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Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte

Diego de Torres Villarroel


[Nota preliminar: Edición digital a partir de Sueños morales. Corregidos y aumentados con el papel nuevo de La barca de Aqueronte y Residencia infernal de Plutón, Salamanca, Imp. de la Santa Cruz [1743] y cotejada con la excelente edición crítica de Russell P. Sebold (Madrid, Espasa Calpe, 1976).]


ArribaAbajoAl ilustrísimo señor don fray Gaspar de Molina y Oviedo, obispo de Almería, del Consejo de su majestad, &c.

Ilustrísimo señor:

Las desdichadas y ridículas moralidades que manchan los pliegos de este tosco libro, no son culto proporcionado para que se abriguen a la sombra de las prodigiosas y devotísimas tareas en que dichosamente se ocupa el estudio, la virtud y la dilatada contemplación de vueseñoría ilustrísima. La despreciable festividad de mis locuciones tampoco es ofrenda oportuna para dedicarse a un varón apostólico a quien las experiencias del acierto y las solicitudes del celo venerable sacaron del retiro de su celda para la doctrina, la cultura, el ejemplo y el socorro de las muchas almas que pueblan ese felicísimo obispado. Bien conozco que es osadía ofrecer las impertinencias inútiles de mis desvariados argumentos a quien como vueseñoría ilustrísima trata las ociosidades, los espectáculos y las diversiones del mundo con aborrecimiento generoso; pero las singulares honras que debo a la piedad de vueseñoría ilustrísima y la implacable ansia de poner en el público alguna señal de mi gratitud y servidumbre me han precipitado a hacer culto de la necedad, voto de la relajación, obsequio de la miseria y víctima de las locuras desgraciadas. Muchas veces desmayé en los propósitos de sacrificar a vueseñoría ilustrísima mis trabajosas producciones; pero contemplando la benignidad de vueseñoría ilustrísima y ajustando cuentas con mi obligación y mi fortuna, hallé siempre que me tendría más conveniencias, más honra y mejor esperanza pasar por el carácter de osado, que por el infame renombre de desagradecido.

No obstante las desventuras y debilidades de este sacrificio y los poderosos miedos de mi veneración, espero que el agrado de vueseñoría ilustrísima ha de aceptar y recoger las reverentes fatigas de mi humildísimo cortejo; porque la desdicha de mi juicio y la desnudez de la obra, sólo por pobre, merecen infinito con vueseñoría ilustrísima, y en su necesidad llevan la más segura recomendación. Y una vez que arriben a besar sus pies, conseguirán la ventura y la abundancia que todos los pobres de esa dichosa parte de la Andalucía; pues como vocea la publicidad alegre y admirada, ya no los hay desde que vueseñoría ilustrísima fue a ser su padre, su obispo y su pastor. Vivo con este consuelo y con la confianza de que vueseñoría ilustrísima ha de perdonar los errores, las barbaridades y los desenfados de este rudo tomo; que yo quedo sumamente vano y persuadido a que el acierto de esta sola hoja enmendará todos sus defectos, y yo lograré con la gloria de mi elección y la piedad de vueseñoría ilustrísima los aplausos, estimaciones y fortunas que hasta ahora han sido imposibles a mi numen, mi pluma y mi trabajo. Nuestro Señor guarde a vueseñoría ilustrísima muchos años, como deseo y nos importa. Salamanca y febrero 24 de 1743.

ILUSTRÍSIMO SEÑOR,

B. L. P. de V. S.I. su rendidísimo siervo,
El doctor don Diego de Torres Villarroel



Aprobación de fray Martín de San Antonio, firmada en Salamanca el 30 de abril de 1743.

Licencia del Ordinario, Salamanca, 2 de mayo de 1743, firmada por el licenciado don Sebastián Flores Pavón, por mandado del señor provisor don Bernardo Cayetano López del Hoyo.

Aprobación de fray Pablo de San Agustín, firmada en Salamanca el 18 de abril de 1739.

Licencia del Consejo, Madrid, 23 de abril de 1739, firmada por don Miguel Fernández Munilla.

Fe de erratas, Madrid, 18 de abril de 1743, firmada por el licenciado don Manuel Licardo de Rivera.

Tasa, Madrid, 29 de abril de 1743, sin firma.






ArribaAbajoPrimeras visitas de Torres y Quevedo por Madrid

Al lector, como Dios me lo enviare, malo o bueno, justo o pecador, sano o moribundo, que no soy asqueroso de cuerpos ni conciencias ajenas.


ArribaAbajoPrólogo

Ya habrás oído decir, lector a secas (que eso de discreto, ni te lo dije nunca, ni lo oirás de mi boca), que en uno de los reinos extranjeros se le puso a un tratante en la cabeza vender diablos, como si fueran guacamayas o micos de Tolú. Éste dicen que guió la recua camino del infierno con una tropa de alguaciles, escribanos, médicos y alcaldes que iban hacia allá; y habiendo cargado, se vino a la feria y vendió todo el empleo de diablura, y aun se repartieron algunos mojicones entre los mercantes. Lo mismo ejecutaron otros mercaderes a su imitación, y hoy se están despachando demonios por cientos y Satanases por gruesas por todo el mundo, con más crédito que si fueran medallas de Roma. A mí, pues, se me ha plantado en el escaparate de los sesos vender mis sueños, mis delirios y mis modorras. Y no siendo éstas tan malas como los demonios, creo que te las he de vender bien vendidas; y más cuando tu perversa inclinación echa el tiempo al muladar del ocio, y tu curiosa necedad aboga por mi bolsillo contra el tuyo, como me lo han hecho creer mis antecedentes disparates. Desde hoy empiezo a soñar. Ten paciencia, o ahórcate; que yo no he de perder mi sueño porque tú me murmures los letargos.

Con don Francisco de Quevedo me sacó mi fantasía por esa Corte a ver los disfraces de este siglo, y juntos hemos notado la alteración de su tiempo al que hoy gozamos. Si te parece mal, poco cuidado me dará tu desazón. Conténtate; y no seas tan mentecato, que le pagues los azotes al verdugo; que yo no puedo desearte más castigo que es que tu paciencia me vengue de tu mordacidad. Siete veces soñó el insigne Quevedo como verás en el primer tomo de sus obras; conque a mí, que soy más avutardado de espíritu, me toca dormir y soñar más. En la relación de lo soñado me excederá Quevedo, pero a roncar no le cederé a él ni a cuantos aran y cavan.

Yo te llamara pío, benévolo, discreto y prudente lector, pero es enseñarte a malas adulaciones; y eres tan simple, que lo habías de creer, como que el miedo y la cortesía eran los que me obligaban a tratarte de este modo. ¿Qué cosa más fácil que presentarte el nombre de discreto, porque tú me volvieras el de erudito? Que es lo que sucede entre los que leen y escriben, afeitándose unos a otros. Pero es locura, porque yo nunca voy tras tus alabanzas, sino tras tu dinero. Suéltalo, y más que me quemes en estatua dando al fuego mi papel. Conténtate con lo lector en pelo, que lo discreto no lo has de ver en mi pluma, ni en mi lengua; porque yo no estoy acostumbrado a mentir, y hasta que muera te he de aporrear con mis verdades. Lo más que puedo hacer por ti es darte una receta para que te lo llamen otros. Es ésta: Lo primero, has de llamar madamas a todas las mujeres, hasta las cocineras y mozas de cántaro. Lee luego la cartilla del chichisbeo, que es el alcorán de los galanes españoles, cuyo primer carácter, en vez de cristus, es satanás. Traslada a tu memoria todo lo que en favor de él han escrito los poetas luteranos, repítelo en toda ocasión, y sigue aquellas instrucciones. En concurriendo con señoras, asoléalas bien, como si fueras a hacer pasas; que con esto, cuatro humaredas de incienso cortesano que te lo venderá cualquier lisonjero, los polvos de ¡cuándo soñé yo lograr tal fortuna!, su poco de aquello de deidades, hincar las rodillas a cada instante, hablar mucho y alto, te llamarán discreto. Pero cree que en la verdad te quedas un grandísimo tonto.

Si te determinas a leer, te advierto que sea con alguna reflexión. Mira no te quedes embobado como un salvaje en las pinturas de los mascarones que pongo en la primera entrada de las visitas; cuélate adentro, y encontrarás doctrina saludable para conocer y huir los vicios de esta edad. Si así lo haces, te dará buen provecho la lectura. Dios permita que así suceda; pero lo temo mucho, porque te he visto leer regularmente con mala intención, y sólo andas a caza de moscas y te metes en censurar el estilo y las voces sin haber saludado la gramática castellana. Si quieres morder lo escrito, aprehende a hablar primero, y luego a escribir; y entonces serán racionales tus reparos. Pero si no sabes hablar con otro artificio que el que te enseñó tu madre o el ama que te dio la teta, no entres el hocico en mis sueños; porque puede ser que salgas escaldado. Dios te dé vida para que me pagues mis salvajadas, y mormura lo que tú quisieres, que yo quedo burlándome de verte metido a corrector de autores y libros y dando voto decisivo en lo que no entiendes ni puedes ejecutar. Consuélate con que yo estoy certísimamente creyendo que lo que tú censures, y lo que yo he escrito, todo es un envoltorio de majaderías. Y si llego a sospechar que hay algo bueno, más me inclinaré a que es lo que yo propongo, que lo que tú arguyes; porque esto está dictado con reflexión y con sano juicio, y lo que tú sueles decir es arrojado del delirio, de la envidia y de tu mala costumbre. Vale, seor leyente, hasta otro prólogo, que quizá será peor que el que se acaba aquí.




ArribaAbajoPreámbulo al sueño

A la héctica llama de un viudo candil, que aunque es un mocoso, ha días que padece achaques de caduco, destilaciones y gota, males viejos en candil de astrólogo, que como estudia a luz más derecha, tiene mal cuidada la torcida, estuve anoche aguantando la mecha y enojando a los párpados, que los quiero sobre las niñas de mis ojos, por brujulear las dicciones de un curioso libro que ha meses que le doy mi lado, porque me despierta el sueño. Y por más que porfiaba a vencer con mi atención los esperezos de la mugrienta luz, pudo más su flaqueza que mi constancia; pues en la palidez de sus congojas se desmayaron antes mis pestañas. Conque, enferma la vista, se me quedó difunto el miramiento.

Cansado, pues, y aun medroso, porque entre bostezos de viviente y boqueadas de agonizante más susto me daba que luces; por no levantarme de la cama a atizarlo (que no es candil el mío que se puede hacer cera y pábilo de él) y, lo principal, porque no me atisbase la camisa un compañero que se acueste en mi cuarto, arrimé el papel a una silla en donde descansan mis vestidos y, cogiendo una calceta que se columpiaba en uno de sus brazos, tiré dos azotes al aire para que acabase de un soplo vida que propiamente es humo. Mas, como guió el golpe mi ceguedad (mal presumida la distancia), del primer calcetazo le prendí las narices al candil; y en el suelo acabó de vomitar toda la asquerosa herrina y quedó tan sentido del porrazo, que después que amaneció en mi posada, le vi moquear por todas sus coyunturas. Tirados todos, el libro en la silla, el candil por tierra y yo en mi catre, enrosqué los lomos, di dos suspiros al aire, y eché de golpe la cabeza en la almohada. Y al caer se enterraron la mitad de las facciones, hasta medias narices; y como el dibujo de las ancas, muslos y suras se distinguía sobre la manta, quedé un medio perfil, metamorfosis entre galgo y astrólogo, que si me hubiera visto, se horrorizara un San Antón. Sin susto de cosa de esta vida, llamé al sueño; y en breve espacio de si viene o no viene, me pintaba la consideración depostrada (¡válgame Dios, qué acuerdo tan natural!) las parecidas imágenes de cama y sepultura, muerte y sueño, acreditándome este desengaño mi memoria con aquel dístico del gran Nasón, que bien sé que es suyo, pero no me acuerdo ahora en qué elegía lo colocó:


Stulte, quid est sommus gelidae nisi mortis imago?
Multa quiescundi tempora fata dabunt.



Pero con un filósofo descuido me sacudí de esta melancolía, considerando que aunque el sueño es muerte, era para mí entonces el dormir media vida. Morir es preciso, y esta memoria y conformidad han podido quitarme el horror a este fantasma; y si amaneciese en el sepulcro, me libraba de médicos, zupias, el candilón y campanillorro, que son los prólogos del morir y alabarderos del agonizar, y daba un gran chasco a los sacristanes. Aunque de esta burla no se escaparán, porque justamente me voy despabilando para ser difunto de gorra y muerto petardista; y la parroquia donde cayere, habrá de honrarme de mogollón o faltar a la misericordia de enterrar los muertos. Con este consuelo (propio alivio de un genio perdulario) y aquella melancolía (natural aviso de nuestro frágil ser) fui perdiendo por instantes el tacto de los ojos y la vista de los otros tres sentidos y medio; y cuando, a mi parecer, el discurso estaba más despabilado, viene el sueño y, ¿qué hace?, da un soplo a la luz de la razón; y me dejó el alma a buenas noches y a mí tan mortal, que sólo cuatro ronquidos, unos por la boca y otros por lo que no se puede tomar en boca, eran asqueroso informe de mi vitalidad.

Acostada el alma, y ligados los sentidos a escondidas de las potencias, se incorporó la fantasía, y con ella madrugaron también otro millón de duendes que se acuestan en los desvanes de mi calvaria; y entre ellos se movió tal bulla, que a no ser yo tan remolón de talentos y tan modorro de sentidos, me hubiera desvelado los mismos arrullos que me mecían el letargo. Entre las varias figuras que se abultaron en la oficina del sueño, fue la más amable (aunque a los principios más horrible) la que voy a sacar a luz; y la estofó la fantasía con tales matices, que ahora que sé que no duermo y que ciertamente estoy dictando lo que soñé entonces, estoy por jurar que fue más visto que soñado.




ArribaAbajoSueño

Yo gozaba en el éxtasis tirano del sueño todas las quietudes que pueden hacer dichoso a un dormido. Pero duró muy poco la sucesión de mis tranquilidades; pues a un breve rato que estaba en su poder, sentí que se descargaba sobre mis orejas una voz entre aullido y tiple desagradablemente desentonada, a manera de aquel desapacible ruido que resulta del vuelco de un talego de calderilla, y que me repitió tres o cuatro veces el campanudo apellido de Torres, Torres. ¡Jesús mil veces! Creo por entonces que desperté y que había visto que me estaba estorbando la respiración echado de bruces sobre mi almohada un semblante que calzaba sus veinte puntos de facciones hinchadas con la violencia de la postura. Las melenas, que parecían ramal de penitente, cabellos cilicios entre púa y pelote, tan rucios como rodados, servían de limpiadera de mis barbas. Por bigotes tenía dos mecheros de velón, y una pera como un rabo de cochino y tan larga, que le hacía roscas en la golilla; los ojos entre vidrios, y sus antojos y los míos formaban tan aguda su vista, que me pareció que me miraba con dos chuzos; el gesto tan abribonado, que partían a medias su ceño lo despegado y lo burlón. En fin, informaba su semblante un espíritu de los que los gitanos llaman conchudos, que son los que saben más que ellos y entienden toda la gramática parda y jerga pajiza del calorré, chai, mistorró y el parnié, que es el dios sobre todo de la bribia.

Luego que me advirtió desvelado, retiró la estatura a su natural erección. Yo me incorporé; y estregándome los ojos con los nudos de los dedos, me pareció que entre medroso y dormido, renqueando con las voces, con la pronunciación a gatas y el idioma en cluquillas, le dije:

-Sombra, fantasma o bulto de los espacios imaginarios, pues no te creo parto físico, sino aborto de su confusión, ¿quién eres? ¿Qué buscas en mí y en mi cuarto?

-Recoge al corazón el aliento -me dijo-, sosiégate y no des tantos vaivenes con las razones. Abre estos ojos y mira, que soy don Francisco de Quevedo y Villegas.

-Ven acá, sabio de los siglos, veneración mía, pasmo de la esfera, padre de la verdad, gracioso y prudente despreciador del mundo; llégate, aunque me chamusques; abrázame, aunque me tuestes; ven, que ya sólo tu nombre me ha borrado el horror a lo difunto.

Estos y otros tales extremos hice yo, puesto en cruz sobre la cama y ahorcado de sus hombros; y volcándole a uno y otro lado la cabeza, le besé los carrillos, y con la violencia de los columpios nos quedamos sentados, él en una esquina y yo en el medio de mi catre.

-Dime, discreto mío -le volví a decir-, ¿no estás ya en la gloria? Pues ¿cómo dejas aquella amabilísima morada por las hediondeces de este siglo? Yo te creía eternamente gozando las verdaderas dichas de la beatitud; porque si dice Dios que el modo de conocer al árbol cristiano racional es por su fruto, siendo el que nos dejaste en tus obras tan maduro, tan dulce, tan suave, tan florido y tan incorruptible, es señal de que fuiste dichosa planta de este mundo; y quien en la tierra floreció tan místico y tan desengañado, se debe creer que llegarían sus frutos al cielo. Y no dudo que sabiendo tanto, te sabrías salvar; y si esto lo erraste, todo lo perdiste y ríome de tus obras, a quien siempre confesaré la deuda de ser menos bruto. Desengáñame, y dime por Dios, ¿a qué vienes?

-Yo no te puedo quitar la buena fee que te he merecido; pero tampoco te diré mi estado, porque no tengo licencia para desengañarte. Mi venida sabrás en vistiéndote. Y así recoge esos trebejos que tan sin aliño tienes barajados, y vístete; que el tiempo es breve, y es preciso aprovecharlo -dijo Quevedo.

Junté todos mis trapos encima de la cama; y brujuleando la boca a una calceta para empezar a arroparme, le dije:

-Perdona la curiosa impertinencia; y mientras yo acabo de vestirme, respóndeme a una duda que ha días que padezco y deseo salir de ella. Dime, ¿padeciste mucho purgatorio por las sátiras que dejaste escritas? Porque verdaderamente que están dictadas con desenfado y travesura, y con ellas enojarías a cuantos fueron coetáneos en tu siglo.

-El purgatorio -me dijo- lo pasé acá, porque viví desterrado muchos meses, preso muchos años, pobre y enfermo toda la vida; y esta continuada persecución fue por la paga de otros vicios, no por el que preguntas. Y aunque parece en mis obras que traté con desprecio los trabajos, debes saber que me impresionaron mil melancolías, que fueron el fomento de las dos apostemas que me quitaron la vida en Villanueva de los Infantes; en donde se están acabando de podrir las frías cenizas de esta ahora aparente organización. Y esta pregunta es necedad que la haga un hombre cristiano; porque si sabes que hasta de las buenas obras hemos de ser residenciados, ya podrás presumir lo riguroso de la cuenta, y sólo puede disculpar tu ignorancia el buen deseo que te mueve a salir de algunos escrúpulos de que te considero acosado. Y así como tus sátiras no miren a más objeto que el vicio común, esto más será sermón que desenvoltura, más será buena plática que desahogo. Escribe doctrinas, y sea en el estilo a que se acomodare mejor tu natural. Te aconsejo que no gastes dibujos en tu locución, que la desnudez es el traje más galán de los desengaños; no castiga, ni corrige el ceño ni la rigidez una costumbre relajada; el desprecio ha corrido a muchos pecados; a la moralidad no la puede deslucir lo festivo de las voces; en la severidad de la plática y en el sobrecejo de las razones ordinariamente halla el gusto (estragado de la malicia) espinas que le punzan; lo desabrido no es esencia del desengaño; con el cebo de lo deleitable se introduce mejor el pasto de lo útil. A mi estilo calificaron los necios con el infame nombre de mordacidad, siendo así que mis inventivas nunca tuvieron particular destino. Sólo las arrempujé a la general corrección de los desórdenes y abusos. Yo describí con invención festiva en El sueño de las calaveras el día del Juicio Final. En El entrometido, la dueña y el soplón pinté el infierno y los pecados que allá os arrastran. Si lo hubiera copiado con la pluma que pide el argumento, horrorizaría con la imagen. La plática terrible más espanta que convoca, más asusta que mueve; y a lo amargo de las verdades es preciso aconfitarlas para que perdido el primer asco, sean después medicina. En aquel linaje de agudeza, entre los motivos que sacaban la risa, hice que escuchasen los gritos que despiertan la memoria; y finalmente, salga al tablado del mundo la verdad, y sea en el adorno que quisieres.

Puso fin a la conversación de este asunto, dejándome consolado en mi pena y libre de los escrúpulos que me seguían continuamente la conciencia. Y habiéndome vestido, reparé más en el que traía el venerable difunto, y le dije:

-Yo no quisiera salir por la Corte contigo en ese traje, porque nos esperan los chiflidos y la grita de los que nos vean, porque ya sólo en los entremeses se ven las golillas; y así por ahora ponte uno de mis vestidos, cortándole con esto los motivos a la irrisión que nos amenaza.

-No te dé cuidado -me respondió-, que mi figura sólo a tus ojos se concede y a todo mortal está negada; y así acompáñame sin miedo a registrar la Corte.

-Don Francisco -le dije-, ¿a mí para qué me necesitas? Tú solo puedes ir, que no te has de perder.

-Ven y acompáñame -me respondió enojado un poco-, y no quieras saber más de mí.

Llegamos al umbral de la puerta; y parando allí un instante, mientras elegía camino y calle por donde empezar las visitas, le dije yo:

-Amigo difunto, lo que has de ver en este siglo es adelantado el vicio y la necedad. En tu tiempo había un hombre soberbio, otro lujurioso, otro ladrón y otro mohatrero; y ahora en cada uno vive de asiento la lujuria, la soberbia y la avaricia, y cada viviente es una galera de maldades. Pero también es cierto que se acabaron dos castas que florecieron en tu era, las más pestilentes que pisaban el mundo y apestaban el infierno. Ya no hay dueñas, ni hallarás un grano de esta maldita semilla, y ha algunos años que se acabó la sementera. Tampoco hay hipócritas, monederos falsos de la virtud y santidad.

-¿Conque no hay dueñas ni hipócritas en tu siglo? -dijo Quevedo.

-No, amigo -respondía-; ya no se dejan guardar las doncellas, ni hay quien afecte ayunos ni disciplinas, pues hasta las apariencias de virtuosos han aborrecido los hombres. Ahora se hace adorno de la destemplaza, gala del vicio, y pompa de la disolución.

-Vamos marchando -dijo el difunto-, que tengo vivas ansias de examinar tantas novedades como me prometen tus misterios.




ArribaAbajoVisión y visita primera

Los barberos


Por el Caballero de Gracia arriba íbamos los dos; y a poco trecho se nos colgó de las orejas un sonido entre acento de rabel y dejo de rebuzno, y a veces tan rabioso, que pareció maúllo concebido en caniculares de lujuria gatesca.

-¿Quién toca tan desapacible? -dijo Quevedo, a la sazón que llegamos a una tienda de barrer cachetes y desplumar guargueros.

-Vuelve la cara -le respondí-, sabio mío, a ese zaguán.

Volvímosla uno y otro; y divisamos por la media puerta que dejaba libre una cortina de holán gallego, estampada a nubarrones de aceite y mugre, a un mozuelo semimacho, más rapado que sotana de sopón, más relamido que plato de dulce en poder de pajes, en medio de ruedas de amolar, sillas despellejadas, bancos, escalfadores, bacías, demandas, redomas, paños sucios y moharraches. Estaba sentado en el sillón de pelar entrecejos, sirviéndole de cabalgadura uno de los muslos al otro, y serrándole las cuerdas a un violín con tal desconsuelo, que parecía salir el son de entre agallas de burro melancólico.

-Ves aquí -le dije a Quevedo-; éste es el que tocaba antes, que es un aprendiz de basurero de barbas, fregón de rostros y desmontador de traseros lanudos.

-Esto es cosa nueva -dijo el muerto sabio-. Desde ahora comienzo a descubrir la alteración de las cosas de mi siglo. Los ratos que vacaban los aprendices de barbero, tañían cuatro pasacalles en una vihuela.

-Otras novedades de mayor nota irás descubriendo en el prolijo discurso de estas visitas, que te han de suspender más la admiración -le respondí-. Eso que tú dices, difunto de mi alma, era en tiempo que se usaban doncellas. Entonces acudían las barbas al sonido de las vihuelas, y ahora se convocan a los que no están afelpados de carrillos al reclamo de los rabeles. Esto no es cosa digna de reparo; y si hemos de parar la vista y la atención en menudencias tan ridículas, no saldrás de Madrid en veinte siglos. Caminemos adelante, que ya hallarás novedades más desentonadas y lastimosas, y ellas mismas te han de reñir las advertencias y sátiras que escribiste contra las costumbres de tu mejor edad.




ArribaAbajoVisión y visita segunda

Las pelucas y militares andrajosos


Trepamos toda la calle; y aún no habíamos doblado la esquina, cuando dimos de ojos con un perillán vitela, limado de carnes, el pellejo vestido a raíz de la osatura, caudaloso de zancas, con una carrera de pescuezo, alma de callejón, espíritu en garrocha, pasante de cordel y aprendiz de línea; echaba por piernas dos listones de hueso más seguidos que el Alcorán; cara buida y amolada en necesidad; más angosto que el camino de la virtud, más hambriento que un noviciado. Era el buen fantasma un ayuno con sombrero, una dieta con pies, un desmayo con barbas y una carencia con calzones. Unas veces parecía el cuello bajón y otras calabaza; tan hundido de ojos, que juzgué que miraba por bucina; cada respiración traía a las ancas dos bostezos. Todo era indicio de estómago en pena, de tripas en vacante y de hambreón descomunal. Pisaba con dos vainas de cuchillo de monte en vez de zapatos, con sus roturas y enrejados, como que traía los pies en jaula. Amortajábanle las piernas unas mediecillas de solfa, salpicadas de puntos; unas veces, con los bujeros sobre las canillas, me parecían flautas; otras, se me representaban por cada una un gigote de pierna; todas eran saltos, carreras y galopes; por otras partes se miraba tan raro su tejido, que llegué a entender que había vidrieras de lana. Traía en torno de los muslos unos talegos indiciados de calzones, llenos de grietas, repulgos, chirlos, descalabraduras y cicatrices; por las entrepiernas se desmoronaban en hilachos, rapacejos, remiendos dislocados y otras campanillas; y entre todas se descolgaba un chisguete de camisón en ademán de ojeador de pastelero, jaspeado de cámaras de pulgas. Era de ver la casaquilla negra a saltos y parda a salpicones; un bosque de andrajos por forro, la tela entretenida de parches y reparada de emplastos; tan grasienta, que por cada pelo destilaba lechones y moqueaba enjudias. Veníanse ahorcando de ella, en la parte que corresponde al pecho, seis o siete botones medio desollados, cuyos ojales iban corriendo la posta de un rasgón hasta la espalda; su poco de espadín montado a la gurupa; una tortilla de sombrero medio ahogada en el sobaco, y una peluca de barbas de zalea, rizada a pellizcos y compuesta a bofetones.

-Extraña figura -dijo Quevedo-. ¡Válgame Dios! ¿No era bueno que este hombre echase una capa a su desnudez, y no que va por medio de la Corte siguiendo la ostentativa del infeliz estado de su suerte y haciendo gala de no traerla?

-Bueno fuera -le respondí-; pero advierte que semejantes figurones se mueren por cortar la pobreza a la moda, y viven contentos con andar desharrapados al uso. Como sea traje militar, aunque se forme de las tripas de cesta de maulero, no lo truecan por la mejor capa. Éstos nunca se ponen el sombrerillo por no machucar la peluca, aunque el sol los chamusque.

-Varios he visto -dijo Quevedo- que andan con cabellera postiza. Dime, ¿se ha hecho mal contagioso el encalvecer? ¿O qué motiva no traer los más la natural corona de su cabello?

-No, sabio mío -respondí-; lo que ha pasado a ser achaque contagioso es la necia locura de los cortesanos. No han encalvecido de pelo, sino de juicio. Ingratos a la naturaleza que los adorna, desechan sus favores; córtanse el pelo con que los hermoseó la madre común, no sólo atenta a la conservación, sino a la hermosura de sus vivientes. No hay ave que se desnude de sus plumas por vestir las ajenas. No hay árbol que sin sentimiento se despoje de sus hojas. No hay bruto que no viva contento con su pelo. Los socorros del arte son honestos, sin ofensas del natural; y es insufrible agravio acusarle a la naturaleza descuidos cuando se desveló en providencias. Yo espero que se han de introducir los anteojos por moda, que las piernas de palo las han de traer por uso, y las muletas por adorno.

-¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! -exclamó Quevedo-. En mi siglo eran las pelucas indicios de calvo o sospechas de tiñoso; ya creo que en el tuyo ha dilatado su imperio la mentira; persuádome a que hoy se vive con más artificio que entonces.

-Juiciosamente hablas -acudí yo-. Ningún siglo ha rebosado más embustes; porque has de entender que nos anegamos en sastres, llueven zapateros, hay langosta de letrados, y a enjambres andan los agentes, escribanos y relatores. Después de esto, todos estudian en parecer lo que no son. Pero vamos adelante, discreto mío; confirmarás en lo que vieres tu dictamen juicioso.




ArribaAbajoVisión y visita tercera

Puestos de rosolíes, mistelas y aguardientes


Iba Quevedo, sin mover las pestañas, repasando tiendas, ojeando tablillas y construyendo la descuadernada greguería de oficios que hay en la Red de San Luis; y a veces miraba con un ceño tan desagradable, que más terrible se hacía con lo airado, que con lo difunto. Yo también marchaba a su izquierda, confuso y atolondrado el celebro de discurrir el motivo, la ocasión y el modo de venirse Quevedo a la Corte. Porque si era para saber el orden o confusión de su política y los estragos de su república, sin cansarse en pasearla, lo pudiera ver desde su mansión. ¿Para informar a los bienaventurados? Ociosa medida. ¿Para avergonzar a los miserables precitos de que hay hombres en la carrera de la salvación tan malos como ellos? Excusada la diligencia, pues unos y otros se lo tienen sabido. Creo que si el difunto no me llama, que me despierta la batahola de este discurso. Cuando yo marchaba regañando con este pensamiento, me tiró la capa y me dijo:

-¿Qué especie de retablos es ésta; que he contado seis o siete en esta calle, que ni son boticas, tabernas ni figones, y lo parecen todo?

-Éstas, amigo muerto -le respondí-, son reposterías de volcar sesos, tiendas de hacer irrisible a la razón, lonjas de la embriaguez, oficinas en donde se labran los tabardillos y calenturas ardientes, tablados en donde se rifan las cólicas y reúmas, puestos para disponer muertes repentinas; y, últimamente, feria general en donde con las apariencias de calor saludable se compran las prácticas recetas de enfermar, morir y emborracharse. Repara, y las verás más asistidas que los templos; y son tan brutos los cortesanos, que se aporrean y madrugan a morir unos antes que otros. En cada casa de la Corte se destina un aposento para embalsamar estos julepes y jaropes. Se ha hecho razón de estado la borrachera, y pasa por cortesano montés y político zafio el que no hace provisión abundante de esas zupias. Éste es el vicio que se señorea más de los hombres. Considera tú cuál estará el seso de estas gentes ahumado a toda hora de mistelas, aguardientes y rosolíes. ¿Qué progresos? ¿Qué resoluciones dará un celebro acalorado con estas lumbres? ¿Y qué discursos hará un talento agobiado con la pesadez de espíritus tan extraños? Los más juiciosos usan destempladamente de estos licores; y les ha puesto la razón tan roma, la inteligencia tan chata, el alma tan burda y el juicio con tantas lagañas, que creen que ya vive generalmente en todos moribundo el calor nativo, y que no se puede vivir sin atizar los estómagos con esta maldita yesca. Invención ha sido del demonio para postrar los ardores de los castellanos, el fuego de los andaluces, los obstinados ardores de los catalanes y los rebeldes espíritus de los valencianos. No consiguieron las fuerzas del orbe domar sus arrogancias, y ya los tiene postrados con infamia la suavidad de este veneno.

-¡Qué Nerón inventó tormentos tan disimulados, martirios tan engañosos y tan malignas muertes! -exclamó Quevedo.

-No lo puedo decir -le respondí-. Lo que es más extraño es que no vivan acariciados de esta golosina, que al fin la gula se ha enseñoreado del caudal de nuestros sentidos; sino es ¿quién ha sido poderoso de arrempujar una sed tan vehemente a nuestros guargueros e introducir un frío tan helado en los estómagos, que no hay garganta que no se empine, ni hígado que no se revuelva al oír el nombre sólo de estos licores?

-Las mistelas -volvió a decir Quevedo- y toda esta casta de vinos espirituosos y volátiles los gastaban en mi siglo los desahuciados por la medicina y la naturaleza, aplicándolos a la nariz para que por sus conductos pasasen a alentar celebros descaídos y pulsos remolones. Y hoy se usa más que el agua. ¡Válgame Dios! Si volviera a ser viviente, por no ver mundo tan borracho, pasara la vida entre los brutos de los montes; que ésta es compañía menos fiera que la de un racional pretendiente a bestialidades por sus vicios.




ArribaAbajoVisión y visita cuarta

Las librerías y libros nuevos


En esta conversación íbamos, dirigiéndonos camino del Consejo, cuando al pasar por junto a la puerta de una librería, tirándole la capa a don Francisco, le dije:

-No hay que dar por ahora un paso adelante. Paremos un poco, que aquí está una tienda de libros donde en breve rato verás la incultura y negligencia de las almas de esta infeliz edad.

-Parémonos en buena hora -me respondió, y pusímonos junto al umbral.

Era el mercader de libros garrafal de narices, frondoso de cejas, con cagalutas de lagañoso y prólogos de calvo; descalabraba los ojos a pedradas de su horrible figura, añadiéndole la cólera que tenía deformidades a su aspecto; en infusión de condenado el semblante, y el gesto de haber bebido espíritus de cómitre revueltos con quintaesencia de demonios; decía balas, hablaba chuzos y regoldaba bayonetas; cada resuello era un sartal de diablos, una ristra de maldiciones y una procesión de juramentos; en un instante le vimos jurar toda la letanía y la mitad del calendario.

Preguntóme Quevedo:

-¿Qué tiene éste, que desmintiéndose hombre, está haciendo las informaciones de furia para ser morador sempiterno del abismo? ¿Así se le caen de las manos a la razón las riendas que tiene para moderar la bruta libertad de los afectos?

-Presto escucharás -le respondí- los motivos de su impaciencia, que semejantes truenos se oyen todos los días en la calle en que estamos.

A esta sazón prosiguió el mercader su tempestad, diciendo:

-Mal haya el siglo en que es política la necedad y condición de bien criado la ignorancia. Mal haya quien me aconsejó que buscase la vida en la farándula de los libros después que los hombres se descartaron de racionales. En otro tiempo era la lección el pan de cada día: empezaba el cariño a las letras desde los príncipes; su ejemplar seguían los demás caballeros; los pobres y plebeyos, prometiéndose abrigo en la estimación de los nobles y adinerados, destinaban largos desvelos al estudio de las artes y ciencias. Cayeron del seno de la afición de los príncipes, olvidáronse las fatigas, dominó la ociosidad, subió a los tronos la rudeza, acabóse en todo la solicitud de adornar al entendimiento de noticias, y se empezó a hacer gala de lo necio.

-¿Es posible que han llegado los libros -dijo el sabio muerto- a juzgarse por ladrones del tiempo, enemigos del deleite y cuñados del gusto, los que antes eran familiares de la vida, consejeros del juicio, piedras de amolar el discurso, jardines del ingenio y eficaz arbitrio para desenojar un pobre su fortuna?

-Más vale -le respondí- en el arancel de un príncipe un papagayo que un filósofo, una mona que un matemático, un mico que un letrado, un mulo que un poeta.

-Estas tiendas hervían antes en todo género de personas, vendíanse los libros, continuábase el comercio. Hoy se nos sale la vida por los agujeros de la hambre. Mal haya la edad tan bruta, siglo irracional. Yo tengo de aburrir lo librero, y he de meterme a oficial de albardas; que ya el mundo es muy frecuente de pollinos.

A estas voces llegaban las quejas del mercader, al tiempo que don Francisco me preguntó:

-¿Es verdad lo que este hombre está gritando? Porque es cierto que si lo es, es infamia de la nación y aun de la naturaleza. En mi siglo empezó a declinar algo el estudio de las letras; pero no faltaba algún favor en los señores, y lograban estimación los estudiosos.

-¡Cómo si es verdad! -le respondí-. No pone nada de su caletre en lo que le escuchas. Hoy es moda el ignorar, es uso la barbaria, y las señas de caballero son escribir mal y discurrir peor. Más vale un tonto rebutido en adulador, un salvaje forrado en charlatán, un camello injerto en presuntuoso, que veinte resmas de Moretos y Villayzanes. El latín será dentro de pocos años más raro que el griego; y se tendrá por forzoso que venga otro Antonio de Nebrija, que fue el Pelayo de la latinidad. Eso de retórico no se usa, porque dicen que nada tiene fuerza de persuadir sino el dinero. De la divina poesía se perdieron los moldes. De la ciencia natural más saben las cocineras, los pastores y los hortelanos que los filósofos. Al fin, los estantes de los libros son banquetes de polilla y refectorios de ratones; tiempo llegará en que los echen al desván de las antiguallas a ser compañeros de los bigotes, de las calzas y los guardainfantes.

-Según lo que dices -preguntó Quevedo-, ¿no hay ya quién escriba?

-Ya quisiéramos -le respondí- que se leyese lo que está escrito. Los Hipócrates, los Galenos, los Avicenas, los Aristóteles, los Euclides y otros muchos se venden por arrobas a los mantequeros. Esta fortuna corren los príncipes, que a los demás les suele suceder lo proprio. En lo que toca a escribir en nuestra edad, es más fácil que ser médico. Buscando un título mozo, con poca alteración de palabras y menos de discursos, se puede meter un mascafrenos a padre de un libro anciano y zurcirle la paternidad a su nombre, aunque tenga el alma en cerro y por desvirgar la inteligencia.

Iba a repreguntarme Quevedo; pero a entrambos hizo volver el rostro el tropel de un hombre que se llegó a los umbrales de la tienda, tan gordo, que venía siendo ganapán de sí mismo, frisón de piernas, harto de cara y aún ahíto de los demás miembros; el rostro entre mascarón de navío, sumidero de taberna o escotillón de mosto; traía en ella esculpido a Esquivias y San Martín, bostezando bodejas, resollando toneles, con los ojos pasados por vino, un tomate maduro por nariz, un par de nalgas disciplinadas por carrillos, barba bruñida a chorreones de zumo de marrano; un puerco espín de estopa por peluca, espadín y casacón burdo, que casi le iba aporreando los talones. Entró, pues, en la tienda; y yo le dije a mi buen muerto:

-Ten cuenta, sabio mío, con este mamarracho; oirás lo que viene pidiendo.

Saludónos, no en español, ni en francés, sino en bruto; y habiendo hecho lo proprio con el mercader de los libros, le pidió si tenía un arte de cocina. Respondió que sí; ajustóle brevemente, soltó el camueso la moneda, y marchó cargado de su humanidad.

-¡Oh siglo infeliz! -dijo Quevedo-. Miren qué libros de filosofía moral buscan los hombres para enriquecer el juicio, para estudiar el desengaño, para dirigir las acciones, para enfrenar las osadías de la irascible y para las destemplanzas de la concupiscencia, si no es un arte de embravecer el apetito con lo exquisito de los manjares, solicitándole espuelas a la gula.

-Ese libro -añadí yo- y otras recetas de ahitarse, que andan manuscritas, tienen más estimación que todos los aforismos de Diógenes y los apotegmas de Plutarco. A los que tienen por oficio rascar la sarna de los paladares a los catedráticos de sabores, parece que se les cometió despoblar el mundo. Éstos son los alcahuetes de las apoplejías y los granaderos de la muerte; más hombres ha muerto el fuego de las cocinas que el de las campañas.

-Guía a otra parte -me dijo don Francisco-, que de esto ya estoy bien informado.




ArribaAbajoVisión y visita quinta

Los embudistas


Sin perder paso ni tropezar figura que nos cortase el hilo de cierto argumento en que discurríamos el difunto y yo, llegamos a la Platería. Entre la confusión de los coches se nos iba ocultando uno en que iba envainado un demonio en hábito de hombre; dos barriles de Zamora por carrillos, ahumado el rostro con incienso de infelices; derramábansele por los ojos malvasías, vinos del Rin y cuanta especie de licores ha arrastrado a España la viciosa sed de nuestros paladares; regoldando pollas, ventoseando perdices, todo cacoquimio de manjares y apopléctico de bebidas. Reconociólo Quevedo, y me dijo:

-¿Qué hombre es aquél tan hinchado de vanidad, que despierta con su aspecto el enojo de cuantos le miran?

-Éste -acudí yo- es Judas del valor de sus amigos; alquilador de su conciencia, como de mulas, a los ignorantes pretendientes; gañán de embustes, mercader de necesidades, revendedor de méritos; y, finalmente, su nombre proprio es embudista, que es el último ascenso de las ladroneras.

-Explícame ese oficio -me dijo Quevedo.

-Sí, haré; pero me has de dar palabra de callar como un muerto, y omitir las glosas y repreguntas que puede mover esta noticia.

-Sea en buen hora -me respondió.

Y yo proseguí:

-Viene un desgraciado perdido, o un perdulario, o un cuidadoso de su hacienda a la Corte con cuatro papeles que llaman servicios (juzga por las letras y las armas); encuentra, o lo dirigen los prácticos en la negociación, a la oficina de uno de éstos, guiado las más veces de otro aprendiz de embustes, andarín de trampas y arriero de ambiciones; presenta sus papeles, y hecho cargo de sus deseos, le dice el avariento: «La pretensión, se entablará, pero ha de hacer vuesa merced antes un depósito de mil pesos en parte segura de la justicia. Y para ganar a cierta persona, son precisos veinte doblones; y al carretero de lástimas que le ha conducido a vuesa merced a esta venta, le dará para refrescar; y a mí por ahora lo que fuere su gusto, que en concluyéndose la dependencia hará vuesa merced como caballero. Y tenga fee que esto lo hemos de lograr, aunque salga por las picas de Flandes; que hay amigos, y éste es el todo de las pretensiones.» Ésta es, señor Quevedo, la vida de ese hombre y de otros infinitos en Madrid.

Santiguóse don Francisco, y no me habló una palabra, ni yo quise decirle más.




ArribaAbajoVisión y visita sexta

Los letrados


No bien había visto el reverendo finado la Casa de los Consejos, cuando dijo:

-¿Esta casa es nuevamente destinada para los tribunales? En la misma habitación de los Reyes residía antes la justicia. Esto está muy apartado de la Majestad, si yo no he perdido la memoria de las situaciones.

-Algunos años ha que están aquí los Consejos -le respondí-; y pues hemos llegado con felicidad, entra, que las mismas visiones te informarán el interior gobierno de esta ignorada república. Y mientras tanto que sales, divertiré la impaciencia con el reconocimiento de los fárragos que atesora aquí este librero.

-Pues ¿cómo va esto? ¿No me guías tú? -me dijo el difunto, a quien respondí:

-Tú no necesitas lazarillo que te lleve el cabestro; entra, pues lo puedes hacer como por tu casa, que aquí aguardo.

-Éste es miedo -me replicó.

-Sí, amigo -le respondí.

-Pues cuando yo era viviente -me replicó-, no tuve cobardía para decir las verdades a todo el mundo. Si has repasado mis obras, habrás visto en muchos lugares, especialmente en la Fortuna con seso, cómo argüí y aconsejé a los malos ministros y, armado del escudo de la verdad, me burlé de las tiranías de los privados.

-Sí, amigo -le dije-; pero también viviste preso, desterrado y aborrecido. Y en todo tiempo te retirabas a tus mayorazgos, que, aunque cortos, ya lograbas que te diesen con qué entretener la vida; y a toda mala fortuna, por caballero de mogollón te había de sustentar tu Orden en Uclés; y yo no tengo más paradero que un presidio o una portería. Mañana se me antojará escribir estas visitas que vamos haciendo los dos; y si no las parlo con mucho disimulo y acertado respeto, cuando mejor libre, será perder el tiempo y el trabajo. Y así es lo más seguro huir de estas contingencias; que puede suceder que yo vea algo que me haga hablar, y que me escuche algún diablo soplón de tantos como alientan aquí y me haga una causa en un abrir y cerrar de ojos. Entra tú hasta los últimos entresijos de esta habitación, y allá te las hayas. Aunque si vale para con tu crédito mi informe, en reconociendo esos patios que desde aquí se registran, no tienes más que ver; porque el interior de esta fábrica la ocupan sólo los ministros togados. Éstos viven sobradamente pobres; harto he dicho para que conozcas su virtud. El trabajo es inmenso, la tarea insufrible, el sueldo poco y mal pagado; viven perseguidos de embustes, sus orejas atormentadas de aullidos de miserables y de mentiras de tramposos; a sus manos sólo llegan horrores de delincuentes, quejas de pleiteantes, desdichas de infelices; y su descanso es llorar los trabajos proprios y ajenos. En estos patios encontrarás los sobornos, las trampas, y a todas legales, los embudos y la insolente casta de hombres que se ríen como si no hubiera eternidad.

Entró Quevedo, y a breves instantes salió y dijo:

-Nada he visto que no tocase cuando viviente; esta turba de escribanos, agentes, procuradores, la misma es que en mi tiempo. Un escándalo he visto por donde discurro lo rencoroso y lo diviso de las repúblicas. Éste es la gran copia de abogados meñiques y legistas motilones, que es tanta, que excede duplicado el número de pleitos y litigantes; y ver que son más que los pleiteantes los abogados, y que todos tengan que comer y que gastar como Dios manda, yo no sé cómo se pueda componer.

-Es tan abundante la sarta de ellos en la Corte -le dije yo a Quevedo-, que de cualquier vaporcillo se forma un abogado. Y el otro día sucedió que estando una carretada de troncos en el rincón de una portería de un convento, se empezaron a bullir y a levantarse prodigiosamente por obra de algún nigromántico, se ahorcaron de una golilla y se rodearon de una capa talar; y salieron por la puerta estornudando párrafos y eructando citas con notable admiración de los que allí estaban; los cuales los siguieron, viéndolos ensartar por las puertas del Consejo. Providencias notables han dado los superiores ministros, pero no han conseguido aniquilar esta langosta. De cada uno que destierran, resucitan tres o cuatro; conque no tenemos esperanza de que se desaloje esta peste, sino que sea sitiándola por hambre; y vivimos algo consolados, porque ya empiezan a comerse unos a otros.

-Lo que es extraño también -dijo Quevedo- es que los más son lampiños, y en mi tiempo era más raro que el fénix el letrado sin barbas.

-Es que entonces eran los otros los rapados, porque los pelaban ellos. Y ahora lo somos todos, nosotros y ellos; porque es tanta la caterva, que se rapan unos a otros, y por eso hierve el mundo en discordias, porque éstos comen con los pleitos y las manotadas; y si ellos no los buscan, nosotros estamos ya tan discretos, que no se los hemos de llevar a casa, y aquí se vienen a zumbar los perros, porque su ganancia es que haya aullidos, gritería, golpes, pendencias y codicias. Y en eso de que sean desbarbados, no te admires, porque no todos los que has visto en el cepo de los cartones son letrados; que como en un tiempo vestían las madres a los niños que deslechaban de frailecitos, ahora los visten de abogados para que Dios les dé esta vocación, que hoy es socorrida; y se han ensanchado las leyes de esta orden, y se logra una vida acomodada. En tu tiempo no eran letrados, ni pisaban estas losas hasta los cuarenta años; y ahora en cumpliendo los diez y seis, profesan de patraña, y a los veinte jubilan en la provincia de los embusteros. Yo te diré en lo que consiste su estudio, como quien ha visto su formación en las escuelas.

»Entra un tonto de éstos en un colegio o universidad, se enjuaga con un buche de súmulas, sale haciendo un silogismo más desfigurado que ayunante hipócrita, indispuestos los términos de mal de cabeza, y las premisas diciendo que la conclusión no es su hija, que se la echaron a la puerta. Sale, pues, dialéctico de suposición, y no ha saludado sus umbrales; vase al aula de los legistas a ganar el año y perder todo el tiempo; engaña a su pobre padre, persuadiéndole a que ha masticado la Instituta y que ninguno frecuenta más a Vinio y a Antonio Pichardo, siendo así que no atiende a otras leyes que las del juego. Envíale su padre la mesada, y él envida todo el resto a sus condiscípulos o conjugadores. Acércanse las Carnestolendas, y hace provisión de naranjas para exprimirlas sobre los pescuezos de todo ganapán o aldeano, como si fueran pechugas de perdiz. Y con esto y colgarse en toda fiesta de Iglesia en la pila del agua bendita (como cosa perdida o excomunión) a requebrar casadas y cascar doncellas, tiene a pocos años de esta desenvoltura quien le firme el papel de estudioso, habiéndole hecho de bufón y tahúr en todo este tiempo.

»Al cabo de él se quita una letra de paseante, y se pone a pasante. Se va a la casa de otro que tiene telares de este enredo litigioso, hombre a quien ya le hierve el seso a borbollones de tejer embustes y trae la beca hecha un farrapo en el colegio de los engaitadores; vase, como digo, a la casa de éste, empieza a hacer peticiones mazorrales, dale su maestro la llave de la práctica, que es la llave maestra para abrir faltriqueras, con la cual dejan más limpios a los litigantes que los que entran por el agujero de Santiago; y ésta llaman pasantía. Mejor dijeran pasatiempo. Y con estos méritos se reciben para abogar en estrados, los que fueran mejor recibidos para abogar en galeras. Vienen a la Corte, se ajustan la golilla y ensanchan la conciencia. Arrástrales la capa y la codicia, almidonan y estiran la figura; y afectando severidad juiciosa, quieren parecer Catones, los que son cartones. Abren un cuarto que llaman estudio, no teniendo otro estudio que encerrar cuartos; lo llenan de juegos de libros, y no ven más libro que el del juego; y éstas son las fatigas que los enriquecen, siendo el embuste la mano que les lleva el alimento a la boca de su interés.

»Yo no he visto el infierno, pero lo discurro ahíto ya de estos atunes; y los demonios los recibirán con asco, porque la mucha abundancia hace despreciable la mercaduría. Dicen que son padres de las leyes, y viven sin ley; vocean que todo su estudio se ordena a hallar la mente del príncipe, siendo así que se encamina a buscar la mentira. El fiel de Astrea lo han convertido en peso de regatón; porque a un párrafo más sencillo que un montañés y más claro que poeta de primera tonsura, lo dejan con sus interpretaciones más obscuro que boca de lobo, y lo vuelven en cuadro de perspectiva con lo bastardo de sus glosas, consiguiendo que mirado por una parte se descubra en él un ángel y por otra un diablo, por aquí la gloria y por allá el infierno. Son peores que los médicos, difunto de mi alma, que es la mayor ponderación que puedo hacer. Éstos ya desahucian a algunos enfermos, pero los letrados no hay ejemplar que desahucien a ningún pleiteante. Yo nunca quise pleitos, porque ninguno que aboga lo pierde, ni lo gana el que pleitea. En mi casa no entrarán abogados ni gatos; pues, siendo estos últimos destinados a cazar ratones, no se sabe cuáles son más perniciosos enemigos: éstos, que roen un arca, o los otros, que suelen merendar la cena. Y lo mismo sucede entre el que dice que es suya mi capa y el abogado que me la defiende; pues en caso de mucho favor mi contrario me deja la capa, y el abogado, en camisa.




ArribaAbajoVisión y visita séptima

Químicos y médicos


Cuasi no me atendía ya el muerto a mi informe; porque luego que reconoció que estábamos en la plazuela de Palacio, fue grande el regocijo que se asomó a su pálido semblante. Tuvimos otra altercación como la pasada sobre si yo había de entrar; pero notando mi resistencia, él se coló a los patios, subió arriba y salió brevemente otra vez. Habló conmigo de ciertas cosas (que no es fácil que yo me acuerde de todo lo soñado); y prosiguiendo su conversación y algunas preguntillas, le dije:

-Amigo, yo no entiendo de eso. Tú vienes a reconocer los entresijos de la Corte. Sea en hora buena, y regístrala bendito de Dios. Vivo y muerto, eres y fuiste más avisado que yo; y una vez que tocas estas materias, no necesitas mi comento para su inteligencia. Ni yo tampoco he menester que tú me digas nada, pues vivo en Madrid y trato gentes, y me paseo ocioso.

Iba a responder Quevedo, y le cortó las razones un estudiante lanza que vimos hacia San Gil, cuya catadura, aunque vista de lejos, borrón más o menos, era así. Envasado en una sotana mínima, cosido contra un manteo cartujo, ermitaño de mangas, yermo de medias y desolado de zapatos vimos en la dicha calle, ya tomando la esquina de San Juan el dicho colega, más sorbido que la quina y más largo que cura de buboso; hombre soga, ayuno de mofletes; dos astas de paleto por quijadas; los ojos caninos, y aupándose por las cejas a roerse las comisuras del celebro; las narices y los mocos colgando, desmayadas de necesidad sobre los bezos y roídas de dos sabañones franceses, que tenían aposentados en las ventanas. Era un verdadero país de la hambre y copia viva del ayuno, porque predicaba carencias por todas sus coyunturas.

-Éste -le dije a Quevedo- es el espectáculo más risible y más despreciable que hemos visto en toda la carrera de nuestras visitas. Repara en aquel vadesécum, hermafrodita de cartera y bolsón; pues en él vienen liadas las ejecutorias de sus embustes en varias recetas de hacer oro y plata. Éste es alquemista y quimista, embustero de oficio. Y aunque ahora le ves tan arrastrado, presto le arrastrará un coche; porque desengañado de que no se despachan los polvos aurífugos, ha dado principio a remendar saludes y ha derramado algunas hierbas, y va acreditándose de médico nordeste. Aquella mala catadura y estudioso desaliño también es negociación; porque así lleva la borla de misterioso, y va mintiendo y predicando que en aquel interior está el agua de la vida, el pozo de la ciencia y el Jordán de las vidas.

-¿Tan apreciada está el arte médica -me preguntó don Francisco-, que éste podrá llegar a valer por ella?

-Sí, muerto mío -le respondí-; si como éste echó mano de los emplastos químicos, toma primero los embustes médicos, ya estuviera en el auge de la exaltación, y a los clamores de químico moderno hubiera enfermado medio Madrid de gentes por llamarlo. Y es la causa que en tu siglo no había tantos enfermos; eran más contenidos, menos glotones y más fuertes los cortesanos; respiraban entonces el aire más puro. Hoy todos vivimos achacosos; y somos habituales enfermos, además de la enfermedad de muerte que nos sigue desde el nacer. Oye, unos son enfermos pestilentes, y en este número entramos todos; porque de gálicos y cólicos es general la epidemia. En tu tiempo las bubas desacreditaban a un linaje, y hoy es deshonra no buscarlas. Unos las heredan, otros las hurtan, y los demás las compran. El cólico es ya quinta cualidad en nuestra naturaleza, siendo indubitable que en tu tiempo ignoraron los médicos este achaque. Otros enferman de estudio y negociación, por afectar cansancios y mentir tareas. Éstos son los covachuelistas, contadores, ministros y algunos frailes. Otros, y éstos son los más locos e incurables, enferman porque viene la primavera y el otoño: se echan a la cama, llaman al médico, y se curan de las providencias de Dios. Locos, si Dios ha dispuesto este temporal oportuno para el aumento de todo viviente, ¿por qué creéis que a los hombres nos dejó en esas estaciones sin más remedio que las manos del físico? La primavera viene a dar vida; reconócelo en las plantas y en los brutos, ya que a ti te ignoras tanto. Otros, y éstos son los más señores y todos los que lo quieren parecer, enferman de deudas; y por no pagar sus trampas se huyen, fingiendo una melancolía, a una aldea, y desde allí hacen el coco a los acreedores. Y las damas malean de melindre, y se dejan romper las venas por quitarse un poco de más color que se les asomó a las mejillas. A todo este linaje de enfermos los curan los médicos sangrándolos bien de todas partes. A los más los echan del mundo y a otros de sí; y los remiten a los aires de Pinto, Leganés y Barajas. Y todas estas villas que rodean la Corte hierven en crónicos necios y enfermos mentecatos. El Arnedillo, el Sacedón, el Trillo, Fuente del Toro y Ledesma es el Ceuta y el Peñón de los desahuciados, en donde pagan en el presidio de sus minerales las inobediencias de la botica. Nuestros antojos y desórdenes han encaramado a la medicina donde no pueden alcanzar ni los que la profesan; y así no hay en el mundo animales más hinchados con el viento de su ciencia que estos albañiles de la salud, siendo así que dan la muerte con un soplo de su misma ventolera, y son saludadores al revés; porque si éstos traen la cruz delante que dan a besar a los que soplan, detrás de estos otros viene la cruz con que entierran a los que matan. Y viven tan tullidos de razón y tan chatos de inteligencia los cortesanos, que les dan sus joyas, sus vestidos y sus coches porque les desmoronen la vitalidad. No hablo de la discreta filosofía de lo teórico; que ésta es buena o es mala, y yo no entiendo de eso. Lo que noto y aborrezco es su práctica; y en ésta no me puedo engañar, pues me desmintieran los ojos. En sus juntas sucede que uno vota purga, otro sangría, y otro cordial; y en el concurso de estos nebulones sale una sentencia que regularmente es de muerte, y en su tribunal logra el enfermo ver puesta en disputa su vida, que es lo mismo que hacienda puesta en pleito. La cuestión de los que concurren es de tormento para la cabeza del que yace, dándole de contado un dolor capital y de promedio una pena como el dolor, en castigo de la necedad que cometió el enfermo en llamarlos para guardar la vida; que es contrabando a los guardas de millones que para celar su renta ha puesto en el mundo la muerte.

-¿Y tú no los llamas? -me dijo Quevedo.

Y le respondí:

-Aunque me ha dado la fortuna muchas coces, y ya ha empezado a descuadernarse el libro de la vida, nunca he querido llamar al diablo, porque sólo con el pensamiento se me chamusca la melena, y todo me hiede a azufre; ni tampoco al médico, porque luego que lo imagino, empiezo a horrorizarme, y me huele el cuerpo a cera y la camisa a cerote. Para morirme no he menester a ninguno; y aunque nunca me he muerto, lo juzgo por cosa fácil. Y si acaso los hubiera de llamar a los esfuerzos del uso o instancias de la necia piedad, nunca permitiera a muchos; sino a uno, y que fuese cualquiera, porque cualquiera de ellos es cualquiera.




ArribaAbajoVisión y visita octava

Los comadrones


Así venía yo conversando con mi compañero difunto, atravesando la calle de Jacometrenzo con intención de encaminar nuestros pasos a la de Foncarral para hacer una larga visita en el Hospicio. Y en dicha calle casi nos hubo de atropellar un coche en que venían embutidos dos o tres físicos de inglés (que la velocidad del movimiento me perturbó el número); y apenas los vi, exclamé diciendo:

-¡Dios te dé buena hora, pobrecita, seas quien fueres! Su piedad te libre de las manotadas de esos osos, de los arrepelones de esos tigres y de las hocicadas de esos marranos.

-¿En qué angustia consideras al prójimo -dijo Quevedo-, por cuya libertad así gritas al cielo? ¿Es la pestilencia esa gente que has visto? ¿Es la ira de la tempestad, o el espíritu de la fornicación?

-Cuasi lo mismo -le respondí-; porque ésos que van arrastrados de aquel coche son vendimiadores de vientres, pasteleros de úteros, segadores de menstruos, hurones de pocilgas humanas y buzos de orines, que empujando vaginas y haciendo allá a las tubas falopianas, entran a chapuzo por los que se anegan en la profundidad de los riñones.

-No te entiendo -dijo don Francisco.

-Pues son -le volví a decir- rateros de la herramienta del parir, que han hurtado a las comadres sus trebejos y se han alzado con su oficio; que esta facultad en la Corte es hermafrodita, porque tiene ya macho y hembra. Ya con las licencias de un sexo y el desenfado del otro se entran por todas partes. Gente tan sucia y tan idiota, que no saben cuántas son cinco, ni tres, ni aun uno, porque no entienden de nones; que toda su aritmética es con las pares. Últimamente, éstos son sacaniños como sacamuelas.

-¿Qué dices? ¿Otro hombre, no siendo el que la Iglesia le elige, llega a tocar la más escondida y delicada preciosidad de las bellezas españolas? -dijo Quevedo, y prosiguió, santiguándose-. Pues ¿qué se hizo aquel rubor que salpicaba de corales sus mejillas a la más leve insinuación de un cortesano rendimiento? ¿Yace tan pálido, que no bermejea a los golpes de tan asqueroso desacato? ¿Dónde se huyó aquel melindre, aquel asco a la libertad, que aun la decente satisfacción les amargaba en el oído? Y, en fin, ¿en dónde para aquella entereza cristiana, aquel valor contra su mismo natural, que antes se determinaban a morir que a desenvolverse? Y en ellos, ¿qué se hizo aquel cuidado, celo y veneración a sus esposas, a quien celaban de sus permisiones? Yo no puedo creer que sean tan insolentes los cortesanos. ¡Éstos, que vivían ofendidos de la más remota sospecha, mortificados de su propria imaginación y cautelosos del más ausente deseo! ¡Éstos, que en casándose querían represar los inseparables progresos del apetito común y se acatarraban a un soplo de la general concupiscencia! ¡Éstos, que por añadir un triunfo al templo del recato despreciaban las vidas y los bienes! ¡Éstos han parado en entregar sus compañeras al indecente informe de esos bárbaros!

-Sí, señor -le respondí-. Todo el noli me tangere de esos caballeros vive hoy manoseado de esos mullidores de barrigas, albañiles de medio cuerpo abajo, que trastejan a toda broza; pues en las partes más defendidas de la imaginación han hecho pasadizo para todas las tentaciones; y de aquellas tablas nunca holladas del deseo, han formado solar a los sucios zancajos de sus pulgares. Desde que yo vi que los peones de cirugía encaramaron sus verduguillos al vello de su hermosura, y desde que los españoles se deslanaron el bigote, conjeturé en lo que había de parar este desuello. Conque para mí, señor don Francisco, es sólo calificación lo que para ti novedad e ignorancia.

-No extraño -dijo el sabio muerto- que con la capa del estilo, adorno del uso y traje de la política, se haya inficionado la Corte de estas y otras pestes; porque la corrupción de la edad, el paso frecuente a las naciones y el trato con las sectas trabucan y barajan los usos y costumbres provinciales, nos llevan unas y nos dejan otras, y los vicios y virtudes continuamente viven peregrinas por el mundo. Y con especialidad, los españoles siempre fueron los micos de la especie: todo lo quieren imitar, viven con los ojos antojadizos y los gustos avarientos; y sin consultar a la razón, enamorados de las superficies, califican de mejorías las extravagancias. Lo que más siento es que vivan tan necios los maridos, que crean que sin los remos de estos hombres no puedan desembarcar sus mujeres; cuando desde que fletó para España la especie humana los primeros fardos de la racionalidad, llegaron al puerto de otra mujer. Adiós, que no quiero ver más Corte, habiendo tocado tan notable extravío de la pureza.

-Muy somero tienes el enojo, habiendo cuasi noventa años que estás muerto. No te vayas, que aún te falta mucho que admirar. Y pues has venido a ver esta bola del mundo, ten paciencia y déjala rodar; que en marchando yo a tu esfera, si acaso voy al mismo lugar, verás cómo lo dejo correr. Por esta calle arriba hemos de subir a la de Foncarral, en cuyo extremo has de ver lo que en tu tiempo se empezó y el auge en que vive su providencia.

Llegamos a la gran casa de los pobres del Ave María, y le dije a mi discreto difunto lo que verá el que quisiere leer.




ArribaAbajoVisión y visita novena

Los pobres del hospicio


-Éste es el Hospicio de los desahuciados de la suerte, de los incurables de la fortuna. Aquí recoge la providencia política y cristiana a los que hieden en cualquier parte, adonde los arrastra la necesidad de detener la vida con el sustento cotidiano. Entremos, y verás lo que se agregó después de tu siglo.

Llegamos a la puerta, y el portero tenía cara de haber almorzado ajenjos y vinagre. Gruñónos un poco al entrar; y ya en la casa vimos a un hombre machucado a mojicones de los días, engullido en un saco hasta la nuez. La frente, trepando por el testuz, no le paraba hasta derramársele desde el cerro vertical a las honduras del colodrillo, sin un matorral de pelos en el campo de su chola; un culo de bacía por casco, dos aventadores por orejas, que parecían asas; descabalado de ojos, hombre aguja con un testigo de vista solamente; tan mocoso, que acudía a sonarle la pringue por momentos; agachado de narices, calvo de dentadura, lujurioso de barbas, más largo que colación de rico, más chupado que un caramelo; y tan sutil y angosto, que parecía hilado.

-Éste -le dije a Quevedo- es uno de los pobres que habitan esta casa, a quien la novedad puso a la cola de la fortuna. Éste enseñó mucho tiempo a formar silogismos de compases para concluir cualquiera a su contrario, de aquéllos que verías muchas veces reducirse a Ferio. Éste era dialéctico de idas, catedrático de tajos, doctor de reveses (como los son algunos en derechos), preceptor de mandobles y maestro de descalabrarse. A éste, una vez que estaba batallando con un discípulo de su misma escuela, se le entró el botón por uno de los ojales de la cara; crió el cuervo, y sacóle un ojo. Después de algunos días prosiguió dando lecciones para aporrearse los cascos, hasta que se aburrieron totalmente las espadas y se empezaron a colgar de la cinta dijes con contera, mondadientes con puño y alfileres con vaina. Hiciéronse armas comunes las apoplejías de plomo, los cólicos de munición, los médicos de horqueta, los aforismos de Albacete. Conque al pobre diablo se le acabó este medio de proseguir la vida; y después de haber enfadado al mundo con su misma necesidad, paró en este Hospicio que llaman de los pobres.

-¡Válgame Dios! -acudió Quevedo-. ¡Que se arrimaron las espadas en Castilla, que después de ser adorno eran defensa!

-Sí, discreto mío -le respondí-; ya ha muchos años que en Castilla se usa más de las copas.

Pasamos adelante, adonde vimos una mujer marchita de pellejo, aceda de rostro y leona de catadura. Cubríase de una almilla de terciopelo de albarda y de un brial tan verde como los que se dio en el prado quien lo traía. Al punto que la miró Quevedo, me preguntó:

-¿Qué, también se recogen mujeres en esta casa?

-Sí -le dije-; aquí verás pobres, pobras y pobretas; gorronas de puchero en cinta, de las que se arriendan en la Cortes para rascar sarnosos de Venus y desahogar lujurias valonas por un zoquete de pan de munición y un par de coces. A éstas no las prenden por gorronas, sino por infelices. En la Puerta del Sol y por todas las calles de Madrid hay innumerables de su mercancía, mas no de su fortuna, que andan a su albedrío encordando ingles como guitarras. Por esta que ves se habrán dado más unciones, que por todos los guapos de la Macarena y todos los Ponces de la medicina.

-Vamos de aquí -dijo Quevedo.

Y a pocos pasos descubrimos uno muy arremangado de toga, con unos calzones charlatanes, que nos iban parlando poco a poco la carnadura de los muslos. A mí me pareció que quería el buen colegial vaciar todo el cuerpo por la bragueta.

-Éste -dije a Quevedo- buscaba el comer a fabricar los cepos del traje que ya pudre, las golillas digo. Tuvo cuatro reales en aquel tiempo; echóse este uso al desván de las antiguallas, conque se quedó el pobre capón de oficio y rapado de tienda.

Aquí acudió Quevedo, y me dijo:

-¿Es posible que se acabó aquel traje tan proprio de la gravedad española?

-Sí -le respondí-; y de tal manera, que para representar a Judas muy ridículo el Jueves Santo le cuelgan en algunas partes vestido de golilla.

Ya tratamos de salir cuando encontramos con otro colegial. Era éste muy conciso de cuerpo, muy lacónico de estatura, súmula de hombre y parva materia de la humanidad; hambriento de cara, tan menudo de facciones, que casi las tenía en polvos; cabeza de títere, pelo de cofre, angustiado de frente, dos chispas por ojos, una verruga por nariz y tan sumido de boca, que me pareció sorberse los labios; él, en fin, era hombre con raza de mico.

-Este chisgarabís -dije a Quevedo- daba lecciones de saltar, era maestro de música de movimientos, director de pavanas y solista de cabriolas. Éste, después que se tomaron de orín los bailes que se usaban en tu edad, caduco de hambre, se arrimó a las muletas del Hospicio.

-¿También esa alteración? -preguntó Quevedo.

-Sí, sabio -le respondí-. Ahora se usan otras danzas, que son sementeras del cabronismo. Si Dios me da vida para acompañarte, ya lo veremos; que disculparás entonces esta desenfadada locución, porque son unos bailes, especialmente en las damas, más afectuosos y más blandos que sus lágrimas y tan espirituosos, que resucitan la más difunta concupiscencia. Aquí ya no hay cosa digna de ver. Sólo por esas piezas adelante se están acabando de podrir otro millón de viejos vecinos a la mortaja; cojos, mancos y tullidos, partes iguales; y los más con el sayo de difuntos, a quienes más que la Providencia los ha conducido la muerte, apartándolos de la carrera de la vida para que no le estorben la veloz tarea de segar las locas cervices que presumen de robustas. Y ahí se enmohecen hacinados por esos rincones, sin hacer memoria de ellos la misma Parca que los condujo.

-Gracias a Dios todopoderoso, que he visto algún humo de piedad cristiana en esta Corte. Fundación católicamente política es ésta, en donde a los ociosos se les da ejercicio, a los pobres socorro, a los postrados asistencia, y a todo desvalido universal consuelo. Poderosa discreción ha sido burlar los estragos a la necesidad, sus fuerzas al abatimiento, y sus enojos a la fortuna. Hospital, oratorio, oficina, palacio y recolección de todo desamparado es éste, según tu informe y mi visita.

-Sí, Quevedo -le dije-; aquí vive resguardada la especie de miserables en la tierra. Unos se han venido, y a los más los han aprisionado; y de este modo consiguió el astuto desvelo del sabio recaudador limpiar la Corte de vagabundos finos y falsos, de pobres mentirosos y verdaderos, y de enfermos buenos y malos. Y debe creer vuesa merced que a los principios que se empezó a llenar de hombres esta habitación, vimos prácticamente cuanta idea de maldades nos pintó vuesa merced embozada en sus burlas, en la Vida del Gran Tacaño. Pobre hubo, señor don Francisco, que descalabraba con alaridos las orejas, aullando entre rabia y laceria el ¿No hay para este pobre, imagen de Cristo, algún socorro? Así Dios los libre de testigos falsos, etc. Y cuando llegó el lance de recogerlo, le encontraron acolchonado el capote de pesos mejicanos. Otro, dejándose cargar como tullido, gritón a la puerta de un templo, desmoronándole la esquina, y aceptaba más letras que el genovés más ambicioso. Y otros que, haciendo a la noche alcahueta de sus embustes, de día comerciaban en tratos de tan copiosa ganancia, que podían hombrear con el más grueso mercader. A muchos atrapó la justicia; y los más, cuando vieron tan desvelada la providencia, se desnudaron de lo pobre, y ya parecieron con traje mas acomodado y menos falaz. Tal era la abundancia de estos insolentes mendigos y falsos pordioseros que vendían y empeñaban la palabra de Dios y de su Madre, que las más de las piedras de esta santa casa se colocaron con los ocultos caudales que los cogieron. Argumento de esta verdad fue la violencia con que los arrastraron, y la pesadumbre con que hoy se mantienen; pues, si verdaderamente fueran pobres, ¿qué más podían lograr, que encontrarse ricos de la noche a la mañana, con casa puesta, doctor comido, barbero pagado, mesa y cama a todo trapo, sin rodar calles, aporrear puertas ni exponerse a los empellones y ceños con que regularmente recibe el más humilde los andrajos? Y hay infinitos en esta mansión de los malvados y manidos, que se dejaran cortar los brazos y vaciar los ojos por volver a la asquerosa fatiga de pobretones.

-No lo dudo -me dijo Quevedo-; que la pobreza voluntaria es el amancebamiento más rebelde que puede hallarse en las pasiones. En mi siglo, se podían barrer los truhanes que vivían dados a esta raza de pereza. Ésta es la más sospechosa gente de las repúblicas; pues regularmente los mendigos de día son ladrones de noche. Vamos, y vuelvo a decir que es la más cristiana y la más ingeniosa incentiva que puede darse en pueblo católico esta fundación.

Cuasi tocábamos el umbral de la segunda puerta, que hace frente a la calle, cuando nos arrebató con la vista la curiosidad de un viejo que estaba asentado en un poyo, ya tan torcido de estatura, que la cabeza hombreaba con los ijares; con una corcova piramidal más aguda que sombrero de maragato o caperuza de disciplinante, con los cascos más lucios que huevo de avestruz y tan calvo, que sólo se le brujuleaban cuatro pelos envergonzantes a raíz del colodrillo, que le servían de bigoteras a los tolanos; podrido de quijadas, mohoso de bezos, moribundo de facciones y tan difunto de semblante, que estaba amenazando el día dos de noviembre.

-Éste -le dije a Quevedo- más parece de tu mundo que del mío. Tú entenderás el idioma de los finados; arrímate a él, y en lengua de alma pregúntale quién es o qué quiere.

Llegó Quevedo, y habiéndolo saludado e inquirido quién fue en el mundo, el que estaba ya cuasi a las once de la noche de la vida, empujando las voces desde el estómago para que rompiesen una valla de flemas que le habían tapiado la boca y goteando las palabras, dijo:

-Yo, señores, en el tiempo que se morían los hombres honrados con más vanidad, fui ayudante de lágrimas, despertador de sollozos, recuerdo de calaveras y silencioso predicador de muertes futuras; pues con la muda plática de un paño negro parlaba a los ojos lo infalible de la eternidad, movía la lástima y despertaba los letargos de la distracción, y recordaba el Juicio Final. Dieron los vivientes en sisar a los derechos parroquiales y redondearse de funeral. Muchos, discurriendo engañados que son moneda corriente para el purgatorio los bienes mundanos y con la falsa humildad de ahorro de pompas, se mandaron enterrar a obscuras entre gallos y media noche, conque cayeron del todo los alquileres de mis lutos. Comí la tercera parte de mis bayetas, y el resto se acomodó en bragas, ropillas y zapatos; y me he venido a acabar de morir a este santo Hospicio.

-¿Este buen viejo chochea? -me preguntó Quevedo, y prosiguió-: Pues ¿qué? ¿Han cesado aquellos clamores de la campana que avisan lo mortal a los vivientes y con su lengua piden a gritos al concurso católico oraciones y ruegos para que perdone la Majestad divina los defectos de las almas cristianas? ¿Tan poco devotos son los muertos de este siglo, que mandan arrogarse a los sepulcros sin solicitar con la presencia de sus cadáveres las oraciones de los que se quedan?

-No es tanto como dice ese viejo -respondí yo a don Francisco-. Es verdad que la locura de algunas gentes ha dejado en los huesos la pompa funeral. Ya no hay aquellos bribones alquilados, enjutos de ojos, que sólo servían de hacer risibles las calaveras y ridículos los entierros; ya no viven a obscuras ni en boca de noche las viudedades, ni hay aquellos ritos cuasi bárbaros de tu siglo. Ya se pasan los muertos sin llorones; hoy los atraviesan en un coche, y sin más compañía que un pisador de huesos, un par de arrieros de difuntos y un solfista de tumbas, los remiten a la parroquia; y al amanecer o entre las dos luces de la tarde les regañan una vigilia, y los desaparecen en un momento. Y así se entierran los que pasaron plaza de honrados en el mundo. La gente superior, como son los señores, hacen lo que se les antoja, como si fueran vivientes; y los oficiales y personas pobres, que no conocieron en vida a la verdad, se mandan clamorear, disponen su entierro con cristiana reflexión, visten sus esqueletos con el sagrado sayal de San Francisco, y se colocan en donde puedan ser vistos y encomendados; con el devoto acompañamiento de ministros eclesiásticos son conducidos a los templos, y van mudamente predicando a cada viviente su paradero y su fin.

Así iba yo informando al discreto difunto. Caminando divertidos y sin haber vuelto a hacer memoria del lutero, nos hallamos en la mitad de la calle de Foncarral; y parlándole yo lo que no quiero decir ahora, llegamos a la calle de los Peligros, pasada ya la de Alcalá, y al entrar en la del Príncipe, nos arrastró los ojos la siguiente figura.




ArribaAbajoVisión y visita décima

Los petimetres y lindos


Con su maleta de tafetán a las ancas del pescuezo, venía por este camino un mozo puta, amolado en hembra, lamido de gambas, muy bruñidas las enaguas de las manos; más soplado que orejas de juez, más limpio que bolsa de poeta, más almidonado que roquete de sacristán de monjas y más enharinado que rata de molino; hambriento de bigotes, estofado de barbas, echados en almíbar los mofletes; tan ahorcado del corbatín, que se le asomaba el bazo a la vista, imprimiendo un costurón tan bermejo en los párpados, que los ojos parecían siesos. Era, en fin, un monicaco de éstos que crían en la Corte como perros finos con un bizcocho y una almendra repartido en tres comidas. Venía, pues, columpiándose sobre los pulgares como danzarín de maroma, con sus vaivenes de borracho, ofendiendo las narices de cuantos le encontraban con sus untos, aceites e inciensos. Paróse enfrente de un balcón, y mi discreto difunto se quedó también observándolo. Dio el tal don Líquido dos palmaditas a las guedejas cabrías de su peluca; sacó un reloj de pinganillos, con que se venía aporreando la ingle derecha, y luego la caja del tabaco (y si hubiera tenido más cerca la cuchara, escarbadientes y el tenedor, también hubiera salido a plaza); y tomó un polvo soplado cinco o seis veces. Y con una dama que se asomó a sus hierros, se quebró y requebró nuevamente. Hubo aquello de Los parienticos están que besan a vuesa merced los pies y Las señoras lo estimarán mucho; y por despedida, la general de las señoras de la Corte a todo celibato, el Adiós, hijo mío; y marchó el salvaje por la calle arriba, apestando consideraciones con la vanidad que iba vertiendo de bien criado y de hermoso.

-Dime, Torres -dijo mi difunto-, ¿qué mozo es éste y otros mil vagabundos que he visto rodar por esa Corte?

-A éstos -respondí yo- los crían sus padres para secretarios del Rey, y vienen a parar en verederos de tabaco con dos reales y medio el día de pre. Éstos gastan tocador y aceite de sucino porque padecen males de madre; gastan polvos, lazos, lunares y brazaletes, y todos los disimulados afeites de una dama. Son machos, desnudos; y hembras, vestidos. Malogran los años y el alma en estas insolentes ocupaciones; y el oficio que ves es el empleo de su vida, porque acusan como infame el trabajo y el retiro. Viven haciendo votos a la lujuria y promesas a la fornicación; y después de bien bañados en la desenvoltura que has visto en este mentecato, marchan por las calles de la Corte a chamuscar doncellas y encender casadas. Su paradero es la lonja de San Sebastián y el atrio de la Victoria, en donde a una misma hora encuentras otros de su calibre; y aquellos reverentes sitios dedicados al culto divino los hacen bodegón de insolencias, tiendas del descrédito y campo de maldades. Hacen a los hombres del tamaño de sus estaturas, y se llaman Periquitos, Manuelitos, Frasquitos; y el que tiene el apellido acomodado para sisarle letras, le nombran también con esta rebaja. El Gobierno, el Estado, la política ni la ética, que son los estudios y parolas útiles para instruir en virtudes morales a un joven bien nacido, ni las saludan siquiera. Sus conversaciones empiezan en las señoras, median en las mujeres y acaban con las hembras. Y esto, ¿cómo? Señor don Francisco, segándoles la honra y haciéndolas tan fáciles de coger, que cada uno de los que oyen ya las cuentan triunfos de sus antojos. Ésta es la vida de estos simples por la mañana; retíranse a sus cuartos, y vuelve esta tarea a la tarde; y al anochecer los recogen sus madres porque no los hechicen o no los acatarre el sereno. Los días de fiesta los dan un real de plata para que jueguen con sus primas y se diviertan con los señoritos de la señora doña Fulana; y pasa de los treinta años un barbolo de éstos, y los descalza, los espulga y los arropa la criada. Y no te digo más por no emporcarte los oídos.

-No tanto, pero mucho de lo que me has contado de ese joven pasaba en mi siglo con los que nacían de padres medianamente acomodados. El que mejor dirigía la crianza de su hijo, era buscándole un maestro de danzar para quitarle la torpeza de los miembros y arreglándole a pisar con arte el suelo de un estrado. A tal cual aleccionaban en la música, a otros en saber domar a un bruto; que todas son bellísimas gracias para después de bien instruidos en el temor de Dios y en la vida cristiana, que ésta se debe anteponer a la política, para después de haber asegurado un ejercicio que haga felices los años con las tareas.

-Pues oye, muerto mío -le dije-; ni aun de esas habilidades se adornan, sí sólo de la viciosa afeminada compostura que has visto. Y así, luego que mueren los padres, vienen a sumirse en el podridero de los truhanes; y abunda tanto la Corte de estos perdularios, que no hay esquina que no esté apuntalada de perdidos. Y porque me creas, mira hacia aquella calle del Príncipe el envoltorio de retales vivientes que asoma por ella.

Llegaban a este tiempo seis o siete trapones tan llenos de andrajos, que cada uno parecía la calle de la Sal. Uno venía pariendo un tarazón de camisa con sus pinceladas de chafaina descomida, más sucio y más hediondo que cocina frailesca en tiempo de capítulo. Otro llevaba como grillos los zapatos, ahorcados de la garganta del pie; y pendientes de la bragadura más farrapos que le cuelgan a la gaita de un gallego. Otro traía arrebañados los calzones porque se le huyó la abujeta; otro, tan humilde de casaca, que venía besando el santo suelo con los cuadriles; los más, con los sombreros machucados de copas, sorbidos de candiles, y no por eso faltos de aceite; a otros les sonaban los trebejos de los espadines como sonajas de lazarillo de gaitero. Todos y cada uno era un molino de trapos, un almacén de grasa, un refectorio de piojos y un de profundis de laceria. Era, pues, un enjambre de la bribia, cortesanos monteses que andan a ojeo de boquirrubios y a montería de reales, petardistas graduados en la universidad de la perdición y términos medios entre trampa y limosna.

-Éstas son, Quevedo mío -proseguí yo-, las consecuencias de aquel antecedente; éstos son los lindos desnudos; éstos fueron como aquel mozo, pulidos y aseados; y los más gastaron coche, y hoy ruedan en cochambre. El paradero de aquella crianza es la presente infelicidad; todos éstos han corrido ya las caravanas de los desesperados y la pelota de los inútiles, y en todas partes han apestado con la corrupción de sus costumbres. Unos han sido arrendadores de sal, otros tabaqueros, otros criados de silla de señoras, oficiales de estafeta, alguaciles mayores y comisionistas, que son las prebendas de ociosos y ejercicios de holgazán tunante que se pone a lo que saliere; y como habían criado callos los miembros con la pereza y la mala crianza, jamás pudo ni la necesidad ni el trabajo domar las rebeldías de su mal aleccionada juventud. Para un poco -dije a Quevedo-, y deja que llegue aquel remiendo que se ha descosido del sartal.

Paramos, y vimos que se acercó a hablarnos, debajo de un sombrero cornudo vez y media, un perillán arremangado de hocicos y tan abierto de boceras, que pareció que había puesto a parir la dentadura, hermana del bigote; obtuso de quijadas como calavera de gato, con dos dientes paralelos a la nariz, algo mayores que dos ajos lígrimos, jurándolas de mordiscones a cuantos miraba; sediento de camisa, hambreón de bragas, ocultando con el rebozo de un capote de barragán ataraceado del tiempo la carnadura de los costados, que le asomaba por los cuarterones del jubón. Llegó a hablarme con acento entre moribundo y necesitado; y quitándome las motas del vestido, me dijo que nunca me había encontrado más grueso ni de mejor color (siendo la verdad que toda mi vida me he conocido más enjuto que cecina de mono y más gualda que el diaquilón gomado); pidióme para comer aquel día, dile lo que pude, y se fue, dejándome dos remedios para la destilación.

-Rara figura de hombre -dijo el difunto amigo-, y extraña carrera de vida. Más suave es tirar de una pareja que decir déme un real, présteme un ochavo. Infeliz sujeto, y sujeto a tantos, que ha querido su mala dirección poner su comida en las manos ajenas, hediendo a todos, enojando y avergonzando a su misma estructura, capaz de empleos más cristianos, más socorridos, más acomodados y menos enfadosos.

-Advierte -le dije a Quevedo- que éste es una fiel copia del paradero de los almidonados. Aquél que vimos (de quien te hice mención entre los andrajosos) más estirado que pescuezo de ladrón en la horca, a pocos meses vendrá a ser otro dechado de la necesidad, porque los más vienen a sumirse en el escotillón de esta desventura. Oye, que brevemente te informaré de lo que sucede a los que crían en esta malvada escuela de la ociosidad.

»Engañan con aquellos aparatos de adorno y de riqueza a una familia en donde se está criando devotamente una señora joven. O ya porque se visitan los padres de unos y otros, o por otro honesto motivo, se introduce el zamarro del don Lindo; y afectando modestias a la madre y mintiendo suspiros a la hija, que esto se consigue con dos afectos de Calderón que los traen en la faltriquera como pistolas, alcanzan parecer bien a la una y a la otra. Los casan los padres, o se casan ellos. Descúbrese a pocos días su pobre talento y su poco caudal; hállanse aburridos los suegros; y el bribón, aunque descontento en el pupilaje, come y calla, y recibe con ceño los arrullos de su mujer hasta que se mueren los que le ponían la mesa. Queda entonces señor de sí y de su mujer, y en cortos días la destruye a ella, come lo heredado y divierte la dote; porque luego que se ve con dinero, va pagando los votos que había hecho a la lascivia, da fin a todo, y empieza el salvaje inútil a idear pretensiones, y la inocente esposa a decir que su marido tiene poca fortuna; y obligado de la hambre se mete por la primera rotura que le abren los empeños. Regularmente sale de la Corte; hállase impaciente sin la comedia, el paseo, la botillería y el chocolate en la casa del vecino, y mal con el trabajo; maldice a su mujer y la castiga; se aburre con sus consideraciones y, entre desesperado e iracundo, hace una trampa y se vuelve a Madrid a criar piojos y a vivir rasgado y sucio. Conciértase con la desvergüenza y se casa con el desuello, y sale a buscar piadosos y tiernos de corazón. Conoce a todos por sus motes y apellidos, sabe mejor que yo las fiestas del calendario, y con esta receta rueda por la Corte, dando días y enhorabuenas de años a todo yente y viniente; y en esta carrera deja la vida en un hospicio o en un zaguán. Hállase precisado el arrullador de tumbas a gorjearlo de balde, y la parroquia a recibirlo de mogollón; y son gorras en la vida y en la muerte. Y habiendo visto uno de éstos, tienes repasados a los demás de esta calaña gorrona y alcurnia desvergonzada.

-Si no me lo dijeras tú, que te contemplo hombre práctico y verdadero -exclamó don Francisco-, no creyera que podían ser tan rudas y tan cerriles las almas de estas gentes; pues el más apartado de la racionalidad sabe presumir el miserable progreso de su vida y el ceño de las adversidades, y se previene en los primeros años para la elección de un estado católico y menos infeliz. Te aseguro que está más escandalosa la Corte que en el tiempo que yo (por la misericordia de Dios) la desfruté.

Muchas imágenes parecidas a éste, pero no tantas ni en tan rudo lienzo, había en mi tiempo. Yo escuchaba las quejas de su fortuna, pero escondían las perezas de su desorden. Nunca creí en desafortunados, que este nombre se equivoca con la poltronería y la huelga. No hay fortuna, por loca que sea, que se arroje a maltratar una vida arreglada. En la primavera de su salud, para comer y vestir, todos pueden ganar, y con esto ninguno es pobre ni miserable. Si no lo consigue, es porque se le estorban sus vicios, no la desdicha, la suerte ni la fortuna; que éstos son espantajos contra la Cristiandad. Dios, que se lo da a la hormiga, también se lo dará al hombre; y más, trabajándolo. ¡Válgate Dios por mundo! ¡Cada día te llevan las locuras de tus moradores más violento al fin! ¡Mientras más vida, menos conocimiento! ¡Mientras más desengaños, menos enmienda! ¡Y a más avisos, más inconstancias! Vamos, Torres, y guía donde sea tu voluntad.




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Corral de comedias, poetas líricos, cómicos y representantes


Sólo el que sea práctico en los sueños podrá creer y pintar la viveza de los colores y la grandeza de los bultos con que sabe el docto natural de las especies iluminar la oficina del celebro para persuadir como verdades las aéreas impresiones, que no tienen más esencia que ser un vapor, a veces tan maligno, que burlándose del alma ofende la vitalidad con lo mismo que escogió la naturaleza para su conservación. Con tanta eficacia me engañó el sueño, que jurara que vi la calle del Príncipe y en ella a aquel don Líquido y la infeliz tropa de andrajosos, y que yo proseguí hablando con Quevedo. Y me ha quedado en las orejas tan colgado el metal de su voz, que cuasi me parece que si oyera diferentes acentos, dijera cuál era el más parecido al que yo aún estoy oyendo de mi difunto. Díjele, pues:

-Ya que estamos en esta calle tan próxima a los patios de comedias, entraremos en uno; que aunque es temprano, no nos faltará en que estar divertidos.

Pagué por los dos a la puerta, pues para mi aprehensión Quevedo era tan de bulto como yo. Pero volvióme el cobrador la mitad, en que conocí ser cierta para los otros su invisibilidad y la buena conciencia de aquella gente. Señoreóse del patio don Francisco; y volviéndose a mí, dijo:

-Sólo esta república he notado sin mudanza. Basta que sea viciosa para que se fije en las permanencias de la duración. Ésta es la misma plaza en donde se corrieron las obras de Lope, se silbaron los partos de Montalbán y se torearon los abortos de los grandes ingenios que florecieron en mi era. Y considero anegado también este tiempo.

-Mal consideras -le dije a Quevedo-, porque eso de poetas grandes no es fruta de este siglo. En lo lírico se ha perdido ya la elegante cultura y hermosa locución de Góngora. Las festivas pimientas y tus abundantes salinas, cuando igualmente vestías la pluma de mojarrilla y de toga, ya no hay quien las guste; que el vulgo de hoy es muy asno y se alimenta de cardos embutidos de espinas, y le parecen lechugas. Ni hay quien se caliente a la feliz lumbre del Candamo. Han dado en decir algunos que el delito de la poesía en España fue tener comercio con el desengaño, haber comprado algunas verdades en la tienda de la filosofía moral, transportadas a la Corte; y aunque las aconfitaron los poetas, con todo eso se ofendieron de la amargura, y cayó la poética de los solios. Pasó a tratar con pajes, luego a barrer los zaguanes de los señores, después anduvo de taberna en taberna, y vino a depositar sus huesos en el camero de un hospital.

»Sea ésta o aquélla la causa de su destierro, crea vuesa merced que en este miserable siglo escuchan los menos locos eso de poetas grandes, doncellas honestas y jueces desinteresados como las paradojas de fénix. Ahora no suenan sino es cucos y cigarras, chirreando enfadosamente los oídos de los que escucharon aquellas calandrias y ruiseñores. Toda la armonía de este tiempo es sonajas, pitos de capador y zambombas; en vez de águilas reales, se han vuelto bastardos aguiluchos. Ya no hay quien suba a la cumbre del Parnaso, que es monte de musas y dificultades, y se les hace muy cuesta arriba. Los laureles que antes salían destinados para ceñir las gloriosas sienes de los ingeniosos, coronando sus sudores con los cercos de inmortal lozanía, hoy se contentan con hacer un papel de metemuertos en la comedia de los escabeches, porque ya no hay poetas de corona, sino legos.

»No arden los celebros con las dulces borracheras de Apolo, porque son más frecuentes las inspiraciones de Baco. Los que nacen en este siglo, llegan a las borras de la poesía, unos, aun no estrenadas las potencias del alma, un oso informe por ingenio y una bolsa de mendigo por memoria. Yermos de toda noticia y páramos de toda erudición, sin haber dado pincelada en el lienzo raso del entendimiento, se presumen favorecidos del natural y se predican poetas a nativitate, y ponderan su facilidad con aquello de Los poetas nacen, etc. Grandes son las obras de la naturaleza, pero yo he visto más cojos, ciegos y mancos a nativitate que poetas. Otros se engullen los palotes de la erudición, que son los preceptos de la gramática latina; duermen abrazados con Rengifo, meten en el buche cuatro maulerías del Teatro de los dioses, se aconsejan con calepino de once lenguas y purgan de cuando en cuando un romance con más idiomas que suele sonar en una garita. Éstos escriben castellano mestizo. Otros hay (y de éstos es más larga la generación que la de los cornudos) que descuartizan un poema, o ya tuyo, o ya del Góngora; y hecho trozos, lo meten en su expensa, y poco a poco lo traen al banquete de sus escritos, y pasa para los convidados plaza de gallina que se ha criado en el corral de casa. Y éstos traen poesía postiza como cabellera. Todos éstos se gradúan de poetas líricos en la universidad del vulgo, siendo doctores del claustro un sastre, un zapatero y un albañil. Y cuando más, un boticario, un médico, un abogado y un teólogo dan su parecer, como si fueran las coplas confecciones, enfermedades, casos de conciencia y pleitos.

»De la poesía cómica ya se perdieron los moldes y los oficiales. Las comedias ya no las hacen los poetas, sino es los músicos, hortelanos y carpinteros. Ya nadie bebe de la rica vena del Calderón, manantial perenne de agudezas, cuya rara fluidez dejó suspensos los Terencios y los Plautos, ocasionando lo corriente de sus números el que se controvierta si escribió sus jornadas en prosa sonora o en verso desatado. Ahora se sorbe el cieno en que se revuelcan los renacuajos de este siglo. La cómica vive hoy más abajo de la representación. Toda la casta de poetas villanciqueros que surtían de coplas de Gil y Menga las Navidades y los que escribían jacarandainas para los ciegos, se han arrimado a los cómicos, y se ahogan los pobres en poetas, oyendo continuamente sus rebuznos. Y si no los confundiera la grave y sonora armonía de la música moderna, fuera lo mismo que escuchar los alaridos de la tortura. Pero ya no siente tanto el entendimiento este trato de cuerda con la suspensión que ocasionan las bien heridas cuerdas de lo armónico; descuídase el alma, y se le introducen los halagos forasteros.

-¡Válgame Dios! ¡Cuando parece que se corrige un vicio, se dilata más! -dijo Quevedo, y prosiguió-: ¡Acabáronse con la cultura los afectos blandos que embelesaban los talentos y despertaban la impureza, que persuadían a amar y mentir; y han tomado su lugar los halagüeños entrometidos desvelos de la dulzura música, con que han avivado más a la república de las pasiones! ¿Qué importa que el estilo carezca de lo agudo, si a la armonía le sobra lo penetrante? Todo es malo. Dime, mientras salen las guitarras, ¿qué mujeres son éstas que ocupan la fila de ese sitio que llamáis cazuela?

-Ésa toda es gente honrada -le respondí-. Pocos años ha asistían a esa delantera las que hacían baratillo de la suya.

-¿En qué opinión viven los cómicos? -preguntó otra vez Quevedo.

-En mala -respondí-, porque el vulgo inadvertido no los reconoce más que por las precisiones de su desenfado. Los ve como lo que son otros hombres, no como que ellos son en sí y por sí; y gradúan por la viveza de la representación las acciones del alma, sin advertir que con el arte esfuerzan muchas veces al natural. Discretamente ocupados viven estos hombres. La universidad más completa del orbe son los teatros. Cuanto han sudado gloriosamente los ingenios más fecundos de la España, tanto tienen ellos en su memoria; y se hallan sabios en toda casta de estudios. El arte de huir los escándalos aquí se enseña; la ciencia de vencer con aire los duelos aquí se practica; la filosofía de conocer voluntades aquí se enseña; la lógica engañosa de los apetitos aquí se desenvuelve; a la retórica falsa del amor aquí se le reconocen sus figuras; la política para privados aquí se demuestra; la humildad al vasallo aquí se le advierte; y, en fin, en este teatro se registran los semblantes al vicio y a la virtud, y prácticamente se hacen visibles los modos de introducirse en las costumbres. En nuestra voluntad está elegir la una y aborrecer lo otro.

»Los cómicos son los catedráticos de esta manifestación, y demuestran a los apetitos los órganos del bien y el mal; imprimen en los corazones lo que sin viveza les da el ingenio de la escritura. Instruidos de esta doctrina y prácticos maestros de esta ciencia, viven más aparejados para ser buenos que los ignorantes que muchas veces los escuchan y los mofan. Sus tareas son porfiadas, su estudio el más riguroso, porque colocan en la memoria las voces, el sentido, las acciones, el sitio desde donde y a quien lo han de decir, sacando a los humores de su natural propensión. Rencores acredita el suave, alegrías el triste, crueldades el piadoso; y nunca usan de su genio, siempre mortificando al natural. Conque así, sabio mío, digo que es injusta la crisi de la necedad maliciosa que suele deslucir sus nombres. La mayor infelicidad del mundo consiste en que es más crítico el más ignorante. Aquél juzga más, que conoce menos. Siempre el vulgo fue arbitrio irracional de todas las cosas; todas las pondera sin peso, las mide sin medida, las numera sin regla. Monstruo de muchas cabezas y sin tener alguna, mira por los anteojos de su aprehensión. Sin conocer las últimas diferencias y sin la proximidad del examen, desde su tiniebla quiere repartir luces; y conociendo las cosas de montón y calificándolas a bulto, desata la lengua para acusar lo inocente y canonizar lo vicioso.

»Dígolo por las cómicas, que son tan desgraciadas, que después de una larga tarea, mayor que la que puede sostener la delicadeza del sexo, no logran buena opinión y viven manchadas de la voz vulgar, sin que este juicio estribe en fundamento alguno. La cultura y adorno en ellas no es reclamo de galanteo, sino condición de su ejercicio. Salen ordinariamente representando una princesa, una reina, en cuyo traje se amargaría la atención más honesta si advirtiese los descuidos caseros, fuera de que más horas suelen aconsejarse con el espejo otras muchas que logran mejor categoría y en su ornato dan a entender el mismo estudio. Ni puede argüirse su liviandad del número de los que las solicitan y buscan para festejarlas. Lo mismo sucede en todas las que son adornadas de la hermosura, sin que por esto las hermosas sean comúnmente livianas. Lo cierto es que Venus es enemiga de las tareas, y que la ociosidad es fecunda madre del vicio.

»Estas mujeres apenas tienen rato de quietud. A todo su tiempo son acreedores los ejercicios de su estudio: en ensayos prolijos gastan la mañana, en atenta representación la tarde y en pesado estudio la noche, mortificando la cabeza y perdiendo la garganta. Conque sin duda están más ociosas que ellas las que van a oírlas. Las municiones de que usan los que las festejan para poner en posesión sus deseos, son menos poderosas contra éstas. No les ocasiona cuidado lo galán, lo cultamente vestido de un mancebo, porque no ven sus ojos otra cosa más sobrada en su compañía. De las raterías del enamorado se burlan. Conceptos más elevados retienen en su memoria y escuchan todos los días. Las riquezas no les hacen ruido. Ninguna rompe más flecos de oro, ni destroza más encajes, ni pisa mejores piedras. Saben por su ejercicio qué es fineza, qué amor, qué odio y qué fingimiento; y desprecian con facilidad apetitos comunes, los que regularmente abaten la fortaleza de las sencilleces. No digo que no habrán tenido los teatros algunas escandalosas. Pero ¿en qué parte no las hay? Y por los arrojos de una no es justo que perezca el crédito de todas. En éstas, como viven levantadas del suelo dos varas más que las otras mujeres, son más reparables sus acciones. Lo que en otras es cortesía, en estas infelices es desuello; lo que agasajo en otras, en éstas disolución...

-Déjalo por Cristo -me dijo Quevedo-, que para predicar a cada cómica un sermón de honras vales un mundo. Raro eres en el aprehender. Contra todo el torrente de las personas llevas tu juicio o tu locura.

-¿Tú no anduviste este camino? -le pregunté yo.

-No fui tan loco -respondió-, que me fatigase en tales jornadas. Nunca traté en comedias ni con representantes.

-Pues le faltó la mejor gala a tu entendimiento -le dije.

Y al punto salieron las guitarras; y mi difunto, habiendo oído en pie los primeros números de un área, sin poder sufrir la necedad de la composición poética, marchó, y yo detrás de él, y tan enojado, que no me atreví a preguntarle su parecer en la moderna cultura de coplear.




ArribaAbajoVisión y visita duodécima

Músicas y estrados


Tiró don Francisco por la calle de la Cruz abajo, y yo siguiéndolo y sudando por ganarle la ventaja que me había cogido. A la Puerta del Sol llegué a emparejarme con mi difunto; y desmoronando la esquina que sube a la calle de las Carretas, vimos un envoltorio de hombres más alegres que el tamboril de Baco, más locos que un buen año, más ociosos que el que tiene beneficios simples y más retozones que asno que espera lluvia. Unos eran aplastados de gestos; las bocas se desbocaban a los oídos, risas burlonas, bailándoles tarantelas los ojos y zarabandas los semblantes. Otros, mohínos de fisonomía y zainos de guiñaduras. Uno se reía a empujones, con más falsedad que el alma de Judas. Otro se mofaba de su mismo compañero, pues detrás de los cariños se le bullían las burlas. Estaban todos dando solfas de murmuración a cuantos veían y descompasadamente hiriendo con la lengua, no la opinión, sino las figuras de los que pasaban por la calle, no valiéndoles la confusión del concurso para ocultarse de su fisga descomunal. Todos eran jorobados de ijares, y enseñaban unas muescas por los lomos, más hundidas que alma de condenado; y reparando bien, advertí que aquellas corcovas eran sus pies y sus manos. A uno se le descollaba un trapo verde por los pliegues de la gabardina, y a otro se le reconocía una tarazón de flauta asomado por mala parte.

Dijo Quevedo:

-¿Qué gente?

Yo, le respondí:

-Éstos son alanos que se cuelgan de las orejas, que hacen su presa en el oído y viven pendientes de todos. Éstos son músicos, el costado más alegre de los cuatro que tiene la locura. Aquí están de venta, esperando a alguno que los llame para holgar y darles el dinero. Éstos son los que gozan las delicias de la Corte y sus bienes. Hay mujer que vende las mantas por dar dos pesos a uno que la toque el rabel, que éste es el instrumento más palpado. Los hombres ricos de Madrid son los músicos, los médicos, los boticarios y los sastres; pero éstos son los que hacen más ruido en la Corte.

Apartóse uno de ellos de la tropa; y me dijo que si quería divertirme, que él estaba cogido para un estrado, que me llevaría a entretener un poco. Comuniquélo con mi difunto, y me mandó aceptase; que él gustaría también de informarse. Respondíle al músico que sí, y tomamos los tres el portante. En una casa de la parroquia de San Martín, de cuyos dueños no me quiero acordar ahora, entramos los tres. Marchó el músico a su orquesta; y yo apenas toqué la alfombra, hincado de hinojos, besé con las voces que me ha enseñado la práctica de las cortesanías y el envión de los apetitos los pies a las señoras mujeres que florecían el estrado. Sentéme en uno de los taburetillos, en donde estaban ya hombres y damas, y con la más ociosa empezaron a salirse los delirios de mi locura y las porfías de mis deseos. Seguía gustoso las amables dulzuras de la parola, que aunque no contengan más discreción que los sazonados chistes del sexo, sobra para entretener, divertir y pasmar, sin acordarme de que llevaba por compañero a un difunto. Éste, pues, o porque me vio enajenado, o porque quería informarse, me llamó, y me dijo:

-No, amigo Torres, a las chispas de esta lumbre es preciso encenderse la yesca de la sensualidad. El fuego no se ha de tomar tan cerca; esta libertad es irse ensayando para el infierno y ponerse en infusión de precito. Nada de cuanto he visto me ha enojado más que esta confusión, mezcla, libertad y desenvoltura. En mi siglo, la cierta señal de correspondencia para el que había de ser marido, era permitirle pisar el borde de la alfombra. Éste era ya el penúltimo favor que recibía el que dentro de un cuarto de hora se había de desposar. Y es lástima el que estas señoras malogren el buen ejemplo de sus honestos trajes con las ensanchas que dan a su honestidad. Bien parecen ahora las damas, viven limpias, adornadas y cubiertas; que en mi tiempo a todas se les registraban los cuatro costados, y la más noble se preciaba de pechera. Todo es malo. Cuando se olvida un desorden, es para acordarse de ciento. También he reparado -prosiguió mi muerto- que en esta sala no hay imagen alguna de Cristo, de su Madre, ni de otro santo de los innumerables que viven eternamente en la compañía de Dios; las paredes desnudas, sin más abrigo que esas cortinas y silletas.

-Perdióse la devoción -le dije-, y con ella el gusto a la pintura.

Y Quevedo prosiguió:

-Un cuadro penitente enfrena al más desbocado. Una efigie honesta sirve de despertador a la templanza. Y todas nos acuerdan los premios de la cristiana religión.

-Ya en todas las piezas que sirven al estrado no se usa más adorno que esta desnudez -le dije-. En las antesalas se suelen ahorcar algunas pinturas. Ven conmigo a este recibimiento, y notarás la inclinación de los españoles en los objetos que tienen para divertir la vista.

Salimos afuera, y en la pieza interior había multitud de papeles y láminas de deshonestos mamarrachos: un hombre vomitándose, otro bebiendo, otro meando, un cartelón en que rodeando a una mesa se registraban varias figuras fumando y engullendo, otro en que se reconocía un galanteo y una disolución, y otras copias ridículas que movían más a lo vicioso que a la carcajada.

-Éstos son los santos de devoción que hallarás, objetos que impacientan la gula, avivan la destemplanza e irritan la sensualidad.

En el reconocimiento estábamos de estas escandalosas pinturas, yo con una vela en la mano sirviendo de apuntador y Quevedo pasmado, cuando nos arrebató al oído el mormullo de los violines, que parecían petrales de cascabeles y jaulas de grillos.

-Ya empieza el sarao -le dije a mi difunto-; no pierdas la ocasión. Quedémonos arrimados a la puerta, que desde aquí verás la alteración de las diversiones.

Salió una dama cosida al lado de uno de los concurrentes a bailar un minuete. Yo no le quitaba ojo a Quevedo; él tragaba saliva, y sin querer asistir más se levantó, y me dijo:

-Yo no quiero ver más. Hasta aquí pudo llegar el desorden.

-Ni yo deseo que lo veas, ni me hables palabra; retirémonos a este rincón, que aún te falta que los veas cenar.

Pero sus visiones piden visita aparte.




ArribaAbajoVisión y visita decimatercia

Las comidas y cenas


Acabaron el baile, despidiéronse unos y quedáronse otros; llegó el tiempo de cenar, fueron requeridos los criados. Con esto entraron al punto seis o siete ministros de la gula, auxiliares de la destemplaza, terceros de la ahitera y alcahuetes de la borrachez. Extendieron sobre largas mesas delicadísimos manteles; distribuyeron un haz de servilletas, cuchillos, platos, cucharas y tenedores. Tocóse a degollar la razón, a desgarretar la salud, a desenvolver el recato, a espolear la lujuria y a desarrebujar el secreto. Sentáronse todos; empezaron a venir ensaladas de todas las naciones; engulléronse un huerto con aceite y vinagre; siguióse variedad de carnes; desde aquí comenzó la humareda de los mostos a cegar el juicio y a dejar a tientas el alma. Tan impaciente se miraba la voracidad de todos, que más parecía embestir que comer. Cada dos bocados eran colaterales de media azumbre. Tragáronse a la Extremadura en jamones, a Salamanca en pavos; desparecióse San Martín a sorbos, y se enjugó Lucena a buches. Tan presto quería la gula verter los platos en el vientre, que desechando la diligencia del mascar, nos dieron a entender que se podían sorber los perdigones y beberse las pollas. Corrían desguazados por los gaznates de las hembras los ríos de peralta. Aquí fue donde no pudo enmudecer don Francisco; y volviéndose, me dijo:

-Éste es el teatro donde me has representado con más viveza la corrupción de las costumbres de tu siglo. Basta el informe de este desordenado banquete para conocer el estado lamentable de las cosas. ¿Cuándo la moderación de las mujeres en España consintió tan destemplado desorden en el uso del vino? Ya creo que las hembras son apóstatas de la honestidad, cuando este licor es ídolo de sus apetitos. En mi tiempo era agravio de pureza, no digo beberlo, sino el desearlo.

-El nuestro es tan infeliz -le dije al difunto-, que bendicen a Noé tan afectuosas las mujeres como los hombres. En nuestra era los infantes se crían a los pechos de las cubas, los jóvenes repiten el vino como el agua, y las mujeres lo cuelan como el chocolate. Así se desmandan los antojos del animal, así se desenfrena el apetito, así son más intensos los ardores de la carne. Venus se abriga con la manta de Baco, y apenas se ve concurso de éstos que no tenga desenvoltura de fiesta bacanal. Con este licor se avienta el fuego de la lujuria; úsanlo inmoderadamente las personas de uno y otro sexo; con él se les anula el juicio, se descompone la gravedad, se introduce el desembarazo, se huye la vergüenza, que es la conservadora del recato; se entromete el retozo, se desenfrenan los labios, se les da libertad a los ojos, se afloja la rienda a los afectos, y se abre el camino a todo linaje de inmodestia, liviandad y demasía. Las mistelas, con la añagaza de la dulzura, empezaron a galantear el gusto de las mujeres; pusiéronle buena cara a lo suave de estas confecciones; habituáronse a beber un traguito hoy y otro mañana, hasta que aquello que empezó por corta golosina, creció a desorden considerable.

»Esto sucede entre casadas y doncellas, sin alguna diversidad, y la misma confusión acontece en todo género de cosas; porque ya no verás aquella loable demonstración que distinguía a las doncellas de las casadas, aquel exterior carácter que testificaba la intacta limpieza de los pensamientos con quien juraban conformidad sus acciones, sus palabras y sus semblantes. Ya no se ve aquella casta de solteras que con su compostura iban riñendo el libre estilo de la villana juventud; ahora sus ojos, sus ademanes y movimientos van sonsacando desenfadadas expresiones y reclamando indecentes solicitudes. En tu siglo a una señora doncella en cualquier visita se le dudaba la voz; hoy se sientan a presidir un estrado, y hablan a cántaros. Antes, aun para responder a una cortesana atención, el rubor las enmudecía, las sellaba el encogimiento; conversación de boda ni de novios se prohibió a sus labios, se guardó siempre de sus orejas. Ahora la más verde y deshonesta lozanía responden sin mudar de color ni de estilo; al presente hablan de las bodas con tal desuello, como si fueran jubiladas en el matrimonio. Antes no hallaban la mano, aun para dársela a su marido; hoy es cosa que está de balde (como lo has visto), pues en cualquiera danza se le hace barato al que la quiere. Ésta es la desvergonzada malicia de nuestra edad, difunto sabio; y para esforzar más el juicio, atiende al paradero de esta cena.

Ya era cada estómago una población de pechugas, una provincia de tajadas, una despensa de lomos, un humero de chorizos, un empedrado de zoquetes y una balsa de replecciones. Comieron con tal variedad, que tenían vientres podridos como ollas; cuasi se escuchaba el mormullo en los estómagos, en que se percibía los mendrugos y las tajadas andar a mojicones sobre tomar asiento, empujándose unos a otros. Y en los más, los racimos iban jinetes de los meollos y caballeros en los cascos; los vapores eran inquilinos de las calaveras, en infusión de mosto los sentidos, las almas embutidas en un lagar, nadando las fantasías en azumbres, alquilado el celebro a los disparates, los sesos amasados con uvas, los discursos chorreando cuartillos, las inteligencias vertiendo arrobas, las palabras hechas una sopa de vino; muy almagrados de cachetes, ardiendo las mejillas en rescoldo de tonel, abochornados los ojos en estíos de viña, encendidas las orejas en canículas de bodegón, y delirando los caletres con tabardillos de taberna.

Uno de ellos fue a despabilar; tomó las tijeras y, muy tartamudo de movimientos, balbuciente de acciones y bizco de manos, anduvo media hora para arrancarle los mocos a la vela. Y no siendo posible topar el pabilo, se levantó de la silla a pujos; y repitiendo su solicitud, en vez de coger el mechón a la vela, le prendió a uno de sus compañeros las narices, dejándoselas de camino remendadas de tizne. Sintió el compañero el estrujón; y tapadas las potencias de los humos, se moqueó dos o tres veces, diciendo a trompicones y articulando a remiendos:

-¡Hola, señores; no juguemos con las orejas!

Estaban tan pelados de razón y tan lagañosos de alma, que otro don Vendimia de los conmensales, por llevar a la boca una sopa de almíbar, se tapó un ojo. No por esto cesaban las copas del licor blanco, tinto y de otros colores, de suerte que cada uno de los perillanes tenía una borrachera ramillete. Después de varios dulces, embutieron frutas de todas estaciones, llevando la retaguardia las aceitunas, conque de nuevo se impacientó la sed. Acudió a acallarla la variedad de mistelas, copia de aguardientes y otras bebidas espirituosas con que últimamente se anocheció lo racional. Acabóse la cena, y uno de los señores tarazanas con el vendaval de un regüeldo, apagó una de las luces. Otro disparó mucha artillería de estornudos occidentales; éste se levantó echando un borrón en cada paso. Queriendo formar una cabriola, yéndosele los pies a Esquivias a buscar la cabeza, se descostilla. Aquél prosigue en bailar; y tropezando en el atún de Torrente, le prensan la cara con la barriga. Uno canta un responso pasado por rosolí; otro hace relinchar un rabel; finalmente, toda la sala era una zahúrda de mamarrachos, un pastelón de cerdos y un archipiélago de vómitos.

Con tanta viveza se trasladó a mi fantasía la copia de tan ridículo país, que también me emborraché de risa al ver tanto atún nadando en piélagos de vino. Se me acaloró el celebro con la aprehensión del tufo y de las carcajadas; y fuese la dilatación de los movimientos, que me despertaron un penoso dolor en las carrilleras y costillares, o que ya subía menos poderosa la virtud de los vapores a los órganos en donde se forman estos presumidos bultos, o la criada que entró al mismo tiempo, yo desperté, y jamás con mayor pesadumbre. Más triste que canónigo rico al son de las canales de marzo quedé después de haber cobrado mis potencias. No suspensión, gloria del alma son los sueños que enseñan y entretienen. Mucho sentí haber perdido los razonamientos del grave difunto; pues en el letargo lograba sus discursos, y ya recordado, sólo me acompaña la escasa luz de mis talentos.

Mucho me entristeció no haber acabado de enseñar en la misma modorra lo más interior de la Corte al aparecido Quevedo. Consuélame saber que yo duermo a menudo; y es muy posible que vuelva a soñar y que sea con el mismo, y para entonces estará más instruido para no detenerlo tanto. Por fin, el último alivio de esta pena lo templaré contando mi sueño, que es el que habéis leído o habéis oído leer. Y entre burlas de delirante o veras de despierto, sabed que hablo con los viciosos, tacaños, insolentes, embusteros y ruines. Los buenos se harán malos si timan para sí algo de esto. Los malos serán buenos si, corridos de que se saben sus culpas, acuden con la enmienda a sus costumbres. Cada uno tome lo que le toca, y a mí repártanme lo que quisieren, que ya espero yo será mucho y malo. Pero como en mi voluntad vive siempre la elección, cogeré lo que me parezca, y no lo que me arrempujaren. Y así, adiós, amigos, hasta otro sueño.





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