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ArribaAbajoAnécdota tercera

(Vol. II)


La desventurada Margarita


Si reflexionasen bien las doncellas que la pérdida de su honor trae consigo las más funestas y vergonzosas consecuencias, lo conservarían como la joya más preciosa y estimable. Si pensasen que el mundo, por más corrompido que está, las mira con desprecio e irrisión cuando, despreciando su pudor, hacen pública su infamia, se preservarían más de los engaños de los hombres. Pero, ¿qué sucede hoy en día? Todo lo contrario. La libertad que varias madres y padres dan a sus hijas, en un estado en que deberían tener el mayor recato, suele ser causa de su ruina y de la de sus familias. Un tropel de petimetres libertinos concurre a sus visitas y asambleas, las tratan con demasiada frecuencia y franqueza, y a título de marcialidad introducen insensiblemente en sus corazones tiernos el más mortal veneno. Es moda, dicen, lo exige la cortesía, otras hacen lo mismo, y estas acciones son indiferentes. Las madres, preocupadas de las mismas máximas, miran con mucha tolerancia e indolencia este precipicio en que perecen la inocencia y el candor, y aun tal vez algunas autorizan con su ejemplo las flaquezas que deberían reprender a sus hijas.

De aquí nace que algunas doncellas, dejándose seducir con palabras de casamiento de jóvenes disolutos, para allanar algunos obstáculos que juzgan impedirían sus deseos y esperanzas, después que abandonan su honestidad se ven ellas mismas abandonadas; todo es vergüenzas, pesares y sentimientos, y al fin llegan a ser el objeto de la murmuración y el oprobrio del mundo. Las persigue la insolencia, las acompañan el remordimiento, el rubor, la confusión y la miseria, y tal vez, ya quitada aquella reserva y modestia que antes las contenía, desprecian la virtud, no escuchan la voz de la razón ni de la Religión, y se prostituyen a todo género de vicios y desórdenes. Mucho de esto se ve en el mundo, y en vez de estremecerse y amedrentarse las jóvenes a vista de tan funestos ejemplos, cada día se ven otros que causan horror y compasión. Una desgraciada mujer, aunque virtuosa, podrá servir de modelo a las madres y a las hijas para precaverse de los daños que la corrupción del siglo les prepara, pues no podrán leer este suceso sin que conozcan cuán perniciosa es a las unas su tolerancia y descuido, y a las otras la credulidad, la sugestión y el abandono de la más estimada y admirable prenda, que las hace dignas de consideración en el mundo. Vamos a referir todos sus infortunios, y quiera el Cielo que sirva su suerte lastimosa de ejemplo y escarmiento a las personas que desean conservar su virtud y su decoro.

En una villa de nuestra península, cuyo nombre no juzgo oportuno declarar, vivía un labrador honrado que gozaba de bastantes bienes para poderse mantener con la decencia correspondiente a su condición. Su mujer era de aquellas que, aun en la vejez, gustan de obsequios, y que piensan colocar a sus hijos atendiendo más a la vanidad que a la modestia, con personas de superior calidad. Tenían una hija que se llamaba Margarita, de una hermosura sin igual, de una gracia inexplicable de un talento perspicaz, virtuosa, afable, y finalmente de cualidades tan preciosas y sublimes que era la admiración de cuantos la conocían. Casi todos los jóvenes del lugar estaban enamorados de ella. Su calle era una continuada música; en todas las conversaciones alababan su belleza y amables circunstancias; y gustando su madre de que obsequiasen a su hija, permitía que hubiese bailes y funciones en su casa, que concurriesen a ella varios jóvenes y que la tratasen con demasiada frecuencia. Margarita, naturalmente virtuosa, no gustaba de estos procedimientos, pero su madre la obligaba en un cierto modo a que obrase tan incautamente, deseosa de que se casase con alguno de aquellos que la visitaban, que eran de las mejores familias del pueblo.

Uno de éstos era hijo de un magnate del lugar, caballero y rico, de buena presencia, mediano entendimiento, muy petimetre y no de costumbres regulares. Había estado en Madrid y en varias ciudades de España. Era considerado en el pueblo como hombre instruido, cortesano, generoso y galante, y merecía las atenciones de todos. Estas circunstancias fueron causa de que la inocente Margarita lo distinguiese entre los demás. Él era su compañero en el baile, el que le daba el brazo en el paseo y la mano en la escalera. Siempre estaba en conversación con ella, y todo lo consentía la madre, muy contenta de que su hija lograse estas satisfacciones: ¡ah, satisfacciones que ordinariamente traen consigo el oprobrio indeleble, la ruina irreparable y el dolor inconsolable! Es el honor un cristal tan puro y delicado que el menor aliento lo empaña y el más ligero golpe lo quiebra, y se necesita el mayor cuidado para conservarlo.

Deben las madres inspirar las ideas más puras a sus hijas, el disgusto a la fruslería y el aprecio a los más nobles pensamientos; apartarlas de todas las pasiones peligrosas que conducen al precipicio y al extravío; enseñarles que sin la modestia y el pudor son unos objetos despreciables para los hombres sensatos, y de mofa e irrisión para los libertinos y necios; procurar que sus compañías se compongan de personas timoratas, que las estimulen a seguir el camino de la verdad; y finalmente, dirigir sus cuidados con tanto desvelo y atención que un momento no deben perder de vista a sus hijas ni permitirles acciones, tratos ni comunicaciones con los jóvenes, aunque el mundo las autorice y parezcan frívolas e indiferentes, pues el fuego se alimenta con el pábulo o materia combustible, y si le falta se consume y extingue.

Muy lejos de pensar así la madre de Margarita, hacía todo lo contrario. Don Juan, que así se llamaba el caballero a quien más atenciones hacía Margarita, entraba y salía a todas horas en su casa, y siempre tenía oportunidad para hablarle a solas. Este mismo trato abrasaba sus corazones, y ya un día le habló Don Juan de esta manera:

«Señora: desde el momento en que os vi quedó mi corazón prisionero de Cupido. Si solamente al veros quedé enamorado de vuestra belleza, podréis colegir cómo se habrá ido aumentado la llama de mi amor con el frecuente trato que me ha descubierto vuestro entendimiento, vuestra virtud y prendas estimables. Conozco que me habéis distinguido, por vuestra bondad, entre tantos jóvenes de superiores méritos que os obsequian; y esto mismo me alienta a manifestaros los sentimientos que alimenta mi corazón. Yo no aspiro sino a que nuestras almas se unan con el sagrado himeneo, y a vivir en vuestra compañía lleno de placer y contento. Si así lo consentís, si tenéis piedad de mí, empezaré a disponer lo conveniente para nuestra boda. Vuestro padre es un labrador honrado, y aunque el mío es un caballero no hay entre los dos tanta desigualdad que no nos podamos prometer el logro de nuestros deseos. Hablad, señora, respondedme, pues de vuestra voz espero mi consuelo».

«Sabe el Cielo, respondió Margarita, que no he conocido el amor hasta que os he visto, y que me ha llenado de júbilo vuestro honesto modo de pensar. Si felicidad hay en esta vida, solamente puedo esperarla en vuestra compañía y unión; pero sin embargo de mi pasión, no puedo menos de conocer los muchos inconvenientes que se opondrán a nuestras dichas. Vuestro padre es muy rico y caballero; no ignoro que piensa casaros...»

«¡Casarme!, le interrumpe Don Juan; no, no penséis en eso: yo tengo un libre albedrío que he consagrado a vos. Mi padre es racional y cristiano, y no me persuado que quiera darme estado contrario a mi voluntad. Me valdré de todos los medios posibles para obligarlo a que condescienda con mis ruegos; y cuando, obstinado en algún capricho, quiera oponerse a mis designios, os juro y prometo que nada podrá impedir nuestro casamiento, aunque me viese despreciado y miserable; pues sin vos es imposible que yo sea feliz».

«Bajo de estas promesas, os ofrezco ser constante y fiel y daros la mano de esposa».

«Margarita mía, esa voz alienta mi corazón. Yo seré el más afortunado de los hombres en vuestros brazos. Nada podrá igualar mi contento. No esperaba yo menos de vuestra benignidad. Me lisonjeaba de que ya habíais conocido mi amor, y de que nuestros ojos parleros se entendían entre sí. ¡Ah!. si supierais, hermosa Margarita, los pesares y desvelos que he padecido por vos, no hay duda que os causaría compasión. El júbilo me oprime el corazón, y en un caso en que no hallo palabras para explicaros cuánto os amo, cuán dichoso me contemplo y cuánta ventura es la mía, sirva mi misma confusión y alborozo de intérprete fiel de los sentimientos del alma».

«La alegría de la mía, amado Don Juan, es imponderable. Si logro la feliz suerte de que nadie se oponga a nuestros deseos, será mi vida afortunada. Pero, ¡ay de mí! El tropel de discursos que me asaltan es presagio de alguna desventura».

«Dejaos de fingir imágenes que alteran vuestro sosiego. No conocéis aún mi sensibilidad y amor. El universo entero no será capaz de quitarme la gloria de vuestra mano. Como caballero, os ofrezco perder antes la vida que faltar a mi fe».

«Esas palabras me tranquilizan, vuestra constancia me anima; y aunque soy mujer tengo firmeza, y sabré por vos recorrer todo el mundo y sufrir las más duras penas, y aun la muerte».

«Ya es hora de retirarme, adorada Margarita. La esperanza de volver a veros dentro de poco tiempo sólo pudiera minorar el dolor de mi separación. ¡Ah, cruel amor!, no hay atractivo tan poderoso, ni encantos más amables».

«Así es: yo moriría a la violencia de mi tormento si no esperase que volveréis en breve. No me tengáis atormentada con vuestra tardanza».

«A momentos vuelvo, amable Margarita».

«A Dios, Don Juan amado. El Cielo quiera que nuestro tierno amor tenga el dichoso premio que esperamos».

De este modo se separaron Don Juan y Margarita: aquél, gozoso de haber conseguido lo que tanto deseaba; y ésta, si bien contenta del amor de Don Juan y de sus promesas, no del todo tranquila, figurándose mil obstáculos que embarazarían sus designios. Inmediatamente participó a su madre todo cuanto le había pasado. No cabía ésta de júbilo, considerando a su hija tan bien empleada como deseaba. Creía que este efecto se debía a la industria con que ella había atraído a Don Juan, permitiendo que acompañase y obsequiase a su hija. Otra madre más cauta, ya que había logrado que Don Juan diese a su hija palabra de casamiento, Argos de su honor hubiera procurado con maña impedir toda ocasión en que pudiera naufragar; pero lejos de pensar así la madre de la bella Margarita, les dejó más libertad a todas horas, y esta misma frecuencia sin reserva produjo los efectos que ordinariamente se experimentan.

Pensando Don Juan que no podría obtener licencia de su padre para celebrar el matrimonio y no atreviéndose a escribirle (pues se hallaba ausente) las promesas que había hecho a Margarita, empezó a seducirla; y hallándola siempre, a pesar de su amor y de las continuas instancias que por espacio de ocho meses le hizo, armada de su virtud, tuvo la temeridad de entrar una noche a deshora en su cuarto, auxiliado de una criada, cuando ya estaba dormida. Pensó en valerse de la oportunidad que le ofrecía el sueño para usar una vileza; pero antes de que se resolviese a ejecutarla, despierta Margarita y asustada le dice: «¡Don Juan! ¿Cómo os atrevéis a profanar el respeto que se debe a mi honor? Vos mismo, que deberíais ser su mayor defensor, ¿sois ciegamente el que más lo ofende? ¿Qué dirá el mundo de vos y de mí, si llega a saber, como es fácil, que a estas horas habéis entrado en mi aposento? Ya quedo infamada con sola esta acción. ¡Ah, Don Juan! Creí que tendríais más atención a mi virtud y decoro».

«Sí, bella Margarita mía, le responde trémulamente Don Juan, yo respeto y amo sobre todo vuestra virtud».

«Pues, ¿por qué queréis obligarme a que pierda lo que más amáis en mí?»

«Porque mi pasión...»

«Las pasiones se moderan con la razón».

«Pero un impulso que la naturaleza inspira a todos los seres vivientes, un sentimiento verdadero y los deseos de gozar un bien que me asegure que soy el objeto de vuestra preferencia, excitan en mí una vehemente pasión que no tengo valor para reprimir. La prueba de vuestros sentimientos depende hoy en día de vos, y después será la consecuencia indispensable de un voto de obediencia que pronunciaréis al pie de los altares. ¡Ah!, si me amáis, si deseáis mi felicidad, condescended con mis deseos. Si obtengo esta gracia de vos, repetiré cada instante con mi alegría y reconocimiento: Mi amada Margarita me ha hecho feliz por sola su bondad Yo soy seguramente el hombre a quien más ama».

«¿Qué os atrevéis a proponerme?, le interrumpe Margarita. ¿Es a mí, de quien esperáis dentro de poco tiempo la mayor fe, a quien mostráis un deseo tan ofensivo? Cuando un lazo sagrado va a colmar vuestras esperanzas, intentáis...»

«Yo nada intento con violencia; soy vuestro esposo...»

«Aún no lo sois».

«Sí lo soy en mi corazón, y os empeño mi palabra de honor de no faltar a mis promesas».

En fin, las lágrimas de Don Juan, sus reiteradas ofertas y juramentos, la ocasión próxima y sobre todo el incauto amor que le tenía Margarita, vencieron su resistencia, sufocaron su virtud, y seducida de su fragilidad perdió la prenda de más valor, sí, la pura honestidad, que una vez perdida, no se recupera jamás. Un exceso abre la puerta para otros mayores; y así volvió Don Juan la noche siguiente al cuarto de Margarita, y continuó del mismo modo por espacio de ocho días, siempre ratificando con juramentos su fe, su amor y su palabra; y para más asegurar a Margarita le dio un papel firmado de su mano, en que le ofrecía ser su esposo. Creyó ésta que ya nada podría embarazar su casamiento, y aunque el remordimiento de su delito la atormentaba algunos ratos en que se entregaba a la reflexión, la lisonjera esperanza de conseguir sus intentos la tranquilizaba y aquietaba algún tanto.

El padre de Don Juan, que había estado fuera de su casa cerca de un año a negocios de importancia, regresó justamente al tiempo que sucedían estas cosas. No faltó una persona que lo enterara de la mucha frecuencia con que su hijo trataba a Margarita, asegurándole que la había dado palabra de casamiento. Irritado Don Lorenzo (que así se llamaba) de que su hijo intentase casarse con una mujer que creía era muy desigual, pensó valerse de una estratagema para impedir este matrimonio. A este efecto llamó a su hijo y le dijo que era preciso que en el instante fuese a Madrid a varios negocios urgentísimos que después le comunicaría. «Esto ha de ser, le dice, inmediatamente; monta a caballo y marcha». Don Juan quedó confuso y suspenso, porque no le daba lugar este precepto para noticiar a Margarita la causa de su inopinada ausencia; pero creyó oportuno no oponerse a él para agradar a su padre y lograr por este medio el permiso para celebrar su casamiento. Partió sin detenerse un punto, y luego que a la noche llegó a la posada le pareció conveniente escribir una carta a Margarita, para que supiese la causa de su separación. Agitado del sumo dolor de carecer de la vista de su bien, le escribió de este modo:

«Amada Margarita mía: Apenas esta mañana me aparté de vuestra compañía, cuando un precepto de mi padre me obligó a ponerme en camino para Madrid sin la más mínima dilación, a un asunto de mucho interés y de la mayor priesa. Podéis considerar cuán grande sería mi confusión y dolor teniendo que partir sin poder deciros a Dios. Pero considerando que esta ciega obediencia al mandato de mi padre podía servirme de mérito para lograr su consenso a nuestros designios, no le repliqué ni una palabra, Luego que he llegado a la posada, me ha parecido conveniente manifestaros el motivo de mi improvisa ausencia, y aseguraros al mismo tiempo de que el mismo deseo de lograr vuestra mano pudiera solamente haberme vencido a separarme de vuestros hermosos ojos, y servir de algún lenitivo a mi pena. ¡Ah, Margarita mía! En este caso reconozco el ciego amor que os profeso; no creí que era tanto dolor carecer de la vista de quien se adora. ¿Cómo podré vivir sin vos? Contaré los momentos, se me harán los días largos, no tendré descanso ni tranquilidad hasta que vuelva a veros. ¡Ah!, quiera el Cielo piadoso que yo logre el día feliz que tanto suspiro, y en que mi alma unida a la vuestra no tenga más que desear ni esperar en lo temporal. Persuadíos de estos tiernos sentimientos míos, y vivid asegurada de que eternamente os será fiel y constante vuestro más apasionado servidor Juan».

Inmediatamente entregó esta carta a un mozo, encargándole la llevase a toda priesa a Margarita; y Don Juan siguió su viaje para Madrid, acompañado de su dolor y de sus penas.

Margarita, que no vio aquella noche a Don Juan, no obstante que le había dado palabra de ir como las anteriores, principió a melancolizarse, entró en alguna sospecha; un tropel de imaginaciones asaltaban su corazón, y para dar algún desahogo a su pena exclamaba: «¡Ah, cómo un corazón que tiernamente ama no puede sufrir la ausencia de su bien, aun por pocos momentos! Don Juan se detiene, y yo afligida lloro su demora. ¿Quién sabe si algún otro objeto lo detendrá? ¡Oh, infeliz de mí, qué idea sorprende mi débil fantasía! Antes bien, debería pensar que le habrá acontecido algún desastre. Lo uno o lo otro agita mi pobre corazón, y me siento fallecer porque no lo veo. Pero, ¡qué loca soy! ¿Será posible que Don Juan me mantenga sus palabras y juramentos? ¡Ah, que me lisonjeo en vano! Es cierto que me da infinitas pruebas de su ternura y amor; pero, ¿quién sabe si esto lo ha hecho con el inicuo designio de saciar sus impuros deseos? ¡Oh, qué tarde conozco mi error! Los hombres son obsequiosos y finos hasta que logran lo que apetecen, pero después se cansan y se olvidan de su obligación y de sus promesas. Aunque por una parte se opone la virtud a sus ideas, la estiman, y cuando ven que se ha perdido miran con odio a la que se ha dejado seducir de sus engaños. ¡Cuán cierta es esta verdad! Varios ejemplares hay en el mundo; pero yo, incauta, me olvidé de lo que debo a mí misma, y demasiado crédula me fabriqué los principios de mi ruina. Si Don Juan me deja abandonada, ¿qué será de mí? ¡Qué rubor! ¡Qué vergüenza! ¡Qué confusión! Seré el escarnio de las gentes, la irrisión y desprecio del mundo. ¡Qué dolor! ¿Es posible que los yerros enseñen a vivir? Sí, ellos son los funestos maestros de los mortales. Pero, ¿yo me confundo con imaginaciones tan sensibles? ¿No puede haber mil casualidades que impidan a Don Juan el venir esta noche? Sí. Su corazón tan sensible, ¿podrá engañarme? ¡Ah! ¿Por qué me anticipo los momentos de mi desgracia con reflexiones melancólicas? ¿No puede ser ilusión todo cuanto pienso? Sí. Pues consuélate, corazón mío, déjate de quiméricas aprensiones, y espera para sentir el tiempo en que tu misma desgraciada suerte te dé motivo cierto y no figurado para el temor, el llanto y el dolor».

Con bastante agitación pasó la noche Margarita, unas veces reprendiéndose su indiscreción y otras consolándose con las promesas de Don Juan. Por la mañana temprano llegó el propio a su casa y le entregó la carta de Don Juan. Margarita la abrió, y luego que la leyó quedó más sosegada, viendo lo que había sido causa de que no fuese Don Juan a verla la noche anterior, y las reiteradas expresiones con que procuraba asegurarla de su fe. Sentía la ausencia de su amante, pero se mitigaba su dolor con la esperanza de ver colmada su felicidad. Entre estos diversos movimientos pasaba Margarita su vida, cuando sintió los efectos de su fragilidad. Esta novedad la consternó en extremo; su vergüenza se dejaba ver en su rostro, carecía de noticias de Don Juan, crecía su confusión y tormento y se hallaba cercada de rubor, de turbación y dolor. Viéndose en este apuro, le pareció oportuno escribir a Don Juan esta carta:

Margarita a Don Juan.

«Vuestro silencio me tiene en la mayor agitación. Ha más de un mes que no tengo noticia alguna de vos. Pudiera pensar que, obstinado contra los gritos de vuestra conciencia, habéis tomado la indigna resolución de abandonarme; pero no puedo persuadirme de que vuestro sensible corazón abrigue tan pérfidos sentimientos. Sois caballero: me acuerdo de vuestros juramentos y promesas, y espero me las cumpliréis. Ya me hallo en la vergonzosa necesidad de que todo el mundo conozca mi flaqueza. Si llega a publicarse mi infamia, ¿qué será de mí? Contemplad mi rubor y desconsuelo, reflexionad mi deplorable situación, tened piedad de mi desventura y pagadme la ternura con que os he amado y amo. Espero que en breve vendréis a cumplirme vuestra palabra y a poner a cubierto mi honor. Mirad la obligación que me debéis, y considerad que quedo sumergida en mis lágrimas y pesares, esperando de vuestro corazón mi quietud y consolación».

Dirigió esta carta a Don Juan, que se hallaba en Madrid ya muy divertido y ocupado en nuevos amores, y olvidado enteramente de sus juramentos y palabras, con poco temor de Dios. Luego que la leyó quedó suspenso un poco, como discurriendo lo que había de hacer. No sentía su corazón los estímulos de la virtud ni del honor. Miraba con desprecio la obligación que debía a Margarita; pensaba dejarla abandonada en brazos de su rubor e infortunio, y para lograr mejor sus intentos y poder casarse con otra sin que se lo impidiese, respondió a la carta de este modo:

«Amada Margarita mía: Mientras que vuestro largo silencio me tenía consternado, veo que vos me reconvenís por la misma causa. Yo os he escrito varias veces, y no sé en qué haya podido consistir el extravío de mis cartas. Cada día me hallo más impaciente en esta Corte, por no poder concluir los negocios de mi padre con la brevedad que deseo para ir a echarme a sus pies y pedirle su permiso para celebrar nuestro matrimonio. Me llega al alma el deplorable estado en que os halláis, y conozco que es muy vergonzoso para una joven tan honesta y virtuosa como vos. Sabe el Cielo cuánto me inquieta esta memoria; pero consolaos, que ya llegará el deseado y dichoso día en que en recíproca unión descansen nuestros corazones. Confieso que no sosegaré hasta veros en mis brazos. Procurad no descubrir a nadie nuestro secreto. Esto importa a vuestro decoro y al mío, e interesa a los dos para conseguir la venturosa suerte que esperamos; queda vuestro de corazón Juan».

Con esta carta, al parecer ingenua y sincera, quedó Margarita más sosegada, confirmándose en la lisonjera persuasión de que Don Juan era hombre de honor, y que no intentaría dejar denigrado el suyo. Volvió a escribirle, estimulándolo más a que fuese a cumplir su palabra; y él le contestó protestándole siempre que su fe sería constante e inmutable. Varias fueron las cartas; y las respuestas con maliciosa astucia, iban dando treguas para dejar burlada a Margarita. Ésta se afligía en extremo, veía su indecorosa situación, conocía que se acercaba el tiempo en que tal vez se haría público su deshonor, y no sabía de qué medios valerse para ocultar a los ojos del mundo su infamia. Escribía continuamente a Don Juan las ansias y congojas que la atormentaban; éste le respondía que ya estaban para concluirse los negocios, que esperaba volver en breve y sacarla de tantas amarguras. Finalmente, entre todos estos tormentos, confusiones y lástimas llegó el día en que acometieron a Margarita unos agudos dolores. ¡Quién podrá expresar el rubor, la agitación, el temor, el desconsuelo y la angustia que laceraban el tierno y honesto corazón de la desventurada Margarita! Sufocando sus lágrimas y suspiros, disimulando sus fuertes dolores y reprimiendo su natural sentimiento para no dar a entender su fragilidad vergonzosa, era un objeto sensible e interesante, digno de la mayor compasión.

Pudo pasar en tan calamitosa situación hasta la noche. Recogiéronse todos los de su casa, y tomando una luz se fue a un pajar retirado, por si podía lograr no ser vista en tan angustiado y penoso caso. Los dolores se aumentaban, su confusión crecía, sus fuerzas flaqueaban: ¡ah, qué infelicidad! Pide al Cielo socorro, se reprende a sí misma su credulidad y delito; el remordimiento la devoraba, y todo era horror a sus ojos y amargura a su corazón. Ya da a luz una criatura, y el mismo trastorno y dolor la priva del sentido. Vuelve en sí. Ve en las pajas a su hijo, frío y trémulo. El afecto maternal la arrebata, lo coge en sus brazos, le da mil besos, lo lava con sus copiosas lágrimas y lo envuelve en un delantal y algunos otros paños que a este fin había llevado. Miraba a su tierno hijo, consideraba las gracias que le había dado la naturaleza, y reflexionaba a su ignominia si no le quitaba la vida. Ya resuelta a acción tan enorme lo bautiza, y con un impío cuchillo iba a lacerar sus tiernas entrañas.

El amor y el rigor luchan en su pecho. Vuelve a cogerlo en sus brazos. «Hijo de mi alma, le dice, ¡tú has de ser la desgraciada víctima de mi indiscreción! ¡Yo he de ser inhumana filicida, apenas soy madre! ¿Qué culpa has cometido, hijo de mis entrañas? ¿Tu inocencia ha de pagar los errores de tu madre y la tiranía de tu padre? Yo soy un monstruo indigno: no, no morirás, alma mía. Pero, ¿y mi honor? ¿Así me dejo transportar de la maternal ternura? ¿Qué dirá de mí el mundo? Seré el oprobrio de las gentes, el objeto de indignación de mis padres, el odio de mí misma... Pues muere, inocente criatura, sí, cubra tu muerte mis delitos, mi infamia, mi rubor... ¡Mas qué digo! Unos respetos viles y humanos arman mis manos contra mi propio hijo! ¿Y Dios, sí, Dios, que es testigo de mis maldades, las dejará impunes? ¿No ejecutará sus venganzas contra una madre execrable y cruel? Sí, sí, yo hago un ultraje a la humanidad, a la Religión y a la inocencia, y no es posible que el Cielo mire con indiferencia un atentado tan enorme y monstruoso. Vive, hijo del alma mía, vive. La Religión y la naturaleza hablan en tu favor. Yo no desprecio sus gritos, siento la piedad y el amor en mi corazón; y si a la vista de Dios tuve la osadía de manchar mi pura honestidad, a la vista del mundo tendré valor para sufrir la afrenta, la miseria y la desventura».

Acabó estas palabras anegada en un mar de lágrimas, estrechó entre sus brazos a su amado hijo, le dio el pecho, le compuso con la misma paja una camita, le dio mil besos, desahogó en caricias su tierno amor y se retiró, aunque con la mayor pena, llevándose la llave de pajar. Nadie de su casa pudo penetrar cosa alguna. Iba las veces que podía a dar de mamar a la criatura, y escribió a Don Juan todo cuanto le sucedía. Este le respondió que continuase del mismo modo sin descubrir el secreto, pues esperaba en breve lograr sus deseos. La aseguraba de su amor y constancia, y con reiteradas palabras procuraba engañar a la miserable Margarita, a quien todos estos sucesos martirizaban cruelmente. A los dos días de haber recibido esta carta, oyó decir que Don Juan se casaba en Madrid. Esta noticia la sobresaltó, sin embargo de que al pronto creyó serían voces vagas; pero luego que supo era cierto, porque su mismo padre lo había dicho, llegó a colmo su infelicidad, su rabia, su dolor y su desesperación. Agitada de tan extraños movimientos escribió esta carta a Don Juan:

Margarita a Don Juan.

«Acaban de darme la noticia de que con poco temor de Dios, despreciando vuestros repetidos juramentos y no escuchando la voz de la razón ni de vuestra misma conciencia, tenéis tratado casamiento en esa Corte. No puede haber jamás descanso para un traidor impío y perjuro. Ahora conozco la astucia y la falsedad de vuestras palabras, el engaño y cautela de vuestras promesas. ¡Es posible que seáis tan ingrato e inhumano! ¡Es posible que vuestros remordimientos no os confunden! ¡Oh, bárbaro impostor! ¡Ni la constancia y ternura de mi amor, ni la inocencia de un hijo desventurado, que en medio de la miseria está pagando vuestros delitos, pueden ablandar vuestro pérfido corazón! Temed la ira de Dios, y pensad que, aunque soy mujer, no pararé hasta que la Justicia castigue vuestra maldad y alevosía; y cuando no la halle en la Tierra, con mis mismas manos tomaré la justa venganza que merece el vilipendio con que cruelmente tratáis mi honor y olvidáis vuestra obligación de cristiano y caballero».

Recibió esta carta Don Juan, y en vez de reconocer su maldad tuvo la osadía de escribir a Margarita en respuesta la siguiente:

Don Juan a Margarita

«No os canséis, señora, en reconvenciones inútiles. Quien perdió su virtud no tiene derecho a exigir mi amor. Bien pudierais haber pensado la desigualdad que hay entre los dos, y no figuraros una esperanza tan lisonjera. Aun cuando yo os amase como pretendéis, no sería fácil que mi padre asintiese a nuestro matrimonio. Es cierto que ya tengo tratado el mío con una señora de calidad, bella y virtuosa, a cuya palabra no puedo faltar. Vos debéis olvidaros de mí, y no pensar en cosas tan extravagantes como sueños. Dios guarde vuestra vida muchos años, etc.»

Apenas recibió la pobre Margarita esta carta tan insolente y temeraria, cuando cayó desmayada; estuvo bastante tiempo sin aliento, y cuando se recobró de él, exhalando los más profundos suspiros y levantando sus ojos llenos de lágrimas al cielo, con el mayor asombro y turbación exclamó: «¡Ay Cielos, qué fiero golpe ha herido mi corazón doliente! ¡Pérfido Don Juan! ¡Bárbaro seductor! ¡Horrible monstruo! ¡Indigno traidor! ¿Cómo te mantiene la tierra? ¿Cómo desprecias la voz de la razón, de la Religión y del honor, que hablan en mi favor? ¿Cómo resistes a los remordimientos de tu conciencia? ¿Cómo no temes el justo enojo de los Cielos? ¡Ah dolor, que haya en el mundo corazón tan indigno e indolente! ¡Qué haré yo, Santo Dios, en tan vergonzoso lance? ¿Cómo me presentaré a los ojos del mundo, denigrado mi honor, burlado mi amor y engañada mi fe? ¡Oh, suerte desventurada! Para recuperar mi honor perdido tengo que descubrir todas mis flaquezas y delitos. ¡Ay de mí! ¿Y cómo tendré valor para hacer una confesión tan vergonzosa? ¿Qué dirá de mí el mundo? ¿Qué rubor no será el mío? ¡Ah! Estas reflexiones llegan tarde. Mi indiscreción y credulidad son causa de mi lamentable suerte. ¡Oh, pérfidos hombres! Sois muy finos para engañar y seducir, pero muy ingratos e insolentes después de saciar vuestros indignos apetitos. No soy yo la primera a quien sucede esta tragedia, otras muchas se han visto en todos tiempos; y yo, ciega e incauta, sin acordarme de ellas me fié de un traidor. No siento tanto esta desgracia por mí, como por mi pobre e inocente hijo. Apenas nace cuando empieza a ser infeliz. ¡Pobre hijo de mi vida, ya principian nuestras desventuras! Tu ingrato padre no siente los gritos de la naturaleza, y olvidado de tan reiterados juramentos quiere dejarnos abandonados a nuestra miseria: ¡qué crueldad, qué ingratitud!».

En estas y semejantes quejas desahogaba su dolor la infeliz Margarita. Iba a ver a su amado hijo, a darle el alimento de su sangre y a llorar su infortunio sobre su delicado rostro. Creía necesario descubrir a sus padres el deplorable estado en que se hallaba; la detenía su vergüenza, y en tan duro extremo no sabía qué resolver. Por una parte veía que ya no era posible atraer a Don Juan al cumplimiento de su obligación sin el brazo de la Justicia, y para tomar este medio veía por otra que le era preciso declarar su deshonor. Varias fueron las reflexiones que hizo, y al fin, anegada en lágrimas, lo manifestó todo a su madre. Quedó ésta asombrada y confusa; y sin acordarse de que ella era la principal causa de la infelicidad de su hija, la reprendió con aspereza y rigor. ¡Qué accidentes tan sensibles para el corazón oprimido de la pobre Margarita! ¡Cómo debe temblar cualquiera doncella al leer este funesto lance! ¡Cómo debe temer el hallarse por su desgracia en otro semejante! Contemple la opresión, la congoja, la angustia y el rubor que padecía en tal situación esta infeliz mujer, viéndose despreciada, llena de infamia y confusión.

La madre juzgó conveniente instruir al padre de todo lo sucedido. Éste era un viejo prudente y honrado; se afligió mucho al oír esta novedad inopinada, acompañó en el llanto a su hija, le ofreció vender todo cuanto tenía para defender su honor, hizo traer a la criatura, la estrechó mucho en su pecho, le hizo mil cariños, y su llanto y suspiros eran indicios de su pena. Acudió a la Justicia a alegar el derecho de su hija. En vista de los documentos y cartas que presentó, se expidió exhorto para la prisión de Don Juan, que con efecto se verificó. No pudieron ejecutarse estos procedimientos con tanto secreto que no se hiciese público al instante todo lo que estaba oculto. Ve aquí la pobre Margarita infamada, divulgado su desdoro y cubierta de confusión. El padre de Don Juan, enfurecido al saber la acción de su hijo y su prisión, empieza a meditar estratagemas y medios para hacer ilusorias las intenciones de la parte contraria. Como era el magnate de pueblo, y muy rico, todos lo temían y respetaban. A fuerza de dinero pervirtió la justicia y equidad, buscó falsos testigos, tiró a denigrar a Margarita y obró las mayores iniquidades. Don Juan, sin temor al Cielo, no quiso reconocer el papel ni las cartas; negó todos sus juramentos y palabras, y en fin se sentenció la causa contra Margarita. ¡Oh, pérfido interés! ¿Dónde están la justicia y rectitud? ¿Es posible que haya quien atropelle de tal modo las leyes y la humanidad? A pesar de la defensa de las más sacras y justas leyes, gime la humanidad oprimida por los abusos e intrigas de los hombres que las interpretan indignamente y alteran sus disposiciones y genuino sentido. Dios, sí, Dios, que es la misma justicia y santidad, ¿podrá mirar con indiferencia el ultraje de la inocencia, el desprecio de la razón y la injusticia? No, no. En el tremendo día destinado a su juicio universal se experimentará su rigor y su venganza.

Apeló el padre de Margarita de la sentencia al tribunal superior competente; alegaron las partes sus razones, y aunque los jueces conocieron la justicia que asistía a Margarita, se dejaron arrastrar del interés y confirmaron la sentencia dada en el tribunal inferior. ¿Podrá creerse semejante atentado? ¡Unos jueces en quienes está depositada la fe pública y la autoridad suprema, cuyo ministerio está establecido para que sirva de apoyo a los infelices, para castigar a los contraventores de las leyes, para administrar la justicia sin acepción de personas, para defender al pupilo, para mirar por el honor de la doncella, atropellan todos estos respetos por un vil interés! ¡Ah, qué castigo merecía su temeridad! ¿Cómo podrán resarcir los daños y perjuicios que causan semejantes injusticias? Las penas más crueles y los remordimientos vengadores serán eternamente el castigo de su maldad, ¡Qué estrecho es el oficio de juez! Debe desprenderse de todo humano respeto y parcialidad; debe pensar que sus juicios serán juzgados, y que no hay cosa que más aborrezca el Cielo que la injusticia. Cualquiera daño que se siga por mala intención, poca vigilancia, propensión, odio o capricho será para el juez un motivo de residencia en aquel tribunal recto en donde no valen la intriga, la adulación, el engaño, el favor ni ningún otro respeto de los que en el mundo justifican a los perversos, toleran la maldad y autorizan el error.

Duró el pleito cuatro años. La madre de Margarita murió de sentimiento. El padre consumió cuanto tenía por defender a su hija; y pobres y miserables, llenos de afrenta y rubor se fueron a Madrid, huyendo de todos cuantos los conocían y confiados en la caridad de un piadoso sacerdote amigo suyo. La indigencia y falta de medios impidieron que el padre de Margarita apelase a tiempo debido de la sentencia al tribunal de la Rota, o por recurso de fuerza al Supremo Consejo de Castilla, en cuya justificación sin duda hubiera hallado su consuelo el castigo de los malvados que habían causado su ruina y la defensa del honor de una pobre mujer víctima de la seducción, del engaño y de la injusticia. Intentó, por consejo del sacerdote, defenderse por pobre, asegurado de que en los piadosos magistrados que componen tan respetables y equitativos tribunales encontraría el mayor amparo; pero sabiendo que una noche, al salir Don Juan de una casa de juego en el mismo Madrid, le quitaron la vida a cuchilladas unos enemigos suyos, desistió de su demanda. ¡Triste fin tuvo el pérfido Don Juan! Pero, ¿qué hay que admirar? Si la justicia de la tierra había tolerado sus delitos y perjurios, la del Cielo no quiso consentir más sus maldades y le dio una muerte desastrada para escarmiento de otros.

Privando la muerte de Don Juan a Margarita de la esperanza de que, ya por fuerza o ya reconociendo su deber se casase con ella, se retiró a vivir a una guardilla en compañía de su padre y de su hijo, a llorar su desgraciada suerte, separada del mundo corruptor. Allí vivían manteniéndose con el corto socorro que les suministraba el caritativo sacerdote, y lo poco que ganaba con sus manos la afligida Margarita. Las pesadumbres, la vergüenza y las congojas que oprimían el corazón del pobre viejo, viéndose sin honor, sin bienes y reducido a la mayor miseria, aceleraban el curso de su vida. Agobiado de tan penosos males, cayó enfermo. Los pocos medios para su asistencia, sus muchos años y, sobre todo, las tristes memorias de sus desdichas, agravaban su enfermedad. Su hija y su nieto, desnudos y miserables, eran unos sensibles objetos que le penetraban su alma. El benéfico sacerdote, su amigo, procuraba consolarlo con sus buenos consejos y con las repetidas pruebas de su tierna amistad, pero crecía su debilidad, la fiebre era maligna, no hacía crisis la enfermedad, y conociendo el viejo que ya no había remedio para él y que su muerte estaba muy cerca, una noche, serían las doce, llamó a su hija y le habló así, anegado en llanto:

«¡Ay, hija de mi vida! ¡Ay, Margarita desventurada! Ya ves la situación en que me hallo, ya ves mi tenuidad y pocas fuerzas. Las manos se me han hinchado, tengo turbios los ojos, respiro con dificultad, y me parece que dentro de breve tiempo moriré. No siento, hija de mi corazón, que acabe mi vida, no, pues ya me es más gravosa que sensible la muerte. Sólo siento dejarte en un estado tan deplorable y vergonzoso, y en compañía de esa infeliz criatura, que morirá de hambre y de desnudez. Mira el fin funesto que ha tenido la ingratitud y perfidia de un hombre, y tu incauta credulidad. No pretendo, hija mía, renovar tus llagas con esta viva representación; sí sólo hacerte ver las ferales y calamitosas consecuencias que trae consigo el delito. Tú quedas sola y sin amparo en un pueblo en que tanto reinan el libertinaje y la insolencia; y tal vez no faltará quien intente seducirte, sabiendo que te hallas tan miserable y sola. El interés es muy poderoso, la imagen de un hijo víctima de la indigencia es muy seductiva, y necesitas armarte de la más pura virtud para resistir a unos enemigos tan fuertes. Aunque veas otras muchas que hacen gala de la libertad y que triunfan y prosperan despreciando su honor, sin temor al Cielo y añadiendo a su delito primero otros más reprensibles e indignos, considera la obligación de cristiana, teme al brazo de Dios levantado para descargar su ira sobre ti, y resígnate en tus trabajos y tribulaciones. De este modo expiarás tus graves culpas, y si el mundo te niega sus auspicios encontrarás en Dios tu consuelo, tu apoyo y tu contento. Mientras viva el piadoso sacerdote mi amigo, asegúrate de que no te faltará el pequeño alimento y alivio que según su estado pueda suministrarte. Vívele siempre agradecida; respétalo como a mí mismo y sigue sus avisos y consejos, pues te servirá de consolación y de padre, ya que te faltará el que te dio el ser. ¡Pobre hija de mis entrañas, amada compañera de mi vejez! Quisiera en este terrible momento poderte manifestar mi corazón, para que vieras los diversos sentimientos que lo oprimen. ¡No hay pena comparable a la mía: yo muero, y te dejo rodeada de tantos infortunios! Tan pobre y desamparada quedas, Margarita de mi alma, que tu misma miseria añade a mi muerte desgraciada más angustia, más amargura, más horror y más tormento. ¡Oh, gran Dios, tened piedad de esta miserable mujer! Protegedla, Señor, preservadla de la seducción y del desorden, y permitid que muera antes de perder vuestro temor. Ya me cuesta trabajo el respirar, hija mía. ¡Ay de mí! Ya no puedo proseguir. Siento en mi corazón un frío que me congela la sangre; ya no hay remedio, para mí. ¡Qué languidez, qué angustia, qué sudor! A Dios, hija de mi alma; a Dios, infeliz criatura. Estos brazos..., mi bendición..., ¡ay de mí!».

Así acabó su, discurso con una voz trémula, débil y expirante, estrechando entre sus brazos a su amada hija; y no pudiendo articular más palabra, manifestó la opresión de su alma y sus mortales ansias con las demostraciones más sensibles y penetrantes. La turbación de Margarita era imponderable. Miraba expirar al autor de sus días y regaba su pálido rostro con copiosísimas lágrimas. Ya quedó yerto cadáver, cubierto de los horrores de la cruel muerte. Apenas amaneció cuando fue el sacerdote, halló a su amigo sin aliento y a Margarita traspasada de dolor, y tan desconsolada que causaba la mayor lástima. Recurrió el sacerdote a los medios consolantes que merecían semejante desgracia y situación. Empleó toda su virtud y elocuencia para aliviar y mitigar las penas que padecía la infeliz Margarita; se encargó de dar sepultura a su amigo, le ofreció socorrerla en cuanto pudiese y no desampararla jamás. ¡Qué impulsos de reconocimiento excitaron estos piadosos oficios en el sensible corazón de Margarita! Se arrojó a los pies del sacerdote, le besó la mano regándosela de lágrimas y le dio las mayores pruebas de su gratitud. «¡Ah, señor!, le dice, ya murió mi desgraciado padre; y el mayor sentimiento que padece mi corazón es que mis delitos son la causa de su ruina y de su muerte. ¡Ah, qué remordimientos! No puedo explicaros mi confusión; lo que tiene de más sensible y penetrante la naturaleza me presenta mi infortunio delante de mis ojos. Un padre que yo misma he sacrificado, en quien pierdo mi única consolación, y un hijo inocente lleno de palidez, de miseria y desnudez. Soy la mujer más desventurada de la tierra, sí; ninguna se habrá visto jamás en tan dura y amarga situación y soledad. Vuestra humanidad solamente tengo en mi favor, de vuestra caridad benéfica espero alivio en mi dolor; tened compasión de mi cruel destino, y de esta inocente criatura».

«Señora, ¡qué dolor!, le interrumpe el sacerdote; vuestras lágrimas me llegan al alma, vuestra tribulación excita toda mi sensibilidad, vuestra gran miseria empeña mi caridad. ¡Ah! Si mi constitución, pudiese proporcionaros todo el alivio que necesita vuestro lamentable estado, ¡qué contento sería el mío! Pero os ofrezco sacrificarme por vos y por vuestro tierno y miserable hijo».

«El Cielo os pagará vuestra beneficencia, ya que yo no puedo recompensaros».

Todas estas palabras las decía interrumpidas de llanto. El caritativo sacerdote la acompañaba en su dolor. Hizo dar sepultura al venerable anciano, dejó a Margarita algún dinero para su sustento, y de cuando en cuando la visitaba y continuaba sus socorros. No faltó quien atribuyó la caridad de este bienhechor a un fin indecoroso, únicamente porque lo veían entrar con frecuencia en la guardilla que habitaba Margarita. Llegó a noticia del sacerdote, y se afligió mucho viendo la insolencia de las gentes, que tan injustamente censuraban su conducta. No sabía qué hacerse. Por una parte sentía privar a aquella desdichada mujer del consuelo que recibía con su presencia y amonestaciones, y por otra no quería dar fomento al escándalo que había suscitado la maldad. No quiso decir nada a Margarita, por no causarle mayor aflicción. Este buen sacerdote era ya decrépito y padecía algunos achaques. Cayó malo y en breves días murió. No pudo dejar sino un corto legado a Margarita, cuya desventura no olvidaba aun en los últimos alientos de su vida.

La pena de Margarita creció de tal modo con este funesto acontecimiento, que hasta entonces no sintió toda la extensión de su infortunio y pobreza. Ya se consideraba sin apoyo ni consuelo humano, y sus reflexiones profundas le atraían las más crueles aflicciones. Llegó la noche, y las tinieblas aumentaron su pesar. Miraba a su amado hijo, que dormía en un jergón de paja cubierto con una manta hecha pedazos, y este objeto tan tierno y amable devoraba su corazón. Sola aquella mujer infeliz, considerando toda la serie de sus desgracias se deshacía en lágrimas y suspiros, y transportada de su vehemente dolor exclamaba:

«¡Hijo de mi alma! ¡Adorable imagen de mi corazón! ¡Qué pobreza tan lamentable, qué lastimosa situación! Ya murió nuestro bienhechor, nuestro caritativo padre: ¡Ay, infelices de nosotros! ¿Qué haremos en acabándose el corto socorro que nos ha dejado? ¿Quién tendrá piedad de nuestra miseria? ¿A donde iré a buscarte un pedazo de pan para que no mueras de hambre, hijo de mi vida? Yo pediría de puerta en puerta para alimentarte; pero es tal mi desnudez que no puedo presentarme delante de nadie. ¡Pobre Carlos mío! Si tuvieras capacidad para conocer que mis desórdenes ocasionan tus desdichas, ¡qué vergüenza te causaría el tenerme por madre! Si llegas a ser adulto, y alguno te refiere todos mis infortunios, ¡cómo te verás agitado de estupor, de compasión y de rubor! ¡Ah, inicuo Don Juan, qué penas merece tu perfidia y maldad, qué remordimientos no padecerás eternamente rodeado de espanto y confusión! Tú fuiste el impío fabricador de la ruina de tu esposa y de la miseria de un inocente hijo. Tú fuiste la causa de este sacrificio tan inhumano y cruel. Oh dolor, tú me dejaste sin honor, sin bienes y sin reposo. El Cielo, sí, el justo Cielo castigó tus enormes delitos, permitiendo que tu muerte sirviese de escarmiento y terror a los hombres indignos y perjuros. Mas, ¡ay de mí!, también ha levantado su mano airada contra mí, castigando mis flaquezas y culpas. No hay calamidad que no me hayáis enviado, Cielo santo. Bien conozco que merezco toda vuestra indignación. Pero esta inocente criatura, ¿por qué ha de ser la víctima de vuestro enojo? ¡Ah, gran Dios! Tened piedad de mí, dejadme un momento sosegar, no permitáis que yo vea padecer al hijo de mis entrañas el duro rigor del hambre, del frío y de la necesidad. Descargad vuestra ira contra mí, que soy culpable, y mirad con compasión a esta tierna hechura vuestra. ¡Qué soledad tan grande es la mía! ¡Cuántas angustias me oprimen el corazón! ¡Qué negras confusiones me rodean! ¡Qué imágenes tan funestas se presentan ante mi vista! ¿No hay almas sensibles en el mundo? ¿No hay siquiera un corazón humano que me acompañe en mi llanto?»

En esto despierta el hijo llorando: «Madre mía, le dice, tengo frío».

«¡Hijo de mi vida! ¿Con qué te he de cubrir? Arrímate al calor de mi pecho; no llores, alma mía, tus lágrimas afligen de tal modo mi corazón que ya me siento morir».

«No lloréis, madre mía, y si lloráis lloraré yo también».

«¡Piadoso hijo mío! Tú solo sientes el dolor de tu desventurada madre, ningún otro se lastima de mis insufribles males. ¡Hay martirio mayor, hay tormento más cruel! Cielos, ya no tengo valor para tanto padecer; yo muero si no tenéis piedad de mí».

Así se lamentaba la infeliz Margarita, agravando su desconsuelo la funesta suerte de su tierno hijo. No es fácil expresar las continuas ansias que atormentaban su sensible corazón. Considérese la situación amarga de esta desventurada mujer, y se hallará que es la mayor que puede producir todo el rigor de la desgracia. Las memorias de los pasados tiempos, los engaños de Don Juan, las iniquidades de los jueces que habían determinado su causa, la muerte de sus amados padres y del virtuoso y benéfico sacerdote, su infelicidad y miseria y el verse desamparada y sola, cercada de tan crueles infortunios, ¡qué conmoción no causaban en su alma! Y toda esta serie de funestos sucesos, ¿qué origen tenía? El de una incauta confianza, el de una fragilidad vergonzosa. ¡Ah! Si antes de ejecutar un atentado semejante se reflexionasen estas infaustas consecuencias, ¿habría quien se atreviese a cometerlo? No, no es posible. Las doncellas, más cautas y circunspectas, sobre una materia tan importante no se abandonarían a los desórdenes escandalosos que son tan frecuentes en el mundo, y creerían haber perdido todo cuanto tienen de más amables, perdiendo su virtud y decoro. Las madres, más atentas y reflexivas, cuidarían de sus hijas de tal modo que nunca las ofenderían los tiros de la malicia ni de la insolencia. Unas y otras serían más reservadas; y el mundo no estaría lleno de objetos tan dignos de compasión.

No pararon aquí las desventuras de Margarita; pues porque no le faltase ninguna, padeció la persecución. Ya había consumido el tenue legado que heredó del sacerdote su bienhechor, y solamente tenía para su sustento y el de su amado hijo el cortísimo producto de alguna labor que le proporcionaba una vecina suya muy pobre que, como Margarita no podía salir de su guardilla por su mucha desnudez, tenía la caridad de buscarle algo que trabajar. En medio de su misma miseria y languidez era Margarita un objeto adorable, y aun casi su palidez la había puesto más hermosa. No se sabe por qué medio llegó a tener noticias de su deplorado estado y rara belleza una persona de calidad, pero de aquellos hombres voluptuosos que consumen sus caudales en el deleite de sus impuras pasiones, y no son capaces de sentir los gritos de la humanidad para socorrer a los infelices; antes bien, valiéndose de la necesidad, tienen gusto en triunfar de la virtud atropellando la Religión, la conciencia y el honor. Esta persona le escribió un billete ofreciendo sacarla de su dura miseria, ponerla en un cuarto magnífico con criados que la sirviesen y proporcionarle las mayores comodidades y diversiones de la vida, siempre que correspondiese a su infame pasión. Apenas leyó Margarita tan indigno papel cuando, transportada de su virtud, lo hizo mil pedazos, diciendo al criado que se lo llevó que si su amo tenía la insolencia y osadía de presentarse a su vista con tan inicuas intenciones lo despedazaría del mismo modo. El criado marchó corriendo al oír estas animosas palabras, y la pobre Margarita quedó llena de rubor y de espanto.

Le parecía un sueño todo cuanto había visto, y deshecha en lágrimas prorrumpió de este modo:

«¡Se podrá hallar mayor perfidia! ¡Podrá encontrarse mayor iniquidad! ¡En vez de animar mi virtud para que no me arrojase al precipicio, hay un alma tan monstruosa que intenta seducirme! Esta miseria sola me faltaba que sufrir. ¡Ay, desgraciada de mí! ¡Cuántos afectos diversos luchan en mi corazón! La virtud..., el amor maternal..., la extrema necesidad... ¡Ay de mí! Todo, sí, todo se presenta a mis ojos para mayor desesperación y tormento. ¿Podré tener valor para ver expirar a esta inocente criatura a impulsos del bárbaro rigor de la miseria? ¿Podré verme en tan estrecha necesidad, sin amparo ni consuelo? ¡Ah! Es cierto que la virtud es la cosa más amable del mundo, pero, ¿las leyes de la virtud llegan a tal extremo? También es preciosa la vida, y más la de mi pobre hijo. ¡Qué apuro tan formidable! O perder la virtud o perder la vida. ¡Duro lance! Perdida una vez la vida, no puede recuperarse, ¿y perdida la virtud?... Me horrorizo sólo al imaginarlo. ¡Qué harás, desventurada Margarita! Si escucho la voz de la razón, desprecio los gritos de la naturaleza: ¿puede haber más penosa situación? Combaten de tal modo en mi pecho estas diversas pasiones, que no sé cómo no muero a la violencia de mi dolor. ¡Desesperada suerte mía! ¡Bárbara confusión! ¿Qué resuelvo? ¿Qué hago? Ya..., sí..., no... Mi hijo... El Cielo... ¡Cruel estado mío! ¡Quién vencerá, Dios mío! ¿Mi hijo? ¿Mi necesidad? No..., no, triunfe mi virtud... Muera mi hijo..., muera yo... ¡Ay de mí! Cielos, auxilio. Sí..., morir elijo antes que ofender mi virtud. Resuelta estoy: vengan infelicidades sobre mí, no haya angustia, tormento ni aflicción que no me asalte; todo lo sufriré con resignación y paciencia, nada podrá obligarme a abandonar mi virtud. Cuando todo me falte en el mundo, nunca podrá faltarme el testimonio consolante de mi conciencia. Todo cuanto me sucede es castigo del Cielo por mi maldad. ¡Ah!, respeta, infeliz Margarita, los juicios de la Suprema Inteligencia; confórmate con tus trabajos, que ya llegará el dichoso día en que logres la corona destinada a la fortaleza y a la virtud. Ya no me queda otro remedio para conservar los infelices días de mi hijo amado que el de implorar el socorro de la caridad común. Esta humillación me será muy vergonzosa, pero es precisa. No faltan almas generosas que se complacen en socorrer a los infelices, y no seré tan desgraciada que no encuentre quien me dé alivio en tan deplorable miseria. ¡Hijo de mi corazón, ven a mis brazos, acompáñame en mi soledad, y Dios mirará por nosotros».

¡Qué virtud tan admirable! ¡Qué resignación tan grande! Salir victoriosa de un combate tan reñido, ¿no es un prodigio del Cielo? ¡Qué ejemplo tan interesante puede ser esta virtuosa mujer en medio de tan terribles infortunios! Las que no tienen valor para resistir una pequeña infelicidad, consideren este modelo de paciencia, y aprendan a padecer.

Zozobrando la afligida Margarita en el mar inmenso de tantas amarguras, llegó la noche sin haber tenido ni un bocado de pan que dar a su amado hijo, el cual varias veces le decía: «Madre mía..., pan..., tengo hambre...»; y afligido el inocente niño de ver llorar a su querida madre, se le arrojaba al cuello, le hacía mil caricias y la acompañaba en sus repetidos llantos y gemidos. Esta sí que es imagen sensible y lastimosa, y tiene tan poderosa violencia que es muy rara la virtud que resiste a impulsos tan tiernos y penetrantes. La de la desgraciada Margarita había llegado ya al grado más heroico; y bendiciendo al Cielo y reprimiendo todas las pasiones que afligían su cansado y atormentado corazón, cogió en los brazos a su querido hijo y salió a pedir una limosna.

No muy lejos de donde vivía tuvo que pararse en la acera de una calle, porque la debilidad de no haber comido nada en todo el día no le daba aliento para caminar con la criatura. Pasaba un petimetre, con sus dos relojes y peinado de erizón; le pidió Margarita, con una voz trémula y débil, una limosna, y él, viendo su pálida hermosura al favor de la luz de un farol, le dijo con un tono insultante: «¡Una mujer bella y joven como vos pide limosna! ¡Qué disparate! Vamos a vuestra casa, y os daré lo que queráis». Oyendo Margarita esta insolencia le volvió la espalda, bajó los ojos al suelo, exhaló un suspiro de lo íntimo de su corazón y quedó admirada de que hubiese en el mundo tanta maldad. El petimetre, viendo esto, siguió su camino sin hacer caso. A poco tiempo pasó también un hombre de más edad, y al parecer rico; le hizo Margarita el mismo acto de humillación, anegada en lágrimas, y él le respondió con desprecio: «¡Qué gazmoñería! Joven es: vaya a hilar si quiere comer». ¡Qué dolor no causaron estas palabras inhumanas a la pobre Margarita! Ya no hay expresiones para ponderarlo. Turbada y casi sin aliento decía entre sí: «¿Es posible que para mí sola en el mundo haya de faltar la caridad y beneficencia? ¿Es posible que no he de encontrar corazones humanos que se compadezcan de mi miserable suerte? ¡Oh, gran Dios!, dadme valor y constancia para padecer».

En esto pasó un eclesiástico. También le pidió Margarita una limosna, haciéndole la lamentable confesión de su extrema necesidad. «Hija mía, le dice el sacerdote, soy tan pobre que no tengo nada que cenar esta noche; me causa suma lástima vuestro desconsuelo, pero no puedo remediaros».

Siguió adelante el sacerdote, y ya desesperanzada Margarita de lograr ningún socorro, pensaba retirarse a morir con su hijo en la guardilla cuando llega la Justicia. Le preguntan qué hacía sola a aquellas horas; dice que está implorando la caridad porque se muere de hambre, y lo mismo su criatura; sospechan que es una mujer mala, que se vale de aquel pretexto para vivir con más desenfreno, quieren llevarla a la cárcel. La infeliz dice que es honrada, que vive en tal calle y en una guardilla de tal casa, y que se informen de su conducta. Manda el juez que vaya un ministro a saber si es verdad. Va con efecto, vuelve a pocos momentos e informa al alcalde que todo es cierto, y que es una mujer muy pobre. Compadecido éste de ella, le da dos pesetas y le manda que no vuelva a salir de su casa a tales horas. Con la agitación y sobresalto que se deja discurrir, llegó la pobre Margarita a su guardilla, encendió una luz, dejó allí a su Carlos, fue a la de la vecina y le pidió le hiciese la caridad de hacer unas sopitas; se las llevó a su hijo, y ella comió solamente un poco de pan. Dio gracias al Cielo por aquel socorro, y se acostó en su miserable cama, abrazada al hijo de sus entrañas.

Seis días pasó la desventurada Margarita con las dos pesetas, comiendo tan poco, por darlo a su hijo, que, ya consumida la naturaleza, le acometió una suma languidez y flaqueza que era indicio claro de su muerte. Conoció Margarita el deplorable estado de su salud, quiso ir a avisar a su vecina, no pudo ya levantarse, dio algunas voces y nadie le respondió. Cuando se vio en tan triste soledad, llena de espanto y dolor, estrechó entre los brazos a su amado hijo y prorrumpió de este modo:

«Ya, hijo del alma mía, llegaron a su extremo nuestras miserias; ya nadie escucha mis voces, ya estamos desposeídos de todo consuelo humano. ¡Ay, desgraciada criatura! No me serían tan sensibles mis repetidos y penosos males si no te viera ya próximo a expirar de necesidad. ¡Qué pálido estás, hijo mío! El hambre ha desfigurado enteramente tu delicado y hermoso rostro; tus bellos ojos están cubiertos de una opacidad que no parecen su sombra, y tu cuerpecito como un esqueleto verdadero. ¡Oh, madres, que tenéis hijos, decidme si hay espectáculo más tierno en la naturaleza! No, no hay otro más interesante. Ya no tengo valor para resistir. ¡Eterno Dios, qué frío hiela mis venas, qué sudor baña mi rostro! No puedo articular. Piedad, piedad, Señor; ya me siento desfallecer... ¡Ay, hijo mío! ¡Ay miseria, a qué me has reducido!».

No pudo proferir Margarita más palabras, y con su hijo en los brazos quedó privada del sentido. La inocente criatura iba también falleciendo de necesidad; y como su naturaleza era más débil que la de su pobre madre, murió antes de que ésta volviera en sí. Las mismas ansias de la muerte, a pesar de su extenuación y debilidad, hicieron que Margarita abriese los ojos. Vio yerto cadáver a su amado Carlos: «¡Hijo de mi alma!, le dice ¡sólo me faltaba la desgracia de verte sin aliento! Ya no tengo otra que esperar sino la muerte. Ésta me servirá de descanso en tantas amarguras. ¡Oh, Cielos! Ya estoy en el punto de expirar; recibid todos mis tormentos en descuento de mis delitos, sí, usad de vuestra misericordia con esta indigna mujer, perseguida de su adversidad. Ya no puedo respirar, tiemblo..., palpito. ¡Ay, Dios! ¡Qué angustia, qué turbación!... El hijo..., mis delitos..., mi miseria..., mi confusión... Todo es horror a mis ojos..., mi soledad..., mi desamparo... ¡Infeliz Margarita! ¡Oh, pena! ¡Oh, muerte! ¡Oh, eternidad!»

Agitada de los más sensibles movimientos, quedó aquella hermosa y virtuosa joven sin vida, abrazada a su querido hijo, víctima temprana de la Parca. ¡Qué espectáculo tan formidable y sensible! Estremézcase la doncella al considerar la funesta suerte de esta desventurada mujer; procure conservar su pureza y honestidad, para no verse en semejantes desastres; no se fíe jamás de las promesas que hace el hombre para saciar sus vergonzosas pasiones; y si por su fragilidad se viese reducida a un estado tan miserable y funesto, desprecie el interés y la vanidad del mundo, resígnese a la voluntad del Cielo y aprenda a padecer con constancia y valor, manteniendo su virtud en tan alto grado que, antes de perderla, elija una muerte tan amarga e infeliz como la de la desgraciada Margarita.