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Wordsworth

Ricardo Gullón





William Wordsworth nació en Cockermouth en 1770 y murió en 1850. Larga y apacible vida, agitada un tiempo por los amores juveniles con Annette Vallon, los cuales, durante mucho tiempo (a causa del victoriano pudor de sus biógrafos) fueron ignorados por el público. Sus simpatías por la naciente revolución francesa las cercenó el Terror instaurado por Robespierre, y lentamente sus convicciones políticas pasaron del radicalismo entusiasta a un conservatismo apasionado que se oponía con rudo tesón a cualquier reforma. Paralelamente, el panteísta volvió al cristianismo, a un anglicanismo intransigente que le llevó a contradecir algunas nobles reformas, realizadas por el partido liberal de su país, y a cambiar, empeorándolo, el sentido de varios poemas.

Para conocer al hombre Wordsworth sigue siendo útil el libro de Thomas de Quincey: «Recollections of the Lake poets», obra «fascinante e insatisfactoria» (según dice Edward Sackville-West), que, pese a enojosas digresiones, a deficiencias y fallos harto visibles, es testimonio importante acerca de cómo vivían y cómo pensaban los poetas del romanticismo inglés. Algunas de sus observaciones (por ejemplo, comparar a Wordsworth patinador con «una vaca bailando un cotillón») podrán ser un tanto acerbas, pero contribuyen a humanizar la figura, algo envarada y rígida. Wordsworth es un tipo representativo, demasiado representativo, de las virtudes burguesas, y no está mal que el opiómano De Quincey descubra ciertas facetas de la máscara del poeta.

Realizó éste un vigoroso y lúcido esfuerzo por llevar a la poesía las vibraciones más sutiles del alma, sirviéndose de los elementos que proporciona la vida cotidiana, transformados por la intervención de una sensibilidad extremadamente imaginativa. Lo familiar y sencillo, lo trivial y usadero, alcanzan en los poemas de Wordsworth el resplandor micamente en dos bandos a los aficionados de las cosas insólitas y secretas, como si al atravesar el alma del poeta se hubieran impregnado de un misterioso aroma. Al publicar las Baladas Líricas (1798), Wordsworth y Coleridge pretendían cambiar el signo bajo el cual había crecido la poesía inglesa. Tuvieron precursores, ciertamente, pero ninguno se atrevió a proclamar, como lo hizo Wordsworth en el prólogo a las Baladas, que «el principal objeto propuesto con estos poemas era escoger incidentes y situaciones de la vida ordinaria y relatarlos o describirlos completamente y, en tanto como fuera posible, en una selección de lenguaje realmente usado por los hombres, y al mismo tiempo verter sobre aquéllos un cierto colorido de la imaginación, por el cual las cosas corrientes serían presentadas al espíritu con inusitado aspecto».

El problema del lenguaje es, pues, el primero en reclamar el interés de Wordsworth: nada de «dicción poética», nada de lenguaje convencional y artificioso, sino la poderosa corriente del idioma utilizado en la conversación, en la vida. El ritmo mismo le parece tan sólo un «encanto adicional». Estas doctrinas no fueron seguidas al pie de la letra, y como ha mostrado J. C. Smith en su reciente librito sobre Wordsworth, ni siquiera constituyen la aportación esencial del poeta a la teoría de la poesía. Segun Smith, Coleridge es responsable de la deformación de la teoría wordsworthiana, a causa del excesivo énfasis que puso en la polémica sobre la dicción poética. En esa teoría -dice Smith-, lo esencial es «la concepción del origen, naturaleza y propósito de la poesía y de la función del poeta dentro de la sociedad».

La poesía de Wordsworth, en sus horas mejores, es expresión admirable y purísima del sentimiento de la naturaleza. Así como Coleridge consigue que lo maravilloso y lejano aparezca con la evidencia de lo real, Wordsworth infunde en la naturaleza una refulgente espiritualidad en que suenan canciones de acento sorprendente, canciones cuyas resonancias nos acercan a los secretos más remotos y escondidos del alma. Pocas poesías tan reveladoras como la de Wordsworth, y pocos poetas supieron como él encontrar en la sencillez del mundo la clave de su misterio. En cuanto a sugestividad, a fuerza sugerente y emotiva, las intuiciones wordsworthianas superan a las de Coleridge, a pesar de que, como ha señalado el profesor Cazamian, «el exotismo y el alejamiento en el espacio, como en el tiempo, estimulan del modo más natural las potencias de la visión imaginativa».

Los críticos de Wordsworth advierten la necesidad de separar en su obra los fragmentos realmente poéticos de los abundantes pasajes discursivos, divagatorios y prosaicos Matthew Arnold, al prologar en 1879 una antología del gran lírico, daba por principal causa del lento reconocimiento de tal grandeza, la mezcla de poemas geniales con versos nada valiosos, y fijó, como primera tarea a realizar, la discriminación entre unos y otros, eliminando los deficientes textos que obstruían el acceso a los en verdad admirables. El tiempo le ha dado razón, y poco a poco (arrancando del florilegio recopilado por Arnold) el poeta lakista alcanzó la adhesión general. Sus versos, largo tiempo oscurecidos por los de Scott y Byron, luego por los de Tennyson -como Arnold señala-, parecen hoy, cuando buenos y realmente poéticos, superiores a los de todos tres. En fragmentos de El Preludio y en diversos poemas, acierta a transmitir la impresión de estados de ánimo excepcionales, desencadenados por obra de algún fenómeno de la Naturaleza, o por la belleza de la Naturaleza misma: el avance de las sombras en el atardecer, los ecos de la montaña o del arroyo, el resplandor de la luna en el lago, son puntos de partida para el desencadenamiento de una emoción cuyo desarrollo va transformándola y alcanza zonas de la conciencia hasta entonces intactas. Si la poesía es revelación, pocas merecen mejor ese nombre que la de Wordsworth, donde de tal modo se trasciende la realidad, sin separarse un punto de ella, por el relieve y la concentración del sentimiento. De este poeta, como de sus iguales de la primera generación romántica en Inglaterra, puede decirse que es un inventor de le Naturaleza, y en tal sentido es válida aquella graciosa ocurrencia de Oscar Wilde: «sólo a partir de los lakistas hay nieblas sobre el Támesis».

El hombre encuentra en la Naturaleza un manadero de emociones cuya intensificación le descubre soterradas capas de su propio espíritu y hace más vivo el primitivo sentimiento ante el encanto de lo creado. Wordsworth atisba entre hombre y Naturaleza una relación oculta, pero no en el sentido de misteriosa, sino en el de inadvertida. Por eso recusa la fantasía y se atiene a la imaginación como medio de descubrir el contenido de ese nexo existente entre nosotros y el universo. La superioridad del poeta sobre los demás consistirá principalmente en el don de intensificar sus sentimientos; la poesía nace de una emoción, pero no es la emoción bruta (recuérdese su famosa fórmula: «emoción recordada en el sosiego»), sino su quintaesencia extraída y potenciada en la memoria. (Lo mismo pensaba Gustavo Adolfo Bécquer.) La actividad del espíritu es fundamental, pues esta poesía, en apariencia tan vinculada a la realidad, es en el fondo pura introspección; su contacto con la realidad no es fortuito, sino deliberado; los juegos de la fantasía le resultan harto triviales y limitados al compararlos con las riquezas que el mundo real, excitante de la imaginación, pone al servicio de la poesía.

Wordsworth es el poeta de la Naturaleza, de toda la Naturaleza, mas, aun cuando cantara la tempestad y el huracán, asociamos su nombre generalmente a paisajes plácidos y a escenas sin dramatismo. Prefiero los poemas de este tipo, aun advirtiendo la conspicua calidad de otros, como los primeros cantos de El Preludio. A la turbulencia genéricamente asignada a los románticos, Wordsworth opone serenidad, que si en ocasiones se hace desagradable por fundarse en desinterés y falta de simpatía hacia los hombres, en otras parece consecuencia natural de un temperamento que frente a muchas cosas reaccionaba sin turbación. Pero no se imagine una serenidad olímpica, a lo Goethe, sobre lo divino y lo humano, pues Wordsworth fue, en lo político y en lo religioso, hombre de partido, irreductible hacia el adversario, ciego para los defectos de su clan. Tómese, pues, la medida de la serenidad wordsworthiana, adoptando considerables cautelas.

Los románticos ingleses -como los españoles-, al buscar la renovación de las formas poéticas, mostrábanse tradicionales; por encima del clasicismo a la francesa de Pope, tornaban a las aguas de la gran poesía de su país, a Milton, a Spenser, a Shakespeare. Esa gran poesía tuvo en Wordsworth un excepcional cultivador, a quien, como advirtió Arnold, necesitamos defender contra los excesos de sus parciales: «Debemos permanecer en guardia contra los wordsworthianos si queremos asegurar a Wordsworth el rango que como poeta le es debido.» Esto significa, en el presente caso, recusar las «filosofías» y divagaciones más o menos profundas que, como he dicho, lastran el poema y disminuyen su fuerza. La jerga filosófica -«la elevada pero abstracta palabrería»- escribió Arnold, es «ajena a la verdadera naturaleza de la poesía».

Wordsworth

William Wordsworth

Cuando delimitados los campos la poesía de Wordsworth brilla con resplandor de hoguera; pocos supieron decir de modo tan penetrante -y por penetrante, iluminador- las emociones sentidas ante un espectáculo o un suceso, si esa emoción se manifestaba con desnudez de confesión personal, de puro lirismo. El poema wordsworthiano llega a extremos de admirable transparencia por la intensidad con que las impresiones son sentidas y por el acento con que son expresadas; hay identificación total entre el poeta y el tema (cuando éste es una emoción, un sentimiento peculiar) y cuanto más austeramente lo desarrolla, limitándolo, y en la limitación aumentando y concentrando su fuerza, mejor sentimos el carácter revelador de su lírica.

«De todos los hombres que he conocido -escribió Coleridge-, Wordsworth es el que tiene en su mente menos feminidad. Todo él es hombre. Es un hombre de quien podría haberse dicho: Para él es bueno estar solo». Esta frase, algo enigmática, admite una interpretación plausible: la soledad hacía más agudos y puros sus sentimientos, los fortalecía, depurándolos de la hojarasca verbal en que a veces se sumían. Y cuando puros, cuando expresados en esa grandiosa soledad del corazón donde las almas grandes se engrandecen aún más y las pequeñas se achican hasta desvanecerse, los sentimientos de Wordsworth, nacidos de entrañable comunicación con la naturaleza, dan origen a poemas únicos que cantan admirables impulsos del hombre.

Quisiera discutir otros temas interesantes, hablar de la prematura decadencia de la poesía wordsworthiana, atribuida por Herbert Read al influjo del remordimiento por el abandono de Annette Vallon, referirme a «la conspiración del silencio» que críticos y biógrafos mantuvieron, durante casi un siglo, en torno a ese episodio de la vida del poeta, pero falta espacio para ello, y debo limitarme a recomendar, a quienes deseen informarse, el «Wordsworth» de Read y su artículo «Wordsworth's Remorse». En ellos hallarán importantes análisis de circunstancias y sentimientos que influyeron decisivamente en la obra de Wordsworth y que, en cierto aspecto, la explican.





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