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Ya nadie llora por mí [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






Huevos rancheros a la diabla

El venerable Lada había pasado del azul celeste al azul de Prusia al salir del taller donde operaron milagros en la carrocería, agujereada por las balas en el atentado de tantos años atrás, donde perdiera la vida Lord Dixon. Dichosamente el motor no sufrió los impactos, y aquel viernes de agosto el valiente carrito enfilaba airoso hacia el sur por la carretera a Masaya, al volante el inspector Dolores Morales.

Las estructuras metálicas de los árboles de la vida mandados a sembrar por la primera dama poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda, violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa alzándose entre la maraña de rótulos comerciales.

Siguiendo las indicaciones del mapa que llevaba en el asiento de al lado, tomó hacia el oeste por la pista Jean Paul Genie en la rotonda de Galerías Santo Domingo, y luego, a la altura del Club Terraza, enrumbó otra vez al sur por el antiguo camino de Las Viudas, dejando atrás el hotel Barceló y el colegio Centroamérica de los jesuitas.

El camino, ahora pavimentado pero en malas condiciones, ascendía serpenteando hacia las primeras estribaciones de la sierra de Managua. Poco antes de alcanzar el reparto Intermezzo del Bosque se abría una trocha destinada a ser pronto una carretera en toda regla, marcada en el mapa con una gruesa línea roja: unos cinco kilómetros más de recorrido entre árboles añosos derribados por las motosierras encima de los despojos de los viejos cafetales, también arrasados de raíz, cedros, genízaros, guanacastes y caobos que mostraban sus muñones rojizos. Las aplanadoras emparejaban terrazas donde iban a alzarse mansiones amuralladas, y no era difícil advertir que los corrales, las pulperías y las viviendas de bajareque que aún se asomaban a la trocha estaban destinados a desaparecer ante el avance triunfal de las orugas de los tractores.

Una equis señalaba en el mapa el punto de destino. Al lado del portón de acceso había una garita con vidrios a prueba de balas, y junto a la garita un jeep Wrangler con dos hombres a bordo, uno al volante, y al lado otro que cargaba una ametralladora Uzi como quien acuna una muñeca; uno más dentro de la garita, y dos frente al portón.

No alcanzaban a disimular su catadura de muchachos de barriada a pesar de sus trajes grises color rata y las corbatas de poliéster bien anudadas en los cuellos tiesos de almidón, que debían escocerles la piel. Usaban, además, los mismos zapatos, tan pesados como si fueran ortopédicos.

El que parecía ser el jefe descendió del jeep, y con un movimiento giratorio de la mano le indicó que bajara el vidrio de la ventanilla. La manigueta no funcionaba, así que el inspector Morales procedió a abrir la puerta, y entonces entró el ruido de las podadoras, empecinadas en rasurar la grama de los extensos campos al otro lado del muro, y junto con el ruido el olor a la savia de los tallos aventados en lluvia menuda.

El hombre usaba anteojos oscuros de un tinte impenetrable. Llevaba el pelo rasurado al rape, y detrás de la oreja la serpentina del audífono. Bajo el faldón del saco se entreveía la pistola automática enfundada en una cartuchera de nailon. El agente Smith de The Matrix en persona.

Le pidió la cédula de identidad con seca cortesía, la fotografió usando su teléfono celular, y, luego de devolvérsela, él mismo le adhirió en la pechera de la camisa, del lado del corazón, un sticker con unos círculos concéntricos. Era la contraseña del día para los visitantes, pero más parecía una diana para guiar la puntería.

El de la garita recibió la orden de activar el portón eléctrico, que se descorrió sin ruido, y el Wrangler se puso en marcha delante del Lada. Todo era como en los torneos de golf de la televisión por cable en que jugaba Tiger Woods: suaves colinas perdiéndose en la distancia, la grama como un paño de billar salpicada de árboles trasplantados con grúas; y bajo el sol de aquella mañana de agosto, una laguna artificial que espejeaba a lo lejos.

El asfalto de la vereda era suave como la seda, y las llantas del Lada siseaban apenas al deslizarse a la velocidad impuesta por el Wrangler, mientras los aspersores regaban sobre los prados finas cortinas de agua irisadas. Hasta el cielo terso y sereno, con sus nubes lejanas e inofensivas de tarjeta postal, parecía pertenecer a un país extranjero.

El Wrangler se detuvo al lado de un rótulo que señalaba el estacionamiento de visitantes, y el agente Smith le indicó el lugar donde debía dejar el vehículo, aunque la playa de asfalto se hallaba desierta. El inspector Morales bajó, asentando primero la contera de su bastón. Había engordado y lo usaba para ayudarse a aliviar los crecientes dolores en la cadera del lado de la prótesis.

Con la misma seca cortesía de antes, el agente Smith le pidió que abriera el cartapacio, y luego lo hizo extender los brazos y separar las piernas para cachearlo, el bastón al aire en su mano izquierda, el cartapacio en la derecha. Por fin dio con el revólver 38 de nariz corta, que seguía llevando en el tahalí sujeto con una cremallera adhesiva al tobillo artificial.

El agente Smith entregó el revólver con todo y tahalí a uno de sus subalternos, quien lo depositó en una bolsa transparente, y le entregó un tiquete de resguardo. Entonces apareció un carrito de golf adornado con una banderola en el cabo de la flexible antena de radio.

El inspector Morales se acomodó al lado del conductor, tan silencioso como todos los demás. Hasta ahora sólo el agente Smith, sentado atrás, le había dirigido unas cuantas palabras, las precisas. Las únicas voces eran las que resonaban, urgidas y embulladas, en el aparato de radio instalado debajo del timón.

La mansión de ventanales defendidos por parasoles a rayas verdes y blancas, que se alzaba entre palmeras reales en una terraza elevada, se abría en dos alas y parecía un hotel de recreo, solo que desierto de huéspedes. A un lado, dentro de un círculo marcado sobre una plataforma de concreto, reposaba un helicóptero Bell, blanco y azul. El viento que llegaba de la espesa arboleda detrás de la mansión estremecía las aspas sin lograr moverlas.

Un mayordomo, vestido como el padrino de una boda, lo guio por una galería desde la que se podía ver un jardín entre cuyos macizos se abría un sendero de lajas, y llegados a una sala discretamente alumbrada lo dejó solo. Los sofás, que olían de lejos a cuero vacuno, rodeaban una imponente mesa de vidrio cargada de libros de arte. El inspector Morales se arrellanó en uno de los sofás, tan mullido que le dieron ganas de no volver a levantarse de allí.

En los cuatro costados de las paredes colgaban cuadros de enorme formato. Eran ojos. Solos o en pares. Unos muy abiertos, como si mostraran asombro, otros que miraban alertas, como si escrutaran al visitante y fueran capaces de seguir sus pasos; y en el que tenía de frente, uno de los dos ojos se cerraba en un guiño pícaro. Todos en negro sobre fondo blanco, trabajados al detalle, tanto que podrían tomarse por fotografías. Pero había uno que vertía una lágrima roja, la única nota de color en todo el conjunto.

Detrás de una puerta corrediza de vidrio, un camarero de chaqueta roja, corbatín y guantes blancos arreglaba la mesa del desayuno dispuesta para dos personas. Sus pasos no se oían, y tampoco las piezas de la vajilla ni los cubiertos producían ningún ruido al ser colocados.

El reino de los ricos es el silencio, pensó, las manos apoyadas en el pomo del bastón. Le gustó. Eran reflexiones que debía anotar en su cuaderno escolar, pero cuando intentaba hacerlo ya las había olvidado. Además, ¿de qué iban a servirle?

Lord Dixon le habría dicho que hacía muy mal con su descuido. Un filósofo de la vida debe echar siempre mano del lapicero porque no tiene derecho a que sus pensamientos se desperdicien. De lo contrario se convierte en un pensador inofensivo, como un león que ha perdido los colmillos, y no hay cosa peor que un león obligado a régimen vegetariano.

¿Por dónde andaría vagando Lord Dixon? Era impredecible en sus horas de aparecer.

Y ya caía en una especie de ensoñación cuando el golpe lejano de una puerta, y luego otra, y otra más, ahora a sus espaldas, lo hizo incorporarse, en lucha con el estorbo de la prótesis y la impedimenta de su barriga; pero para eso estaba el bastón.

Miguel Soto Colmenares apareció frente a él, descalzo y metido en un buzo de algodón basto. Se secaba de manera enérgica con una toalla el rostro bañado en sudor, y cuando le extendió la mano, una mano grande, húmeda y cálida, sintió el olor a fermentación de su cuerpo, a toxinas liberadas. Por lo que se veía, se ejercitaba todas las mañanas antes del desayuno. Carrera en la banda continua, spinning, remo, a lo mejor pesas, como sus guardianes forzudos.

-¿Le gustan los cuadros? -le preguntó, señalando las paredes con un ademán descuidado-. Son de Abularach, un guatemalteco genial. Le compré un lote importante en Nueva York. Pinta también corridas de toros, pero lo que a mí me gusta son los ojos.

No había visto a Soto más que en los periódicos y en la televisión. Y las imágenes suyas que le venían a la memoria no eran las más recientes, sino las del tiempo en que su primer banco, el Agribank, fue declarado en quiebra, unos quince años atrás. Todo el mundo pensó entonces que su buena estrella se había apagado.

Su voz era gruesa y tersa, y sus modales sencillos y cordiales. Ellos, pensó, además de dueños del silencio pueden ser dueños de la humildad, que no es sino una arrogancia encubierta. No les cuesta ser campechanos, porque no se desprenden de nada, igual que los cheques donados a las instituciones benéficas, que descuentan de los impuestos. Tampoco esa reflexión iría a su cuaderno.

Se sentaron, y el anfitrión, olvidándose de los ojos que seguían mirándolos desde todos lados, le preguntó con halagador interés por su madre, que ya estaba muerta hacía años, y por su esposa, que no tenía, como si fueran viejas conocidas suyas. El inspector Morales le respondió que estaban muy bien de salud. Lo más seguro es que si le hubiera dicho la verdad, no se habría inmutado.

Esbelto y saludable a sus casi setenta años, la piel tostada, el cabello blanco sedoso, no dejaba de tener algo de tosco e inseguro. Aunque casado con una mujer de apellido aristocrático, había surgido desde abajo, un campesino de los valles remotos encerrados en las montañas de Jinotega, en el norte de Nicaragua, donde los colonos europeos, empobrecidos, habían formado familias endogámicas sin mezclarse nunca con indígenas ni mestizos.

Le recordaba a Gianni Agnelli, el difunto magnate de la Fiat. ¿Dónde había visto alguna vez a Agnelli como para hacer comparaciones? En un programa del History Channel. Se lanzaba desnudo a las aguas del Adriático desde la borda del Agneta, su yate, la piel más blanca que el resto del cuerpo en las nalgas y alrededor de las ingles; y antes del clavado, en los instantes que duraba la toma, lo más visible era el tamaño de su órgano viril, como habría dicho su abuela Catalina, que hablaba siempre en circunloquios.

-Avergüéncese de esos pensamientos lascivos que ponen en duda su hombría -oyó decir a Lord Dixon en el momento en que se levantaba, porque había llegado la hora de pasar a la mesa.

-¿Adónde te habías metido? -le preguntó.

-Vengo de rodear la tierra y andar por ella -respondió Lord Dixon.

El mayordomo abrió la puerta corrediza y les dio paso. Retiró con toda parsimonia la silla de Agnelli, y después de acomodar al inspector Morales le quitó el bastón. Hubiera sido capaz de despojarlo también del cartapacio si no lo protege con un movimiento instintivo. Entonces entró el camarero que había dispuesto la mesa, y les entregó el menú.

-Como en los restaurantes -dijo Lord Dixon.

Un menú de gruesa cartulina de lino, del tamaño de un folio, impreso en letra de carta, la fecha del presente día al pie. Agnelli lo consultaba sin dejar de darse toques con la toalla en el cuello y en la frente.

-Pregúntele si cuando desayuna solo también le imprimen un menú -dijo Lord Dixon.

El mesero trajo de inmediato jugo de naranjas recién exprimidas para los dos. El inspector Morales escogió el plato de frutas tropicales, y Agnelli la media grapefruit rosada. Luego venía la lista de los huevos:

Œufs pochés
Omelette aux fines herbes
Ham and eggs American style
Huevos rancheros a la diabla.



El café también estaba descrito en el menú: «Maragojipe, cosecha 2010, selección orgánica, hacienda La Cumbancha, Jinotega».

Agnelli ordenó huevos pochés y devolvió la cartulina con displicencia. Era obvio que siempre pedía lo mismo. El inspector Morales, alejándose de toda complicación con los idiomas, y ya el hambre alborotada, pidió los huevos rancheros a la diabla, en lo que fracasó. En un gran plato, cálido al tacto, le trajeron dos huevos fritos adornados de una ramita de perejil, y una pequeña fuente de salsa sin trazas de chile. Eso era todo, además de unas rodajas de pan oscuro. Y los de Agnelli no eran más que unos huevos pasados por agua sobre una cama de espárragos.

-El dinero no les sirve para darse los gustos de cualquier cristiano -dijo Lord Dixon-: sudan en el gimnasio y no comen más que migajas; así creen retrasar la muerte. Cortesía mía para su cuaderno de anotaciones filosóficas, inspector.

Agnelli iba saltando con locuacidad de un tema a otro en los deportes. Daba por seguro que Román Chocolatito González ganaría por nocaut su cuarto título como campeón supermosca en la pelea ya pactada contra el mexicano Carlos Cuadras, y que Cheslor Cuthbert, el costeñito de Corn Island, se quedaría como tercera base titular de los Royal de Kansas City, destronando a Mike Moustakas.

Entre tanto, la pregunta que se hacía el inspector Morales, sonriendo a veces por cortesía y echando mano a la servilleta almidonada porque la yema de los huevos, demasiado líquida, tendía a resbalar por su barbilla, venía a ser: ¿por qué la invitación a aquel desayuno? ¿Qué quería Soto de él? ¿Por qué no soltaba prenda?

-Estoy al tanto de aquella actuación suya en el caso del rendez-vous de los narcos en la finca del Mombacho, en sus tiempos de agente antidrogas -dijo Agnelli de pronto, colocando sobre el mantel las manos rudas, aunque de uñas bien pulidas, como para que su huésped pasara revisión de ellas.

-Rendez-vous quiere decir un encuentro, una cita -le susurró Lord Dixon.

Lo que había venido luego de la captura de los jefes narcos los periódicos lo bautizaron como «la masacre de Herodes», pues los responsables de la operación fueron descabezados cual tiernas criaturas de pecho. Los condecoraron en acto público, pero al tercer día el comisionado Canda, en aquel entonces jefe de la Policía, dispuso darles de baja por actuar sin órdenes superiores, acatando instrucciones del ministro, que a su vez las había recibido del presidente.

-Ya nadie se acuerda de eso ahora -dijo el inspector Morales.

-Pues yo sí tengo buena memoria -contestó Agnelli-. Allí fue donde perdió la vida su compañero costeño. ¿Cómo es que se llamaba?

-Excelente memoria, ya veo -dijo Lord Dixon.

-Bert Dixon -respondió el inspector Morales-. Subinspector Bert Dixon.

-No se moleste en aclararle que a mí ya me habían matado cuando se dio ese operativo del Mombacho -dijo Lord Dixon.

-Afrocaribeño, como se dice ahora -comentó Agnelli.

-Vaya hipocresía -dijo Lord Dixon-. Negro murruco, para qué andarse por veredas.

-Bueno, ahora vamos a mi asunto -dijo Agnelli-. Tengo un caso, y usted es el hombre que necesito.

-Allí viene la propuesta, ojo billar -dijo Lord Dixon.

-No tengo una clientela muy distinguida, que digamos -contestó el inspector Morales.

El plato untado de amarillo le disgustaba, y el camarero vino a retirarlo como si lo hubiera conjurado.

-La humildad es virtud de comemierdas -dijo Lord Dixon, francamente disgustado.

-Pero ahora voy a entrar yo en su lista -sonrió Agnelli.

-No me querrá para que le averigüe la desaparición de unos cubiertos de plata, o de algún perro de raza -dijo el inspector Morales.

-No, nada de eso, en esta casa no hay cómo se pierda nada -volvió a sonreír Agnelli.

-El cliente no le ha explicado para qué lo necesita porque usted no lo deja -dijo Lord Dixon.

-Sea para lo que sea, usted puede pagar el mejor equipo de investigadores, hasta traerlos de Estados Unidos -dijo el inspector Morales.

-No se le ocurra decirle que también puede llamar al propio ministro de Gobernación y pedirle ayuda -dijo Lord Dixon.

-El ministro de Gobernación estaría encantado de ayudarlo -dijo el inspector Morales.

-Desayunó conmigo antier en esta mesa, allí mismo donde está usted sentado -dijo Agnelli-. Pero nuestra plática fue sobre otros asuntos. De ninguna manera quiero meter a la Policía en este caso.

-Creo que comete un error -dijo el inspector Morales-. Déjelo en manos del ministro, y esta misma noche le traen preso al desfalcador, o lo que sea.

-Necesito discreción absoluta -dijo Agnelli, y sus dedos de uñas nacaradas tamborilearon impacientes sobre la mesa-. Por eso escogimos su agencia, porque es poco visible.

-Una agencia que no vale un culo, es lo que quiere decir con eso de poco visible -dijo Lord Dixon-. Pero pasemos por alto esa alusión desdorosa.

-¡Qué jodés! -murmuró el inspector Morales, dándose un manotazo en la oreja, como si espantara un zancudo.

-¿Perdón? -dijo Agnelli alzando las cejas.

-No, nada, lo escucho -dijo el inspector Morales, y de mala gana sacó del cartapacio su cuaderno escolar, que dejó sobre la mesa junto con un lapicero Bic.

Agnelli debió haber tocado algún timbre oculto, porque en ese momento se oyó que alguien entraba taconeando con firmeza. Era Mónica Maritano, la asistente de relaciones públicas, la misma que había llegado a buscarlo a la oficina el día anterior para invitarlo al desayuno.

Lo saludó con un leve gesto de cabeza, depositó en la mesa frente a Agnelli una carpeta marrón cerrada con cordones elásticos y volvió a salir, meciéndose sobre sus tacones y dejando el intenso rastro de perfume que él ya conocía.

-Una persona de mi familia ha desaparecido y quiero que usted la encuentre -dijo Agnelli, y le alcanzó la carpeta.

-¿Un secuestro? -preguntó el inspector Morales, mientras abría su cuaderno y alisaba la hoja en la que iba a escribir.

-Al principio pensé en eso -dijo Agnelli-. Pero después de casi una semana, nadie se ha puesto en comunicación conmigo para pedirme rescate.

-A veces tardan -insistió el inspector Morales.

-Demos el secuestro por descartado -dijo Agnelli-. Y no tiene necesidad de anotar nada, todo está en la carpeta.

-¿No es la hora de preguntarle de quién se trata? -sugirió Lord Dixon.

-Se trata de Marcela, hija de mi esposa -dijo Agnelli-. Necesitamos conocer su paradero.

-Si no la secuestraron, es que huyó del hogar -dijo Lord Dixon.

-¿Tuvo la muchacha algún disgusto con la madre? -preguntó el inspector Morales.

-Por las causas, usted no se preocupe -dijo Agnelli, y revisó sus uñas pulidas, mano por mano-. Su trabajo nada más es encontrarla.

-¿No ha pensado en un novio? -preguntó el inspector Morales.

-No le conocemos ningún novio -respondió Agnelli.

-¿Novio? Esa niña ha huido con un amante que a la familia no le gusta -dijo Lord Dixon-. Porque es casado, o porque no tiene apellido, o porque es drogo.

-¿Cuándo fue que desapareció? -preguntó el inspector Morales.

-Hace una semana, en Galerías Santo Domingo -contestó Agnelli-. Fue al cine esa noche con unas amigas, se levantó a media función y no regresó.

-¿En la carpeta hay datos sobre las amigas? -preguntó el inspector Morales.

Agnelli negó.

-Todas volvieron a los Estados Unidos, donde estudian -dijo-. Y ninguna da cuenta de nada, ya les hemos preguntado.

-¿Andaba con guardaespaldas? -preguntó el inspector Morales.

-Los muchachos la quedaron esperando afuera del cine -respondió Agnelli-. Siempre los mantiene a distancia porque no le gusta que la vigilen.

-¿Manejaba ella su propio carro? -preguntó el inspector Morales.

-Quedó en el estacionamiento -dijo Agnelli.

-¿Qué clase de carro? -preguntó el inspector Morales.

-Un BMW Cabrio -contestó Agnelli-. ¿Qué tiene eso de relevante?

-Un carrito de cien mil dólares, tan humilde como su Lada, inspector -murmuró Lord Dixon-. Eso tiene de relevante.

-¿Cómo es ella? ¿Solitaria? ¿Huraña? -preguntó el inspector Morales.

-Aténgase a lo que está en la carpeta -dijo Agnelli, e hizo ademán de mirar el reloj, aunque no llevaba ninguno en la muñeca.

-Pues se hará lo que se pueda -dijo el inspector Morales, y cerró su cuaderno en el que obedientemente no había escrito una sola línea.

-En la carpeta va a encontrar un adelanto por la mitad de sus honorarios, y también una cantidad para los gastos operativos -dijo Agnelli-, poniéndose de pie. Cuando Marcela haya sido ubicada, le pagaré el complemento de los gastos, si exceden la cantidad que le entrego, y la otra mitad de sus honorarios.

-Resuelto el caso, ¿vuelvo aquí? -preguntó el inspector Morales, poniéndose también de pie.

-Usted tiene el número de Mónica, mi asistente -respondió Agnelli-. La llama, y ella enviará un chofer a recoger la información, que le ruego poner en un sobre cerrado. El mismo chofer le entregará el dinero restante.

-¿Y si necesito ampliar algún dato? -preguntó el inspector Morales.

-No hay ningún dato que ampliar -contestó Agnelli-. Si en tres días no ha averiguado nada, damos por finalizado el trato, y usted se queda con el adelanto.

-Si en ese plazo que usted está fijando no he podido averiguar nada, le devuelvo su adelanto -dijo el inspector Morales­. Sólo voy a descontar los gastos operativos, si acaso tengo alguno.

-Pedazo de animal -dijo Lord Dixon-. ¿Has nacido acaso hijo de millonario? ¿Has tenido Cirineo en tu calvario?

-Estoy seguro que va a resolver el caso -dijo Agnelli-. Y tómelo como un favor muy personal que me hace. Yo sé agradecer favores.

-Voy a cumplir su encargo lo mejor que pueda -dijo el inspector Morales.

-Y ahora tengo que ducharme, debo estar en Guatemala a las once en una junta de negocios -dijo Agnelli, y le extendió la mano.

El mayordomo, siempre por delante, y el inspector Morales otra vez en posesión del bastón volvieron a atravesar la galería. Entonces el inspector Morales vio acercarse por el sendero de lajas del jardín a una mujer de cabello rubio marchito. Vestía un hábito pardo atado por una cuerda a la cintura, los pies desnudos, y en la mano llevaba un cuchillo corvo de jardinería. Se agachó frente a una mata de heliconias de crestas rojas con bordes amarillos y cortó una brazada.

El inspector Morales se había detenido, y de pronto la mujer alzó a verlo con un azoro en el que se percibía algo de susto.

Sin palabras de despedida, el agente Smith le devolvió el revólver. El portón automático se descorrió, y el Lada tomó la trocha de regreso a Managua. Dos kilómetros después paró el vehículo en la saliente de un barranco desde donde se divisaba abajo la ciudad, los escasos edificios alzándose entre las arboledas que ocultaban calles y casas, más allá el cono azulado del volcán Momotombo y la península de Chiltepe entrando lentamente en el lago como un viejo pie arrugado.

Abrió el cartapacio, sacó la carpeta y quitó los cordones. Había una bolsa de manila y dos sobres bancarios. Uno, rotulado «Adelanto de honorarios», decía contener cinco mil dólares. El otro, el de los gastos operativos, otros cinco mil.

-Diez mil verdes por un caso tan pendejo, además de los gastos, que se pueden inflar a discreción -dijo Lord Dixon.

Volvió a meter los sobres en la carpeta, donde estaba también la bolsa de manila, que no se preocupó por el momento de abrir. Con aquellos diez mil dólares, si se los ganaba, ya podría irse de vacaciones. A lo mejor a conocer Disneyworld y retratarse con Pluto, como el primer comisionado Canda, que ahora gozaba del retiro dedicado a regentar sus tres discotecas, donde los pushers circulaban sin impedimentos ni tropiezos.

-Si la joven Marcela se fugó con su amante, como sospecho con toda justicia, Agnelli se desayuna con los huevos del interfecto -dijo Lord Dixon-. Œufs pochés.

-No me hablés mariconadas en francés, ¿desde cuándo has aprendido a hablar en francés? -dijo el inspector Morales encendiendo de nuevo el Lada.

-Ahora me sobra el tiempo para estudiar idiomas -respondió Lord Dixon.

Las aspas del helicóptero que llevaba a Agnelli al aeropuerto, donde lo esperaba su Falcon de ocho plazas, se oyeron batir de lejos y luego pasaron alborotando las copas de los árboles que aún se libraban de los dientes afilados de las motosierras.

El aparato, recogiendo los reflejos del sol, se perdió en la distancia.





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