpo gubernamental que sucumbió en Cajamarca. Años después, y no de modo repentino, sino poco a poco, los frailes y los cronistas,   —85→   los gobernadores y los administradores de justicia, fueron descubriendo las divergencias lingüísticas y raciales en medio del cúmulo de dificultades que les salían al paso. Por tanto, la exacta noción de la variedad etnográfica del territorio que llegó a denominarse Real Audiencia de Quito, fue un asunto tratado, a posteriori, cuando producida o generada ya la nación, se preguntara con lógica normal por los elementos que habían contribuido a tal génesis o nacimiento.

No creo que en el mapa etnográfico del Quito, que hemos heredado del Padre Velasco, no hayan de introducirse mejoramientos necesarios, ya que por ser obra primeriza se resiente de graves errores y de generalizaciones apresuradas, que los estudios posteriores han corregido en parte o han reducido a reales proporciones, en otra parte. Mas, la sustancia radica y permanece de manera firme en lo aseverado por aquella Historia. Lo que del Quito se ha dicho y haya de seguir diciéndose, necesitará del Padre Velasco y de su testimonio secularmente imprescindible. Aun quienes refutan a este escritor o quienes necesitan separarse de sus enseñanzas, se mantendrán en la órbita de dicha Historia, aprovechándola de un modo o de otro.

Basta recordar un sólo caso: Jijón y Caamaño, para refutar al Padre Velasco, no sale de los límites lógicos -aún cuando temporalmente los rebasa- de la Historia del Reyno de Quito, pues fuera de la área de ella nada comprenderíamos de lo anterior a la penetración cuzqueña. Esto revela que la obra del Padre Velasco no es superficial ni de mera imaginación. Si se pone entre paréntesis aquella parte de necesaria fantasía que toda obra histórica exige, si quiere llamarse resurrección de la vida humana, y si se descuenta la parte figurativa que hay en la Historia, el fondo de la misma, en lo tocante a pueblos y grupos humanos preincásicos, merece que le reconozcamos en su vigencia, en su plena vigencia, por haberse puesto de acuerdo con la realidad.

Pero, además, lo que creo es que no se ha sacado aún el provecho posible de esta cantera. Si consideramos lo   —86→   que un hombre de ciencia, como Jijón y Caamaño ha deducido de la nómina de sólo seis grupos étnicos señalados en el Sínodo Diocesano Quitense de 1593, parece legítimo esperar que una labor sistemática y bien guiada, deduciría mucho más de la cantidad de nombres de pueblos y de indicaciones etnográficas en que abunda el Padre Velasco. Pero el temor reverencial a nombres como el del mismo Padre Velasco o el de González Suárez, o las sospechas que en los pusilánimes despiertan las duras críticas de Jijón, han imposibilitado un trabajo científico al margen de compromisos con el pretérito o con la fama intangible de nuestros patriarcas de la Historia.

La cantera permanece allí, intacta, esperando la mano que se hunda en ella y comience la búsqueda. No reparamos en el inmenso tesoro que permanece abandonado y a la espera de investigadores científicos, mientras vamos tras indoctos indigenismos o tras ingenuas sociologías que elaboran sus productos falsos con elementos extraños, de pura importación. La obra de Jijón y Caamaño, merece un continuador o un equipo de continuadores, aún cuando para continuarla sea preciso, como trabajo previo, imitar a Jijón en su valiente actitud de sobrepasar lo escrito y lo dogmáticamente aceptado.

Por lo que ahora sabemos del Quito preincásico, se puede asegurar que al cabo de lentas superposiciones etnográficas, se convirtió en un sitio de llegada de varios grupos humanos que, no sólo debido a las inmigraciones sucesivas, sino también por otros motivos, terminaron por adueñarse del medio físico y por fusionarse en la zona interandina, comprendida entre Cayambe y Chimborazo. La aproximación natural vinculó de tal manera a los grupos inmigrados, hasta dar figura, al cabo de siglos, a un tipo de convivencia, cuyas últimas etapas no son presumibles, pues apenas organizado sufrió un colapso como consecuencia de la conquista cuzqueña, que lo desencajó de sus moldes adquiridos para remodelarlo en nuevas maneras de existencia colectiva. Estas últimas fueron más conocidas antaño, y ahora nos impiden una clara noción de las formas de vida que las precedieron.

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Lo que el Padre Velasco sintió vivir con vida auténtica y los cronistas designaron, siguiendo a los primitivos habitantes del suelo y a los cuzqueños conquistadores, con el nombre de el Quito, no constituyó sin duda una virginal o intacta formación étnica, bien delimitada desde sus principios y conservada sin mezcla hasta el tiempo de Tupac Yupanqui o de Huaynacapac. Tales fenómenos de virginidad no se dan en la cultura. Aquel núcleo humano constituido en modo de existir histórico o en trance de ingresar en la Historia, fue un producto del mestizaje cultural y de la fusión étnica. No sabemos de manera cierta en qué grado y en qué épocas ocurrieran lo uno y lo otro; pero lo que no ignoramos es que el Quito fue el producto de muchos factores superpuestos y compenetrados. Ahondando en la intuición del Padre Velasco, lo cual no quiere decir que siguiéndole siempre, Jacinto Jijón y Caamaño ha logrado diseñarnos cuatro o cinco de aquellas superposiciones humanas, que revisaré lo más rápidamente posible.



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ArribaAbajo El Quito ingresa en la Prehistoria

Durante mucho tiempo la verdad enseñada por el Padre Velasco se mantuvo incólume, hasta el día en que, gracias a los estudios arqueológicos iniciados por González Suárez, este mismo ilustre historiador comenzó a manifestar ciertas dudas sobre la existencia de los quitus, de sus señores los shyris, de los dinastas duchicelas y del emparejamiento cronológico de las castas reinantes en Quito y Cuzco, tan ingenioso como prolongado en una serie de siglos bastante crecida. Como la duda es prolífica y llama tras sí a nuevas dudas, lo cual desata una fuerza corrosiva muy difícil de frenar, a partir de Monseñor González Suárez, surgió la corriente adversa al Padre Velasco, la misma que adquirió forma científica y constitución teorética en el pensamiento de Jijón y Caamaño.

Este escritor quiteño, perteneciente a la misma estirpe del Padre Velasco, se propuso echar por tierra las enseñanzas que éste había difundido sobre el reino de los quitus, sobre la dinastía de los shyris, sobre la alianza y confederación de éstos con los duchicelas, sobre las formas   —89→   de gobierno y sobre las instituciones políticas tan bien diseñadas por el protohistoriador, para quien el Quito era una réplica y, casi, una superación del Incario. Desde luego, el escándalo fue mayúsculo, y por más defendido que estuviera el autor tras una serie de barbacanas estrictamente científicas, el nacionalismo romántico y la patriotería, sumados a la cómoda comodidad de seguir pensando a la antigua, descargaron sobre Jijón una avalancha de argumentos de sentido común o de mera sensiblería tradicionalista, de la que no logra rescatarse aún la obra de este egregio hombre de ciencia.

Pero el hecho escueto es el siguiente: los cronistas historificaron el mito del Quito, este Quito así historificado recibió bautizo y forma cabal de manos del Padre Velasco; y, al último, por obra de Jijón, el Quito preincásico salió de la Historia para ingresar firmemente en la prehistoria. En todo caso, una correcta posición crítica hará que, ahora, comencemos por considerar al Quito en la antehistoria, sea empírica -mito- sea científica -prehistoria-. Nos hallamos en esta posición que después de veinte años no se ha logrado superar todavía, porque no asoma el historiador que se disponga, con voluntad y capacidad, a elaborar los nuevos datos acumulados, después de González Suárez, por Jijón y Caamaño. Hay un inmenso lote de sucesos que demandan la comprensión histórica de nuestra parte, que nos piden emulemos a los primeros cronistas historificadores, pues la calidad de tales datos -tesis en el mejor sentido del término- nos sitúa en el dintel de una obligación ante ellos: es decir nos piden que los rescatemos de su vestimenta de probabilidades asertóricas y las convirtamos al mundo de las realidades comprobadas o comprobables.

Quien mire con debida crítica lo que por debajo de la complicación arqueológica y etnográfica de datos, existe como doctrina y como acontecimiento en El Ecuador interandino y occidental y en Antropología Prehispánica del Ecuador, tendrá la seguridad de que Jijón no se dejó abrumar por tales datos, cosa muy frecuente entre los estudiosos de este tipo de ciencias; pero verá, así mismo,   —90→   que tampoco tuvo oportunidad para elaborar una teoría histórica, sin duda, porque le pareció apresurado hacerla; puesto que éste escritor, hasta por defensa propia, debió sacar consecuencias históricas plenas y demostrables con la inmensa copia de datos de que dispuso. Pero se guardó de hacerlo, observando un comportamiento de hombre de ciencia cuya probidad le impide transitar por senderos donde su paso no se afirma con total seguridad. Esto es loable en Jijón. Pero no dejo de lamentar que su obra haya quedado trunca de dos maneras: primera, por que no llegó a publicarse en su inmensa totalidad; y segunda, porque no llegó a recibir la forma definitiva que sólo su autor pudo haberla dado, con su propia opinión y con su peculiar estilo mental.

Sin embargo, es hora de dar comienzo a una obra justiciera en favor del sabio quiteño víctima de un doloso olvido. Jijón y Caamaño planteó el problema del Quito preincásico en el sitio que le correspondía, sin que esto signifique mi deseo de menguar con ello el mérito de los trabajadores que antecedieron a Jijón o han seguido después de él en la tarea. Lo antehistórico, visto científicamente, y sin que se niegue el valor de la mitología, puede ser arqueología, etnología o, también, filología. Puede buscar el dato entre el cúmulo de materiales inertes, o al fondo de la seña fugaz que, de lejos, persiste en hacer el espíritu; en otras palabras, puede hallar, la herencia espiritual o material. Jijón que recolectó y observó tantos datos, prefirió profundizar en el asunto humano y verlo de preferencia en sus condiciones de lengua y de raza. No agota, ni piensa agotar el tema del hombre ecuatoriano preincásico, pero se detiene con rigor y decisión, frente a dos aspectos del mismo, y logra una suma de conocimientos cuyo empleo no ha comenzado, todavía.

Entiendo por empleo de tales conocimientos el buen uso que de los mismos deben hacer los historiadores, abandonando esa especie de creencia muy difundida entre nosotros, según la cual esa ingente montaña de datos acumulados por Jijón en grandes libros y en museos, vale sólo para etnólogos y antropólogas. Menguada sería la ciencia histórica si es que de la filología y de las otras   —91→   ciencias auxiliares de la Historia, no extrajese todas las enseñanzas posibles. La arqueología y la filología han abierto largos siglos hacia atrás la vida de Grecia y de Roma, a partir del sitio donde la dejaron investigadores tan serios como Fustel de Coulanges y Teodor Mommsen.

La Historia del Ecuador y de los otros pueblos hispanoamericanos debe proyectarse hacia un pasado muy largo, remontado algunos siglos más de positiva fijeza, en cuyo fondo hay vida humana perfectamente explicable. Dejando a un lado malabarismo de escaso gusto mental y de ningún valor científico, la tarea de los historiadores de hoy en este respecto, es enteramente seria y comporta una obligación moral muy grave. La Historia es cómo el hombre, un enorme espongiario capaz de absorber el agua circundante en beneficio propio, capaz de chupar, y adueñarse de la circunstancia, obligándola a dar de sí lo que la vida necesita, donativo al que tiñe y configura prestándole matiz peculiar definitivo. Por esa, tanto el mito como la prehistoria, merecen historificarse.

Pero, volveré al asunto concreto. Jijón comenzó su crítica al Padre Velasco demostrando la inexistencia de las fuentes que invocaba el protohistoriador, en apoyo de la existencia de los shyris y de los duchicelas y, más que nada, en apoyo del emparejamiento cronológico de las dinastías de Quito y Cuzco Esta falta de fuentes sería argumento invencible si es que el asunto se propusiera no rebasar los límites de la sola crítica bibliográfica o documental. Mas resulta ser un argumento endeble en cuanto se le lleva al terreno de la prehistoria, donde los datos son de otra naturaleza y juegan diverso papel. He aquí, pues, la parte débil de la tesis de Jijón y el sitio más vulnerable de su polémica. Quizás en su intimidad así lo viera el investigador, y por eso se resolvió a caminar por distinto sendero, este sí recto e incontrovertible, sobre todo en lo que se refiere a las creaciones intuitivas y a la obra personal del Padre Velasco.

Según es fácil de ver, si se estudia con detenimiento el alcance de los trabajos de Jijón, éstos no afectan a la preexistencia del Quito, a la vida del mismo como entidad   —92→   humana viviente hasta la víspera de la invasión cuzqueña. Pero sí afectan a la forma de gobierno, a la dinastía de los shyris, a la forma de Estado -reino y confederación de pueblos-, a las que el protohistoriador atribuyó tanta importancia, estudiándolas en sus mínimos detalles, con patrones tomados directamente de Garcilaso y, primeramente, de las ideas renacentistas conque los escritores de la crónica definieron, en términos estrictamente europeos, los hechos estrictamente americanos.

Jijón atacó estas maneras de explicar el hecho humano del Quito, más que la existencia del mismo Quito. Y, además, acometió rudamente contra el curioso emparejamiento de las dinastías de señores quiteños y cuzqueños, es decir de Shyris y de Incas, que no pasó de ser un gracioso recurso por medio del cual Velasco levantó al Quito hasta la altura del Incario, concediéndole reyes, historia, política administrativa de gran vuelo y prestigio, durante un crecido número de años. El quiteñismo del protohistoriador le llevó a contar hasta quince shyris en la vida del Quito, lo mismo que enumeró quince soberanos en la vida del Incario, incluyendo a Atahualpa, naturalmente. En cuanto a los años, también igualó a las dos dinastías, haciéndolas gobernar en un lapso casi igual. La crítica de este emparejamiento no demanda mayores conocimientos de Historia, para no más de que se vea, a simple vista, la extremada flaqueza de una coincidencia permanente, en crecido número de años y en escenarios situados a enorme distancia uno de otro.

En forma retrospectiva, iluminando los sucesos humanos hacia atrás en el tiempo, entre la maraña de los restos lingüísticos más arcaicos, va colectando Jijón piedras miliarias no de uno, sino de varios caminos humanos primitivos, hasta dar con el más antiguo de ellos, o por lo menos con el que parecía serlo al tiempo en que llevaba a cabo tales investigaciones. Jijón no habla de siglos, como el Padre Velasco y los cronistas anteriores a él. Jijón abre el escenario del Quito a milenios anteriores a la etapa histórica tradicional, es decir anteriores a la penetración de los europeos en estas regiones de los Andes, mostrando que la existencia social y organizada   —93→   no data del año mil o del año tal o cual de la era cristiana, sino de miles de años más atrás. Modernamente, la Historia piensa en generaciones, como antaño había pensado en siglos. Y, modernamente, también, desde el campo de la prehistoria, tiende a pasar al plano histórico la costumbre de pensar en períodos o en periodizaciones, es decir en una forma de contar la existencia colectiva no por años, sino por sucesos. Pues bien, la prehistoria en la que Jijón ha practicado largas búsquedas, entre los sucesos más antiguos, le ofreció uno, al que el investigador dio el nombre de máxima distribución del Esmeraldeño, hecho anotado por Jijón en una carta adjunta a sus publicaciones.

Este esmeraldeño, primer tipo humano al que la investigación aludida hace referencia, dejó en la zona interandina y en la del litoral, dentro de los límites marcados en el antedicho mapa, un buen porcentaje de voces arcaicas y de restos espirituales antiquísimos, que han podido recogerse con el auxilio de la más meticulosa investigación. La tesis se respalda en los vocabularios elaborados y recogidos en El Ecuador Interandino y Occidental. Dichos léxicos dejan entrever la precedencia temporal de este tipo étnico, el llamado esmeraldeño, en una notable extensión del Quito, y muestran también la procedencia marítima, lejana o cercana, de aquellos hombres que extendieron su dominio desde una zona costanera septentrional, hacia las interiores de montaña fría, y hacia el mismo litoral en sus regiones sureñas.

No se debe olvidar que las más viejas tradiciones hacían también referencia a primeros pobladores subidos a la meseta andina por el río que, siglos después, se llamaría de las Esmeraldas. Jijón no denomina caras ni caranquis a estos hombres; los designa con el nombre de esmeraldeños, acaso por seguir la costumbre arqueológica de bautizar a un tipo humano o cultural con el nombre del lugar donde ha sido fijado o se han descubierto los más remotos vestigios. Así, por ejemplo: cultura de Aurignac, período aurignaccense; vestigios hallados en Chelles, período chellense, etc.

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Después de la esmeraldeña, Jijón describe una segunda corriente migratoria, que señala un segundo período, correspondiente a la máxima distribución del Pasto, siguiendo el mismo proceso de investigar toponimias, fitonimias, zoonimias y más vestigios filológicos alcanzables, como son los patronímicos, más persistentes y fáciles de localizar. Los vestigios de esta índole se complementan con los vestigios materiales, a fin de que arqueología y filología ofrezcan más seguridad a las afirmaciones. Hay un peligro muy serio de generalizar sin base alguna las hipótesis, cuando éstas se fundan sólo en restos materiales. En cambio, un proceso filológico sirve de auxiliar más claro en la obra de recuperación de la vida humana arcaica, debido a que los sedimentos lingüísticos, acaso por la misma no resistencia tangible que ofrecen a la presión externa, perduran de manera más pertinaz que los utensilios o las trabajos de la vida material ordinaria, productiva o consuntiva.

Pero lo interesante, para nuestro caso, es que al señalar en el mapa etnográfico respectivo la máxima expansión del Pasto, Jijón determina también las regiones por las que debían vagar, al mismo tiempo, tribus de pastos y esmeraldas. Lo cual, traducido al lenguaje de interpretación histórica, significa una primera fusión, una primera superposición capaz de dar como resultado, sin duda alguna, un tercer producto, distinto de los progenitores, pero heredero común de los caracteres de ambos. Si creemos a Jijón, podríamos asegurar que, la expansión del hombre del Pasto da origen al mestizaje racial y a la fusión cultural, al mismo tiempo que da comienzo a la convergencia de pueblos o de tribus hacia un punto de reunión, cómodo en lo geográfico y atractivo, punto de llegada que, muchos siglos después, se convertirá en punto de partida, acabando, al fin, por llamarse Quito.

El tiempo que haya mediado entré la expansión esmeraldeña y la del Pasto no es dable puntualizar, pero una elemental comprensión de los sucesos, nos dice que debió ser muy largo, debido a la lentitud con la que se han producido en la prehistoria, y aún en tiempos históricos, las migraciones. Lo decisivo del asunto está en   —95→   poner atención a la superficie cubierta por las dos migraciones nombradas, superficie bastante grande en comparación con la futura Real Audiencia, y casi idéntica a la del actual Ecuador. Los vestigios filológicos permiten a Jijón dibujar un mapa de considerable magnitud, y permiten al crítico de la Historia deducir una consecuencia: esas migraciones fueran lo suficientemente importantes para conducir al territorio del hoy Ecuador a una especie de unificación, lo rudimentaria y débil que se quiera, pero que después, con la lucha frente a nuevas invasiones y superposiciones iría robusteciéndose y determinando mejor sus perfiles.

El suceso que determina el aparecimiento de un tercer período, según Jijón, es más complicado que los dos anteriores, puesto que ahora se trata de la llegada múltiple, formada por los elementos étnicos caranquis, cayapas y colorados. Las rutas de penetración que marca el mapa, respectivo son sorprendentes, o lo fueron en la época en que se realizaban estos estudios; por lo opuestos que eran a cuánta generalmente se decía al comienzo del siglo XX, con relación al camino de las migraciones sobre el suelo ecuatoriano. Jijón y Caamaño traza los senderos que siguió, desde la selva oriental hacia la meseta andina, esta máxima expansión de caranquis-cayapas-colorados. La triple corriente étnica llegaría incuestionablemente, con su cultura peculiar a sobreponerse a lo que existía ya preformado en la zona del Interior, y donde no halló elemento sobre el que influir, se limitaría a conservarse intacta en su nuevo hábitat. Desde luego, la triple corriente migratoria, en su apogeo, llegó a cubrir un área mayor a la del Quito preincásico, y es Jijón quien lo hace notar.

Esta migración compleja nos debe hacer pensar en lo siguiente: la invasión caranqui-cayapa-colorado que desde la selva amazónica buscó refugiarse en la región interandina y casi intacta, se ha conservado luego en larguísimos siglos en varios lugares del litoral ecuatoriano, ¿qué tiene que ver con los caras que el Padre Velasco y sus seguidores han hecho trasmontar la cordillera occidental de los Andes y adueñarse del altiplano, señorear   —96→   en el mismo y fundirse con lo preexistente, para dar origen al Reyno de Quito? Si hay coincidencia entre los dos grupos migratorios, las diferencias se establecen por lo que se refiere a las vías de acceso: mientras el Padre Velasco sigue la huella de los caras en su camino del litoral a la sierra, generalmente por la vía fluvial del Esmeraldas, Jijón rastrea varios caminos seguidos desde la selva amazónica hacia la misma sierra, por muchas partes de la Cordillera Oriental, de norte a sur, a lo largo del actual territorio ecuatoriano.

El que será cuarto período, según Jijón, fue aquel en que se hablaba el panzaleo en toda la extensión del Quito prehispánico. Designa el investigador a este período con el nombre de máxima expansión del panzaleo; y hace dentro del mismo ciertas subdivisiones, no muy aceptables para algunos, pero que los arqueólogos manejan con familiaridad: protopanzaleo 1A, protopanzaleo 1B, protopanzaleo II y panzaleo propiamente tal. Lo que significa dos cosas: mayores vestigios rastreables y mejor conocimiento alcanzado gracias a los mismos. La salida de madre de los grupos humanos que pertenecían a esa denominación -panzaleo- determinó una nueva fusión en todas aquellas regiones donde se habían asentado ya las anteriores corrientes humanas.

La marcha dominadora del panzaleo se realizó con éxito igual a la de los anteriores inmigrantes, tanto que llegó a cubrir un respetable segmento geográfico, salvo algunas -regiones costaneras donde el esmeraldeño vagaba aún sin dejarse asimilar; dada su selvatiquez, o donde campeaban poderosamente los cayapas, los colorados o los caranquis. Por lo que se refiere a la expansión dentro de la zona andina, el panzaleo tuvo éxito y dejó huellas apreciables, como recordé ya, de las etapas o grados de culturización por los que pasó. Es digno de nota el sucesor migratorio del panzaleo sobre la selva amazónica, siguiendo una ruta opuesta a la anterior corriente humana. En este camino hacia el centro continental, los panzaleos llegaron a la altura del Pastaza y, por el sur, alcanzaron el Marañón.

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El período más reciente, o sea el último que estudia Jijón, es el llamado máxima expansión puruhá-mochica, expansión cuyo auge llegó a cubrir todo el litoral, con una pequeña excepción en la costa de Esmeraldas, y casi toda la zona interandina, salvo el panzaleo, propio, es decir la región comprendida entre lo que hoy es la ciudad de Ambato y las cercanías de la actual ciudad de Quito. Jijón dice textualmente:

«La extensión de los puruhá-mochicas fue en otros tiempos mayor que la que en el Ecuador tenían en el siglo XVI, como lo revela el que en la toponimia del país Pasto haya un 0,67% de nombres pertenecientes a estas lenguas, en el Caranqui el 0,16%, en el Panzaleo el 6,15%».



Esta unificación del país que posteriormente será el Quito bajo las gentes puruhaes y mochicas; ha conservado, por su parte, el mito respectivo, al mismo que se ha prestado muy poca atención científica, por haberse dado crédito preferente a sólo dos o tres fuentes históricas. Me refiero a la leyenda de la unificación de todas estas regiones andinas y sus aledaños, realizada por los señores conchocandos de Licán, leyenda recogida por muy pocos, entre otros, por Stevenson en su Relación escrita cuando fue secretario del Presidente de la Real Audiencia, Conde Ruiz de Castilla.

En total: Jijón y Caamaño periodiza la prehistoria del Quito fundamentándose en cinco sucesos migratorios, filológicamente rastreados, que dan como fruto otras tantas capas humanas que entran en fusión o en mezcla cultural y étnica. Pero, no se debe pasar por alto la siguiente realidad: si fueron posibles cinco empeños de reunir en un solo dominio las tierras que más tarde fueron del Quito, o sea si fueron posibles cinco unificaciones debidas a otras tantas avalanchas humanas venidas desde fuera o crecidas dentro y salidas de sus propios límites, ¿por qué no pudo darse, análoga a la expansión del panzaleo o del puruhá, una sexta, salida de madre desde el Quito? Jijón se detuvo en la unificación cumplida por los puruhá-mochicas, antes de llegar a la que, con toda   —98→   seguridad, se operó también por obra de los quiteños o de los quitus, cuya conformación étnica realizada tras largo fermento, debió acaecer en el suelo de la actual provincia de Pichincha.

Si vamos a recorrer sólo el plano de las conjeturas, deberíamos pensar que esta última unificación, la de los quitas, quebrantada y abolida muy temprano por la penetración incásica, no tuvo tiempo de consolidarse lo suficiente, como para dejar hondas huellas materiales o espirituales, fuera de una sólida tradición conservada no sólo en la memoria de los vencidos quiteños, sino, y esto es peculiarísimo, en la jactanciosa memoria de los vencedores cuzqueños. Y en lo que mira a las huellas rastreadas en filología, tanto como en arqueología, legítimamente se puede suponer que, debido a las sucesivas superposiciones, tales vestigios no debían mostrar una originalidad muy notable y, quizás, confundidos o indiferenciados aparezcan en la suma de despojos que hoy poseemos. Una mejor observación puede descubrirnos, fuera de los matices descubiertos ya, peculiaridades hasta hoy inéditas.

Pero, si en vez de movernos en el terreno de las simples conjeturas, acudimos al rico orbe de los cronistas noticiadores de lo acaecida en el más viejo Quito, poco antes de la llegada de los españoles -y este poco antes para la tradición oral de quipocamayos, aravicus y amautas bien pudo durar un siglo o muchos siglos, dado el modo natural de ser y funcionar las tradiciones en cualquier ámbito de la humanidad-, tendremos entonces el nombre Quito como el de una entidad humana conocida y digna de ser conocida, tanto que, si damos fe a lo recogido por Gil Munilla, ese nombre anduvo en labios españoles desde los días de Balboa, es decir antes de que Francisco Pizarro, al ir en pos del Perú, diera con su humanidad en las costas de lo que poco después se bautizó con el nombre de Puerto Viejo. Que existió el Quito, qué duda cabe. Pero que ignoramos su forma de vida política y su organización, también es cierto. Y es más cierto aún que aquella región, donde quiera que hubiese comenzado por el sur -desde el Nudo del Azuay o desde   —99→   el Río Jubones- no fue sólo un retazo de tierra poblada por grupos insignificantes de hombres dispersos, sino una atractiva y valiosa sección territorial por cuyo dominio luchó durante largos años el Incario, hasta poseerla, hasta integrarla a la vida del Imperio, hasta hacer al señor del Quito y a sus descendientes del número de los señores Incas.

Quizás tengamos que convenir -en que aquel Quito fuera una entidad humana algo difícil de tratar o de ubicar, merced a su condición de límite entre lo prehistórico y lo que entraba, deslumbrante, a formar parte de la Historia que hombres perspicaces y acuciosos principiaron a escribir en los albores del siglo XVI. Y quizás, también, debamos convenir en que Jijón y Caamaño estuvo en lo justo cuando negaba los fundamentos de lo que, casi por intuición, había escrito el Padre Velasco sobre la organización política del Quito -forma de gobierno: monarquía autocrática; y forma de Estado: confederación de pueblos-, sobre alianzas de familia y, principalmente, sobre el paralelismo trazado entre dos dinastías tan alejadas. Y, por último, quizás necesitemos convenir, así mismo en que este emparejamiento tuvo el respaldo de un viejo mito sobre el que se elaboró el edificio histórico del Padre Velasco. Se trata de la leyenda recogida de labios del quipocamayo Catari, por el Padre Anello Oliva, en la Ciudad de los Reyes, al correr los años finales del mil quinientos y que anda impresa en la Crónica de este Jesuita.

Sin lugar a duda, dicha crónica sembró en la mente de los cronistas posteriores a Oliva y también en la mente de algunos que escribieron Historia en el siglo XVIII, la semilla de esta leyenda del paralelismo o del emparejamiento de las dinastías quiteña y cuzqueña. Dijo el quipocamayo al jesuita: que el cacique Tumbe o Tumba, llegado a costas hoy ecuatorianas, desde lugares muy lejanos y en edades muy remotas; murió dejando dos hijos, Otoya y Quitumbe, quienes al correr de los años y de las aventuras, lograron ser cabeza de dos dinastías que se levantaron en Cuzco y en Quito, respectivamente.

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Emparejado de tal manera el origen de las dinastías, vinieron de modo natural, de por sí, la trama, el desarrollo, el clímax y el desenlace del drama. Pues ninguna dificultad encuentra el espíritu primitivo -y aún el de muchos escritores que rechazarían el cognomento de primitivos- para bordar las más complicadas leyendas, con el hilo de algún suceso que tiene la fortuna de llevar en su seno el germen de un asunto fecundo en desarrollos o en posiciones futuras y es, al propio tiempo, muy difícil de posponer, como ocurre con toda fábula de buena apariencia o de buena factura. Así ocurrió con la leyenda de los hermanos Otoya y Quitumbe.

La tesis del Padre Velasco, si recordamos este origen legendario, se torna más respetable y adquiere, por lo mismo, fortaleza casi imposible de vencer. Con todo, la investigación prehistórica del Quito y el conocimiento científico del mismo, demandan poner los hechos en su sitio y, como recurso previo, despejar el camino del historiador. Ante el sentido corriente y ante la interpretación tradicional de la Historia del Ecuador, puede demostrarse la no existencia de las fuentes escritas en las que fundó su autoridad el Padre Velasco para hablar de shyris, de los duchicelas, del reino y de la confederación de pueblos, o, también, del origen común y del desarrollo paralelo de las dinastías de Quito y Cuzco. Es decir puede demostrarse la no existencia de los escritos de Bravo y Saravia de Fray Marcos, de Niza o de Jacinto Collahuazo, en que se funda.

Sin embargo, mientras subsista en los relatos del Padre Oliva un cuerpo de fábula convenientemente organizada, trasmitida y fijada por la tradición y por la escritura, el asunto se torna muy respetable y digno de crédito. Por eso, la tarea de Jijón y Caamaño fue absolutamente lógica al sacar el problema del Quito desde el seno de la Historia, para replantearlo de mejor manera en el campo de la Prehistoria: única forma de hallar al Quito tal como fue o tal como debió ser. Por desgracia la tarea de Jijón quedó truncada y, por largo tiempo estará inconclusa.



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ArribaAbajo El Incario y su máxima expansión

Al dar fin a su conquista, el Incario halló en el Quito su coronación como tendencia imperialista y como último destino. La parte septentrional del Chinchasuyo fue para el Cuzco y sus soberanos un punto de llegada final y, además, un punto final de partida. El imperialismo de los Incas dio comienzo el día en que se derribaron los primeros grandes obstáculos puestos por las circunstancias extremas a su fuerza vital de expansión. Pero, dicho imperialismo, al derribar los últimos obstáculos se encontró con que, al hacerlo, se había liquidado a sí mismo, por ese juego tan paradójico e impresionante que la Historia permite a los grupos humanos salidos de madre que, a la postre, se disuelven por autoliquidación.

Y es que en el orden humano y en el orden física, las cosas tienen un límite de máxima elasticidad, franqueado el cual la ruptura, imperceptible al comienzo, abre el camino a la disgregación. Entonces el ser se descompone en sus partes, si es complejo; o, si es simple, se destruye. Las naciones, los Estados y los imperios que se han constituido por un proceso de crecimiento artificioso,   —102→   impelidos por la potencia expansiva, tocan este límite de máxima tensión y, al cabo, encuentran la hora de disgregarse en sus componentes históricos. Pero, a diferencia de las cosas naturales, que siempre necesitan sobre ellas el impacto de una fuerza externa que las haga mudar, en las cosas humanas de esta índole ocurre, con notable frecuencia, que la ruina sobreviene por motivos internos; y, entonces, las naciones, los Estados y los imperios se disgregan por autoliquidación.

Cronistas e historiadores han visto únicamente el proceso expansionista del Incario. Deslumbrados por el brillo de las conquistas no dieron exacta cuenta de la realidad profunda que, infaliblemente, destroza el corazón de los éxitos aparentes. Con la expansión del Incario pasa lo mismo que con los relatos superficiales del Descubrimiento del Nuevo Mundo, o con la crítica simplista de los complicados sucesos de la emancipación política de los países hispanoamericanos. En todos estos casos la exterioridad consume la mirada de los cronistas o de los historiadores, sin dejarles punto a meditaciones ligeramente morosas, tanto más necesarias cuanto la gravedad de los hechos exige detenimiento y comprensión por todas sus caras.

Muy pocos, como Toynbee, han descubierto que el comienzo de la liquidación del Incario se esconde en los repliegues de su máximo esplendor, es decir principiaba el momento en que el Chimú sucumbía sojuzgado por los Incas y alcanzaban éstos una extensa zona costanera que imponía formas administrativas diversas y a las que la dinastía cuzqueña no estaba acostumbrada. Pero Toynbee no ha destacado, por seguir en esto los prejuicios de Means, que tanto el Chimú como el Quito formaban un solo panorama o entraban en idéntico plan expansivo y conformador, pues el mismo Inca realizaba la una penetración, mientras realizaba la otra. Es digno de observarse el hecho siguiente: cómo se dan la mano las dos empresas y representan, al fin, una sola idea fija en la mente del Padre de Tupac-Yupanqui, en la de este monarca y en la de su hijo Huaynacapac, según podemos apreciar en las crónicas de Sarmiento, Cabello y   —103→   Cieza y, casi un siglo más tarde, en la del mismo Garcilaso Inca de la Vega. El testimonio de este último cronista se reproducirá, en lo que respecta al Quito, en seguida, y en los fragmentos pertinentes:

»Haviendo estado Tupac Inga Yupanqui algunos años en la quietud de la paz, determinó hazer la conquista del reino de Quito, por ser famoso y grande; que tiene setenta leguas de largo y treinta de ancho, tierra fértil y abundante dispuesta para cualquier beneficio de los que se hazían para la agricultura y provecho de los naturales. Para la cual mandó apercebir cuarenta mil hombres de guerra, y con ellos se puso en Tumi Pampa, que está a los términos de aquel reino, de donde envió los requirimientos acostumbrados al rey Quitu, que havía el mismo nombre de su tierra. El cual de su condición era bárbaro de mucha rusticidad, y, conforme a ella era áspero y belicoso, temido de todos sus comarcanos por su mucho poder, por el gran señorío que tenía. El cual confiado en sus fuerzas, respondió con mucha sobervía diziendo que él era señor, y que no quería reconoscer otro ni quería leyes ajenas, que él daba a sus vasallos las que se le antojavan, ni quería dexar sus dioses que eran de sus pasados y se hallava bien con ellos, que eran venados y árboles que le davan leña y carne para el sustento de la vida...

»Viendo Tupac Inga Yupanqui qué la conquista iva muy a la larga, embió por su hijo primogénito, llamado Huayna Cápac, que era el príncipe heredero para que exercitasse en la milicia. Mandó que llevasse consigo doze mil hombres de guerra...

»Este príncipe era ya de cerca de veinte años, reforzó la guerra y fue ganando el reino poco a poco, ofreciendo siempre la paz y amistad que los Incas ofrescían en sus conquistas; mas los contrarios, que era gente rústica, mal vestida y nada política, nunca la quisieron admitir...

»Tupac Inga Yupanqui, viendo la buena maña qué el príncipe se dava a la guerra, se volvió al Cozco, para   —104→   atender al gobierno de su Imperio, dexando a Huayna Cápac absoluto poder para lo de la milicia. El cual, mediante sus buenos capitanes, ganó todo el reino en espacio de tres años, aunque los del Quitu dicen que fueron cinco; deven de contar dos o poco menos que Tupac Inga Yupanqui gastó en la conquista antes que llamase al hijo; y assí dizen los indios que ambos ganaron aquel reino. Duró tanto la conquista de Quitu porque los Reyes Ingas, padre y hijo, no quissieron hazer la guerra a fuego y a sangre, sino que ivan ganando la tierra como los naturales la ivan dexando y retirándosse poco a poco y aún dizen que durara más si al cabo de los cinco años no muriera el rey de Quitu...

»Huayna Cápac passó adelante de Quitu y llegó a otra provincia llamada Quillacenca...; fueron gentes fáciles de reduzir, como gente vil, poco menos que bestias. De allí passó el Inca a otra provincia llamada Pastu, de gente no menos vil que la pasada... De Pastu fue a otra provincia llamada Otahuallu, de gente más política y más belicosa que la pasada... Dexando allí la orden que convenía passó a otra gran provincia llamada Caranque, de gente barbarísima en vida y en costumbres... A los principios resistieron al Inca con gran ferocidad, mas pocos días se desengañaron y rindieron... Esta fue la última conquista de las provincias que por aquella vanda, confinaban con el reino de Quitu».



Veamos, ahora, algunas concordancias de este relato con la realidad. Es necesario destacar la realidad que aparece al fin de todos: o sea la de que, tras la conquista del Quito, cesaron los ensanchamientos imperialistas del Incario. Y tal término ocurrió no sólo en esta vanda septentrional, sino en todo el Imperio, cumpliéndose, así, la total figuración del Estado cuzqueño, prevista por Pachacuti y llevada a término por sus tres sucesores. Y es de notar que estos tres Incas sucesores, Inga Yupanqui, Tupac Yupanqui y Huaynacapac afirmaron, también hacia el austro los dominios de su estirpe, hasta un límite que, al alcanzarse, tampoco fue sobrepasado -el   —105→   río Maule- en territorios de lo que hoy se llama República de Chile. Fijar este lindero fue una dura empresa de los conquistadores que, por este costado, en cambio, no tuvieron dificultad posterior alguna, una vez terminada la faena expansionista.

Empero, no ocurrió lo mismo al cabo de la conquista del Quito, cuyo señorío significó para los señores Incas el más grande semillero de dificultades. El Quito, con sus aledaños no se rindió del todo, pues al fondo de su nueva existencia política mantuvo un indeclinable deseo de recuperación o de revancha. El límite máximo, al septentrión, acarreó guerras muy crueles, represiones sangrientas -la toponimia no los ha olvidado aún- trasplantes raciales y una larga serie de medidas que dejaron de pesar sobre los quiteños sólo cuando cayó el Incario y sobre él trató de imponerse durablemente la política de Atahualpa. Del relato de Garcilaso, como del de los más grandes cronistas, se deduce que el Quito llegó a ser el límite geográfico, temporal y cultural del Incario, extenso ya y maduro en el siglo XV, aun cuando, repito, el color dorado del éxito no dejó ver al fondo el germen de descomposición de aquel otoño histórico.

Una segunda concordancia es ésta: el Quito significó y pesó bastante en la política expansiva prevista en el pensamiento de Pachacuti, noveno señor de la dinastía cuzqueña, política llevada a término luego de sus días y aún antes de que muriese aquel Soberano, como ponderativa y puntualmente dice Garcilaso. El Chimú -Gran Chimú según escribieron los cronistas reflejando la admirativa actitud de los cuzqueños- y lo que aún restaba al norte atrajeron los últimos esfuerzos del Incario salido de madre. Las palabras de Garcilaso sobre el Quito -ya el lector vería que este cronista no es muy afecto a los vencidos quiteños-, son suficientes para demostrar el anhelo de los hombres de la casta dominadora, a la que perteneció tan íntimamente el escritor, para adjuntar el Quito al Cuzco, desplegando un programa de conquista, que costó años y hombres en cifras nunca soportadas por los expansionistas.

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Se buscó el Quito por ser famoso y grande, y en su sojuzgamiento se emplearon muchos años de gran esfuerzo. Garcilaso los reduce a tres y luego acepta que fueron cinco; pero, en verdad, son éstos los años de la última etapa, porque el Inca escritor deja a un lado los años de la primera incursión, es decir el lapso decurrido entre el nacimiento de Huaynacapac, en el Guapondélig, rebautizado de Tomebamba por los conquistadores, que hallaron una muralla de hombres resueltos, luego de la sujeción de los paltas, hasta la penetración en el límite sur del Quito. Dicho en otras palabras: la conquista de este reino fue más difícil de lo que Tupac Yupanqui suponía cuando, en momento de sobrado entusiasmo, pretendió romper aquella larga quietud y paz a la que se refiere Garcilaso: Los chancas, los collas y los mismos chimús, a pesar de sus resistencias y traiciones, no causaron tanto dispendio de energías, ni demandaron tan sostenida esperanza a la voluntad de los señores cuzqueños vuelta ya omnímoda en esos días. ¿Representó el Quito un ensueño del hombre poderoso que busca la última aventura? ¿O, más bien; la irrefutable muestra del debilitamiento de un estado muy grande, que no alcanzaba ya a tocar los linderos de su dominio, por más que abriese los brazos?

La conquista de este reino habría durado más tiempo; dice Garcilaso, si es que no hubiera muerto el rey del Quito, a quien le llama poderoso y de gran señorío, temido y respetado, dueño de dominios que comenzaban, quizás, al norte de los cañaris, en tierras de los tiquizambis, como hacen notar otros cronistas con mayor precisión. Si el señorío del Quito se prolongaba hasta confinar con los cañaris, esto prueba que se operaba en aquellos años, o se había realizado ya, una expansión de norte a sur, análoga en la apariencia externa a la que los incas emprendían de sur a norte. Es decir, al encontrarse las dos, hubo un necesario choque de expansionismos, uno de ellos formado ya de antaño, el incásico; y otro en vías de formación o de muy reciente data, el quiteño.

Ahora bien, en este sitio de la geografía y de la política se produjo lo que siempre ocurre al entrecruzarse   —107→   dos fuerzas contrarias. Tuvo que ser subyugado el organismo de menor potencia expansiva o de menor desarrollo histórico. Y como en este caso se hallaba el Quito, de modo simple, aunque no sin feroces reacciones, se borró del ámbito externo o material, sin dejar vestigio de su unificación política, aun cuando dejara rastros duraderos en el campo de la lingüística, de las religiones, de las artes plásticas y de las manualidades necesarias para la vida social. He aquí, pues, una tercera coincidencia del relato que voy comentando, con los hechos; y con el espíritu de los mismos.

Una discrepancia merece también ser anotada. Habla Garcilaso del Rey de Quitu, sin prestar, como era general en su tiempo y hasta en el siglo anterior, la debida atención al término que invoca ahora, entre nosotros los sigloventinos, la vigencia de una forma de gobierno autocrático; fincada en una monarquía hereditaria. Para los renacentistas que encerraron todas las realidades del Nuevo Mundo dentro de voces de rancia estirpe europea, no hubo problema alguno al usar la palabra rey sin llenarla del respectivo condumio jurídica-político. Pero el hecho es que tras de aquella denominación no hubo nada que se pareciera, ni de lejos, a lo que tradicionalmente era tenido por realeza en el Viejo Mundo, desde los tiempos homéricos hasta los días del Renacimiento, en cuyo seno se forjaban las monarquías absolutas, corolario definitivo de la antigua y sólida autocracia vivida durante más de veinte siglos.

Las cosas de este otro lado del mar eran diversas. Un régimen tribual, acentuadamente tribual aun en sus más altos desarrollos, dentro del que el padre o quien hiciera jerárquicamente sus veces, llamado cacique, curaca o con el nombre que fuese, detentaba un poder absoluto, no solamente no era usual sino que era de todos modos impensable para la mentalidad europea, cuyo monto de conocimientos, a cada paso se ensanchaba y se deslumbraba por dos motivos: sea por el número de sucesos extraordinarios, sea por la magnitud de los mismos. El reino de Quitu de Garcilaso y de los cronistas anteriores, merece ser entendido, pues, tomando en consideración   —108→   el acoplamiento de la palabra a la cosa tal como fue. Sin embargo, entiéndase como se entendiera, el Quito fue muy significativo para el Incario y sus intereses políticos; y contra aquél, para sojuzgarlo, empleó este último una táctica no usada hasta entonces; o sea que llegó a la meta venciendo obstáculos incalculables e inmolando innumerables víctimas.

Con qué fines llegó hasta allá, a tamaña distancia del centro administrativo, es cosa que veré después, con ayuda de los relatos de otros cronistas más tempranos que, por eso, vieron los sucesos con menos prejuicios y con mayor seguridad. Sin embargo, aquí me detendré junto a cierto aspecto de la penetración incásica en el Quito, con el propósito de investigar hasta dónde se ahondó en el alma de los moradores y en el medio. La pregunta de ningún modo es inepta, aunque no haya recibido respuestas adecuadas de parte de los tres grandes historiadores ecuatorianos Velasco, Cevallos, González Suárez -que no llegaron siquiera a proponérsela directamente, porque el asunto no les interesaba en el grado en que a nosotros nos interesa. Compete, pues, indagar si el incario se limitó a herir la epidermis del Quito, o si llegó a aposentarse al fondo del mismo. Es decir, interesa saber si a más de conquista o violenta superposición material, hubo mestizaje de culturas y de tipos humanos.

Hay quienes creen que el predominio incásico en el Quito, fugaz al considerar los ritmos históricos en el tiempo -duró apenas setenta u ochenta años, siguiendo las cronologías más usuales-, no tuvo oportunidades propicias y no atravesó la epidermis social en sus envolturas más externas, como son las envolturas administrativas. Pero contrariamente a esto, hay también quienes sostienen y creen que la dominación incásica llegó a consustanciarse con el Quito, tanto que no existía diferencia real entre una parte -esta región septentrional del Tahuantinsuyo- y el Incario mismo. Entre los que sostienen esta identificación, hay matices de pensamiento que van desde quienes imitan al Padre Juan de Velasco, hasta quienes dan crédito a la famosa Capaccuna o lista de   —109→   señores cuzqueños elaborada por el presbítero Montesinos en el siglo XVII, escritor que cuenta ciento cuatro soberanos Incas. En este último supuesto la dominación incásica directa sobre el Quito o, por lo menos la influencia cultural cuzqueña sobre el mismo, podría prolongarse fabulosamente a gusto de los interesados, pues en materia de aseveraciones fantásticas, nadie ha fijado todavía la marca final.

La opinión mediadora es la justa o la que parece resultar más justa. Ni el sueño de Montesinos, ni la supuesta superficialidad de un sistema del que se dice no pasó de ser un feroz centralismo administrativo. Con todo, la opinión equidistante de los extremismos, por conciliadora que la suponga o la quiera el lector, no elimina los serios problemas que surgen en el fondo del complicado tema, como son los problemas referentes al habla -el de la lengua general, por ejemplo-, los que miran a la fusión humana, los que atañen al intercambio espiritual, como son los de la interpenetración o transculturación. En síntesis: la corta y profunda influencia ejercida por el Incario sobre el Quito, merece lento estudio, porque en tal etapa o en dicho nivel nuestro espíritu nacional adquirió caracteres valiosos que han quedado fijos para siempre en la hondura humana e histórica vivida hasta ahora por nosotros.



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ArribaAbajo El problema del prequichuismo

Me referiré, en primer término, al problema del habla. El Padre Velasco y algunos cronistas antiguos en los que él se respalda, aseguraron que el habla del Quito era un dialecto del quichua peruano y que, por lo mismo, en la época de la penetración cuzqueña hubo casi una identificación, un reconocimiento fraternal de idiomas, una especie de anagnórisis como al final de la tragedia clásica, donde el destino, por caminos contradictorios sitúa, frente a frente, luego de atroces sufrimientos, a dos miembros de una misma procedencia consanguínea. Este hecho, de haber acaecido tal como se lo pinta, habría servido como un gran elemento de unificación política y espiritual, a cuyo rescoldo se establecería entre el Quito y el Cuzco, el nexo más difícil de romper, como es la célebre lengua general a la que se refieren todos los cronistas, empezando por Cieza de León, y a la misma a la que seguirán refiriéndose los misioneros y los predicadores empeñados en concordar las mentes, los escritores y los administradores que trataron de las cosas del Quito y, en fin, cuántos utilizan aquel vehículo de aproximación interhumana.

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He aquí un problema muy serio y complicado, respecto del cual se hace indispensable notar, desde el comienzo, que muy pocas personas tuvieron el acierto de detenerse debidamente ante el mismo. Pocos investigadores, como Jijón y Caamaño, han practicado búsquedas científicas bien guiadas sobre tan difícil asunto. Las opiniones de los meros aficionados tampoco han abundado, o se han disipado en mirajes de vuelo rasante y de fantasía paupérrima. Con todo, si se pudiera reducir a esquema un motivo tan complejo, podría decir que permanecerían en pie, después de mucho ver y resolver, dos hipótesis, precarias, aunque menesterosas de inmediata comprobación, antes de practicar una eliminatoria final que, acaso, tampoco llegue a ser absoluta. Dichas hipótesis, en pocas palabras, son las siguientes: primera, la de Jijón referente a un solo tronco lingüística dividido en varias ramas; y la segunda, la de la presencia de una especie de lingua franca impuesta por la necesidad de tratar con el Incario o impuesta sobre la lenta marcha de la expansión cuzqueña. El lector perdonará la audacia de revisarlas sumariamente.

Por lo que se refiere a las teorías de Jijón y Caamaño, comenzaré remitiendo al lector que desee penetrar profundamente en ellas, a dos de los trabajos más importantes del sabio quiteño a este respecto: a la Antropología Prehispánica del Ecuador y al Ecuador Interandino y Occidental, principalmente al tomo tercero de esta obra, en los últimos capítulos, y a los mapas anexos al mismo. Para quien desea contentarse con la somera visión del aficionado, haré aquí un brevísimo resumen de aquella gigantesca edificación mental y de aquel enorme proceso inductivo realizado durante largas décadas de apasionada entrega al tema, árido y con frecuencia desprovisto de adecuada bibliografía, sobre todo en lo que se refiere a las lenguas preincásicas del Ecuador.

La recolección lingüística realizada por Jijón es enorme: trescientas noventa y seis lenguas identificadas en un área enorme, que se extiende desde Guatemala hasta Bolivia, y desde la isla de Puná hasta el Putumayo. De ellas se sirve, positivamente, para investigar, apoyado en   —112→   inmensos léxicos reunidos con métodos de acrisolada dialéctica y honestidad científica, las semejanzas y las procedencias filológicas, que nos las presenta en un cuadro complejo, sí, pero diáfano, cuadro general del que citaré únicamente lo que atañe a la región ecuatoriana.

La clasificación general que abarca la cifra antes mentada, se designa con el nombre de Super-PhylumHokan-Siouan-Macro-Chibcha. Dentro de este inmenso marco se destacan las lenguas que, según Jijón, forman el grupo Phylum-Macro-Chibcha, que contiene, entre otras, las hablas paleo-chibchas, las chibchas arcaicas u occidentales, las chibchas intermedias o interandinas, etc. En el seno de esta subclase, y esparcidas en sus respectivos compartimientos geográficos, señalados minuciosamente, se hallan las lenguas habladas en el Quito, al tiempo de ocurrir la invasión cuzqueña o poco antes de la misma. Recuerde el lector que estos términos al tiempo de la invasión o antes de ella, no son días ni años, sino periodizaciones o etapas de cronología indeterminada.

Lo más importante para el objeto aquí perseguido es deducir, también en este campo, desde el plano prehistórico, algunas consecuencias lógicas y reflexionadas. En efecto, parece que hubo un parentesco previo y lejano, un parentesco remoto entre los pobladores del macizo central y noroccidental de los Andes comprendidos entre Pasto y Bolivia. Dicho parentesco se debió, como puede suponerse, a superposiciones étnicas acaecidas con cierta semejanza, a lo largo de muchos siglos. Gracias a este suceso, el chibcha debió convertirse en un tronco lingüístico de gran importancia, en virtud del número de hijuelos o de hablas secundarias que se desprendieron de él, conservando, sin embargo, la fisonomía común prestada por la común ascendencia.

Desde luego, esta es una hipótesis que nada prueba de antemano, pues las influencias y las solicitaciones geográficas o de otra índole, sufridas después por aquellos grupos humanos, podían incitar a que las diversas tribus dieran diversas respuestas culturales, como acaeció en la realidad. Lo cual no impide suponer la existencia de afinidades   —113→   entre el numeroso grupo de lenguas vernáculas allí surgidas y clasificadas por Jijón, en una tercera clase de ellas, denominadas lenguas barbacoas y puruhá-mochicas, y las lenguas que el torrente invasor cuzqueño trajo, sin duda alguna, entre sus huestes reclutadas en las diversas regiones del Incario, según dicen concordemente los cronistas. Porque no es dable suponer que los soldados de la expansión incásica sirvieron exclusivamente a los fines de ella, posponiendo u olvidando la manera de ser personal y propia de vivir y hablar, no obstante las tremendas limitaciones regimentarias impuestas por los Incas.

La segunda hipótesis es un poco más histórica y un poco menos filológica en lo que cabe decirse, y un mucho menos prehistórica, por hallarse comprobaciones inductivas para ella, en muchos puntos de la Historia. Me refiero al posible nacimiento de una lingua franca en estas regiones del Nuevo Mundo, como consecuencia de la imposición forzosa del habla cuzqueña y de la inesquivable contaminación a la que ésta se vería expuesta, una vez que entró en contacto con otras hablas, similares o distintas, que existían vivas en la enorme extensión del Tahuantinsuyo. O también, al caso posible de que esa misma lingua franca hubiera surgido antes de la última etapa expansiva del Incario, etapa que cubre casi totalmente los dos últimos siglos de su vida; y digo antes de esta última etapa, porque la dinastía cuzqueña edificó un Estado digno de imponerse entre sus convecinos aun antes de que saliera de madre. Para tratar con aquel poderoso Estado, cuyas relaciones serían múltiples y forzosas con los vecinos pudo, casi sin lugar a duda, haber nacido aquella lingua franca.

Me situaré en el caso de la imposición del habla de la gente dominadora, sobre los vencidos, una vez realizada la conquista. Y entonces, necesariamente, se puede ver -pues las cosas humanas son así-, cuando una lengua dominadora se impone sobre grandes regiones geográficas pobladas por diversos tipos raciales que hablan varias lenguas emparentadas entre sí o disímiles unas   —114→   de otras, se puede ver, repito, cómo el control del idioma oficial o dominante escapa a la mirada de quienes tratan de mantenerlo limpio o fijo, luego de haberlo impuesto. Los casos son similares en los imperios extensos que han surgido, o en las difusiones raciales o culturales acaecidas en varios sitios de la Historia. Ejemplo de estas segundas es el Koiné o griego común que se extendió, imperativamente, en las costas del Mediterráneo. Y ejemplo de los primeros es el latín vulgar, fruto de la expansión imperial romana, de cuyo seno salieron idiomas y dialectos en número crecido.

Si damos crédito a Garcilaso, el habla cuzqueña, o sea el quichua, fue obligatoriamente impuesto, a la fuerza, con tremendas sanciones en todo el ámbito del Tahuantinsuyo. No es posible suponer, entonces, que desde Chile, hasta el sur de Colombia, un Imperio, por fugaz que haya sido su existencia -setenta años, el tiempo de dos generaciones; o cien años, el lapso de tres- hubiera logrado mantener incólume, al amparo de_ castigos, la unidad idiomática en, un grado de limpieza no digo fonética -porque esto es, físicamente imposible-, sino estructural o, siquiera, de léxico. Un fenómeno de conservación de tal índole pudiera darse sólo si los hombres fueran, en realidad, las mónadas cerradas de la teoría filosófica, es decir absolutamente herméticos e impenetrables. Pero los seres humanos son, y esto es hermoso, animales vulnerables por todos los costados de la curiosidad o de la sensibilidad que les caracteriza; y, en consecuencia, son propensos a influir y a dejarse influir.

Ahora bien, entre tales influjos, el de la convivencia es el más impositivo, es aquel al que nadie puede sustraer su espíritu o su cuerpo, y de allí que el más íntimo y sutil vehículo de la convivencia, es decir el habla, se empañe con el vaho o con el hálito de las más diversas gentes. No es aventurado suponer, entonces, que durante el dominio de los últimos cuatro o cinco señores del Cuzco, o sea coincidiendo con los tiempos finales y más brillantes del Incario, se haya formado e impuesto una lingua franca, un quichua vulgar si se quiere, salido fuera de las normas ortodoxas del habla cuzqueña, un lenguaje   —115→   común dé los pueblos y hombres amalgamados por el centralismo o por el expansionismo de una política formidable. El lector recuerde, solamente, el número y la importancia de las diversas regiones del Tahuantinsuyo, por necesidad vinculadas entre sí, unidas no sólo por la política sino por la vida, y piense que así el Inca hubiera tratado de mantener separadas las unas de las otras, un algo de común debió nacer entre ellas, y en virtud de ese algo, no debiera parecernos fabulosa la hipótesis de la lingua franca.

Hay sucesos que los cronistas no han desentrañado en su totalidad, y al hilo de éstos los historiadores tampoco los han explicado correctamente. Un suceso mal visto es el ánimo reformador del Inca Pachacuti, soberano con quien se iniciaron los tiempos revueltos del Incario. De paso recordaré la atinada observación de Toynbee, para quien la presencia de una lingua franca es concomitante con los tiempos revueltos. ¿Qué renovó o qué reformó Pachacuti, llamado así por su afán de cambio y de novedad, dentro de un Estado tan vetusto y tan tradicionalista? ¿Qué de flamante se atrevió a ingerir en el seno de una dinastía aferrada a su origen divino y a su ancestro teogónico?

No se ha meditado debidamente en que las reformas de Pachacuti encararon situaciones de disolución interna, a causa de hechos externos imprevistos, que sacaron de quicios la normal existencia de la política cuzqueña. Tales sucesos hicieron acudir al Inca a medidas tales como la creación de los mitimaes, el uso de vestimentas, o de indumentarias propias de cada región o lugar, la prohibición, de ir de un sitio a otro del Imperio, el impedimento de tratarse los súbditos de un lugar con los de otro, etc. Esta última prohibición, nos deja entrever que, entre las instituciones menesterosas de defensa, el idioma debía de estar en la mente del Soberano, quien vio al habla impuesta recientemente, amenazada por graves contagios que darían, a la postre, en tierra con el anhelo de un entendimiento general entre todos los súbditos del Imperio.

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La suerte de este quichua vulgar o lingua franca del Tahuantinsuyo, de aceptar la existencia de ella, no sería muy difícil de seguir. Como todo invasor reciente, el español no trajo el oído previamente acostumbrado a la fonética de estas regiones, que le resultó nueva y totalmente extraña. La prueba la tenemos en la distinta manera de escribir los mismos vocablos, como hallamos en los diversos cronistas, a veces hasta hacernos suponer, de pronto, que se trata de voces o de cosas disímiles. Además, la fonética no debió ser uniforme en las distintas regiones del Imperio, y ésta fue la causa de que los españoles no distinguieron el quichua ortodoxo u oficial del quichua vulgar; o sea el legítimo del Cuzco, del que se hablaba en todo el Tahuantinsuyo como lengua general. Junto a las hablas particulares que no se habían extinguido en las regiones más conservadoras o que se hallaban amenazadas de muerte en las demás donde el nivel arrollador del Inca no las había extirpado ya.

Cieza de León, al describir muy por lo menudo al Quito y a sus parcialidades aledañas, va haciendo notar que en todas ellas se habla la lengua general, sola o juntamente con las hablas vernáculas. ¿Cuál fue esta habla general o esta lengua general como él la denominó? El mismo Cieza y varios cronistas más lo dicen con suma claridad: la lengua del Inca, la lengua impuesta desde el Cuzco, sea por la conquista o sea después de ésta, sea quizás por la necesidad del trato interhumano mucha antes de la misma. Pero Garcilaso, más entrenado en las intimidades de su estirpe; descorre un velo en sus Comentarios Reales y nos descubre que esta lengua general no era la del Inca, pues la inmensa familia sagrada, es decir los numerosos aillus de los diversos soberanos, hablaban una lengua reservada para usarla sólo entre ellos, con lo que se establecía una especie de cortina mental entre el vulgo y la casta divina.

Pero aun suponiendo que no haya existido dicha lengua reservada o dicha cortina mental, resulta más sencillo y natural suponer, porque las cosas de la filología, son así, que existió una lingua franca de uso entre todos los súbditos del Tahuantinsuyo, lingua destronada por   —117→   los españoles que al dirigirse en el Perú, primeramente, hacia el sur, tomaron afición hacia el quichua ortodoxo, se adueñaron de él y, sin darse cuenta de lo que hacían, siguieron imponiéndolo a título de lengua general. Cosa explicable por la gran semejanza de las dos hablas, la culta y la vulgar; y, además, confusión posible dada la inexperiencia fonética a la que me referí más arriba. Entonces, sí, por este equívoco, el quichua ortodoxo se convirtió en lengua generalmente hablada en todo el Incario o en todo lo que fue el Incario.

Consta por muchos testimonios que los predicadores de la fe cristiana recurrieron al arbitrio de imponer la lengua general -el quichua ortodoxo del Cuzco- para menesteres tan delicados como son los de la comunicación de una doctrina. De no ser así, ¿por qué los europeos se hubieran valido de este lenguaje para menesteres tan ecuménicos, si en vez de seguir imponiendo el quichua que lo creyeron generalizado o generalizable, pudieron imponer el español, toda vez que el quichua debió sufrir dolorosos y difíciles ensanchamientos lexicográficos e ideológicos, para alojar en su seno un inmenso lote de conceptos que antes no tuvieron cabida en el mismo? Pocos años después se dieron los españoles exacta cuenta del asunto, y notaron que no había ya tal lengua general, que ésta no pudo ser el quichua ortodoxo que ellos divulgaban, y que en caso de haber existido la lengua general, debió ser una lengua vulgar, un quichua corrompido, mixtificado en su léxico, en su fonética y en sus procesos sintácticos:

Por eso, el Sínodo Diocesano reunido en Quito en el año 1593, ordenó que se hicieran catecismos y confesonarios en las lenguas que se hablaban en las varias comarcas del Quito preincásico, y señaló, específicamente las siguientes: la de los llanos y la atallana, la cañar y la puruhá, la del Pasto y la quillacinga. Enumeró sólo éstas, sin correr un velo sobre otras más, pero al puntualizar las seis anteriores, señaló traductores que las conocían, nombrándoles para el trabajo de escribir o redactar dichos catecismos y confesonarios. La existencia de lenguas   —118→   -que así se designaba a los traductores o intérpretes- para seis hablas, indica la realidad: desengañados a los cincuenta años de experiencias ineficaces, los españoles renunciaron a creer en un quichua cuzqueño, como lengua vulgarmente hablada en todo el Tahuantinsuyo.

¿Significó la orden del Sínodo un forzado paso atrás en el movimiento lingüístico americano? Indudablemente que no. En el fondo, aquella decisión sinodal tradujo la intimidad de un suceso del que sólo ahora nos damos plena cuenta, al mirar en perspectiva las cosas de la Historia: al no haberse conservado una lingua franca, debido a su corto período de vida, o al no haberse convertido en semillero de otras hablas, como es lógico en todo proceso lingüístico, es decir, al no haber cobrado la impositiva vigencia que debía asumir, el quichua vulgar herido de muerte y desterrado por las circunstancias, languideció a la sombra creciente y próspera del quichua ortodoxo, que así cobró imperio por segunda vez.

Los testimonios de los misioneros son abundantes con respecto de esta imposición obligatoria, casi, del quichua cuzqueño, el único estudiado, el único escrito y el único técnicamente encerrado en gramáticas, al estilo renacentista, por los numerosos clérigos y frailes que se preocupaban con problemas de esta índole. Los primitivos habitantes del Quito que, por fortuna, no habían perdido el contacto con su pasado preincásico, parece indudable que volvieron al regazo de éste y, según nos deja ver el texto de la resolución sinodal, parece que con provecho: A lo menos así demuestran creerlo quienes detectaban el alma primitiva y, entre ellos, los misioneros y confesores de manera especial.

Por este lado del espíritu, o sea por el costado, del habla vernácula o por el costado filológico del mismo asunto, los cuzqueños no lograron calar, muy hondo en el Quito. En cambio, donde el habla del inca penetró profundamente, fue en la toponimia y en los dos anexos inseparables de ella: la zoonimia y la fitonimia. En estos terrenos se hallan tantas voces quichuas, que los cronistas y los historiadores se han desorientado, y su desorientación   —119→   ha puesto una valla a los estudiosos, durante mucho tiempo. Los generalizadores del quichua ortodoxo no tomaron en cuenta lo que estaba a la vista o lo que, gracias a ellos mismos, se nublaba; pues fueron soldados de avanzada en la faena de llevar de un lado hacia otro; voces de los diversos idiomas, trasegando lo propia de un recipiente en el recipiente contiguo.

Los misioneros fueron los más asiduos trabajadores de expansión de la lengua del Cuzco. Le dieron segunda oportunidad, y esta vez sin apoyo legal a autoritario, sin sanciones impuestas por el Inca, y sólo apoyada en los instrumentos lógicos definitivos, que prestan durabilidad a los idiomas, es decir realzada por la escritura, por la gramática y por los diccionarios. Esta clase de libros se escribió, con fervor insospechado, sea debido a la atracción de lo exótico, sea debido a la moda renacentista, sea debido al apostolado cristiano y a sus grandes afanes. Si los misioneros y predicadores de la nueva fe escribieron la lengua del Cuzco guiados del propósito de salvar a sus semejantes, sin quererlo salvaron también la vida de un habla que, si bien ha cambiado, contaminándose en la medida en que esto es impasible de evitar, todavía se conserva sin degenerarse ni alterar su estructura básica.

Y, no obstante haberse vuelto el quichua, por este medio, lengua general por segunda vez entre los siglos XVI y XVII, no se tornó lingua franca por nueva ocasión, pues fijada académicamente en diccionarios y gramáticas, adquirió mayor personalidad filológica y se destacó de entre las demás hablas que iban hundiéndose en la muerte. En cambio, la del Cuzco, ingresaba al recinto de las lenguas escritas con escritura fonética; se difundió en todo el Tahuantinsuyo, o, siquiera, en las regiones más importantes de él, con fuerza irresistible, hasta imperar en lugares donde antes no se asentó el poderío de los Incas, tal como sucedió en la región hoy colombiana del Tolima y en otras de la costa pacífica de Sudamérica.

El vigor del idioma quichua no se mostró sólo en la obra misional, según vemos abundantemente señalado en   —120→   todos los cronistas sino, además, en lo que puede llamarse el orden civil de la cultura y del mestizaje. Garcilaso de la Vega: trae el dato revelador, cuando nos dice cómo los trabajadores que iban: forzosamente a laborar las minas, al permanecer en dichos asientos por algún tiempo, aprendían con facilidad la lengua general, cobrando gran afición a la misma y difundiéndola cuando tornaban a sus lugares de origen:

«Pues hemos dicho y provado cuán fácil es aprender la lengua cortesana, aun a los españoles que van de acá, necesario es decir cuanto más fácil será aprenderla los mismos indios del Perú, aunque sean de diversos lenguajes; porque aquella paresce que es de su nasción y propria suya. Lo cual se prueva fácilmente, porque vemos a los indios vulgares, que vienen a la Ciudad de los Reyes o al Cozco o a la Ciudad de la Plata o a las minas de Potocchi, que tienen necesidad de ganar comida y el vestido por sus manos y trabajo; con sola la continuación, costumbre y familiaridad de tratar con los demás indios, sin que se les den reglas ni maneras de hablar, en pocos meses hablan muy despiertamente la lengua del Cozco, y cuando se buelven a sus tierras, con el nuevo y más noble lenguaje que aprendieron, parescen más nobles, más adornados, más capaces en sus entendimientos; y lo que más estiman es que los demás indios de su pueblo los honran y tienen en más, por esta lengua que aprendieron...»



Señala Monseñor. González Suárez que en la actual provincia del Chimborazo, antaño, se entiende en un antaño de hace tres o cuatro siglos, se hablaban tres lenguas: la puruhuá de los primitivos preincásicos, la cuzqueña de los dominadores peruanos y la aimará de los mitimaes sembrados en esas regiones por orden imperial. De las tres hablas, dos se han perdido del uso, siendo digno de notarse que una de éstas era, precisamente la vernacular. Lo propio ha llegado a suceder con el cañari, con el panzaleo y más hablas preincásicas del Quito y sus aledaños. Pero más digno de notarse es que un lenguaje   —121→   difundido e impuesto por la fuerza política de un formidable Imperio vivo, se haya vitalizado por segunda vez cuando aquel Imperio estaba muerto. He aquí uno de tantos hechos sorpresivos de la Historia, que resisten al análisis cientifista o positivo, y ante el cual debemos inclinar la cabeza.

En consecuencia, sobrevivió el quichua y, por lo que al Quito se refiere, aun en contra de los razonados y cuerdos motivos que determinaron al Sínodo Diocesano de 1593 a volver al empleo de las hablas vernáculas. Dicho empeño quedó frustrado por la fuerza interior de la realidad, no tan clara y lógica, a veces, en el mundo de los acontecimientos humanos. Este avatar segundo del habla cuzqueña deja en la luz ciertas hondísimas raíces étnicas y lingüísticas, raíces comunes que serían en tal caso algo más que una mera hipótesis prehistórica. Y, acaso, también el prequichuismo afirmado por el Padre Velasco y algunos cronistas anteriores a él, no haya sido otra cosa que la existencia, en grandes manchas geográficas, de un cierto tipo de quichua vulgar, de una lingua franca la cual, no obstante su desaparecimiento por el tremendo choque europeo sobre ella, fue el comienzo; el primer paso hacia la auténtica generalización del quichua ortodoxo ordenada por los Incas y realizada solamente por los españoles predicadores de la fe cristiana.