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ArribaAbajo Quito, punto de llegada

La ubicación material y definitiva de la ciudad de Quito, realizada con seguridad, en el corazón del Quito preincásico, fue marcada, en lo que al tiempo se refiere, el día 6 de diciembre del mismo año 1534. El prenombre de Santiago se cambió por otro, debido primero a la devoción y luego a razones personales, como la de agasajar al Marqués don Francisco de Pizarro, a quien Benalcázar debía un serio desagravio; el prenombre, digo, se cambió poniendo a la nueva urbe, asentada ahora con visos definitivos, bajo el patrocinio del seráfico fundador de la orden de los mendicantes.

En cuanto al lugar, la ciudad se levantó «en el sitio e asiento donde está el pueblo que en lengua de indios aora se llama Quito», según dice el texto del acta capitular del 28 de agosto, celebrada en Santiago; o como más claramente dice una Relación publicada por el erudito chileno José Toribio Medina: en donde se había hallado «una fuerza grande de cavas, hechas a mano por los naturales, para defenza de los indios de guerra», y, además, porque entre las cavas encontraron los españoles   —202→   «muchos tambos y casas en las cuales había mucha comida de todo género y mucho ganado de ovejas de la tierra y mucho ropa y muchas pallas e indias ofrecidas al sol».

Pero, ¿qué sucedió desde el 15 de agosto hasta el 6 de diciembre? Me atrevo a proponer esta pregunta porque es indispensable llenar el promedio, reconstruyendo los sucesos con el auxilio de las actas capitulares y con la crítica de las mismas, apoyadas en la eurística y en el sentido que las cosas nos ofrecen de por sí. Es indudable que hay dos fechas extremas donde aparecen Santiago de Quito, en la una, y San Francisco de Quito, en la otra, dejándonos entre ellas ciertas lagunas y algunos datos. Lagunas que corresponden, sin duda a los días del desplazamiento material de los moradores de la primera urbe hacia la segunda. Y datos tan importantes como los que constan del acta capitular del 28 de agosto de 1534, en la cual se ordena la fundación de un nuevo pueblo -siempre la idea capital de poblar-, acta cuyo carácter veré después; o como los datos que directamente no constan de actas, pero en ellas se traslucen, tales ciertos cambios de alcaldes y regidores acaecidos después del 19 de agosto y antes del 28; o, finalmente, como los datos que se encuentran claros en la Relación publicada por Medina, y a la cual hice referencia en la cita anterior, Relación que nos cuenta el modo cómo una vez «concluídos los negocios de Alvarado, se despobló el pueblo... y salió de allí el capitán Benalcázar con toda la gente que le quedó... no dejando allí sino a los impedidos y enfermos».

Como en el campo de las matemáticas, procederé aquí con criterio lógico adecuado, a despejar una a una las varias incógnitas que ofrece este complicado problema, visto con suma insuficiencia, sea desde un lado o sea desde otro, según se quiera manifestar primordialmente la idea de la prioridad de Quito o la de Guayaquil. Los datos conocidos, tal como ocurre en álgebra, nos ayudan a dar forma y límite a los desconocidos, a condición de que no se rompa la cadena de los razonamientos inferentes, y de que lo encontrado no rebase la calidad esencial   —203→   ni el género -de los antecedentes. Y, en primer término, afrontaré el enigma del cambio operado en el cabildo, después del 19 y antes del 28 de agosto, según hace notar Jijón en su Sebastián de Benalcázar. Las actas no dicen expresamente pero reflejan dos sucesos importantes. El primero de ellos fue la llegada de un alcalde mayor que, al propio tiempo tenía título de escribano real; y el segundo, el ensanchamiento de la población con las consiguientes modificaciones jurídicas y políticas en el vecindario. Veré ambos, en seguida.

El Derecho Indiano, entre cuyas disposiciones pasan los historiadores como sobre ascuas, para no quemarse las manos, cosa no tan grave como quemarse las pestañas, el Derecho Indiano que siempre es soslayado por los historiadores a cuenta de que fue acatado pero no cumplido, ese Derecho Indiano que si fue cumplido y puntillosamente observado, hace distinciones precisas, y una de ellas es la siguiente: establece diferencias entre alcalde ordinario y alcalde mayor, siendo el primero electivo y cadañero, encargado de la función de juez en lo civil y en lo penal, a más de representar en persona la función ejecutiva dentro de la jurisdicción municipal; mientras que el segundo, designado por el Rey o por el Virrey, representaba una especie de justicia mayor, y asumía el papel de corregidor provincial o de gobernador, según el caso, durante tres o cinco años en el desempeño de este cargo.

Ahora bien, a los pocos días de erigida la población de Santiago de Quito, para ser exacto en el mismo día 28 de agosto, fue recibido por el cabildo el alcalde mayor Juan de Espinosa, en quien se reunía al propio tiempo la calidad de escribano de su Majestad. ¿Por qué apareció este personaje en funciones públicas el precisa día en que se redactaba otra acta, gracias a la cual se declaraba fundada la villa de San Francisco de Quito? ¿Por qué solemnizó con su presencia, esta segunda acta, firmándola en calidad de escribano? ¿Por qué se le designó regidor de la nueva villa, siendo alcalde y de los de calidad real? He aquí algunos hechos que se reflejan sumariamente en las actas incompletas, porque eran hechos   —204→   naturales cuyo proceso previo no necesitaba ser referido, pues quedaba implícito en el ánimo de todos los vecinos, pues sabían la génesis y la significación de los mismos, por inveterada usanza.

Para intuir la calidad con que llegó investido Juan de Espinosa en una hora tan oportuna, recordaré otra distinción fijada también en el Derecho Indiano, en el Libro Cuarto y por extenso, sobre las urbes que al modo hispánico, se iban fundando o se habían establecido ya en el Nuevo Mundo. Allí se distinguen los siguientes tipos de urbes: ciudades metropolitanas, ciudades sufragáneas, villas y asientos o lugares. Dejaré para poco después las condiciones que, en lo atinente al número de alcaldes y de regidores, iba aparejado a cada una, de éstas; pero destacaré lo que en este caso merece ser destacado.

En el Perú no se creyó, desde la primera hora, que fundar urbes en los territorios del Quito era pequeña cosa, se palpó la importancia de ello y, por eso, Pizarro no dejó abandonado a Benalcázar, sino envió a Diego de Almagro, como gobernador y adelantado, primeramente, y, después, despachó nada menos que a un funcionario representante de la persona misma del Rey, es decir a un alcalde mayor, Juan de Espinosa, con el premeditado fin de dar lustre y prestancia social y legal a lo que debía suceder, imprimiendo a los hechos fundacionales una calidad distinguida, pues las urbes en trance de erigirse lo exigían así, de acuerdo con el empeño puesto por la penetración española en nuestras regiones. Entonces, resulta muy secundario que un alcalde mayor, investido al mismo tiempo de la calidad de escribano real, designe como simple villa secundaria, también al parecer, a una fundación, a la que su misma presencia otorgaba excepcional categoría en ese preciso momento.

El segundo hecho al que debo referirme es el de ciertos cambios introducidos en el orden institucional y administrativo de Santiago de Quito, cuyo primer cabildo quedó modificado, y el seno del mismo se acrecentó con varios nombramientos, cuya importancia se sintió en esos días. Algún historiador supuso que ello se debía a disconformidad con la política de Almagro y a varios descontentos   —205→   surgidos en el comienzo de la vida urbana nueva. Algo hay de verdad en esta afirmación. Pero es mucho más legítimo considerar las cosas desde el fondo de las mismas y atenderlas en su importancia esencial. Entonces, debemos pensar en un hecho olvidado: el número de moradores de la pequeña urbe se acrecentó notablemente con la hueste de Alvarado deseosa de buscar sitio propicio en la nueva tierra, corriendo cualquier aventura, antes que volver por el mismo camino o por otro distinto.

Cuando un gran torrente llega de improviso y entra en un lago qué mantiene su nivel normal, se origina una conmoción y las aguas se sacuden al acrecentarse el caudal produciéndose, en consecuencia, agitaciones internas y cambios en la superficie. Eso mismo ocurrió en el seno de la ciudad incipiente. El incremento poblacional tenía que reflejarse en la superficie administrativa tanto como en la hondura de la institución capitular, del modo como nos dejan entrever las actas primitivas.

Era natural que aumentando el número de moradores, los problemas se complicaran, las necesidades adquirieran un ritmo acelerado -no importa el número de días de funcionamiento del cabildo-, y se volvieran urgentes las medidas reformatorias. Hubo cambios y debió haberlos; como también creaciones y reacomodaciones: eso era natural. Lo que se nos vuelve fácil pensar, ahora, al saber que Almagro, por esos días tenía mayor interés en tornar hacia el sur, a las tierras de sus sueños, a las de Chincha, sobre las que constantemente echaba la vista, con más interés y tenacidad al saber que Juan Fernández, piloto a órdenes de Alvarado, exploraba las costas del país tan apetecido.

Luego después despejaré las varias incógnitas contenidas en la entraña del acta fundacional de la nueva urbe, a quien se da en dicho documento el trato de villa, antepuesto al nombre de San Francisco de Quito. Para lo cual transcribiré las partes sustanciales de cada acta, antes de analizarlas como debe una persona que busca en el Derecho la expresión de la vida. Dice el documento:

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»En la cibdad de santiago a veynte e ocho días del mes de agosto... En presencia de mi gonzalo diaz escriuano de su magestad e escriuano publico i del concejo desta cibdad... que se funde e pueble otro pueblo de mas desta dicha cibdad por que dello su magestad sera muy seruydo por tanto quel (Almagro) en nombre de su magestad y del dicho señor gouernador don ffrancisco pizarro... ffundava e fundo otro pueblo en el sytio e asyento dondesta el pueblo que en lengua de yndios aora se llama quyto questara treynta leguas poco mas o menos desta cibdad de santiago, al qual puso por nombre la villa de san ffrancisco. La cual dicha fundación dixo que hazia e hizo en nombre de su magestad e del dicho señor gouernador con tal condición e aditamento que su magestad o el dicho señor gouernador en su rreal nombre lo aprueve e que pareciendole a su señoría o a el en su nombre que la dicha villa de san ffrancisco se debe mudar o poner en otro sytyo en su comarca lo muden y pongan en el lugar e sytyo mas conbyniente por que al presente a cabsa de ser la tierra nuevamente conquistada e pacifica no se a visto ny tiene esperyencia de los sytyos donde mejor pueda estar la dicha villa...

»E luego el dicho señor mariscal en el dicho nonbre de su magestad y del dicho señor gouernador aviendo ffecho la dicha fuundación segund e de la manera que dicha es, dixo que por que la dicha villa sea vien rregida y de la justicia de su magestad admynystrada en ella como conviene a su rreal servicio que en el nonbre de su magestad e del dicho señor gouernador en su rreal nonbre nonbraba e nonbro por alcaldes hordinarios de su magestad al capitán juan de anpudia e diego de tapia e por rregidores a pedro de puelles e juan de padilla e rrodrigo nuñez e pueda dañasco e alonso hernandez e diego maryin de utrera e juan despinosa e melchor de baldes...

»Dixo que les dava poder conplido tal qual de derecho en tal caso se rrequyere con todas sus yncydencias e dependencias e por (que) el dicho señor mariscal   —207→   e por su mandado lo ffirmo juan de espinosa scriuano de su magestad e alcalde mayor en estas provyncias de quito por su magestad...



Nótese, en primer término, la siguiente dualidad: se declara que interviene Gonzalo Díaz (en presencia de mi gonzalo diaz escriuano...) como actuario del acta y, al final de la misma, firma y refrenda lo actuado Juan de Espinosa, a quien se nombra regidor del nuevo cabildo, en su doble carácter de alcalde mayor y de escribano de su majestad. ¿Quedó, por ello, insolemne o sin cumplimiento lo actuado? De ningún modo. Luego, era hacedero y usual. Como hacedero y usual fue que Gonzalo Díaz actuara, firmara y convalidara el acta fundacional del 15 de agosto de 1534, por la que se creaba la ciudad de Santiago de Quito. El lector notará, antes de seguir adelante que, para fundar una ciudad, que es más, sólo actuó el escribano presente; y para fundar una villa; que es menos, actuaron de consuno dos escribanos, uno de los cuales fue recibido ese mismo día en el seno del cabildo de Santiago, que en seguida fundaba el cabildo de San Francisco, fue recibido, repito, en calidad de alcalde mayor.

El texto del acta fundacional que antecede, en cuanto al estilo y a la forma o formulismos legales empleados en ella, no es diverso del usado en el acta fundacional de Santiago. Pero el documento de erección de San Francisco de Quito incorpora novedades para la curiosidad del investigador, novedades que en el ánimo de aquel cabildo y de aquel incipiente vecindario, no debieron ser tales. Destaco en primer término la diferencia que anoté más arriba, o sea la función de un actuario egregio, que no pone entre paréntesis su más alta calidad, sino que une las dos concurrencias en su cabeza: alcalde mayor y escribano del Rey.

Luego, en segundo lugar, la novedad de que San Francisco, aun cuando se llame villa, pocos días después de haber sido designada Santiago como ciudad, no tuvo la importancia menoscabada que algunos historiadores han querido encontrarle ahora, al cabo de cuatro siglos.   —208→  

Pero antaño, este menoscabo de preeminencias no cupo en mente alguna, si consideramos la importancia que entonces se concedía a los formulismos. Regatear la calidad preeminente que tuvo y demostró San Francisco en lo político y en lo administrativo, tanto como en lo social y en lo geográfico, sólo por el empleo del cognomento de villa usado desde el 28 de agosto hasta algún tiempo después, demuestra que no se sabe leer en los sucesos o entre las líneas de los textos con la lente de la crítica interna; pone de manifiesto que no se está al cabo de la psicología española de aquellos siglos, y manifiesta que ciertos historiadores a los que aludo no se hallan informados sobre el trámite y el modo cómo ocurrían las cosas de la penetración española en nuestra tierra.

El acta capitular del 28 de agosto funda un pueblo llamado villa de San Francisco, determinando con precisión el sitio geográfico donde se edificará y señalando la distancia que media entre dicha futura villa y la actual ciudad de Santiago. Pero, casi en seguida, se habla de trasladar San Francisco, sin decir con fijeza a dónde. Sin embargo hubo traslado. ¿Qué duda cabe? Pero: ¿cuál fue la urbe trasladada y hacia dónde? Íntegramente se trasladó Santiago de Quito a la posición prevista para San Francisco de Quito, según nos dicen documentos, hechos o realidad sin réplica.

El suceso incuestionable, irrebatible, porque es material y duradero, fue que del acta fundacional no salieron dos pueblos, sino que de las actas fundacionales del 15 de agosto y del 28 del mismo mes y en el año de 1534, salió un solo pueblo llamado la villa de San Francisco, borrándose de la superficie histórica para siempre, la ciudad de Santiago. De este claustro materno salió la villa, pero con todo el contenido humano e institucional de la ciudad madre. Curiosísimo acontecimiento, operable sólo en el universo histórico, en donde se puede ver el nacimiento de un ente salido de otro que muere, pero sin dejar despojo material como ente difunto.

La evaporación de Santiago de Quito demuestra una verdad: que en la mente de los fundadores y vecinos, de los conquistadores y soldados, de los aventureros y de los   —209→   que buscaban afincarse en lugar propicio, Santiago fue el primer paso en el camino hacia Quito -hacia el Quito audiencial y republicano-, el primer peldaño en el ascenso histórico hacia el dominio de la montaña fría, la primera instancia legal opuesta a las pretensiones de Alvarado y a sus planes expansionistas. Pues la aspiración de Benalcázar y de sus primeros seguidores hacia más al norte, o sea el empeño de lograr ciertos propósitos acariciados desde Centro América -en los días del largo cavilar sobre la unión de los dos océanos-, era el de erigir una urbe en sitio geográfico a propósito para largas empresas posteriores.

Nosotros, los civilizados usufructuarios, los que medramos como hongos parásitos de las ciudades cómodamente instaladas en lugares privilegiados, hemos perdido el maravilloso don de orientarnos sobre el complicado mundo geográfico. El hábito de ver calles numeradas y nominadas y el de tener las habitaciones en sitios bien determinados, ha destruido en nosotros ese instinto casi indefectible que hizo al hombre de aventura acertar con el sitio donde radicarse y construir su morada. El campesino de hoy conserva todavía algo de ese instinto, pero el aventurero del Renacimiento, como el griego de la expansión mediterránea y el romano de la penetración nórdica, encontraron con fijeza sitio a propósito para fincar sus aspiraciones. Ruego al lector que revise atentamente el mapa de Europa y compare muchas de las actuales denominaciones con los sitios ocupados antaño por las huestes romanas o, más precisamente, con las regiones donde acampaba Julio César, a fin de que tenga una idea precisa de lo que digo.

En la razón de los fundadores estuvo, primordialmente, ocupar con la urbe, sea de la calidad que fuere y tenga la denominación que tuviere, el mismo sitio que ocupa la actual capital del Ecuador. Era dicha tierra, según lo echaron de ver en seguida, un punto de llegada, señalado ya con anterioridad por otros tipos humanos que también vagaron por las selvas, trasmontaron las cordilleras o arribaron a ese lugar privilegiado donde se alojaron para siempre. Debemos pensar que los españoles   —210→   de Benalcázar no hicieron sino imitar a los antiguos grupos migradores, a fin de comprender la seguridad humana, la precisión material y la ventaja geográfica implicada por aquello.

En consecuencia, al estatuir en el acta del 28 de agosto que la nueva población de San Francisco debía peregrinar hacia el norte, buscando sitio apropiado en donde radicarse, se pensaba en la ruta que al día siguiente habría de emprenderse, ruta en la que se empeñaron no sólo los recién llegados europeos, sino en la que se habían empeñado ya, y esto es lo importante, los primeros vecinos de Santiago. Nadie permaneció en una ciudad cuya vida estaba subordinada a la existencia del propio, del futuro, del auténtico y actual conglomerado que se denominaba con una palabra vieja, nueva y perenne: Quito.

No descuento la posibilidad de pensar en otra realidad, dable también, si consideramos atentamente el Derecho Indiano. Las urbes se crearon, desde el principio, con carácter jerárquico y no casualmente o de manera anárquica, según afectan creer algunos historiadores de las cosas americanas. Desde el comienzo los fundadores -que no hacían sino acatar viejas disposiciones del Derecho peninsular en lo que miraba a erigir urbes- tuvieron en lamente el plan seguido por la política de Castilla en la reconquista de las tierras españolas a los mahometanos. Este plan tenía un ordenamiento que comprendía: ciudades metropolitanas, ciudades sufragáneas, ciudades secundarias que dependían de las anteriores, villas dependientes de las ciudades. En América se agregaron dos tipos más: asientos o lugares, y reducciones o villas de primitivos americanos. En Hispanoamérica una estrecha jerarquía iba atando y relacionando unas con otras las diversas fundaciones.

Al fundarse la ciudad de Santiago se pensó, y esto no lo vemos textualmente dicho en las actas, pero aun cuando las actas callen se pensó en fundar una ciudad sufragánea de otra metropolitana. La presencia de Almagro, con los poderes otorgados por Pizarro, así lo demuestra. Al fundarse, a su vez, San Francisco se pensó, sin duda   —211→   alguna en erigirla dependiente de Santiago. Pero también las actas callan. Sin embargo nos es permitido, hasta cierto punto, suponer aquello al notar cómo el mismo escribano que nomina ciudad a Santiago, interviene en parte a fin de que San Francisco sea designada villa. Pero al fundirse Santiago en San Francisco, se estropeó el plan y quedó el problema de pie, filudo, ambiguo, bifronte, demandando y excitando nuestra curiosidad a resolverlo.

Y aquí viene el turno a la incógnita mayor. ¿Por qué San Francisco se llamó villa en el acta fundacional, y por qué su cabildo solicitó, años después, una real cédula con el fin de llamarse ciudad? ¿Qué inexplicable o muy explicable pretexto determinó a los fundadores a inferiorizar San Francisco frente a Santiago? Ante todo, es preciso volver otra vez al Derecho Indiano, al Libro Cuarto, Título VII y ley segunda. Allí tenemos lo que desde muy antaño, se sabía y se practicaba con relación a las urbes y sus cabildos. Leamos aquellas disposiciones y sabremos que las ciudades metropolitanas habían de tener dos alcaldes ordinarios, un alcalde mayor y doce regidores; que las, ciudades sufragáneas habían de tener dos alcaldes y ocho cabildantes o regidores; y que las villas y los lugares con alcalde ordinario, tendrían solamente cuatro regidores. Más tarde, y en tiempo del emperador Carlos V, este soberano levantó él número, de cuatro a seis.

Veamos, ahora, lo sucedido en la fundación de Santiago y, luego después, lo que el cabildo de ésta dispuso sobre el cabildo de San Francisco. Escrito está, y no hay sino que leerlo. Pero resulta, que, infinitas veces, los lectores no saben leer. El más inepto en cuentas sabe cuántos son dos y cuántos son ocho. Y si leemos las actas fundacionales, primero la del 15 de agosto y, después, la del 28 del mismo mes, nos damos con la grata sorpresa de que la ciudad de Santiago y la villa de San Francisco nacieron con dos alcaldes ordinarios y con ocho regidores, por igual.

Sin embargo, a favor de San Francisco hay la pequeña diferencia de un alcalde mayor que atestigua el nacimiento   —212→   de dicha villa e integra, como regidor, el primer cabildo de la misma. Villa, realmente villa, con ocho regidores y dos alcaldes, resultaba para el Derecho Municipal español, tanto como para el Derecho Indiano, algo inusitado, algo que demandaba una explicación que las actas persistieron en no dar. En el orden institucional -y ya sabemos que lo institucional es infinitamente más que lo nominal- Santiago y San Francisco se equipararon, valían lo mismo y sus dos cabildos en nada se diferenciaban. ¿Por qué, pues, el inesperado cognomento de villa para la segunda de estas urbes?

Seguramente se apelará al infalible argumento de la ignorancia y del analfabetismo de los soldados conquistadores. Pero, sin duda, siquiera en esta ocasión no es dable que lo aceptemos, debido a la presencia de dos escribanos de su majestad. La corona de España previó los errores de Derecho, y también los errores de hecho que se podían cometer y las arbitrariedades en que incurrirían los hombres de espada y, por eso, en cada caso, acompañaba o, si se quiere, lazarillaba a los hombres de armas con la asistencia ineludible de los escribanos.

Estos, a su vez, iban encarrilados por el Derecho que estudiaron antes de seguir la carrera notarial. Los escribanos de ese entonces y aun los de siglos antes, en España, eran, como hoy diríamos, escribanos de carrera. Luego, no podemos aceptar el lugar común que asegura la ignorancia de ellos en materia de formulismo y de procedimientos legales, tanto de Derecho Privado como de Derecho Público. Eran personas letradas en el cabal sentido de la palabra y, por tanto, sabían muy bien lo que hacían. Y en el caso concreto al que me refiero, si admitiéramos la ignorancia de Gonzalo Díaz -cosa muy poco probable-, no podríamos admitir, conjuntamente la del otro escribano, Juan de Espinosa, persona honrada con el cargo muy visible de alcalde mayor.

Tenemos argumentos irrefutables para convencernos de que las cosas en materia fundacional no sucedían al acaso ni al antojo de los capitanes. Citaré uno solo. Giménez de Quezada no era un iletrado ni un vulgar soldadote del montón. Era un distinguido señor de letras,   —213→   de muchas letras universitarias y de alto calado mental. Pues bien, cuando llegó a la planicie de la futura Bogotá -o Santa Fe, en donde encontró la casual convergencia de las expediciones descubridoras, partida, la una desde Tierra Firme o Venezuela y la otra, desde Quito, hizo valer diplomáticamente sus derechos ante ellas. Convenció a sus competidores de la prioridad que le asistía para fundar ciudades; pero en materia de formulismos, no acertó a hacer las cosas ni tuvo, por lo visto, la mala idea de realizarlas al acaso.

Por su calidad de letrado, seguramente, no se le dio escribano que le acompañara en la expedición; mas, las aficiones del caudillo; a pesar de sus títulos universitarios, iban por otro rumbo. Inteligente como era, luego de consultarlo bien, halló el consejo necesario en los labios de Sebastián de Benalcázar, ducho ya en materia de fundaciones, por haber intervenido en dos y, acaso, en tres de ellas. He aquí el ejemplo de un letrado, capitán valeroso, hombre de prestigio, que no se atreve a violar los procedimientos y prefiere, sensatamente, seguir los dictados del que conoce los recursos de notaría, siempre complicados y propios del especialista. Demás está decir -que en Bogotá o en Santa Fe las cosas salieron bien conformadas al uso o al Derecho.

Hay algo más en el caso de San Francisco. ¿Por qué se mandó un alcalde mayor a Santiago, cuando el Derecho Indiano en la misma ley citada ya, ordena que tal calidad de alcaldes los habrá únicamente en las ciudades metropolitanas? ¿Se violó, por este motivo, el Derecho cuando se recibió a Juan de Espinosa en el cabildo de Santiago y se le permitió intervenir en la fundación de San Francisco, de cuyo cabildo llegó a formar parte? Indudablemente que nadie pretendió perpetrar ninguna violación de la ley. ¿Se quiso sobreestimar de modo especial a la nueva San Francisco? En este caso, a pesar de la solemnidad que daba la presencia del alcalde mayor, no se habría asentado en el acta una violación del Derecho.

De otra parte: ¿se pensó, realmente, erigir a San Francisco en un rango más modesto que a Santiago? Seguramente   —214→   que no, pues no se habría hallado presente, de modo oficial, un alcalde mayor en dicha fundación. He aquí, pues, un nudo de contradicciones legales que se nos vuelve casi imposible desatar. Aun cuando sabemos que, de hecho, Quito fue algo más que una villa, algo más que una ciudad sufragánea; fue la cabeza de una organización importante, ya se la considere desde el punto de vista de la jerarquía, o ya se la mire desde el plano institucional o social; tuvo organización e importancia tal, que la situaron en condiciones de urbe audiencial y episcopal, a poco de fundada, condiciones que la determinaron a rebasar su mera condición de villa, desde los primeros días de su existencia política.

No hay que llamar error o ignorancia a la erección de San Francisco en la mera calidad de villa. Es necesario apelar a ciertas situaciones extrajurídicas si se quiere resolver el problema. Y una de esas situaciones residía, muy discretamente, en el ánimo cauteloso de Benalcázar. Fue este capitán, sin duda alguna, quien interpuso todas sus habilidades hasta conseguir que Quito fuera designada villa y no ciudad, con el fin muy político de adoptar una postura que le resultara cómoda y nada peligrosa ante los dos rivales presentes, Almagro y Alvarado y, sobre todo, ante su lejano y más temible rival, don Francisco Pizarro, señor de toda la extensión descubierta en esta zona del Mar del Sur.

Por eso, el acta de la nueva fundación de Quito, bautiza a la población con el patronímico del señor Marqués y, a cada paso, le nombra con pasmosa insistencia, sea claramente, sea designándole con el título de señor gobernador. Hasta ese día, los sueños de Benalcázar por gozar de gobernación propia, si bien activos y poderosos, se mantuvieron en lo más profundo de la conciencia. A partir del 28 de agosto de 1534, tales sueños salieron a flote y no se emboscaron más, hasta lograr el objetivo. Quito llamada ciudad, despertaría suspicacias. Quito llamada villa, alejaría toda sospecha. No se puede pedir más cautela a un soldado de la conquista.

Pero queda un último nudo por desatar, o una última incógnita por despejar. ¿Por qué, años después, el cabildo   —215→   quiteño solicitó y obtuvo del Rey una cédula real, en virtud de la cual dejara de llamarse villa de San Francisco y comenzara a designarse con la denominación de ciudad, que le correspondía? Funcionaba como tal. Jurídicamente se hallaba en el plano de ciudad sufragánea, históricamente había rebasado estos límites y era cabeza de una región importante. Por lo mismo, el Rey, mirando a lo legal del pedimento, no dudó en acceder a lo demandado y, sin demora alguna, llamó ciudad a la villa que, institucionalmente, funcionaba desde el comienzo como ciudad.

Lo que no aparece claro en los papeles es el móvil de los cabildantes de San Francisco al pedir una cosa que, de suyo, estaba concedida. Sin embargo, si recapacitamos por un momento sobre el valor que en esos siglos tuvo la fe pública respaldada y defendida por los instrumentos legales, encontraremos allí la razón de tal pedimento. Nuestros mayores, por sí mismos, no tuvieron capacidad para rebasar lo escrito en acta tan solemne como es un acta fundacional; y, por ello, acudieron a la fuente viva del Derecho en aquel tiempo, es decir acudieron al Rey por una declaratoria que, en el fondo no era tal, sino una simple rectificatoria que a Quito le correspondía de hecho y por justicia.



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ArribaAbajo Quito, punto de partida

Unos pocos encuentros bélicos, la derrota sucesiva de los jefes lugareños y el cuadro de grandes poblados entregándose de paz a los nuevos invasores, sea por cansancio de la guerra o por poca afición a sus propios caudillos: he allí el final poco lucido del viejo Quito, después de los actos fundacionales de Santiago. El comedio entre el 28 de agosto y el 6 de diciembre se llenó con estas actividades del hombre de pelea y con la peregrinación total de una ciudad en busca de su nuevo y firme asiento, donde la hueste de Benalcázar acrecentada con la de Alvarado, se transformaría de bélica en sedentaria, de guerrera en descubridora y fundadora. La misma escena en diverso escenario: o sea la vida labrando el cauce por donde fluir naturalmente, la vida que se desborda y peregrina hasta hallar tierra propicia.

La solución que en el acápite anterior he dado al problema de San Francisco, pecaría de simplista y de superficial, si es que en aquella ansiedad de abrirse al futuro, de buscar aventuras o de asentarse en tierra buena, hubiera protagonizado Benalcázar exclusivamente.   —217→   Pero he aquí una persona masiva, múltiple de cuerpo, pero unánime; he aquí que es ella la auténtica protagonista, porque la ansiedad era común a todos o a la mayoría del séquito que transitaba en pos de un remanso hogareño que al mismo tiempo fuese un lugar firme, desde el cual la existencia vehemente se permitiera dar saltos frecuentes y audaces sobre lo ignoto y lo maravilloso. Hogar para descansar, para trabajar, para soñar y caminar: eso buscaba aquella persona unánime y multánime. De allí el papel específico de Quito desde esos días en adelante: servir de punto de partida para arremeter contra lo soñado o lo larga y prolijamente fabulizado. El punto de llegada se convierte, al cabo, en estación de partida.

El 6 de diciembre de 1534 no se asentó únicamente el cabildo, como una ave migratoria en su nido definitivo. Sobrepasando este cobijo de la tierra propicia a los logros de la paz, en seguida comenzó la apertura hacia los cuatro frentes de la geografía y hacia los mil frentes de la ilusión. Y esto se vuelve notable en el hecho de que los hijos de la urbe naciente, los hijos primogénitos, aún no bien aclimatados al vecindario, comenzaran a marchar con una prisa que nos pasma, unos a la fundación de urbes junto al mar, otros a descubrir nuevos hombres, y nuevos caminos para adelantarse hacia el norte, éstos a la creación de asientos mineros en el sur, aquéllos a soñar nuevas fábulas realísimas en las selvas del oriente.

Y esta cuádruple apertura no causó, con tantas sangrías, la mengua o el detenimiento histórico de San Francisco, imperturbable ya en su sitio y al mismo tiempo muy puntual en el señalamiento de múltiples caminos sobre el futuro. Quito no daba albergue únicamente al vecindario, sino que también sugería muchos motivos con que impulsaba a seguir viviendo al modo heroico, echando fuera de ella a los hombres, con lo que se acrecentaba geográficamente desde los primeros días. San Francisco tuvo el acierto de crecer, al mismo tiempo, como urbe y como región. Y, principalmente, como región, dando muestras de una vitalidad extraordinaria.

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Debe el historiador detenerse lo más largamente posible en esta consideración fundamental: Quito, a partir de 1534 fue el centro geográfico desde donde se hizo la unificación del territorio ecuatoriano, unificación frustrada por las poderosas invasiones de Túpac Yupanqui y de Huaynacapac, repuesta fugazmente casi un siglo después por la reconquista de Atahualpa, vuelta a eclipsarse con la llegada de Francisca Pizarro y, por fin, reiniciada de manera definitiva, para durar y constituir la base física de nuestra actual posición histórica y política, a partir del año señalado y por obra de Benalcázar y de sus cooperadores.

El Ecuador pertenece a aquel número de entidades nacionales configuradas desde un centro de radiación, entidad que de algún modo podría calificarse de centrífuga, pues fue haciéndose, no por ensanchamientos naturales parejos o disparejos, sino en virtud de una complicada y normal integración; presidida por una idea central que, si no la hallamos expresada en las actas capitulares, la sentimos alentar detrás de ellas, sosteniéndolas y dirigiéndolas.

Hay un hecho muy importante, apenas señalado en su auténtico sentido, hecho que se lo ha vista en un rol peronalista, como de mera oposición a la persona y a la política de Benalcázar. Tal hecho es la inocultable polémica desatada entre dos bandos -y cómo no iban a presentarse apenas fundada el cabildo, si se trataba de discutir el modo y el tiempo de lograr los fines largamente perseguidos-, el uno que se oponía a la inmediata realización de descubrimientos, y el otro afanado porque se saliera de aventuras a renglón seguido del establecimiento de San Francisco en su nuevo territorio. Ninguno de los bandos era opuesto a la aventura, les separaba únicamente el plazo en que ésta debía cumplirse.

El problema es agudo, a todas luces, y más cuando se trata de una población que podía desampararse o liquidarse por mengua o por falta de vecinos, mientras éstos anduviesen de conquista o de expedición en lejanos parajes. No se trataba, pues, sólo del principio angular de la penetración española: o sea de aquel según el cual conquistar   —219→   es fundar y fundar es poblar. No. Se trataba de algo de mayor alcance. Quiero decir que en el ánimo de Sebastián de Benalcázar y en el de sus principales colaboradores -fuesen éstos vecinos de llana condición o cabildantes- estuvo fija la idea de la simultánea radiación de Quito hacia los cuatro puntos cardinales.

Si se atiende el rumor disperso, difuso en las actas capitulares de los primeros meses de San Francisco, se nota que en algunos vecinos de la urbe se manifestaba cierta alarma, justificable desde luego, por la salida de los pobladores hacia parajes remotos o desconocidos. Pero esta movilización se ve que no constituía razón de mayor alarma entre los vecinos, dada la facilidad con la que, entonces, las gentes europeas solían desplazarse sobre el suelo americano y llenar los vacíos donde quiera se produjesen. Lo grave del caso radicaba en la reiterada separación no sólo de vecinos, sino de alcaldes, regidores y personas que daban solidez al vecindario; quienes de manera organizada, marchaban en varias direcciones; lo cual en el estado en que se hallaba la urbe podía causar graves males.

En el criterio de los adversarios de Benalcázar o de su plan expansionista, aquella significaba el aniquilamiento del cabildo y el fin de una empresa llevada a término con tanto esfuerzo; o la liquidación de la paz que muchos codiciaban luego de tan sostenidas campañas. Pero había más: en el sesudo y asentado modo de pensar de los españoles de aquel tiempo, una urbe que servía sólo para adelantar descubrimientos geográficos o penetraciones de aventura, no era ciudad ni era villa, sino apenas un mero y simple asiento. Estas sensatos vecinos se oponían a que San Francisco, la recién fundada San Francisco descendiera de su nivel.

Pero la idea de Benalcázar y de sus cooperadores fue otra, totalmente diversa de la de los pusilánimes o incapaces de anhelar un porvenir lucido y ambicioso. Estos buscaban, apenas, una tranquila, una modesta paz de vecindario bien avenido. Y, en cambio, los otros, hombres de aventura y de corazón grande, de imaginación y de coraje, anhelaban más proezas, más ensanchamientos y   —220→   dominios grandes. Lucharon y se impusieron, al fin, anteponiendo a toda otra consideración la idea que les poseía: salvar a Quito del aislamiento y reunir en torno suyo un territorio amplio y adecuado, un territorio que le diera prestancia histórica y le permitiera ostentarse ante el Monarca español como una región digna de consideraciones y de privilegios. En este plan pudo entrar, y de hecho entró, el deseo que guiaba a Benalcázar a procurarse gobernación propia; pero ello en nada mengua la verdad de que había un plan puesto en camino de realizarse, apenas llegó a su término la peregrinación de San Francisco y su cabildo.

Y otra verdad que es necesario añadir fue la siguiente: el caudillo, por más energía que derrochara, no cubrió todas las etapas de su propósito complicado y firme. Una parte de dicho plan logró realizar con su fuerza personal, otra fue llevada a término por Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, precisamente porque éstos coincidían con el empeño interoceánico de Benalcázar. La primera etapa del propósito consistió en la salida al mar, y el objetivo alcanzado fue la fundación de Puerto Viejo y después la de Santiago de Guayaquil. La segunda consistía en caminar hacia el norte, y el resultado obtenido fue la penetración en el Cauca y la fijación de los límites septentrionales de la futura Real Audiencia. El tercer empuje fue lanzado hacia el sur, y el éxito que mediata, pero positivamente logró, fue el de abrir los ojos a Lima sobre la urgencia de erigir las ciudades de Loja y de Cuenca. El cuarto afán, que no por mentado al fin, deja de ser coexistente con los otros tres, y era tal vez el primordial, marchó a explorar la selva tórrida, buscando fervorosamente el hinterland sudamericano, y el triunfo más que fabuloso consistió en el hallazgo de la ruta interoceánica, ansiada, soñada y perseguida desde los días de la penetración en el Darién y del descubrimiento de la Mar del Sur.

Si volvemos la atención sobre estos hechos, aparentemente dispersos, pero en realidad conexos y centrados en una sola idea, no obstante su falta de sincronía, debemos aceptar sin reservas un suceso extraordinario en la   —221→   integración geográfica de las naciones. El suelo, elemento material y hasta legal de la nacionalidad, de igual manera que el espíritu colectivo que llamamos espíritu nacional, es una realidad que resulta luego de largos andares y tomares. El dominio del suelo, el alto dominio del Estado nace del hecho trivialísimo de aprehender un retazo de la geografía, con ánimo de poseerlo para siempre, es decir con voluntad de soberanía. Todo dominio nace de la posesión: no hay otra manera en la Historia del Derecho. Ahora bien, por dominio el historiador no entiende sólo aquello que los jurisconsultos definen por tal, sino también otros aspectos cuyos contenidos son humanos y culturales. O sea que dominar un retazo del mundo significa desde el mero aprehender material y transitorio, hasta el señorío moral y espiritual por el que se distingue un grupo humano de entre los demás que le circuyen.

La suerte de la tierra, como base de este espíritu y de esta moral peculiar, trasciende las medidas geográficas y penetra por entero en el dominio de la Historia. De allí que resulte tan legítimo considerar el modo cómo se integran los territorios nacionales. Unos se han logrado por el natural ensanchamiento humano, al multiplicarse los hombres en un lugar dado: las tierras de nadie, poco a poco por este medio van reconociendo un señorío. Otros territorios han sido descubiertos a la distancia, como ocurrió con las orillas del Mediterránea que, para fenicios, helenos y romanos fueron el más sugestivo llamamiento a la aventura; o como sucedió con las enormes familias trashumantes del Asia que hallaron las planicies ante sus ojos y sintieron a tales tierras como un desafío que les llamaba para transformarlas de pastoras en sedentarias y agricultoras.

Pero es bien sabido que estos dos modos de acrecentar el dominio o de asegurar el señorío, no han sido los únicos, como tampoco han sido los primeros, pues junto a la prolífica paz, se desataba continuamente la guerra. Por eso los señoríos se han acrecentado, también, por las conquistas, por las superposiciones, por las anexiones. Finalmente hubo otro camino más tardío y pacífico, aun   —222→   cuando excepcional; los convenios utilitarios y los pactos bilaterales.

Nuestro territorio nacional nació de un modo digno de nota. La caída del Incario y, sobre todo, la prisión de Atahualpa, dejó a estas tierras abandonadas al querer de quien sobre ellas pudiese levantar una unidad, unidad cuyo proceso quedó interrumpido casi un siglo antes por los señores del Cuzco. Pero al caer Atahualpa, las parcialidades geográficas unificadas por las guerras de requiteñización, quedaron desamparadas y los subalternos del señor derrocado en Cajamarca trataron de levantarse con ellas.

Pero encontraron dos obstáculos invencibles: la negativa de los cañaris a la reunificación y el avance de Benalcázar por el sur. Al fundarse San Francisco y al establecerse los españoles con ánimo definitivo y pacificador, las cosas tornaron a principiar, pero con un tono tan distinto, que parecieron absolutamente originales. Una nueva fuente del acontecer histórico volvió a abrirse entonces, y de su hondura manaba tanta energía, que cuántos ansiaban obrar podían hacerlo en la anchura de las potencias personales. Quito cambió de función histórica: de meta que había sido hasta esos años, se transformó en hontanar, en venero, en comando de la vida y de la Historia nacional.

De allí partió el deseo humano y lógicamente logrado de circundar a la urbe de tierras destinadas por la geografía a serle para siempre anexas. Nada de ensanchamientos bélicamente impuestos, nada de coactiva fuerza de crecimiento a costa de algo o de alguien, nada de salidas de margen o de airadas imposiciones del fuerte sobre los débiles. Lo natural y nada más.

Junto a Quito, el territorio que los hechos iban reuniendo, como capas circundantes en torno de un núcleo; hechos iniciados mucho antes de la penetración incásica, hechos detenidos por esa misma penetración, pero emergidos otra vez al primer plano de la urgencia política y administrativa, el día en que Benalcázar vio que San Francisco era una respuesta manca a la incitación del   —223→   formidable paisaje de la montaña andina, respuesta digna de completarse del mejor modo, con la afirmación de una soberanía o de un señorío que cubriese tanto la montaña fría, como la selva tórrida y las irresistibles llamadas del mar.

Naturalmente comenzó el ensanchamiento, como el de una planta, como el de la vida humana. Y, sin extorsiones, sin forjamientos artificiosos, en un corto lapso, el territorio quedó fundido en la unidad que todos conocemos y sentimos. La variedad se tornó en unidad, y puesta ésta como antecedente, el espíritu nacional siguió su ruta de asimilación y de síntesis. Lo que no debemos olvidar los ecuatorianos de ahora es que, antaño, hubo quienes planearon la organización física de nuestro país, y que ese plan no fue hijo de imperialismo alguno de ninguna codicia, de ningún atropello. Nuestro suelo fue naturalmente logrado, como un cuerpo biológico logra de modo natural la plenitud de su desarrollo.

Hay muy pocos países en la tierra en donde hayan sucedido estos procesos de unificación material de manera tan espontánea, y en los que país, paisaje, pueblo y nación armonicen y sincreticen sus posibilidades como el nuestro. Poco hemos meditado los ecuatorianos en esta profunda unidad que somos; por eso será que nos perdemos o tratamos inútilmente de perdernos en afanes divisionistas o excluyentes: el partido político, sobre el Estado; la región, sobre el país; el individuo, sobre la colectividad. Mas, sin determinismo de ningún género, y bien considerado el asunto, somos una grande y compacta unidad.



  —224→  

ArribaAbajo San Francisco y su apertura al mar

La contestación que dio el español, como queda dicho al comienzo de estas páginas, fue doble: a la montaña fría y a la selva tórrida, a la altura que incitaba de un modo y al bajío que incitaba de otro. Según queda expresado, lo más importante de la actitud española fincada en que desde la sierra dominó la selva y la costa, y en que desde el altiplano llegó geográfica, misional y administrativamente a la selva amazónica, o llegó también política y jurisdiccionalmente a los sitios más importantes del Pacífico. La penetración en la selva de oriente he de considerar cuando recuerde la proyección de Quito sobre el gran problema de la conexión de los dos océanos, sin que eso desvincule la visión de los antecedentes históricos, más o menos mediatos, que coadyuvaron en la faena. Faena cuyas líneas más notables, coinciden con las fundaciones de Portoviejo y Guayaquil.

En lo que mira a Portoviejo o Puerto Viejo, la historia comenzó más atrás, si así puede decirse, dada la prisa con que unos tras otros menudearon los sucesos importantes en aquellas décadas de asombro, como fueron las   —225→   primeras del siglo XVI. La mentadísima Puerto Viejo, sin cesar, designada en las crónicas, relatos de viajes e informes de la época, no fue sólo obra de la voluntad fundacional, sino también natural y necesaria formación de vida al paso reiterado de españoles aparecidos por allí, desde las primeras incursiones de los buscadores del Birú fantaseado por los relatos de Pascual de Andagoya y de Bartolomé Díaz, o de quienes fueran los noticiadores que llenaron la mente de esos dos marinos.

Parece libre de duda, según dice Jijón -recuerde el lector lo de la expansión del esmeraldeño-, que el más antiguo hábitat de los grupos humanos preincásicos se encontraba en lo que hoy es la provincia de Esmeraldas y en buena parte de la de Manabí; y está fuera de duda, también, que las suaves costas de dichas dos provincias fueron las primeramente conocidas y exploradas por los españoles que inquirían la realidad y ubicación del Tahuantinsuyo. Es fácil comprender el motivo de estas primacías, tanto la española como la preincásica, debido a lo accesible de tales costas y a su atractiva posición marítima. Al navegante, pequeño o grande que llegaba del norte o del oeste parecían sal ir al encuentro, y así fue en efecto, brindándole apacible reposo, copiosa pesca y promisoria abundancia vegetal en el interior.

Las crónicas narran que Ruiz llegó a la boca del futuro río de las Esmeraldas y bautizó la bahía donde desembocaba, con el nombre de San Mateo, el 21 de septiembre de 1526. Sabemos, luego después, las varias e imprescindibles aproximaciones y desembarcos realizados por los españoles sobre las costas manteño-esmeraldeñas, desde Francisco Pizarro hasta Pedro de Alvarado; ya sea llevados por la necesidad de aprovisionamiento, ya sea impelidos por urgencias marítimas, ya sea, en fin, debido al mero deseo explorador. De tal manera, dichas costas resultaron el punto de escala obligado para toda índole de tránsito, y para cualquier situación de emergencia política o administrativa que surgía en el tallo de la primera aventura sobre el Tahuantinsuyo. Almagro, Benalcázar, Orellana; los Pizarros y todos los demás caudillos de primera hora y sus séquitos, arribaron directamente   —226→   sobre ellas, con premeditada intención o sin que ésta mediara precisamente.

Miguel Cabello Balboa, en su Miscelánea Antártida escribe sencillamente, con una sencillez que demuestra el modo natural y reiterado de aquellos contactos con la tierra de Manabí y de Esmeraldas:

«...y la primera tierra que tomaron en la costa Pirulera, fue la boca del Río Coaque, de allí fueron por tierra asta un buen Valle en la Prouincia de los Paches donde poblaron la Ciudad de Puerto Viejo».



Así, Puerto Viejo, denominado primera fundación en el Pacífico, fue lugar obligatorio de tocar en las excursiones, o en el camino de los soñadores hacia el Perú o hacia el interior de las montañas andinas.

Los historiadores que han tratado de esta fundación de Portoviejo no han omitido la prioridad del trato español con las costas de aquella región ecuatoriana. Pero es curioso que nadie haya reparado en el nombre de Viejo adjudicado a un lugar nuevo, nuevo por recién tocado o recién poblado, en unos años en los que abundaba la designación de novedad a cuánto se creaba: Nueva España, Nueva Andalucía, Nueva Castilla, Nueva Granada. Y tan generalizado anduvo aquello de la refundación de ciudades o de regiones viejas, que ni los sajones se resistieron al uso y, en consecuencia, fundaron también su Nueva Amsterdam, su Nueva York, entre otras novedades. Y los franceses, por su parte cayeron también en la tentación de fundar su Nueva Orleans.

¿Por qué motivo se llamó Puerto Viejo al primer paraje de entrada a un territorio tan novedoso, como el que buscaban Pizarro y más compañeros de aventura? La frase de Cabello de Balboa, transcrita más arriba en lo que se refiere a la población en sí, lleva un sabor anacrónico, pues fue escrita a posteriori, cuando ese Puerto, poblado y fundado ya, mereció el tardío cognomento de Viejo. En un comienzo no debió parecer así, pero el largo, el frecuente, el indispensable trato, hace de éste un viejo trato; y tal índole de relación llegaron a tener los   —227→   españoles con aquellas playas y sus aledaños interiores, a los que midieron con la propia planta y conocieron con la mayor de las experiencias dables, es decir con la del ensueño y la de su séquito imprescindible, el sufrimiento.

Los exploradores españoles trataron largamente y conocieron aquellas tierras litorales, tanto como a los diversos grupos humanos que las habitaban; y con estos últimos trenzaron, en breve término, la imprescindible textura de la interpenetración humana, sea en el plano de la amistosa paz, sea en el de la cruda desigualdad que impone el vencedor sobre el vencido. Tierras recientemente halladas y hombres de novedosa condición, entablaron un diálogo que se prolongó hasta ser histórico. De allí el resultado: primero, Santiago de Puerto Viejo, y luego San Gregorio de Puerto Viejo. La cadena de los nombres prueba una aproximación cada vez más estrecha entre el suelo y sus descubridores europeos. Dos acomodaciones sucesivas que apresaron a los aventureros, convidándoles a la vida de paz y de trabajo.

La población antecedió aquí, tal como en otros lugares, a la fundación. Sabemos por Cabello de Balboa que fue Puerto Viejo el primer centro urbano erigido en las costas del Mar del Sur. Pero no podemos aceptar que fuese la primera ciudad fundada, aunque sí uno de los primeros lugares en poblarse, si tomamos en cuenta los hechos jurídicos en su plena realidad -única inapelable según la costumbre de aquel tiempo-, pues no se habrían destacado, pocos años después, las dos expediciones fundacionales que conocemos, la una enviada por el cabildo de Quito y la otra desde San Miguel, para dar forma legal, es decir crearla en regla, aún cuando estuviese ya materialmente configurada.

Tanto Almagro como Benalcázar, vieron por igual la importancia y la necesidad de crear Puerto Viejo, miraron a esta urbe como inaplazable término de actividades marítimas e interioranas, y por eso enviaron hombres legalmente capacitados para cumplir dicho objetivo. Y dio la casualidad que ambas expediciones se encontraron sobre el terreno predeterminado, discutieron la prioridad   —228→   para cumplir con el mandato y fundaron la nueva urbe con un cognomento viejo.

La idea que encaminaba a cada grupo expedicionario, fue diversa. Almagro, con criterio político, logró conseguir de Francisco Pizarro el envío de gentes legalmente capacitadas para la fundación de una urbe en tierras donde era preciso apaciguar a los primitivas moradores, antiguos amigos, amigos desde la primera hora de la aventura pirulera, pero sublevados a consecuencia del imprudente e inhumano trato dado a los inermes por Alvarado y su hueste, la más armada y numerosa que hasta entonces se vio por aquel paraje. Don Diego de Almagro, político, sentía la necesidad de mantener la paz en un lugar geográfico imprescindible para las nutridas actividades marítimas de aquellos días y, más aún, para las que proyectaban, dado el caso de que hallara gobernación propia más al sur de los dominios concedidos a su caudillo, Pizarro. Almagro mantenía despiertas sus ilusiones y buscaba siempre el modo de dejar hitos bien puestos, que le sirvieran de pilares de la futura empresa; obraba, pues, con prudencia.

A su vez, don Sebastián de Benalcázar, sin olvidar su fascinación por el gobierno propio, mantenía inquebrantable la esperanza de unir los dos mares -el del Norte con el del Sur-, y todos sus actos tendían a realizar la empresa. Llevaba los ojos fijos en ella, y ése constituyó el móvil principal que le indujo para obtener del cabildo de San Francisco el permiso para enviar una expedición, dotada de los consiguientes poderes legales, a fin de erigir una urbe junto al Mar Pacífico. Comenzó, pues, por el principio, o sea, poniendo un punto de partida en el lugar desde donde arrancaba su ensueño. Es curiosa, poco después, la coincidencia del empeño de Orellana, otro de los copartícipes de la idea de unir los dos Océanos, empeño que también dio comienzo a partir de Guayaquil, así mismo punto anclado en el Mar del Sur. Pero si ésta fue la idea primordial de Benalcázar, no debemos echar en olvido que, español como era, anduvo en él encarnada, y sin remedio, la típica respuesta ibérica a la incitación de la montaña fría, respuesta bifronte y, en   —229→   el caso de este caudillo decidido, respuesta que, empinada sobre uno de los pedestales urbanos más eminentes y de la cordillera andina, lanzaba miradas de alcance casi inconmensurable, sobre el Pacífico y el Atlántico, a la vez.

Dicen los historiadores que hubo diferencias -en el lenguaje de Cieza, cosquillas- entre las dos expediciones cerca de la prioridad de derechos fundacionales de Puerto Viejo. Francisco Pacheco, enviado por Almagro en representación de Francisco Pizarro, sostenía la precedencia de su persona y el valor político más alto de llevar en sí los poderes otorgados por el señor Marqués. A su turno, el enviado de Benalcázar, Pedro Puelles, aseguraba su preeminencia en el hecho de portar disposiciones jurisdiccionales emanadas del cabildo de San Francisco.

Parece que puesta la discordia ante el criterio de Pizarro éste falló en favor de Pacheco, es decir, de modo favorable a sí mismo. Se fundó Puerto Viejo pero, cosa significativa, entró a formar parte de Quito, cimentándose así la primera expansión natural de esta urbe joven y potente, al mismo tiempo que marcándose un signo favorable al arraigado sueño de Benalcázar. Según cuenta Cieza de León en su Crónica del Perú:

«Este hecho fue el día de Sant Gregorio; a doce de marzo, año del nascimiento de nuestro Redentor Jesu Christo de mill e quinientos treinta y cinco».



Hay un relato complementario, que si bien en nada altera la calidad del Puerto Viejo sufragáneo de San Francisco, intenta superar la querella surgida y solucionarla de modo aceptable. Dicho relato, en síntesis, es éste: al pasar junto a Manta en su viaje de retorno de España, Hernando Pizarro tuvo noticia del diferendo entre Pacheco y Puelles, a quienes conocía por hombres decididos y de empresa; con voluntad de facilitarlo todo, mandó a los contendores retirarse a los respectivos lugares de partida, dejando en vez de ellos, por cabeza de la   —230→   fundación, a Gonzalo de Olmos, personaje distinguido, que hacía la misma ruta de Pizarro.

Olmos, dicen, llevó a cabo la fundación aprobada luego y legalizada por el Marqués don Francisco. Según noticias de la época, Olmos fundó Puerto Viejo a cuatro leguas más adentro de la mar. Pero quien quiera hiciese la erección -Olmos, Pacheco o Puelles-, la verdad es que el frecuente contacto de naves y de expedicionarios españoles con el lugar, desde el año 1526 hasta año 1535, es decir durante una década más o menos, bastó para envejecer el nombre de un puerto que bien pudo bautizarse de otro modo, por ejemplo con el nombre de Villa Nueva, según dicen papeles dignos de fe, reunidos y citados por Jijón en su biografía de Sebastián de Benalcázar.

Queda otro pequeño problema, pero éste antes que histórico es de índole filológica. Algunos autores tomaron y siguen tomando la palabra puerto sólo en su sentido más generalizado, y al hacerlo olvidaron y olvidan que en sentido lato, muy extendido antaño, y conservado todavía -recuérdese el puertecillo, puerto pequeño o Portete de Tarqui-, la voz puerto significaba y significa puerta, simple paso, o lugar de acceso y de entrada, sea tierra adentro, sea en la costa o litoral. Es cierto que en el habla moderna la palabra se aplica de modo más generalizado a la ciudad costanera de mar o de río y que se dedica al tráfico mercantil o al tránsito naviero. Tomando en cuenta esta acepción, repito, algunos escritores han suscitado dudas sobre el afincamiento geográfico de la actual Portoviejo; y así han dicho que primero estuvo junto al mar y que sólo después se fijó en el sitio que tiene aunque sin perder el nombre.

Creo, por mi parte, que la urbe siempre estuvo donde está ahora y que no hay necesidad de movilizarla ni en teoría, desde Manta cuatro leguas hacia dentro, hasta el valle de los paches como quería Cabello de Balboa. El nombre cambió, sin duda: de Santiago, tan afecto a los españoles, al de San Gregorio de Puerto Viejo, por ser también costumbre arraigada la de señalar como patrono de hombres y de pueblos al santo principal de la jornada   —231→   en que nacen los niños o se erigen las urbes. La primitiva población sin cabildo, es seguro que se llamó Santiago, pero la fundada según Derecho, se denominó San Gregorio de Puerto Viejo, como pudo llamarse San Gregorio de Villa Nueva. Pero históricamente, por representar el primer viejo contacto de los españoles con estas tierras, por haber servido de puerta de entrada al Perú lleno de renombre, fue paso al interior, puerto en el sentido lato y no ciudad necesariamente ubicada a filas del mar.



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ArribaAbajo El tránsito hacia la tierra de los Huancavilcas

La apertura de Quito y de su jurisdicción hacia la actual provincia del Guayas, es más compleja y dramática, más llena de dificultades y mucho más difícil de explicar. Ha suscitado, como parece lógico, polémicas y no solo opiniones diversas, debido a que el asunto se ha enfocado con demasiado interés, desde puntos de vista adaptados a priori. Entre los casos surgidos, uno de los más recientes, constituye el libro erudito de Miguel Aspiau, Las Fundaciones de Santiago de Guayaquil; libro en el que, bajo un gran caudal histórico y un afinado aparato crítico, no se logra ocultar dicho apriorismo.

Soy respetuoso de las ideas de todo escrito inteligente, con la actitud de ética elemental que merece el pensamiento ajeno, sobre todo cuando se manifiesta en formas dignas y con dialéctica honesta. Mas, con franqueza emito mi opinión contraria, que no deseo vaya escueta, sino escoltada de la correspondiente armazón lógica y objetiva. Y para hacerlo, comenzaré transcribiendo una frase de Rafael Euclides Silva que resume, en principio, el motivo de la complejidad del asunto, originada   —233→   en la simultánea marcha de varios españoles, desde diversos lugares, hacia la fundación de Guayaquil. En su libro Biogénesis de Santiago de Guayaquil, dice Euclides Silva:

«Desde tres parajes, en distintas latitudes geográficas, en los años 1534 a 1538, se movilizaron contingentes españoles de exploración y conquista a la provincia de los Huancavilcas: la estación de Puerto Viejo en la misma costa; la ciudad de Santiago de Quito y luego San Francisco, en la meseta andina; y San Miguel de Piura, en el sur».



Los resultados de la complicada empresa son fáciles de suponer. Una urbe triplemente deseada o, por lo menos, doblemente deseada, desde cuando Portoviejo pertenecía a la jurisdicción quiteña, o sea desde el comienzo; una urbe para cuya nacimiento convergieron más de un criterio y más de una circunstancia regional; entremezclándose hasta que, por fin, se diera con el emplazamiento y con la figura legal definitiva; una urbe cuyo destino debía llenar las expectativas de dos criterios diversos -el de Benalcázar y el de Almagro, como en el caso de Portoviejo-; una urbe, al cabo, cuya fundación se perseguía bajo tan variados auspicios, necesariamente debía causar, en lo posterior, serias discusiones históricas y engendrar briosas argumentaciones opuestas; respaldadas en una suma respetable de búsquedas practicadas de un lado y de otro.

Si Quito necesitó cambiar de asiento por una vez antes de hallarse fijada cómodamente como tal, si antes de fundarse Portoviejo se ventiló un peliagudo pleito de competencias, precedencias y jurisdicciones, ¿qué de raro hay en el caso de Guayaquil, que antes de ser plenamente con su pueblo y con sus instituciones municipales, hubiera transmigrado más de una vez y más de dos; qué de raro hay en que los fundadores no hubieran sido los mismos en las distintas etapas fundacionales y que, a la postre, el nacimiento de la urbe, diese de sí, como actualmente da, tanto material para una polémica? Las cosas acaecían, en lo material, sujetas a los hechos imprevistos,   —234→   aun cuando en lo jurídico no se apartaban de lo tradicional español y de lo prescrito, en esos tiempos, para el Nuevo Mundo.

Si se quiere comprender bien la fundación de Santiago de Guayaquil, es preciso dar algunos rodeos entre la maraña boscosa de hechos, hombres y selvas que se conjugaron, complicando el paisaje y limitando la mirada. A la fundación de Guayaquil no se llegó directamente en la realidad, aunque si consideramos el modo natural de desarrollarse los planes contrapuestos de Almagro y de Benalcázar, deduciremos que esta nueva urbe representó, así mismo, una urgencia de la más inmediata satisfacción. Por eso, tanto como en el comienzo de Portoviejo, vemos en el origen de Guayaquil la misma competencia de autoridades -cabildo de Quito, p or un lado; Francisco Pizarro, movido por Almagro, de otro-, y el mismo entrelazamiento de capacidades humanas y jurídicas. Si desviamos la atención de estos planos, así polarizados por las circunstancias, no comprenderemos a fondo el asunto, de suyo complejo y caeremos en una cualquiera de las posiciones extremas y simplistas que ha dado nacimiento a la polémica.

¿Hubo alguna razón, fundamental o constante para buscar la salida al mar? El lector me perdonará que incurra en repetición, pero resulta imprescindible hacerlo. Hubo una razón, externa y aparente que se traslucía mejor en la conducta de Almagro; pero hubo otra, aposentada en la mente de Benalcázar y en su acción, porque comprendió mejor su tiempo y su destino personal. Don Diego de Almagro, como tantos hombres positivos y pragmáticos de la conquista, se quedó en la epidermis de los acontecimientos, y no vio en la fundación de puertos marítimos sino aquello mismo que entonces veía el vulgo, es decir, que sólo miraba la utilidad naviera o el provecho próximo o remoto.

En cambio, más listo y mejor situado en la época, Sebastián de Benalcázar, fue fiel intérprete de aquella específica respuesta española al contorno material andino, a la que me he referido muchas veces; o sea, entendió claramente que la respuesta completa a la geografía   —235→   necesitaba englobar bajo un mismo impulso dominador del suelo, a la sierra y a la costa. San Francisco de Quito, es decir su cabildo, así lo comprendió también, influido constantemente por el teniente de gobernador, Benalcázar, y los más allegados a éste y mejores colaboradores de su empeño.

Con estas hilos de Ariadna en ambas manos y sin compromisos dialécticos a priori, puede el historiador internarse en el corazón de la maraña antes aludida y, en primer término, en la estación inicial de este peregrinar al mar por el lado suroccidental de Quito, o sea en la selva de Chilintomo. Recordaré al lector que Pedro de Puelles salió desde San Francisco portando las necesarias facultades para la fundación de Portoviejo. Mas, debido a muchas razones, es presumible que el camino entre Quito y la costa de Manta, no fuera recorrido de manera directa y, antes de otra, porque el predicho enviado sólo conocía la ruta que, a la ida hizo en unión de don Pedro de Alvarado, y no cabe suponer que en esta segunda ocasión la variaría, sino la tornara a desandar, por el cúmulo de dificultades que presentaba una ruta de esta naturaleza, en la que a cada momento se ofrecía la emergencia de un irremediable extravío.

A su vez, Pacheco; el enviado de Pizarro a instancias de Almagro, es posible que tornase a seguir la ruta ya acostumbrada por los descubridores del Perú, esa ruta mixta que consistía, en recorrer parte del trayecto por mar y parte por tierra. Cuando Pizarro la hizo por vez primera, anduvo la costa ecuatoriana desde Manabí hasta frente de la isla de Puná, mientras los barcos caleteaban sin alejarse mucho de la costa. Frente a esta isla solían embarcarse de nuevo y seguir rumbo al sur, hasta San Miguel. Pacheco, en este viaje, es presumible que hiciera la misma ruta, pero a la inversa, tomando tierra y siguiendo hacia el norte, por suelo de la actual provincia del Guayas.

Esta hipótesis doble favorece lo que dicen sucedió después. Es decir, que, tanto los de Quito como los de San Miguel, rendidos por la torridez y hostigados por la selva, hallaron reposo y refrigerio en cierto sitio, no muy descampado   —236→   ciertamente, pero algo acogedor, llamado Chilintomo. No se sabe cuál de los exploradores llegó primero a este lugar, pero quedan restos de tradición que nos permiten seguir lo que, al parecer, hicieron. Unos dicen que Pedro de Puellas, antes de tomar reposo, tomó posesión legal del paraje, le cambió el nombre, bautizando a un pequeño y disgregado conjunto de bohíos llamado Chilintomo, con el nombre cristiano de La Cruz; todo ello antes de torcer el rumbo hacia el lugar donde caía Portoviejo, término de la expedición. Otros aseguran, Salazar de Villasante entre ellos, que Sebastián de Benalcázar no sólo cambió el nombre de Chilintomo por el nuevo de La Cruz, sino que en dicho lugar llevó a término una fundación urbana en toda regla, solamente que sin dejar rastro alguno, como una hoja de la selva, al caer, no deja huellas en el aire.

Quede a un lado el problema, secundario en sí, de quien fuera el fundador de esta presunta urbe con cabildo, ya que algunos le llaman ciudad de Santiago de Chilintomo; pero no quede a un lado el recuerdo de dos realidades que ruego al lector las recuente con atención. La primera: la vieja tradición foral castellana, tanto como el más tempranero Derecho Indiano, distinguían de manera absoluta entre ciudades metropolitanas, ciudades diocesanas o sufragáneas, villas y asientos o lugares. La segunda: una fundación en el Nuevo Mundo no era fantasmal, ni retórica ni, menos, arbitraria; era el concreto acabamiento de un proceso social y de un acto de Derecho Público, tan público y tan de Derecho, que los Monarcas españoles no permitieron quedara insolemne, para lo cual ordenaban la presencia de los escribanos que dieran fe, también pública, de cuánto se hubiere actuado. Porque fundar una urbe con cabildo, equivalía a establecer jurisdicción y competencia en lo administrativo, en lo civil, en lo penal y en lo militar. Decir que tal fundación se hizo en Chilintomo; sin que haya quedado rastro o vestigio alguno, significa olvidar la esencia del Derecho y de los procedimientos entonces tan respetados y respetables.

  —237→  

Con todo, hubo allí hechos significativos. El primero de ellos, la denominación del lugar o asiento -por cuanto se le miró transitorio-; nació a la geografía La Cruz de Chilintomo el 3 de maya de 1535; y no de 1534 como escriben algunos, puesto que en esta última fecha Alvarado no se había reunido todavía con Almagro y Benalcázar, en la planicie donde se fundó Santiago de Quito. Pero, a más del nacimiento de La Cruz hay, parejamente, comienzos de organización rural, como tantas veces ocurría, antecediendo el terrateniente y el encomendero, el repartimiento y la encomienda, la reducción y la doctrina, a la fundación de las urbes. Consta que en La Cruz hubo encomienda y consta que el encomendero se llamó Hernán Sánchez Morillo; como puede verse en el acta que aparece en el libro primero de cabildos de Quito. Y consta, sobre todo, que la jurisdicción de San Francisco iba acrecentándose por el sur oeste, alcanzando la planicie de las actuales provincias costaneras de Los Ríos y de Guayas; jurisdicción que, eventualmente, iba limitada al sector de tierras descubiertas y exploradas, pero jurisdicción abierta, de modo tácito y natural, a lo que después seguiría descubriéndose. He aquí la prueba de lo aseverado en este párrafo:

«Y por el camino de chinbo que va a la mar hasta el pueblo de yndyos que se dite en lengua de yndyos chilyntomo de ques cacique del guama que pusieron por nombre los españoles que en el tomaron posesyon por esta dicha villa el pueblo de la cruz cuyos yndyos el dicho señor fapitan deposyto en fernan sánchez moryllo vezino e rregidor desde dicha villa... e por los lados de los dichos termynos por la vía del mar, hasta salir de las montañas e dar en lo llano que es todo lo que los vezinos desta villa tienen descubierto...»



En el acta a que pertenece -el fragmento transcrito, señálanse varios términos de la villa y del cabildo de San Francisco, términos que muchas veces fueron motivo de rectificaciones, no debido a errores precisamente, sino al ensanche jurisdiccional del predicho cabildo, de acuerdo   —238→   con la marcha de los crecimientos territoriales que, por entonces; iban con ritmo acelerado.

Y, en efecto, la dilatación continuó, agrandándose a la par la justicia y el regimiento de San Francisco, y cumpliéndose, paso tras pasa, el sueño de otra salida al mar, tan importante como la de Portoviejo, aunque más al sur. Este peculiar modo de ensancharse Quito adquirió gran auge con motivo del viaje de Sebastián de Benalcázar a San Miguel, a donde viajó provisto de abundantes donativos para obtener de su rival y superior, el Marqués don Francisco Pizarro, las necesarias facultades legales que le dieron dominio y señorío sobre Cauca y Cundinamarca, lugares en los que el peticionario tenía echados grandes planes. Algunos cronistas aseguran que Benalcázar, en esta ocasión y más abajo de las selvas de Chilintomo, es decir un tanto menos lejana al mar, fundó la ciudad de Santiago de Guayaquil. He aquí dos testimonios, el primero de Cieza de León y el segundo de Antonio de Herrera:

«Y como los indios ya sabían estar poblado de christianos San Miguel y Puerto Viejo, y lo mismo Quito, salieron muchos dellos en paz, mostrando holgarse mucho con su venida; y así, el capitán Sebastián de Benalcázar en la parte que le pareció, fundó la ciudad, donde estuvo pocos días, porque le convino ir la vuelta de Quito, dejando por alcalde y capitán a un Diego Daza...»

«Queriendo Sebastián de Benalcázar abrir el camino del Quito á la Costa de la mar, i asegurarle con la contratación, salió él mismo; i aunque tuvo algunos Reencuentros con los Indios, escusando todo lo que pudo la Guerra, como en ella era iá mui experimentado. Viendo los Naturales que no ganaban nada, i que havía Castellanos en el Quito, en S. Miguel, i Puerto Viejo, como Benalcázar procuraba de llevarlos á obediencia por buenos modos, se dexaron persuadir, i pacificar, i acordó de fundar vn Pueblo, que llamó Santiago de Guayaquil, nombrando Alcaldes, Regidores, y los demás Oficiales, que se requieren   —239→   para que vn Consejo o República sea bien compuesta; i dexando por Governador a vno de los Alcaldes que se llamaba Diego Daza, se bolvió al Quito».



La fundación se realizó en un lugar más apropiado y que llevaba ya el nombre español de Estero de Dimas, nombre que demuestra, también en este caso, la anterioridad del colono trabajador del suelo y el posterior arribo del fundador civil. Esta intervención de Benalcázar en el paraje nombrado, según unos cuando iba hacia San Miguel y según otros cuando de allí regresaba a Quito, demuestra, además, la importancia que se concedió por esos días a cualquier erección urbana en dirección al mar.

Pero manifiesta algo más; es decir, que llevó desde San Francisco los poderes necesarios para hacerlo, aunque no haya en las actas capitulares constancia de tamaña concesión, que de esto generalmente no han dejado trazas, como tampoco han quedado restos legalizados o que legalicen la aludida fundación de Estero de Dimas. Que Benalcázar haya fundado la ciudad de Santiago, a su regreso de San Miguel, y con poderes conferidos por el Marqués, tampoco consta de parte alguna, aun cuando sí debería constar, puesto que tenemos aún los testimonios de haber demandado el capitán a su superior, poderes y facultades legales indispensables para justificar la aventura de Cauca y de Cundinamarca. Si es que Benalcázar hubiera demandado tales poderes también para Santiago de Guayaquil, abrigamos la firme certeza de que Pizarro en vez de concedérselos a él, los otorgó, posterior y sucesivamente, a Saera y a Francisco de Orellana.

La noticia de Herrera, fundada en la de Cieza, como sabemos, nos permite ver la ampliación del texto primitivo; pero no nos permite saber dónde quedaba aquella ciudad, porque ninguno de los cronistas aquí citados menciona a Chilintomo, a Estero de Dimas o a otra sector geográfico preciso y que halle ubicación en nuestros conocimientos actuales del país. ¿Qué sabemos, en total, de Santiago en el Estero de Dimas? En concreto, no sabemos nada más que lo aseverado por estos dos cronistas. Ahora bien: quienes aseguran las cuatro fundaciones   —240→   de Guayaquil, por llevados que se hallen de su pasión unilateral, mejor dicho, quienes con tal ánimo aseveren la existencia de las tales fundaciones, dicen que Santiago comenzó a llamarse Guayaquil después del asesinato del cacique Guayas, acaecido, según pleno conocimiento, a fines de 1535, mientras que esta fundación referida por los dos cronistas ocurre en julio del mismo año. Al respecto, para fijar mejor los sucesos, transcribo dos párrafos del libro de Miguel Aspiazu:

«Es Dionisio de Alcedo y Herrera quien narra: "La ciudad de Santiago de Guayaquil, llamada así porque en el día de este glorioso Apóstol se acabó la conquista de la provincia el 25 de julio de 1531 (evidente error de imprenta, por decir 1535) y por el nombre del cacique Guayas, que murió casualmente a manos de uno de los conquistadores". La cita contiene dos errores: pues Guayas murió a fines de 1535, después de verificada la fundación de Estero de Dimas, y por ello fue que, desde 1536, para la fundación de Chadai, se comenzó a usar el nombre de Guayaquil».

«Debe saberse que lo que hoy llamamos la boca del río de Yaguachi queda por Babita y Palo Largo; pero antes salía, por un cauce ya cegado de Guajala, al sur de los Calis; además, por las anteriores relaciones, hechas hacia el tercer tercio del siglo XVI, se nota que ya entonces prevalecía el nombre sustantivo de Guayaquil para Santiago de Guayaquil, pues hablando de Chadai se le denomina "o Guayaquil viejo", y en el otro párrafo se aclara "que entonces se llamaba Guayaquil"; todo lo cual relieva que sólo desde 1536 se usó el nombre de Guayaquil como tributo de aprecio al grande y leal amigo Guayas y rendida pleitesía a su esposa Quil, según reza la leyenda».



Si nos tomamos el imprescindible trabajo de revisar a otros, fuera de los dos cronistas transcritos, veremos que no aumenta nuestro conocimiento de Santiago en el   —241→   Estero de Dimas, pues en Herrera y Cieza encontramos sintetizadas las noticias que los demás traen dispersas o a medias. ¿Y cuáles son dichas noticias? Que Benalcázar dejó a Diego Daza -de quien no hay antecedentes, y por eso Cieza lo llamó a secas, un Diego Daza-, encargado de la organización y la administración de este nuevo Santiago, lo cual deja entrever qué aquello del cabildo y de los regidores no existía aún y se esperaba que existiera a corto plazo. Que este mismo Daza permitió a los pobladores blancos una carrera de abusos y de extorsiones; que este Daza fue incapaz y cometió errores y torpezas que trajeron, como consecuencia, la feroz represalia de los primitivos habitantes de la zona; y que este Daza fue uno de los poquísimos vestigios humanos salvados de la total degollina decretada por los ofendidos.

Pero los qué no se libraron de la tremenda sanción impuesta por los primitivos, fueran los papeles oficiales, con cuya oportuna y fácil pérdida comienza a regir cierta especie de coartada histórica -si así puede llamársela-, coartada a cuyo amparo sabemos que todo pereció, excepto la memoria de la flamante ciudad, que no volvió a surgir ni en la mente empavorecida del causante del desastre, o sea en la mente de Daza y en la de alguno que otro de los escapados del tremendo experimento del Estero de Dimos. De tal manera acaeció y terminó esta fundación de Santiago, segunda según las cuentas de pocos historiadores, y tercera en las cuentas de Miguel Aspiazu, que cuenta como la primera la de Santiago de Quito en la llanura de Riobamba. Como último saldo de noticias, sabemos que la urbe del alcaide y capitán Daza desapareció, también, sin dejar huellas gracias a la furia del fuego desatado por la venganza de los hombres ofendidos.

¿Cuánto tiempo duró esta fundación tremendamente borrada de la realidad jurídica y geográfica de la naciente San Francisco? Según algunos existió seis o siete meses, cuando más. Desde julio de 1.535 hasta comienzos de 1536 en que fue arrasada. Sin embargo; la crítica debe hacer notar que el traslado de la población de Chilintomo   —242→   a Estero de Dimas representa el final de una etapa: o sea, el fin del impulso de Benalcázar y el comienzo del impulso de Francisco Pizarro tendente a formar una urbe porteña al fondo del golfo y frente a la isla de Puná, en un emplazamiento doble o triplemente atractivo para lo comercial y humano, como era entonces y ahora sigue siendo: Debido a una conjunción marítima y fluvial el sitio era imprescindible en el criterio de quienes viesen en el mismo lo pragmático de ulteriores desarrollos económicos; y más necesario aún en el pensamiento de los espíritus emprendedores de esa época, llenos de empeños vitales y de esperanzas históricas. Ni Benalcázar ni Almagro erraron en sus respectivos puntos de vista: los deseos de ambos se completaron en un solo ordenamiento humano y vigoroso, que ha recibido la sanción imprescriptible del tiempo.

Queda, ahora, por ver el otro lado del impulso fundacional, que partió desde el sur y, al emanar directamente de Pizarro, cristalizó en la realidad más halagadora. Impulso, en fin, que por más sistemático, llegó a conseguir figura, definitiva entre los hechos y asiento real en la geografía, aunque también después del tránsito de un sitio a otro, es decir desde Chadai hasta Lominchao. Los personajes de este segundo acto del drama son diversos y se llaman Zaera y Orellana; fueron enviados, sucesivamente, por el Marqués a cumplir la fundación de la ciudad de Guayaquil, lo cual demuestra el empeño de hacerlo y la convicción de que se necesitaba, al fondo del golfo; la presencia viva de una urbe administrativa y marítima, que acortara las enormes distancias que en esos años duros hostigaban con encono la vida política de la flamante aventura de Pizarro en el Perú.

Por lo que a nosotros se refiere, los hechos han permanecido sólo para el usufructo positivo, o para el sentimiento de un legítimo orgullo nacional o regional; pero las ideas que movieron a exploradores y fundadores, se han debilitado o se han esfumado, tanto que la crítica histórica tiene ahora la tarea de restablecerlas, a fin de demostrar qué el nacimiento de las ciudades ecuatorianas   —243→   no fue casual, ni trabajo abandonado al acaso, sino grave urgencia humana cumplida según planes enérgicamente perseguidos. Puelles, Benalcázar, el mismo Daza, tan insensato por otra parte, Orellana, Pizarro, Almagro: qué formidable constelación de voluntades en torno de una esperanza; qué brillante programa de actividad típicamente renacentista. Quizás esa matriz de alta energía, prefiguró a Guayaquil en su destino de urbe dotada con gran capacidad creadora.

Recordaré sumariamente los hechos de esta segunda etapa. Don Francisco Pizarro encomendó la reconstrucción del pueblo arrasado por la feroz represalia de los primitivos, a Zaera, hombre decidido y fuerte. La tarea no era fácil, pues se debía anular el odio encendido por la imprudencia de Daza. Por eso Zaera, al enfrentarse con esta labor, antes que resucitar la urbe muerta, vio dos realidades con toda precisión: la una, escoger un sitio mejor en la planicie, de modo que se aprovecharan al máximo las ventajas del medio; y la otra, no excitar por segunda vez a los primitivos moradores del campo, fundando un poblado en el mismo local, que les sirviera de aliciente para nuevas empresas de reivindicación. Escogió, atinadamente, un espacio hoy cercano a Yaguachi, casi junto a la actual población, que se llamaba Chadai, y en dicho territorio procedió a erigir un conjunto urbano, según las normas conocidas y usuales.

No fue sencilla la tarea del nuevo caudillo, pues Zaera, a pesar de todas sus previsiones y precauciones no consiguió establecerse en la región sino tras reiterados encuentros con los primitivos, y sólo después de haber capitulado con ellos, estableciendo condiciones claras, fijas y necesarias para la seguridad de ambas partes. En virtud de tales tratos, Zaera hizo venir a Chadai elemento femenino, que hizo la vida más llevadera y, en seguida, determinó un levantamiento en el nivel de vida social y ética. Las mujeres, además, apresuraron la juridificación de la empresa urbana, y en ella se encontraba el enviado de Pizarro, cuando la embestida global de los restos del Incario puso en serios aprietos a los españoles de todo el Perú. Francisco de Zaera, al conocer que   —244→   Pizarro se hallaba sitiado y los sublevados cercaban Lima, fue con toda la gente disponible en auxilio de su jefe y señor, el Marqués. El testimonio de Cieza de León, escueto pero preciso, no deja lugar a dudas.

«Pasado lo que voy contando -o sea las desventuras acarreadas por el desatino de Diego Daza-, el Gobernador don Francisco Pizarro, como lo supo, envió al capitán Zaera a que hiciese esta población; el cual, entrando de nuevo en la provincia, estando entendiendo en hacer el repartimiento del depósito de los pueblos y caciques españoles que con él entraron en aquella conquista, el governador lo envió a llamar a toda priesa para que fuese con la gente que con él estaba al socorro de la ciudad de los Reyes, porque los indios la tuvieron cercada por algunas partes. Con esta nueva y mando del gobernador, se tornó a despoblar la nueva ciudad».



¿Cuánto tiempo persistió Santiago en Chadai? Por más que procuremos extender la duración de la urbe, quizás veamos que no alcanzó a sobrevivir cuatro meses a su fundación, tiempo en el que, sin duda, las faenas de organizarla se encontrarían en mantillas. Al parecer, la actividad de Francisco de Zaera se concentraba a resolver los problemas rurales, antes que los urbanos en virtud, precisamente de que era necesaria la pacificación antes que toda otra conquista, debido a los penosos antecedentes del Estero de Dimas. Una elementalísima razón, si se quiere una instintiva urgencia de pervivir, llevaría al capitán Zaera a preocuparse con los negocios de la alterada paz en los campos, antes que con los de la organización jurídica en la urbe.

Con todo, es de suponer que en esta vez tampoco se descuidarían los trámites de Derecho, y que Santiago comenzaría a desenvolverse como un organismo establecido por la Ley. Miguel Aspiazu supone que Pizarro haría designaciones, inclusive de regidores perpetuos, pues para entonces, supone, habría recibido ya el Marqués una Real Cédula que le permitía hacerlo en favor de   —245→   aquellos capitanes que demostraban altas capacidades en el ordenamiento de las urbes o en la fundación legal de ellas. Sin embargo, luego del desmantelamiento de Santiago en Chadai, tampoco ha restado papel alguno o, por lo menos, hasta hoy no ha sido descubierto.

El segundo de los enviados de Pizarro, fue un conocedor de estos mundos ricos y promisorios, don Francisco de Orellana, hombre de armas y de larga experiencia civil al mismo tiempo, del número de los primeros vecinos de San Gregario de Puerto Viejo, por tanto adiestrado ya en quehaceres fundacionales, perito en cuestiones jurídicas y capaz de realizar formidables sueños, como demostró poco después en la selva del Marañón. Pizarro se acogió a las capacidades de este hombre formidable, y le envió como última medida, pues de él esperaba -una fundación definitiva. El empeño del Marqués parecía no admitir más demoras, puesto que, una vez pasado el peligro del asedio de Lima, y calmada o dominada ya la sublevación incásica, lo primero que hizo fue enviar a Orellana con poderes y facultades, al paraje de la abandonada Santiago. El testimonio de Cieza de León -vuelve a servirnos con su claridad:

«Pasados algunos días -de la despoblación, de Chadai y de la sublevación que sitió a Lima-, por mandato del mismo adelantado Don Francisco Pizarro, tornó a entrar en la provincia el Capitán Don Francisco de Orellana, con mayor cantidad de españoles y caballos, y en el mejor sitio y más dispuesto pobló la ciudad de Santiago de Guayaquil en nombre de su Magestad, siendo su gobernador y capitán general en el Perú Don Francisco Pizarro, año de nuestra reparación de 1537 años».



Un primer problema se presenta aquí: ¿con quiénes: vino Orellana? Al parecer con gentes de otros lugares, con mayor cantidad de españoles, como dice Cieza. Pero ¿en dónde se hallaban esas gentes? Pues se hallaban concentradas en las urbes fundadas ya, o se encontraban diseminadas por varios lugares de la sierra y la costa.   —246→   Con un poco de paciencia se ha logrado descubrir que Orellana reunió en torno de su persona, para esta empresa, a gente que llevó consigo desde su vecindario de Portoviejo, y a un buen número de otras del séquito de Alvarado, que se habían diseminado por los campos, ansiosos de crear fuentes de producción agraria, luego de trasladarse San Francisco desde Cicalpa a su final destino geográfico. Es decir, hubo en la nueva aventura: fundacional de Orellana, españoles de ambas procedencias, de la urbe y del agro, a los que se agregarían los que restaban de la abandonada población de Chadai.

Pero viene aquí un segundo problema, este sí grave de verdad. La fecha de la fundación es señalada por algunos en el comienzo de 1537 y por otros a mediados de 1538. La primera fecha es sostenida de manera paladina, como se acaba de ver, por el fidelísimo, puntualísimo y honestísimo Cieza de León. La segunda se deduce de los acontecimientos, de dos importantes acontecimientos que señalo, siguiendo a Rafael Euclides Silva, buen investigador y fidedigno intérprete de nuestros sucesos históricos.

El primero de tales hechos es el siguiente: Orellana partió desde San Miguel, a su regreso de Lima, después de la batalla de las Salinas, acaecida en 1538; y el segunda: la ciudad debió fundarse en julio, el día de Santiago Apóstol, razón suficientemente poderosa para que el nombre se compusiera del modo como todos sabemos: Santiago de Guayaquil. Yo resto un poco de rigor a este argumento, pues antes, desde Chilintomo, se habla ya de Santiago y, además, porque no siempre se fundó empleando como patronímico el nombre del principal Santo de la jornada, aunque fuera ésta la regla general.

Luego de escoger el sitio mejor, al pie del cerrito que se bautizó con el nombre de Santa Ana, que guarnecía la planicie de Lominchao, junto al río grande, esta nueva avanzada de la montaña sobre el mar, esta peregrinación larga y este complicado trasiego de poblados y, de pobladores, dan término con la última fundación, cuyos vestigios documentales tampoco existen, pero no hay, duda de que existieron; pues Cabildo formado y con   —247→   constancia de actas, con plenitud de funcionamiento y de atributos jurídicos, asoma tres o cuatro años después, en 1541, año en el que conocemos los nombres de los nobles señores Rodrigo de Vargas, alcalde ordinario, y de los munícipes Gómez de Estacio; Francisco de Chávez, Juan de la Puente, Pedro de Gibraleón, Cristóbal Lunar. Un documento recogido por José Toribio Medina ha salvado estos nombres que, el lector verá, no completan un cabildo. Si Guaya quil tuvo el título de ciudad, como ocurrió en efecto, el elenco municipal debió ser mayor que el aquí constante.

En realidad, si en San Francisco anotamos que, no obstante llamarse villa, el cabildo tenía como en todas las ciudades diocesanas o sufragáneas ocho regidores y dos alcaldes ordinarios, en Santiago de Guayaquil, que nació como ciudad del tipo, indicado, el elenco municipal debió ser tal como mandaba la Ley; y vemos en el documento conservado figurar sólo un alcalde al lado de cinco regidores. ¿Estuvieron los demás ausentes, o, dada alguna circunstancia excepcional, el cabildo se hallaba trunco? El documento recogido por Medina es de aquellos muy solemnes que solían escribirse entonces, no es una de tantas actas redactadas can el fin de autentificar las sesiones usuales del cuerpo capitular.

Se trataba de una Representación del Cabildo de Guayaquil, dirigida al Rey, «sobre los méritos de Orellana, para poder recordar nombres de grata memoria». La suscripción de un documenta tan importante exigía, de suyo, la presencia de todos los miembros de la corporación; pero vemos aquí la incompleta nómina de los mismos, cosa no usual entonces. Si me dejara llevar de ligereza crítica, o acrítica, fundándome en la inexistencia de papeles durante la primera hora, podría decir: ¿nació Guayaquil, en verdad, como urbe con cabildo, como ciudad sufragánea, o nació, más bien como villa de esas que tenían derecho sólo a un alcalde ordinario y a cinco regidores?

Es preferible, con buena lógica, asegurar que los primeros papeles volvieron a perderse, sin duda alguna, en la última acometida de los primitivos contra los nuevos   —248→   moradores de la tierra. El somaten fue dado por los de la isla de Puná, al volcar el falucho en que iba Fray Vicente Valverde, tranquilo y confiado tras de sus hábitos episcopales. El prelado fue motivo central de la fiesta: luego de acribillarle, sus adversarios sorpresivos le tomaron como alimento sustancioso... Y así, robustecidos con la carne de un blanco tan importante, los odios se reavivaron y Santiago fue incinerada en el mismo año de 1541, o sea tres o cuatro después de la fundación por Orellana. Este capitán, mientras tanto llevaba a real configuración algo que sus sueños habían prefigurado con mucha insistencia: buscaba la unión de los dos océanos en mitad de la selva más vigorosa. Reemplazar la urbe quemada fue tarea de Diego de Urvina, teniente de gobernador, y de Rodrigo de Vargas, alcalde puesto en fuga. Curados los dos del gran espanto, repusieron la ciudad en el mismo sitio y con iguales bríos.

Con todo, tras de los hechas, hay algo que importa mucho más. Y es que, luego de tantos descalabros, después de tanto buscar refugio geográfico adecuado y benéfica paz hogareña, Santiago de Guayaquil, en la segunda etapa de su fundación, impulsada desde el Perú, después de todo aquello, repito, como poco antes acaecía con Portoviejo, se incluyó también, naturalmente, en el seno de la realidad quiteña. Aun cuando el alto dominio -si así puede decirse- de esta región del Nuevo Mundo, desde Esmeraldas hasta Chile, quedara en manos del señor Marqués, don Francisco Pizarro, gobernador general y personero de su Majestad. Este personaje que al comienzo de su vida política se llamaba gobernador de todo lo que hubiere o se descubriere por los dominios aquí señalados, incluía a Quito y a Guayaquil en el mismo plano. Al encabezar pomposamente los documentos en que se contenían sus actos administrativos. Pero, al dar a Gonzalo, su hermano, la gobernación de Quito, notó la realidad que señalo en estas páginas, es decir que comprendió cómo, de manera natural, Guayaquil se englobaba geográfica y administrativamente dentro de la jurisdicción de Quito.

  —249→  

Gonzalo Pizarro, desde el primer día de su gobernación se llamó, por consiguiente: «Gobernador e Capitán General de estas Provincias de Quito, Quillacinga, Puerto Viejo, Villa de la Concepción e ciudad de Santiago de Guayaquil». O también: Santiago de Culata, como era tan usual decir. Mas, lo que no asoma claro por ninguna parte es cómo siendo llamada villa la fundación de San Francisco, y cómo siendo llamada ciudad la de Santiago de Guayaquil, ésta quedó siempre subordinada a aquélla. A no ser que nos acojamos al criterio que dejé expuesto más arriba, es decir que solamente en el nombre y por una muy explicable circunstancia política, Quito era villa en el papel; pero en la realidad, cabeza de la administración.

Porque es del todo verdadero que existió dicha jerarquía, durante más de dos siglos, casi a lo largo de tres. Los documentos, los procedimientos, la concatenación administrativa y todo orden de relaciones jurídicas y políticas, sin discrepancias, así lo confirman. Si en Quito hubo gobernador, en Guayaquil teniente de Gobernador; si en Quito se erigió un corregimiento, en Guayaquil hubo teniente de corregidor. Y, así, en lo demás, con semejanza administrativa, pero guardando la natural jerarquía, como claramente se sabe ocurrió en el Derecho español y en el Derecho Indiano, cada vez que se empleaba la palabra teniente.



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ArribaAbajo Prefiguración quiteña de Loja y de su Provincia

Me detendré, ahora, a considerar el crecimiento de San Francisco en las tierras del sur, importante como el acaecido hacia el oeste, en busca de salidas sobre el Océano Pacífico. El ensanchamiento de esta región sureña, presidido jurídicamente por los poderes centrales del Perú -La Gasca para Loja, y el Virrey Hurtado de Mendoza para Cuenca-, no representa sino el natural desarrollo de San Francisco, y es tan orgánico en su trayectoria del centro hacia este límite periférico, tal como los dos que he señalado ya, es decir los proyectados hacia Portoviejo y Santiago de Guayaquil. En el caso de la prefiguración que relataré en seguida, hubo también conjunciones de hechos, de necesidades y de personajes que consiguieron imponer en la teoría y en los sucesos, la fundación de dos urbes con las que se integró la fisonomía de la nueva Quito, en el confín austral del viejo Quito preincásico.

La simple consideración de que las tierras del sur no podían quedar abandonadas, luego de haber sido las primeramente conocidas en los días de la penetración de   —251→   Benalcázar y sus hombres, nos da suficiente margen para intuir que en la mente de este caudillo o en la de Almagro, debía anidar, con inmediata lógica de necesidad administrativa, la idea de estas dos fundaciones -su futuro nombre no importaba-, a fin de guarnecer y de completar la realidad de San Francisco de Quito. Cieza de León lo dice, así mismo, paladinamente:

«El sitio de la ciudad -de la de Loja- es el mejor y más conveniente que se le pudo dar para estar en comarca de la provincia. Los repartimientos de indios que tienen los vecinos della los tenían primero por encomienda de Quito y San Miguel; y porque los españoles que caminaban por el camino real para ir al Quito y a otras partes corrían el riesgo de los indios de Carrochamba y de Chaparra, se fundó esta ciudad como ya está dicho...»



Sin duda, esto habría bastado para prolongar la jurisdicción de Quito hacia el sur; un móvil económico-administrativo, o sea la existencia por allá de encomiendas y de encomenderos señalados por San Francisco, primero, y luego, también, por San Miguel; y, además, un móvil de seguridad personal: el resguardo de quienes transitaban el camino de Quito a Lima, o de quienes exploraban la promisoria región, de manera especial hacia las selvas de oriente, más llamativas a la aventura y al ánimo de los españoles, como antaño llamaron con igual atractivo al Inca Huaynacapac. Subrayo: este hubiera bastado, pero hubo más, mucho más.

Para verlo, me detendré, primero, a considerar del modo más sumario posible la prefiguración quiteña de la ciudad de Loja y de su territorio. Y digo sumariamente, porque en esta región del actual Ecuador acontecieron importantes hechos, numerosos, conjugados los unos con los otros, de tal modo, que dieron de sí, junto con la existencia de Loja, la paralela aparición de varias urbes, cuya temporal importancia hace más lamentable todavía su mengua. Y, como en el caso de muchas ciudades hispánicas, cuya vida inicial va pareja a la de sus fundadores,   —252→   en el principio de Loja tenemos que considerar, a modo de prólogo insustituible, la actividad y la persona de don Alonso de Mercadillo, esforzado español de Andalucía, granadino, por más señas, y nacido en la ciudad mediterránea de Loja.

Este capitán Mercadillo, en 1538, exactamente diez años antes de fundar la ciudad de Loja, sea por permiso o sea por mandato del Marqués don Francisco Pizarro, emprendió una larga excursión por las selvas orientales. El hecho fue famoso, a todas luces, puesto que Cieza de León en la Guerra de las Salinas dio prolija cuenta del mismo, dedicándole largas páginas, no obstante ser un suceso secundario dentro del asunto capital del libro. Dicha penetración movió, siglas después, a Jiménez de la Espada a dedicarle un estudio con el nombre de La Jornada del Capitán Alonso de Mercadillo a los Indios Chupacos e Iscaisingas.

Jiménez llega a concluir que, tras largas jornadas, desorientado de caminar entre la maleza, las fatigas, las desazones y las tremendas sublevaciones de los suyos -éstas, sobre todo, más aflictivas que las otras circunstancias adversas-, Mercadillo tuvo la suerte de llegar, el primero, al Amazonas, tocando en un lugar que, años después, quedaría definitivamente inscrito en la crónica de Fray Gaspar de Carvajal, con el nombre de Machifaro. Esta expedición fue acaso, el contacto inicial de Mercadillo con ciertas comarcas que después colindarían con el territorio de sus futuras fundaciones.

Poco tiempo después, el mismo capitán, avecindado en Quito o quiteñizado, como muchos de la compañía de Gonzalo Pizarro, tomó parte en el extraordinario viaje emprendido por el gobernador de San Francisco al esquivo país de la canela. En esta fatigada, numerosa y formidable expedición, Mercadillo tuvo destacada actividad y parece haber ganado, en algunos momentos, la confianza del jefe, hombre siempre cauto y siempre receloso, como buen político según demostró después. José Rumazo trae este dato sobre el personaje:

  —253→  

«Pizarro mandó al capitán Alonso de Mercadillo que, con una docena de soldados, bogase en una canoa río abajo, por si encontrase algún rastro de Orellana o algún bastimento o siquiera raíces comestibles. Mercadillo anduvo ocho días sin hallar ni comestibles, ni rastro de español, ni de indio, y cuando lo supo Pizarro, él y los suyos se tuvieron por perdidos».



Sentiría, sin duda, el capitán Mercadillo una contraria emoción a la que sintió, pocos años antes, cuando en la misma selva amazónica y en la misma andanza en la que ahora caminaba empeñado por conseguir gloria y provechos, sentiría, repito, contraria emoción a la que su ánimo esforzado sobrellevó cuando los subalternos de antaño hicieran de deseo, eso mismo que Orellana realizaba hoy con entera conciencia y con propia voluntad: es decir, sublevarse, tomar la empresa por cuenta propia y suplantar al personero principal de la misma. Solamente que en el primer caso los desobedientes trataron de volver camino atrás, mientras que hoy habían seguido rumbo adelante, hacia la grande y soñada aventura.

Pero en ambos casas, la actividad de Mercadillo servía al mismo grandioso fin: buscar la ansiada unión de los dos Océanos, descubrir tierras que permitieran una empresa de tales dimensiones, adelantar conocimientos y posesiones geográficas, a fin de mostrar al Rey un título que le hiciera acreedor a las recompensas prometidas. Lo interesante del caso, visto el asunto desde el punto de vista quiteño, que si en la primera vez trabajó Mercadillo inconscientemente en favor de San Francisco, lo interesante del caso, repito, fincaba esta segunda ocasión en que Mercadillo tenía la plena conciencia de servir a los intereses jurisdiccionales de Quito, ensanchando los dominios de la urbe y de su cabildo.

Si rebuscamos un poco en el fondo biográfico del personaje, echaremos de ver en el medio de las dos expediciones una laguna temporal donde, seguramente, iría formándose la clara idea de Mainas, primero, y de lo que después se llamó La Zarza. La idea maduró todavía un   —254→   tiempo, el que transcurrió entre los dos primeras actos de las guerras civiles del Perú, en cuyos cuadros Mercadillo, como los demás capitanes, ocupó también su lugar visible, siempre junto a la causa de los Pizarro. Su lealtad hacia Gonzalo le llevó a intervenir en contra del primer Virrey, Blasco Núñez de Vela, en la trágica acción de Iñaquito, donde el Virrey perdió la vida.

La predicha idea de fundar al sur de Quito y en la entrada del mismo hacia la selva tórrida, una urbe que sirviese para fines administrativos, de refugio, de vigilancia y de enlace, quizás se tornó ya impostergable con las necesidades impuestas por estas guerras civiles. Por eso, apenas terminada la acción de Iñaquito, surge de nuevo, siendo el mismo Gonzalo Pizarro quien le presta forma real. La cita que copio, tomándola de Cieza, es terminante:

«Y mirando Gonzalo Pizarro que ya en todo el Perú no tenía ningún contraste, ni guerra que le diese congoja, porque la de Centeno tuvo por cierto que Carvajal le daría fin, determinó de derramar alguna gente de la que con, él allí iba (en la vuelta de Pizarro de Quito a Los Reyes), y así mandó al capitán Alonso de Mercadillo que con los soldados que bastase fuese a poblar una ciudad en la provincia de los Paltas, a la cual pusiese por nombre La Zarza. Alonso de Mercadillo se partió con la gente que convino para hacer la nueva población...»



Que esta idea fermentó en Quito y desde allí creció hasta realizarse en el lugar preciso, es incuestionable por muchos aspectos. El primero, porque a Mercadillo se le afirmaba más y más el criterio sobre la importancia del lugar para toda clase de exploraciones en la selva, cuya leyenda seguía ejerciendo irresistible atractivo. El segundo: porque la aventura llevada a cabo por Orellana necesitaba completarse con la fijación de un punto de partida fluvial accesible y no muy alejado del Mar del Sur, según el criterio que entonces se tenía sobre la conexión de los dos océanos. El tercero es un criterio administrativo,   —255→   muy digno de tomarse en cuenta, dada la pulcritud con la que entonces se miraban los asuntos pertinentes a jurisdicción, reparto de tierras, búsqueda de minas, etc.

Estas razones, con otras más que, no por secundarias eran menos influyentes, golpeaban la actividad creadora de hombres inquietos como Pizarro y Mercadillo, y determinaron que el primero ordenara al segundo la comisión de la empresa: para lo cual le permitió tomar de su séquito el número de hombres que fuera necesario. ¿Y en dónde ocurrió esto? Se ha fijado con precisión geográfica: mientras iba Pizarro de Quito a Lima, luego de su victoria sobre el Virrey y apenas traspuestos los límites del viejo Quito. Mercadillo separó su vía de la de Pizarro en Paita, y desde allí se encaminó rumbo a la región que denominó La Zarza, donde fundó una ciudad con este mismo nombre, la cual, naturalmente y en seguida, entró a la jurisdicción de Quito.

Pero la guerra civil continuó con otro giro: las gentes que habían ido de Pizarro a Almagro y que de éste habían retornado -veleidades humanas- al sucesor de aquél, es decir a Gonzalo, tuvieron por seguro que nada se oponía ya entre la ambición de los que se levantaban en América y la fidelidad al Rey que permanecía muy lejos, en España. El movimiento que comenzó con una sublevación contra las Nuevas Leyes, sublevación que amotinó en torno suyo a cuánto terrateniente y encomendero había, sin que se distinguieran almagristas de pizarristas en buen número de casos, la sublevación que principió contra una Real Cédula, siguió camino contra el Real legislador y Monarca. Todo parecía ganado para la causa del sucesor del Marqués, el segundo Pizarro, a quien no faltaban consejeros que le empujaron a proclamarse soberano en esta porción del Nuevo Mundo. La causa del Rey y los fieles al mismo se habían reducido a un número escandalosamente minoritario, hasta que en el horizonte se perfiló la diminuta figura de uno de los más recios caracteres del renacimiento español: don Pedro de la Gasca.

Casi todos fueron atraídos por este clérigo cauteloso e incontenible. Las pizarristas de última y de vieja data   —256→   acudían a jurar fidelidad al Rey. Y Mercadillo, cercado por exigencias políticas y morales, en unión de todo el cabildo de La Zarza, alzó el estandarte de Carlos V. Entre paréntesis: se sabe de la existencia y operatividad de este cabildo por muy pocos actos: y quizá el aludido aquí sea el más notorio de todos. Lo demás que hizo la urbe recoleta, quedó sepultado entre los clamores incesantes de la guerra civil. La Zarza acabó por ser leal al Emperador y a la ley. De aquí, a enrolarse gran parte de sus habitantes, la mayoría, de ellos soldados de la víspera, y de aquí a seguir la huella atractiva, irresistible del clérigo Pacificador, no hubo ni un minuto de duda. La Zarza casi se despobló en homenaje de fidelidad al Rey. Pizarro se eclipsaba ya, y las instituciones prevalecían...

Y así tenemos a Mercadillo, de nuevo, rumbo al sur, a la lucha, a la victoria, que ahora se anunciaba al otro lado, mejor dicho a este lado, donde él marchaba, porque La Zarza no podía morir, recién nacida, puesto que llenaba una serie de necesidades y satisfacía arraigados anhelos humanos. Por tanto, la fidelidad al Rey y la fidelidad a los hechos, determinó a seguir tras de La Gasca. Y Mercadillo le siguió en su fantástico avance, le siguió hasta la hora decisiva de la batalla de Jaquijaguana, en la que el Pacificador mató a la hidra y afirmó el centralismo administrativo, constituyendo al mismo tiempo la vida imperial de España en el Nuevo Mundo. Luego de esta acción de guerra, que más fue un acto de contrición de la mayoría de los sublevados, no quedó sino la sombra de muchos grandes nombres.

Pero subsistió algo más importante: la urgencia de reconstruir, y el famoso clérigo enviado a pacificar que, a más de gran político fue extraordinario organizador, con sencillez y sin fatiga, dio fin a su enorme, tarea: Las ideas bullían; las conveniencias y los planes, también. Por eso, desde el mismo campo, y mientras se imponían penas y sanciones espectaculares a los infieles al Rey y a la Ley, sin ruido alguno se hizo lo más positivo y duradero. Entre otras cosas, La Gasca -tuvo el acuerdo de comprender la idea de Mercadillo, el valor trascendental   —257→   de una urbe que se colocara entre Quito, y Lima, y la gravedad específica de un -cabildo capaz de crear justicia y administración a las puertas de la inmensa selva tórrida, entonces más accesible por la región de La Zarza. Lo de las minas también jugó papel importante, qué duda cabe. La Gasca reconoció en esto la importancia de la obra de Pizarro y la continuó. Así lo dice Cieza:

«...la cual (Loja o La Zarza, que el cronista confunde y llama con un solo nombre), no embargante que la mandó poblar Gonzalo Pizarra, en tiempo que andaba envuelto en su rebelión, el Presidente Pedro de la Gasca, mirando que al servicio de su Majestad convenía que la ciudad ya dicha no se despoblase, aprobó su fundación, confirmando la encomienda a los que estaban señalados por vecinos, y, a los que, después de justiciado Gonzalo Pizarro, él dio indios».



Como ocurrió en el caso de Guayaquil, en que Francisco Pizarro una vez terminada la guerra de pacificación de los Incas sublevados, ordenó a Orellana tornar a la Culata y replantear la ciudad despoblada, ahora La Gasca ordenaba también a Mercadillo retornase a La Zarza y reestructurase la vida institucional antes de que se desbandaran los moradores que aún quedarían y se perdieran las obras principiadas. Pero el fundador, con más sentido geográfico y demostrando madurez y tacto político, trasladó La Zarza a nuevo sitio, es decir al valle de Cusibamba donde la salud y la vida peligraban menos o no se ponían en peligro por el clima; y al mismo, tiempo cambió el nombre poco significativo para él de La Zarza, por otro que mejor se avenía a su ser y a sus orígenes andaluces. Así surgió el nombre de Loja, el de la Loja andina, rememorando el de la Laja mediterránea, como un tributo de fidelidad del vástago fiel a su matria o tierra nativa. Todo esto acaecía a los diez años del primer contacto de Mercadillo con los parajes limítrofes de la actual provincia de Loja, es decir por el año de gracia de 1548.

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Esta fundación tampoco ha dejado rastro escrito y rehacerle, en lo que toca al orden capitular y a quienes lo constituyeron, fue obra larga y prolija de los investigadores lugareños. Gracias a estos esforzados patriotas conocemos, porque fueron hallados en documentos de la época -documentos judiciales y civiles los más de ellos-, los nombres de los miembros de los primeros cabildos. Desventuradamente, dichas nóminas se hallan incompletas, pues el número de regidores que se ha llegado a establecer, para varios concejos municipales sucesivos, en ningún caso llega a seis. Y según el Derecho, como sabe el lector, una ciudad con dos alcaldes ordinarios, tiene ocho regidores. Y en el caso de Loja, hubo trato excepcional en favor de ella, pues desde el comienzo enumeró entre sus fundacionarios regulares, al corregidor y al justicia mayor.

La potencia humana que anidó en la región, junto con la recíproca abundancia y generosidad de la tierra, sumada al atractivo de yacimientos auríferos de ostentosa producción, acrecentaron, los arrestos de sus hombres y el ánimo aventurero de los soldados convertidos en vecinos. Un nuevo tipo de aventura se ofrecía a la vista, y muchos supieron colmarlo con sus grandes acciones; de manera especial hombres como Mercadillo y Salinas quienes, intuyendo certeramente, dieron a sus pasos la mejor orientación posible. Las crónicas y las relaciones rebosan con los hechos humanos y con los acontecimientos acaecidos en La Zarza, por un lado, y en Zaruma, por otro: fuentes primerísimas de riqueza y de producción, al par que de alta vida brindada sin ahorro alguno, a uno y a otro lado de la meseta andina.

Un círculo de nueve urbes surgió en torno de Loja, multiplicando las fundaciones y probando el vigor de la empresa: Zamora, Zaruma, etc. Si tales urbes hubieran mantenido el rango, si su actividad no hubiera menguado, Loja habría constituido cabeza audiencial, tal vez, a la par de San Francisco de Quito. Pues a ella se pareció en varios aspectos, sobre todo en el poder de infundir vida y mandar contingentes humanos con qué establecer nuevos centros de civilidad conforme a Derecho. En un   —259→   reciente libro de Pío Jaramillo Alvarado, que se intitula Historia de Loja y de su Provincia, libro que me ha servido fundamentalmente en esta rápida visión, se comienza a destacar este papel histórico desempeñado, en bien de la unidad nacional y de la expansión quiteña, por la ciudad fundada en Cusibamba, gracias al esfuerzo dei capitán Alonso de Mercadillo.



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ArribaAbajo Quito nutrió también a Santa Ana de Cuenca

La prefiguración quiteña de la futura ciudad de Cuenca es más clara, más fácil de trazar y, acaso, más pragmática. Por ejemplo: el primer contacto de Benalcázar con los asuntos y los hombres del Quito. Acaeció antes de que el capitán partiera de San Miguel hacia el norte, cuando los ofendidos cañaris fueron ante él a pedirle interviniera en favor de ellos contra los armados y revueltos caudillos que anhelaban conservar para sí el último resto del Estado que llegó a crear Atahualpa. Las voces de Tomebamba y Cañar debieron ser, de entonces en adelante, nombres familiares para el oído español y, especialmente, para el de Benalcázar y los suyos. Luego después, fueron los cañaris los únicos defensores de la tropilla expedicionaria que penetraba en tierras del Quito, siendo ellos, exclusivamente, quienes agotaron la lista de argucias y derrocharon un inmenso tesoro de lealtad en favor de los nuevos invasores. Esto, como se supone, no debía permitir que los nombres de Tomebamba y Cañar se borrasen de la mente conquistadora, y determinaría que un recuerdo tan penetrante reapareciera apenas,   —261→   se asentaron los nuevos vecinos de San Francisco, a donde no habrían llegado sin el auxilio cañarí, que fue el arma efectiva de mayor alcance en toda la aventura.

Los cañaris de Tomebamba hospedaron a Benalcázar en su primer viaje de ida hacia las tierras desconocidas y, luego según se dice, por segunda vez hacia fines de 1541. Es decir que la amistad se prolongó gracias a una serie de vínculos estrechados cada vez más, algunos de los cuales recordaré a fin de tener precisa cuenta del modo cómo Cuenca de Tomebamba se prefiguró en el seno de la primitiva historia capitular de San Francisco. Un primer nexo urbanístico -si es dable hablar así- fue el siguiente: algunos cañaris auxiliares del capitán español contra los caudillos del Quito, una vez asentada definitivamente San Francisco, recibieron tierras en las cercanías, en las goteras de la urbe nueva, donde el trato en vez de menguar debió, acentuarse y el mutuo conocimiento de hombres y cosas del Cañar y de los castellanos, mantendría latente el recuerdo de las tierras tomebambinas, o despertaría la urgencia de volver hacia las mismas.

Los nexos humanos entre españoles y cañaris debieron ser realmente vivos, hasta el extremo de que los versátiles hijos de la guacamaya, a quienes el Incario jamás vio con deferencia y hasta les odiaba sin confesar el odio, pero a quienes siempre mantuvo de mitimaes en el Cuzco -recordará el lector que fueron los primeros sometidos a este régimen migratorio forzoso por Huainacápac-, hasta el extremo, insisto, que aquellos cañaris se pusieron una vez más al lado de los españoles cercados en el mismo Cuzco, durante la rebelión organizada por Manco Inca. Motivos de amistad y de mutuo conocimiento entre castellanos y tomebambinos se pueden señalar en gran número; pero basta recordar que los caciques y los señores de la región cañarí conservaron sus preeminencias y recibieron trato de privilegio, siendo cada vez exonerados de tributos y de trabajos, tanto en Tomebamba como en el Cuzco.

El atractivo que ejerció la región cañarí en el ánimo de los españoles que marcharon hacia Quito y se afincaron,   —262→   luego en San Francisco, a más de humano y político, fue económico y geográfico: Las actas capitulares de Quito dicen de modo irrecusable cómo una de las primeras salidas o cómo uno de los más tempraneros derrames del vecindario se realizó camino del sur, a tierras de Tomebamba donde había amigos y buen clima. La vez primera que esto se dice, o que noticia de tal índole asoma en las actas de cabildos, es para referir que, nada menos, el Alcalde Mayor, Juan de Espinosa, ha ido al frente de un buen grupo de expedicionarios a la región austral, hacia la tierra de Cañar, no sólo con ánimo de visita, mas con el de acondicionamiento agrario y, afincamiento rural:

El acta no hace referencia directa al asunto, sino que al contar que al cabildo le falta un miembro, dice que ha marchado a tierras del Tomebamba y pide el reemplazo temporal para la vacante. Pero este hecho, al concordar con otros, demuestra que tal expedición fue importante en el número y en la calidad de las personas. Por voluntad de Juan de Espinosa, como se sabe, quedó nombrado encomendero de una extensa parte de la actual provincia de Cañar, Diego de Sandoval, quien ejercitó sus derechos desde el comienzo de 1535; y esta designación se hizo, seguramente, en el curso de la misma faena expedicionaria que, como se deduce del acta capitular respectiva, dio comienzo en diciembre de 1535, pocos días después de constituido el cabildo de San Francisco. ¡Tanta fue la voluntad o la urgencia de poblar tierras donde se esperaban largos rendimientos para la vida y para economía!

Poco después, seis meses más o menos, el 28 de junio de 1535, el cabildo aquí mentado, se vio en la necesidad de fijar los limites de su jurisdicción, sin duda obligado por los acrecentamientos producidos en los últimos tiempos, y al hacerlo emerge otra vez la simpatía por Tomebamba y por Cañar. Dice el acta en referencia:

«e luego el dicho señor capitán e tenyente suso dicho (Diego de Tapia) en nonbre de su magestad e del dicho señor gouernador don Francisco Pizarro en su   —263→   rreal nonbre dixo que en aquella vya e forma que mas aya lugar de derecho señalava e señaló por termynos jurisdicción desta dicha villa de San Fancisco todos los pueblos e provincias quel señor capitán Benalcázar señaló en deposyto e repartimyento a los vezinos desta dicha villa que es por camyno rreal que va hasta Tumibanba hasta la prouincia de Pamallacta: que se entienda la dicha prouincia hasta el tanbo o puebla que llamamos de los ovejeros ques donde murio un español al tiempo que venga para estas provincias, questa en el dicho camina rreal...»



El acta engloba, pues, lo que ahora comprende la extensión de las provincias de Azuay y de Loja, o sea que se dibuja ya el contorno sur del país, tanto el interandino como el costanero, casi con la misma precisión con la que se ha conservado por tanto tiempo. Y este límite fue definido por el cabildo de Quito más de una vez, sin duda porque lo consideraba el más natural y el más justo; el más propio y el mejor encontrado por la aventura soñadora y por la pragmática acción administrativa. Así podemos leer, cito por ejemplo, en el acta del primero de septiembre de 1537 estas palabras:

«Sabado primero día del mes de setienbre... en este dicho día entraron en su cabildo como lo an uso e costunbre... en este dicha día y en este dicho cabildo se platico en como esta dicha villa tiene de termynos hasta el rrio de quillacinga e hasta los cañares e se acordo que se defiendan los termynos e no se consientan ser desposeydos de ellos».



La reiterada referencia a los cañaris iba, de otro lado, afirmada en el hecho de la creciente población española en aquellas atractivas zonas. Parece indudable que entre los numerosos seguidores de Alvarado, sobre todo la gente campesina que abundaba entre aquéllos, por ser gente de paz o gente con ánimo de terratenencia, había quienes buscaban asentarse en lugares convenientes que estuvieren a la medida de sus anhelos. Así ocurrió en Chilintomo   —264→   y en la atrayente cuenca fluvial de las actuales provincias de Guayas y de Los Ríos. Caso análogo acaeció en la extensión de las hoy provincias de Azuay y Cañar, en donde; por la apacibilidad del clima, la amistad de los cañaris; la facilidad agrícola y más ventajas reales, iba creciendo el número de los sembradores de la tierra, la cifra de los terratenientes pequeños o grandes y, además, la cantidad de buscadores de minas cuya fama, extendida ya, era un aliciente y una seria invitación, irresistible, a vivir en la casi despoblada tierra de los cañaris.

En efecto, junto a las conveniencias más elementales, como son las de la supervivencia y las de la defensa, los cañaris brindaron a los españoles el conocimiento de recintos auríferos accesibles y muy fáciles de explotar. Santa Bárbola, junto a la actual población de Gualaceo; nació muy temprano como asiento minero, donde la necesidad de mano de obra atrajo a primitivos y a europeos, tanto para el laboreo de yacimientos que guardaban oro en betas, cuanto para el lavado del metal en numerosos placeles bien provistos de oro en grano. Santa Bárbola constituyó un nutrido asiento o lugar, donde la vida desenvolvió su incontenible potencia creadora y atractiva. Llamó la atención y atrajo el séquito indispensable de administradores que despertaron la necesidad de la erección de una urbe.

Es de presumir que el trabajo del lavado de oro sería el primero en comenzar en aquel sitio, dada la manera nada técnica de hacerse, igual a la que vemos sigue haciéndose hoy; cuatro siglos después, junto a los mismos ríos que antaño, como ahora, constituyen el venero del consuelo material popular, durante los malos tiempos. Solamente que en aquellos años primeros de la edad española, aquellos placeles guardaban cantidades ingentes de metal, sedimentadas en largos siglos de catastróficas conformaciones y destrucciones plutónicas, o de cambios hidrográficos no menos espectaculares. Fueron los españoles las primeros cosecheros de tan imponente reserva, y queda aquí, como en otras regiones, memoria del peso y de la calidad de los granos de oro extraídos,   —265→   de entre los cuales, los más famosos hacían época y eran enviados, como donativos preciosos, al Monarca español.

Este desarrollo de la industria minera, acaso extenso -sabemos de fijo que no fue muy escaso-, atrajo gran cantidad de hombres de empresa y, tras ellos, la máquina administrativa. Primeramente, la que diré fiscal, encargada de ensayar el oro y de cobrar los quintos reales. Y luego después llegó la otra, la estrictamente municipal, encargada de los aspectos humanos y jurídicos de esta nueva forma de vida y de trabajo. De otro lado, la codicia mandó sus personeros y comenzaron los inevitables atropellos, que fueron causa de represiones oficiales y del mejor conocimiento de la atractiva región.

El doctrinero y el justicia de asiento y minas aparecieron, en seguida, por la comarca tratando de establecer la vida en conformidad con las normas de la Ley de Dios y del Rey. Benito Sánchez de la Barreda tuvo en sus manos, por primera vez, la vara de la justicia y la esgrimió sobre la cabeza de los atropelladores que se presentaron en esta aurora; y el doctrinero Alonso Pablos, entre tanto, sembraba la paz en la conciencia de los primitivos y la verdad en sus mentes llenas de curiosidad. Todo esto ocurría por mandato del cabildo quiteño, alrededor del año 1547, o sea diez años antes de fundarse Santa Ana de Cuenca.

Por esa misma época apareció en tierras de Cañar, en Tomebamba, precisamente, Rodrigo Núñez de Bonilla, personaje importante por las relaciones sociales y administrativas que mantenía, por los arrestos de hombre emprendedor que le caracterizaban, y por las iniciativas que siempre bulleron en su cabeza. Al tiempo de la llegada de este español, los moradores habían aumentado tanto en la cercanía de las minas y en el campo, cuanto en determinados lugares donde se preparaba una futura concentración domiciliaria.

Sin embargo, y tras de Núñez, a la noticia de nuevas minas que explotar con facilidad, llegaron otros españoles e incrementaron los esfuerzos y el caudal de la aventura. Por esos días, con seguridad, la población europea   —266→   debía de haberse concentrado en las cercanías de los reales aposentos de Tomebamba, en número bastante crecido, hasta determinar el nacimiento de variadas industrias, incipientes las más y elementales, pero indicadoras de una vida social que comenzaba a ser duradera. Las más de aquellas industrias se justifican sólo por el consumo inmediato, como ocurre con el molino de mieses implantado por Núñez de Bonilla, que nos demuestra que hubo consumo y consumidores de pan.

Mineros o industriales de la metalurgia -en el grado en que esto fuera dable entonces-, pequeños terratenientes que al mismo tiempo serían agricultores, algunos encomenderos, pocos o muchos miembros de una administración naciente: tal sería el conjunto móvil y emprendedor, lleno de ilusiones y de esperanzas que, antes de 1557, año de la fundación de Cuenca, poblaba ya algunos lugares, acaso los más atractivos de la región cañarí. En total: una fecunda vida, activa y pacifica, recatada y modesta -que ha modelado para siempre el destino de la vida en la hoy región azuaya-, llena de anhelos humanos y casi al margen de las deslumbradoras escenas de las grandes empresas desplegadas con tanto énfasis dramático en otros sitios, anticipó la fundación de una urbe, que vino a la Historia con altas calidades y con todos los solemnes formulismos de la Ley, por la voluntad de Hurtado de Mendoza, el marqués representante del Monarca en Lima, gobernante que conocía, por referencia, las condiciones humanas y geográficas reinantes en la comarca.

Pero el empeño fundacional, como en el caso de Guayaquil y en el de Loja; nació en Quito, y del vecindario quiteño se nutrió en un comienzo; aun cuando, al fin, concluyó por tomar plena actualidad por mandato del poder central radicado en Lima. Sin embargo de lo cual, y como en el caso de las otras urbes citadas más arriba, Cuenca, Santa Ana de Cuenca en los Andes, nació por designio del Virrey de Lima, desde el Perú; mas ingresó de manera natural en la jurisdicción quiteña. En consecuencia de ello; San Francisco destacó más su fisonomía,   —267→   se delimitó históricamente de mejor modo, al darse forma completa sobre el suelo y al organizarse más definitivamente en la vida, como, correspondía al destino fijado.

El hecho fundacional llevado a término por el delegado del Virrey Hurtado de Mendoza -Ramírez Dávalos se llamó este delegado-, no hizo sino dar apariencia exterior y consistencia legal a un sueño surgido años antes en el seno del cabildo de Quito. Los primeros fundadores, es decir Benalcázar y los suyos, seguían levantando la mano e indicando el rumbo de la urbe que, también esta vez, como antes de la venida de los españoles, fue punto de llegada que se transformó en punto de partida para empresas de extraordinario alcance. Portoviejo y Guayaquil señalaron el primero lado del cuadrilátero; las nuevas urbes de Loja y Cuenca, el segundo. En seguida iré en pos de la huella de los dos lados restantes y de la huella que sobre éstos marcaron los aventureros del Quito, del nuevo, del llamado a subsistir, el ahora Ecuador, arraigado y duradero, pero fruto de un estallido de esfuerzos irradiados desde San Francisco y su ejemplar vecindario.



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ArribaAbajo La quiteñización de Popayán

No había pasado un año desde la erección de San Francisco de Quito, cuando dio comienzo el suceso que voy a recordar. Es decir, no estaba del todo consolidada la unión del vecindario, por la costumbre, aun cuando por la Ley regía una vida uniforme y destinada a perdurar. El caso es que en el ánimo de Benalcázar no se amortiguaba el afán de conseguir dos de sus más caros objetivos: la gobernación propia, en la que veía el inmediato provecho personal; y la unión de los dos Océanos, en la que fincaba su gloria. De manera un tanto sorpresiva cuentan las actas capitulares el principio de la nueva aventura, apresurado comienzo que en cierto modo hasta llegó a atropellar los usuales procedimientos, de suyo comedidos y escrupulosamente normados. Cuentan las actas:

«En lunes veynte y siete días del mes de diciembre año del nascimyento de nuestro saluador jhesu xristo de myll e quinyentos e treynta e seis años (aquí hay error de un año, señalado por todos los paleógrafos   —269→   que han vertido al habla actual estas actas, error que se produjo por el hecho de haberse reunido los cabildantes para elegir a los regidores y alcaldes para el año de 1536. La fecha precisa del acta es 27 de diciembre de 1535) este dicho día entraron en su cabildo segund lo han de costumbre los nobles señores... y los dichos señores justicia e rregidores estando juntos en el dicho cabildo que es en las casas de la morada del señor capitán Sebastián de Benalcázar, dixeron que por que es uso y costumbre de hazer elecion de alcaldes e rregidores en cada un año entrante el año nuevo y por que el plazo es muy breve e el dicho señor capitán estaba de partida para yr a condelumamarca...»



Por las circunstancias que se acumulan, la aventura debía ser de las sonadas, en medio de un tiempo donde sonaban tantas, entre el estampido de los hechos castellanos en la tierra firme y en las islas de la mar océana. Las palabras transcritas nos permiten ver, no el deseo de saltar sobre valladares legales, deseo tan frecuente en todos los siglos y en el ánimo de todos los gobernantes, sino -y esto miramos antes que otra cosa- el apuro, la priesa de acometer una faena donde el nombre, el prestigio y la fortuna se ofrecían caudalosamente. Los detalles, más o menos solemnes, la antelación de tres o cuatro días, la declaratoria de la partida del señor Capitán hacia tierras de Condelumamarca -léase Cundinamarca-, la sorpresiva reunión en casa del mismo Benalcázar, son síntomas de la fiebre aventurera que, por esos días, había alcanzado su clímax.

El séquito de expedicionarios debía estar seleccionado ya, pues la premura de las elecciones municipales y la connivencia de los cabildantes al aceptarlas en fecha anticipada, demuestra haber tras el asunto un poderoso número de voluntades. Efectivamente, sabemos por muchas fuentes que la cifra expedicionaria montaba a trescientos castellanos de a pie y de a caballo, todos resueltos a ganar un imperio, si lo hubiese, todos valientes y desembarazados de cualquier género de impedimenta, pues habían   —270→   convenido en no llevar compañía alguna de primitivos americanos, cosa sin duda muy rara, y que no deja de subrayar Herrera con estas palabras: «sin la multitud de indios que suelen llevar a las jornadas otros capitanes». Y sin los acompañantes que el mismo Benalcázar trajo, casi unificados con su hueste, desde las tierras del Cañar.

El ímpetu de sus expedicionarios, especialmente de su capitán, debíase además a una especie de tensión acumulada durante los meses -casi diez- que mediaron entre los sucesos que acabo de recordar y la primera exploración al país de los quillacingas, tras cuyos términos se pensaba encontrar tierras y reinos provechosos. El primer visitante de los confines del antiguo Quito con las tierras australes, del futuro virreinato de la Nueva Granada, fue el sevillana Pedro de Añasco, a quien le envió Benalcázar y cuya persona hace mutis por el fondo en las actas capitulares, al terminar los días de marzo del año 1535.

Pocas semanas después, los mismos documentos capitulares nos informan que Juan de Ampudia -otro de los decididos exploradores y envejecido en estas artes de tanto riesgo- partió a principias de junio, tras la huella del capitán antes nombrado. La curiosidad que habían despertado los relatos contados por habitantes de unas misteriosas tierras, hoy colombianas, que asomaban con reiterada frecuencia por la nueva urbe de San Francisco, y la incitación causada por la marcha de los dos exploradores, Añasco y Ampudia, encendían el ímpetu de Benalcázar y de sus hombres. Y nadie podía contenerles por más tiempo.

Entre tanto, Pizarro se hallaba al corriente de las incursiones ordenadas por Benalcázar. Es presumible que éste mismo haya comunicado la noticia de ello al señor Marqués, el cual sabedor de la existencia de tierras abundantes y promisorias, cortó la posibilidad de una nueva determinación arbitraria del fundador de Quito. Es decir trató de cortar lo que, a la larga, cristalizó en gobernación propia de Benalcázar, por concesión real. Y sin que   —271→   se tratara de dominios que cayeran bajo la jurisdicción de Pizarro o bajo lo previsto para él por el Monarca, según lo expresan las capitulaciones suscritas por el Rey y el descubridor del Perú, mandó éste desde Lima una provisión a Benalcázar, provisión que consta, así mismo, del libro primero de actas capitulares de San Francisco. Dice el documento:

«don francisco pizarro adelantado capitán jeneral e governador por su magestad de estos rreynos de la nueva castilla etc. digo que por cuanto yo provey en nonbre de su magestad a vos el capitán Sebastián de Benalcázar mi theniente de governador e capitán general de las provincias de quito e soy informado que como tal mi theniente en nonbre de su magestad y en mi lugar enviastes, a los capitanes pedro de añasco e joan de anpudia con jente la vía del levante a descubrir otras provincias e tierras de que se thenia noticia... e porque dicha tierra sea de poblar como conviene al servicio de dios nuestro señor para que las gentes de ellos vengan al conoscimiento de nuestra santa fe catolica... ay necesidad para que el dicho descubrimiento aya buen fin e su magestad sea servido en la conquista y población de las dichas tierras descubiertas e por descubrir que vos el dicho Sebastián de Benalcázar seays mi theniente de governador e capitán jeneral de ellas e de las otras que por vos e por ellos e por otros cualesquier capitanes que vos enbiaredes se descubrieren por la presente en nonbre de su magestad si necesario es vos proveo del dicho oficio de mi theniente de governador e capitán jeneral para que como tal lo podays husar y exercer en mi lugar en todas las cosas e casos a el anexas e concernientes... para que en los lugares e partes que mejor, e mas convenga al servicio de su magestad e su rreal nonbre y en mi lugar podays fundar e fundeis el pueblo o pueblos que vierdes que convienen para la población e ennoblecimiento de las dichas tierras que ansi están descubiertas e se descubrieren por cualquier vía o parte que sea...»



  —272→  

Nada faltaba, pues, para el comienzo de la empresa. Y el vecindario, desangrado en una buena porción de su torrente vital -trescientos hombres en una población incipiente- vio partir a los exploradores con ánimo tranquilo, sin duda resuelta, acaso porque de antemano sabía que aquel enorme contingente de energías en vez de menguar, acrecentaría más la jurisdicción y las fuentes de aprovisionamiento de la naciente San Francisco. Era una faena en la que todos ganarían: los esforzados, gloria; los capitanes, fama; el cabildo, poderío; el caudillo, gobernación propia y el cumplimiento de un viejo anhelo. No podía hallarse aventura con mejores ofrecimientos o con más propicios reclamos.

Con todo, las amarguras principiaron en seguida, apenas rebasado el territorio del Quito antiguo, o sea en cuanto los castellanos entraron en los dominios de los pastos y de los patías. Las acciones bélicas sobrevinieron en número crecido y con indudable valentía por ambos bandos, tanto en el de los expedicionarios como en el de los defensores del suelo recién descubierto por los castellanos. Sobre todo, los primitivos moradores de la tierra no eran tomados de sorpresa, pues pocos meses antes libraron sus batallas iniciales con el conquistador europeo, ido hasta esos lugares desde el mismo sitio y con análogas propósitos.

Benalcázar y los suyos, al enfrentarse otra vez con la crudeza de los hechos actuales, reeditaron la existencia fatigosa de aquellos días de la penetración en el Quito y, aún cuando en esta vez se sintieran un poco acostumbrados a las inclemencias de la geografía hostil, no contaban con el auxilio de los eficacísimos cañaris o de otros americanos, porque las circunstancias así lo determinaron. En consecuencia, sobrellevaban, con extraordinaria resignación, grandes penalidades, que el fiel cronista de estos sucesos, el presbítero beneficiado de Tunja, narrador y poeta, Juan de Castellanos, recogió con esmerada puntualidad.

Siguiendo las huellas de Añasco y de Ampudia, avanzó Benalcázar lentamente, con el pecho amenazado y   —273→   con la espalda desguarnecida, hasta dar junto al río Cali, en donde encontró, en circunstancias imprevistas, a los dos capitanes que le precedieron, quienes, tomados de asombro por la imprevista llegada de hombres blancos, acudieron al mismo expediente legal que en Cicalpa o en Riobamba libro a Benalcázar de Alvarado. Añasco y Ampudia fundaron apresuradamente un pueblo -el pueblo de Añasco según dirán los cronistas-, ante el temor de perder la obra y la prioridad material de la misma. Me permitirá el lector que, antes de atender a lo jurídica del asunto, sobre todo a las fundaciones que después se cumplieron, traslade el relato de este: avance y de sus circunstancias, tomándolo de lo que en la década quinta de su Historia consigna Antonio de Herrera y Tordesillas:

«Mui ordinaria cosa era de los Capitanes, que havían pacificado vna Provincia en las Indias, querer luego reconocer las que tenían en sus confines, y saber sus vecindades, y penetrarlas, para entender el secreto de ellas. Sebastián de Benalcázar, teniendo las cosas de San Francisco del Quito, i su distrito en quietud, haviendo enviado algunas Tropas de Gente a la ligera, á vér lo que havía por aquellas Comarcas, teniendo entendido, que dos Señores Hermanos, mui principales, el vno llamado Calambaz, y el otro Popayán, poseían vna gran Provincia, de mui buena Tierra, i rica de Oro, ácia la parte del Norte, aunque se le ofrecían descubrimientos de otras Provincias, considerando, que pues iá tenía descubierto el camino del Quito a la Mar del Sur; a quien respondía: la Baía de San Matheo, le parecía, que seria mui conveniente lo que havía desde el Quito a la Mar del Norte, i determinó de emprenderlo: obra por cierto de hombre valeroso, i animoso, i de gran estimación digna, aunque le salio más larga, i dificultosa de lo que se imaginó».



He aquí uno de los móviles de la empresa: hallar el camino entre los dos Océanos; idea que fatigaba el corazón   —274→   de los aventureros y la mente de los cosmógrafos, desde el día en que Diego de Lepe dio con el desaguadero de un caudaloso río cuyos nombres, orígenes; recorrido, probabilidades de navegación, etc., envolvían lo poco que del mismo era sabido en un mar de brumas y de fábulas, tanto más pesadas, cuanto más acelerado era el ritmo cordial de quienes intentaban romperlas. Benalcázar no iba tras un simple camino de tierra: eso no preocupaba a nadie desde el momento en que el Darién y el Perú quedaron conectados. El menos conocedor de cosas geográficas sabía que aquel no era el problema. Benalcázar iba en pos de algo mucho más difícil, como hombre valeroso y animoso: marchaba en busca de las fuentes del inmenso río de Lepe. Sólo que, como a los demás, le era vedado precisar si tales fuentes caían hacia el levante o hacia el norte. Ya veremos cómo, luego de fallada la aventura fluvial por este lado del Nuevo Mundo, Quito acomete la empresa por el único lado que restaba de explorar, o sea por el oriental.

Proseguiré con la narración de Herrera:

«Puesto, pues, a punto lo que era menester para tan dificultosa jornada, y no conocida, salió del Quito Sebastián de Benalcázar con trecientos Castellanos de á Pie y de á Caballo, sin la multitud de Indios que suelen llevar a las jornadas los otros Capitanes, porque ante todas cosas apercibió á los Soldados, que se proveiesen de buenas Armas, y Vestidos, dexando todo aquello que era regalo, é impedimento, por que lo tenía por dañoso, y superfluo para Hombres, cuio principal intento havía de ser el trabajo, sin el cual, no pensasen conseguir cosa buena; especialmente, que toda su industria, y felicidad consistía en la diligencia, y agilidad. Salido, pues, de la Ciudad de San Francisco del Quito, a donde dejo el recado conveniente, caminó hasta Otabálo, sin resistencia, que aora es el principio de la Governación de Popayán, y en pasando de allí, como iá sabían los Indios, que iba para entrar en su Tierra, los Caciques, i Capitanes de los Pastos, i Patías tenían convocada la Gente   —275→   armada, y puesta a punto, y luego se le pusieron al encuentro, i sin que les aprovechasen requerimientos, ruegos, presentes ni otras diligencias para escusar Guerra...»



Desde aquí, o sea desde el momento en que comenzaron las duras penalidades de los exploradores castellanos, hasta dar con un sitio apacible y propicio, hasta descubrir los futuros emplazamientos de las ciudades de Popayán y de Cali, Benalcázar no dejó de preocuparse con el curso de las ríos y de explorarlos en la medida que le era posible, durante los cortísimos paréntesis de paz que le proporcionaban los defensores de sus territorios. Este empeño de preguntar a la hidrografía nos cuenta Herrera con pocas palabras:

«Quiso también Benalcázar, iá que en esta Tierra se havía detenido, reconocer el nacimiento del Río Grande de la Magdalena, porque según la común opinión, iba a desaguar a la Mar del Norte, y juzgaba, que á la parte adonde hacia era Tierra mui poblada, y halló que salía por encima de Popayán, en dos brazos...»



Caminando entre guerras, montaña espesa, vegas floridas y hermosas, en busca de buen sitio y de ríos navegables, llegó la hueste castellana a un lugar, seguramente propicio para el descanso, junto al río Cali. Para atravesarlo, ordenó Benalcázar hacer una canoa. Cuando en las cercanías, los hombres de Ampudia y de Añasco se dieron cuenta de los recién llegados, y, de orden de uno de los jefes, un grupo de soldados pasó a nado el río y vino a informarse de la calidad y del número de los expedicionarios. En tanto, Añasco y Ampudia, recurrieron al inapelable argumento fundacional Jijón y Caamaño transcribe, en su Sebastián de Benalcázar, este episodio que lo toma de una vieja Relación publicada por José T. Medina:

«Y marchando ahora por el rastro de Arnpudia una veces y otras fuera de él descubriendo más poblazones   —276→   hasta que llegó al río grande de Cali, y como fuese invierno, y no se pudiese pasar el río, ordenó de hazerse una barca para pasar y estando en esto el Ampudia y su jente, que estaban seis leguas de allí en Arroyo Hondo... tuvieron nuevas de que había jente de españoles en el Río Grande y así envió Ampudia de noche nadadores que pasasen el río y supiesen quien eran y temiéndose no fuesen gente extraña hizo poblar y púsole la villa de Ampudia y hizo alcaldes a Francisco Cieza y a Solano de Quiñones».



Comenzó con este episodio el segundo acto del drama. Luego de la penetración, venía la urbanización. Desde luego, la villa de Ampudia quedó despoblada en muy poco tiempo, debido al clima, a la presión que sobre ella ejercía la belicosidad de los primitivos moradores de la tierra y, sobre todo, debido a la urgencia de llevar gente a sitios cuya importancia urbana comenzaba a presentarse en seguida. Estos sitios fueron, aun cuando hubo allí los mismos dares y tomares que en otras partes, Popayán y Cali. Poco después la Villa de la Concepción en Pasto.

Tal como ocurrió en Portoviejo o en Guayaquil, tales dares y tomares emanaron de competencias y de prioridades jurídicas. Solamente que en el caso de Cali y de Popayán, y más todavía en el caso de la Villa. Viciosa de la Concepción, tales diferencias surgían entre los presuntos derechos del más fuerte, Pizarro, y las cautelosas maniobras del más débil, Benalcázar. En efecto, la provisión de Pizarro por la cual designaba teniente de gobernador a Benalcázar; enturbió las cosas y confundió las jurisdicciones hasta causar serios problemas. Pizarro no tenía mando ni Real delegación sobre las tierras que, luego, incorporaba a Quito el capitán Benalcázar. Pero el marqués trataba ya de agrandar, en lo posible, los dominios que luego adjudicó a su hermano Gonzalo, a título de honrosa y muy provechosa gobernación.

Pero don Sebastián, escurridizo y también hombre de ambición y experiencia políticas, sabía a qué atenerse.   —277→   El Derecho le ampararía a la postre y, acaso con una prudencia llevada a término de humildad, proseguía sus planes con firmeza, aunque sin dejar traslucir siempre la más sumisa actitud hacia su superior. Por eso fue que Popayán, Cali, Pasto y más urbes fundadas entre sobresaltos jurídicos y dudosas competencias, acabaron por ingresar, así mismo naturalmente, en la gobernación de San Francisco de Quito. La única en medrar fue esta urbe, madre de otras muchas, a cuya protección quedaron acogidas por largo tiempo las erigidas por Benalcázar en tierra colombiana.

Expresamente, el departamento de Popayán; o lo que así se entendía durante la era hispánica, fue anexado a Quito; y cuando la Real Audiencia y el Obispado de esta ciudad se fundaron, años después, tanto lo judicial como lo eclesiástico dependieron por más de dos siglos de la actual capital del Ecuador. Popayán y una extensa región suroccidental de la Nueva Granada, pertenecieron a Quito hasta el día en que las atropelladas situaciones independistas introdujeron una segunda confusión, más irremediable que la causada por Pizarro. Esta confusión no permitió decidir el casa en favor de la vieja y tradicional jurisdicción quiteña, y le arrebató lo que el Derecho y la prioridad humana lograron establecer en el siglo XVI. Con todo, en definitiva, la aventura de Benalcázar y de sus soldados castellanos, a más de levantar de la nada ciudades para la vida y el orden social americano, puso ante los ajos de la Historia hombres de numerosas hablas y culturas tan valiosas, como la de San Agustín, según demuestran estas palabras de Francisco García Tobar, recogidas por Jijón y Caamaño en el mismo libro que recordé más arriba:

«...los de Popayán salieron con Tovar, dexando recaudo en la cibdad y yendo por los Conococos, las soldados y capitán canunándo par las montañas y las siénegas de Ysnos y descubrieron lo de Timaná y Neyva, y pareció ser otro mundo, y así vinieron con gran alvoroto, disiendo que era otro México, é de ello se dio luego noticia al capitán Benalcázar».





  —278→  

ArribaAbajo Quito, al fin, cerró su cuadrilátero

Completada, en menos de diez años, la expansión de San Francisco sobre tres de sus más próximas direcciones o costados -lo que nos demuestra un prodigio de vitalidad o de fuerza para vivir históricamente-, se levantó en medio de la urbe una nueva ansiedad, acicateada, desde luego, por fábulas numerosas y por las ofertas opulentas del Monarca a los que hallaran la comunicación entre los dos Mares. Hubo, además, la promesa de la canela que, traída de mano en mano según dice Fray Gaspar de Carvajal, llegaba con cierta insistencia hasta el asombrado vecindario de Quito. Y, como en el caso de Popayán, hubo aquí el suficiente móvil para el ánimo de los esforzados hombres de aventura, de que tan lleno estuvo el siglo XVI. La canela: palabra mágica y conjuro sin par que movió tanto esfuerzo hacia regiones remotas y peligrosas, no sería más, para aquellos aventureros, una simple palabra sino una realidad atractiva, próxima y, hasta, un logrado provecho.

Muchos caudillos, por otra parte, se habían fatigado en la búsqueda de las fuentes del Mar Dulce, descubierto   —279→   en la desembocadura atlántica por Diego de Lepe y Vicente Yáñez Pinzón. El tema atormentaba a los cosmógrafos y en torno del mismo se habían tejido las más variadas y, hasta, opuestas conjeturas. Del otro lado del continente, es decir, sobre la costa pacífica o a partir de ella, venciendo la rudeza de las cordilleras, también se había buscado soluciones de hecho a la teoría del Mar Dulce. Si hemos de creer a las primeros cronistas -descontando inaceptables fábulas, desde luego-, los dos últimos Incas, o sea Túpac Yupanqui y Huainacápac, intentaron las primeras entradas hacia la selva central, sin mayores resultados prácticos.

A estas expediciones que no fueron en busca de ríos sino, probablemente de hombres, se deben añadir las que son antecesoras de la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana. En éstas se encuentran, distinguidas, dos tendencias: la de la canela y la de las fuentes del Marañón. Desde las tierras del Perú se internaron, con el uno o con el otro de estos motivos, varios expedicionarios. Pedro Anzures de Campo Redondo fue uno de los primeros en caminar tras las fábulas, y en ir por selvas y ríos tributarios del Amazonas, por el lado sur del mismo, o sea por su margen derecha.

Pero antes que Pedro Anzures, y con motivos bélicos, Pedro de Candía, aquel esforzado y enigmático soldado griego del séquito de Francisco Pizarro, había ido al país de Ambaya, penetrando por las montañas del Callao. Alonso de Alvarado llegó hasta Chachapoyas en otra incursión también memorable, mejor dicho en dos incursiones que se cumplieron en los años 1538 y 1539, de las cuales quedó como saldo la fundación de Moyobamba. Sin embargo, la más decisiva de las expediciones preamazónicas, o sea la más importante de las que antecedieron a la que voy a referirme después, fue la del fundador de Loja, Alonso de Mercadillo, a la misma que me referí al recordar la prefiguración quiteña de la mentada ciudad de Loja.

Y digo que fue la más decisiva porque, dentro del concatenamiento lógico de hechos y de pensamientos que   —280→   precedieron al descubrimiento de la vía interoceánica o a la conexión de los dos Mares, la marcha de Mercadillo desplazó la ruta sur-norte reemplazándola por la oeste-este. Como vimos un poco más arriba -el lector lo recordará- cuando Benalcázar anduvo por Popayán, todavía se empeñaba en marchar hacia el norte, siguiendo el curso del Magdalena, en su búsqueda de la unión de los dos Mares, tanto que uno de los motivos del viaje del fundador de Quito hacia Cundinamarca, fue éste, precisamente. Pero, de pronto, Mercadillo acierta a descubrir que las fuentes del Mar Dulce estaban bajo sus propios pies y que las aguas que corren desde el Altiplano hacia el este, van en linea casi recta hasta el Atlántico.

Ideológicamente no faltaba nada. Sólo se necesitaba una conjunción de voluntades poderosas, que no tardó en aparecer. Al conformarse la fuerza expedicionaria hubo, sin embargo, una confusión de finalidades. La expedición que debía partir de San Francisco de Quito iba mandada por dos jefes, en realidad, cada uno de los cuales tenía un propósito, que no se ha deslindado hasta ahora, lo cual ha sido motivo de serias confusiones históricas. La confusión era ésta: mientras los unos trataban de ir en pos del dorado reino de la canela, otros anduvieron tras la ruta interoceánica. Es decir que caneleros iban por la misma senda de amazonautas.

Repito: esta confusión ha hecho que no sean vistas las cosas en su debido lugar, y que se haya negado idea alguna a Orellana, atribuyéndole, más bien, pasiones tan bajas -como la traición a su jefe-, que anduvo muy lejos de anidarlas en su ánimo de hidalgo. Hoy sabemos que Pizarro no ignoraba el empeño de muchos caudillos por descubrir la conexión entre el Mar del Norte y el Mar del Sur. Pero también sabemos que, debido a la influencia de Gonzalo Díaz de Pineda, otro de los preexpedicionarios, enviado desde Quito, como puntero de esta aventura, pocos meses antes; sabemos, digo, que merced a esta influencia, Pizarro no ansiaba más que la canela y la conquista del reino de la misma. Pero Orellana, viejo buscador de la ruta interoceánica desde   —281→   sus días del Darién, llevaba otras miras, ocultas, listas a saltar en la primera hora y que, en verdad, son las que tuvieron mayores resonancias en la Historia universal. Caneleros y amazonautas debieron separarse, pues, en el momento en que sus respectivos destinos así lo ordenaron.

De entre la inmensa bibliografía suscitada por el Amazonas, por el problema geográfico del mismo y por la fantástica historia de su descubrimiento, destaca singularmente la Relación de Fray Gaspar de Carvajal, fraile de Santo Domingo, testigo de vista de los sucesos durante el final de 1541 y a lo largo de casi todo el año de 1542 en mitad de la selva americana. Fray Gaspar fue, además, capellán de la expedición y, día a día, espíritu letrado de la misma como era, tuvo el acierto de anotar los hechos según se produjeron. Y no sólo tuvo el acierto, sino la serenidad y la valentía suficiente para realizarlo en casos de extrema angustia, a veces, y otras, durante horas en las que la fe humana de la empresa parecía naufragar, más que en las aguas del Mar Dulce, en la selva inexplorable de la desesperación causada por la guerra, por el hambre y, sobre todo, por la espantosa soledad.

Quizás no haya en la historia de las aventuras humanas, ni en la suma universal de las fábulas, relato más impresionante y, casi, inverosímil en su mayor extensión, como es éste, en el que vemos a un pequeño número de audaces -cincuenta y siete, para ser precisos-, acometer una empresa más grande y temeraria que la de Cristóbal Colón. Puestos en la empresa, regresar al punto de partida fue para Orellana y sus seguidores, tan imposible como seguir adelante. Colocados entre el despeñadero de dos imposibles, española y renacentistamente, prefirieron el imposible ignoto, la solución de morir en medio de un sueño loco, antes que la solución de afrontar la muerte en el empeño de retornar al punto de partida.

Nos cuenta Fray Gaspar de Carvajal que apenas halló un pequeño margen de paz en medio dé sus faenas   —282→   fundacionales, Francisco de Orellana salió de Guayaquil, rumbo a Quito, en busca de alguien con quien tratar de la idea aventurera que, desde años atrás, le poseía. Pensó, acaso, encontrar a Benalcázar; pero halló a Gonzalo Pizarro, flamante gobernador de San Francisco, empeñado también en una aventura pareja, aunque con distinto propósito. Hablaron largamente los dos caudillos: trataron concretamente del caso, se expusieron sus planes y, como consecuencia de ello, Alvarado tornó a Guayaquil donde, según Carvajal, invirtió cuarenta mil pesos -suma fabulosa entonces- en los preparativos de la empresa. Con hombres, bastimentos, municiones y armas, retornó Orellana por segunda vez a Quito, pero allí se dio con la ingrata nueva de que Pizarro había salido con destino a la selva oriental de la canela.

Se ha querido explicar este adelantamiento de Gonzalo Pizarro y de los suyos, indicándose un motivo plausible: la vecindad del período de las lluvias que haría intransitable la selva e invadeables los ríos. Pero el argumento valdría si es que los expedicionarios, al salir de casa, hubieran tenido la intención de regresar a las pocas semanas, antes de que comenzara la estación lluviosa. Pero ninguno llevaba la intención de retornar a la primera oportunidad, sino la pertinaz de dar cima a la aventura, sin reparar en los esfuerzos y en el tiempo que demandare la misma. Hoy, parece más certero pensar que la divergencia de opiniones puso en movimiento divergente a Pizarro, a fin de esquivar desde el comienzo un compañero cuyas ideas y propósitos rebasaban los suyos propios.

Sin trepidar, Orellana se puso en seguimiento de Pizarro que, seguramente, no andaba lejos, pues iba acompañado de numerosa trepa de españoles y de primitivos moradores del viejo Quito -la más grande que hasta entonces se había levantado, hasta causar serios temores por la despoblación del campo y la consiguiente pérdida de mano de obra. A la cifra humana, Pizarro agregó una enorme cantidad de animales domésticos destinados a servir de vitualla durante la expedición. Pizarro marchaba   —283→   resuelto a no morir de hambre, ignorante de las circunstancias mortíferas en que iba a envolverle la selva en cuanto se sumiera en ella. El flamante gobernador no había visto hasta entonces lo que es realmente la manigua, ni sabido lo que eran los hombres de la jungla en su nudo condición de salvajes. De saberlo, su tropa habría disminuido en soldados y en impedimento y, así, quizás hubiera menguado el efecto de las terribles acometidas de la selva.

Lo mismo sucedió a Orellana. Más desventurado, todavía, en la guerra que su compañero de aventura, tuvo que soportar los mayores descalabros antes de alcanzar a Pizarro. Y una vez juntos los dos grupos expedicionarios, por una pesada broma del destino, en vez de hacerse más fuertes contra la adversidad, apenas consiguieron mostrar un blanco más grande a las tremendas penurias que iban en aumento. Las epidemias mermaron los efectivos de trabajo y de combate, al mismo tiempo que retardaron la marcha, multiplicando en cambio las atenciones y fatigando la paciencia de los dirigentes, hasta un grado tal, que al fin resultó imposible atender a todos los enfermos, tanto que algunos moribundos no fueron tomados ya en cuenta.

Las saetas enherboladas de los salvajes herían implacablemente, desde lugares imposibles de ubicar. Tremendas epizootias liquidaron la vitualla semoviente. Y el hambre, entonces, cerró con un férreo círculo de daños reales y fantásticos a los infelices desorientados en el corazón del infierno verde. Y, a todo esto, el país de la canela y el reino del oro se hacían esperar hasta la desesperación. Locura, hambre y guerra; guerra, hambre y locura: no había más. Monotonía verde de la selva; monotonía agotadora del calor tórrido; monotonía de un caminar sin término sobre un suelo sin término.

Ni una luz hasta el momento en que la incitación de un río caudaloso despertó, en el fondo de la conciencia aletargada, la sed de una nueva forma de aventura. Las aguas del Coca -hoy sabemos con precisión que se trataba de este río- llamaron vivamente a la conciencia   —284→   de los futuros amazonautas y sellaron el destino de Orellana y de sus cincuenta y más compañeros. El río planteó problemas y demandó soluciones. Luego de discutirlas largamente, Pizarro y Orellana resolvieron construir un barco. Así, como suena: un barco. Cómo se construiría, con qué materiales, para qué fines: he allí cosas muy brumosas que no recibieron ninguna respuesta clara. Lo claro estuvo en la decisión de construir ese barco. Y decidido aquello, buscó Orellana los restos de hierro que aún quedaban, para hacer con ellos herramientas y clavos.

Cualquiera que haya visto construcciones de esta especie, sabe muy bien que con estos materiales no hay para construir una simple canoa. Y, sin embargo, por arte de no sabemos qué poderosa magia, salió el barco, se puede decir, casi, de la nada. Y los ojos lo vieron y los viajeros lo utilizaron y con el mismo dieron principio a la más sonada de las empresas del siglo XVI. Tal como en el cuento oriental: el palacio surgía al frotar la vieja lámpara de Aladino. Aquí se repitió el cuento, con la diferencia que la maravillosa edificación del relato árabe se deshizo por puro encantamiento, como se hizo; mientras que el barco fantasma de Orellana superó las durezas de una navegación por aguas cuya realidad dejaba pequeñita a la fábula.

Una pesadilla, una embriaguez, una salida desesperada no podía haber dado solución más tinosa. Edificada la nave, Dios sabe cómo, tomaron sitio en ella cincuenta y más hombres, entre sanos y enfermos. El destino de la embarcación fue, primeramente, llevar a los expedicionarios de un lado al otro del inmenso río, cada vez que las frecuentes orillas pantanosas lo ordenaran. Y en segundo término, transportar menos rudamente a los enfermos. Dóciles, los hombres comenzaron a pespuntear ambas riberas del Coca, prolongando el viaje sin adelantar gran trecho y sin vencer mayormente el hambre.

Un último destino iba a surgir, de improviso, con motivo de la utilidad que para el aprovisionamiento de la   —285→   tropa hambreada podía significar el barco improvisado. Tras grave deliberación, en la que las fintas diplomáticas no andarían ociosas, se encargó a Francisco de Orellana que saliera aguas abajo, hasta donde fuera menester, sin término prefijado, en busca de bastimentos. Si era necesario, el que adelantaba iría sembrando las orillas del Coca con grandes señales visibles, a fin de que los seguidores se orientaran.

Partió Orellana con su cincuentena de leales compañeros, y partió tan firme y resueltamente, que su ida no tuvo retorno. Marchó hacia el sueño, hacia su viejo sueño. Marchó de manera indefectible, ayudado por una suma de circunstancias, tanto adversas como prosperas, tanto bélicas como hidrográficas. Estaba preso en la misma realidad que tanto ansiara. Su viejo anhelo se vio apoyado de todos lados, hasta por la circunstancia de que el retorno hacia Pizarro era imposible por las calidades marineras de la embarcación. Y el viejo sueño, como si fuera una de las más sólidas realidades, comenzó a mostrar, una a una, las caras de su ser intacto aún, virginal, estupendo, inesquivable.

Partió Orellana y no tornó más. Su obra no fue la anónima y subalterna de acatar las órdenes de Pizarro, de servirle de transportador de bastimentos, de acompañarle en el viaje de retorno a Quito, una vez liquidada la ilusión de la canela. Su obra era la del nauta intrépido, el más intrépido que hayan visto los siglos. Su obra fue la de salir sin ningún rumbo y dividir en dos el Continente; la de salir sin destino fijo y estar prefijado por el destino para resolver la tremenda dualidad planteada en la mente de los cosmógrafos sobre la insularidad o la continentalidad del Nuevo Mundo; salir a la selva más tupida y enredada y desenredar el más complejo nudo que la fábula y la geografía habían anudado en la mente de la primera mitad del siglo XVI. Orellana marchó, pues, hacia el sueño, hacia la realidad y hacia el heroísmo, al propio tiempo.

  —286→  

En tanto, pegados a la tierra como gusanos que se debaten y se retuercen de dolor, los hambreados hombres de Pizarro avanzaron, casi milimétricamente, hacia el lugar donde el Coca desemboca en otro río más formidable y más fantástica. La vista del misma fue para todos un presagio atroz. Las señales que pudieron recoger de algunos salvajes difícilmente interrogados y traducidos, coincidían todas, con decepcionadora claridad en informar que Orellana se había entregado al curso de este río sin término y qué, con seguridad, no volvería jamás. Sólo entonces, se hizo la luz en la mente de Pizarro y comprendió que, en verdad, Orellana no volvería hacia él. Si retorna, pensaba, será con reales cédulas que le llamen señor de las tierras descubiertas por virtud de aquel inmenso río.

Una pesada amargura, más pesada y más negra que todas las sobrehumanas soportadas hasta ese día, cayó sobre el ánimo del animoso don Gonzalo. Y desde él fondo de esa amargura, llamando traidor al amazonauta -sin comprender su propio destino de gobernador de Quito y de canelero frustrado-, resolvió tomar el camino de retorno, como si en la selva tórrida quedaran las huellas de los caminantes. Cuánto era menester para que un hombre del renacimiento diera pie atrás en sus empresas, es cosa que hoy no podemos imaginar porque estamos a cuatro siglos de distancia, psicológica más que histórica, de la hombredad y de la varonía de aquél.

En el caso concreto de Gonzalo Pizarro el hecho fue así: retornó vencido, y al sentirse derrotado sufrió más, inmensamente más que en el camino de ida. Para él, sin lugar a dudas, el peor de los martirios no fue el irrogado por la selva despiadada, sino por la sensación del fracaso. Silencioso llegó hasta la vera de Quito donde, alegando la material desnudez en que llegaba, entró de noche y, directamente, fue a un templo a orar, a trasfundir sus amarguras en el corazón de Dios. Porque era creyente, al fin y al cabo.

  —287→  

Mas, la que no había fracasado era la joven urbe de San Francisco. Mediante el precio de un dolor inmenso concluía de acumular las tierras de la canela a su jurisdicción; porque Gonzalo Pizarro, en último término, si vencido personalmente, quedó triunfador como gobernante. Las tierras donde acababa de sembrar tantos muertos -vecinos de la urbe o moradores de los campos aledaños a Quito-, quedarían vinculadas a esta urbe, por derecho de sangre y de sufrimiento, más que por el derecho de la ocupación material o por el hecho de la incontrovertible prioridad descubridora. También en este caso, sin esfuerzo alguno de concepto o sin forzamiento de norma o de proceder legal, de modo naturalísimo las hoyas de los ríos holladas por los aventureros, se adjuntaron a la jurisdicción capitular de San Francisco.

El último costado territorial de ésta, quedaba alcanzado para siempre. En seguida comenzó a seguir hacia ese lugar el mayor empuje de la penetración misional y civilizadora. Y no dejó de ir durante siglos. Desde el siguiente día de hollada la tierra, se siguieron rutas, a cuál más difíciles, a cuál más peligrosas; pero se siguieron con constancia notable. Los viajeros de Cristo desarrollaron su tarea, no menos atrasada por el sufrimiento que la de Pizarro, pero más duradera y firme que la del señor Gobernador de Quito.

Y en tanto los misioneros echaban a caminar en pos de hombres a quienes decirles su condición excelsa de hombres, los poderes jurídicos y humanos del cabildo quiteño fueron también tras configurar la vida social y de Derecho, como era usual entonces. Aunados los dos poderes, establecieron una correspondencia normal entre estas tierras con la fuente de su descubrimiento y, sobre todo, con los orígenes de la penetración civilizadora. Entre Quito y las misiones de la selva se tejió una irrompible trama, duradera más allá de toda circunstancia adversa.

Así se completó la base real de nuestra vida colectiva. Desde Quito se hizo la plenitud soberana, la totalidad del territorio y la integridad política en que existimos.   —288→   El gran punto de partida de nuestra vida en cuanto Historia, es pues esta urbe importante en su ubicación, designada con un nombre preincásico y digna de conducir un pueblo. La conformación humana de éste va paralela al crecimiento del suelo. Y de ello me ocupo en el siguiente estudio.