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ArribaAbajoVeintiocho

Pero, amable lector, ésta no es, ni mucho menos, la historia del teatro paraguayo, sino mi historia, y de mi entorno existencial.

Por fuerza, aquella etapa de placentera vagancia y exploración del mundo bohemio debía terminar, y por gestión de mi hermano Gerardo logré entrar como «operador» en la radioemisora de un gran señor, industrial, empresario y filántropo hoy injustamente olvidado, don Eugenio Friedman, Radio Teleco. Mi trabajo consistía en abrir y cerrar el micrófono desde un tablero cuando el locutor lo pedía con un timbre, y poner los discos que él anunciaba. Como se ve, algo sencillo el trabajo del «operador» que hoy sigue siendo el mismo, pero los «operadores» de ahora se hacen llamar pomposamente «ingeniero de sonidos».

La vida familiar había pagado su tributo al tiempo, y el signo era el de la disgregación. Los hermanos mayores ya habían formado hogar y familia. La abuela Venancia era sólo un recuerdo melancólico. Gerardo, que trabajaba al mismo tiempo en «La Tribuna» y como relator deportivo en radio   —120→   Teleco, vivía en una pensión donde estaba cerca de su trabajo. Sólo mi hermano Eulalio y yo, acompañábamos aún a la envejecida mamá Elisa, que sobrevivía con un pequeño almacén en 14 de Mayo y Piribebuy.

En esa emisora, radio Teleco, conocí y fui amigo de grandes locutores como Álex Solhberg, Juan Bautista Cazal, Nelly Prono, Juan B. Duarte, Carlos Banks y otros.

Entretanto, a pesar del fracaso de mi carrera bancaria, seguía mis estudios en la Escuela de Comercio e hice nuevos amigos con quienes salíamos de parranda los fines de semana. Recuerdo en primer lugar a Chichito Parodi, con quien formamos un dúo inseparable de conquistadores suburbanos. Lo de «inseparable» duró poco, porque mi amigo era extraordinariamente buen mozo y un bailarín admirable. Moreno, de blanca dentadura, esbelto y sabio para vestirse con elegancia, adonde íbamos. Chichito acaparaba los suspiros femeninos y yo debía conformarme, un poco tímido y bailarín algo torpe como era, a un segundo plano. Además, los trajes que heredaba de mis hermanos mayores no me hacían lucir precisamente como un príncipe de Gales. Así que, reacio a ser segundón, escudero o espectador de las conquistas de mi amigo, tomé distancia y formé un trío aventurero más o menos compensado con dos nuevos amigos, inolvidables hoy, Eduardo González, petiso, retacón y desprolijo en el vestir, y Federico López de Filippis, ya fallecido ahora, alto, estirado, solemne y tieso siempre como una vara, con su invariable cuello duro de celuloide, tanto en verano como en invierno. Nuestras aventuras y correrías han pasado a ser el caudal de picardías y pecados carnales de las que en su momento he de rendir cuentas.

Justamente en tren de estudiantes los tres, nos unimos a un paseo a Quiindy, en un camión de cargas. Esta excursión estudiantil coincidió con otro paseo de chicas «normalistas» como se decía a las jovencitas estudiantes del magisterio, al mismo pueblo. Allí conocí a Zunilda Merlo, con quien me casé en enero de 1948. Toda una pareja de chiquillos que sin embargo salió adelante contra todos los pronósticos, pues creamos una familia que hoy, en la vejez, son nuestro orgullo y nuestro consuelo, aún teniendo en cuenta el fallecimiento, el 5 de junio de 1999, de Paco, nuestro hijo mayor, a quien le sobrevivimos nosotros, y sus hermanos Hugo, Charito, Pedro y Cecilia.

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Aún cuando parezca fuera de contexto, el reconocimiento a mi esposa Zunilda forma parte de este capital espiritual que enriquece mi vida. Paciente, compañera, dedicada con femenina abnegación al papel de esposa y madre, supo mantener en más de medio siglo la unidad familiar y la paz hogareña que me permitió mis largas veladas sobre la máquina de escribir. Solidaria y gentil como esposa, maestra como madre, supo encaminar a los hijos por el camino recto. Ninguno quedó a la zaga, todos culminaron carreras universitarias y formaron sus respectivas familias, conformando un grupo familiar homogéneo, bendecido por 18 nietos.

La larga agonía de nuestro querido hijo Paco, víctima de un cáncer cerebral y de dos años de coma y después la muerte, nos unió en el dolor así como el amor nos unió en la felicidad. Hoy nos une el consuelo de haber hecho cuanto fue necesario para el bienestar de nuestro hijo, sobre cuyo lecho volcamos nuestra larga vigilia y la cariñosa solidaridad de los hermanos.

En este drama, aparece la conducta de su compañera y esposa por el sacramento de la abnegación y el sacrificio, Rose Marie Cassanello, que acogió en su casa al amado condenado, pasó interminables noches de desvelo al pie de su cama, fiel a un juramento rendido cuando el enfermo aún tenía conciencia. Ya en estado vegetativo, lo cuidó como un bebé, le administró su alimentación, higiene y las medicinas que ayudaban a mitigar los males de la agonía. Untaba y ungía como una sacerdotisa del amor, el cuerpo herido con cremas y ungüentos, y cuando murió, aún después de soportar dos años en cama, ni una escara mancillaba la lisura de su piel, como de recién nacido. Rose Marie será por siempre para la familia, una muestra viva de la generosidad femenina y de entrega total del corazón enamorado a una causa perdida, hasta el último suspiro.




ArribaAbajoVeintinueve

Los comienzos de aquel matrimonio fueron difíciles pero felices. Gerente del Banco Hipotecario era un gran amigo que nos facilitó la compra de una casa en Antequera entre Primera y Segunda. Terminamos de pagarla pronto, y de «operador» me decidí a ser empresario. Hipotequé la casa y adquirí una   —122→   ladrillería en lo que es hoy el Bañado Tacumbú, además de un camión Dodge que manejaba yo mismo, acarreando leña desde Piribebuy y sacando ladrillos por los fragorosos humedales del Bañado, sufriendo las angustias del asma alérgico que me producía el penetrante aroma de las flores de las espinosas «aromitas» que cubrían los esterales de un amarillo como de oro. El negocio iba viento en popa, pero el Destino, así como no quiso que fuera banquero, tampoco quiso que fuera ladrillero. Sobrevino una rápida inundación que nos tomó de sorpresa a todos. Incluso mi camión quedó atrapado en el barro y fue imposible retirarlo. El agua creció hasta alcanzar la altura de los galpones y arrasó con el horno de ladrillos y los bueyes. Lo que no se llevó el agua, se llevaron los traviesos conscriptos de la Marina que embarcados en chatas desmantelaban las fábricas. Adiós mi ladrillería, mi camión... y mi casa hipotecada. No pude menos que mudarme a una «casa de alquiler» y reanudar mi oficio de «operador». Al mismo tiempo, con mi amigo Sergio Enrique Dacak, tomamos en alquiler un garaje y montamos una oficina con una mesa y una máquina de escribir. «Estudios Álex», así se llamaba, se llenaría de dinero escribiendo por encargo discursos y otros trabajos. Llegamos a hacer un solo discurso, mortuorio, para un paisano que debía hablar en el sepelio de su compadre. Una variante, las cartas de amor, fueron más abundantes pero menos rentables, de modo que «Estudios Álex» no duró mucho.

Corría más o menos los primeros años de la década del cincuenta. Romero Valdovinos, era un curioso caso de exiliado doble. Venía a Asunción y tenía nostalgias de Buenos Aires y cuando se marchaba a Buenos Aires tenía morriñas de Asunción, en uno de cuyos estados melancólicos escribiera los inolvidables versos de «Tardes Asuncenas». En la época a que me refiero, Romero Valdovinos gozaba o sufría de una breve estada en Asunción y para ir tirando, escribía para Radio Teleco los libretos de un programa titulado «La Pensión de doña Liga», con personajes que representaban cada uno, a un club de fútbol. Así, el cerrista era un chófer de taxi, el olimpista un señor pacato y anciano, el de Nacional un académico, y así el resto, habitantes de la pensión donde imperaba doña Liga, la única mujer del elenco. Ernesto Báez, Carlos Gómez, Nicasio Altamirano daban vida a los personajes. Un día, Romero   —123→   Valdovinos, cuando faltaba una hora para el programa y no enviaba los libretos, llamó y avisó que estaba enfermo. El elenco se desesperó. Entonces, yo, tímidamente me levanté de mi taburete de operador y me ofrecí a escribir el libreto. Me miraron con sorna, y por fin, Carlos Gómez sentenció que «probar no cuesta nada». Escribí el libreto en treinta minutos, lo emitieron casi sin ensayar, y nadie se dio cuenta de que el libretista había cambiado.

Aquel fue un episodio pasajero, porque Romero Valdovinos volvió a encargarse del programa, pero yo ya había percibido algo, que conocía la técnica radial, sabía manejar los diálogos y los cortes, y que podía intentar convertirme en libretista. La oportunidad se presentó pronto, cuando «La Pensión de doña Liga» terminó su ciclo, mi hermano Gerardo había inaugurado Radio Paraguay y alrededor de 1955, lanzamos el primer programa, una variante del anterior: «La Pensión de ña Lolita», que duró siete años y hacía que el talento y la vena cómica de los actores, atrapara junto a sus receptores de radio a media Asunción, los viernes, a las 20 horas.

Gran parte de lo mejor del caudal actoral paraguayo, pasó por aquel programa. Las «Ña Lolitas» fueron cambiando con los años. Miriam Celeste, Sarita Rivas Crovato, Celia María Benítez y Graciela Pastor fueron sucesivas «ña Lolitas».

Los actores fueron Rafael Rojas Doria, Alejo Vargas, Raúl Valentino Benítez, Sergio Enrique Dacak, Nicasio Altamirano, César García, creador insuperable del personaje bruto, «Bolidote», y aunque parezca mentira, un famoso rematador de aquella época, insuperable en hacer personajes árabes o alemanes, pero no permitía que se incluyera su nombre en el elenco, Alcibiades Barba. Más adelante, cuando llegue al capítulo que corresponde a mi carrera de autor teatral, volveré a mencionar la participación que tuvieran todos los actores mencionados en la misma. Más tarde, con el programa dueño de una audiencia total, se presentó un jovencito tímido y flaco, manifestando que quería ser parte del elenco. Los veteranos del elenco se burlaron de aquel esmirriado pretendiente a actor, pero decidieron probarlo, dándole del libreto, una parte de los parlamentos que correspondía a Alejo Vargas. El chico se lanzó y deslumbró por la espontánea gracia que daba a su personaje. Y así fue como empezó su carrera César Álvarez Blanco, que   —124→   en el mismo programa se uniría a Rafael Rojas Doria y a César García para el bloque de «Los Tres Compadres», Curé, Cururú y Cabará, que después se reducirían a dos, con Rojas Doria, Panta, y César Álvarez Blanco, Toma-i, compadres que se harían famosos, hasta hoy, cuando de la radio saltaron al teatro.

En principio, en el libreto, yo escribía los diálogos para los compadres, en yopará o guaraní, pero pronto advertí que entre los tres actores se había establecido una relación casi milagrosa, como que parecían adivinarse el pensamiento. Había en los tres una montaña de humor espontáneo y un verdadero festival de chispas y ocurrencias. Sujetar la caudalosa inventiva de los tres personajes a un libreto era un desperdicio, como encerrar en una jaula a pájaros jóvenes y vigorosos que anhelaban espacios para el vuelo. Entonces, deliberadamente, un viernes, se toparon con que en el bloque correspondiente a los compadres, yo había escrito una sola línea: «Arréglense como puedan». Los tres se pusieron a improvisar frente al micrófono con un resultado verdaderamente sorprendente por el éxito que alcanzaron, y aquello, no otro incidente, fue el nacimiento de un trío, después dúo por el fallecimiento de César García, que lleva ya más de medio siglo unido.




ArribaAbajoTreinta

Por la misma época, había ingresado como redactor al diario «La Unión», y como no tenían trabajo que darme, a alguien se le ocurrió designarme «crítico de arte». En tal carácter, una noche de mayo me enviaron al teatro Municipal a ver una obra de Manuel Frutos Pane, «La Lámpara Encendida» y a escribir mi comentario sobre la misma. Para la buena suerte que a pesar de todo, siempre me iluminó y produjo misteriosos episodios que fueron empujándome hacia un destino preciso, la comedia era la peor, la más acartonada y la más discursiva salida de la pluma del gran Manolo. En rigor, una mancha en la carrera autoral de quien estaba llamado a la fama, en simbiosis milagrosa con Juan Carlos Moreno González, para crear la inolvidable serie de zarzuelas paraguayas que inmortalizaría a los dos. Llamativamente, este mal paso de Frutos Pane, me daría la oportunidad de ser autor.

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«La Lámpara Encendida» era montada por la Compañía de Ernesto Báez y Emigdia Reisofer. Aburrida a pesar del denodado trabajo de la Compañía, no me fue difícil escribir una crónica pasable, sincera. No me había gustado, escribí por qué, y el comentario se publicó al día siguiente.

Ernesto, enojado, concurrió al diario a reprocharme. Recordando no viejos tiempos en que me tenía bajo su protección no creía merecer tan agrio comentario, que era por la obra, no por él. Sin embargo, se lo tomó a pecho pero no fue directo al grano. Recuerdo que con expresión ofendida me inquirió: «¿Sabes algo de teatro?». «Algo», le respondí cautamente. «¿Te animas a escribir algo mejor que «La Lámpara Encendida?», me desafió. «Si lo escribo y es mejor ¿me lo estrenas?» contradesafié. «Hecho», me dijo y me dio un pinchazo en la mejilla.

Mis lecturas anteriores de autores españoles importantes vinieron en mi auxilio. Conocía la técnica en teoría, la complicada carpintería de la escritura teatral, y antes que nada, la autenticidad de los personajes, las escenas, las secuencias, la racionalidad de las entradas y salidas, el fraseo, el diálogo, el monólogo, los efectos y los efectismos, los equívocos, el uso del Tiempo abreviado a una hora y media y del Espacio contenido en un escenario de 7x4, y con toda esa carga teórica, escribí mi primera obra en una maquinita de escribir enana «Hermes Baby», regalo de Zunilda que hasta hoy conservo, «En Busca de María», y llevé el resultado de mi esfuerzo y desvelo a casa de Ernesto, en Montevideo y Piribebuy, entonces una gran casona colonial, heredad de los Reisofer, de adobe, vieja, húmeda, invadida de plantas, flores y mosquitos, después, el solar, fallido Teatro Carlos Antonio López y hoy elegante Cine Premier. No estaba Ernesto en casa, y dejé la obra a su esposa, Aída Reisofer. Volví al día siguiente, algo anhelante, Ernesto no decía nada y cambiaba de tema una y otra vez. «No me quiere decir que escribí un disparate» pensaba desconsolado. Pero después apareció Emigdia, que venía del frondoso patio con mi carpeta amarilla en una mano y una canastilla de yvapurú en la otra. Me besó suavemente en la mejilla y susurró casi en mis oídos: «ha nacido un gran autor». Desde entonces, el color amarillo es mi preferido, y hace como 25 años, planté un árbol de yvapurú que en todos   —126→   los inviernos se llena de frutos, frente a mi estudio. Lo de «gran» va por su cuenta, pero cuando poco después se estrenó la obra fue un éxito y por primera vez probé la droga del aplauso, y por añadidura apareció en El País una crónica de Natalicio Chase Sosa que casualmente llevaba por título el mismo juicio amable de Emigdia: «Ha nacido un gran autor». Era el año 1956.

Sin ser muy religioso, debo reconocer que Dios, o la Providencia o mi ángel guardián, siempre me colocó en el momento justo y en el lugar oportuno, en los grandes nudos de mi vida. Eso tal vez se llame oportunidad, pero yo prefiero llamarlo, algo esotéricamente, predestinación. Una enfermedad de Romero Valdovinos me dio la ocasión de entrar en el territorio de los libretos teatrales, todo un entrenamiento para el teatro. Un resbalón autoral de Frutos Pane, la de ser autor teatral. Mi voracidad de lector compulsivo desde la infancia, empezaba a dar resultados. Me había comunicado mucho, y ya había aprendido a comunicar.

Alentado por este resultado, en colaboración con Carlos Gómez, escribimos una comedia muy adecuada a su extraordinario talento de actor. «Mi grillo y yo», en la que la pareja protagónica era un hombre algo «de meno» como diría la abuela Venancia, es decir, un poco ido de la normalidad porque era un anciano en los umbrales de la senilidad, y un grillo que él había domesticado y tenía en una jaulita, y con quien el hombre tenía diálogos pintorescos, y que obligaba a un nuevo ejercicio de la escritura teatral, el «diálogo» supuestamente de dos, pero era de uno solo. Así, la voz que se oía era la del personaje de Carlos, y de sus frases debía inferirse lo que el grillo supuestamente le decía a él. En rigor, en la pequeña jaulita no había grillo alguno, pero el prodigio que hacía Carlos en el papel de interlocutor del grillo burlón, convencía a toda la platea de que realmente había allí un insecto lleno de picardía y algo cínico, y más, cuando éste decidió hacerle una mala pasada a su amo y se introdujo en su ropa interior. Pocas veces se vio en el teatro paraguayo un acto tan perfecto de mímica en el cual un hombre entre enojado y riendo por las cosquillas, trataba de atrapar un grillo en los pliegues de su calzoncillo. El final de la comedia fue dramático, porque uno de los nietos del personaje de Carlitos, que no era   —127→   otro que Sergio Enrique Dacak, con su hermanito menor, que hacía César Álvarez Blanco, en un arranque de ira, matan al grillo. El dolor del abuelo fue tan real en la expresión y en los movimientos de Carlos, que la platea terminaba derramando lágrimas por la muerte de un grillo... que no existía. Eso es lo que se llama la «magia del teatro», crear en el reducido espacio de un escenario un universo distinto al de la platea, y donde la «realidad» abandona al espectador y se traslada al mundo ficticio del tablado.




ArribaAbajoTreinta y uno

En las páginas siguientes intento hacer un relato de mi larga carrera teatral, y también de novelista y autor de cuentos, rogando al lector excuse algunas imprecisiones de fechas, porque el hecho es que el álbum de recortes de diarios, junto a los originales de numerosas obras, más otros objetos de «valor sentimental» como dicen los damnificados por los robos y que estaban guardados en un viejo «carameguá» que fuera de mi abuela Venancia, fueron robados, con «carameguá» incluido en una incursión nocturna de amigos de lo ajeno a mi casa. Mi sentimiento de pérdida fue grande, porque en cierto sentido, en el «carameguá» estaba parte de mi vida, mis desvelos y mis renunciamientos. Llegué a pensar que si se hubieran llevado la casa y me dejaran el cofre, habría quedado más conforme. Por añadidura, los cuidadosos archivos que llevaba como Secretaria del Teatro Municipal, la sensible dama que fuera Isis de Bárcena Echeveste, que incluía fotografías, programas con los repartos de cada obra, fechas de estreno, duración de temporadas, recortes de crónicas y hasta el «bordereaux», es decir, la cantidad de boletos vendidos y por consiguiente el número de concurrentes a cada función, todo, me dijeron, nunca apareció porque según se rumorea habrían sido -los archivos- quemados cuando la administración municipal cambió, y también cambió la administración del Teatro Municipal que al parecer se tomó muy en serio la consigna de borrar todo rastro del teatro popular de los años cincuenta, sesenta, setenta y parte del ochenta. Lo malo es que semejante daño también alcanzó a los antecedentes de la Compañía del   —128→   Ateneo Paraguayo, a los de las exitosas zarzuelas, y de otros eventos importantes en el Teatro Municipal. El tan ordenado archivo de la buena de Isis, hubiera servido de invalorable documento testimonial de quien quiera escribir la ya rica historia del teatro en el Paraguay.

Tal es el motivo de las imprecisiones en que he de incurrir, y también el de los olvidos, porque de hecho, mi única fuente es mi memoria.

En todo caso, la ligazón que venía desde la infancia con Ernesto Báez, se convirtió en una vocación común, cuando él se instaló como el actor más popular del Paraguay y director, y yo me descubrí con una escondida veta de autor. Ernesto, como decía él, había sido mi «niñero» en los años infantes, acorazando con su cariño a mi vulnerable condición de hermanito menor de una cáfila de cinco hermanos mayores. Ocurre que el último de los hijos, el «mitä-pajhagüé» de la cultura ancestral, suele ser el preferido de la madre, el «mimado», como se decía antes a los sujetos de la sobreprotección materna, pero esa condición, siendo al parecer un privilegio, resultaba todo lo contrario cuando se trataba de la relación con los hermanos menos favorecidos por las ternuras maternas. De ahí que eran muy frecuentes los «acäpeté», coscorrones y bofetadas, que hubieran sido más nutridos y repetidos, sin la intervención protectora de Ernesto, o de su madre ña Ermelinda, o de su hermanita Carmen.

Fueron momentos felices para mí cuando la vida y la predestinación nos volvió a unir en el mismo empeño de llevar adelante una carrera teatral, él actor y director, yo autor.

Mis obras, en su totalidad, contenían personajes humildes, del medio rural o de la ciudad. Recomendación de Ernesto fue siempre que los personajes fueran auténticos, es decir, creíbles y comparables con sus modelos de la vida real. Auténticos desde la postura, la vestimenta, la parquedad en el hablar y las costumbres. En ese orden de cosas, recuerdo que Ernesto había ya rechazado más de dos comedias escritas por Manuel Frutos Pane. Manolo no contuvo su enfado y le dijo que se sentía discriminado injustamente. La respuesta de Ernesto me sirvió más a mí que a Frutos Pane. «Ocurre -le dijo- que tus obras tiene siete, ocho o diez personajes distintos. Pero ninguno habla como los creaste. Todos los personajes de Frutos Pane hablan como Frutos Pane». Desde luego, el talento   —129→   de Frutos Pane brilló cautivante, cuando se encontró más cómodo en la prosa y el verso de las inmortales zarzuelas que compuso con Juan Carlos Moreno González.

La autenticidad fue entonces, una preocupación que nunca me abandonó, y para cuya virtualidad me sirvió mucho la introspección, la curiosidad y el vicio de observar a las personas que me habían acompañado desde mi niñez. Además, toda mi vida fue plural, niño en un mundo rural primitivo primero y en el suburbio asunceno después, estudiante, combatiente, ladrillero, transportista de leña, iba desfilando ante mí todo tipo de gente, que no sabía, como yo tampoco lo percibía conscientemente, que eran modelos que la imaginación y la memoria iban registrando. Los resultados fueron buenos, al menos, si se tiene en cuenta que la gente y la crítica anotaba la «autenticidad» de los personajes.

Pero sería pecar de soberbio, o de narcisista, si no reconociera un hecho que hace a la dualidad del teatro. Una cosa es que el autor dé autenticidad a un personaje en el papel, y otra muy distinta que el actor lo consiga. El autor se esfuerza en que su personaje parezca autentico, y el actor tiene que lograr que el mismo personaje sea auténtico. Y es allí donde se imponía la genialidad de Báez, cuando en papel de actor dotaba de una personalidad vigorosa y real a sus personajes, y cuando en funciones de director, exigía hasta el agotamiento a sus actores que dieran en el tono exacto de cada papel. No en vano, generaciones de actores lo tienen a Ernesto, como lo tienen a Centurión Miranda y a Fernando Oca del Valle, como los grandes maestros del teatro en el Paraguay.




ArribaAbajoTreinta y dos

Por esos mismos años, fines de 1958 y principios de 1959, yo ya venía tentando escribir una novela, e incluso ya tenía el primer original que obviamente debía pasar por «el doloroso placer de la corrección» como decía Unamuno. Mi novela larval aún se titulaba «Raíces de la Aurora» y se desarrollaba durante la guerra contra la Triple Alianza. Justamente en la misma época, el Coronel Pablo Rojas deseaba   —130→   filmar una película en el Paraguay sobre aquella contienda. Le exhibí mi manuscrito y quedó tan impresionado con él que contrató a Augusto Roa Bastos para elaborar el guión cinematográfico, trabajo que el gran escritor aceptó, vino de Buenos Aires, recorrió los escenarios naturales a utilizar en la película, y escribió el guión con el nuevo título imaginado por él de «La Sangre y la Semilla». Igualmente, se contrató a la famosa actriz argentina Olga Zubarry para el papel femenino central y actores paraguayos como Ernesto Báez, Carlos Gómez, Sara Giménez, Emigdia Reisofer, Eladio Martínez, el cantor, Mario Prono y otros más. Esto -repito- ocurría entre 1958 y 1960, y dicho sea de paso, los registros y créditos de la película filmada en Itauguá y Capiatá y cuya copia aún existe, desmienten un poco la saga del exiliado con que se rodeó Augusto Roa Bastos «desde 1947".

Por la misma época, la Compañía de Ernesto Báez estrenaba mi comedia «El Impala» en el Teatro Municipal, e iniciábamos con esta obra una abierta crítica social y un soterrado cuestionamiento político que fueron la tónica de nuestros trabajos posteriores. El «Impala», era por aquel entonces un suntuoso automóvil de la línea General Motors, con superlativas aletas de avión en la popa, cuya posesión otorgaba a la burguesía el mismo prestigio que hoy darían los Mercedes Benz o los Rolls Royce. La historia era la de una familia que lo sacrificaba todo, hasta la casa y la comida, para disponer de un «Impala» como prenda de alcurnia. El previsible final era el accidente donde quedaba hecho chatarra el «Impala» y en ruinas a la familia.

Como «En Busca de María», «El Impala» tuvo éxito de público, y por primera vez, se formaban colas frente a la boletería. La autenticidad atraía al público, la reconocible cotidianeidad en la trama de las historias también, y la fresca comicidad con que Ernesto, Emigdia, Carlos y los demás envolvían como en un celofán, el contenido social y político serio, constituyeron una fórmula propicia para atraer a la gente ansiosa de verse y conocerse, habida cuenta de la fórmula que el mismo Julio Correa había enseñado: «El escenario debe ser un espejo donde la gente se mire y se descubra».

Esas mismas colas de multitudes se repetirían, acaso más densas aún, con las funciones de zarzuelas de Frutos   —131→   Pane y Moreno González, montadas por el Ateneo Paraguayo. Y lo cierto es que desde entonces, el teatro paraguayo empezó a convertirse en un fenómeno popular, inédito en toda América latina, porque en ninguna ciudad se repetía la irrupción del pueblo al viejo edificio, que duró hasta la ascensión de Carlos Filizzola a la Intendencia, y el cambio de manejo del Teatro Municipal, donde para acceder al escenario, había que firmar solicitudes y presentar currículums, todos, incluso Ernesto Báez y Carlos Gómez, que naturalmente, como todos, se negaron a pasar por semejantes horcas caudinas. Fue la muerte de una época de esplendor del teatro paraguayo.

La presencia masiva del pueblo al teatro fue vista como una ofensa por ciertos círculos refinados que concebían el teatro, no como una sencilla expresión del arte al alcance de la mayoría, sino como experimento y como regodeo de alcurnia culturosa. Y aparecieron las críticas. El teatro no era popular, sino «populachero», las obras eran «concesivas», entendiéndose por esta calificación que halagaban los bajos instintos de la turba, y por añadidura «comerciales», por las elevadas recaudaciones que alcanzaban. Precisamente cuando nos hablaban de lo «comercial» de nuestras puestas, sencillamente preguntábamos qué teatro en el mundo, culto, chabacano, vulgar, de ópera o de vaudeville, no tiene boletería.

La fórmula de la atracción popular, residía simplemente en el humor. Y quien reduzca el humor a una virtud humana de baja categoría, se equivoca. Con independencia de que sea chabacano o fino, que resida en el chiste grueso o en la afilada ironía, el humor es parte del temperamento humano, y principal, porque una existencia sin el humor sería invivible. En el teatro que hacíamos con Ernesto Báez, el humor provenía de la caricatura, de la misma manera que la caricatura gráfica es tomar un modelo real y acentuar sus rasgos. Es decir, no excluíamos la autenticidad de los personajes copiados de la vida real, sino los revestíamos con la gracia que su propia condición arrastraba. En el mundo campesino, en el mundo suburbano y también en la clase alta hay caracteres firmemente perfilados que cuando son atrapados por el teatro sólo son subrayados por el humor, no corrompidos ni desnaturalizados.

Hasta el fin de los días de Ernesto siempre estuvimos de   —132→   acuerdo en que habíamos recorrido por el buen camino, especialmente porque el teatro, ya en menor escala desde Julio Correa y torrentosamente después, había dejado de ser un afición de minorías para convertirse en la atracción de una inmensa mayoría.

Después de «El Impala» estrenamos «Un Traje Para Jesús», comedia en que Jesús venía de incógnito a ver cómo andaban las cosas de este mundo, y como no andaban muy bien fue atropellado por un ómnibus de la famosa línea 26, notoria entonces por sus alocadas carreras. Una familia lo recoge. En ella hay tres hermanos en permanente pelea y Jesús interviene y pone las cosas en orden. La intención era evidente, de hacer un llamado a la sociedad paraguaya a olvidar divisiones y restablecer la armonía. La noche del estreno ocurrió algo curioso. Cayó el telón final pero la gente no se retiró, sino al contrario, espontáneamente abrió un debate sobre las claras entrelíneas de la comedia. Fue un debate político y allí se oyeron voces que por mucho tiempo se habían llamado a prudente silencio. Todo terminó en una nota jocosa cuando uno de los participantes en el improvisado panel preguntó al Director de la Compañía por qué había elegido un Jesús tan feo. Se refería al talentoso actor Matías Ferreira Díaz, quien había interpretado a nuestro Señor y no tenía un rostro precisamente hermoso y celestial.

«Un Traje Para Jesús», a pesar de los años, no se ha perdido. Hasta hoy, en las parroquias de la Iglesia Católica, grupos de aficionados montan la comedia en los días de Semana Santa, y fue también en Semana Santa que un elenco de exiliados paraguayos en Buenos Aires la presentó en un concurso de teatro cristiano, y ganó el primer premio.

«El Comisario de Valle Lorito» fue una de esas sorpresas que suele darse en el teatro. Escrita la comedia para la protagonización de Ernesto Báez, en la práctica sobresalió más Carlos Gómez, por un memorable papel de borracho consuetudinario que le tocó interpretar. Carlos Gómez es uno de esos actores que cuando asume un personaje, vive, sueña, gesticula y hasta se esfuerza en hablar como el personaje. Sufre de lo que casi sería una sicosis de doble personalidad, se siente invadido por su personaje, y avanzando más lejos aun, busca en la vida real a personas parecidas al personaje y   —133→   estudia su comportamiento, sus gestos y sus reacciones.

Para hacer el memorable borracho de «El Comisario de Valle Lorito», Carlos hizo esto último, y vale la pena relatar su experiencia completa.




ArribaAbajoTreinta y tres

En la esquina de la calle independencia y Primera Proyectada, frente a la antigua Radio Guaraní de feliz memoria, y calle de por medio de la casa de Carlos Gómez, existía un almacén de estilo antiguo, con un mostrador grasiento, sus estanterías en déficit permanente, el nauseabundo cazamoscas de cristal con su trampa de azúcar y un calendario detenido tres años atrás. El uniforme del viejo almacenero era una camiseta «musculosa», un pantalón pijama sostenido por un cordel que fuera blanco y ya era marrón y un par de zuecos de madera. Su rostro exhibía siempre una barba de tres días, le salían pelos de la nariz y de las orejas, y las patillas de sus anteojos estaban reforzadas con hilo de coser. Así, tan feo como era, tenía el alma transparente de un buen hombre.

También despachaba bebidas -y esto fue lo que le interesó a Carlos- casi con exclusividad poderosa caña, y delante del almacén y sobre la acera, había instalado un precario banco a la sombra de un naranjito frondoso, acaso porque descubrió que los borrachos molestaban menos y tomaban más afuera que apoyados en el mostrador. Además, el banquito compartido era un principio de sociabilidad que parecía dar cierta categoría al acto de emborracharse en grupo.

El grupo lo constituía la espontánea reunión de los vencidos por la vida y aficionados al alcohol, que desde el crepúsculo vespertino hasta la medianoche se reunían frente al viejo almacén. Y es allí y con esa gente que Carlos, según me contó entonces como yo lo cuento ahora, fue a buscar su modelo de borracho y de paso incursionar en las profundidades de la sabiduría del mundo, a veces tan caprichosa que hasta habla por la boca de los borrachos. Se acercaba a escuchar las gruñidas y tartajeantes conversaciones salidas de madre. Identificó a un gordo, sanguíneo y haraposo personaje que renegaba de la santa institución de la familia, acaso porque lo   —134→   habían echado por alcohólico. Otro, tuerto, había renunciado tanto a todo que ni siquiera se molestaba en poner el consabido parche sobre el ojo muerto cubierto por una repulsiva nube plomiza. Sostenía que había resuelto castigar a Dios que lo trataba tan mal y se declaraba ateo y terrorista. Un tercero, flaco y cadavérico, nunca terminaba de remendar con alambre sus zapatos rotos. El de más allá, que exigía que se le llamara «profesor» lucía un viejo y arruinado traje, aunque lucía siempre la cara cuidadosamente afeitada, como si el diario rito de afeitarse pulcramente fuera el salvavidas que lo sostenía a flote en el mundo de los vivos.

De éstos, el actor recogió modales, vocabulario, posturas, gestos, pero más le llamó la atención un viejecito esmirriado, cubierto siempre por un saco grande para su físico y con mangas demasiado largas, completamente calvo y con un aspecto de pajarillo desnudo recién salido del huevo y caído del nido, que escuchaba atentamente la conversación de los demás, movía la cabeza con desconsuelo, y murmuraba más para sí mismo que para los demás, su eterno latiguillo: «I vaí la porte», cuya traducción no muy literal al castellano podría ser «¡Qué mal andan las cosas!». Los demás hablaban de su miseria y él comentaba «I vaí la porte» o mencionaban un mundo deslumbrante de botellas, con mucha comida y ajeno, y de la misma manera él sentenciaba «I vaí la porte», con su expresión sumida en una terminal conclusión pesimista sobre su propio destino y el destino de todas las cosas.

Cuando se aproximaba la noche, el hombre que había desterrado toda ilusión en un mundo donde todo estaba mal, aferraba un mugroso recipiente que le servía de plato y se marchaba a recibir su cena de mendrugos cuarteleros en la cocina de la Intendencia del Ejército, andando con paso extraño, murmurando incoherencias, sacudiendo los hombros y hurgando y buscando nada una y otra vez en los innumerables bolsillos de su enorme saco, sin saber que era seguido por un actor que iba estudiando, para inmortalizarlos, cada uno de sus movimientos y gestos. Y el extraordinario realismo del borracho que hizo Carlos Gómez en «El Comisario de Valle Lorito» constituyó un modelo insuperado de papel característico en el teatro paraguayo.

Otro mérito que el mismo Ernesto Báez asignó a la   —135→   comedia mencionada, es que su «carpintería» es decir, su trama de pequeña humanidad insertada en el universo del escenario, en el tiempo y en el espacio, no permitía una sola salida del libreto, un solo cambio de personajes, la variación de una sola escena. Y en este punto, la honestidad obliga a confesar que muchos de los momentos más brillantes de mis obras, fueron inesperados, fulgurantes agregados espontáneos que hacían Ernesto Báez y Carlos Gómez por su propia cuenta cuando en plena escena se ponían a improvisar para desesperación de la disciplinada Emigdia, que consideraba sagrado el texto del libro.

Con relación a estas demostraciones de imaginación y chispa, queda para la historia, la anécdota del «gato de Lambaré». El señor Lambaré, que así es su apellido, era y es hasta ahora, encargado y sereno del Teatro Municipal. Tiempo atrás, empresarios que usufructuaron el teatro y lo explotaban como cine, habían concebido un sistema de ventilación consistente en cañerías de material cocido tendidas bajo las plateas, con bocas de salida para el aire proporcionado por un gigantesco ventilador instalado en el sótano. El sistema no funcionó, pero quedaron las cañerías como un hábitat ideal para las ratas que con frecuencia, asomaban bajo los asientos en plena función, con el consiguiente susto, especialmente de la concurrencia femenina. Lambaré se decidió a combatir a las ratas... con gatos. Como media docena de felinos vivían en permanente lucha con las ratas en los soterrados del teatro, pero cuando había funciones, Lambaré los encerraba prudentemente.

En cierta ocasión, uno de los gatos escapó en plena función y cruzó orondamente el iluminado escenario, durante una escena en que dialogaban Ernesto Báez y Carlos Gómez. El paso del gato levantó un murmullo en la platea, pero no inmutó para nada a los dos actores, que empezaron a improvisar sobre las andanzas del gato de Ña Fulana, con tanta gracia y soltura que no sólo la platea sino los propios actores tras las bambalinas estallaban en carcajadas. La escena fue tan real, que al finalizar la función se me aproximó un señor, viejo aficionado al teatro que me preguntó con toda seriedad cómo habíamos conseguido que el gato pasara en el momento oportuno. Creía que el paso del gato estaba establecido en el texto.



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ArribaAbajoTreinta y cuatro

Eran los comienzos de una época en que el Teatro Municipal atraía multitudes, con puestas en escena de la Compañía Báez - Reisofer - Gómez, del Ateneo Paraguayo con obras en prosa y las famosas zarzuelas, de Rafael Rojas Doria y César Álvarez Blanco, desprendidos de la escuela de Ernesto Báez, y otras Compañías de breve existencia.

La historia del teatro paraguayo no debe olvidar nombres que ya son ilustres, con independencia de que vivan o ya se fueran. Cito los nombres de aquella gente querida que alguna vez integraron el reparto de mis obras, pidiendo de antemano, perdón por las traiciones de mi memoria, y por los olvidos.

Ernesto Báez es toda una época de más de medio siglo de trabajo actoral. Carlos Gómez sigue en pie en sus juveniles ochenta años. Emigdia Reisofer es un recuerdo amable de gentileza, talento y ductilidad, y por su trágica muerte, de la cual en cierto modo siento una culpa indirecta, del modo que relataré más adelante. Alejo Vargas hizo inolvidables sus personajes de comisario o cura, compadre y caudillo de admirable realismo. Javier Franco, perfecto y estirado mucamo de casa rica o desvaído marido dominado cuando no el capanga segundón y servil; Leandro Cacavelos, el burgués típico o el juez de paz venal y ventajista, María Elena Sachero, hasta hoy un talento explosivo y una ductilidad pocas veces superada; la desaparecida Miriam Celeste, bella, de enormes ojos verdes y sin temor alguno de encarnar los personajes más difíciles; Graciela Pastor, siempre una presencia eléctrica y vigorosa en escena, casada después con Roque Sánchez, egresado de la Escuela Municipal de Arte Escénico y con quien integró la Compañía Sánchez - Pastor que sobrevive hasta hoy a pesar de la desaparición del bueno y estudioso de Roque; Sara Giménez, la incambiable «mamá guazú» de tantas puestas costumbristas; Celia María Benítez, primera dama delicada y fina; Vilma Giménez, de temperamento sensual y lleno de picardía; Matías Ferreira Díaz, ya fallecido, talentoso, sensible y vigoroso actor característico y por añadidura poeta: Alberto Lares; César García, ya fallecido: Gustavo Calderini, Mario Prono, actor y director ya fallecido; May Visconti, que llegó a sustituir a Emigdia Reisofer cuando ésta falleció: Blanca   —137→   Navarro, la mejor actriz cómica de entonces y de ahora en el teatro paraguayo; Azucena Zelaya: César de Brix; Amador García, fallecido; Sarita Rivas Crovatto en su juvenil belleza, antes de culminar sus cursos de Derecho y de terminar, siendo combativa abogada, asesinada en un episodio nunca del todo aclarado; Lucy Spinzi, a la fecha rigurosa analista de la política y viviendo de la artesanía y la cerámica en Areguá; Mercedes Jané, la gran dama de ojos azules y porte distinguido de tantas obras, hasta hoy en actividad: Juan B. Villa Cabañas: Óscar Barreto Aguayo, ya fallecido, galán cantor de porte esbelto y hermosa voz de tenor; José Olitte; Raúl Valentino Benítez; Nicasio Altamirano, ya fallecido; Kika Da Silva también; Luis de Oliveira, actor hijo de actor, Espartaco Martínez, fallecido, Abel González, una curiosa mezcla, porque como deportista fue campeón sudamericano de baloncesto en Cúcuta, Colombia y después, como actor se especializaba en papeles difíciles en comedias brillantes o de equívocos. Hoy, lamentablemente, Abel González está recluido en el Hospital Neurosiquiátrico.

Cito de manera especial a dos artistas cuya paternidad y creatura, al menos en parte, reclamo, porque yo les uní primero en la radio y después para el más grande éxito del teatro guaraní-castellano, «Plata Ybygüy Recavo» cuya concurrencia de público no ha sido superada por ninguna otra puesta, incluso por aquellas de concurrencia obligatoria para estudiantes. Los Compadres, Rafael Rojas Doria y César Álvarez Blanco.

Tampoco puedo dejar de mencionar a los hermanos Humberto y Armando Rubín, para quienes escribí una comedia de la que me ocuparé más adelante.

Por la misma época, habían brillado o brillaban en el Ateneo Paraguayo o en Compañías transitorias, Aníbal Romero, extraordinario actor: Blanca Sanabria, su actual esposa; Nelly Prono, fallecida; Álex Solhberg, fallecido; Alan Gini; Salim Girala, fallecido; Jacinto Herrera, fallecido; Ninica Segura: Rafael B. Argüello; Victorino Báez Irala y otros talentos que hubiera querido poner en el reparto de mis obras.

Eran tiempos en que los buenos resultados de mis obras teatrales me alentaron a otros tipos de narrativa, la novela y el cuento. Abierto un concurso a nivel latinoamericano de cuentos por la Revue Française, de Paris, intervine sin muchas   —138→   esperanzas con un cuento: «Perrito». Sin embargo, optó al primer premio y la medalla Víctor Hugo, que me fuera entregada por la Embajada de Francia. Tenía también en la misma época -1965- los originales de mi primera novela: «La Quema de Judas», que intervino en un concurso nacional convocado por el diario La Tribuna. Hubo fallo dividido, y miembros del jurado que aún viven, me aseguran que «La Quema de Judas» fue la novela elegida, suponiéndose, por su estilo, que correspondía a Josefina Pla, pero al abrir el sobre con el seudónimo, se encontraron con la sorpresa de que no era autoría de Josefina Pla, sino de Mario Halley Mora. Por entonces, ya empezaba a germinar la discriminación política que tanto daño haría después a la literatura. De modo que se cerró el sobre, se volvió a votar. Otra novela logró el primer premio, con fallo dividido porque parte del jurado no consintió el procedimiento pero de todos modos «La Quema de Judas» quedó segunda. Me sirve de consuelo que la novela ganadora sólo tuvo dos ediciones, la primera, publicada por el diario organizador, y una segunda, edición corregida del autor. En cambio «La Quema de Judas» ya lleva siete ediciones, con sello editorial, debidamente registradas.

Ya por entonces, maduraba la convicción de que por «narrativa» no se debe entender sólo la novela y el cuento, sino también el teatro. Son sólo formas distintas de narrar, y todo se reduce a asumir la técnica de cada género. Con el género teatral me sentía más cómodo por la inmediatez del proceso. Se escribía la obra, y al poco tiempo, de la inmovilidad del papel pasaba al dinamismo vital del escenario... y al aplauso o el rechazo del público. Con la Compañía Báez - Reisofer - Gómez hicimos así memorables puestas. «Testigo Falso», de contenido social; «El último Caudillo»; «Magdalena Servín» para la memorable actuación de Emigdia Reisofer; «El Sargento de Compañía»; «El Sacristán»; «I Vaí la Porte», inspirado en el borracho favorito de Carlos Gómez.

Invitado por el Ateneo Paraguayo, produje tres comedias: «Memorias de una Pobre Diabla» con la dirección y actuación de Mario Prono y una sensacional actuación de María Elena Sachero. Más tarde, el mismo elenco montó, en dos temporadas sucesivas, «Interrogante» y «Un Rostro Para Ana», que alcanzaron galardones como que María Elena Sachero fue elegida la mejor actriz del teatro paraguayo, al mismo tiempo   —139→   que «Interrogante» y «Un Rostro Para Ana» eran incluidas en una antología del teatro latinoamericano, publicada por el Ministerio de Cultura de España.

De la misma manera, a pedido de los hermanos Rubín, Armando y Humberto Rubín, este último con varias actuaciones en diversas obras que le valieron en los diarios la calificación de «galán de perfil mefistofélico», escribí una recordada comedia: «El Conejo es Una Mujer», que no tiene relación alguna con el hijo de Humberto que asumió el sobrenombre de Conejo para su programa de televisión. De hecho, el muchacho aún no había nacido cuando se estrenó la obra que satisfizo las aspiraciones escénicas de los hermanos Rubín, y lanzó a la fama a una actriz que empezaba a destacarse, Miriam Celeste, de la mano de Humberto Rubín y de Mercedes Jané.

De vuelta con la Compañía Báez - Reisofer - Gómez, en sucesivas temporadas estrenamos «El Billete de Cien Dólares»; «Mujeres Fáciles»; «El Camaleón»; «Un Paraguayo en España», en el que se hizo leyenda el hecho de que Leandro Cacavelos se quedara dormido en escena; «El Solterón», un estudio del machismo de las mujeres paraguayas, que fue durante años caballo de batalla de la Compañía Roque Sánchez - Graciela Pastor en sus andanzas por escenarios campesinos: «La Mano del Hombre»; «Los Zapatos de Dios»; «El Dinero del Cielo»; «La Noticia», obra devenida de mi paso como periodista por el diario El País: «Cuando Ernesto se Hace el Loco»; «Necesito un Hombre Para Caso Urgente», « 15 Años»; «Mi Asesino»; «Virutas» y entre una decena más de comedias menores, la substancial «La Madama», que tuviera extraordinario éxito de crítica, de público y de taquilla... pero un trágico resultado. Entre dichas producciones imaginativas, hasta me di tiempo a escribir un librito didáctico: «Vamos a Hacer Teatro».




ArribaAbajoTreinta y cinco

En efecto, volviendo atrás en el tiempo, el drama asoma su rostro angustiado en este relato. Toda la vida, Ernesto Báez anheló poseer un teatro propio, y lleno de ideales pero sin el menor adiestramiento gerencial, hipotecaron, con su esposa, Aída Reisofer, la vieja casona de Piribebuy y Montevideo para   —140→   un crédito bancario, que les fue otorgado con dicha garantía. El «Teatro Carlos Antonio López» logró elevarse hasta el techo, pero ahí terminó el dinero, y no hubo refinanciación, ni extensión ni ayuda alguna. El Banco se adjudicó la obra, la equipó, la terminó y la convirtió en el Cine Premier. Ernesto Báez y la familia Reisofer quedaron de hecho, en la calle. Fue un episodio desgarrante, especialmente para un hombre con alma de niño, un artista que creía en la solidaridad de sus compatriotas y las promesas de los políticos, en el amor de los amigos y en la gratitud de tanta gente sobre la que había volcado un diluvio de alegrías y de momentos felices. Tocó vanamente puertas que nunca se abrieron, y él, que nunca se había preocupado por el dinero, cuando quiso utilizarlo para comprar sus sueños, lo encontró insuficiente, escurridizo y perverso. Tarde se dio cuenta de que el artista siempre resultará un pésimo administrador.

Fue un interludio oscuro para el teatro paraguayo. La Compañía quedó prácticamente disuelta, y Ernesto y las Reisofer se marcharon a Buenos Aires.

En uno de mis viajes a esa ciudad, fui a visitarlos a un hotelito de mala muerte que habían arrendado y administraban en un ruinoso edificio de la calle Uriburu casi Corrientes. Llegué justamente cuando a su vez Ernesto regresaba con una bolsa de compras del Mercado de Abasto, y Emigdia sacaba los tachos de basura afuera. Aquello me dolió en el alma y me brotó de muy adentro un discurso. «Que esto no es para Uds. El Paraguay les añora y necesita. Aquí apenas son dos sombras oscuras que sobreviven y allá tienen estrellas que nunca se apagarán». Ernesto me escuchó con atención, y como en la primera vez que me impulsó a escribir «En Busca de María» volvió a desafiarme. «Si me envías una obra que fuera un éxito seguro, me voy», me dijo, y esa vez fui yo el que pronunció «hecho».

De vuelta a Asunción puse manos a la obra y dos meses después le envié el libro de «La Madama». Regresaron, la llevaron a escena y fue el éxito más sensacional de la Compañía Báez - Reisofer - Gómez. Las colas de público ante las ventanillas llegaban hasta el Correo y taponaban la circulación de la calle Presidente Franco. Y fue tan bueno el resultado, que cuando terminó la temporada en el Municipal, el cine   —141→   Splendid, sobre Estrella, ofreció su sala y los llenos continuaron allí. En medio de la satisfacción que nos llenaba por tan triunfal regreso, no teníamos idea que allí se incubaba otra tragedia mayor.

«La Madama» como otras obras -mías y también de Ernesto- cuyos resultados se publicaban en los medios de comunicación que crecían en alcance, atraían al público del interior, que alquilaba ómnibus para trasladarse en grupo al Teatro Municipal.

Con «La Madama» Ernesto decidió hacer lo contrario, llevar la obra al campo, y al efecto, adquirió una camioneta «Kombi», de hecho un minibus de la marca Volkswagen. Con ella aprendió a conducir, y ya entonces le manifesté mi aprensión. El que aprende a conducir más allá de los cincuenta años nunca será un buen conductor. Además, Ernesto no tenía idea alguna de los fundamentos mecánicos que deben conocerse para manejar un vehículo, hasta el punto de que apenas había retirado la Kombi pasó por casa a mostrármela y de paso, a confesarme de que «todavía no encontré por donde se le carga el agua». Le costó creer que el motor no se enfriaba con agua, sino con aire.

Con ese vehículo fueron a montar «La Madama» en Villeta, y al regreso por la ruta, en una madrugada oscura fue el accidente que le costó la vida a Emigdia Reisofer. Fue un accidente que como se demostró después no fue por la impericia de Ernesto, sino por la irresponsabilidad de otro transportista que salió de su carril. Pero muy adentro, en el fondo de mi corazón, me reprocho aquel momento, en Buenos Aires, en que prometí un éxito teatral, sin prever que el precio fuera tan doloroso.

Durante las décadas de los sesenta y setenta, prosiguió la insuperada época del teatro en el Paraguay, con numerosas Compañías teatrales que convergían sobre el añoso Teatro Municipal. Zarzuelas paraguayas, comedias y dramas de Néstor Romero Valdovinos, (su mejor obra, «Hilario en Buenos Aires») de Ezequiel González Alsina, (su mejor obra, «Bolí») de Manuel Frutos Pane y Juan Carlos Moreno González, (Sus mejores obras «María Pacurí» y «La Tejedora de Ñandutí») de José María Rivarola Matto, (su mejor obra, «El Fin de Chipí González») de Benigno Villa, (su mejor obra, «Casilda») de Josefina Pla y Roque   —142→   Centurión Miranda, (su mejor obra, «Aquí No Ha Pasado Nada») de Julio Correa en reposiciones de comedias escritas durante la guerra y la posguerra del Chaco; de Rogelio Silvero, (su mejor obra, «La Vida del Yaguá») de Rovisa, de Alcibiades González Delvalle, y hasta del mismo Ernesto Báez, autor de numerosas comedias costumbristas. La mayoría de estos autores, salvo Rovisa, González Delvalle y Silvero, ya han fallecido. Los muertos, es obvio, ya no escriben. Los vivos, no saben para quien escribir, porque al cerrarse el Teatro Municipal sobrevino la gran sequía teatral que continúa hasta nuestros días, en que, si bien hay buenos actores, no han surgido nuevos autores y no existe una sola sala adecuada al teatro y estímulos del Gobierno o de las Municipalidades, a nivel cero.




ArribaAbajoTreinta y seis

Después del fallecimiento de Emigdia Reisofer, una fina actriz, May Visconti, ocupó su lugar en el rubro, y siguió la larga trayectoria por la senda del teatro paraguayo. Por mi parte, produje con Neneco Norton una comedia musical, «La Promesera de Caacupé», donde tuvimos el privilegio de contar con la actuación de Óscar Barreto Aguayo. Más tarde, con Florentín Giménez, montamos otra comedia musical, «Loma Tarumá», siendo ésta, la última pieza que dirigiera Mario Prono, poco antes de su muerte. Anecdótico y dolorido, es el hecho de que en los ensayos, reprochaba al bueno de Mario que su energía de director brillante, exigente y riguroso de otros tiempos, de «Interrogante» y «Un Rostro Para Ana» aparecía apenas esbozada, lánguida y conformista en «Loma Tarumá». El hombre callaba y decía «ya vamos a mejorar». Yo no tenía idea de que ya tenía el corazón herido, y se estaba muriendo, como él quería, sobre las tablas.

Años antes, Rafael Rojas Doria y César Álvarez Blanco, desprendiéndose de la Compañía de Ernesto Báez habían formado la propia. Los Compadres, unidos desde 1956, llegaron a constituir en el teatro un fenómeno especial, inédito, de cooperación y de complementación actoral. Eran dos, o son dos, pero al mismo tiempo uno solo. Cuando por breve tiempo   —143→   y por circunstancias propias del temperamento del artista, se separaban y montaban cualquier comedia prescindiendo uno del otro, no pasaba nada. La comicidad, la gracia, la chispa, la espontaneidad veloz y provocativa se daban en los dos, que de la misma manera que se descubrieron misteriosamente compatibles en radio, en 1956, siguen adivinándose mutuamente en teatro en 1999. Extrañamente, fueron y son prisioneros el uno del otro. Con este dúo y su Compañía, me cabe recordar, en beneficio de la brevedad, una sola pieza que vale por todas las que de ella derivaron después: «Plata Ybygüy Recavo», indiscutible clásico del teatro cómico en guaraní en el Paraguay.

Un capítulo especial corresponde a un excelente actor, Raúl Valentino Benítez, cuando escribí una comedia dedicada al homenaje de los primeros inmigrantes árabes en el Paraguay, que se integraron a la sociedad paraguaya desde los escalones más humildes. El personaje central de «Mustafá» fue Raúl Valentino Benítez, en un pintoresco y respetado personaje de «turco» realizado por el actor con maestría, con recordadas escenas con su contraparte, el legendario ladrón de tiendas «Mbopí Pucú» interpretado por José Olitte. Y por fin, mi última incursión al teatro fue ya entrado en la década del noventa, con la teatralización de una novela de Margot Ayala de Michelagnoli «Ramona Quebranto» que dirigida por Tito Chamorro, fue un éxito en Asunción y Montevideo.

Especial gratitud le guardo al estudioso investigador y fanático «teatrero» Rudy Torga, quien se enamoró de una obra mía: «La Huella de Mangoré» sobre la vida y obra de Agustín Barrios, excelso guitarrista y compositor paraguayo. Rudy Torga mejoró el texto, lo musicalizó y agregó preciosas glosas en guaraní, que hicieron de la obra un espectáculo al mismo tiempo que didáctico, emocionante y dentro de un género híbrido de teatro, literatura y música de brillante resultado en Asunción, en las Misiones natal de Mangoré y hasta en Buenos Aires, debido, más que nada, a la intervención, compaginación, arreglo y dirección del tenaz luchador de la cultura popular que es el señor Rudy Torga.

No todas las comedias escritas en más de 35 años están citadas en este libro. Las que sí son citadas, a mi criterio, son las principales. Llegué a contabilizar 56 títulos entre   —144→   innumerables comedias breves, recogidas después en libros, comedias largas y hasta dramas. Pero entre tanta tarea, tuve tiempo de repetir en 1982 mi incursión en la narrativa novelística, iniciada en 1965 con «La Quema de Judas». Ese año, en las famosas ediciones «Napa» de Juan Bautista Rivarola Matto, se editó «Los Hombres de Celina», que mereciera juicios elogiosos de Josefina Pla, Roque Vallejos, Hugo Rodríguez Alcalá, Bacón Duarte Prado y José Luis Appleyard. Por su primera edición, me correspondió el «Premio República» de 1983 y el galardón anual de «Los 12 del año» correspondiente a 1984. A la fecha, la novela tiene 6 ediciones más, tanto por la Editorial El Lector, como por la Editorial Comuneros.