Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Visualidad y perspectivismo en las Empresas de Saavedra Fajardo

Mariano Baquero Goyanes





  —7→  
Exigencia visual de las «Empresas»

Para el hispanista alemán Ludwig Pfandl la empresa, tal como la manejó Saavedra Fajardo, es un claro ejemplo de «colectivismo estético»1, por cuanto en tal forma se funden lo plástico y lo literario. En la Idea de un Príncipe político-cristiano, representada en cien empresas (1640), distingue Pfandl «tres grupos de representaciones: el primero es el mundo, la naturaleza, la vida de las plantas y de los animales (representa cometas, estrellas, la esfera terrestre, volcanes, rayos, moluscos, espigas, flores, viñas, palmas, el unicornio, el león, halcón, oro, serpiente, águila y abejas); el segundo es la vida del rey en la guerra y en la paz (armas, columnas, cetro, corona, escudo, yelmo, lanza, flechas, antorchas); el tercero comprende objetos usuales de la vida corriente (arpa, círculo, anteojo, espejo, lente, campana, fuelle, balanza, tijeras). Aisladamente aparecen tres imágenes de la leyenda antigua: el caballo de Troya, Hércules en la cuna con las serpientes y Medea sembrando los dientes de dragón de los cuales nacían guerreros. El penúltimo de los emblemas, con una tumba como imagen, culmina con la pregunta: ¿Qué es la vida sino un continuo temor de la muerte?; el último, un campo de ruinas con una calavera, lleva como comentario un sombrío soneto que podría servir de paráfrasis a las famosas escenas sepulcrales del pintor contemporáneo Valdés Leal»2.

  —8→  

La verdad es que en las Empresas de Saavedra hay bastantes más cosas de las que apunta Pfandl. Sólo en lo que a grabados zoológicos se refiere, habría que recordar la presencia de no pocos leones, un unicornio, abejas, serpiente, caballo, águila, halcón, perros, cornejas, estelión, escorpión, erizo, toro y oso. Tal abundancia de animales como seres emblemáticos comunica, en ocasiones, a la obra de Saavedra Fajardo un algo de añejamente fabulístico; habida cuenta de que todos esos leones, abejas, perros, etc., funcionan como bien explícitas alegorías de muy concretas actitudes humanas, acompañadas de la inevitable moraleja o lección doctrinal3.

Pero no es esto lo que aquí nos importa recordar, sino solamente la significativa frecuencia con que se repiten en las Empresas de Saavedra los temas y motivos relacionados con el sentido de la vista. Ello se conecta, muy claramente, con la índole misma de la obra: su doble condición plástico-literaria, la inseparabilidad de esos dos intercomunicados planos, uno de los cuales remite siempre al otro, y viceversa. Se trata, pues, de un libro que no sólo ha de leerse, sino verse también. El lector auditivo, aquel que no realiza por sí mismo la lectura y se limita a escucharla, sólo podrá captar el total sentido de las Empresas si superpone a la información que le transmiten sus oídos, aquella que sólo pueden recoger sus ojos. Por eso, pese a toda la tradición medieval -divisas caballerescas, emblemas, cifras- que sobre las Empresas pueda proyectarse, el libro de Saavedra Fajardo corresponde inequívocamente a un momento histórico en que ya es perfectamente imaginable, como figura bien definida, el lector individual, aquel que lee para sí, aislado. Este ha existido siempre, por supuesto, incluso en aquellas épocas en que la contextura de los textos literarios era más bien oral y suponía la presencia de un plural público, de un auditorio. Pero aunque así sea, el especial talante óptico de las Empresas sirve para acendrar esa imagen de un lector solitario que tiene en sus manos un libro, cuyo diseño gráfico casi supone la imposibilidad o, al menos, dificultad de leer para que otros escuchen.

Creo que la exigencia visual que las Empresas comportan acarrea implicaciones de un cierto interés; por cuanto el caso de un libro como éste es sustancialmente distinto al del normal libro con ilustraciones o grabados, que se dan como grata adehala, pero no como indispensable condición para el cabal entendimiento de su intención y sentido. Los grabados que van al frente de las Empresas son algo más que ilustraciones de las que cabe prescindir. Sin su presencia, desprovistos los textos   —9→   de tales cabeceras, quedaría mermada su barroca expresividad. En bastantes de las Empresas de Saavedra ocurre que el lector habrá de volver la vista atrás, una vez que ha empezado a leer, para confrontar la equivalencia literaria del grabado (no siempre presentada en las primeras líneas) con el contenido de este mismo. En virtud de ese salto atrás, la mirada lectora recobra su ingenua condición estrictamente visual, se enfrenta a un lenguaje plástico, cuyo sentido se capta intelectualmente a través de ese repetido movimiento de vaivén, por el que la imagen se deslíe en la letra y ésta se infiltra en aquélla. Hay, a la vez, una frontera y una intersección, lograda ésta por el doble funcionamiento del común instrumento aprehensor de imágenes y de letras: la mirada del lector, actuando unas veces al servicio del oído, y otras al de sí misma, como insustituible procedimiento de información visual.

Saavedra Fajardo cuenta con la mirada del lector en las dos dimensiones apuntadas, y por ello no puede parecemos casual, sino ligado a la esencia misma de las Empresas, la abundancia con que, a lo largo de ellas, se suceden las alusiones a los ojos, a lo visual, a todo aquello que por su brillo, fuego, luminosidad, reflejos, parece estar reclamando y aun exigiendo la presencia de la mirada humana; puesto que sólo ella (y no cualquier otro sentido) es susceptible de captarlo.




Ojos y oídos

Muy significativa es, a este respecto, la dedicatoria del libro, «Al Príncipe, nuestro señor»:

«Propongo a V. A. la Idea de un Príncipe político Cristiano, representada con el buril y con la pluma, para que por los ojos y por los oídos (instrumento del saber) quede más informado el ánimo de V. A. en la ciencia de reinar, y sirvan las figuras de memoria artificiosa».



Si el buril grabador alude a los ojos, es obvio que la pluma hace otro tanto, por más que Saavedra hable de los oídos con la significativa precisión, «instrumentos del saber». La pluma, y no la voz, porque se lee con los ojos, aunque éstos remitan al oído.

La oposición (o complemento, según los casos) ojos-oídos se da con frecuencia a lo largo de las Empresas. Así, en la IX reconoce Saavedra que «más por la vista que por el oído entra la envidia». De ambos sentidos se vale en la Empresa 55 para montar una comparación, cuya fuente él mismo señala:

  —10→  

«Para mostrar Aristóteles a Alejandro Magno las calidades de los Consejeros, los compara a los ojos. Esta comparación trasladó a sus Partidas el sabio Rey don Alfonso, haciendo un paralelo entre ellos. No fue nuevo este pensamiento, pues los Reyes de Persia y Babilonia los llamaban sus ojos, como a otros ministros sus orejas y sus manos, según el ministerio que ejercitaban». «De esta necesidad nace el no haber Príncipe, por entendido y prudente que sea, que no se sujete a sus ministros, y sean sus ojos, sus pies y sus manos, con que vendrá a ver y oír con los ojos y orejas de muchos, y acertará con los consejos de todos».



Para entender bien el alcance y limitaciones de tal comparación, hay que tener presente que en la Empresa 46 Saavedra tuvo ocasión de ocuparse de las posibilidades de engaño sensorial que el Príncipe puede sufrir, y de la necesidad de no fiarse de un solo sentido, propugnando la coordinación de todos:

«Porque todos [los sentidos] son menester para que no nos engañe el oído: de él ha de cuidar mucho el Príncipe, porque cuando están libres de afectos las orejas, y se tiene en ellas su tribunal la razón, se examinen bien las cosas, siendo casi todas las del gobierno sujetas a la relación, y así no parece verosímil lo que dijo Aristóteles de las abejas, que no oían, porque sería de gran inconveniente en un animal tan advertido y político, siendo los oídos y los ojos unos instrumentos por donde entran la sabiduría y la experiencia. Ambos son menester para que no los engañe la pasión, o el natural e inclinación. A los Moabitas les parecía de sangre el torrente de agua donde reverberaba el sol, llevados de su afecto. Un mismo rumor del pueblo sonaba a los oídos belicosos de Josué como clamor de batalla, y a los de Moisés, quietos y pacíficos, como música».



Las últimas líneas transcritas resultan especialmente interesantes con relación a la idea principal que ahora pretendo exponer: la de cómo en las Empresas de Saavedra Fajardo, el predominio de lo óptico se conecta con una modalidad de perspectivismo literario muy propia del Barroco4. En ella desempeña un papel fundamental el conflicto ser-parecer, decisivo en tantas obras de la época y especialmente en el Quijote.   —11→   Obsérvese que Saavedra Fajardo precisa que a los Moabitas, como consecuencia de «su afecto», es decir, de su predisposición, de su peculiar perspectiva, un torrente de agua tocado por la luz del sol «les parecía de sangre». Y en cuanto a la disparidad de perspectivas acústicas que supone el último ejemplo, al configurarse para los oídos de Josué como «clamor de batalla», lo que para los de Moisés es simple «música»; cabría relacionarla con aquel pasaje de El Sueño de las calaveras, de Quevedo, en que un solo y único hecho, el toque de la trompeta del Juicio final, es oído e interpretado desde diferentes y muy humanas perspectivas:

«Y así al punto comenzó a moverse toda la tierra, y a dar licencia a los huesos, que anduviesen los unos en busca de los otros. Y pasando tiempo (aunque fue breve) vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra. A los avarientos, ansias y congojas, recelando algún rebato. Y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o de caza».



Concierto, ajuste de ojos y oídos, pide Saavedra al ideal Príncipe cristiano, con advertencia de que no se fíe excesivamente de unos y otros por separado. Hay algún pasaje en que el escritor murciano parece creer en la superioridad informativa y valoradora del sentido de la vista sobre el oído. Así, leemos en la Empresa 52:

«Feliz el Reino donde ni la ambición ni la solicitud tienen parte en las elecciones, y donde la virtud más retirada no ha menester memoriales ni relaciones para llegar a los oídos del Príncipe, el cual por sí mismo procura conocer los sujetos. Esta alabanza se dio al Emperador Tiberio. El examen de las orejas pende de otro, el de los ojos de sí mismo. Aquéllos [los oídos] pueden ser engañados, y estos no; aquellos informan solamente el ánimo, estos le informan, le mueven y arrebatan o a la piedad o al premio».



Para entender rectamente la apreciación de Saavedra y no percibir excesiva contradicción entre lo que aquí se dice y lo que se apunta en otras páginas de las Empresas, hay que hacerse cargo de todo el contexto. Si los oídos resultan más susceptibles de engaño que los ojos, es porque la información que llega a aquéllos -lo que se dice- depende de otros y no del sujeto que la recibe; capaz, sin embargo, de procurarse directa y visualmente una información más completa y objetiva que la procurada por segundas o terceras personas.

Pero casi equivaldría a rechazar uno de los más característicos tópicos del Barroco español, la aceptación indiscriminada del sentido de la vista como veraz y digno de fiar. Por el contrario -pronto hemos de verlo-, hay algo de amargamente paradójico en esas reiteradas alusiones de Saavedra a lo visual, a los ojos, cuando éstos, para él como para tantos   —12→   otros escritores de su siglo, son instrumentos y causa de muchísimos errores, no ya estrictamente ópticos, sino también morales.

Con todo, conviene antes recordar brevemente algunas de esas referencias a lo visual, a los ojos, para estudiar cuál es su alcance, cuáles son sus significaciones dentro de las Empresas.




Educación visual del Príncipe

Un autor de empresas, de emblemas, ha de contar forzosamente con los ojos, con la mirada del lector. Saavedra tiene tan alta concepción de este género -la empresa- que ya en la dedicatoria de las suyas, «Al lector», nos presenta algo así como unas empresas a lo divino, de acuerdo con la tan arraigada tradición literaria española que admite interpretaciones y versiones espirituales de las más dispares especies: la poesía de Garcilaso, las novelas caballerescas y pastoriles, etc. Saavedra justifica el empleo de empresas en su Idea de un Príncipe con la siguiente consideración:

«A nadie podrá parecer poco grave el asunto de las Empresas, pues fue Dios Autor de ellas. La sierpe de metal, la zarza encendida y el vellocino de Gedeón, el león de Sansón, las vestiduras del Sacerdote, los requiebros del Esposo, ¿qué son sino Empresas?».



Se ve claro que, para Saavedra, los símbolos, alegorías o prefiguraciones del Nuevo en el Antiguo Testamento equivalían a otras tantas empresas. Con ello su concepción de tal modalidad plástico-literaria parece admitir un cierto allegamiento a los recursos propios de tantos autos sacramentales, verdaderas empresas en acción, en muchos casos.

La visualización de la alegoría (tal y como se describe en ciertas «apariencias» de autos, o a través del doble proceso informativo ya señalado en las Empresas de Saavedra) pasa a ser el soporte decisivo en la estructura de una obra político-pedagógica. La Idea de un Príncipe Político Cristiano es algo más que una imagen mental de sus deseables perfecciones; es también el eidos, la forma, el diseño mismo de esa imagen total, que se configura, entonces, como suma y resultado de cien parciales imágenes, las cien empresas de Saavedra.

Así las cosas, se comprende que para el moralista murciano resultara muy importante la que pudiéramos llamar «educación visual» del príncipe en su infancia. Por eso se lee ya en la primera de las Empresas, con referencia al príncipe niño:

«Que no se le ofrezcan objetos espantosos, que ofendan su imaginativa, o, mirados, de soslayo, le desconcierten los ojos».



  —13→  

La expresión subrayada me parece altamente reveladora: ¡Qué importante debía resultar para Saavedra el concierto de los ojos! ¡Cuan barroca esa preocupación por evitar un desconcierto visual que, indefectiblemente, había de traducirse en otro moral, de muy graves consecuencias!

Lo que el príncipe niño ha de tener a la vista, en palacio, queda claramente determinado en la Empresa II, la más significativa quizás con referencia a lo que Saavedra entendía por adecuada educación visual:

«No solamente conviene reformar el Palacio en las figuras vivas, sino también en las muertas, que son las estatuas y pinturas, porque sí bien el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden tanto como las más fecundas5. ¡Qué afecto no levanta a lo glorioso la estatua de Alejandro Magno! ¡A qué lascivia no incitan las transformaciones amorosas de Júpiter! En tales cosas, más que en las honestas, es ingenioso el arte (fuerza de nuestra depravada naturaleza) y por primores las trae a los Palacios la estimación, y sirve la torpeza de adorno en las paredes. No ha de haber en ellos estatua ni pintura, que no críe en el pecho del Príncipe gloriosa emulación. Escriba el pincel en los lienzos, el buril en los bronces, y el cincel en los mármoles los hechos heroicos de sus antepasados, que lea a todas horas, porque tales estatuas y pinturas son fragmentos de historia siempre presentes a los ojos».



Ese leer en las pinturas a que alude Saavedra, no anda muy lejos del leer en los dibujos de las Empresas, a que se verá obligado cualquier lector de su libro.

Por los ojos entrarán, pues, según Saavedra, las primeras lecciones que el Príncipe realizará en su palacio, desde la infancia; pero por los ojos también podrán entrar vicios o pecados como el de la envidia, según se apunta en la Empresa IX: «Más por la vista que por el oído entra la envidia». Y en la Empresa 53 se dice: «Cuando los Príncipes son naturalmente amigos del dinero, conviene que no lo vean ni manejen, porque entra por los ojos la avaricia, y más fácilmente se libra que se da».




El Príncipe ante los ojos de sus súbditos

Esta doble y contrapuesta valoración del mirar como algo reportador de bienes o de males, es algo que no puede extrañar en las Empresas,   —14→   obra caracterizada por el manejo de dualidades y de oposiciones, por el barroco juego de los puntos de vista. Con todo, y pese a los aspectos negativos entrañados en el mirar, la atención que Saavedra presta a todo lo visual se convierte en una de las claves con la que introducirnos en la estructura e intención del libro.

Recuérdese, por ejemplo, en conexión con ese pasar del haz al envés tan típicamente barroco, cómo Saavedra pondera en la Empresa III la necesidad o conveniencia de que el Príncipe tenga buena presencia física y sea capaz de impresionar visualmente a sus súbditos; y cómo, en la misma Empresa, señala algunas restricciones que cabe oponer a tal idea. En principio la valoración que Saavedra concede a la impresión visual es tan grande que llega a involucrar, muy significativamente, la presencia misma de Dios, es decir, de sus ojos. El texto no tiene desperdicio y resulta uno de los más expresivos con referencia a cuanto voy apuntando:

«Más estudia el Príncipe en los adornos de la persona, que en los del ánimo; si bien como se atiene a éste, no se debe despreciar el arreo y la gentileza, porque aquél arrebata los ojos, y éste el ánimo y los ojos. Los de Dios se dejaron agradar de una buena disposición de Saúl6. Los Etíopes y los Indios (en algunas partes) eligen por Rey al más hermoso, y las abejas a la más dispuesta y de más resplandeciente color. El vulgo juzga por la presencia las acciones, y piensa que es mejor Príncipe es el más hermoso. Aun los vicios y tiranías de Nerón no bastaron a borrar la memoria de su hermosura, y en comparación suya aborrecía el pueblo romano a Galba, deforme en la vejez. El agradable semblante de Tito Vespasiano, bañado de majestad, aumentaba su fama. Esparce de sí la hermosura agradables sobornos a la vista, que participados al corazón le ganan la voluntad».



Pero seguidamente, en la Empresa III y al comparar Saavedra la vana hermosura del ciprés con la utilidad de la palmera7, llega a la conclusión de «¿Qué importa que el Príncipe sea dispuesto y hermoso, si solamente satisface a los ojos y no al gobierno?».

No obstante, en la Empresa 31 insiste Saavedra en la conveniencia de que el Príncipe cuide su exterior, su apariencia, el ornato de su persona, para así impresionar visualmente a sus súbditos:

«Lo precioso y brillante en el arreo de la persona causa admiración y respeto, porque el pueblo se deja llevar de lo exterior, no consultándose menos el corazón con los ojos, que con el entendimiento».



Con este motivo y con su doble tratamiento -no basta con la buena   —15→   apariencia del Príncipe; ésta, sin embargo, es necesaria- se relaciona la también doble consideración sobre la conveniencia de que el Príncipe se deje ver de sus súbditos y se oculte de sus miradas.

Así en la Empresa 39, advierte Saavedra que el Príncipe no debe negarse a los ojos de sus ciudadanos:

«Algunas naciones celan en las audiencias la Majestad Real entre velos y sacramentos, sin que se manifieste al pueblo. Inhumano estilo en los Reyes, severo y cruel al vasallo, que cuando no en las manos, en la presencia de su señor halla consuelo. Podrá este recato hacer más temido, pero no más amado al Príncipe. Por los ojos y por los oídos entra el amor al corazón. Lo que ni se ve ni se oye, no se ama. Si el Príncipe se niega a los ojos y a la lengua, se niega a la necesidad y al remedio».



Sin embargo, en la misma Empresa 39 Saavedra se muestra partidario de ciertas restricciones en ese dejarse ver el Príncipe por su pueblo:

«No apruebo el dejarse ver el Príncipe por su pueblo muy a menudo en las calles y paseos, porque la primera vez le admira el pueblo, la segunda le nota, y la tercera le embaraza. Lo que no se ve se venera más. Desprecian los ojos lo que acreditó la opinión. No conviene que llegue el pueblo a reconocer si la cadena de su servidumbre es de hierro o de oro, haciendo juicio del talento y calidades del Príncipe. Más se respeta lo que está más lejos».



Obsérvese que la restricción establecida por Saavedra tiene un doble fundamento: temporal y espacial. Por un lado, se alude a la conveniencia de que el Príncipe no se haga ver de su pueblo con excesiva frecuencia, muy a menudo. Por otro, se recomienda el hacerse ver de lejos, ya que una demasiada cercanía podría descubrir la tramoya, podría revelar la verdadera índole -hierro, no oro- de la cadena. Recuérdese, a este respecto, aquel pasaje de El Criticón de Gracián (crisi VI de la 1.ª parte):

«-¡Oh, qué de oro!- dijo Andrenio.

Y el Quirón:

-Advierte que no lo es todo lo que reluce.

Llegaron más cerca y conocieron que era basura dorada».






Perspectiva de la distancia

Las cosas cambian de aspecto según se las contemple de lejos o de cerca. De la perspectiva elegida, de la distancia contempladora y enjuiciadora dependerá el que captemos la apariencia o la verdad. «Así los   —16→   prados -escribía Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache (1.ª parte, libro III, cap. I)-, que mirados de lejos, es apreciada su frescura, y si llegáis a ellos no hay palmo de suelo acomodado para sentaros: todo son hoyos, piedras y basura».

Con la recomendación de que el Príncipe no debe dejarse ver muchas veces ni muy cerca, se relaciona la formulada en la Empresa 62, en la que Saavedra pone el ejemplo de las abejas encubridoras de su tarea en los panales: «Y si tal vez la curiosidad quiso acecharla formando una colmena de vidrio, desmiente lo transparente con un baño de cera, para que no pueda haber testigos de sus acciones domésticas».

El Príncipe debe, pues, comportarse como las abejas, y ocultar a la vista de sus súbditos la tramoya interna del arte de gobernar:

«Perderíamos el concepto que tenemos de los Príncipes y de las Repúblicas, si supiésemos internamente lo que pasa dentro de sus Consejos. Gigantes son de bulto, que se ofrecen altos y poderosos a la vista, y más atemorizan que ofenden, pero si los reconoce el miedo, hallará que son fantásticos, gobernados y sustentados de hombres de no mayor estatura que los demás. Los Imperios ocultos en sus consejos y designios, causan respeto, los demás desprecio. ¡Qué hermoso se muestra un río profundo, qué feo el que descubre las piedras y las obras de su madre! A aquél ninguno se atreve a vadear, a éste todos. Las grandezas que se conciben con la opinión se pierden con la vista. Desde lejos es mayor la reverencia».



La última consideración trae de nuevo al recuerdo la formulada por Mateo Alemán a propósito del prado, cuya faz cambia según se le contemple de lejos o de cerca. Y la comparación de los Príncipes y de sus gobiernos con los «gigantes de bulto», podría asimismo relacionarse con el soneto de Quevedo, Desengaño de la exterior apariencia con el examen interior y verdadero:



«¿Miras este gigante corpulento,
que con soberbia y gravedad camina?
Pues por de dentro es trapos y fajina,
y un ganapán le sirve de cimiento.

Con su alma vive y tiene movimiento,
y a donde quiere su grandeza inclina;
mas quien su aspecto rígido examina,
desprecia su figura y ornamento.

Tales son las grandezas aparentes
de la vana ilusión de los tiranos;
fantásticas escorias eminentes.
—17→

¿Véslos arden en púrpura, y sus manos
en diamantes y piedras diferentes?
Pues asco dentro son, tierra y gusanos».



Se trata, realmente, no tanto de una oposición lejos-cerca, como de la tan barroca -y tan quevedesca- fuera-dentro.

Saavedra Fajardo en la citada Empresa 62 y tras la imagen de los «gigantes fantásticos», es decir, de sola apariencia, nos ofrece la asimismo muy tradicional del «gran teatro del mundo», comparando el gobernar del Príncipe con el actuar de los comediantes8:

«Cuando salen en público las resoluciones, parecen compuestas y ordenadas con gran juicio. Representan la Majestad y la prudencia del Príncipe, y en ellas suponemos consideraciones y causas que no alcanzamos, y a veces les damos muchas que no tuvieron. Si se oyera la conferencia, los fundamentos y los designios, nos riéramos de ellas. Así sucede en los teatros, donde salen compuestos los personajes, y causan respeto, y allá dentro en el vestuario se reconoce su vileza, todo está revuelto y confuso. Por los cuales de mayor inconveniente es que los misterios del gobierno se comuniquen a forasteros».






La mano con ojos

El énfasis puesto en todo lo que con los ojos se relaciona, lleva a Saavedra Fajardo a referirse a ellos una y otra vez en sus comparaciones. Así, en la Empresa 45 dice que el Príncipe, al igual que el león -tal y como figura en el grabado- debe dormir con les ojos abiertos, para que todos crean que está despierto. Tan ligado está el incesante mirar y vigilar a la actividad del Rey, que Saavedra coloca al frente de la Empresa 55 un grabado con un cetro lleno de ojos:

«Esto significaban también los Egipcios por un ojo puesto sobre el cetro, porque los Consejos son ojos que miran lo futuro. A lo que parece aludió Jeremías, cuando dijo que veía una vara vigilante. Por esto en la presente empresa se pinta un cetro lleno de ojos, significando que por medio de sus Consejeros ha de ver un Príncipe y prevenir las cosas de su gobierno».



Imagen, la del cetro con ojos, que se repite en la Empresa 69, y que en la 50 se configura con la variante de una mano repleta asimismo de ojos:

  —18→  

«Esté el Príncipe muy advertido en los negocios que trata, en las consideraciones que asienta, en las paces que ajusta, y en los demás tratados tocantes al gobierno, y cuando para su confirmación diese la mano, sea mano con ojos (como representa esta empresa), que primero mira bien lo que hace. No se movía en Plauto por las promesas del amante la Tercera, diciendo: Que tenía siempre con ojos sus manos, que creían lo que veían».



El tema del tacto visual, de la mano con casi calidades ópticas, trae al recuerdo aquellos versos de Antonio Hurtado de Mendoza, en su poema sobre la Vida de la Virgen María, cuando alude a la incredulidad del apóstol Tomás: «Y hasta sentido de vista / quiso tener en sus dedos». Y en el XVII también, la poetisa mejicana Sor Juana Inés de la Cruz en un soneto sobre los celos, hace que la amante desee, para disipar recelos, que su amado pueda ver su corazón, ya que no da crédito a sus palabras. Y al fin lo que éstas no consiguen, lo alcanzan las lágrimas al resbalar entre los dedos del hombre: «Pues ya en líquido humor viste y tocaste / mi corazón deshecho entre tus manos». Ver y tocar, como en Santo Tomás, como en la empresa 46, en la que Saavedra alude a los errores del vulgo, a su desconfianza sensorial:

«El vulgo torpe y ciego no conoce la verdad si no topa con ella, porque forma ligeramente sus opiniones, sin que la razón prevenga los inconvenientes, esperando a tocar las cosas con las manos para desengañarse con el suceso, maestro de los ignorantes, y así quien quisiere apartar al vulgo de sus opiniones con argumentos, perderá el tiempo y el trabajo».






El sol como alegoría

En un mundo predominantemente visual como es el de las Empresas, se comprende que ocupe destacado lugar todo aquello que con los ojos se relaciona. De ahí la repetida utilización por Saavedra de luces, fuegos, espejos, sol, luna, estrellas; es decir, de cuanto supone brillo, luminosidad, solicitación óptica. Recuerdo que, hace años, el profesor Tierno Galván en una muy aguda conferencia dada en Murcia sobre Saavedra Fajardo, llegó a considerar a éste poco menos que como un «ilustrado» avant la lettre, precisamente por el crecido repertorio de luces y brillos que fulguran a lo largo de las Empresas. Entiendo, sin embargo, que poco hay de predieciochesco en tal simbología, y sí mucho de barroco, de acuerdo con el sentido y estructura que estoy tratando de percibir y determinar en la Idea de un Príncipe Político Cristiano; obra dominada por lo visual   —19→   -y en consecuencia por todo lo que funcione como enérgico reclamo de los ojos- y en un grado tal, que cristaliza en no pocos efectos perspectivísticos.

La sustantividad misma de la empresa impone un imaginismo, en el que lo mental depende siempre de lo óptico. Todo lo que es doctrina política o moral en esta obra de Saavedra tiene un inevitable soporte plástico, Con él resultaba imprescindible contar, dada la índole del género. Pero lo que llega a ser enormemente significativo, a mí entender, es que Saavedra insistió una y otra vez en una emblemática caracterizada precisamente por esas figuraciones de soles, lunas, estrellas, luces, fuegos... Es cierto que hay también -según ya se apuntó- animales, así como seres humanos y objetos: una paleta y un caballete de pintor, un cañón, un jardín, una campana, unas tijeras, etc.; pero nunca presentados con la frecuencia con que lo son aquellos otros que se caracterizan por su avasallante signo óptico, por su luminosa corporeidad, por la casi identificación de su sustancia con la luz misma. Así, lo que más parece valorar Saavedra en el sol, a efectos de su manejo emblemático, es su cegadora luz. De ahí que este motivo, en las Empresas, aparezca superpuesto al ya estudiado de los ojos. Así, en la Empresa IV se lee:

«Los ingenios muy entregados a la especulación de las ciencias, son tardos en obrar y tímidos en resolver, porque a todo hallan razones diferentes que los ciegan y confunden. Si la vista mira las cosas a la reverberación del Sol, las conoce como son, pero si pretende mirar derechamente a sus rayos, quedan los ojos tan ofuscados que no pueden distinguir sus formas. Así los ingenios muy dados al resplandor de las ciencias, salen de ellas inhábiles para el manejo de los negocios»9.



Esa luz cegadora del Sol admite una fácil identificación emblemática con la de la Verdad, tal y como la presenta Saavedra Fajardo, muy   —20→   tradicionalmente, en la Empresa 12, con el recuerdo de lo dicho por Pitágoras «cuando enseñó que no se hablase vueltas las espaldas al Sol, queriendo significar que ninguno debía mentir, porque el que miente no puede resistir a los rayos de la verdad, significados por el Sol, así en ser uno, como en que deshace las nieblas y ahuyenta las sombras, dando a las cosas sus verdaderas luces y colores, como se representa en esta empresa, donde al paso que se va descubriendo por los horizontes el Sol, se va retirando la noche».

Pero si el Sol es emblema de la Verdad, también lo es del Príncipe, y en la misma Empresa 12, y en pasaje enlazado con el que acabo de transcribir, vemos cómo Saavedra se sirve, sin apenas transición, de tal doble simbolismo:

«¿Qué confusa se halla una lechuza cuando por algún accidente se presenta delante del Sol? En su misma luz tropieza y se embaraza: su resplandor la ciega y deja inútiles sus artes. ¿Quién es tan astuto y fraudulento que no se pierda en la presencia de un Príncipe real y verdadero? No hay poder penetrar en los designios de un ánimo cándido, cuando la candidez tiene dentro de sí los fondos convenientes de la prudencia. Ningún cuerpo más patente a los ojos del mundo, ni más claro y opuesto a las sombras y tinieblas que el Sol, y si alguno intenta averiguarle sus rayos, y penetrar sus secretos, halla en él profundos golfos y oscuridades de luz que le deslumbran los ojos, sin que puedan dar razón de lo que vieron. La malicia queda ciega al candor de la verdad, y pierde sus presupuestos, no hallando arte que vencer con el arte».



La comparación del Príncipe con el Sol merece en la Empresa 23 las siguientes frases: «La presencia de los Príncipes es fecunda, como la del Sol. Todo florece delante de ella, y todo se marchita y seca en su ausencia». Por lo mismo, y tras rechazar Saavedra la teoría heliocéntrica copernicana -«impía opinión contra la razón natural que da reposo a lo grave; contra las divinas letras que constituyen la estabilidad perpetua de la tierra; contra la dignidad del hombre que se haya de mover a gozar de los rayos del Sol, y no el Sol a participárselos»-, compara el girar del Sol en torno a la Tierra, con la necesidad de que también el Príncipe gire siempre por sus Estados. En la misma comparación se insiste en la Empresa final, la 101, cuando se alude al Rey don Fernando el Católico como modelo de Príncipes. De él dice Saavedra: «No tuvo Corte fija, girando como el Sol por los orbes de sus Reinos».

Pero el Sol, su luz -que es la de la Verdad- puede ser también un símbolo del Pontificado, según lo expresado en la Empresa 94:

«Lo que obra el Sol en la [línea] equinoccial, parte tan principal del Cielo, que hubo quien creyó que en ella tenía Dios su asiento (si puede   —21→   prescribirse en lugar cierto su inmenso ser) obra en la tierra aquella Pontifical Tiara que desde su fijo equinoccio Roma ilustra con sus divinas luces las Provincias del mundo [...]. Así como es oficio de los Pontífices desvelarse en mantener en quietud y paz los Príncipes, así ellos deben por conveniencia (cuando no fuera obligación divina, como es) tener siempre puestos los ojos como el Heliotropo, en este Sol de la Tiara Pontificia que siempre alumbra y nunca tramonta, conservándose en su obediencia y protección».



El que tal Sol nunca tramonte, marca una diferencia respecto al otro símbolo; el del Príncipe, cuyo reinado tendrá un fin. Así, en la última de las Empresas Saavedra, de forma parecida a Quevedo en su tan famoso soneto «Miré los muros de la patria mía», cree percibir en todo señales de la proximidad de la muerte, capaces de dar al Príncipe una ascética lección de renuncia y desengaño: «La tierra se la señala [la brevedad de la vida] en la juventud de las flores, y en las canas de sus mieses, el agua en la fugacidad de sus corrientes10, el aire en los fuegos que por instantes enciende y los apaga, y el cielo en ese Príncipe de la luz, a quien un día mismo ve en la dorada cuna del Oriente, y en la confusa tumba del Ocaso».




La Luna como emblema

Con frecuencia el símbolo del Sol aparece asociado al de la Luna; la cual, como se dice en la Empresa 12, «repara [...] las ausencias del Sol, presidiendo a la noche». Ese papel vicario que se concede a la Luna explica el que ésta pueda funcionar, emblemáticamente, como imagen del valido en quien delega temporalmente sus funciones el Príncipe, según se explica en la Empresa 49. Sin embargo en la 77 casi se igualan en jerarquía luminosa al Sol y a la Luna, como doble imagen de la relación existente entre dos Príncipes amigos:

«Esos dos faroles del día y de noche, esos Príncipes luminares, cuanto más apartados entre sí, más concordes y llenos de luz alumbran; pero si llegan a juntarse [es decir, si se produce el eclipse representado en la Empresa: Praesentia nocet], no basta el ser hermanos para que la presencia no ofenda sus rayos, y nazcan de tal eclipse sombras e inconvenientes a la tierra. Conservan los Príncipes amistad entre sí por medio de Ministros y de cartas, mas si llegan a comunicarse, nacen luego de las   —22→   vistas sombras de sospechas y disgustos, porque nunca halla el uno en el otro lo que antes se prometía, ni se mide cada uno con lo que le toca, no habiendo quien no pretenda más de lo que se le debe».



Los distintos significados simbólicos que al Sol cabe conferir condicionan los de la Luna. Y así, cuando Saavedra en vez de convertir al Sol en emblema de la Verdad o del Príncipe, ve en él un símbolo de Dios, sucede entonces que la Luna ocupa el lugar que correspondía al Príncipe, según indica la Empresa 18, A Deo:

«A la Luna no le faltan los rayos del Sol, porque reconociendo que de él los ha de recibir, le está siempre mirando, para que ilumine; a quien deben imitar los Príncipes, teniendo siempre fijos los ojos en aquel eterno luminar que da luz y movimiento a los orbes, de quien reciben sus crecientes y menguantes los Imperios, como lo representa esta empresa en el cetro rematado en una Luna que mira al Sol, símbolo de Dios, porque ninguna criatura se parece más a su Omnipotencia, y porque sólo Él da luz y ser a las cosas».



En el sistema emblemático de Saavedra varían, pues, los significados, pero permanecen y se repiten los significantes; como si con tal insistencia -el Sol, la Luna, lo siempre luminoso- se asegurara la intencionalidad fundamentalmente óptica que asigna Saavedra a los más reiterados símbolos.




Estrellas, luces, fuegos

Tras el Sol, reducido a empresa, hay distintas significaciones, y de la rotación o cambio de las mismas dependen otros simbolismos, como el ya señalado de la Luna o el que se encuentra en la Empresa 58, referido a las estrellas:

«Los honores de los Príncipes quedan desestimados si los hace vulgares la adulación; si bien cuando los Ministros representan en ausencia la persona Real, se les puede participar aquellos honores, como se practica con los Virreyes y Tribunales supremos, a imitación de las estrellas, las cuales en ausencia del Sol lucen, pero no es su presencia, porque entonces aquellas demostraciones miran a la dignidad Real, representada en los Ministros, que son retratos de la Majestad y reflejo de su poder».



Estrellas, ojos y refracción luminosa aparecen combinados complejamente -enorme alusión óptica- en la Empresa 55, al ser comparados los Consejeros de un Rey a sus ojos. Como ellos han de ser puros y desinteresados, con actuación conjunta y no divergente, «concordes ambos   —23→   en la verdad de las especies que reciben, y en remitirlos al sentido común por medio de los nervios ópticos». Y más adelante considera Saavedra Fajardo:

«Si bien son tan importantes al cuerpo los ojos, no puso en él la naturaleza muchos, sino dos solamente, porque la multiplicidad embarazaría el conocimiento de las cosas. No de otra suerte, cuando es grande el número de los Consejeros, se retardan las consultas, el secreto padece y la verdad se confunde [...]. La multitud es siempre ciega e imprudente, y el más sabio Senado en siendo grande, tiene la condición e ignorancia del vulgo. Más alumbran pocos Planetas que muchas estrellas. Por ser tantas las que hay en la vía láctea se embarazan la refracción, y es menor allí la luz que en otra parte del cielo».



Siempre la luz, cebo de la mirada, inagotable leitmotiv de las Empresas, sometida incluso a peso y medida, valorada en su intensidad y en su duración, tal y como ocurre en la muy significativa Empresa 15 con la imagen de unos fuegos artificiales y el lema Dum luceam, peream:

«El símbolo de esta empresa quisiera ver sobre los pechos gloriosos de los Príncipes, y que como los fuegos artificiales arrojados por el aire imitan los astros y lucen desde que salen de la mano hasta que se convierten en cenizas, así en ellos (pues los compara el Espíritu Santo a un fuego resplandeciente) ardiese siempre el deseo de la fama y de la antorcha de la gloria, sin reparar en que la actividad es a costa de la materia, y que lo que más arde, más presto se acaba; porque aunque es común con los animales aquella ansia natural de prorrogar la vida, es en ellos su fin la conservación, en el hombre el obrar bien. No está la felicidad en vivir, sino en saber vivir. Ni vive más el que más vive, sino el que mejor vive; porque no mide el tiempo la vida, sino el empleo. La que como lucero entre nieblas, o como Luna creciente, luce a otros por el espacio de sus días con rayos de beneficencia, siempre es larga, como corta la que en sí misma se consume aunque dure mucho».



El motivo del fuego está, en Saavedra, ligado al de la luz y, en definitiva, al de la mirada. En algún caso, el de la Empresa 93, sobre el Vesubio comunicado con el mar Tirreno, se mezclan dramáticamente agua y fuego en una descripción que tiene el énfasis y el dinamismo de lo inequívocamente barroco.

La columna de fuego que Dios envió al pueblo hebreo como guía que lo condujera a través del desierto, aparece en la Empresa 29 en función de una idea típicamente perspectivista:

«No siempre la providencia divina obra con los medios naturales, y si los obra, consigue con ellos diversos afectos y saca líneas derechas por una regla torcida, siendo dañoso al Príncipe lo que había de serle   —24→   útil. Una misma columna de fuego en el desierto era de luz a su pueblo y de tinieblas a los enemigos».



La paradoja de la luz que es, al mismo tiempo, tiniebla -todo depende del punto de vista de quienes la contemplan- se conecta aquí con la vieja idea cristiana de que, a veces, Dios escribe derecho con líneas torcidas. Recuérdese, a este respecto, aquel significativo cuento que Mateo Alemán sitúa en el último capítulo de la segunda parte del Guzmán de Alfatache: el del caballero que encarga a un famoso artista la pintura de un caballo que vaya «huyendo suelto». Cumple el pintor el encargo, y cuando ha puesto a secar la pintura, colocada al revés inadvertidamente, llega al estudio el cliente y dice no ser aquello lo que había pedido, pues él deseaba un caballo «que vaya corriendo y aqueste antes parece se está revolcando». Dase la vuelta a la pintura, «y el dueño de ella quedó contentísimo, tanto de la buena obra como de haber conocido su engaño». Y así llega Mateo Alemán a la inevitable moraleja:

«Si se consideran las obras de Dios, muchas veces nos parecen el caballo que se revuelca. Empero si volviésemos la tabla, hecha por el soberano Artífice, hallaríamos que aquello es lo que se pide, y que la obra está en toda su perfección».

«Hécensenos, como poco ha decíamos, los trabajos ásperos. Desconocémoslos, porque se nos entiende poco de ellos. Mas cuando el que nos los envía, enseña la misericordia que tiene guardada en ellos y los viéramos al derecho, los tendremos por gustosos».



Que el fuego importa, fundamentalmente, a Saavedra por lo que tiene de luminoso (es decir, por su condición óptica, antes que térmica) lo revela asimismo la Empresa 58 titulada Sin pérdida de su luz, y cuyo dibujo aparece así glosado:

«No se desdeñe la Majestad de honrar mucho a los súbditos y a los extranjeros, porque no se menoscaba el honor de los Príncipes, aunque honren largamente, bien así como no se disminuye la luz de la hacha que se comunica a otras, y las enciende [...]. De ambas sentencias se sacó el cuerpo de esta empresa en el blandón la antorcha encendida, símbolo de la divinidad e insignia del supremo Magistrado, de la cual se toma la luz para significar cuan sin detrimento de la llama de su honor se distribuyen los Príncipes entre los beneméritos».



La incorporeidad de la luz obliga a Saavedra Fajardo -con exigencia impuesta por la índole misma de sus Empresas- a representarla encarnada en el foco irradiador -el sol, el fuego, o bien en sus contactos con determinados cuerpos o materias. Así, en la Empresa 17 el diamante y el vidrio son careados en un contraste luminoso-moral:

«Como la luz hace reflejos en el diamante, porque tiene fondos, y pasa ligeramente por el vidrio que no los tiene, así cuando el sucesor es valeroso   —25→   le ilustran las glorias de sus pasados, pero si fuese vidrio vil, no se detendrán en él, antes descubrirán más su poco valor».



De una forma o de otra la luz vibra a través de las Empresas como un signo, el más inequívoco, de su condición óptica, de la repetida solicitación visual que las mismas suponen.

Soles, lunas, estrellas, fuegos, diamantes: un haz de resplandores, destellos, luces, que reclaman la atención de una mirada, la presencia de unos ojos, sin los cuales el entramado emblemático de Saavedra Fajardo dejaría de ser lo que es.

Pero téngase en cuenta que tales acumulaciones de luz suponen, a veces, ocasiones de ofuscamiento, confusión y aun ceguera. Se cuenta con los ojos pero, al mismo tiempo, se denuncia su engañadora condición. De ahí que el empeño visualizador de las Empresas funcione al servicio de un propósito moral. No tendría sentido el que tantas veces y con tanta insistencia aludiera Saavedra a lo visual, si no fuese porque, en definitiva, la presencia de una mirada implica la de un punto de vista. Y un punto de vista es algo más que un acotamiento espacial; es también, y sobre todo para la sensibilidad barroca, una actitud moral, un condicionamiento subjetivo. Si se toma conciencia del mismo, el resultado puede ser tanto el más radical escepticismo, como el despego cristiano, marcado por la renuncia a todo lo que es temporal, limitado y deficiente.




El espejo barroco

Con el motivo de la luz se relaciona, en estricta dependencia física, el del espejo, muy frecuente también en las Empresas de Saavedra Fajardo. La 33, Siempre el mismo, es así explicada por el autor:

«Lo que representa el espejo en todo su espacio, representa también después de quebrado en cada una de sus partes; así se ve el león en los dos pedazos del espejo de esta empresa, significando la fortaleza y generosa constancia que en todos tiempos ha de conservar el Príncipe. Espejo es público en quien se mira el mundo; así lo dijo el Rey don Alonso el Sabio, tratando de las acciones de los Reyes, y encargando el cuidado en ellas».



No todo es, sin embargo, fidelidad reproductora en los espejos, ya que algunos hay mentirosos, por deformantes. En la Empresa 48 se lee:

«No siempre mire el Príncipe sus acciones al espejo de los que están cerca de sí, consulte otros de afuera celosos y severos, y advierta si es una misma la aprobación de los unos y de los otros, porque los espejos   —26→   de la lisonja tienen inconstantes y varias las lunas, y ofrecen las especies no como son, sino como quisiera el Príncipe que fuesen, y es mejor dejarse corregir de los prudentes, que engañar de los aduladores [...]. Mírese también el Príncipe al espejo del pueblo, en quien no hay falta tan pequeña que no se represente, porque la multitud no sabe disimular».



Un muy sui generis espejo deformante puede serlo el agua, por cuanto la superficie de un lago, de un estanque, refleja imágenes susceptibles de alteración en la misma medida que el movimiento, el aire, provocan ondulaciones y rupturas en tan inestable lámina. En el dibujo que va al frente de la Empresa 99 Memor adversae, aparece precisamente una palmera -el árbol, como murciano, preferido de Saavedra- reflejada, con ruptura de líneas, en una superficie de agua. La lección moral la condensa Saavedra en las siguientes líneas:

«Por esto no debe el General ensoberbecerse con las victorias, ni pensar que no podrá ser trofeo del vencido. Tenga siempre presente el mismo caso, mirándose a un tiempo oprimida en las aguas de los trabajos la misma palma que levanta triunfante, como se mira en la mar la que tiene por cuerpo esta empresa, cuya imagen representa el estado a que puede reducir su pompa la fuerza del viento, o la segur del tiempo».



En algún caso el motivo ya visto del fuego se combina con el del espejo que actúa entonces como de elemento transmutador de luz en llamas, según aparece representado en la Empresa 76 con el lema Llegan de luz y salen de fuego:

«Envía el Sol sus rayos de luz al espejo cóncavo, y salen de él rayos de fuego, cuerpo es de esta empresa, significándose por ella, que en la buena o mala intención de los ministros está la paz o la guerra. Peligrosa es la reverberación de las órdenes que reciben».



Y, en definitiva, para Saavedra Fajardo su libro mismo es como un espejo en el que puede verse reflejada la imagen de un Príncipe ideal. Si el lector se asoma entonces a este libro-espejo verá en él recogida tal imagen, correspondiente a Fernando el Católico, según se nos advierte en la última de las Empresas:

«Hasta aquí, Serenísimo Señor, ha visto V. A. el nacimiento, la muerte y exequias del Príncipe que forman estas empresas, hallándose presente a la fábrica de este edificio político desde la primera hasta la última piedra; y para que más fácilmente pueda V. A. reconocerle todo, me ha parecido conveniente poner aquí una planta de él, o un espejo donde se represente, como se representa en el menor la mayor ciudad. Este será el Rey don Fernando el Católico, cuarto abuelo de V. Alteza».



Si el libro es comparado a un edificio, cuya construcción se ha ido realizando ante los ojos del lector; ahora se le ofrece a éste el plano total de tal edificación reducida a la escala conveniente: una imagen   —27→   que se desdobla en la del espejo abarcador de un gran panorama, miniaturizador del mismo, como alguno de esos circulares y convexos espejos que aparecen en ciertas pinturas flamencas al fondo de una estancia, dando calidad de miniatura al paisaje en ellos apretadamente capturado.




El engaño a los ojos

Tan insistente juego de espejos en las Empresas no alcanzaría su plena significación si no lo conectásemos con la índole visual del libro. Las abundantes referencias al tema que, con título cervantino, podríamos llamar del engaño a los ojos no otra cosa prueban.

Haciéndose eco de un muy manejado tópico, Saavedra define la pintura, en la Empresa II, como bella mentira visual:

«Con el pincel y los colores muestra en todas las cosas su poder el arte. Con ellos, si no es naturaleza la pintura, es tan semejante a ella, que en sus obras se engaña la vista, y ha menester valerse del tacto para reconocerlas».



En resumen, una hermosa mentira como la que cantara B. L. de Argensola a propósito de la falsa belleza de doña Elvira, disculpable con la consideración de que también la naturaleza nos engaña visualmente:


«Porque ese cielo azul que todos vemos
ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!».



Y recuérdese asimismo cómo Sor Juana Inés de la Cruz, la poetisa mejicana, iniciaba su soneto A un retrato con la descripción del mismo, de una pintura, en términos allegables intencionalmente a los de Saavedra:


«Este que ves, engaño colorido,
que, del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores,
es cauteloso engaño del sentido».



El «valerse del tacto» que Saavedra recomienda, supone una implícita desconfianza en el «valerse sólo de los ojos», puesto que éstos, según ya quedó apuntado, nos traicionan con frecuencia y nos inducen a errores o a falsas valoraciones. Así, en la Empresa III compara Saavedra la robustez del coral «nacido entre los trabajos, que tales son las aguas, y combatido de las olas», con la fragilidad de la rosa, «hermosa flor, reina   —28→   de las demás; pero solamente lisonja de los ojos, y tan achacosa que peligra en su delicadeza».

También la sirena, oculta su cola de pescado en el agua, parece hermosa, según se nos recuerda en la Empresa 78:

«Lo que se ve en la Sirena es hermoso, lo que se oye apacible, lo que encubre la intención, nocivo, y lo que está debajo de las aguas monstruoso, ¿Quién por aquella apariencia juzgará esta desigualdad? ¿Tanto mentir los ojos por engañar el ánimo? ¿Tanta armonía para atraer las naves a los escollos? Por extraordinario admiró la antigüedad este monstruo; ninguno más ordinario; llenas están de ellos las plazas y los palacios».



Parecida consideración moral extrae Saavedra de la figura del estelión, en la Empresa 48:

«Al estelión esmaltado de estrellas la espalda, y venenoso el pecho lo compara esta empresa. Con un manto estrellado de celo, que encubre sus fines dañosos, se representa al Príncipe. Advierta bien que no todo lo que reluce es por buena calidad del sujeto, pues por señal de lepra lo ponen las divinas letras. Lo podrido de un tronco esparce de noche esplendores. En una dañosa intención se ven apariencias de verdad».



Por el contrario, la concha de fea apariencia exterior puede esconder dentro la más bella perla, según lo representado en la Empresa 32:

«Concibe la concha del rocío del cielo, y en lo cándido de sus entrañas crece y se descubre aquel puro parto de la perla. Nadie juzgaría su belleza por su exterior, tosco y mal pulido. Así se engañan los sentidos en el examen de las acciones exteriores, obrando por las primeras apariencias de las cosas, sin penetrar lo que está dentro de ellas».



Lejos-cerca, fuera-dentro, ser-parecer. Variantes de un mismo conflicto, de un repetido drama barroco cuya acción transcurre en un cambiante escenario: el punto de vista. El personaje es la mirada humana; pero, como en los autos sacramentales, se trata solamente de una alegoría. Tras el engaño visual, tras el perspectivismo óptico, está siempre el perspectivismo moral.




Perspectivismo óptico-moral

La Empresa VII, Auget et minuit, con el grabado del anteojo o catalejo, es una de las más significativas con relación al tono moral que para Saavedra tienen los efectos de perspectivismo óptico:

«Si se viese el ánimo de un tirano, se verían en él las ronchas y cardenales de sus pasiones. En su pecho se levantan tempestades furiosas   —29→   de afectos, con las cuales perturbada y ofuscada la razón, desconoce la verdad, y aprehende las cosas, no como son, sino como se las propone la pasión; de donde nace la diversidad de juicios y opiniones, y la estimación varia de los objetos según la luz a que se los pone. No de otra suerte nos sucede con los afectos, que cuando miramos las cosas con los anteojos largos, donde por una parte se representan muy crecidas y corpulentas, y por la otra muy disminuidas y pequeñas. Unos mismos son los cristales, y unas mismas las cosas, pero está la diferencia en que por la una parte pasan las especies o los rayos visuales del centro a la circunferencia con que se van esparciendo y multiplicando, y se antojan mayores los cuerpos; y de la otra pasan de la circunferencia al centro, y llegan disminuidos; tanta diferencia hay de mirar de esta y de aquella manera las cosas».



Diversidad de juicios y de opiniones; es decir, variedad de perspectivas, multiplicidad de puntos de vista. Y como tantas veces en Saavedra, es un efecto de luz el que puede determinar «la estimación varia de los objetos». De lo óptico se pasa inmediatamente a lo histórico-moral:

«A un mismo tiempo (aunque en diversos Reinos) miraban la sucesión a la Corona el Infante Don Jaime, hijo del Rey Don Jaime el Segundo de Aragón, y el Infante Don Alonso, hijo del Rey Don Dionisio de Portugal. El primero contra la voluntad de su padre la renunció, y el segundo procuraba con las armas quitársela al suyo de la frente. El uno consideraba los cuidados y peligros del reinar, y elegía la vida religiosa por más quieta y feliz. El otro juzgaba por inútil y pesada la vida sin el mando y el cetro, y anteponía el deseo y apetito de reinar a la ley de la naturaleza. El uno miraba a la circunferencia de la corona que se remata en flores, y le parecía vistosa y deleitable. El otro consideraba el punto o centro de ella, de donde salen las líneas de los desvelos y fatigas».



Realmente la oposición marcada por Saavedra entre los dos príncipes no tiene demasiado que ver con el doble efecto del anteojo, aumentador o disminuidor de las imágenes, según la mira o extremo elegido. Más conexión con este dualismo óptico tiene lo apuntado seguidamente en la misma Empresa, y que nos da ya su contenido moral:

«La mayor grandeza nos parece pequeña en nuestro poder, y muy grande en el ajeno. Desconocemos en nosotros los vicios, y los notamos en los demás. ¡Qué gigantes se nos representan los intentos tiranos de otros, qué enanos los nuestros! Tenemos por virtudes los vicios, queriendo que la ambición sea grandeza de ánimo, la crueldad justicia, la prodigalidad liberalidad, la temeridad valor, sin que la prudencia llegue a discernir lo honesto de lo malo, y lo útil de lo dañoso. Así nos engañan las cosas cuando las miramos por una parte de los anteojos de nuestros afectos o pasiones; solamente los beneficios se han de mirar por ambos. Los   —30→   que se reciben parezcan siempre muy grandes, los que se dan muy pequeños».



La conversión de los vicios en virtudes, o viceversa, como consecuencia de una deformada perspectiva, es tema muy del gusto barroco. De nuevo cabría relacionar el pasaje transcrito de Saavedra Fajardo con otro del Criticón, aquel de la crisi IX, «Anfiteatro de monstruosidades», en que se lee:

«Lado por lado, estaban dos monstruos tan confinantes cuan diferentes, para que campeasen más los extremos. El primero tenía más malos ojos que un bizco, siempre miraba de mal ojo: si uno callaba, decía que era un necio, si hablaba, que un bachiller; si se humillaba, apocado, si se mesuraba, altivo; si sufrido, cobarde, y si áspero, furioso; si grave, lo tenía por soberbio, si afable, por liviano; si liberal, por pródigo; si detenido, por avaro; si ajustado, por hipócrita; si desahogado, por profano; si modesto, por tosco; si cortés, por ligero: ¡Oh, maligno mirar! Al contrario, el otro se gloriaba de tener buena vista, todo lo miraba con buenos ojos, con tal extremo de afición, que a la desvergüenza llamaba galantería, a la deshonestidad buen gusto; la mentira decía que era ingenio; la temeridad, valentía; la venganza, pundonor; la lisonja, cortejo; la murmuración, donaire; la astucia, sagacidad; y el artificio, prudencia.

-¡Qué dos monstruosidades -dijo Andrenio- tan necias! Siempre van los mortales por extremos, nunca hallan el medio de la razón, y se llaman racionales. ¿No sabríamos qué dos monstruos son estos?

-Sí -dijo el Sagaz-, aquella primera es la Mala Intención, que toma de ojo todo lo bueno; esta otra, al contrario, es la Afición, que siempre va diciendo: Todo mi amigo es buen hombre. Estos son los anteojos del mundo, ya no se mira de otro modo».



Es, pues, el mundo un entramado de confusiones, un constante oscilar de planos, en el que los valores crecen o menguan -como la Alicia de Lewis Carroll, en el país de las maravillas- según las perspectivas enjuiciadoras. Todo es cambiante, sujeto a metamorfosis e inversión. La virtud puede parecer vicio, la quietud puede configurarse como movilidad, o viceversa. Muy conocido es, a este respecto, el error óptico recordado por Saavedra Fajardo en la Empresa 43:

«El más ingenioso en las sospechas es el que más lejos da de la verdad, porque con la agudeza penetra más adentro de lo que ordinariamente se piensa, y creemos por cierto en los otros lo que en nosotros es engaño de la imaginación. Así, al navegante le parece que corren los escollos, y es él quien se mueve».





  —31→  
El remo quebrado en el agua

En la misma línea tradicional está el error óptico glosado por Saavedra Fajardo en la Empresa 46, Fallimur opinione: el remo que, hundido en el agua, parece quebrado por un efecto de refracción.

Ya Montaigne, en su Essais y en el que hace el número XL, «De cómo el gusto de los bienes y de los males depende en gran parte de la opinión que sobre ellos tenemos», apuntó:

«Para juzgar de cosas grandes y elevadas hace falta un alma análoga, pues si no, les atribuimos vicios que son nuestros. Un remo recto parece doblado dentro del agua, y de aquí que no importe únicamente ver, sino también el modo de ver».



En el más famoso y extenso de los Essais, la «Apología de Raimundo Sabunde», recogió el mismo motivo:

«Heráclito y Protágoras, viendo que el vino parece amargo al enfermo y agradable al sano, el remo torcido en el agua y derecho fuera de ella, y análogas apariencias contrarias en una misma cosa, argumentaron que todas tenían en sí las causas de sus aspectos».



En el siglo XVII español cabría recordar cómo Tirso de Molina en Cautela contra cautela (acto III, escena XXII) hace decir a Porcia:


«El agua clara en un vidrio,
turbia a nuestro ser la tornan
los rayos del sol hermoso;
en las cristalinas ondas
corvos parecen los remos».



La citada Empresa 46 de Saavedra Fajardo contiene una amplia glosa de este motivo, quizás el más importante -pese a su añeja tradición, o tal vez por ella misma- de cuantos manejó el escritor murciano, en función de la visualidad de su libro y de los problemas en ellas implicados11:

«A la vista se ofrece torcido y quebrado el remo debajo de las aguas, cuya refracción causa este efecto: así nos engaña muchas veces la opinión de las cosas. Por eso la academia de los Filósofos Escépticos lo dudaba todo, sin resolverse a afirmar por cierta alguna cosa. Cuerda modestia y advertida desconfianza del juicio humano, y no sin algún   —32→   fundamento, porque para el conocimiento cierto de las cosas dos disposiciones son necesarias de quien conoce y del objeto que ha de ser conocido. Quien conoce es el entendimiento, el cual se vale de los sentidos externos e internos, instrumentos por los cuales se forman las fantasías. Los externos se alteran y mudan por las diversas afecciones, cargando más o menos los humores. Los internos padecen también variaciones o por la misma causa o por sus diversas organizaciones. De donde nacen tan disconformes opiniones y pareceres como hay en los hombres, comprehendiendo cada uno diversamente las cosas, en las cuales hallaremos la misma incertidumbre y variación, porque puestas aquí o allí cambian sus colores y formas, o por la distancia, o por la vecindad, o porque ninguna es perfectamente simple, o por las mixtiones naturales y especies que se ofrecen entre los sentidos y las cosas sensibles, y así de ellas no podemos afirmar que son, sino decir solamente que parecen, formando opinión y no ciencia».



Saavedra Fajardo previene al Príncipe contra el engaño a los ojos, referido a un plano moral y político, y su prevención supone casi un resumen de algunos de los principales tópicos del perspectivismo barroco: el conflicto ser-parecer, la variedad de opiniones, y hasta esa curiosa consideración de cómo las cosas «puestas aquí o allí, cambian sus colores y formas, o por la distancia, o por la vecindad»; relacionable, en cierto modo, con lo apuntado por el propio Saavedra Fajardo en su Empresa 16:

«Proverbio fue de los antiguos: Purpura iuxta purpuram iudicanda, para mostrar que las cosas se conocen mejor con la comparación de unas con otras, y principalmente aquellas que por sí mismas no se pueden juzgar bien, como hacen los mercaderes, cotejando unas piezas de púrpura con otras, para que lo subido de ésta descubra la bajo de aquélla y le haga estimación cierta de ambas. Había en el templo de Júpiter Capitolino un manto de grana (oferta de un Rey de Persia) tan realzada, que las púrpuras de las Matronas Romanas y las del mismo Emperador Aureliano parecían de color de ceniza cerca de él. Si V. A. quisiere cotejar y conocer, cuando sea Rey, los quilates y valor de su púrpura Real no la ponga a las luces y cambiantes de los aduladores y lisonjeros, porque le deslumbrarán la vista, y hallará en ella desmentido el color. Ni la fíe V. A. del amor propio, que es como los ojos que ven a los demás, pero no a sí mismos. Menester será que como ellos se dejan conocer representados en el cristal del espejo sus especies, así V. A. la ponga al lado de los purpúreos mantos de sus gloriosos padres y abuelos, y advierta si desdice de la púrpura de sus virtudes mirándose en ellas».



Luces y colores cambiantes, deslumbramientos, espejos; es decir, el   —33→   acostumbrado repertorio de visualizaciones gratas a Saavedra Fajardo. A éste pareció ocultársele, en el desarrollo de la Empresa 16 sobre la comparación de los mantos de púrpura, que a poco que se apurase la misma, el resultado equivaldría a una relativización de los valores. ¿Cuál es la más valiosa entonación purpúrea? ¿Tendremos alguna vez la seguridad de asir un valor absoluto por tal camino comparativo, o siempre cabrá pensar que aún podría establecerse un nuevo cotejo con una ideal púrpura que todavía nos resulta desconocida, pero que quizás exista?

Saavedra Fajardo no podía caer en ciertas extremosidades escépticas o relativistas porque se lo impedía su condición cristiana, o porque no se lo consentían el tono de su época y la intención de su libro. Y sin embargo, el escepticismo ronda una y otra vez a este escritor, como rondaba también a Gracián y a Quevedo.




Escepticismo

Volviendo a la Empresa 46 cabe advertir que Saavedra se inclina casi por la actitud de los filósofos escépticos, calificándola de «cuerda modestia y advertida desconfianza del juicio humano». A este respecto podemos recordar cómo en la República literaria se encuentra igualmente un muy sui generis elogio del escepticismo, a propósito precisamente del mismo tema de «Fallimur opinione», expresado con las mismas palabras:

«Poco más adelante estaban los filósofos escépticos Pirrón, Zenócrates y Anaxarcas, gente que, con mayor incertidumbre y miedo lo dudaba todo, sin afirmar ni negar nada, dando a entender que nada se podrá saber afirmativamente. Cuerda modestia me pareció la de estos filósofos, y no sin algún fundamento su desconfianza del saber humano, porque para el conocimiento cierto de las cosas dos disposiciones son necesarias, de quien conoce y el sujeto que ha de ser conocido: quien conoce, que es el entendimiento, se vale de los sentidos exteriores e internos, instrumentos por quien se forman las fantasías. Los sentidos, pues, exteriores se alteran y mudan por diversas afecciones, cargando más o menos los humores. Los internos padecen también variaciones, o por las mismas causas, o por su varia composición y organización, de donde nacen tan disconformes opiniones y pareceres como hay en los hombres, concibiendo cada uno diversamente lo que oye o ve. En las cosas que han de ser conocidas hallamos la misma incertidumbre y mutabilidad, porque, puestas aquí o allí, cambian sus colores y calidades, o por la distancia, o por la vecindad a otras, o porque ninguna es perfectamente   —34→   simple, o por las mixtiones naturales y especies que se ofrecen entre los sentidos y las cosas sensibles; y así, de ellas no podemos afirmar que son, sino decir solamente que parecen, formando opinión y no ciencia»12.



La repetición en la República literaria de un texto utilizado ya en las Empresas, resulta harto significativa con referencia a la importancia que Saavedra concedía a tales consideraciones. Su defensa y justificación del escepticismo se ven frenadas, no obstante, como antes he apuntado, por razones morales y de prudencia política. Así, en Fallimur opinione, en la tan decisiva Empresa 46, Saavedra templa su actitud escéptica ante el remo aparentemente quebrado en el agua, con las siguientes aclaraciones:

«No deseo que el Príncipe sea de la escuela de los Escépticos, porque quien todo lo duda, nada resuelve, y ninguna cosa más dañosa al gobierno que la indeterminación en resolver y ejecutar. Solamente le advierto que con recato político esté indiferente en las opiniones, y crea que puede ser engañado en el juicio que hiciere de ellas, o por amor, o por pasión propia, o por siniestra información, o por los halagos de la lisonja, o porque le es odiosa la verdad que le limita el poder y da leyes a su voluntad, o por la incertidumbre de nuestro modo de aprender, o porque pocas cosas son como parecen, principalmente las políticas, habiéndose ya hecho la razón de estado un arte de engañar o de no ser engañado, con que es fuerza que tengan diversas luces, y así más se deben considerar que ver, sin que el Príncipe se mueva ligeramente por apariencias y relaciones».



He subrayado las frases y conceptos que revelan, una vez más, la presencia de algunos de los tópicos más característicos de las Empresas: el conflicto ser-parecer; la diversidad de luces y, por ende, de cambiantes estimaciones; y la desconfianza en la información visual, de acuerdo con la gran y barroca paradoja de un libro organizado visualmente y enderezado a probar, tan repetidamente, la falibilidad de la vista, el engaño a los ojos.

Si tal engaño es posible, si de él existen tantas versiones en nuestra literatura barroca, es, entre otras razones, por su vinculación con el motivo del punto de vista. En otras épocas y a través de otros autores, este recurso literario funcionará al servicio de nuevas y distintas intenciones. Bastaría recordar, por su relevancia, el caso de Henry James, articulador de toda una teoría novelesca del punto de vista, con la que pudo sustituir la ya gastada técnica del narrador omnisciente y omnipresente, para reemplazarla por el concierto y sucesión de diferentes enfoques   —35→   del relato, dados por otros tantos puntos de vista: los de los principales personajes.

Pero ahora, en el XVII, punto de vista, perspectiva, opinión, interesan no tanto por sus implicaciones psicológicas -aunque el caso de Cervantes supone altísima excepción, a tal respecto-, como por sus significaciones morales, por su ligazón a la vieja doctrina cristiana del desengaño, de la prevención contra el mundo y sus embustes, sus tantas veces desenmascarados trampantojos, su mutabilidad y su radical falacia.




Los «perspectivos»

Perspectiva es tanto como limitación, fragilidad, visión deformante, autoengaño moral. Hasta tal punto esas dos zonas semánticas, la del engaño y la de la perspectiva, se allegan y entrecruzan en la literatura barroca -el tema del error óptico es bien significativo, así considerado-, que Saavedra Fajardo puede acuñar una palabra de rango satírico, genialmente reveladora: los «perspectivos».

Cuando el escritor murciano, en su República literaria, hace recuento satírico de los oficios y estamentos que en la misma hay -críticos, retóricos, poetas, médicos, astrólogos-, apunta entre ellos el de «perspectivos»:

«Los perspectivos eran mercaderes que sabían disponer la luz a sus tiendas para hacer más hermosas sus telas»13.



El texto es breve, pero no tiene desperdicio. Lo reputo como uno de los más interesantes con referencia a la índole del perspectivismo barroco. Bien merece, por ello, alguna atención.

Ante todo quiero recordar un texto ya citado del propio Saavedra, el de la Empresa 16, Purpura iuxta purpuram, en el que ya se alude a la habilidad de los mercaderes al jugar, comparativamente, con la coloración de las piezas de púrpura; lo cual es relacionable, en cierto modo con lo ahora apuntado de la disposición de la luz en sus tiendas «para hacer más hermosas sus telas». También Quevedo en alguna ocasión aludió a los juegos que con la luz o la falta de ella podía manejar astutamente el mercader, en orden a obtener una mayor ganancia, con el engaño de sus clientes. Recuérdese lo que a este respecto dice en Las Zahúrdas de Plutón de los mercaderes que se encuentran en el Infierno: «Más quien duda que la obscuridad de sus tiendas les prometió estas tinieblas». Por lo mismo, en El Buscón se dice de los ojos del Dómine   —36→   Cabra que los tenía «tan hundidos y obscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes».

Saavedra habla de luces -¿y qué otra cosa podía esperarse del autor de las Empresas, tan iluminadas por soles, estrellas, fuegos, espejos?- y no de oscuridad, pero el efecto es el mismo: el engaño visual, la manipulación de una intencionada y deformante perspectiva con la que simular unas inexistentes bellezas o encarecer las que no lo son tanto.

Los «perspectivos» son, pues, los más grandes engañadores, aquellos que han adquirido plena conciencia de las limitaciones y achaques visuales de sus prójimos, y se hallan dispuestos a explotarlos en provecho propio.

Parece evidente que cuando Saavedra Fajardo acuña burlescamente el término, dando género masculino a un nombre hasta entonces utilizado sólo en femenino, lo hace pensando en los efectos que las artes plásticas de su época venían consiguiendo. Conocida de todos es la pareja conceptual de Wölfflin por la que se oponen superficie y profundidad como notas características del arte clásico y del barroco:

«El arte clásico dispone en planos o capas las distintas partes que integran el conjunto formal, mientras que el barroco acentúa la relación sucesiva de fondo a prestancia o viceversa. El plano es el elemento propio de la línea: la yuxtaposición plana, la forma de mayor visualidad. Con la desvaloración del contorno viene la desvaloración del plano, y la vista organiza las cosas en el sentido de anteriores y posteriores»14.



«Llega el momento en que la correlación de planos se rompe y levanta su voz la serie de elementos que "profundizan" en el cuadro; momento en que el asunto deja de ser abarcado en planos, radicando todo el nervio en las relaciones entre los primeros y últimos términos»15.



Entre los ejemplos citados por Wölfflin de tales efectos de perspectiva, de profundidad, figuran los cuadros velazqueños de Las lanzas y de Las hilanderas. Wölfflin apunta rotundamente:

«El barroco cuenta con medios, como la dirección de la luz, el reparto de los colores y la clase de perspectiva en el dibujo, para abrir paso a la profundidad aunque no esté objetivamente preparado de antemano para motivos plásticos espaciales»16.



Escapa a mi competencia y posibilidades el problema de la perspectiva en las artes plásticas, y si he recordado aquí las tan divulgadas opiniones de Wölfflin, ha sido en apoyo de la suposición antes apuntada: la de que Saavedra llegó al curioso vocablo «perspectivos», a   —37→   través de su experiencia como contemplador de la pintura seiscentista. El desplazamiento burlesco que supone servirse de un tecnicismo corriente en las artes plásticas para, en versión masculina y plural, convertirlo en designación de un estamento u oficio, nos indica, elocuentemente, hasta qué punto para la sensibilidad barroca «perspectiva» rimaba con «engaño». Una hermosa pintura será siempre, como Sor Juana Inés decía, «un engaño colorido».

Saavedra Fajardo multiplicó a lo largo de sus Empresas las alusiones y referencias visuales. Las aquí inventariadas quizás basten para permitirnos entender la índole barroca del perspectivismo consustancial a este libro. Pues, como en sucesivos estudios quisiera ir haciendo ver, la técnica perspectivista es un recurso literario susceptible de las más variadas configuraciones y sentidos, según la época, autor o estilo elegidos.

En el caso de las Empresas, el denso aparato visualizador de que Saavedra Fajardo se sirvió, es algo que, en mi opinión, se relaciona muy estrechamente con las motivaciones perspectivistas que he tratado de señalar. En la posterior literatura calificable de perspectivista, ocurrirá que esa originaria condición visual de tales efectos se apagará o debilitará no pocas veces, a expensas del crecimiento conseguido por otros aspectos o matices, v. gr., los refinamientos psicológicos que pueden encontrarse en autores tan perspectivistas como el ya citado Henry James o Marcel Proust.

Saavedra es fiel, en su perspectivismo literario, a la peculiar condición de sus Empresas; es decir, a la primacía y valor que en ellas alcanza lo pura y desbordantemente visual. De ahí el encanto que este libro tiene para todo aquel que, de una u otra manera, sienta algún interés por el perspectivismo literario, su naturaleza y sus consecuencias. En las Empresas el perspectivismo es algo más que un efecto o un recurso accidental, es casi su raíz y su textura. Si un libro para vivir como tal necesita de la mirada de un lector, las Empresas suponen un caso extremado en tal proceso de vivificación. Pero aquí la mirada del lector se ve constreñida, en cierto modo, a mirarse a sí misma, a intervenir activamente en el juego de espejos que el escritor barroco despliega ante ella, y a metamorfosearse (por cuanto se mira o considera a sí misma) en meditación. Y casi llegamos así a un título de sabor orteguiano, casi a un lema, a una «empresa» más, que bien podría figurar al frente de no pocos textos de los que hemos estudiado en Saavedra: meditación de la mirada. Como quien dice, meditación de la perspectiva.





  —[38-46]→     —47→  
Publicaciones de Mariano Baquero Goyanes

  • Libros
    • El cuento español en el siglo XIX, Anejo L de la «Revista de Filología Española». Madrid, 1949.
    • La prosa neomodernista de Gabriel Miró. Publicaciones de la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Murcia, 1952.
    • La novela naturalista española: Emilia Pardo Bazán. Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1955.
    • La novela española vista por Menéndez Pelayo, Editora Nacional. Madrid, 1956.
    • Prosistas españoles contemporáneos, Rialp. Madrid, 1956.
    • Problemas de la novela contemporánea, Ateneo de Madrid, 2.ª ed., 1956.
    • Azorín y Miró, Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1956
    • Qué es la novela, Columba, Buenos Aires, 1.ª ed., 1961, 2.ª ed., 1967.
    • Antología de cuentos contemporáneos, Labor, Madrid Barcelona, 1961,
    • Proceso de la novela actual, Rialp. Madrid, 1963.
    • Perspectivismo y contraste (De Cadalso a Pérez de Ayala), Gredos. Madrid 1963,
    • Edición prologada y anotada de El Patrañuelo de Timoneda, en «Novelas y Cuentos». Madrid, 1968.
    • Qué es el cuento, Columba. Buenos Aires, 1968,
    • Estructuras de la novela actual, Planeta, (en prensa).
  • Estudios y artículos
    • Una imagen poética de San Juan de la Cruz, en «Revista de la Universidad de Oviedo», XIX y XX, 1944.
    • «Clarín», novelista olvidado, en «Revista de la Universidad de Oviedo», 1946.
    • Los imprecisos límites del cuento, en «Revista de la Universidad de Oviedo», 1946.
    • La literatura narrativa asturiana en el siglo XIX, en «Revista de la Universidad de Oviedo», 1948.
    • Unas citas de Alarcón sobre la fealdad artística, en «Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo», 1947.
    • Clarín y la novela poética, en «Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo», 1947.
    • Sobre el realismo del «Persiles», en «Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo», 1947.
    • El cuento popular español, en «Arbor», 1948.
    • Tiempo y «tempo» en la novela, en «Arbor», 1948.
    • —48→
    • Sobre la novela y sus límites, en «Arbor», 1949.
    • «Clarín», creador del cuento español, en «Cuadernos de Literatura», 1949.
    • La novela y sus técnicas, en «Arbor», 1950.
    • Barroco y Romanticismo, en «Anales de la Universidad de Murcia», 1951.
    • Una novela de «Clarín»: «Su único hijo», en «Anales de la Universidad de Murcia», 1952.
    • Exaltación de lo vital en «La Regenta», en «Archivum», 1952.
    • Elementos rítmicos en la prosa de Azorín, en «Clavileño», 1952.
    • Sobre un posible retorno a la novela de acción, en «Arbor», 1953.
    • Prólogo a una edición de Cuentos de L. Alas. Oviedo, 1953.
    • El tema del Gran Teatro del Mundo en las «Empresas» de Saavedra Fajardo, en «Monteagudo», 1953.
    • «Los naranjos» de Polo de Medina, en «Monteagudo», 1953.
    • Perspectivismo y crítica en Cadalso, Larra y Mesonero Romanos, en «Clavileño», 1954.
    • La novela española de 1939 a 1953, en «Cuadernos Hispanoamericanos», 1955.
    • Compromiso y evasión en la novela actual, en «Arbor», 1956.
    • El entremés y la novela picaresca, en «Estudios dedicados a Menéndez Pidal», tomo VI, 1956.
    • «Fallimur opinione», de Saavedra Fajardo, en «Monteagudo», 1955.
    • Elogio de la palmera y menosprecio del ciprés, de Saavedra Fajardo, en «Monteagudo», 1957.
    • Retórica y ritmo en Azorín y Baroja, en «Monteagudo», 1957.
    • «Preasidia maiestatis», de Saavedra Fajardo, en «Monteagudo», 1958.
    • Perspectivismo y sátira en «El Criticón», en «Homenaje a Gracián», Zaragoza, 1958.
    • Teatro y novela: «Réquiem, para una mujer», de Faulkner, en «Monteagudo», 1959.
    • «Los claveles» de Polo de Medina, en «Monteagudo», 1959.
    • Las caricaturas literarias de Galdós, en «Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo», 1960.
    • Prerromanticismo y retórica: Antonio de Capmany, en «Homenaje a Dámaso Alonso», tomo I, 1960.
    • Ortega y Baroja frente a la novela, en «Anales de la Universidad de Murcia», 1959-60.
    • El hombre y lo humano en la novela actual, Universidad Internacional de Santander, 1961.
    • Realismo y utopía en la literatura española, en «Studi Ispanici», Milán, 1962.
    • Cervantes, Balzac y la voz del narrador, en «Atlántida», 1963.
    • Dualidades y contrastes en Ramón Pérez de Ayala, en «Archivum», 1963.
    • La educación de la sensibilidad literaria, en «Revista de Educación», 1963.
    • Réalisme et utopie dans la littérature espagnole, en «La Table Ronde», 1964.
    • Perspectivismo y desengaño en Feijoo, en «Atlántida», 1965.
    • Valle-Inclán y lo valleinclanesco, en «Cuadernos Hispanoamericanos», 1966.
    • Moravia y el «nouveau roman», en «Atlántida», 1966.
    • Perspectivismo y ensayo en Ganivet, en «Anales de la Universidad de Murcia», 1966-67.
    • El hombre y la estatua (A propósito de un cuento de Rubén Darío), en «Cuadernos Hispanoamericanos», 1967.
    • Los cuentos de Azorín, en «Cuadernos Hispanoamericanos», 1968.


 
Indice